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Número 535-536

Serie LIII

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La monarquía y el poder político

Cuaderno: Monarquía y democracia

 

 

1. Introducción

Tomar la palabra en un encuentro dedicado al tema de la monarquía y la democracia para reflexionar sobre monarquía y poder legítimo impone preliminarmente aclarar los términos del título.

Es necesario precisar, en primer lugar, el significado de «monarquía». La precisión se ofrecerá más adelante, cuando se tome en consideración (aunque brevemente) esta forma de gobierno.

La segunda precisión necesaria concierne al «poder», que –sobre todo en nuestro tiempo– se considera erróneamente como la esencia de la política. El poder es a menudo necesario para la política, como la coacción lo es al derecho. El poder, sin embargo, no es la política, como la coacción no es el derecho. El poder es uno de los instrumentos de la política. Debe ser calificado y ejercido en vista del bien común. No es la mera capacidad de imponerse, de dominar, de adueñarse de la situación. Esta es la característica esencial de la soberanía (entendida como supremacía) y, por tanto, de la política moderna. Al contrario, el poder es instrumento de la ciencia y del arte del bien común, que ofrecen los criterios de su ejercicio. El poder político, así, es propiamente autoridad: un poder que ayuda a los hombres a crecer y a vivir según su fin intrínseco: es potentia en cuanto potestas y no potestas en cuanto potentia.

La tercera precisión toca a la «legitimidad». Término del que se abusa y casi nunca se usa como presupuesto sustancial del correcto obrar público y privado. Con frecuencia se liga la legitimidad a los procedimientos: bastaría el respeto de las reglas rituarias para haber respetado la legitimidad. Sería inútil, por tanto, la pregunta sobre el valor y sobre el fundamento de aquéllas. La legitimidad, por ejemplo, se identifica a menudo con la legalidad, a veces con la legalidad constitucional, otras como vía para la formación y constancia del consentimiento. Los que atribuyen este significado a la legitimidad no advierten los problemas que este modo de entender la legitimidad ha creado: aplicando un procedimiento formalmente correcto se pueden «legitimar», en efecto, cosas absurdas, regímenes totalitarios, ordenamientos que se denominan «jurídicos» pero que violan el derecho, como ha ocurrido históricamente y como ocurre también hoy en día[1].

2. Algunos equívocos sobre la legitimidad

Por eso es necesario profundizar las cuestiones. Se dice con un juego de palabras que la legitimidad corresponde al ser legítimo. En otras palabras se busca dar, sin conseguirlo, una definición de legitimidad. Que la legitimidad corresponda al ser legítimo es verdadero. El problema, sin embargo, viene representado por la cuestión de «lo legítimo». Tan es así que incluso los autores que recurren a esta tautología advierten de inmediato la necesidad de especificar qué cosa debe entenderse por legítimo. Afirman en general que legítimo es lo conforme al derecho, a la ley, a las disposiciones del ordenamiento jurídico. Derecho, ley o norma serían, entonces, una misma cosa para estos autores. En último término sería el ordenamiento positivo vigente el que califica lo que es legítimo y, por tanto, legitimidad y legalidad serían la misma cosa[2].

Una revolución y un golpe de Estado, por esto, que serían ilegales e ilegítimos en canto tales, se convertirían en legítimos al «triunfar», puesto que en tal caso impondrían una nueva legalidad. Su justificación, bajo el ángulo de la «legitimidad», sería ex post y tendría eficacia ex tunc[3]. Vendría dada por el poder, que, si es tal, es siempre efectivo y legitimador si la legalidad depende de sus imposiciones. La legitimidad tendría por fundamento, en la hipótesis tomada en consideración, el poder. Un poder no cualificado, en algunos casos casi «justificado» por la ideología revolucionaria o por las finalidades operativas del golpe de Estado; nunca, en cambio, vinculado y guiado intrínsecamente al y por el bien común. Como sostenía, por ejemplo, el jurista Santi Romano, el Estado se auto-legitima y, sobre la base de su auto-legitimación, legitima su ordenamiento jurídico que, a su vez, pretende ser el criterio de legitimidad, entendida como legalidad[4]. El Estado sería «jurídicamente» infalible, como sostuvieron por ejemplo tanto Kelsen como Schmitt y como afirmó Benedetto Croce aplicando coherentemente el magisterio de Hegel[5]. La tesis es absurda, porque esta legitimidad no es otra cosa que la efectividad del poder que es considerado racional sólo porque es efectivo: lo real es racional, escribió por ejemplo el Hegel maduro, sólo porque se ha afirmado, se ha impuesto[6]. No descubre ni cómo ni por qué el poder se ha impuesto. Como en la fábula del lobo y el cordero de Fedro, lo que cuenta es la capacidad de imponer el propio querer, incluso absurdamente, esto es, no sólo sin argumentos sino contra toda razón y aun contra las leyes (incluso las físicas) de la naturaleza. Esta es la ratio de la legitimidad de la soberanía que todo lo justifica porque todo lo puede. La legitimidad como efectividad es el más bárbaro de los criterios, la más irracional de sus justificaciones, la pretensión más inhumana del y en el ejercicio del poder. En la misma definición de legitimidad que ofrecen algunos estudiosos, y que aquí se ha tomado en consideración, se afirma que con acepción más específica el término [legitimidad] hace referencia al principio que concede validez a un ordenamiento político cuando (con base en argumentos jurídicos y morales) se le considera digno de ser reconocido[7]. El reconocimiento puede ser «interno», esto es, por parte de los asociados, o «externo», esto es, por parte de otros ordenamientos soberanos. En el primer caso se hace hincapié en el «consenso», en el segundo en la «reciprocidad» a nivel internacional. El consenso, sin embargo, plantea un problema que cuando no se resuelve impide la salida del impasse causado por el equívoco sobre la legitimidad. El consenso, en efecto, puede ser entendido de muchas maneras. El consensus iuris del que habla, por ejemplo, Cicerón en su De re publica[8], no es el fruto de un acuerdo meramente voluntarista sino la aprehensión de lo que hay de jurídico en sí y que precede al Estado. Tanto que Cicerón, siguiendo en esto a Aristóteles[9], considera el derecho elemento ordenador de la comunidad política, no producto de la voluntad soberana. La modernidad político-jurídica, al contrario, tanto la fuerte como la débil, entiende que el consenso es una manifestación de «pura» voluntad, una decisión sin argumentos. Entiende, además, que sea la condicio sine qua non para la legitimación del poder y para la creación ex nihilo del derecho. En lo que respecta, seguidamente, a la «reciprocidad», debe observarse que no es en sí y por sí causa de legitimación. El reconocimiento recíproco, en efecto, puede ser dictado por razones diversas: ideológicas, maquiavélicas, etc. A veces incluso de razones innobles que no son portadoras de instancias o criterios idóneos para legitimar el ejercicio del poder. Más aún, son elementos «contra» la autoridad que es el verdadero poder político. La validez de un ordenamiento jurídico, por ello, no puede ser el simple y solo resultado de su reconocimiento: se impone, por el contrario, a la inteligencia y a la voluntad que la toman como realidad de la que brota el bien y la juridicidad.

Debe subrayarse también que la invocación de la argumentación jurídica y moral no siempre resuelve la cuestión de la legitimidad, ya que es preciso ver sobre qué bases se argumenta. Se puede argumentar, en efecto, permaneciendo prisioneros del «sistema». En este caso la legitimidad se reconduce necesariamente a la legalidad positiva. La legitimidad, sin embargo, cuestiona en primer lugar al «sistema». Pues, en efecto, se hace necesario encontrar su punto de Arquímedes. Si no se encontrase o se considerara inútil su búsqueda, la legitimidad sería convencional y, por tanto, siempre expuesta al riesgo de su contestación por parte del disidente, de la minoría o de otras «fuerzas» que, si lograran imponerse, afirmarían una «nueva» legalidad y consiguientemente una nueva legitimidad. Es necesario, por tanto, ir «más allá» del «consenso»: hay que alcanzar su fundamento. Sólo alcanzando las razones incontrovertibles de la obediencia, en efecto, es posible considerar adecuadamente la cuestión de la legitimidad.

En este sentido, una cosa resulta clara: la insuficiencia tanto de la efectividad del poder para legitimarse a sí mismo, como la insuficiencia del consenso moderno (adhesión sin argumentos a un proyecto cualquiera) para legitimar el ejercicio del poder sobre los demás y, en última instancia, también sobre sí mismos, pues el consenso que no se erige sobre argumentos auténticamente racionales se reduce a una forma de efectividad del poder del número. El número, sin embargo, en cuanto número, no ofrece razones para el ejercicio del poder político. Hay más. Aquél se revela como una prueba de mera fuerza (y de fuerza bruta) en cuanto que no considera las razones que se ofrecen y no responde al fondo, esto es, sustancialmente, de las objeciones que cualquiera ponga. Debe considerarse, en efecto, primeramente, que el consentimiento del individuo no puede legitimar el ejercicio del poder contra el orden natural, ni siquiera respecto de sí mismo. Por ejemplo, nadie podría legítimamente darse en esclavitud, ni siquiera con un acto personalmente libre, porque nadie tiene el poder de hacerse objeto, siendo por naturaleza sujeto. El número legitima todavía menos el ejercicio del poder sobre los demás. Hay que observar preliminarmente a este respecto, en efecto, que nadie puede delegar poderes que no tiene: nemo plus iuris ad alium transferre potest quam ipse habet. Por eso, las doctrinas políticas constructivistas y contractualistas (en crisis y quizá hoy «disueltas») se ven forzadas a identificar legitimidad y legalidad y, en último término, a expulsar así del horizonte de las cuestiones políticas el propio problema de la legitimidad. Se ven obligadas, así, a recurrir a (al menos) tres ficciones. La primera asume como jurídicamente idónea la adhesión del individuo al contrato social para la institución del poder político. Usando la errónea (aunque coherente a la luz de la teoría elaborada) terminología de la modernidad político-jurídica, sería suficiente el ejercicio de un poder «privado» para crear el poder «público», considerado –por otra parte– como distinto cualitativamente y condición del privado (éste, por eso, sería ejercitado antes de estar constituido gracias al reconocimiento del público). La segunda ficción procede de la arbitraria consideración de que el querer de la mayoría es el querer de todos. Heredada de la tradición medieval germánica se ha impuesto por las razones «operativas» propias de la democracia moderna, aunque a veces ha llevado a la consideración de que el querer del leader (sea el dux, el führer, etc.) interpreta, representa y, por tanto, expresa el querer del todo. La tercera surge del llamado «principio» pro ratione voluntas, es decir, de la identificación de la voluntad, de la voluntad efectiva, con la racionalidad. Que es el error teorético y político al tiempo de todos los autores que, como Hegel, cambian la efectividad con la realidad, el orden sociológico con el orden metafísico, el orden público con el orden político. Esta ficción sostiene el absolutismo político y el voluntarismo jurídico según los cuales la voluntas es considerada racional sobre la base de lo que es querido y aun mandado, y lo que es mandado se convierte en efectivo por venir acompañado del poder de imponerlo (hoc volo, sic iubeo, sit pro ratione voluntas).

Lo que hemos afirmado ayuda a entender por qué la legitimidad ha sido colocada por la modernidad política en la racionalidad procedimental. Aunque sobre la base de presupuestos diversos y llegando a conclusiones parcialmente distintas, tanto Hans Kelsen como Max Weber –como ha mostrado lúcidamente Consuelo Martínez-Sicluna en una de sus primeras obras[10]–, al describir esta forma de legitimidad la consideran como la versión, la única versión, de la legitimidad democrática, rectius, de la democracia moderna. Esta racionalidad procedimental, «legal», es un método, una regla del juego, cuyo respeto garantiza la corrección formal del juego mismo. Éste, sin embargo, en cuanto juego, es convencional. De un modo distinto a los juegos, sin embargo, el poder «político» no se limita al aspecto lúdico: el poder, en efecto, incide profundamente en la vida individual y social. La racionalidad de la democracia (moderna) es garantía para la averiguación y en la averiguación de la voluntad, no regla para ésta. En otras palabras, la racionalidad, el respeto y la correcta aplicación del método para descubrir las voluntades, aseguran el prevalecer de la voluntad de la mayoría, pero nada dicen acerca de la legitimidad de su querer. Se trata, pues, de un querer legalmente encontrado pero al que puede faltar la legitimidad. El poder político, en efecto, no es y no puede ser individuado como autoridad (poder «cualificado» que ayuda a los hombres a crecer según su fin intrínseco, esto es, ordenadamente) por la racionalidad procedimental, sino en cuanto opinión o proyecto prevalente, compartidos por los más según una indagación que describe sin calificar. Por ello –como observa justamente Consuelo Martínez-Sicluna[11]– sólo de nombre se puede hablar de autoridad, porque ésta ha perdido toda su justificación. La autoridad, en efecto, ha sido sustituida por la soberanía, entendida como supremacía. El poder soberano es considerado legítimo –como se ha apuntado– en cuanto poder efectivo, que –por ello– puede ser irracional en sí y en sus manifestaciones, o en sus imposiciones. Es una ingenuidad, por tanto, entender que el ordenamiento jurídico producido por él sea necesariamente racional. La racionalidad del ordenamiento producto de la soberanía, en efecto, ha planteado desde el origen por lo menos dos problemas que permanecen sin resolver. El primero procede del hecho de que el soberano puede cambiar de opinión imponiendo por norma su voluntad (haciendo, así, absolutamente incierta la certeza del derecho perseguida por la modernidad, a través sobre todo del positivismo jurídico). Todavía hoy se enseña que lex posterior derogat priori, subrayando así que la racionalidad del ordenamiento se construye sobre presupuestos contingentes y efectivos del mandato soberano. El segundo problema viene de la total ausencia de un punto de Arquímedes del ordenamiento distinto del poder. El poder, sin embargo, como sostiene incluso Rousseau[12], no puede ser el fundamento del derecho, ni siquiera –debe añadirse y subrayarse– poder del número de la democracia moderna: el consenso, en efecto, entendido como adhesión sin argumentos a un proyecto cualquiera –como se ha dicho– es la otra cara de la moneda de la teoría que considera al poder como fuente del derecho y como presupuesto de la legitimidad del poder político o, en verdad, de la autoridad. Por esto, tanto el poder político como el ordenamiento jurídico, que es su instrumento, requieren ser justificados en su obligatoriedad (no sólo, pues, en su ejercicio funcional a cualquier fin). En otras palabras, postulan (en el sentido de que exigen) que la legitimidad sea demostrada y no sólo presupuesta. La exigencia se hace más fuerte cuando desaparece la confianza en la racionalidad del legislador (requerida, por ejemplo, por el formalismo kelseniano), que no puede sustituirse por la confianza en la racionalidad de la efectividad (Hegel), considerada a partir de algunas condiciones de legitimidad del derecho positivo (Schmitt): tanto la legitimidad formalista como la sociológica nunca ofrecerán respuesta a la cuestión de la legitimidad en sí. La contraposición de legitimidad y legalidad (como significativamente se titula el libro de Hasso Hofmann sobre Schmitt) o de constitución formal y constitución material (Costantino Mortati) no es vía de escape: el orden meramente sociológico, en efecto, nunca es legitimador del poder político o del ordenamiento jurídico. Su imposición es arbitraria al igual que la soberanía del Estado y hace en última instancia inútil el ordenamiento jurídico que ya no es regla para la sociedad al ser ésta regla para el llamado derecho positivo (teoría del ordenamiento jurídico como traje de la sociedad). La observación sirve sobre todo para nuestro tiempo y para las sociedades occidentales en las que se ha afirmado la teoría del Estado como proceso, esto es, la doctrina político-jurídica llamada «politología», elaborada formalmente a fines del siglo XIX en los Estados Unidos de América. La legalidad, tal y como ha sido «leída» y teorizada por esta doctrina, es el resultado de las contingentes y ocasionales afirmaciones del poder, siempre en evolución y afirmación constante de «decisiones» racionales desde el solo prisma del cálculo para la consecución de intereses de parte, pero irracionales desde el ángulo del bien como regla del obrar humano, sea individual o social y «político». Las mismas instituciones son reducidas a instrumento para la conducción de una guerra partisana interna a toda sociedad, considerada «fisiológica», esto es, «natural». La organización del Estado moderno se mantiene. Sus órganos, su burocracia, etc., se convierten –sin embargo– en instrumentos de la voluntad, de las finalidades y de los intereses partisanos, o verdaderamente de quien contingentemente logra apoderarse de y mantenerse en el poder, definido erróneamente como «político». Una vez más la legitimidad viene del poder, del poder de hecho que convierte todo en incierto y precario, tanto la ley como la jurisprudencia. La legitimidad, sin embargo, afirma la profesora Martínez-Sicluna y debe compartirse sin reserva, implica una valoración del poder y del ordenamiento jurídico[13]. La valoración debe ser racional no en el sentido operativo sino en el contemplativo. Antes de obrar, en efecto, es necesario pensar y pensar significa aprehender la realidad y el orden de las cosas, que son reguladoras del obrar humano. Por esto tenía razón Aristóteles cuando llamaba la atención sobre la necesidad de una auténtica filosofía del hombre para comprender el fin y la regla del poder político, no la consideración de su voluntad, deseos o proyectos[14]. La legitimidad, pues, reclama la racionalidad, que no lleva a secundar todas las opciones de los individuos, ni siquiera cuando son ampliamente compartidas. Menos aún puede considerarse válida la tesis (lockeana) según la cual el individuo tiene derecho a la felicidad y tiene el derecho de poner la felicidad en lo que cree que lo hace feliz.

3. Monarquía y legitimidad

Estas breves consideraciones sobre la legitimidad son relevantes, en primer lugar, para distinguir entre el poder y el poder, para individuar el poder político y para justificar racionalmente su ejercicio. Como se ha dicho al comienzo, el poder no es la esencia de la política, sino un instrumento de ella. También se ha dicho aquél debe estar, en todo caso, «cualificado» intrínsecamente. Ahora bien, lo que «cualifica» el poder como político es la realeza, hoy atribuida impropiamente a los que son llamados erróneamente reyes. El poder político es el mando que prescribe y pretende obediencia no sobre la base de la capacidad de imponerse por la fuerza (bruta) o sobre la base de un consenso arbitrario y convencional, que permanece tal aunque fuese unánime. El mando propiamente político ordena lo que es conveniente (en el sentido que corresponde y es propio de la naturaleza del hombre) a un ser que le está sometido y es libre al mismo tiempo. Está sometido no a la voluntad de los demás (heteronomía) y menos aún a la propia y caprichosa (autonomía en el sentido moderno, vale decir, como señorío individual sobre las normas): está sometido al orden metafísico y ético que debe ser respetado por quien manda y por quien obedece. Y sólo quien obedece es libre, no sólo porque la obediencia postula la libertad, sino sobre todo que es la verdad la que hace libres, no la libertad.

La primera exigencia, pues, para distinguir el poder político de cualquier otro poder es su necesaria fundación sobre el orden ético, que también es la regla de su ejercicio. No es, por tanto, la voluntad de una nación o de un pueblo la que está en la base de la realeza, que las monarquías liberales han creído poder invocar para la propia legitimación desde el siglo XIX. Tampoco la tradición, entendida como la sola costumbre histórica de una nación o de un pueblo, es idónea para legitimar las formas de regimiento político, aunque aquélla tenga un peso, a veces relevante, para favorecer la obtención del bien común. La divisoria de aguas para la legitimación sustancial del poder auténticamente político es, así, el bien común, que es el bien propio de todo hombre en cuanto hombre y, por eso, común a todos los hombres.

Las formas de gobierno presentan diferencias notables. Deben ser preferidas según las circunstancias sociales e históricas en que se halla concretamente un pueblo. Aplicando, pues, un método prudencial. Ninguna forma es «pura», esto es, se presenta exclusivamente con las características que desde la antigüedad se han individuado como propias de cada una, es decir, como propias de la monarquía, de la aristocracia, de la politeia (o democracia en sentido no demagógico). Todas tienen necesidad de un principio formal unificador.

Incluso las repúblicas modernas, que se presentan como alternativa radical a la monarquía, han conservado (al menos formalmente) este principio con la figura y el oficio de su presidente. La presidencia de la república, en efecto, es el principio monárquico aunque enteramente vaciado del contenido de la monarquía. Pero hay también monarquías modernas que son propiamente repúblicas, conservando el rey poderes de (debilitada) representación, a veces incluso formalmente. Si de una parte debe observarse que la monarquía se caracteriza por la unicidad del mando, de otra debe señalarse que la «decisión» tomada por uno solo es siempre fruto de un proceso de elaboración de la decisión misma que sólo en la conclusión es tomada por uno. La forma monárquica de regimiento está difundida socialmente: el padre de familia, el comandante militar o el alcalde de una ciudad ejercitan diariamente el poder monárquico respectivamente en la familia, la unidad militar o el municipio. La forma monárquica, por tanto, no puede eliminarse. Es el principio formal que da unidad a la comunidad política, pero es también la forma de gobierno que más se cualifica (o puede cualificarse) en el ejercicio del poder real, al hallarse desvinculada de los compromisos necesarios tanto para ganar las elecciones como para renovar la victoria, porque no necesita la confirmación del consenso numérico aunque tenga necesidad de una amplia adhesión al ideal del bien, que a veces puede exigir sacrificios, ya que puede y debe garantizar la justicia tutelando el verdadero derecho, no sus simulaciones.

La monarquía es incompatible con la democracia moderna, que es fruto de la doctrina de la soberanía que coherentemente postula, en último término, como soberanía popular. La monarquía no puede hacerse instrumento al servicio de la voluntad de nadie, ni siquiera del pueblo. Abdicaría, en este caso, de la realeza entendida como ejercicio de ese poder casi divino (como observaron los pensadores antiguos, comenzando por Platón) y querido –se decía entonces– de los dioses, porque se ejercita con el fin de hacer mejores a los hombres, esto es, lo más perfectos posible de acuerdo con su naturaleza. La monarquía que renunciase a la realeza traicionaría por lo menos dos veces su propio fin: en primer lugar, porque renunciaría al deber de gobernar verdaderamente; a continuación, porque ejercitaría un poder, pero no el poder político y, por ello, se convertiría necesariamente en tiranía. Es el caso de muchas monarquías contemporáneas, atentas a conservarse a sí mismas renunciando al propio deber e incluso al poder (maquiavélico), encomendado a otras manos y a conciencias sin escrúpulos. Al final no alcanzan lo que persiguen, porque todo cálculo humano está destinado a fracasar. La monarquía que adoptase estos criterios para ejercitar la propia autoridad se convertiría en ilegítima. Más aún, se pondría en la situación de no poder ser considerada siquiera tal, en cuanto que, como observó justamente Miguel Ayuso[15], la democracia moderna no puede ni recibir, ni considerar, ni aplicar la legitimidad. Como máximo puede hacer propia tan sólo la legalidad (moderna) creada por el procedimiento y sujeta tan sólo a los procedimientos, dependientes a su vez del poder mayoritario o plebiscitario. La monarquía se haría, así, garante de un proceso (el proceso de formación de las normas), pero no de la juridicidad de las leyes, consideradas por la modernidad político-jurídica actos de representación de la voluntad, de cualquier voluntad. Paradójicamente la monarquía se convertiría en mero y ciego instrumento de aplicación y de contingente garantía de cualquier mandato, incluso del inicuo. La monarquía se transformaría, así, en la peor de las formas de gobierno, porque estaría gobernada por quien debería, en cambio, gobernar. El rey no es el notario de la voluntad del pueblo, como no es la fuente de la voluntad del Estado. Es el ministro de la voluntad de Dios, «leída» en el orden natural que se entiende adecuadamente cuando tiene por guía la Revelación divina. Por esto la autoridad de ley es ilimitada, esto es, goza de la plenitudo potestatis (que no es un poder absoluto), a condición de que su criterio sea este orden. En otras palabras, la autoridad regia es un poder cualificado que representa el criterio de la legitimidad de su ejercicio e impide concluir en la arbitrariedad, en la tiranía, en el despotismo, en el totalitarismo. El rey, además, es condición del pueblo, si éste no se entiende errónea y reductivamente como se ha hecho sobre todo después de la Revolución francesa. La realeza del rey nace de la legitimidad sustancial de la autoridad de la que la modernidad polí- tica ha perdido definitivamente el concepto.

 

[1] Respetando los procedimientos se afirmaron regímenes totalitarios como, por ejemplo, el fascismo y el nazismo. Respetando los procedimientos se ha convertido en legal la supresión de la vida del inocente (aborto procurado) y la supresión del menor (eutanasia), cuyo eventual consentimiento resulta irrelevante para un acto similar (lo sería también para quien tiene capacidad de obrar, pero en el caso del menor el eventual consentimiento sería dos veces no idóneo para legitimar el acto de eutanasia). Respetando los procedimientos se puede hacer cualquier cosa: el procedimiento impone respetar la ley (positiva), pero no hay ley (positiva) que no pueda hacerse, incluida la que propiamente sería una iniquidad. La equidad o iniquidad de una ley positiva no es, sin embargo, cuestión de rito sino de sustancia. Ningún procedimiento, en efecto, puede hacer justo lo que es injusto. Santo Tomás, por ejemplo, observa justamente que «non videtur esse lex quae iusta non fuerit» (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. th., I-II, 95, 2, respondeo). Por tanto, la legitimidad viene dada por la justicia, no por el procedimiento.

[2] Para comprender esta identificación que es también la reducción del derecho a la ley y de la ley a la norma positiva, es suficiente leer la voz «Legittimità» de Pier Paolo PORTINARO, Enciclopedia delle scienze sociali, Roma, Istituto dell’Enciclopedia Italiana, 1996, vol. V, págs. 235-245.

[3] La tesis se ha sostenido a-problemáticamente por la generalidad de los juristas poitivos que limitan a «describir» un hecho, renunciando a comprender la naturaleza y las consecuencias. Por todos, y a título de ejemplo, puede verse Alessandro LEVI, Teoria generale del diritto, Padua, Cedam, 1967. Las tesis de Levi resultan particularmente significativas, al ser él favorable a la «socialidad del derecho» contra las doctrinas que reconocen al derecho una naturaleza (por decir) exclusivamente estatal (cfr. ibid., págs. 34 y sigs.). Lo que le permite alcanzar el «universal jurídico» bajo un ángulo formal, pero le cierra –en último término– la puerta a la comprensión de la juridicidad. Levi se ve obligado, en otras palabras, a identificar legitimidad y legalidad por su concepción convencional de la ciencia jurídica que le lleva a identificar (coherente aunque erróneamente) teoría general del derecho y filosofía del derecho, y derecho y ordenamiento jurídico, aunque este último se entienda como «sistema de relaciones intersubjetivas» (ibid., pág. 40), en vez de sistema de normas tan sólo.

[4] Cfr., entre las obras del autor, Santi ROMANO, «L’istituzione di un ordinamento costituzionale e sua legittimazione», Archivio giuridico (Módena), vol. LXVIII (1901), ahora en S. ROMANO, Scritti minori, vol. I, Milán, Giuffrè, 1990, págs. 131-201.

[5] Observa, por ejemplo, Hasso Hofmann que tanto para Kelsen como para Schmitt –bajo este ángulo convergen– «el Estado “dominado por el derecho en todo elemento [puede] querer sólo el derecho”, el Estado es “jurídicamente infalible”, desde el momento en que su único significado reside en la realización del derecho» (Hasso HOFMANN, Legitimität gegen legalität. Der weg der politischen philosophie Carl Schmitt, trad. it., Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1999, pág. 81). El derecho, sin embargo, tanto para Kelsen como para Schmitt es sólo el derecho positivo, es decir, el derecho es la legislación entendida en modo muy reductivo, esto es, como conjunto coherente de actos de voluntad del Estado acompañados por la efectividad. Todo lo que el Estado quiere es, por tanto, legítimo. Legitimidad y legalidad vendrían, así, a coincidir absolutamente. Lo absurdo de la tesis se prueba en la historia y sobre todo por las exigencias de la razón.

[6] Cfr. G.W. F. HEGEL, Grundlinien der philosophie des rechts, trad. it., Roma-Bari, Laterza, 1974, Prefazione, donde el autor identifica realidad y efectividad, racionalidad y dato de hecho, validez del derecho y su vigencia.

[7] Pier Paolo PORTINARO, voz «Legittimità», loc. cit., pág. 235.

[8] I, 25-39.

[9] Politica, I, 1253a.

[10] Consuelo MARTÍNEZ-SICLUNA y SEPÚLVEDA, Legalidad y legitimidad: La teoría del poder, trad. it., Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2006.

[11] Ibid., pág. 126

[12] Jean Jacques ROUSSEAU, Du contrat social, I, III

[13] C. MARTÍNEZ-SICLUNA y SEPÚLVEDA, Legalidad y legitimidad: La teoría del poder, cit., pág. 220.

[14] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, libro X, 1281b.

[15] Cfr. Miguel AYUSO, De la ley a la ley, Madrid, Marcial Pons, 2001, pág. 63.