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Número 525-526

Serie LII

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Dios y el oro ante el corazón del hombre. Las raíces teológicas y metafísicas de la economía liberal

CUADERNO: CUESTIONES ECONÓMICAS Y SOCIALES (III)

 

1. Introducción

En otros tiempos, cuando la Teología impregnaba el alma de nuestro pueblo, en el norte argentino se cantaba una copla que alude a uno de los conflictos permanentes de la turbulenta historia humana:

¿Quién vence los imposibles?
¿Quién avasalla el amor?
¿Quién rompe dificultades?
La plata, después de Dios.

La mención del dinero antes de Aquél que exige a su pueblo la entrega total del corazón y por ello manda terminantemente «No habrá para ti otros dioses delante de Mí», sugiere la tendencia del oro a usurpar el primer lugar e imponer una tiranía que reduce nuestras vidas a la peor de las miserias. La copla afirma, empero, que la suprema potestad es de Dios, y aunque en un primer momento el mundo parezca escapársele de las manos para someterse al Ídolo metálico, los «grandes e inenarrables designios del Creador» se realizan por vías misteriosas.

 

2. El otoño medieval

Esa puja por el corazón del hombre que sostienen Dios y el dinero cobró nueva intensidad en el denominado «Otoño de la Edad Media», cuya nota saliente resultó ser la progresiva laicización de la vida. Signo y consecuencia de esta nueva actitud ante el mundo fue un conjunto de graves trastornos padecidos por la hasta entonces firme sociedad cristiana.

Curiosamente, ésta aspiraba entonces a ingresar en la Edad de Oro, vaticinada por el abad Joaquín. Con la finalidad de acicatear la renovación espiritual, el papa Bonifacio VIII dispuso que el año 1300 fuese declarado jubilar, el primer año santo en la historia de la Iglesia. Decenas de miles de fieles llegaban diariamente a la urbe para implorar el perdón de sus culpas. La extraordinaria afluencia de peregrinos fue aprovechada por el Sumo Pontífice para mostrarse en público revestido con las insignias imperiales, como si todos los señores de la cristiandad estuviesen dispuestos a aceptar en los hechos la autoridad espiritual encarnada en Bonifacio VIII.

Tales cálculos y los anhelos de los creyentes resultaron frustrados, pues el 7 de setiembre de 1303 Nogaret, canciller del rey francés Felipe el Hermoso, apresó al Papa en Anagni e intentó conducirlo allende los Alpes para someterlo a juicio. Aunque al día siguiente los partidarios de Bonifacio consiguieron liberarlo, la conmoción que experimentó por el atentado provocó su muerte poco después. El Papado claudicó ante la monarquía francesa, y este sometimiento llegó a tal extremo que desde 1309 hasta 1378 los sucesores de Pedro dejaron de residir en Roma y gobernaron la Iglesia desde Aviñón.

 

3. El rebelde

Pocos años después de estos sucesos fue llamado a la Corte Pontificia el joven franciscano inglés Guillermo de Ockham. Muchas circunstancias de su vida resultan inciertas: la fecha exacta de su nacimiento (en Surrey, a fines del siglo XIII), sus estudios, viajes. Ni siquiera se conoce cuál es la forma correcta de su nombre, que aparece como Ockham, Okkam, Occam... Llegó a enseñar en Oxford, donde ciertas doctrinas suyas causaron revuelo. Ockham era entonces simple inceptor (así se llamaba al bachiller que carecía de autorización para enseñar como maestro) y debió interrumpir sus trabajos con vistas al título y se trasladó a Avignon para explicarse sobre las proposiciones sospechosas. Allí el proceso avanzaría con lentitud torturante: «Es fácil imaginar la impaciencia y el rencor del joven monje consciente de su valor»[1].

Gobernaba entonces la Iglesia Juan XXII, un gascón elegido en 1316, veintisiete meses después de la muerte de su antecesor, porque el partido francés y el italiano no lograban conciliar sus intereses. El Sumo Pontífice se vio obligado a intervenir en una disputa entre Franciscanos conventuales y «espirituales» (fraticelli). Estos últimos sostenían que ni Jesucristo ni los apóstoles habían tenido propiedad personal ni colectiva, y que los verdaderos imitadores del Señor eran los «espirituales», superiores al clero y al mismo Papa, ya que éste y su corte eran la cabeza de una Iglesia carnal colmada de riquezas y manchada por los crímenes. Santo Tomás había enseñado que la pobreza es un medio para llegar a la perfección en la vida religiosa. El revuelo causado por los fraticelli muestra que este medio comenzaba a acaparar la atención en detrimento del fin. Y el resultado sería la independencia de la vida económica con respecto a la moral del Evangelio.

Juan XXII declaró herética las tesis de los espirituales y mandó a llamar al General de los Franciscanos, Miguel de Cesena, con quien tuvo poco después un grave enfrentamiento. En la noche del 26 al 27 de mayo de 1328 Cesena y Ockham huyeron hacia Italia para obtener la protección del emperador Luis de Baviera, también él en conflicto con el pontífice. Según Pieper, el abandono que Ockham hizo del convento es un indicio del tránsito fuera de la Edad Media y guarda una suerte de antiparalelismo con la decisión que en el siglo VI había llevado a Casiodoro fuera de la Corte ostrogoda para abrazar la vida religiosa. Casiodoro pasa por ser el último de los romanos, y su ingreso en el claustro había simbolizado el alborear del Medioevo. El fin de la Cristiandad se descubre no sólo en la huida de Ockham sino también en las palabras que el tránsfuga inglés dirigió al emperador cuando ambos se encontraron: O lmperator, defende me gladio et ego defendam te verbo: defiéndeme, emperador, con la espada y yo te defenderé con la palabra.

Luis contaba entonces con el apoyo de dos importantes plumíferos, Juan Janduno y Marsilio de Padua. Enseñaban que el Papado es una institución humana y no tiene títulos para justificar su potestad sobre clérigos ni laicos. Marsilio había compuesto en 1324 el Defensor Pacis, donde daba a entender que las ambiciones del Papado eran la causa de la crónica anarquía que asolaba a Italia por el conflicto entre pontífices y emperadores, y hacía imposible la realización de la paz que Cristo había venido a traer al mundo. Marsilio reclamaba que la Iglesia se desentendiese por completo de la política, que entonces sería librada al apetito de poder de los señores. La estrella de Marsilio, empero, pronto comenzó a extinguirse pues Ockham cumplió tan bien su promesa de defender con la palabra a quien lo protegía, que se convirtió en el principal ideólogo del emperador.

 

4. Una nueva visión del mundo

El franciscano no se limitó a denunciar a Juan XXII como «hombre réprobo» sino que sostuvo principios filosóficos y teológicos de vasta y duradera influencia, hasta el punto que se lo puede considerar uno de los fundadores de la Modernidad.

Para justificar una nueva comprensión del mundo, Ockham echa por la borda la solución de Santo Tomás a las dificultades planteadas por el conocimiento: ¿cómo pueden nuestras ideas darnos a conocer las cosas del mundo si éstas son individuales y contingentes, mientras que los conceptos tienen un carácter universal y la mente descubre relaciones necesarias en el ámbito de lo inteligible? El Angélico había enseñado que la universalidad de nuestros conceptos resulta del modo humano de conocer, ya que entramos en comunión con la realidad por medio de los sentidos, y en el paso de lo sensible a lo intelectual –de la imagen a la idea–, la inteligencia abstrae –extrae– los aspectos inteligibles separándolos de la materia concreta y las determinaciones particulares de los individuos. Esto explica que el hombre pueda tener un verdadero conocimiento de lo que el mundo es, aunque el modo que la realidad tiene en nuestra mente (universal) sea distinto del que tiene en sí misma (singular).

Ockham rechaza de plano esta respuesta. A veces habla como si el concepto fuese idéntico a la imagen de la fantasía, que, por medio de palabras (nombres: nomina) imponemos a una multitud de individuos semejantes, de los que tenemos un conocimiento confuso, y por ello esta doctrina es llamada «nominalismo». Otras veces admite que el nombre es signo de un concepto universal, que resulta de la actividad de la mente, sin que exista en la realidad algo que corresponda a tales conceptos (conceptualismo). En cualquier caso los conceptos no nos dan a conocer la realidad como es en sí misma, y ya que ambas doctrinas tienen un fondo común, para simplificar, las designaremos con el término «nominalismo», que se expresa en los conocidos versos:

Stat rosa pristina nomine.
Nomina nuda tenemos:
«La auténtica rosa habita en el nombre:
Tan sólo son nuestras palabras vacías».

El singular se define por la unidad numérica: «En primer lugar llamamos singular a lo que es una sola cosa en número y no varias cosas»[2]. El inglés aplica su célebre «navaja» al estudio del singular: Entia non multiplicanda sunt praeter necessitatem, frustra fit per plura quod fieri potest per pauciora: no debemos multiplicar los entes sin necesidad y resulta vano utilizar muchos principios explicativos cuando nos podemos arreglar con un número más reducido de ellos. Ockham elimina con ánimo implacable los principios del ente que la metafísica tradicional había descubierto y considerado con infinita atención porque, según el franciscano, tales factores explicativos son «proyecciones en las cosas de los rasgos distintivos de los términos del lenguaje y esto lleva a sostener que las abstracciones tienen realidad en la naturaleza»[3]. El singular es la cosa idéntica a sí misma, y con esto es suficiente.

Aristóteles y Santo Tomás habían enseñado que el objeto de la inteligencia –lo que primero cae en su concepción– es el ente. La prueba de esto es que siempre el espíritu capta su objeto como algo que tiene acto de ser: al formar un concepto, la inteligencia expresa lo que algo es; en el juicio afirma que algo es; y en el razonamiento, demuestra por qué algo es. Para Ockham, el concepto de ente ocupa en nuestro intelecto el lugar de «realidades que no tienen ninguna semejanza ni en cuanto a la substancia ni tampoco en cuanto a los accidentes». Es aplicable a cosas que no se parecen en absoluto porque la noción de ente carece de determinación. Nos encontramos en las antípodas de la metafísica de Santo Tomás, que en el ente descubre aludida la máxima riqueza: el acto de ser.

El rechazo de principios «superfluos» en las cosas da la impresión de conferir a los singulares una maciza consistencia. Pero en realidad, no sólo el concepto de ente es casi nada, sino también las cosas. Ellas son granos de arena en el inmenso desierto de la existencia, sin orden ni jerarquía, afectadas únicamente por conexiones casuales. Ese desierto queda, en primer término divorciado de Dios, pues la teoría del conocimiento lleva a Ockham a sostener un agnosticismo radical: «No hay nada en Dios ni en la criatura, ni intrínseca ni extrínsecamente, que sea de la misma razón formal»[4]. Sólo por la fe podemos saber que Dios existe, no por el testimonio del mundo.

Los atributos divinos (simplicidad, bondad, omnipresencia, etc.) son palabras vacías, nombres que nada revelan de Dios. En esta perspectiva es ocioso preguntarse cuál es el constitutivo formal de la naturaleza divina: aquel aspecto que ante todo lo distingue de las criaturas y que, por tanto, mejor expresa su esencia. Pero en el plano de la revelación Ockham absolutiza la omnipotencia, y en esto piensa estar justificado por el dogma de la fe, pues, según él, el primer artículo del Credo enseña que Dios es todopoderoso[5].

Pero se equivoca, porque cuando decimos: «Creo en Dios», afirmamos en primer lugar su existencia, que Él posee de modo absoluto, ilimitado, el acto de ser. Por ello Santo Tomás afirma que el primer atributo de Dios es la subsistencia del ser, no tener el ser por participación. Y una de las veinticuatro tesis propuestas por la Sagrada Congregación de Estudios como síntesis de la filosofía tomista afirma:

«La esencia divina, muy acertadamente, se nos propone como constituida en su razón metafísica por su identidad con la existencia actual o por ser el mismo ser subsistente, y en esto mismo nos descubre la causa de que sea infinita la perfección»[6].

La perfección infinita del acto subsistente de ser explica que, en su simplicidad, se identifique con todas las perfecciones puras, entre ellas, los actos de entender y amar. Como intelección subsistente Dios comunica, en Sí Mismo, la plenitud del ser divino a su Hijo, distinto del Padre en cuanto persona, mas idéntico en la substancia. Padre e Hijo pueden así amarse por la espiración de la Tercera persona divina, que procede de ambos como de un único principio.

En segundo lugar, la completa indeterminación de las cosas existentes permitirá que su contenido venga de la inteligencia. Ella impone el nombre a la realidad, como en el Paraíso[7]. Pero Adán podía nombrar los seres del mundo porque tenía ciencia eminente de ellos, y en la naturaleza y el orden admirable de las creaturas percibía un reflejo de la Sabiduría de Dios. El nominalismo, en cambio, ignora voluntariamente lo que las cosas son y en lugar de expresar la realidad, el nombre resulta un esquema que debe ser impuesto por la violencia para que el sujeto humano concrete su universal aspiración de dominio. Ockham separó la mente de la realidad para que nuestro pensamiento tuviese vida autónoma. Afirmó el carácter arbitrario de nuestros conceptos porque de tal modo el hombre se convertiría en árbitro de la realidad.

La enseñanza del inglés sobre la voluntad guarda proporción con sus tesis sobre la inteligencia, pues también aquí encontramos que todo se subordina a justificar la rebeldía del orgullo. La voluntad, afirma, no se ordena al bien absoluto, y por tanto no es aceptable que sólo sea libre con respecto a los medios para alcanzar aquel bien. Admitir esto sería sacar al hombre de sí mismo y lanzarlo hacia el bien total, hacia Dios. Y la filosofía de Ockham revela el corazón de quien quiere ser fin de sí mismo y no ordenarse a cosa alguna distinta de sí. «El elemento más importante de su doctrina moral es la libertad de indiferencia: para afirmarse como algo absoluto, la voluntad permanece indiferente a cuanto no es ella. [...] Elige lo que quiere, y lo hace prescindiendo del juicio de la [recta] razón»[8]. Según el realismo, el hombre posee libertad para que pueda engranar de modo original y responsable en el orden del Universo. Pero si en el mundo no hay orden, como enseña el nominalismo, entonces no hay armonía en la que integrarse y cada uno ejercita su libertad como quiere.

Así podemos aplicar a Ockham lo que Chesterton dijo de los calvinistas en general, y de los puritanos en especial: que sólo veían a Dios como Omnipotente, porque en el fondo de sus almas, ellos creían en el poder, y sólo en el poder. Prueba de ello es que el inceptor se había fugado de la Corte pontificia para refugiarse en la del emperador. Esto no significa que Ockham pusiera el poder político en la cumbre de la jerarquía, pues los principios de su filosofía adjudican al Yo la potestad de instaurar su propio mundo y dominarlo despóticamente.

La doctrina de Ockham saca a la luz la enfermedad espiritual que afectaba al hombre cristiano: la suficiencia –vivir de y para sí mismo. Tal proceso de desintegración se vio favorecido por la peste negra, que aparentemente se había originado en China y llegó a Europa a través de Constantinopla: «En siete meses, entre los años 1348 y 1349, murieron cerca de cuarenta millones de personas, casi la mitad de la población»[9]. La epidemia dio pie a toda clase de luchas y conflictos eclesiásticos y feudales, favoreció el bandolerismo y, sobre todo, provocó el aislamiento de las distintas regiones del cuerpo, hasta entonces unificado, de naciones cristianas.

El arte de la época proporciona un testimonio que exige nuestra consideración: una y otra vez aquellas obras dan una representación morbosa del sufrimiento y la muerte. La Cruz es vista como un puro patíbulo, y no como el instrumento de la victoria del Señor y el trono de su Reinado. Esto denuncia una honda mutación del alma, pues la Cruz expresa la paradoja de la vida conquistada a través de la muerte. Mas la mirada de la fe se vuelve turbia y los hombres comienzan a poner límites a su entrega a Dios. Se creen con «derecho» a «ganar» el cielo por la observancia de ciertas prácticas religiosas y el cultivo de aquellas virtudes que ponen freno a los excesos y desórdenes tan contrarios a la prosperidad mundana. Dicha mentalidad calculadora se encarna en un tipo humano que aparece entonces perfectamente conformado en Italia y lleva adelante la vida económica según nuevos criterios: el burgués. Comienza un proceso que conduce a buscar el dinero por sí mismo, y ya no como medio de intercambio.

 

5. La economía medieval

No debemos pensar que este proceso significó el comienzo del progreso material de Europa, pues ya en el siglo XI se advierte en la Cristiandad un despertar de la vida económica. Con el paso del tiempo el siervo de la gleba se había convertido en modesto propietario rural. El crecimiento y la multiplicación de las ciudades hizo que la economía tuviese su centro en ellas, y ya no en las abadías y castillos. Los trabajadores de las diversas artesanías se agremiaron en el marco municipal; los comerciantes se asociaron en guildas, similares a los gremios, y las guildas de distintas ciudades se confederaron en hansas. El empuje de la industria y el comercio exigió capitales cada vez mayores y la introducción de una multitud de nuevos procedimientos bancarios. La extensión de los caminos aumentó notablemente, numerosos ríos fueron aprovechados para el transporte de mercaderías, y a partir del siglo XII fue frecuente hallar en los puertos navíos de gran porte.

Mientras se mantuvo el orden medieval, la moneda fue considerada un medio subordinado a los fines de la economía. Aristóteles enseña que en un primer momento los hombres habían practicado el trueque con el fin de obtener los bienes necesarios para la vida. Pero éste es un procedimiento incómodo, y entonces fue adoptada la moneda para facilitar los intercambios. Ella es el resultado de la convención, como su nombre griego lo indica: nómisma deriva de nómos, que significa «ley», «costumbre». Numisma factum est [...] secundum conventionem quandam inter homines, propter commutationem [...] rerum necessariorum: el dinero surgió [...] por obra de la convención entre los hombres y con vistas al intercambio [...] de las cosas necesarias[10]. Pertenece a la categoría de las riquezas artificiales; no sirve para remediar las necesidades naturales, como el alimento, el vestido, los vehículos, la habitación y otras cosas similares, pero facilita los cambios porque es como la medida de las cosas venales, se lo transporta sin dificultad y puede ser conservado para el futuro como una «reserva de valores». El dinero se subordina, pues, a la actividad por la cual el hombre adquiere y usa rectamente las riquezas naturales.

Como los intercambios deben estar regidos por la justicia, la economía medieval establecía que se pagase por los bienes el precio justo. El valor de la cosa no está determinado por el grado que ella tiene en el orden de la naturaleza. El Angélico hace suya las afirmaciones de San Agustín: «Existen muchas otras suertes de apreciación según la utilidad de cada cosa: así sucede que anteponemos algunos seres que carecen de sentido a otros que lo tienen. [...] ¿Quién no prefiere tener en su casa pan a tener ratones, dinero a pulgas?»[11]. Un primer factor del valor de las cosas es, pues, su utilidad, su aptitud para satisfacer una necesidad humana. En la respuesta a la segunda objeción del artículo citado, Santo Tomás admite dos formas de justipreciar la cosa: por la autoridad pública o bien por la costumbre. En ningún caso el valor de algo puede ser fijado por la pura voluntad humana[12].

El pensamiento medieval es realista, dirigido hacia «las cosas como son», y por ello no duda en afirmar que el valor es objetivo. El dinero es un signo y como tal recibe su medida de la realidad significada. En el artículo 4, ad 1 admite que el comerciante venda más caro de lo que ha comprado en razón del trabajo industrial, que mejora el objeto, o de la diversa situación del mercado en distintos tiempos, o de la diferencia entre distintos mercados y, además, de los gastos y riesgos del transporte. El comerciante tiene derecho a obtener un beneficio porque su actividad sirve al bien común.

El hombre no necesita una cantidad ilimitada de riquezas naturales sino cuanto exige la autárkeia prôs agathèn zoén: suficiencia para una vida buena[13]. Pero con la moneda sucede de otra manera: fácilmente provoca un deseo de enriquecimiento sin límites. Cupiditas lucri, quae terminum nescit, in infinitum tendit: el apetito de lucro, que no conoce límite, tiende al infinito[14]. El carácter espiritual de nuestra alma hace que ella apetezca lo infinito, y si cede a la tentación de hallarlo en el dinero, entonces la vida económica se desordena por completo. La economía natural es sustituida por la crematística (crémata, riquezas). Ya no se intenta adquirir y usar los bienes según la recta razón, sino procurarse un lucro cada vez mayor. El medio se ha convertido en fin.

Tal avidez de dinero está en el origen de la usura, que Santo Tomás condena con toda la tradición eclesiástica. La Sagrada Escritura enseña la iniquidad del préstamo usurario. El justo «presta su dinero sin cobrar intereses»[15], y el Señor enseña a «prestar sin esperar remuneración»[16]. San Agustín estigmatiza la práctica de exigir más de lo prestado como «detestable, odiosa y execrable»[17]. El Concilio Ecuménico Lateranense II condena la práctica «detestable y repugnante según las leyes divinas y humanas... la rapacidad insaciable de los usureros»[18].

El dinero de suyo es estéril porque, como hemos visto, es un signo del valor de las riquezas naturales. Por ello los antiguos afirmaban: nummus nummum non parit: el dinero no tiene cría, y el hijo de Martín Fierro recordaba en su lengua criolla la oposición vehemente de Inocencio II, en el mencionado Concilio Lateranense, a este arte de trampantojo:

«La plata es para la trata
Y representa mis bienes,
No para jugar la gata
Parida[19] en puros vaivienes»[20].

Santo Tomás admite que por algún título extrínseco al préstamo mismo sea lícito recibir un interés. Su causa puede ser el daño que sufre el prestamista, el riesgo fundado de no recuperar lo prestado y la multa que se impone al prestatario por no haber devuelto el monto a su debido tiempo. También reconoce el derecho que el socio capitalista tiene a percibir parte de los beneficios, mas no se trata en este caso de un interés por el préstamo porque quien interviene en la sociedad aportando dinero comparte los riesgos y hace posible la producción, por lo cual es justo que reciba una parte de las ganancias[21].

Esta doctrina parece hoy haber cambiado y es fácil pensar que, pese a la buena intención, ella es errónea: en 1830 el Santo Oficio reconoció la admisibilidad de un interés moderado. El cambio no ha de ser atribuido a los principios doctrinales sino al uso diferente del dinero. Hoy éste se convierte en capital y proporciona un rendimiento. Tal convertibilidad no se daba en tiempos antiguos. Pero nunca es el préstamo como préstamo dinerario de consumo lo que justifica el interés, sino un título extrínseco. Y la economía moderna no se ha contentado con el rédito legítimo sino que ha practicado más allá de cualquier límite el «juego de la gata parida».

Todo esto hace que Santo Tomás, siguiendo la Escritura, reconozca la función social del comercio, pero tenga siempre presente sus peligros: «El negociante con dificultad se librará de culpa. [...] Como se hinca una estaca en medio de la juntura de dos piedras, así se introduce el pecado entre la venta y la compra»[22]. Apoyado en la enseñanza de San Pablo, «nadie que milita para Dios se enreda en los negocios seculares»[23], el Angélico sostiene que los clérigos deben abstenerse del comercio, y en su Comentario a la Política muestra que quienes se ocupan de las compras, las ventas, los negocios y el dinero constituyen el estamento inferior en la escala social[24].

El fin de todas las actividades de la ciudad es el conocimiento de Dios. Santo Tomás lo expone en un célebre pasaje de la Suma contra los gentiles: la producción de utensilios requeridos para la vida humana asegura la integridad corporal. Las virtudes morales y la prudencia y el gobierno de la vida civil crean el sosiego interior y externo que hacen posible la contemplación. «De modo que, bien consideradas las cosas, todos los oficios humanos parecen ordenarse a favor de quienes contemplan la verdad»[25]. El padre Alfredo Sáenz, S.J., sostiene que este pasaje es la Carta Magna de la Cristiandad[26].

Ahora bien, como el mundo moderno es «una inmensa conspiración contra la vida interior», la afirmación de Santo Tomás puede fácilmente ser mal comprendida y por ello parece conveniente detenernos sobre este punto para tener una idea más justa del tipo de actividad que coronaba la sociedad cristiana y percibir la naturaleza de su influjo sobre las restantes obras del hombre. Santa Catalina de Siena escribe que en una oportunidad el Señor le dijo: «El que tiene esta luz me ama, porque el amor sigue a la inteligencia. Cuando más se me conoce, más se me ama, y este aumento de amor hace crecer el conocimiento»[27]. La unión de la mente con la Verdad Primera y la participación de todos los sectores sociales en tal contemplación, difundida desde el clero hacia el pueblo mediante la predicación y la liturgia, hacían posible que el influjo divino se irradiara a través de la actividad humana. La misma Santa de Siena afirma que cuando el hombre piensa en Dios, Dios piensa en el hombre y de ese modo tiene su cumplimiento la promesa evangélica sobre lo principal y las añadiduras[28].

El espíritu de fe no logró, sin embargo, informar la totalidad de la vida económica. El comercio internacional permaneció en buena medida ajeno a la impregnación del Evangelio. La razón de ello es el carácter de la ciudad antigua: como ésta procuraba satisfacer por sí misma todas sus necesidades[29], el comercio con el extranjero quedaba al margen de la actividad armónica ciudadana y eventualmente librado a la codicia de individuos aventureros. Los antiguos consideraban una plaga aquellas ciudades que se enriquecían sobremanera con la práctica del comercio extranjero, porque en ellas prevalecía la mentalidad del mercader. Castellani observa que las grandes capitales de la Cristiandad occidental fueron ciudades mediterráneas.

Los judíos desempeñaron un papel de primera importancia en el comercio portuario. Ya que no les estaba permitido poseer tierras, trataban de acumular bienes muebles. Además, la dispersión por todo el mundo conocido les facilitaba la realización de operaciones con mercados lejanos[30].

El florecimiento económico hizo que la pasión del dinero sedujera a un número cada vez mayor de cristianos. Como reacción contra este trastorno nacieron las órdenes mendicantes, cuyo éxito fue prodigioso, mas aún así la codicia inficionó cada vez más a la sociedad. Se generalizó el pago de interés por los préstamos, que antes estaba permitido casi exclusivamente a los judíos, y esto condujo a la ruptura del equilibrio entre el capital y el trabajo, y el enriquecimiento de unos pocos se obtuvo a costa de la explotación de los pequeños –volveremos a ocupamos de esta cuestión. El dinero, instrumento de la actividad humana, se insubordinó contra ésta y reclamó para sí la parte del león.

 

6. Mammón[31]

Esta insubordinación es posible porque el oro es parecido a Dios. En efecto, la semejanza entre la búsqueda de la Sabiduría, que ha revelado su misterio al pueblo elegido, y la codicia del oro es un tema frecuente en la Escritura y los autores espirituales. En Prov. 2,4 se nos exhorta a buscarla como la plata y como un tesoro; Prov. 4,18 compara la vida del justo con la luz de la mañana, cuyo resplandor crece hasta la plenitud del día. El Señor promete a cuantos dejen familia y bienes por su causa el ciento por uno en esta vida y la herencia de la vida eterna[32]. San Bernardo escribe que quien se entrega a Dios jamás dice: «Es bastante». Mas siempre es acuciado por el hambre de mayor justicia.

La vida cristiana reclama la «mirada sencilla» por la que nos absorbemos en lo «único necesario». Esa contemplación tiene su raíz en la gracia y se lleva a cabo bajo el influjo de la caridad: «Dame, hijo mío, tu corazón, y tus ojos tengan placer en mis caminos»[33]. Mas el pecado impone un movimiento de repliegue por el que el hombre busca vivir para sí mismo en el mundo. El apartamiento de Dios hace que la mente naufrague en la disgregación: «El corazón del fatuo es como la rueda del carro; y como un eje que da vueltas, así son sus pensamientos»[34]. Entonces la Verdad Primera debe ser sustituida por un valor inteligible que la parodie. Y ello es el oro; por ello el Evangelio nos inculca que no podemos servir a Dios y al dinero[35].

Cuando triunfa el mammonismo, el dinero es el «aglutinante» de la vida individual y social, el objeto y resorte de una contemplación falsificada. Reclama una aplicación de la mente análoga a la de la auténtica teoría: exige tener los ojos en todo, grabar todo en la memoria, prever el futuro, y ese conocimiento es principio de una actividad enérgica y tenaz. Y una vez más esta enseñanza es inculcada en el relato bíblico de los orígenes: Caín dedicó la ciudad por él construida no a Dios sino a un hombre, a su hijo Enoch[36]. El significado de «Enoch» es «dedicación». El burgués es precisamente el hombre de la ciudad. Su vida es un continuo ejercicio de dedicación a las riquezas como reemplazo de la aplicación de todas las fuerzas del alma para tender a Dios y gozar de Él.

En ambos casos hay una tensión al infinito y una simplicidad mental que hace ver todo a la luz de un supremo valor. Sombart sostiene que la psiquis del hombre económico sólo es comprensible si nos trasladamos al mundo de las ideas infantiles, ya que los móviles de los grandes empresarios y financistas son los mismos que encontramos en los niños. Cree que «si no os hiciereis como niños, nunca llegaréis a ser banqueros». Es verdad que la pureza del corazón consiste en amar una sola cosa (Kierkegaard), pero hay que ver qué cosa se ama. Chesterton observa acertadamente que la simplicidad del corazón permite a unos conquistar el Cielo mientras que hunde a otros de cabeza en el Infierno.

 

7. Reforma y capitalismo

El movimiento hacia la omnipotencia del dinero recibió un nuevo impulso con la Reforma protestante. En el siglo pasado muchos historiadores y sociólogos han considerado el influjo de la religión y la moral sobre el mundo de la economía. Como el burgués apareció en una sociedad en la cual todos eran católicos, Sombart equivocadamente afirma que si algún sistema religioso es responsable de su génesis, éste es el catolicismo. No advierte que se trata de un trastorno del orden cristiano, así como la adoración del Becerro de Oro no fue exigida por la religión del Antiguo Testamento.

La fe y sus consecuencias prácticas constituían una barrera a la concreción de las aspiraciones de los burgueses, y por esta causa éstos favorecieron la ruptura de la unidad religiosa del siglo XVI.

El capitalismo moderno no es un puro resultado de la Reforma, pero no se puede negar que ésta, especialmente en su expresión calvinista, promovió el culto de la ganancia y el sometimiento de la vida pública a las finanzas. Aunque los primeros reformadores atacaron la usura y el afán desmedido de riquezas, sin embargo, al sostener que el hombre es salvado por la sola fe en la justicia de Cristo y no por las obras, alentaron una actividad humana enteramente volcada hacia el mundo. Y el bien que cifra y resume todos los bienes de este mundo es el dinero.

Además, el carácter fatalista de la teología protestante hizo aún más fuerte esta tendencia. Como se sabe, el fatalismo tergiversa la doctrina sobre la providencia, que Santo Tomás define: «La razón del orden de las cosas al fin» –idea o plan que existe eternamente en la inteligencia de Dios[37]. La predestinación y la reprobación son partes de la providencia: mientras ésta mira a los destinos generales de las cosas, la primera es respecto de aquéllos que Dios destina a la salvación eterna; la segunda, por su parte, es relativa a quienes se separan del bien sobrenatural e incluye la voluntad divina de permitir que alguno caiga en pecado y de imponerle la pena de la condenación por el pecado. El Angélico sostiene que la predestinación y la reprobación no son algo sustancial ni accidental en el predestinado, sino en la eternidad del pensamiento divino, por encima del tiempo[38]. Pero el fatalismo protestante quiso que ellas fueran algo en los individuos. Y el signo del destino sobrenatural del hombre vino a ser el éxito o fracaso en esta vida, cuya medida suele ser el dinero[39]. Riqueza y pobreza se convirtieron en sustituto de gracia y pecado[40].

De este modo la Reforma obró una profunda judaización de naciones otrora cristianas, pues volvieron a la interpretación carnal del Antiguo Testamento, que a causa de la rudeza del pueblo elegido, prometía riqueza y poder como figuras de los bienes superiores que traería Cristo.

«Hannebicq, en Génesis del imperialismo inglés, muestra que en el siglo XVI puritanos e israelitas son la vanguardia del naciente capitalismo, y esta semejanza de su misión se relaciona con la semejanza del manantial de donde toman su inspiración: el Antiguo Testamento, con sus promesas de poder, de riqueza, de dominio material por parte del pueblo elegido, [...] inclinados a conseguir que prevalezca un concepto de economía política más materialista, más carnal»[41]. Y por desgracia, esta justificación teológica de la dedicación al dinero se produjo precisamente cuando afluían a Europa ingentes riquezas del Nuevo Mundo. España gastó en las guerras de religión el oro de América, y éste fue a parar a manos de los usureros y jugó un papel de primera importancia en la consolidación del capitalismo moderno.

El paso siguiente hacia la adoración del Becerro de Oro fue consecuencia de un fugaz retorno al catolicismo de la monarquía inglesa. En la hora de su muerte, en febrero de 1685, Carlos II hizo profesión de fe católica. Entonces Inglaterra se dividió con respecto a la sucesión real, pues mientras los whigs buscaban apartar del trono a Jacobo Estuardo, hermano de Carlos, y católico profeso desde 1672, los tories estaban dispuestos a aceptarlo con tal que ofreciera garantías religiosas a los anglicanos. A pesar de la fuerte oposición, Jacobo II recibió la corona.

El nuevo soberano había mostrado gran pericia y coraje en la guerra contra Holanda (1664-1667), mas tenía en su contra costumbres disipadas y falta de prudencia para los negocios políticos. La «Declaración de Indulgencia», por la que ponía fin a la exclusión religiosa, y el nacimiento de un hijo varón, que aseguraría la sucesión católica, decidieron a los protestantes a intentar la deposición del rey. Una hija suya, que adhería a la nueva religión, era esposa de Guillermo de Orange, estatúder (gobernador) de Holanda y principal figura del partido protestante europeo. El obispo de Londres le suplicó que invadiera la Isla para hacerse cargo del reino, y en noviembre de 1688 Guillermo acudió al llamamiento al frente de 15.000 hombres. La traición del duque de Marlborough, John Churchill (ancestro de Winston), hizo posible el triunfo de la revolución que la historia oficial llama «Gloriosa». Los proveedores de recursos para esta gloriosa operación son fácilmente reconocibles: «Mannasseh Ben Israel, Fernández Carvajal, Ebenezer Pratt. [...] Los banqueros internacionales de Ámsterdam: Salomón Medina, Suaso y Moisés Machado. Tales nombres excluyen cualquier equívoco»[42].

 

8. La «creatividad» bancaria

El año 1694 fue decisivo para la historia inglesa: el rey Guillermo se hizo oficialmente masón y a fines de julio fueron redactados los estatutos del Banco de Inglaterra. El Gobierno había recibido un fuerte préstamo de un grupo privado, y los usureros lograron la creación de un banco que tomaría a su cargo el manejo de la deuda y el pago de intereses garantizados por los impuestos públicos. Además el banco podría emitir notas de crédito con la garantía del Gobierno. Esto significaba que todos los impuestos nacionales respaldarían esos documentos, o dicho con otras palabras, que los banqueros podrían crear dinero por su cuenta, porque como el cobro de esas promesas de pago sería seguro, podrían ser utilizadas como dinero y entregadas en pago, al igual que las monedas de oro y de plata. El banco no nacía como institución gubernamental «sino como una corporación privada, privilegiada y garantizada por el poder público, que se trazaría una política propia y que a partir de entonces tendría, en grado siempre creciente, la última palabra en todo acto de gobierno que tuviera relación con la guerra en el exterior y la dominación en las colonias»[43]. Esto significó lisa y llanamente poner el gobierno real de la Nación en manos de una banda de traficantes que se enriquecerían gracias al endeudamiento general. Un siglo más tarde Amschel Rothschild pudo afirmar sin temor a equivocarse: «Dadme el poder de emitir y controlar la moneda de un país y ya no me importará saber quién hace las leyes»[44]. Desde entonces Albión se convirtió en el centro mundial de la usura.

No sólo en Inglaterra las finanzas lograron imponer su voluntad al Gobierno y manejar el poder público tras las bambalinas: con el paso del tiempo las naciones sucumbieron una tras otra ante esta potencia maléfica[45]. Y el resorte secreto de tal proceso es el misterioso poder de fabricar dinero ex nihilo: «Los bancos, se dice, no prestan, aparte de su capital, más que el importe de sus depósitos. Es cierto. Pero, ¿qué son esos depósitos?... Son sumas que nacen en los bancos por razón de los préstamos que ellos mismos hacen a los clientes y que acreditan en sus cuentas para que giren sobre ellas. Se observará: ¿cómo pueden prestar sin tener? (¡Este es el quid!) [...] Se trata de una verdadera alquimia. [...] La piedra filosofal habría transformado en oro todos los metales. Transformar, nunca crear. El poder de los bancos me pareció cosa de magia. Bastaba que dijeran: “¡Hágase el dinero!” y se hacía el dinero»[46].

 

9. El «orden natural» económico

En 1776 Adam Smith publicó la Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, generalmente conocida como La riqueza de las naciones. El título es un ejemplo del retroceso a la mentalidad veterotestamentaria al que nos hemos referido, pues la expresión «la riqueza de las naciones» es usada varias veces por Isaías para describir los bienes con que será colmada la futura Jerusalén. Pero Smith desconoció el sentido espiritual de estas palabras, y se atuvo exclusivamente a la prosperidad material.

La obra tuvo una repercusión extraordinaria e influyó sobremanera en el proceso de sujeción de la vida a una economía deshumanizada: el comercio debe llevarse a cabo sin ningún tipo de interferencia estatal, en la pura obediencia a las leyes naturales. Según Smith, las leyes naturales piden que cada uno busque su beneficio, y de tal modo colabora al bienestar general. El impecable argumento mata dos pájaros de un tiro: por un lado legitima el egoísmo de una actividad económica realizada sin más finalidad que obtener lucro, y por otra parte anatematiza cualquier intento de la autoridad para resistir los designios del gran dinero.

Para ser más exactos, Smith mataba tres pájaros con un solo disparo, pues su libro era «una maquina de ordeñar naciones» (Castellani) para que sus riquezas fueran a parar a «la Nueva Jerusalén», título que se adjudicaba Gran Bretaña: «En la mitad del siglo pasado se levantó un sabio alemán, Jorge Federico List, y con un libro de genio, La economía nacional, demostró que el librecambio le convenía a Inglaterra pero arruinaba a Alemania; porque un país de economía pastoril (como era entonces Alemania y es la Argentina ahora) podía con el librecambio ser explotado impunemente por cualquier país de economía industrial, como era entonces Inglaterra; y por tanto los países pastoriles debían establecer sistemas aduaneros de defensa»[47].

«Es una regla de prudencia vulgar que cuando alguien llega a alcanzar el pináculo de la grandeza, deseche la escala con que ha ascendido, para privar a otros de los medios de hacer lo mismo. Allí está el secreto de la doctrina cosmopolita de Adam Smith... Una nación que, por los derechos de protección y restricciones marítimas, ha perfeccionado su industria y su marina mercante al punto de no temer competencia alguna, no puede adoptar mejor curso de acción que alejar los instrumentos de su elevación y predicar a los otros pueblos el advenimiento de la libertad de comercio, expresar a grandes voces su arrepentimiento de haber transitado hasta el presente las vías del error, y de haber llegado tarde al conocimiento de la verdad»[48].

Su perspicacia hizo que List pronto se viera en las uñas del lobo, mas como este lobo era inglés, no se valió de la brutalidad para acallarlo, sino que empleó el procedimiento pulcro, y una dosis de veneno produjo el oportuno «suicidio» del economista alemán. Su caso constituye un ejemplo de la característica que descubre Chesterton en la sociedad que los plutócratas están edificando desde hace siglos:

«Todo se encaminará a un fin; y esa finalidad será lo que nuestros antepasados llamaban usura. Su arte puede ser bueno o malo, pero será una propaganda para los usureros; su literatura podrá ser buena o mala, pero reclamará el auspicio de los usureros; su selección científica seleccionará según las necesidades de los usureros; su religión tendrá suficiente caridad como para perdonar a los usureros; su sistema penal tendrá la crueldad necesaria para aplastar a quienes critiquen a los usureros»[49].

Aplastado el principal impugnador de Smith, la doctrina de éste, David Ricardo, John Stuart Mill y otros economistas igualmente partidarios del comercio libre, pasaron por ser las únicas que tienen valor «científico», frente a las soluciones meramente empíricas propuestas por hombres de otros tiempos y escuelas: «Hay un orden natural de las cosas económicas, con leyes autónomas, mecanismos propios y automatismos reguladores, un dominio separado, tan independiente de los otros órdenes humanos como el mundo físico con respecto al mundo moral. [...] Para comprender la vida económica se parte menos de la observación positiva de los hechos, que del método abstracto de un razonamiento deductivo. El orden natural es ante todo un orden racional. Así aparece, por primera vez en la historia de Occidente una ciencia abstracta y discursiva de los hechos económicos, rigurosamente liberada de cualquier prescripción moral o política, estrictamente independiente. A la política económica de los siglos anteriores, sucede la economía política y el signo liberal bajo el que vio la luz pesará durante mucho tiempo sobre su destino. La ciencia económica nació liberal y sus adeptos se esforzarán hasta nuestros días para mantener el equívoco que lleva a acusar a las doctrinas adversas como contrarias a la “ciencia” y desatenta a sus “leyes”. La economía liberal, dirá Rueff, es la economía euclidiana, la única científica; las otras, como las geometrías no euclidianas, no son más que artificios del espíritu»[50].

«Ese Korán sin inspiración […] arraigó en nuestras facultades, donde ha durado demasiado, y en la prensa, donde todavía se lee; o sin leerlo, se cree. [...] Así como la gallina batarasa pone uno, pone dos, pone tres, etc., así aparecen cada cuánto esos deliciosos artículos stuartmillianos, como éste que tomamos al azar[51]. [...] He aquí la consigna: el redactor debe inculcar a los argentinos que su “producción básica” predestinada por el Eterno, no es otra que la agropecuaria, sólo la agropecuaria y siempre la agropecuaria; y que si llegan a olvidar este dogma, les aguardan misteriosos desastres, incluso en lo agropecuario, como este mismo que nos deseó sin mayor acierto para 1950 [...]. ¿Por qué diablos debe desaparecer la agricultura si crece la industria? Lo contrario es lo que se ha visto. El progreso de la industria, si no es desaforado, repercute de suyo en el progreso de la agricultura. ¿Qué hay de la agricultura del Canadá, por ejemplo? [...] Eso es lo que tendría que demostrar el estuarmil, que estamos condenados por la providencia o la novidencia a permanecer por siempre en el estado de sujeción y avasallamiento que constituye el primer estadio económico, la economía pastoril»[52].

 

10. La «mano invisible»

Smith y otros representantes de la economía política de aquella época tienen una idea mecanicista de la vida económica. Ahora bien, el mecanicismo ignora la finalidad en los procesos que considera, pues supone la realidad ya constituida y pretende explicarla por la descripción de sus partes y del funcionamiento de ellas. Pero he ahí justamente el problema: ¿cuál es la causa de la adaptación mutua de los diversos elementos de un todo, de la regularidad de sus acciones y de que al obrar así las cosas apunten hacia metas que las perfeccionan? ¿Y por qué, además, obrando de este modo, cada una colabora a la armonía general, que los griegos llamaron kósmos, o sea, orden? La naturaleza no es simplemente principio de actividad, sino de una operación finalizada, que apunta a metas ciertas y constantes.

Mas la nueva mentalidad rehusaba ver las cosas del mundo como núcleos ontológicos, sino que las consideraba sólo como «en disponibilidad»[53] con vistas al intercambio y la producción, cuyo valor es determinado por la «mano invisible» de la competencia en el mercado, que equilibra la oferta y la demanda.

De este modo es abandonada la tradicional noción de precio justo, fundado en el valor objetivo de los bienes. Un nuevo ejemplo de la visión nominalista, que impregna la economía liberal, y adjudica al hombre el origen de cualquier determinación inteligible en las cosas.

La experiencia muestra que la «mano invisible» que mágicamente equilibra el mercado resulta ser la mano negra de quienes controlan la mercadería (Castellani), pues cuentan con los medios para armar corners, hacer dumping, formar cartels y emplear otros procedimientos por medio de los cuales el «orden natural económico» se autorregula sabiamente.

Por otra parte, al percibir cuanto existe sólo en su dimensión explotable, la inteligencia de los técnicos fue aplicada a desarrollar nuevas maquinarias, más eficientes y económicas que el trabajo artesanal. El resultado fue la llamada «Revolución industrial». Como la expropiación de los bienes eclesiásticos en el siglo XVI había concentrado la propiedad rural en manos de unos pocos, la población campesina se había visto obligada a desplazarse hacia los centros urbanos, donde no sólo los hombres sino también las mujeres y los niños padecieron una brutal explotación por aquéllos que habían acumulado capital suficiente para procurarse las maquinarias[54].

Pero aunque las condiciones de trabajo hubieran sido más benignas, la economía liberal de suyo hace que el capital explote al trabajo. Castellani primero expone y luego refuta los argumentos más trillados de quienes cantan loas, no siempre desinteresadamente, a las ventajas del «capital bienhechor»: «El mercader pregunta clamorosamente. 1° “¿Que puede haber de criticable en que el desenvolvimiento de la grande industria se realice por medio de organizaciones de sociedades anónimas?” 2° “¿Es acaso ilícito o ilegal un conjunto económico o una concentración de capitales?” 3° “¿No se debe venerar, honrar y privilegiar a personas sin las cuales quedarían sin trabajo 15.000 obreros?” [...] “¿Qué puede haber de reprobable en armar un trust o un holding?”. Solamente esto: que eso es armar el más terrífico instrumento de explotar a un pueblo y de encadenar a un Gobierno que se ha conocido en la historia. “¿Es acaso ilegal o ilícito alzar una concentración de capitales?”. No es ilegal en nuestro país, donde el liberalismo hizo leyes para proteger el dinero y embromar[55] a la persona; pero es criminal delante de Dios, [...] porque el fin de esa concentración es eliminar la competencia; y, por ende, establecer una tiranía inquebrantable sobre los bienes de los pequeños. “¿No es venerable, honorable y privilegiable aquél que da trabajo a 15.000 obreros?”. El trabajo lo dan los obreros, lo que presta usted es el instrumento; y si lo presta usurariamente, no es venerable; es abominable. Y en eso consiste, justamente, como lo ha explicado Meinvielle[56] tantas veces, la malicia profunda y escondida del moderno capitalismo. Éste posee el instrumento sin el cual hoy día no se puede trabajar; y va y lo presta con esta condición, de que el instrumento siempre gane y gane más que el trabajo, y gane en el fondo todo lo que sobra después de sustentado a duras penas el trabajo; o por lo menos, que la determinación de la ganancia del instrumento no pueda depender nunca del trabajo. En suma, la economía capitalista es en el fondo un modo de sutil extorsión. [...] El capital usurario es un chantaje. Es como si yo le presto a David Paredes[57] una pluma fuente que me sobra, con la condición de ir yo a cobrar su sueldo y darle a él después lo que me venga en gana»[58].

De este modo, como decía Chesterton, el hombre, que es la raíz viviente de la economía, se convierte en una rama seca. Y la lógica aconseja cortar las ramas secas.

 

11. El gran banquete de la naturaleza

Esto es lo que trató de hacer entender el pastor protestante inglés Thomas Malthus, quien en 1798 publicó el Ensayo sobre el principio de la población. Allí afirmaba que la población tiende a aumentar en proporción geométrica, mientras que la producción de alimentos avanza en proporción aritmética: se impone entonces la limitación de los nacimientos. La sabia naturaleza se vale de la miseria y el vicio para poner freno al crecimiento poblacional, pero Malthus recomendaba el control preventivo. Quienes no están en condiciones de asegurar la buena salud y el mantenimiento de su descendencia, deben abstenerse del matrimonio: «El hombre que nace en un mundo ya ocupado no tiene derecho alguno (si su familia no puede mantenerlo o el Estado no puede utilizar su trabajo) a reclamar una parte cualquiera de alimentación y está de más en el mundo. En el gran banquete de la naturaleza no hay cubierto para él. La naturaleza le exige que se vaya, y no tardará en ejecutar ella misma tal orden».

Este lenguaje no puede dejar de sorprendemos en alguien que por oficio debía predicar el Evangelio, donde se muestra no sólo que la sabiduría de Dios a nadie excluye de su banquete, sino que ella tiene una misteriosa predilección por «los últimos»: «Haz entrar aquí a los pobres, lisiados, ciegos y cojos. [...] Y oblígalos a entrar hasta que se llene mi casa» (Lc., 14, 21-23).

«Cristo muestra preferencia por los enfermos, por los pecadores, por los débiles, por los pobres. ¿Por qué? ¿Amaba Cristo la fealdad, el dolor, la privación, lo que está torcido o roto por sí mismo? Algunos lo han afirmado.

”Cristo es el Creador el Creador ama la belleza, la salud, el bien, la armonía, la riqueza, la felicidad. Todas las cosas buenas que hay en la tierra salieron de Dios.

”Cristo ama al enfermo, al ignorante, al pobre a pesar de sus miserias y para sacarlo de ellas. Cristo ama apasionadamente el alma inmortal, indestructible, escondida detrás de la escoria. Ama la perla preciosa que está en el fango, y tanto más cuanto más difícil la materia de sus creaciones»[59].

Pero Malthus no se sentía inclinado a los misticismos, sino que prefería el camino ascético, o más precisamente, aplicar la ascética a los otros, y en consecuencia, interpretaba el aumento poblacional según este criterio: el dinero es el sumo bien, y como bonum est diffusivum sui: el bien tiende a comunicarse, el dinero ha de inspirar en el ánimo de quienes se dedican a las riquezas el deseo de acumular cada vez más dinero y nada debe obstaculizar el lucro incesante; así se entiende que, por una parte, los devotos del oro se enternezcan ante la cría que la usura hace tener al dinero, y por otra, sean absolutamente insensibles a los críos humanos. No se les ocurre que nada ayudaría tanto a la salud y educación de la descendencia como liberar a la sociedad del yugo de Mammón, por el contrario, esta clase de gente considera que los pobres son miembros de una especie inferior a la que es conveniente exterminar.

 

12. La coartada biológica

El carácter «científico» de la economía liberal recibió una justificación, que entonces fue tenida por irrefutable, con el evolucionismo de Charles Darwin. En 1838 Darwin leyó el Ensayo sobre el principio de la población y concluyó que la explicación de Malthus podía ser extendida al campo de toda la biología, haciendo de la lucha por la vida la clave para explicar la aparición de las diversas formas de vida.

El revuelo que siguió a la publicación de El origen de las especies es indescriptible, porque minaba las bases de la religión cristiana. Y el biólogo inglés tuvo plena conciencia de ello: «Mi doctrina sería como el Evangelio de Satanás [...] He pensado mucho sobre lo que Ud. [Ch. Lyell] manifiesta con respecto a la aceptación de una fuerza creadora. Y no veo esa necesidad; su admisión haría inútil la teoría de la selección natural»[60].

De este modo la biología ideologizada libraba de culpa y cargo a cuantos hacían su agosto con la explotación de los más débiles y el exterminio de los indefensos. G. B. Shaw denunció el trasfondo interesado de esta nueva filosofía: «Jamás en la historia, al menos por lo que sabemos, ha existido una tentativa tan determinada, tan ricamente subvencionada y políticamente organizada, para persuadir al género humano de que todo progreso, toda la prosperidad, toda la salvación individual y social, depende de un indiscriminado conflicto por el alimento y el dinero, de la supresión y eliminación del débil por parte del fuerte; [...] en síntesis, de abatir impunemente a nuestro prójimo»[61].

Ante cualquier reproche de la conciencia, los «más fuertes» podían oponer un darwiniano: «¡Así es la vida!»

 

13. La nueva santidad

Pero esta visión errónea del mundo, cabalmente expresada por el puritanismo de la Edad Victoriana, no sólo condujo a la opresión de los desposeídos, sino que se convirtió en una atmósfera asfixiante para toda la sociedad. «Puritano» es la traducción exacta de «fariseo», término hebraico que significa «separado»: ambos grupos sociales toman distancia del común de los hombres [«la multitud maldita que no conoce la Ley» (Jn . 7,49)] porque se consideran «puros», santos por sí mismos: están persuadidos de haberle caído en gracia a Dios, quien no podía menos que predestinarlos; y fundan su superioridad en la observancia de mandatos humanos y prácticas exteriores.

Así como los fariseos creían que la perfección de la fe era pagar el diezmo de la menta y el comino, usar largas filacterias, lavar maniáticamente el exterior de vasos y jarros, y, absorbidos por estas santas ocupaciones, dejaban de lado la justicia y la misericordia, así también en Inglaterra, el triunfo de la herejía condujo a que la clase alta y media diera «extraordinaria importancia a todas las formas exteriores de sociabilidad, la corrección en el vestir y en el hablar, y sobre todo la higiene y el aseo personal. Por supuesto que el de los cuerpos, sólo de los cuales se puede hablar en esa conexión»[62].

Un testimonio privilegiado sobre esta mentalidad es The way of all flesh, de Samuel Butler (1835-1902), quien descendía de pastores protestantes –su abuelo había sido obispo– y es uno de los Padres del Modernismo religioso. Dos de los personajes, Towneley y Alethea realizan el ideal de la «gente bien», los «ganadores», en quienes se encuentra lo que el Autor considera el verdadero «amor a Dios»: ellos tienen «buena salud, buen aspecto, buen sentido, experiencia y una conveniente cantidad de dinero a mano». «Que un hombre haya sido bien criado y críe a otros bien; que su figura, cabeza, manos, pies, voz, manera e indumentaria sean convincentes en esta materia; de modo que nadie pueda mirarlo sin caer en la cuenta de que viene de buen tronco y constituirá un buen tronco, a eso debemos aspirar. Y lo mismo las mujeres. El mayor número de esta gente bien criada y la mayor felicidad de ellos, éste es el bien supremo; hacia este bien, todo el gobierno, todas las reglas sociales, todo el arte, literatura y ciencia, tiene que estar directa o indirectamente dirigidos. Hombres santos y mujeres santas son los que tienen esto en vista automáticamente en todo momento, sea de pasatiempo, sea de trabajo»[63].

Al poner el acento en las formas y modos, en lo correcto y establecido, esta supuesta santidad descuida lo interior, donde se halla la imagen de Dios en el hombre... y de donde procede también todo lo que mancha al hombre. «El puritanismo es la convención, la podredumbre del corazón bajo el antifaz de fórmulas morales y devotas»[64], un mero ardid para eludir el «contacto cauterizante con la verdad profunda»[65].

La moral puritana, y otras emparentadas con ella, provocaron la violenta reacción de escritores y filósofos: Oscar Wilde, D. H. Lawrence, Gide, Nietzsche, Klages, etc. En el siglo XX, el ataque más conocido fue llevado a cabo por Freud, quien sostuvo, especialmente en Totem y tabú, El porvenir de una Ilusión, Una experiencia religiosa y Moisés y la religión monoteísta, que la civilización cristiana aplasta al hombre. Freud confundía la civilización cristiana con la puritana, y además, sus errores filosóficos lo llevan a promover la enfermedad que pretende curar, pues si el hombre se explica por el animal, entonces queda sometido a la fatalidad, que juega con él mientras conserva la vida, y finalmente lo hunde en la muerte. «Como Marx, Freud era un determinista a muerte, y como Marx, maniató a aquellos que lo buscaron para que los liberara de su prisión individual»[66].

«Asigún el hombre piensa - ansina el hombre camina».

El animal propuesto como antecesor del hombre es «un mono con navaja»[67], y el instrumento de muerte que esgrime el simio es la navaja de Ockham.

Si antes hemos expuesto la razón teológica por la cual el espíritu humano puede desviarse de su verdadero fin y sustituirlo por el oro, ahora, consideramos los presupuestos filosóficos de la economía liberal, esto es, que no fue casual que la burguesía se consolidase cuando triunfaba el nominalismo.

No invitamos al paciente lector a realizar un salto mortal lógico ni tampoco hemos cedido a la tentación de enredarnos en meros juegos de palabras, sino que sostenemos que toda la vida social, y por tanto, también la economía, sufre el influjo decisivo del pensamiento. Lo sugiere Santo Tomás cuando enseña que el conocimiento es la forma más perfecta de posesión[68]. Gonnard, más recientemente: «Estoy cada vez más persuadido de la influencia que ejercen las doctrinas en los hechos»[69], y por ello ha querido estampar en el comienzo de su magna obra la sentencia de Balzac: «El pensamiento es constantemente el punto de partida y de llegada de todas las sociedades». Según Belloc, el efecto único producido por el libro de Calvino Instituciones de la religión cristiana, constituye «una prueba excelente de que la mente humana vive por la doctrina, y que el raciocinio claro se sobrepone a la mera emoción»[70]. Keynes, por su parte afirma: «Las ideas, verdaderas o falsas, de los filósofos de la economía y de la política tienen mayor importancia de lo que se piensa generalmente. A decir verdad, el mundo está guiado casi exclusivamente por las mismas»[71].

Para probar que en la economía liberal el dinero encarna la doctrina nominalista sobre la naturaleza y valor de nuestras ideas, es necesario recordar la definición tomista del signo: «Aquello por lo que se llega al conocimiento de otra cosa»[72]. El signo es medido por la cosa significada, y por ello depende de ésta. Ahora bien, nuestros conceptos son signos que nos permiten la posesión cognoscitiva de la realidad, formas de la mente que se hace unum (una sola cosa) con lo conocido y entonces el objeto de conocimiento puede manifestar su valor inteligible a nuestro espíritu. Y también el dinero es signo: como ya fue dicho, expresa el valor de los objetos y permite simplificar los intercambios.

El concepto y el dinero son signos de naturaleza racional y pueden fascinarnos proponiéndonos la embriaguez de una falsa infinitud porque tienen conexión con lo supremo en nosotros, la inteligencia.

El camino hacia el absoluto espurio –el falso fin de la vida humana, propuesto, cada uno a su modo, por el nominalismo y el gran dinero– consiste en separar al signo de lo significado: aunque Ockham pretenda ser realista, sienta los principios que divorcian la mente de la realidad. Algo análogo sucede cuando el dinero deja de ser un instrumento al servicio de la producción y satisfacción de las necesidades humanas: «La avaricia hace que el campesino piense cada vez más en la bolsa de dinero y cada vez menos en la bolsa de harina»[73]. Entonces surge lo que Thibon llama «un mundo sin fondos», en el cual los signos han perdido su conexión con la realidad[74].

 

14. Una ironía sangrienta

«Desde que se dejó el trueque por la moneda de oro, la moneda ha ido progresando: el billete, cómodo y livianito, con “respaldo oro”; la sustitución del respaldo oro por el respaldo dólar; la supresión del respaldo, o sea, la invención del crédito[75]. Y la nueva moneda inventada ahora; “el giro de automación crediticia”, transformación del crédito, el cual es dinero fantasma. Una vez que se transformó los bienes en oro, el oro en papeles y los papeles en unas cifras escritas en un libro, se pudo manejar ocultamente y con sólo una llamada telefónica cantidades siderales de crédito-billetes-oro-bienes; y licuar el dinero convirtiéndolo en poder»[76].

El pensamiento separado del ser y el signo monetario independizado de los bienes reales son nada, indeterminación. Pero ese vacío tiende a crecer sin límites. La conclusión lógica del nominalismo es el idealismo, que enseña la imposibilidad de un más allá del pensamiento y pone al espíritu humano en el lugar de Dios. También en el caso del dinero que pretende valer por sí mismo, ese signo tiene cría, como si fuese fecundo. Y cuanto más se acumula, tanto más rápidamente se reproduce.

Si los objetos que conocemos son constituidos por el yo, como exigen los principios nominalistas, entonces la naturaleza y la historia son producidas por la evolución, que refleja el proceso por el cual el absoluto (la subjetividad divorciada del ser e independiente del Creador) se engendra a sí mismo. Mas ese curso «evolutivo» –necesario y mecánico– hace de la historia un avance ciego, irresistible, que despoja al hombre de sus bienes y finalmente lo destruye. Pues, como decía Chesterton, la evolución, más que explicar la aparición de nuevas especies, impone como necesaria la destrucción de la mayor parte de ellas.

Algo análogo sucede en la economía liberal. Como el mismo Chesterton observaba, esto es sugerido por la terminología empleada por los economistas: ellos se refieren al dinero como «circulante», una masa errática divorciada de las personas y que se ofrece a la voracidad ilimitada de los astutos e inescrupulosos, mientras el hombre común es despojado no sólo del fruto de su trabajo, sino también de toda forma de propiedad, condición indispensable para una vida racional, y finalmente es reducido a condición de cosa: el mammonismo, en efecto, se apodera del alma de las personas por medio de la cultura falsificada, y también del cuerpo, pues la misma procreación tiende a ser sustraída a la voluntad de los esposos y la regla de la ley natural para quedar bajo el arbitrio de burócratas y tecnócratas («salud reproductiva», «derecho al aborto», rechazo de la noción tradicional de familia, etc.).

Así el fin coincide con el principio, pues hoy vemos el cumplimiento cabal del dogma malthusiano: para que el dinero pueda «crecer, multiplicarse y dominar la tierra», él debe quebrantar los dinamismos espontáneos de la vida y sustituirlos por el cálculo frío y feroz que brota del alma metalizada de los usureros.

Esta tiranía ciega hace que ni el reducido grupo de quienes manejan grandes fortunas sean en realidad dueños del dinero, que en lugar de ser manejado por sus poseedores, los arrastra en una carrera frenética hacia la total despersonalización exigida por la «dedicación» a las riquezas, que es en realidad una comunión permanente con el espíritu demoníaco.

No es casual que una de las piezas maestras del orden capitalista sea la sociedad anónima. Ésta permite reunir las sumas exigidas por las empresas en una economía en expansión, ya que en este caso la responsabilidad se limita al monto representado por las acciones, y así se evita que quienes toman parte de los grandes negocios corran grandes riesgos. Pero «anónima» significa «sin nombre».

Aunque parezca una ironía sangrienta, el nominalismo nos condujo a la sociedad anónima. Cuando no se da la aceptación de la luz liberadora de la verdad, aparece un valor especulativo falso que no conduce al hombre a la plenitud sino a su abolición.

En efecto, la falta de comunicación de la propiedad que caracteriza la economía liberal procede de la incomunicación de los miembros de la sociedad en la búsqueda de la verdad: por ser «viviente dotado de logos», el hombre es «viviente político», mas si el espíritu niega su orientación natural para replegarse sobre sí mismo, los individuos ya no participan de aquella actividad a la que se subordinan todos los demás quehaceres sociales, la contemplación de la verdad, sino que el consorcio humano se deshace en una guerra de todos contra todos para determinar quiénes imponen su egoísmo a costa de la multitud esclavizada, y aun aquéllos que aparentemente logran satisfacer la libido de dominio, son esclavos del Maldito.

La ironía es sangrienta en el más preciso sentido de la expresión, porque ese enriquecimiento se obtiene con la sangre de los despojados.

 

15. La nueva Eucaristía

Y aquí volvemos a hallar un carácter teológico fraudulento asumido por el dinero en el mammonismo: obra como la parodia de un sacramento, y más exactamente, de la Eucaristía.

Como sabemos, el sacramento causa lo que significa: él es signo sensible de la Gracia que produce, la cual nos hace partícipes de la vida de Dios. En el orden natural es imposible que un signo cause lo que significa, porque el signo pertenece al orden del conocimiento (orden intencional), mientras que la causa eficiente (el principio del que emana alguna acción, el agente que hace que algo sea) es del orden de la existencia. Así un cartel con la figura de un rayo advierte sobre el peligro de recibir una descarga eléctrica, mas por sí mismo no produce la electrocución.

Si el sacramento (signo) tiene una eficacia real (causa la Gracia), ello se debe a que su autor es Dios, en Quien se identifican conocimiento y ser.

Para que el dinero se convierta en sacramento, debe ser manejado por una potencia suprahumana, el «mono de Dios»: «El dinero es hoy el dueño del mundo, pero el Diablo es el dueño del dinero»[77].

Los sacramentos suponen la fe en los actos redentores del Señor, de los que obtienen la capacidad de causar la Gracia[78]: la Redención nos viene por la Sangre de Cristo. En cambio, el dominio que el homicida ejerce sobre los hombres a través de «los derechos sagrados del oro» conduce a que las fortunas sean amasadas con «la sangre del pobre», pues el dinero vampiriza la existencia humana. San Juan Crisóstomo predicaba que en el origen de las grandes fortunas suele haber un crimen. En tales circunstancias el dinero es un antisacramento, un sacramento del Diablo, «signo sensible de la desgracia».

La Escritura vuelve una y otra vez sobre ello: «Es la vida de los pobres el pan de los miserables; y es un hombre sanguinario cualquiera que se lo quita. Quien quita a alguno el pan del sudor es como el que asesina a su prójimo. [...] Hermanos son el que derrama la sangre y el que defrauda el jornal al jornalero»[79]. Por ello pudo afirmar Léon Bloy que el dinero es la sangre del pobre: «Desde hace siglos, los hombres viven y mueren por él. Resume a la perfección todo sufrimiento. Es la gloria y el poder. La justicia y la injusticia. La tortura y la voluptuosidad»[80].

 

16. Babilonia

Hoy es innegable la omnipotencia del dinero, mas es lícito preguntarse si tal desmesura no conducirá precisamente al derrumbe del ídolo. En la ya mencionada obra clásica que André Piettre dedicó al estudio de la economía en Grecia, Roma y Occidente medieval y moderno, ha distinguido la siguiente evolución: las civilizaciones nacen en lo sagrado, y por ello en la etapa inicial, la economía está subordinada a todo un conjunto de tradiciones y costumbres religiosas. Luego ella se hace independiente, y aún dominante, con la caída de los ideales que habían dado vida a un pueblo. Pero en un tercer momento la economía decae y es sometida por un Estado que se vacía de sustancia y se esclerotiza.

No nos parece, con todo, que el mundo griego y el romano puedan prefigurar por completo el curso de los acontecimientos del Occidente medieval y moderno pues el paganismo tuvo un carácter preparatorio con respecto a la Cristiandad, y entre ellos y nosotros ha tenido lugar el acontecimiento central de la historia: la Encarnación. Y a este suceso miran dos pueblos, el cristiano y el judío, cuya alma ha sido especialmente marcada para tender al absoluto. Así como el nominalismo pudo desarrollarse hasta el Idealismo de Hegel, y se mostró mucho más nocivo que la Sofística, porque el subjetivismo moderno parasita la verdad revelada, algo análogo sucede en el orden económico. La peculiar misión universal que Dios ha confiado a cristianos y judíos los vuelve aptos para concebir grandes proyectos e influir sobre las naciones. Y la apostasía hace que se lancen a la adoración del Becerro de Oro, al que la Biblia presenta como el ídolo ante el cual se prosternan quienes rechazan al Dios Verdadero (Ex. 32).

En el desenlace de la historia, cuando la cizaña parezca haber sofocado al trigo y la Ciudad del Hombre definitivamente victoriosa sobre la Ciudad de Dios, el poder político visible puede trabajar en perfecto acuerdo con el gran dinero. En el Apocalipsis Babilonia es presentada como la ciudad por cuyo lujo desenfrenado se han enriquecido los comerciantes de la tierra, que traficaban oro, plata, piedras preciosas, cuerpos y almas de hombres (Apoc. 18,3 y 11-13).

Babilonia muestra «los rasgos propios del capitalismo: el principado de los mercaderes, que son los que realmente gobiernan hoy día a hurtadillas y con engaños; las hechicerías del lujo, el placer y la comodidad que encandilan a las masas; y al final, que es cuando Dios hiere, el homicidio, la guerra y la persecución como medio de sostenerse»[81].

Según Castellani, la economía capitalista se vale de la guerra como medio de sostenerse porque el sistema sufre crisis periódicas, que son «la venganza de la realidad»: la bofetada a una supuesta riqueza constituida por sucios papeles y registros contables. Si es necio edificar sobre la arena, una opulencia levantada sobre la nada es suicida, pero los Usureros desvían hacia las naciones la pulsión de muerte que los domina.

 

17. La religión falsificada

Mas ellos no se contentan con el denominado «paupericidio universal», sino que su tendencia más honda les exige adulterar el Cristianismo, pues el centro de la historia es la Encarnación, y aun quienes rechazan la Redención tienen que parodiar al Redentor, su doctrina y sacramentos. «Su iniquidad sube hasta el trono de Dios cuando falsifica la religión hacia su servicio»[82].

Un ejemplo privilegiado de la torcedura de la religión en beneficio del capitalismo es la «reinterpretación» de la Fe propuesta por los dos teólogos que más influyeron en el Concilio Vaticano II: Rahner y Schillebeeckx.

Rahner anula la Creación y Redención como actos gratuitos del excesivo amor de Dios. Ellas son fases necesarias de un proceso de autorrealización del absoluto: «En el ensayo [...] La cristología en una concepción evolutiva del mundo, Rahner contiende probar que [...] Dios creó al mundo para darse y se dio (infinitamente) en la Unión Hipostática de Cristo... Dios es quien impulsa desde adentro esta inmensa y effrayante elevación del átomo de hidrógeno al absoluto. Ésta es la manera como la cristología y el dogma cristiano pueden conciliarse con la ciencia moderna […]. Lo primero que uno observa es que el darwinismo (“el origen animal del hombre” dice explícitamente Rahner) está asumido como un hecho irrefragable; más aun como un dogma científico que ha de ser presupuesto [...]. La segunda observación es que la natura humana tiene en sí la raíz de su elevación a la gracia y a la gloria; y la de Cristo a la de la unión hipostática, a la cual por ende deviene por evolución»[83].

Es la cristología «desde abajo»: Dios debe poner al mundo y al hombre para autocomunicarse y el hombre, por tanto, es capaz de lograr por sí la autotrascendencia. En su profunda obra Seriedad con las cosas[84], Hans Urs von Balthasar pone la «teología» de Rahner como un producto del idealismo alemán.

La escritora alemana Luise Rinser publicó parte de la correspondencia que mantuvo con Rahner[85]. La correspondencia suma más de 4.000 páginas, y cubre un período de 22 años (20-2-62 al 23-3-84). Durante este tiempo Rahner escribió a la Rinser 1.847 cartas, cuya publicación ha sido prohibida por la Compañía de Jesús. El contenido de tales cartas se refleja, sin embargo, en las de la Rinser.

El 11-5-65: «¿Sabes qué característica tuya me resulta más difícil? Que tú eres un “relativista”. Desde que he aprendido a pensar como tú, ya no me atrevo a afirmar algo con seguridad (y aunque lo haga en los hechos, sin embargo no deja de roer el gusano del escepticismo)»[86].

En la última carta (30-3-94), escrita en el décimo aniversario de la muerte de Rahner, la Rinser le suplica que le permita la inconsecuencia de evocarlo como persona, porque ella no cree en la supervivencia personal[87]. Y esto muestra el hondo acuerdo entre el pensamiento de ambos, pues Rahner transforma a Dios en un proceso hegeliano, un desarrollo impersonal.

La Rinser sabe que sus afirmaciones suenan a herejía, pero en todo esto ve un anticipo de la religión y la santidad de la «Nueva Era»[88], la religión por la que bregó Karl Rahner: «Él me condujo a una religión universal, en la que también hay lugar para el Cristianismo»[89].

Edward Schillebeeckx, por su parte, sostiene que cada época y ambiente poseen sus propias categorías culturales, y esto hace imposible el conocimiento de Jesús: es un nóumenon[90] inaccesible. Los Padres y Doctores de la Iglesia, los santos, en los Evangelios buscaban a Jesús, en cambio los modernos buscan la experiencia que la comunidad primitiva poseyó de Jesús.

Y esta experiencia se extiende a toda la duración del movimiento originado por Jesús hasta hoy, pues Schillebeeckx dice que para entender a una persona hay que conocer sus relaciones con el pasado, el presente y el futuro. La Revelación, entonces, se nos da en las categorías de las distintas épocas y lugares sin identificarse jamás con estas expresiones: las fórmulas de la fe quedan totalmente relativizadas. El factor unitario constante entre las diversas expresiones del misterio de Cristo es que sea vivida en un grupo que ve a Jesús como el dador último de sentido y de salvación.

Con respecto a la Eucaristía, el cambio de horizonte cultural exige desechar el concepto de transubstanciación y sustituirlo por el de trans-significación, pues, con las palabras de consagración, el pan y el vino adquieren un nuevo significado para la comunidad.

Un torpe subterfugio para eliminar la presencia real de Cristo en el sacramento del altar, pero no sólo eso, sino una reafirmación de la doctrina gnóstico-nominalista que presenta al espíritu humano, identificado con el divino, como creador de la realidad que conoce, ya que, en definitiva, la existencia no es más que el acto de la subjetividad que hace presente a sí misma un objeto. Así como la Encarnación es convertida en caso extremo de la autotrascendencia humana, de modo análogo, el yo independiente de cualquier realidad externa, manifiesta una infinita libertad, indiferente con respecto a cualquier otro fin que no sea la expresión de su poder ilimitado, en un sacramento que objetiva la suficiencia de la criatura rebelde al Creador. Es el mismo caso del dinero convertido en sacramento: al don de Dios, el hombre caído opone la afirmación infinita de su orgullo, estimulado por la promesa de la Antigua Serpiente: «Seréis como dioses».

Como hemos dicho, la idolatría del oro, principio oculto y resorte del liberalismo, culminará en Babilonia, y entonces la vida humana se verá sometida a aquél que la Escritura llama «homicida desde el principio» (Jn. 8, 44). Babilonia es «morada de demonios y guarida de todo espíritu impuro» (Apoc. 18, 2).

Así, pues, «el capitalismo moderno es la legitimación de la avaricia, la auri sacra fames»[91], que pone a la sociedad en manos del mercader. El término latino sacer» se aplica a lo que ha sido dedicado a los dioses infernales, precisamente aquéllos que sugirieron al Mercader de Venecia reclamar una libra de carne en pago del dinero prestado, y estos dioses no pueden ser vencidos por las fuerzas políticas, ni por fuerza creada alguna, sino sólo por Cristo. «La recuperación económica de una nación moderna, o sea la fractura del potente capitalismo internacional, o sea el derribo del Torito de Oro, es empresa superior a las fuerzas de un hombre sólo, de un escuadrón de hombres y de un ejército de hombres, si no tienen a Dios con ellos, o sea al Hijo de Dios, cuyo nombre es Verbo o Sabiduría»[92].

 

18. El alfarero

Para dar con la resolución del conflicto entre Dios y el oro por el corazón del hombre debemos valernos de la oscuridad reveladora de la fe.

Ella cree a la caridad y puede así descubrir la obra inaudita del amor, que «olvidándose de su propia dignidad, está sediento de ensalzar y engrandecer al amado. De tal modo que no tiene más que una medida, que su única medida es darse sin medida».

La carrera de gigante que el Hijo de Dios emprendió para redimirnos lo llevó a someterse al poder del dinero: «Entonces uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue donde los Sumos Sacerdotes, y les dijo: “¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré?”. Ellos le asignaron treinta monedas de plata» (Mt. 26, 14-15). Tal era el precio que la Ley establecía para el rescate de la vida de un esclavo (Ex. 21,32).

Por ello San Pablo designa al Señor como antílytron, rescate (I Tim. 2, 5-6): el que se ha puesto en el lugar del hombre caído y se ha entregado a sí mismo como precio de la liberación de aquél que había sido «vendido al poder del pecado» (Rom. 7, 14), y puede entonces decirle: Propter te, Dominus, servilem tuam speciem sumpsi, Yo, el Señor, por amor a Ti, he asumido tu condición de siervo[93].

Ya que el Ídolo que lucha contra Dios por el corazón del hombre se amasa con la sangre de los oprimidos, la providencia quiso poner de manifiesto en la Pasión la victoria de la sangre del pobre sobre el rival de Dios: «Judas, el que lo entregó, viendo que había sido condenado, fue acosado por el remordimiento, y devolvió las treinta monedas de plata a los Sumos Sacerdotes y a los ancianos, diciendo: “Pequé entregando sangre inocente”. Ellos dijeron: “A nosotros, ¿qué? Tú verás”. Él tiró las monedas en el Santuario; después se retiró y fue y se ahorcó. Los Sumos Sacerdotes recogieron las monedas y dijeron: “No es licito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque son precio de sangre”. Y después de deliberar compraron con ellas el Campo del Alfarero como lugar de sepultura para los peregrinos. Por esta razón ese campo se llamó “Campo de Sangre”, hasta hoy» (Mt . 27, 3-8).

San Máximo de Turín descubre el sentido teológico que corre bajo esta narración. El alfarero es el Señor, quien formó de la tierra el cuerpo del primer hombre (Gen. 2, 7). Como castigo del pecado, el cuerpo retorna a la tierra al término de nuestra peregrinación. Pero la sangre preciosa de Cristo nos ha rescatado (I Pe. 1, 18-19) y de este modo Dios vuelve a plasmarnos para la incorrupción[94].

Culmina así la identificación recíproca, pues si la excesiva caridad hizo que Dios nos mirase con compasión y cargase con nuestras miserias, a la luz de la fe el hombre descubre algo infinitamente más valioso que cuanto el dinero puede procurarle en el mundo. El cristiano se sabe valioso a los ojos de Dios: Agnosce, o christiane, dignitatem tuam: reconoce, oh cristiano, tu dignidad[95]. El alma se engrandece para abrazar al verdadero Infinito, y se lanza en un «impulso sencillo» hacia la fuente de la caridad, que no se compra ni se vende: «Si un hombre diera todos los bienes de su casa por el amor, sería sin embargo sumamente despreciado» (Ct. 8,7). Porque la llama de Yahvé sólo conoce el «comercio inocente de la amistad», que rompe dificultades, avasalla egoísmos y vence los imposibles para poner su sello en nuestro corazón (Ct. 8,6).

 

[1] Dict. Théol. Cath, col. 869.

[2] Quod. V, q. 12.

[3] Joel BIARD, Introducción a la «Somme de logique» de Guillermo de Ockham, Mauvezin, T.E.R., 1988, pág. X.

[4] Sent., III, q. 9.

[5] Quodlibetum III, 4, q. 4

[6] Tesis 23.

[7] Gen. 2, 19-20.

[8] Servais PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, Pamplona, EUNSA, 1988, pág. 318.

[9] Rubén CALDERÓN BOUCHET, La decadencia de la ciudad cristiana, Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1977, págs. 93-94.

[10] In Ethic., l. V, lect. 9, 982.

[11] S. th., II-II, q. 77, art. 2, ad 3; De civ. Dei, l. XI, cap 16.

[12] Art. 1, sed contra.

[13] Polit., 1256, b 26-39.

[14] S. th., II-II, q. 77, art. 4, c

[15] Ps. 14,5.

[16] Lc. 6,35.

[17] Ennarr. in Ps., 36,3.

[18] Dz., 365.

[19] «La gata parida» es un juego en el cual, quienes intervienen, la espalda contra la pared, intentan eliminar a los contrincantes con movimientos de hombros y cintura.

[20] Leonardo CASTELLANI, La muerte de Martín Fierro, Buenos Aires, CINTRA, 1953, pág. 190.

[21] S. th., II-II, q. 78, a. 2, ad 5m.

[22] Sirac. 26,28; 27,2.

[23] II Tim. 2,4 (Vulgata).

[24] IV, 13.

[25] III, 37.

[26] La cristiandad y su cosmovisión, Buenos Aires, Ediciones Gladius, 1992, pág. 166.

[27] Citado por Mons. Straubinger, nota a «Eclesiástico». 27,10, La Santa Biblia, La Plata, Fundación Santa Ana, 2001.

[28] Mt. 6, 33.

[29] La ciudad antigua «es concebida como un todo autárquico; su desarrollo está limitado por las fronteras estrechas de la economía natural, cuya finalidad es procurar los bienes necesarios para la vida de familia y de la ciudad. Esto nos permite descubrir la articulación de lo político y lo económico» (André PIETTRE, Les trois âges de l’économie, París, Fayard, 1964, pág. 71).

[30] Cfr. Werner SOMBART, Los judíos y la vida económica.

[31] «No podéis servir a Dios y a Mammón» (Mt. 6, 24). «Mammón» es un término arameo que significa «posesión», «dinero».

[32] Mt. 19,29.

[33] Prov. 23,26.

[34] Sirac. 33,5.

[35] Mt. 6,24.

[36] Gen. 4,17.

[37] S. th., I, q. 22, a. 1, c.

[38] S. th., I, q. 23, a. 2, c.

[39] Leonardo CASTELLANI, «nota» a Suma teológica I, q. 23, a. 2, c, Buenos Aires, Club de Lectores, 1988.

[40] «El dibujante alemán Nückel ha hecho con xilografías poderosas una novela muda en 70 cuadros llamada Schicksal [Destino], donde se analiza atrozmente la vida de una mujer pobre para mostrar que, en sí misma, ya al nacer (y antes de nacer), tenía la predeterminación ineludible al pecado, al crimen y al suicidio. Su obra genial es una protesta violenta contra el ambiente de la Ciudad Moderna; pero está impregnada de teología calvinista» (Castellani, nota a Suma teológica, t. I, pág. 335).

[41] René GONNARD, Historia de las doctrinas económicas, Madrid, Aguilar, 1931, pág. 64.

[42] Ennio INNOCENTI, Statisti cattolici europei, Roma, Edizione dei Due Cuori, 1990, pág. 10.

[43] Hilaire BELLOC, Historia de Inglaterra, Buenos Aires, Dictio, 1980, t. II, págs. 117-118.

[44] Apud John ELSOM, Lightning over the treasury building, Boston, Forum Publ. Co., 1941.

[45] Así también U.S.A. es manejada por la Reserva Federal y Wall Street: la revolución que llevó a Lenin al poder no se habría producido sin los fondos aportados por los banqueros, y también Hitler logró abrirse camino con el dinero del Guarantee Trust, Royal Deutsch, Rotterdamshe Bank y Banco Commerciale Italiano (George KNUPFFER, La lucha por el poder mundial, págs. 237 y 314).

[46] Mario MARTÍNEZ CASAS, El dinero, el país y los hombres, Buenos Aires, Theoria, 1957, págs. 57-59.

[47] Leonardo CASTELLANI, Domingueras prédicas II, Homilía de Cristo Rey, Mendoza, Jauja, 1997, págs. 329-330.

[48] Apud André PIETTRE, Les trois âges de l’économie, cit., págs. 251-252.

[49] Gilbert Keith CHESTERTON, «The mask of socialism», en Utopia of usurers and other essays.

[50] Ibid, págs. 239-240.

[51] «Perspectivas económicas», en diario La Prensa, Buenos Aires, enero de 1950.

[52] Leonardo CASTELLANI, «El positivismo», en Filosofía contemporánea (inédito).

[53] Pierre ALFÉRI, Guillaume D’Ockham. Le singulier, París, Les Éditions de Minuit, 1989, págs. 139-140.

[54] Véase el Oliver Twist de Charles Dickens.

[55] Perjudicar.

[56] El P. Julio MEINVIELLE (1905-1973) fue autor de importantes obras de filosofía y teología.

[57] Periodista del diario porteño Cabildo.

[58] «Moral de mercaderes», en Cabildo, 26 de agosto de 1944; Decíamos ayer, págs. 157-160. Estos argumentos hicieron que Castellani, a quien muchos tenían por «fascista», fuera considerado por otros «medio comunista» (cfr. «Homilía de Septuagésima», en el diario Tribuna, San Juan, 18-III-1963).

[59] Leonardo CASTELLANI, apunte inédito sobre los Ejercicios Espirituales, 23-II-1943.

[60] Apud Enrique DÍAZ ARAUJO, El evolucionismo, Paraná, Ediciones Mikael, 1981, pág. 13.

[61] Giuseppe SERMONTI y Roberto FONDI, Más allá de Darwin, Tucumán, UNSTA, 1984, pág. 1.

[62] G. GALLARDO, Lutero y la desintegración de nuestra cultura, Paraná, Ediciones Mikael, 1981, pág. 63.

[63] Londres, Penguin, 1940, pág. 460.

[64] Leonardo CASTELLANI, Cristo y los fariseos, «La cárcel de Oscar Wilde», Mendoza, Ediciones Jauja, 1999, pág. 117.

[65] Ibid.

[66] Roy ASCOTT, «La gran revolución de la era digital fue liberarnos de Freud», en La Nación, Buenos Aires, 22-VIII-2007.

[67] Expresión rioplatense para designar algo extremadamente peligroso.

[68] In De Causis, 18: «Cognitio perficitur quod cognitum est in cognoscente non quidem materialiter sed formaliter. Sicut autem habere aliquid in se formaliter et non materialiter, in quo consistit ratio cognitionis, est nobilissimus modus habendi vel continendi aliquid...».

[69] Op. cit., Prefacio de la edición de 1930.

[70] Hilaire BELLOC, Así ocurrió la Reforma, Buenos Aires, Ediciones Thau, 1984, págs. 101-102.

[71] John Maynard KEYNES, The general theory of employment, interest, and money, trad. francesa, Payot, pág. 397.

[72] S. th., III, q 60, a 4, c.

[73] Gilbert Keith CHESTERTON, As I was saying, Londres, Methuen, 1936, pags. 160-161.

[74] Gustave THIBON, «Los derechos y los signos», en El equilibrio y la armonía, Madrid, Rialp, 1981.

[75] El padre Castellani llama acertadamente al crédito «la sombra del dinero» (Homilía sobre el Evangelio del Dom. XIV Post Pent., inédito.

[76] Revista Jauja, núm. 11, noviembre 1967, págs. 40-41.

[77] Leonardo CASTELLANI, Nuevas homilías del Ciclo C, Domingo VII después de Pentecostés (inédito).

[78] S. th., III, q. 48, a. 6, c.

[79] Ecles., 34, 25 y 27.

[80] Léon BLOY, La sangre del pobre, Buenos Aires, Difusión, 1968, pág. 19.

[81] Leonardo CASTELLANI, El Apokalypsis de San Juan, cuaderno III, visión decimoséptima – El Juicio de Babilonia.

[82] Ibid.

[83] Revista Jauja, núm. 32, págs. 43-44.

[84] Cordula oder der ernstfall, Einsiedeln, Johannes Verlag, 1966.

[85] Gratwanderung, briefe der freundschaft an Karl Rahner, Munich, Kösel, 1994.

[86] Ibid., pág. 296.

[87] Ibid., pág. 419.

[88] Ibid., págs. 32, 56, etc.

[89] Ibid., pág. 13.

[90] En el lenguaje de Kant, nóumenon es la cosa en sí, la realidad desconocida, pues el conocimiento tiene por objeto las representaciones estructuradas por el sujeto.

[91] La maldita hambre de oro (La Eneida III, 57).

[92] «Recuperación económica», en Cabildo, 6 de noviembre de 1944; Decíamos ayer, pág. 229.

[93] Ex antigua homilia in sancto et magno sabbato, PG 43.

[94] Alfredo SÁENZ, La celebración de los misterios en los sermones de San Máximo de Turín, Mikael, Paraná, 1983, págs. 148-149.

[95] SAN LEÓN MAGNO, Sermo I, in Nativitate Domini, PL 54.