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Número 535-536

Serie LIII

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Las formas de gobierno y sus transformaciones

Cuaderno: Monarquía y democracia

1. Introducción

Hoy la voz «monarquía» viene ligada primariamente a una forma de la jefatura del Estado. La configuración de ésta, que ha sido uno de los problemas capitales del derecho público «moderno», esto es «estatal»[1], aun disminuida su importancia en nuestros días, por las razones que de inmediato han de verse, sigue apareciendo como de obligada consideración. Aunque, para divisarlo correctamente, exige remontarse a mayores alturas.

Desde el ángulo de la teoría política, así, la disyuntiva entre monarquía y república remite, en primer lugar, a una tradición histórica que identifica ambos conceptos con principios contrapuestos de organización política o –en terminología de nuevo «moderna»– de «formas de Estado»[2]. Así, en tal clave de interpretación, el principio monárquico, visto como sinónimo de «monocrático» (si no «autocrático»), polemiza con el republicano, identificado con «democrático», concretándose, pues, la disyuntiva, en el antagonismo irreconciliable de dos proyectos existenciales para la comunidad política[3]. En puridad, sin embargo, es la república la que se contrapone a la monarquía, de modo que aquélla adquiere un sentido negativo (no-monarquía), que –se ha observado– aunque el uso moderno ha paliado donde una antigua monarquía ha quedado olvidada, pervive en cambio en países como España, en los que sigue evocando la subversión del orden tradicional, «por lo que “república” equivale aquí a desorden»[4].

Lo que no quita para que, tanto antes como después, su fundamentum divisionis se haya desenvuelto sobre otras bases. Empezaremos, pues, por repasarlas.

2. La monarquía entre las formas de gobierno: de la visión clásica a la moderna

Antes, la clásica tripartición de los gobiernos en monarquía, aristocracia y politeia –y su degradación correlativa en tiranía, oligarquía y democracia–, se basaba en apariencia en el criterio cuantitativo del número, aunque pudiera divisarse con más hondura en el cualitativo del bien común y finalmente incluso en la trascendencia de la legitimidad familiar.

Cuando se reconstruye históricamente la explanación de las formas de gobierno, que es lo mismo que decir «constituciones» [siempre que no demos al término constitución el significado que le ha atribuido la ideología «constitucionalista»[5]], y que también pueden ser llamadas «regímenes», aparece inicialmente –en la perspectiva de la distribución funcional del poder– la variable organizatoria: recuérdese a este respecto cómo Herodoto[6] clasificaba las formas de gobierno a partir del número de los que mandan. Después de Jenofonte[7], en cambio, se va a cruzar con otra variable funcional (pero en el fondo sustancial), cual es –según los casos– el ejercicio del gobierno según las leyes de la Ciudad o en miras del bien común[8]. Pues bien, Platón, que admitía la distinción entre monarquía y tiranía y entre aristocracia y oligarquía, sólo concebía una democracia, necesariamente situada entre las formas corrompidas[9]. Será Aristóteles, como es sabido, aunque sus clasificaciones sean varias y no coincidentes (pues no le importa tanto el «sistema» como responder a los problemas que pone la experiencia), quien introducirá la modalidad del gobierno popular bueno, aunque siga reservando el término democracia para el impuro[10]. Finalmente, Santo Tomás, integrando la explicación aristotélica, conduce en realidad el buen régimen popular (politeia) hacia el «régimen mixto»[11]. Con lo que escapa de la sola democracia para integrar el elemento popular en un régimen más complejo, caracterizado por la unidad de mando (que asegura la persona del rey) y por la selección de quienes le circundan (pues monarquía no es sinónima de mando de una sola persona), además de por la participación popular[12]. A la postre, pues, pareciera que toda la elaboración de distinciones para alcanzar una clasificación ajustada a la realidad concluye en la disyunción principal entre el buen gobierno y la tiranía, donde el primero se halla en una monarquía rodeada de una aristocracia y donde el pueblo participa, mientras que la segunda reúne todos los vicios del poder.

La penetrante lectura aristotélica de la monarquía como mando de uno, y distinta no sólo de la tiranía sino también de la soberanía[13], continuada como hemos visto por Santo Tomás de Aquino, y antes por otros autores como Cicerón, será distorsionada en la Edad moderna y contemporánea. En efecto, el pensamiento moderno, nacido con Marsilio de Padua y Maquiavelo, e impuesto sucesivamente con las doctrinas que –aunque por caminos y con objetivos distintos[14]– transformaron al rey en soberano [o, en el caso de Rousseau, en magistrado de la República[15]], ha abandonado la definición/concepto de Aristóteles e impuesto en su lugar la búsqueda de una nueva definición de monarquía, que con frecuencia se ha revelado inadecuada para acoger el concepto[16].

Pero no fue la única de las transformaciones que la política moderna introdujo en la monarquía, pues –igualmente– una vez que el principio monárquico perdió su significado sustancial, para convertirse en una forma de organización del poder ejecutivo –esto es, de uno de los sectores del poder estatal, con arreglo al principio de división de poderes erigido en pieza clave del régimen constitucional–, su significación se relativizó grandemente[17].

Hoy cabe decir que la doctrina tradicional de las formas de gobierno ha perdido parte de su interés[18]. En primer lugar, los que gobiernan son siempre pocos, lo que devalúa la variable numérica. Pero es que, en segundo lugar, las aristocracias han desaparecido paralelamente a como las dinastías se están extinguiendo, si no están ya casi extinguidas. La monarquía, en tercer lugar, se acopla a la democracia hasta el punto de disolverse en ésta.

El número de los que mandan, en efecto, es limitado, lo que no excluye el hecho de la representación ni un cierto reconocimiento social de la potestad para que el ejercicio del poder político –derivado de Dios– sea legítimo[19]. La afirmación, un tanto cínica, de que la oligarquía es la forma trascendental de gobierno, entendida así, es –pues– correcta[20]. La decadencia de la aristocracia depende en parte de la desaparición de la «nobleza»: «Nobilis, de nosco (conocer), es la persona “conocida”. Este especial “conocimiento” de que eran objeto algunas personas se debía a los muchos actos, muchas veces heroicos, de sus antepasados. Pero los nuevos medios de comunicación social han impuesto otro tipo de “conocimiento”, sobre todo por la publicidad de la imagen. De este modo la aristocracia, no sólo ha perdido su antigua ejemplaridad, sino que ha accedido a competir con todos en la propaganda de la imagen, adecuándose incluso al estilo de los profesionales del espectáculo, que son, naturalmente, los que mejor uso pueden hacer de su propia imagen»[21]. Pero la extinción de la nobleza y la consiguiente decadencia de la aristocracia han alcanzado a las dinastías. Finalmente, la democracia ha traspasado el campo de las formas de gobierno para pretender convertirse en el fundamento del mismo[22], convirtiéndose incluso de resultas en una ideología (por lo menos virtualmente) totalitaria, «conforme con la que se debe ajustar la Ética, para distinguir la “corrección política” y proscribir lo “democráticamente incorrecto”»[23].

En conclusión: «Así pues, no puede hablarse hoy de la monarquía como forma de gobierno, porque los reyes no gobiernan; ni de aristocracia, porque, aunque siempre sean pocos los que gobiernan –a modo de oligocracia– , no son ya ejemplares para la sociedad, ni de democracia, en sentido literal, porque no son los electores los que gobiernan, sino unos pocos elegidos, y la democracia no es una forma de gobierno sino una Ética»[24].

De ahí que, en el pensamiento moderno, tras un período de confusión, a partir de Locke y de Montesquieu se haya afirmado una nueva clasificación de las formas de gobierno, la que opone –dentro del Estado constitucional– parlamentarismo y presidencialismo. La monarquía se adecuará al primero a través de su anulación, mientras que en el segundo desaparecerá por sustitución.

3. El sentido de una evolución: aspectos jurídico-políticos de la llamada monarquía parlamentaria

Merece la pena, sin embargo, explicitar algo más la evolución recién apuntada. La Corona, que hoy aparece como conjunto de prerrogativas y funciones que corresponden a la monarquía, no es en principio sino un símbolo de la unidad de la comunidad política y sus órganos. Tal conjunto de prerrogativas y funciones son ejercidas por varios órganos, de los que el Rey es el más relevante y significativo[25].

No se trata inicialmente sólo de una forma de expresar la unidad del poder en la comunidad, dentro de la pluralidad de funciones atribuida a órganos diferenciados, sino que lleva consigo un entendimiento de la comunidad política como dimanación de la familia, como núcleo básico de convivencia, y que ascendentemente va articulando una sociedad de sociedades, familia de familias, regida por una familia[26]. La potestad suprema reside así en la persona del rey, como cabeza de la familia real, coronación de una sociedad estructurada y con vida propia. Este es el modelo de la cristiandad medieval, el del régimen mixto, el del dominium politicum et regale de John Fortescue[27], el del pactismo de los juristas catalanes[28], el del rex propter regnum[29].

De esta monarquía limitada, preestatal, se pasa –a través de la construcción bodiniana que cierra la originación del Estado moderno– a la monarquía absoluta, dominium regale, en la que se atribuye la soberanía al monarca[30]. Las transformaciones posteriores, aun en clave dialéctica, hincarán todas en ese humus conceptual[31]. Primero será la llamada monarquía constitucional, en la que el principio monárquico coexistirá todavía con el principio emergente de la «soberanía nacional» del liberalismo, residenciándose en el rey el poder ejecutivo mientras que las Cortes ostentarán el legislativo, resultando la soberanía de la suma de ambos[32]. El pensamiento democrático se atrincherará entonces, frente a tal concepción, en torno al dogma de la «soberanía popular» y la consiguiente reducción del rey a la categoría de «poder constituido»[33]. Surgirá así la monarquía parlamentaria, en un proceso histórico complejo, de avances y retrocesos, a la postre siempre de avances, más a través de prácticas que codificado. Y de la monarquía parlamentaria a la república, independientemente de la ganga revolucionaria que pueda acompañar el cambio, el tránsito resulta casi imperceptible. Pues en aquélla tanto como en ésta están ausentes los dos caracteres de la verdadera monarquía, a saber, el gobierno personal y el origen divino. Luego volveremos sobre esto.

No se trata, bien entendido, de identificar monarquía y absolutismo, pues desde el punto de vista de la filosofía social el absolutismo es incluso antecedente lógico de la democracia, en cuanto transfiere simplemente la soberanía del rey al pueblo, agudizando, eso sí, la secularización del poder que ya había conocido aunque de manera más restringida el absolutismo monárquico[34]. Más aún, el gobierno monárquico –antes se apuntaba– es limitado, de hecho y en teoría, por las conviventes sociedades autónomas que cumplen sus fines propios dentro de la sociedad, y por los fueros que recogen sus libertades. Puede, incluso, «reunir en una carta general todas esas libertades concretas que constituyen en su conjunto el orden interno, consuetudinariamente vigente en el país, en el que quizá no queden en la práctica más que unas determinadas y muy reducidas funciones a la normal actividad del monarca». Pero reconocer la soberanía popular y el origen constitucional de su propio poder –sin que lo contrario signifique admitir las abusivas interpretaciones cesaristas combatidas precisamente por los autores clásicos de la monarquía hispánica[35]– «no es lícito a una monarquía sin desautorizar por ese mismo hecho el gobierno de sus mayores, su propio origen y razón de ser, y, apurando la lógica, la misma fe y ortodoxia religiosa que le sirvió de cimiento»[36].

Desde el ángulo constitucional se comprueba fácilmente lo anterior, pues el significado del rey deja de ser en la monarquía parlamentaria distinto al del presidente de la república, convergencia o asimilación que no hace sino acentuarse con la posterior evolución del régimen parlamentario, hasta llegarse a un punto en que monarquía y república no son siquiera formas de organización del ejecutivo, sino sólo de un órgano, la jefatura del Estado, tradicionalmente encuadrado en el seno de aquél, porque ahora queda en rigor fuera de él, con un significado institucional propio, distinto del gobierno y de la administración.

Puede afirmarse, no obstante, para cerrar estas consideraciones preliminares, que es dado rastrear un aura de la vieja monarquía en el panorama actual. Y no sólo en las formas monárquicas, desnaturalizadas por el parlamentarismo –la fórmula monarquía parlamentaria encierra una contradictio in re et in terminis–, donde es sobre todo por vía psicológico-sociológica y simbólica; sino incluso en las repúblicas, merced a que todo el derecho público occidental contemporáneo es herencia del monárquico, por lo que la propia existencia de una magistratura con el carácter de jefe del Estado en las constituciones no monárquicas ha sido en su origen –y sigue siendo en general– una reminiscencia del derecho público monárquico. Por eso, el último estrato de discusión se ha centrado sobre la necesidad de la existencia de una jefatura del Estado unipersonal para la racionalidad organizativa estatal, que Kelsen, por ejemplo, desde un posicionamiento radical, ha negado frente a posturas más integradoras y eclécticas[37]. No le falta razón al maestro austríaco en una consideración «purista» como la por él difundida. Otra cosa ocurre a la luz de la naturaleza de las cosas, que cuando se encierra en la pirámide jurídica es verdaderamente a la manera funeraria[38]. Chassez le naturel, il revient au galop.

4. Un escolio sobre la realidad constitucional actual: la monarquía parlamentaria como forma política del Estado

El artículo 1.3 de la Constitución española previene que «la monarquía parlamentaria es la forma política del Estado». Indagar el sentido de tal afirmación, estampada en el artículo que encabeza el texto, contenido pues en su título preliminar, nos obliga a prolongar el cuadro recién trazado. Desde luego que, en una primera visión, aparece un tanto singular. Pues, la fórmula «forma política del Estado», utilizada para caracterizar la monarquía, calificada además de parlamentaria, no es ninguna de las tres bien conocidas por la doctrina estasiológica y constitucional. No es «forma de gobierno», que encajaría tanto para la monarquía, en la vieja terminología, como –según el nuevo tenor que reserva para tal rúbrica la disyunción entre el parlamentarismo y el presidencialismo– para su modalidad parlamentaria. Tampoco es «forma de Estado», en la acepción que hemos venido manejando, incompatible no sólo con el parlamentarismo, sino más allá con la entera democracia; sin que guarde relación con su otro y extendido significado, relativo a la distribución territorial del poder (Estado unitario, federal, etc.). Finalmente, no admite correlación con la tipología histórica de la comunidad política que cierta doctrina ha acogido bajo la rúbrica de «forma política». Así pues, la elucidación de la expresión definitoria de la monarquía en la Constitución española resulta problemática.

Una primera clave interpretativa nos la ofrece el hecho de que la terminología constitucionalizada no fuese enteramente nueva. De hecho, parte de la doctrina patria venía utilizando con anterioridad la expresión forma de Estado con referencia a la monarquía. ¿Razones? Más allá de la imprecisión jurídica, las diversas justificaciones aportadas mostraban una común intención política: descargar al rey del liderazgo político y de la personalización del poder, que podían poner en peligro a la propia institución, trasladando su significación al fundamento de la comunidad nacional y de su orden político. Hoy la función de gobierno y la responsabilidad política son cosa de equipos fungibles; por el contrario, la monarquía está por encima del que gobierna porque ejerce sobre él una influencia importante, aunque discreta, y, sobre todo, porque preside el juego del relevo pacífico[39]. No me parece menos cierto que en la contrapartida de la tesis se dejaban ver rasgos inquietantes, ya que esa identificación entre monarquía y régimen –o Estado– no resguardaba a aquélla de contingencias políticas, sino que, antes bien, la dejaba peligrosamente a merced de éstas. Como quiera que sea, la presencia de algunos de los autores que defendían la primera opinión en las sedicentes cortes constituyentes (Jiménez de Parga, Ollero, etc.) y aun en la ponencia constitucional (Fraga y Herrero de Miñón) hubo de abrir camino tanto al concepto cuanto al término.

La segunda clave procede de la singular coyuntura conocida como «transición» política[40]. Entre el ingente caudal de tópicos que la han anegado, velando su rostro a través de su transfiguración mitológica, no se ha recordado lo suficiente que el diseño del jefe del Estado en la legislación fundamental del régimen de Franco no era unitario sino dúplice: para la magistratura vitalicia del generalísimo y para su sucesor a título de rey. Al no heredar éste buena parte de las prerrogativas de aquél, venía a quedar en alguna medida «atado» a la malla de «las instituciones» –después de Franco, «las instituciones», como se decía–, por lo que, en estrictos términos jurídicos, no tenía demasiado sentido lo del rey «motor del cambio». No obstante lo cual, hubo quien pretendió fundar la «restauración», eso sí, democrática, en el ejercicio del «principio monárquico»[41]). (Como tampoco lo tendría que, después de la «ley para [el subrayado es mío] la reforma política», cuando el Rey había sido liberado de algunas de esas ataduras tejidas por la técnica constitucional del franquismo, irrumpieran en el panorama unas autocalificadas cortes constituyentes que no lo eran). En todo caso, el papel verdaderamente decisivo desempeñado en la práctica del proceso por el Rey, y el deseo de reforzar su posición en el nuevo marco constitucional, ya que inviable en términos jurídicos –el Estado democrático parlamentario por el que se optó lo hacía imposible–, adquiría toda su proyección en el dominio político. Así, al igual que la forma «jurídica» del Estado no es otra que esa democracia parlamentaria recién aludida, la monarquía también parlamentaria podía reservarse para la forma «política» del Estado. Como se ha subrayado pertinentemente, la redacción del artículo 1.2 de la Constitución española refuerza esta reconstrucción, puesto que al atribuir al pueblo español, del que emanan los poderes del Estado, la «soberanía nacional» –parece obvio que si la soberanía es nacional es porque reside en la nación, mientras que sería popular si lo hiciera en el pueblo–, amalgama en un eclecticismo políticamente cifrado realidades heterogéneas al principio democrático y que parecerían residir en la pervivencia, al menos semántica, quizá política, aun cuando sin la menor trascendencia jurídica, del principio monárquico[42]. Con todo, para no guardarnos nada, parece incontestable que la operatividad de factores políticos en el seno del sistema jurídico y normativo, que inciden a veces decisivamente en éste, se produce cualquiera que sea la forma de gobierno y no sólo en la monarquía. Repárese, dentro de Europa, en el significado del sistema de partidos, o en la evolución constitucional estadounidense, oscilante entre el predominio del Congreso, el presidencial o incluso el llamado gobierno de los jueces.

No se crea que la explicación enderezada en las anteriores páginas arraiga simplemente en el prurito intelectual. Pues, por ejemplo, la hermenéutica de las funciones constitucionales del rey en el título II de la Constitución depende en buena medida de la captación que se tenga de la fórmula por la que la monarquía parlamentaria es convertida en forma política del Estado español. No en vano ha habido quien ha divisado en este precepto, por estar incluido en el título preliminar –donde tienen su sede algunos de los verdaderos principios fundamentales de la Constitución– y por integrar la Constitución sustancial, un especial valor axioló- gico y jurídico, casi supraconstitucional[43].

5. El sentido de la monarquía

Indaguemos finalmente la entraña de la monarquía. En su origen se halla el hecho de que el mando es personal. Y el mando personal requiere de algunas características que lo sitúen fuera de la discusión, para darle estabilidad, para darle continuidad. Más aún, la monarquía, en el fondo, no se comprende sin una cierta participación sacral. La monarquía parte, pues, de una concepción familiarista y sagrada.

En primer lugar, la monarquía –fundada en que el individuo es el sujeto natural de las acciones y el sujeto también de la responsabilidad– supone el gobierno de uno. Un automatismo democrático puede ser bueno para sociedades cuya finalidad es administrativa o económica y para agrupaciones convencionales: los gobiernos municipales y las administraciones regionales o gremiales. Pero a las tres comunidades básicas y fundamentales (la familia, la comunidad política y la Iglesia) otorgó Dios una constitución monárquica: personal en la primera, hereditaria en la segunda y electiva en la tercera). En cuanto a la autoridad política, «si no se hace íntegramente personal, no puede ser enérgica, ni efectiva, ni lograr la vinculación y entera responsabilidad que requiere un poder llamado a entender hasta sobre la vida o muerte de los hombres». Mientras que la democracia «diluye las responsabilidades en un poder amorfo y difuso que, si por azar logra el éxito, no engendra en cambio una adhesión y una lealtad estables; y, si cae en la corrupción, nadie puede esperar de él una acción enérgica y decisiva de corrección y reforma»[44].

En segundo término, la monarquía como forma política no es otra cosa que la continuidad de una sociedad, que está constituida por familias, a través de la continuidad de una familia, la familia real, que simboliza y actualiza la continuidad de todas y cada una de las familias y en la que –de alguna manera– participa la providencia ordenadora de Dios a través de ese orden que da continuidad. Creo que fue Pedro Sáinz Rodríguez, un monárquico dinásticamente liberal, pero de pensamiento tradicional en algún momento de su vida, quien decía que las monarquías plantan bosques y las repúblicas los talan. Idea que está acreditada en la experiencia política española (y aun hispánica) de los siglos XIX y XX, y que singularmente percibimos hoy con claridad cuando hemos de dolernos de la ausencia de visión larga y decisión generosa, sustituidas por el corto plazo y el spoil system: se finge gobernar para conservar el poder y se cae en la demagogia cuando no en la cleptocracia. De tal manera que, con una visión de esta naturaleza –y no es sólo la depauperada, la partitocracia, pues es connatural al principio electivo como única variable para la determinación del régimen– la vida política se agota en los procesos electorales, tornándose siempre más discontinua.

De tal manera que la virtualidad de la monarquía, ligada al principio de la legitimidad, esto es, al mantenimiento del principio de aquél que tiene derecho, y que no solamente tiene derecho por nacimiento, sino que lo conserva por su comportamiento, es fuente de esa continuidad santa que se denomina tradición. Es esa presencia de la monarquía legítima la que ha permitido la conservación del movimiento popular, intelectual y social que llamamos Carlismo, y la que hubiese sido muy difícil de pensar con una actitud puramente intelectual, desencarnada[45].

En dos ámbitos se observa una particular aptitud de la monarquía para asegurar la continuidad y el bien de los pueblos. Por una parte, como verdadera defensa frente al poder del dinero. De otra, como instrumento de unión federativa.

Respecto de lo primero, sólo el gobierno fuerte, como gobierno bueno, es capaz de resistir a la plutocracia y a la oligarquía[46]. No es cierto que se imponga siempre el dinero. Lo abonan de consuno la ciencia política y la historia. Como nos presentan también los resortes a través de los cuáles busca aquél anular las resistencias que se le oponen.

En la Francia de Luis XIV, por ejemplo, la política de enriquecimiento suntuario favorecida por la Corona sirvió de instrumento para la total y definitiva sumisión de la nobleza al poder real, pues resultó a la postre comprada por el poder del dinero puesto al servicio de la Corona. Y si en Francia la monarquía tenía una ficticia representación aristocrática, en los países que la combatían ocurría un hecho paralelo. Singularmente en Inglaterra, donde a partir de la revolución de 1688 y las transformaciones sociales que la siguieron se iba a llegar a una situación casi inversa, pues el poder fue a parar a una oligarquía de comerciantes whigs que desplazaron a los terratenientes tories y concluyeron revistiendo al poder del dinero de forma monárquica. De ahí que se pudiera afirmar que Inglaterra no era una tanto una monarquía como una oligarquía representada monárquicamente[47]. Por eso había de convertirse en el señuelo de todas las monarquías constitucionales (y parlamentarias después).

Pero la monarquía, cuando permanece tal, ilustra ejemplarmente la trabajosa victoria sobre la plutocracia: «El poder del Dinero (ése sí que es hereje) le tiene un miedo grandísimo a la Monarquía, como que es la única fuerza capaz de meterlo en petrina; por lo cual se aplica hoy con perseverancia a pintarla como un cuco, y a echarle agua bendita, conjuros y maldiciones. Pero la Monarquía, en su sentido amplio, es una cosa que está en la naturaleza y por lo tanto echada por la puerta vuelve por la ventana, disfrazada si es preciso: “una fuerza patente para meter en petrina a las fuerzas secretas” [...]. Para poder defenderse de la opresión de los poderosos inmediatos (de los cuales ninguno más peligroso y universal que el Hombre de Dinero) las mayorías tienen la tendencia de elevar a un hombre tan alto (y de esto es símbolo el Trono) que frente a él desaparezcan las otras desigualdades y en cierto modo “todos sean iguales” –frente a la Justicia del Rey. ¡Paso a la Justicia del Rey! decían en España. Mas los ricos necesitan un Rey que no los “pueda” a los ricos; o sea, que no lo sea: el Rey Constitucional, y el Presidente Coty. Y este es el fundamento filosófico de la Monarquía, fenómeno indestructible. Para obtener la Justicia, que es uno de los nombres de Dios, parece no haber más remedio que fabricar un hombre casi-como-Dios y hacerlo gobernar en nombre de Dios. Si sale malo, eso es lo malo; pero si sale malo los antiguos siglos cristianos lo derrocaban o lo mataban»[48].

Además, la monarquía ofrece una gran flexibilidad para reconstruir grandes espacios al margen de la cerrazón de las estructuras estatales. Esa es una de las grandes razones por las que la monarquía se hizo hereditaria y se institucionalizó como fórmula de estructuración y articulación territorial. El caso español resulta a este propósito de particular interés, pues la monarquía federativa (mejor que federal) o foral de sus siglos áureos constituye una de las mejores corporeizaciones de tal cualidad[49].

Pero la monarquía, finalmente, entraña algo más que la idea del gobierno personal. Se trata, así, de un poder en alguna manera sagrado, es decir, elevado sobre el orden puramente natural de las convenciones o de la técnica de los hombres: «Esta es una nota común a todas las monarquías históricas, que, como fenómeno político institucional, se ha dado en los más diversos pueblos, aun en medios absolutamente desconectados entre sí y religiosamente heterogéneos. La monarquía ha sido el régimen político de las sociedades religiosas, y de todas, en sus orígenes. Sólo cuando la sociedad se ha asentado sobre bases secularizadas, o cuando, como en la Grecia clásica, se ha visto dominada por un ambiente racional y esteticista, se desposee al gobierno de su carácter monárquico»[50].

No se trata del difícil problema de la transmisión concreta del poder divino a los reyes. Las interpretaciones cesaristas de Jacobo I de Inglaterra, luego extendidas al Continente, dando origen al llamado «derecho divino de los reyes», fueron ocasión para que los apologetas católicos de la Contrarreforma acuñaran forzadas teorías de la traslación mediata que, si al principio fortalecieron al poder eclesiástico, andando el tiempo, en cambio, representaron (involuntariamente) un paso histórico y psicológico en la génesis de las teorías del contrato social y la soberanía popular revolucionaria. De modo que, los apologetas siguientes, hubieron de corregir la explicación, a fin de reforzar el otro de los pilares del orden cristiano, el temporal, que había quedado debilitado de sus resultas[51].

6. Conclusión

Esos dos caracteres, mando personal y origen divino, hacen a la monarquía incompatible con el régimen parlamentario liberal nacido de la doctrina de la soberanía popular: «La monarquía lleva en sí misma la oposición con el liberalismo, que, por fuerza de la lógica, combate todos los poderes que no reconozcan su origen en la soberanía individual y no sean revocables por la voluntad colectiva. De donde se deduce que toda monarquía que se asocia con el liberalismo o acepta su origen en la Constitución, se suicida, porque a sí misma se condena a muerte irremisible solicitando fuerzas de sus adversarios y fundamento en principios que le son contradictorios. La monarquía queda reducida a mera ficción y simbolismo, por añadidura inútil y costoso, si deja de ser tradicional, es decir, si no se apoya en la tradición y en la unidad de creencias en que ésta se levanta»[52]. Vale.

 

[1] Cfr., para una aproximación al tema, Miguel AYUSO, ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, Madrid, Speiro, 1996.

[2] Pedro SÁINZ RODRÍGUEZ, «La tradición nacional y el Estado futuro», Acción Española (Madrid), núm. 60-61 (1934), págs. 523 y sigs.: «La lucha secular entre la Monarquía y la Revolución encarnada como mecanismo político de la Democracia, ha dado como resultado que estos dos sistemas no sólo se diferencien por su estructura, sino por un contenido moral y doctrinal que como realidad histórica han adquirido y representan. De aquí la ingenuidad de los teóricos accidentalistas de la forma de gobierno. Las formas no son nunca accidentales ni en filosofía, ni en arte y mucho menos en política, que es el arte de realizar en formas históricas, en cada pueblo, y en cada momento (hic et nunc) una doctrina y un contenido teóricos. En España hay que raer de las mentes estos tópicos comodones. Ni la Monarquía es, teóricamente, la sola presencia del Rey en el trono, si no va acompañada de un sistema político y de un contenido moral del Estado, ni la República es la simple ausencia del monarca. La Revolución requiere la previa ausencia del Rey porque, fundadamente, le impone un obstáculo para la realización de su programa. Cuando en España nos declaramos monárquicos, no decimos únicamente que queremos un Rey a la cabeza del Estado, sino que esto es una consecuencia lógica y fatal de un sistema político, que implica también un determinado contenido moral y una estructura jerárquica social cuyo remate es la Corona con Cruz. La Democracia, y su expresión política la República, es la forma normal en España de toda la doctrina contraria. Se engañan, y la experiencia nos está dando la razón, los que creen que la República es a modo de un vaso vacío que la voluntad de la mayoría –la democracia– va llenando en cada momento de un contenido diferente. Y no es así. La Monarquía afirma un contenido dogmático permanente que está por encima de las votaciones. El reflejo de esto es lo que llaman los demócratas obstáculos tradicionales. Pero la República también tiene sus dogmas y sus obstáculos tradicionales. Cuando la voluntad de la mayoría es contraria a los dogmas permanentes de la República, entonces los republicanos dicen que se les desvirtúa la República, que desaparece la esencia republicana del Estado. En la realidad histórica son dos cosas distintas democracia y República. La República española ha nacido con la impronta de unos dogmas que por mucho que logremos triunfar, con los mecanismos democráticos jamás le lograremos arrebatar. ¿Cuál es, históricamente, el régimen conveniente para cada pueblo en cada momento de su vida? Muy largamente se podría disertar sobre este punto, pero una norma sencilla puede darnos la respuesta. Los regímenes son para los pueblos y no los pueblos para los regímenes. Cuando en una nación se han de poner a contribución todos los elementos vitales del país para sostener el régimen, cuando en cada crisis grave del país no se piensa más que en la necesidad de salvar el régimen, cuando la mayor parte de los conflictos públicos son provocados para sostener dogmas del régimen, entonces se puede afirmar que ese sistema es artificioso en aquel país y, desde luego, evidentemente nocivo». Ilustración de una idea de Pierre GAXOTTE, «La buena República», Acción Española (Madrid), núm. 34 (1933), págs. 343 y sigs., que Eugenio Vegas Latapie estimaba grandemente.

[3] Hay un uso lingüístico tradicional, adecuado en particular a la monarquía hispánica como forma no estatal de lo político, en que la monarquía corona a una serie de «repúblicas». Piénsese en la frase de Vázquez de Mella: «Yo, que soy monárquico entusiasta, soy también ardiente republicano […]. La Monarquía y la República […], lejos de contradecirse, se completan cuando cada una ocupa su puesto y no las cambian los sofistas y las revoluciones de sitio. […] La familia, que tiene derechos primarios como sus miembros […] es la primera de las Monarquías, colocada en el cimiento de todas las sociedades civiles. Pero las diversas monarquías familiares, al ligarse para satisfacer necesidades o procurar perfecciones comunes […] se juntan en poliarquías por medio de sus sociedades complementarias, como el municipio, la provincia o comarca y la región, y de sus sociedades derivativas, como el gremio o corporación económica, la Universidad o corporación docente. […] Así, señores, la sociedad se encuentra formada por una serie de repúblicas intermedias colocadas sobre dos monarquías: la monarquía de la familia en la base y la monarquía del Estado en la cima. […] Nosotros defendemos la democracia en los municipios; la mesocracia y la aristocracia social, como distintos grados de superioridad espontánea, en las comarcas, en las provincias y en las regiones, y la monarquía en el Estado» («Discurso en el Parque de la Salud de Barcelona», de 17 de mayo de 1903, en Obras completas, vol. XV, Madrid, Junta del Homenaje, 1932, págs. 174 y sigs.). Pero tal uso es en todo caso ajeno al que aludíamos líneas atrás. Cfr. Dalmacio NEGRO, Historia de las formas del Estado. Una introducción, Madrid, Ciudadela, 2010, pág. 123 y sigs., así como también su Sobre el Estado en España, Madrid, Marcial Pons, 2007.

[4] Álvaro D’ORS, Nueva introducción al estudio del derecho, Madrid, Civitas, 1999, § 113, pág. 164. Tal connotación se conservaba en el lenguaje coloquial. Recuerdo a mi padre preguntando –retóricamente– cuando nuestros juegos provocaban griterío o desorden: «Pero, ¿qué esto? ¿Una república?». Pero se ha registrado también en la literatura. Describe Anatole France, en una página maliciosa de Le lys rouge (1894), una tertulia de los días de la Revolución francesa. Un observador malicioso, al ver que uno de los asistentes, oficial del Ejército, se atreve a apoyar familiarmente dos dedos de su mano en el respaldo de la silla en que está sentada una lánguida damisela, se hace esta reflexión: «Desde aquel instante comprendí que la República había triunfado». Lo recoge José María PEMÁN, Cartas a un escéptico en materia de formas de gobierno, 2.ª ed., Madrid, Cultura Española, 1937, pág. 20.

[5] Puede verse mi libro El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la Constitución española, Madrid, Criterio, 2000, capítulo 2, así como el de Danilo CASTELLANO, Constitución y constitucionalismo, Madrid, Marcial Pons, 2013

[6] HERODOTO, Libros de la Historia, III, 81.

[7] JENOFONTE, Memorabilia, IV, 6.

[8] Philippe BÉNÉTON, Les régimes politiques, París, PUF, 1996, págs. 12 y sigs.

[9] PLATÓN, El Político, 292; y también La República, VIII

[10] ARISTÓTELES, Política, III, 5 y sigs.

[11] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, I-II, 105, 1

[12] Marcel DEMONGEOT, Le meilleur régime politique selon Saint Thomas, París, Blot, 1929; James BLYTHE, Ideal government and the mixed constitution in the Middle Ages, Princeton, Princeton University Press, 1992.

[13] Para la crítica filosófica de la soberanía, véase Francesco GENTILE, «Introduzione» al vol. de Danilo Castellano (ed.), L’Europa dopo le sovranità, Nápoles, ESI, 1999, págs. 11 y sigs. y, en general, su libro Intelligenza politica e ragion di Stato, Milán, Giuffrè, 1983. También puede acudirse a Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, Barcelona, Scire, 2006, en especial el capítulo 2, págs. 19 y sigs.

[14] Cfr. Rafael GAMBRA, «Estudio preliminar» a La polémica FilmerLocke sobre la obediencia política, Madrid, IEP, 1966, págs. VII y sigs., subraya agudamente que frente a la fundamentación romanista de Bodino iba a imponerse en Inglaterra con Hobbes la justificación del absolutismo sobre bases empiristas.

[15] Jean-Jacques ROUSSEAU, «Du contrat social» (1762), en Œuvres complètes, tomo III, París, Gallimard, 1991, pág. 380. Escribe el ginebrino que «todo gobierno legítimo es republicano». Y añade: «No entiendo tan sólo por esta palabra una aristocracia o una democracia, sino en general todo gobierno guiado por la voluntad general, que es la ley. Para ser legítimo no es necesario que el gobierno se confunda con el soberano, sino que sea su ministro; entonces la monarquía misma es república. Esto se aclarará en el libro siguiente».

[16] Danilo CASTELLANO, «Monarquía y legitimidad. Apuntes para una introducción a la cuestión», Fuego y Raya (Córdoba de Tucumán), núm. 2 (2010), pág. 70. Pone por ejemplo la voz del por otra parte excelente Dicionário de política (de José Pedro Galvão de Sousa, Clovis Lema Garcia y José Fraga Teixeira de Carvalho), San Pablo, T. A. Queiroz, 1998, que al definirla como la «forma de gobierno en la que la autoridad suprema es hereditaria y vitalicia» (pág. 358), fotografía algunos de sus aspectos pero no logra dar razón de algunas formas de monarquía electiva (como el Papado) ni explicar las diferencias entre monarquías (aunque no se definan, como el presidencialismo estadounidense, como tales).

[17] Ángel MENÉNDEZ REXACH, La jefatura del Estado en el derecho público español, Madrid, Ministerio de Administraciones Públicas, 1979.

[18] La síntesis es de Álvaro D’ORS, Nueva introducción al estudio del derecho, cit., § 114, pág. 164 y sigs.

[19] Cfr., para lo primero, José Pedro GALVÃO DE SOUSA, Da representação política, São Paulo, Saraiva, 1971, así como Álvaro D’ORS, La violencia y el orden, Madrid, Dyrsa, 1987, págs. 59 y sigs., para lo segundo.

[20] Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La oligarquía, forma trascendental de gobierno», Revista de Estudios Políticos (Madrid), núm. 205 (1976), págs.4 y sigs.

[21] Álvaro D’ORS, Nueva introducción al estudio del derecho, cit., § 114, pág. 165.

[22] Cfr. Miguel AYUSO, «Las aporías de la democracia como forma de Estado», en Miguel Ayuso (ed.), Dalla geometria legale-statualistica alla riscoperta del diritto e della politica. Studi in onore di Francesco Gentile, Madrid, Marcial Pons, 2006, págs. 131 y sigs.; Danilo CASTELLANO, Constitución y constitucionalismo, cit., pág. 91 y sigs.

[23] Álvaro D’ORS, Nueva introducción al estudio del derecho, cit., § 114, pág. 165.

[24] Ibid., pág. 166.

[25] Luis SÁNCHEZ AGESTA, El sistema político de la Constitución española. Ensayo de un sistema, Madrid, Editora Nacional, 1980, pág. 189.

[26] Álvaro D’ORS, Forma de gobierno y legitimidad familiar, Madrid, O crece o muere, 1959, y Una introducción al estudio del derecho, Madrid, Rialp, 1963, § 53 y sigs.

[27] Eric VOEGELIN, The new science of politics, Chicago, Chicago University Press, 1952, cap. I; Frederick D. WILHELMSEN, Christianity and political philosophy, Athens, University of Georgia Press, 1978, págs. 111 y sigs.

[28] Francisco ELÍAS DE TEJADA, Historia del pensamiento político catalán, tomo I, Sevilla, Montejurra, 1963, págs. 309 y sigs.

[29] Cfr. Rafael GAMBRA, La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional, Madrid, Rialp, 1954; Francisco ELÍAS DE TEJADA, La monarquía tradicional, Madrid, Rialp, 1954.

[30] Ya se ha hecho alusión a la crítica filosófica de la soberanía. Desde el ángulo de la teología política, y con referencia expresa a la monarquía, pueden verse las páginas de Álvaro D’ORS, «Teología política: una revisión del problema», Revista de Estudios Políticos (Madrid), núm. 205 (1976), pág. 76: «En efecto, la principal consecuencia política del Reinado de Cristo Rey es precisamente la de excluir toda pretensión de poder político absoluto, sea autocrático sea democrático, pues la forma de concretarse la voluntad no interesa a este respecto; es decir, la exclusión de toda otra “soberanía”. De ahí que, en mi opinión, la negación de la estructura estatal, tal como se entiende ésta desde Bodino, debe considerarse como exigencia de una recta teología política cristiana».

[31] Cfr. Miguel AYUSO, «La Corona», en AA.VV., Manual de Derecho Constitucional, vol. 1, Madrid, Colex, 1997.

[32] Es la construcción del llamado liberalismo doctrinario. El libro clásico es el de Luis DÍEZ DEL CORRAL, El liberalismo doctrinario, Madrid, IEP, 1945. Para la soberanía nacional es aguda la reflexión de Danilo CASTELLANO, «La nazione legittima lo Stato e il diritto pubblico? Appunti sull’identità come presupposto fondativo del potere politico», en Vanda Fiorillo y Ginaluca Dioni (eds.), Patria e nazione. Problemi d’identità e di apparteneza, Milán, 2013, Franco Angeli, págs. 59 y sigs.

[33] También aquí podemos remitir a unas pertinentes consideraciones de Danilo CASTELLANO, «Il “popolo” tra realtà e definizioni», Hermeneutica (Brescia), núm. 20 (2013), págs. 59 y sigs.

[34] Miguel AYUSO, La cabeza de la Gorgona. De la hybris del poder al totalitarismo moderno, Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2001, capítulo II, págs. 37 y sigs.

[35] Heinrich ROMMEN, The State in the catholic thought, San Luis, Herder Book Co., 1945.

[36] Rafael GAMBRA, La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional, cit., pág. 140.

[37] Hans KELSEN, Teoría general del Estado, Ciudad de Méjico, 1979, Editora Nacional, pág. 391, afirma que la jefatura del Estado «no es un órgano lógicamente necesario al Estado».

[38] Miguel AYUSO, «Valores, pluralismo y comunidad política», Verbo (Madrid), núm. 457-458 (2007), págs. 561 y sigs.

[39] Cfr. Carlos OLLERO, Dinámica social del desarrollo económico y forma política, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1966.

[40] Cfr. Miguel AYUSO, El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la Constitución española, cit., capítulo 1: «¿Una Constitución para una transición?».

[41] Miguel HERRERO DE MIÑÓN, El principio monárquico, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1972.

[42] Manuel ARAGÓN, «La monarquía parlamentaria», en Alberto Predieri y Eduardo García de Enterría (eds.), Comentario sistemático a la Constitución española de 1978, Madrid, Civitas, 1980.

[43] Cfr. Pablo LUCAS VERDÚ, «La corona, elemento de la constitución sustancial española», en el vol. de Pablo Lucas Verdú (ed.), La corona y la monarquía parlamentaria en la Constitución española de 1978, Madrid, Universidad Complutense, 1983. En contra: Oscar ALZAGA, La Constitución española de 1978, Madrid, Ediciones del Foro, 1978.

[44] Rafael GAMBRA, La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional, cit., págs. 136-137.

[45] Miguel AYUSO (ed.), A los 175 años del Carlismo. Una revisión de la tradición política hispánica, Madrid, Itinerarios, 2011.

[46] El padre Leonardo Castellani lo ha subrayado muy adecuadamente en San Agustín y nosotros, Mendoza, Jauja, 2000, pág. 203: «El poder del dinero es muy grande en el mundo de hoy. Un sacerdote conocido mío me dijo que ha leído un libro de un autor escocés La historia del dinero, en que prueba que el dinero, el capital, el dinero amontonado, ha vencido siempre en el mundo. Eso es históricamente falso: este sacerdote está al servicio del capitalismo y se consuela diciendo: “Siempre ha sido así en el mundo”. Lo que es verdad es que el poder del dinero ha vencido siempre a los gobiernos débiles. El poder político de un gobierno fuerte lo puede al poder del dinero; pero gobierno fuerte no significa precisamente, entiéndase bien, ni tiranía, ni cesarismo, ni bonapartismo ni siquiera poder absoluto, significa simplemente gobierno bueno. Los gobiernos fuertes son los buenos gobiernos. El poder del dinero no puede contra un gobierno bueno; pero ese gobierno bueno tiene que luchar como un león si quiere dominar al dinero, es decir, si quiere ser bueno; tiene que luchar a veces hasta el martirio». Otro autor escocés, Robert McNair Wilson, escribió un interesante libro, Monarchy or money power, donde desarrolla que el pueblo no puede ejercer el poder por sí mismo y que no hay pueblo sin rey. En efecto, los pueblos sin rey se hallan a merced de partidos y facciones de los que el más rico se convierte inevitablemente en el más poderoso. Puede verse la edición castellana, La monarquía contra la fuerza del dinero, Burgos, Cultura Española, 1937. Traducida por José Ignacio Escobar y Kirpatrick, marqués de las Marismas del Guadalquivir y más adelante marqués de Valdeiglesias, una vez más la mano rectora es la de Eugenio Vegas Latapie.

[47] Cfr. Francisco CANALS, Mundo de Dios y Reino histórico, Barcelona, Scire, 2005, págs. 72 y sigs., de las que ofrecemos muy escuetamente la conclusión. Donoso Cortes dice más discretamente que Inglaterra no era tanto una monarquía como una aristocracia (Obras completas, ed. de Carlos Valverde, S. I., Madrid, BAC, 1970, vol. II, pág. 771).

[48] Leonardo CASTELLANI, Pluma en ristre, Madrid, Libros Libres, 2010, págs. 52-53.

[49] Cfr. Francisco ELÍAS DE TEJADA, La monarquía tradicional, cit., destaca muy adecuadamente los aspectos históricos y su fundamento filosófico. Por su parte, Álvaro D´ORS, La posesión del espacio, Madrid, Civitas, 1988, subraya en cambio más bien los político-jurídicos. Desde otros presupuestos, puede verse Antonio TRUYOL, «La monarquía hispánica de la Casa de Austria como forma de Estado», en Völkerrecht als rechtsordnung. Internationale gerichtsbarkeit, manschenrechten. Festschrift für Hermann Mosler, Berlín-Heidelberg-Nueva York, Springer, 1983, págs. 981 y sigs.

[50] Rafael GAMBRA, La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional, cit., pág. 138.

[51] Ibid., pág. 139. Lo que Gambra explica con gran penetración, lo ha desarrollado técnicamente –en el seno de la doctrina pontificia– Eugenio VEGAS LATAPIE, «Origen y fundamento del poder», Verbo (Madrid), núm. 85-86 (1970).

[52] Juan VÁZQUEZ DE MELLA, «La monarquía tradicional», El Correo Español (Madrid), de 24 de mayo de 1890. Puede verse en Obras completas, tomo III, págs. 379-380.