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Número 535-536

Serie LIII

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La monarquía parlamentaria. Orígenes y causas de la desnaturalización de la monarquía

Cuaderno: Monarquía y democracia

 1. Pórtico

En sentido estricto, los constitucionalistas usan la expresión monarquía parlamentaria para referirse a aquella en la que el monarca asume las responsabilidades ante el parlamento, que posee la potestad legislativa[1]. La monarquía parlamentaria es una deformación histórica que surge a resultas de los procesos revolucionarios del siglo XVII inglés y del XVIII francés.

El modelo de la monarquía parlamentaria logró gran difusión a lo largo del siglo XIX, acabando finalmente con las antiguas monarquías en el XX.

La concepción parlamentaria de la monarquía tiene su costado filosófico-político. La unidad del poder –que es esencial a todo gobierno y el fundamento de la monarquía tradicional– renace espuriamente, resucita de los intentos modernos por dividirlo, aunque la vuelta a la vida no sea siempre cabal y completa. Así, el fuerte presidencialismo hispanoamericano trata de remedar la monarquía en un clima democrático («republicano») que le es hostil y lo desvirtúa[2]; y la primacía del jefe de gobierno o del primer ministro en las monarquías contemporáneas es otro caso de vitalidad monárquica desnaturalizada por el mismo ambiente político-ideológico en el que se desarrolla. Son experiencias degeneradas del ideal democrático y deformaciones «zombis» de las monarquías clásicas.

Hay también un flanco ideológico que explica tal degeneración, que se descubre ya en el proceso histórico: las revoluciones de los siglos XVII y XVIII (1648 y 1688 en Inglaterra, 1776 en los Estados Unidos de Norteamérica, 1789 en Francia, etc.) importaron un cambio en el principio de legitimidad, la introducción de la soberanía del pueblo o de la nación, que funda y sostiene el poder ya no en Dios y/o la tradición, sino en la voluntad general, en la energía colectiva o popular.

Estos cambios radicales han dado explícito nacimiento al constitucionalismo moderno[3]. El montaje y emplazamiento de la soberanía parlamentaria requiere de un «papel» (una carta, una manifestación expresa) que formalmente la defina de modo que no se olvide el principio que la legitima y las causas que llevaron a la nueva fundamentación del poder. La constitución hace doble memoria: es acta de bautismo del nuevo ser y reserva vivo el pasado indigno.

En lo que sigue desarrollaré la introducción del nuevo principio de legitimidad del poder: el voluntarismo y su raíz teológica, y trataré del problema del absolutismo como causa política de la monarquía parlamentaria. El nudo de mi planteo está, sin embargo, en la cuestión religiosa que brota con la Reforma Protestante, de modo que, sintetizando en extremo, podría decirse que mi tesis es que las monarquías parlamentarias son el resultado principal –no único– de la crisis religiosa de raíz reformada.

2. El voluntarismo, de la teología a la política

El proceso histórico de decadencia de la Cristiandad y ascenso de la modernidad[4] está marcado por la liberación –paulatina, gradual– del poder de las normas que lo legitimaban ordenándolo al principio rector del bien humano. Perdido el norte de la ley natural –ahora incognoscible o reducida a la potentia Dei, por lo tanto relativizada– el poder se reduce a voluntad y se legitima en su eficacia; y la sociedad política ya no es natural al hombre sino que éste entra voluntariamente en ella (contractualismo), creándola consensualmente como garantía y límite de sus derechos (libertades negativas)[5].

Cómo pudo llegarse a esta reducción conlleva explicar el problema del nominalismo teológico y del voluntarismo jurídico-político, que haré brevemente; para seguidamente exponer algunas de sus expresiones modernas.

Para el voluntarismo, la voluntad divina es la norma de la rectitud, la de recta razón. Ockham parte de la omnipotencia divina entendida como potentia absoluta que se autodetermina espontáneamente, esto es: la voluntad creadora de Dios no está sometida a ningún criterio o medida objetiva de bondad; la voluntad de Dios es en cada momento la medida única de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto. Este voluntarismo radical contrasta abiertamente con la doctrina de Santo Tomás y la teología escolástica tradicional según la cual, dado un orden ético objetivo, la potentia Dei no puede ser nunca potentia absoluta sino potentia ordinata (Dios sólo puede hacer el bien, Dios no puede obrar mal porque ello estaría en contradicción con su propia esencia)[6].

La concepción del derecho natural en la Cristiandad tenía su base en la primacía del intelecto sobre la voluntad y en la capacidad de la inteligencia para descubrir en el orden del ser la norma suprema del obrar (praecepta quia bona, prohibita quia mala). Frente a ello el nominalismo vino a afirmar que lo creado por Dios no tiene carácter necesario sino contingente (Dios podría haber obrado de otra forma), siendo absurdo que la razón trate de indagar las razones por las que Dios (que actúa siempre libremente) ha hecho algo. La razón humana sólo puede conocer y constatar lo puramente fáctico (que siempre es individual y concreto) sin que pueda inferir de ello ninguna razón o sentido.

Por tanto, desaparece la idea de orden ontológico del ser como fundamento de la norma suprema del obrar y la ley natural queda vacía de contenido; la razón y criterio último de la conducta humana sólo se encuentran en la voluntad absoluta de Dios, lo que conduce al más radical positivismo moral, el voluntarismo. La concepción de un derecho natural fundado en el orden del ser es sustituida por la idea de un derecho divino positivo, fundado exclusivamente en la voluntad de Dios, cuyas normas obligan, no en razón de su justicia o bondad intrínsecas, sino sólo por el hecho de estar prescritas por Dios. Para el voluntarismo no hay cosas buenas o malas por naturaleza sino sólo bona quia praecepta, mala quia prohibita. Esto es, la inversión del primer principio de la ley natural: es bueno porque se prescribe y malo porque se prohíbe, y no: se ordena porque es bueno y se prohíbe porque es malo.

El voluntarismo de Ockham se afirma también del hombre: la voluntad de éste es completamente libre, entendiendo por libertad «aquel poder por el que yo puedo hacer cosas diversas de manera indiferente y contingentemente, como que yo puedo causar o no el mismo efecto, cuando todas las condiciones distintas de este poder son las mismas»[7], es decir, el arbitrum indifferentiae, la facultad de causar o no el mismo efecto.

Por lo tanto será lícito que el gobernante se considere libre y haga de su voluntad la norma suprema de su conducta. Vamos a rastrear esta consecuencia en cuatro momentos: primero, en Maquiavelo y la razón de Estado; luego, en Lutero y la autonomía del poder político; después, en la doctrina del derecho divino de los reyes; y, finalmente, en la doctrina de la soberanía.

La razón de Estado

La nueva ciencia política renacentista queda reflejada claramente en los temas que Maquiavelo considera y aquellos que excluye, demostrando el desinterés (si no la falta de vinculación) entre el orden moral y religioso y la organización política. El problema se plantea como ruptura de la relación entre religión y política y, consiguientemente, entre moral y política. La política no tiene fines religiosos, al contrario, se vale de la religión en tanto sirva a sus propósitos[8]; la política no tiene que ver con la moral, aunque sea conveniente –para no alterar los humores del pueblo (popolani)– que los gobernantes, los superiores (ottimati) y/o el príncipe se comporten moralmente.

El principio de Maquiavelo, la necessità, la ragione di Stato, se convirtió en criterio universal del gobierno político, en el sentido de que el príncipe está eximido de observar las leyes civiles, las reglas ordinarias de la moral y la política[9]; pues, como escribirá hacia finales del siglo XVI Giovanni Botero, la razón de Estado se refiere a las acciones que «no se pueden reducir a la razón ordinaria y común» porque versan sobre los medios aptos para «fundar, conservar y ampliar» el dominio del Estado, «el dominio estable sobre un pueblo»[10].

La razón de Estado se refiere a la necesidad de recurrir a medios no ordinarios para resolver problemas extraordinarios, lo que ciertamente está implicado en el concepto de potentia absoluta. Porque lo central es el fin: conservar el Estado, no perder el gobierno y el control del poder, por lo que la razón de Estado se presenta como el interés del Estado en tanto que realidad autónoma.

El maquiavelismo tendrá enorme peso en todo el pensamiento político moderno, ya en la versión principesca ya en la republicana[11]. En 1640, durante la guerra civil inglesa, Henry Parker escribió en su panfleto The case of shipmoney que la «salus populi es la suprema de todas las leyes humanas. Ante esta ley, todas las leyes se detienen»; en caso de necesidad, cuando la salus populi sea amenazada y antes que una nación perezca, «todo debe tenerse por necesario, y legal en razón de necesidad»[12].

Lutero y la libertad del príncipe

Hay en Lutero un intrincado juego entre, por un lado, el pesimismo antropológico que concibe al poder como consecuencia del pecado original y, por otro, la doctrina de los dos reinos –el secular y el de Dios– que lleva a una negación de la autoridad de la Iglesia y a una exacerbación del poder político. Así y todo, Lutero representa la versión religiosa del gobierno político como potentia dirigida al sostenimiento del orden –cualquiera que sea–, brazo secular del poder divino, encargado de castigar los pecados y la desobediencia de los hombres.

Vicario de Dios, su vice regente en la tierra, todo príncipe ejerce un poder en sí legítimo desde que Dios lo ha querido para reprimenda del pecador y para inducirlo por el recto camino de la justificación y proteger al justo. De modo que, desaparecida la jurisdicción eclesiástica, por imperio del sacerdocio de todos los fieles, los príncipes de este mundo ejercen con legitimidad –que viene del bautismo– el poder que antes competía a la Iglesia. La santificación de este poder importa, para Lutero, su plena libertad en el ejercicio de la función punitiva, que se extiende incluso al clero[13].

Esa libertad se traduce en un poder ilimitado, que el cristiano no debe temer porque está justificado en conciencia. Ilimitado, pues si bien Lutero comienza poniendo límites al gobierno temporal en la ley de Dios, en nombre del mismo Dios concede al poder civil el derecho a todo, incluido el matar: «En semejante guerra es cristiano y obra del amor el ahorcar sin temor a los enemigos y quemarlos y hacer todo lo que pueda perjudicarles hasta que se les haya vencido»[14]. El príncipe, aun si no es cristiano, tiene todo su derecho a actuar así, de no ofrecer al desobediente justicia ni equidad, de no obrar con misericordia[15].

Así, en la economía de la creación Dios ha querido que el poder temporal se ejerza sin restricciones en la represión de los malvados. «Por esto, la Escritura –sostiene Luterotiene finos y limpios ojos y mira rectamente la espada secular y, por su bondad, ha de ejecutar la ira y la severidad; como dicen Pablo y Pedro es servidora de Dios para venganza, ira y castigo de los malos y para protección, alabanza y honor de los piadosos»[16]. Doctrina que afirma apostólica pero que, en verdad, es maniquea y anticipa al propio Hobbes.

El derecho divino de los reyes

A esta altura y con estos antecedentes no es extraño reconocer que la doctrina del derecho divino de los reyes se origina en Lutero[17]. Después del reformador alemán fueron los protestantes ingleses quienes desarrollaron la doctrina[18].

Jacobo I, siendo rey de Escocia, publicó anónimamente su Trew law of free monarchies (1598), en el que explica que el oficio del rey consiste en «cuidar de su pueblo», como «la cabeza cuida del cuerpo»[19]. Los expositores del derecho divino de los reyes no afirman –como sostendrán sus críticos– que el gobierno está al servicio de los gobernantes, sino que es una garantía o protección a favor de todos en sus personas, vidas y bienes (Roger Manwaring).

Sin embargo, al asemejar el poder regio al poder divino, haciendo del rey un dios en la tierra[20], se quita todo valor a la prudencia pues el poder del gobernante es irresistible y, en el gobernado, no cabe más que la obediencia, de modo tal que todo se resume en la dignidad del gobernante antes que en la cualidad de su gobierno o sus órdenes. Figgis señaló ya (como rasgo positivo) que la atribución de un poder similar al de los papas hace que la dignidad del poder real no sea menor que la de éstos antes Dios, del cual ambos derivan[21].

El derecho divino de los reyes, en lugar de definir la confesionalidad del Estado o de la nación, esto es, de proclamar que un Estado o una nación son religiosos por profesar públicamente cierto credo (el católico o los protestantes); en lugar de ello, sacraliza la monarquía, la convierte en una monarquía religiosa, y al monarca en objeto de obediencia (y culto) inexcusable. Además, fue un arma que el poder secular empleó frente al eclesiástico pues tanto en Inglaterra como en Francia se acudió al derecho divino de los reyes para sustentar el poder regio contra toda interferencia pontificia, legitimando su autonomía.

Al asimilar el rey a Dios, aquél posee las mismas potestades divinas; luego, puede obrar de modo ordinario (potentia ordinata) siguiendo las leyes y costumbres del reino y, cuando lo requiera la circunstancia, podrá ejercer una potestad extraordinaria o absoluta. Así ocurrió en los conflictos religiosos, como más adelante exponemos.

La soberanía

No me detendré en este tema que es sobradamente conocido[22]. Basta recordar que tanto en la elaboración más histórica de Bodin como en la acabadamente racionalista de Hobbes, la soberanía es un poder absoluto que se discierne por la potestad de sancionar leyes y de abrogarlas[23], facultad que no se comparte y que confiere al soberano una potestad –teóricamente– omnímoda. La soberanía no dice sólo de la supremacía del soberano, dice además de la completa independencia de su voluntad, lo que los teólogos nominalistas llamaban potentia absoluta. En su evolución conceptual, al mismo tiempo que se tiende a destacar las limitaciones del soberano en ejercicio (poder constituido) se resalta la ausencia de límites del soberano original (poder constituyente).

Los regímenes políticos que fueron formándose al calor de las nuevas ideas irán describiendo una tendencia hacia el gobierno personal –en tanto exclusivo– en un marco territorial definido –es decir, acotado–, gobierno supremo en el sentido de soberano. El resultado final serán las monarquías absolutas.

3. En torno al absolutismo

La palabra absolutismo comenzó a emplearse, en sentido peyorativo, en Francia en el siglo XVIII con el fin de desacreditar la monarquía del ancien régime. Absolutismo quiere decir muchas cosas, pero en general implica una atribución –poder ilimitado– y una negación –carencia de control institucional–; designa, históricamente, un proceso de centralización y concentración del poder en la persona del monarca; y connota, teóricamente, una forma aberrante de gobierno. En esta dirección Henri Morel afirma que el absolutismo se refiere a «un tipo régimen político en el que, el detentador de un poder [puissance] atribuido a su persona, concentra en sus manos todos los poderes [pouvoirs], gobierna sin ningún control»[24].

No obstante la carrera del término, la situación que describe es más ideológica que real; sin duda que está impulsada –retrospectivamente– por el mito de la excepcionalidad inglesa (la monarquía parlamentaria nacida de la gloriosa revolución de 1688)[25], tanto como por el liberalismo que asimiló absoluto a despótico[26]. Es que, en términos generales, el poder del monarca llamado absoluto fue y es considerablemente menor en cantidad o magnitud, alcance y recursos al de cualquier gobernante moderno, como ha puesto de manifiesto B. de Jouvenel[27]. Por tanto, la característica de absoluto que se atribuye al monarca es «teórica» (en sentido moderno), porque responde a la idea de soberanía como poder ilimitado en el sentido de Bodino o Hobbes; idea «libresca» por inexistente, es decir irreal, pues todo poder tiene límites; y también «ideológica», porque la absolutidad del poder regio fue argumento artificioso de sus enemigos (republicanos y liberales) para limitarlo o exterminarlo.

Cada una de esas modernas monarquías estaba contrapesada por poderes de hecho establecidos por una tradición, pactada o no, arraigada en la naturaleza, y que obraban como un balance político (cámaras, cortes, parlamentos, estamentos, dietas, estados generales, etc.) o un freno social (familias, gremios, élites locales, corporaciones, ciudades, Iglesia). Eran instituciones históricas, con finalidades representativas y de control, más contrapoderes que poderes[28]. Además, las atribuciones del monarca estaban circunscritas y restringidas por el derecho en sus diversas expresiones (fueros, estatutos, ius commune, privilegios, consuetudo, lex naturale, recopilaciones, etc.), como reconoce el mismo Bodino. Este último aspecto resulta fundamental: las prerrogativas reales se ejercían dentro del derecho reconocido, de modo que si se consideraba legislador al rey, difícilmente pueda decirse que era absoluto (iure soluti)[29].

A la vista de estas consideraciones, si bien no puede decirse que la monarquía es absoluta por naturaleza –como afirma Henshall[30]–, podría entenderse la condición de absoluta, atribuida a la monarquía moderna, en un sentido diverso del dado por sus enemigos: absoluta quiere decir que el del monarca es un único poder, personal en tanto que indivisible; absolutidad que consiste en la imposibilidad de ser coercionado más que en su carácter coactivo[31]. Luego, no debe confundirse la monarquía (absoluta) con un poder absoluto en el sentido de ilimitado, sin contrapesos ni restricciones[32].

Como ha escrito Hernshall, había un solo tipo de gobierno legítimo (la monarquía) y dos perversiones, el despotismo –por exceso– y el republicanismo –por defecto. «El discurso político de la Edad Moderna empleaba una retórica de la armonía que combinaba lo que aparentemente era opuesto. Era el deber del gobernante mantener una constitución equilibrada. Los gobiernos francés e inglés actuaban, pues, tanto mediante la manera de prerrogativa como mediante la manera consultiva. Esta es la razón por la que los contemporáneos se referían enigmáticamente a los mismos gobernantes como absolutos y como limitados. Entonces, los dos (términos) no se consideraban mutuamente excluyentes porque se referían a distintas áreas de la actividad gubernamental que tenían reglas distintas»[33].

4. De las monarquías absolutas a las monarquías parlamentarias

No hay duda de que la historiografía debe revisar –ya lo está haciendo– la generalización del concepto de monarquías absolutas, para evitar su abuso, al mismo tiempo que debe indagar más profundamente en sus causas. En cuanto a lo último, las causas de la transformación de la monarquía, hay que tener presente que el delicado equilibrio del que habla Hernshall entre lo absoluto (personal) y lo limitado (institucional, social, jurídico) en la monarquía moderna, pertenece a un ambiente, un mundo, que está en trance de descristianización, más correctamente: de pérdida de la fe católica y de conversión al protestantismo en cualquiera de sus denominaciones.

El factor religioso ha sido decisivo en las metamorfosis de la monarquía moderna: primero, como causa de su conversión en absoluta y, más tarde, como justificación de su transformación en parlamentaria. No quiero significar que no hayan existido otros factores[34]; simplemente fijo la atención en este doble juego de las corrientes reformadas que, cuando lo aconsejaban las circunstancias, llamaron a fortalecer el poder del rey (con el derecho divino de los reyes y la doctrina de la soberanía) como instrumento de la consolidación de su disidencia religiosa; y, al variar ese contexto, se volvieron contra el rey absoluto y reclamaron –más evidentemente en unos casos que otros– su extinción por la soberanía parlamentaria.

Una palabra sobre las guerras de religión. Los conflictos religiosos fueron –en los siglos XVI y XVII– la causa de que se impusiera la doctrina de los intereses del Estado o de la nación como expresión de la ragione di Stato.

ación como expresión de la ragione di Stato. En Francia, la invocación de la necesidad, de transitar tiempos extraordinarios, sirve como justificación de un poder también extraordinario del monarca; explica Jouanna que la guerra de religión produjo la caída de la concepción de la monarquía y su poder ordinario, guiado por la razón: «Es el traumatismo de la ruptura religiosa entre católicos y protestantes el que provoca el hundimiento de esa concepción política»[35]. Es decir, el conflicto religioso traducido en guerra civil introduce la noción de poder extraordinario, absoluto, que desplaza el poder ordinario; en cierto modo, traducción actualizada de la vieja distinción nominalista entre potentia absoluta y potentia ordinata, que recuerda –a su vez– la insistencia de Carl Schmitt en la idea de soberanía como poder de decisión en los estados de excepción[36].

Arlette Jouanna insiste que, dotado el rey de poder legislativo (potestad ordinaria, gouvernement ordinaire), las situaciones extremas de la guerra de religión llevaron a considerar su potestad absoluta (gouvernement extraordinaire), no sin que la discutieran hugonotes y católicos, si bien tras la Fronda (1653) se tornará común o cotidiano el ejercicio de la potestad extraordinaria en vista ya de la grandeza del Estado, ya de la protección o felicidad de los súbditos. Luis XIV es el claro modelo del rey absoluto en respuesta a las circunstancias anormales de la guerra.

En Inglaterra ocurrió algo similar: las divisiones religiosas causaron la prolongada guerra civil que costó la vida a Carlos I, la caída de la monarquía y el establecimiento de la república de Cromwell. El proceso es conocido, aunque su resultado ulterior fue diverso del francés, al menos por dos motivos: la poca injerencia del catolicismo en estas cuestiones –que se dirimían entre bandos protestantes, episcopalianos (anglicanos) y presbiterianos (calvinistas o puritanos), y entre éstos y los arminianos–; y la representación parlamentaria que ya poseían las sectas protestantes y les confería poder político.

Isabel y Jacobo I intentaron mediar entre las corrientes religiosas para evitar un mayor conflicto, pero la situación se agravó con Carlos I, pues el ataque contra la iglesia anglicana lo fue también contra el rey. Fue decisivo en el conflicto que los presbiterianos estuvieran dispuestos a prescindir del rey, como se vio claramente durante la crisis de la coalición parlamentaria[37]; los no-presbiterianos (también llamados independientes) destruyeron la estructura de gobierno de la Iglesia y la monarquía en un solo golpe de hacha el 30 de enero de 1649, cuando fue decapitado el rey[38].

El experimento inglés de la monarquía parlamentaria: pródromos

En Inglaterra se advierte un proceso más acelerado favorable a los intereses y las ideas reformistas que en el resto del continente, especialmente Francia; la razón puede hallarse en que muy prontamente, apenas empezado el siglo XVI, los ingleses rompieron con Roma, fundaron la iglesia nacional y se entregaron –con suerte diversa en las primeras décadas– a la liquidación del catolicismo, que todavía impregnaba el orden político europeo continental. Proceso que también coincide con el reconocimiento de los intereses de la burguesía en el plano político institucional.

En una síntesis un tanto esquemática se podría decir que en la revolución de 1648 se enfrentaron, de un lado: anglicanos, monárquicos (absolutos o parlamentarios) y aristócratas; y, del otro: sectas radicales (puritanos y otros), republicanos y monárquicos parlamentarios, y burguesía. El desenlace es bien conocido: el despotismo de fachada republicana –y de contenido monárquico absolutista– de Cromwell, el triunfo de los puritanos y las sectas radicales, la consolidación política de la burguesía.

En la superficie, y en el fondo, está el problema religioso. Como afirma David Wootton, en la Inglaterra del siglo XVII la religión era más importante que las cuestiones constitucionales, de modo que la decadencia de la antigua constitución viene de las pendencias religiosas más que de las ideologías políticas: «La religión era un asunto mucho más importante que la cuestión de si Inglaterra debía tener un rey, más importante quizás incluso que la idea de que ningún gobernante debería ser absoluto, y fue la religión la que desempeñó el papel decisivo para socavar la fe de los hombres en la constitución ancestral»[39].

Fueron los conflictos religiosos y el predominio que procuraban los protestantes los que llevaron al derrumbe del sistema monárquico y a la instalación de la monarquía parlamentaria tras la restauración en 1660, que se consolidará con la caída de Jacobo II en 1688[40]. La idea de que el parlamento debía compartir la soberanía con el monarca había sido ya expresada en tiempos de Carlos I, sin duda por la influencia de, entre otros, el ideario monárquico aristocrático que se difundía desde los Países Bajos.

5. Ideología de la monarquía parlamentaria inglesa

El maestro: Hugo Grocio

Hay razones para suponer que los proyectos de reforma de la monarquía que inquietaban a los ingleses desde el siglo XVI giraron en sentido ideológico por la difusión de enseñanzas ajenas a la constitución ancestral. Las doctrinas republicanas tienen en la Europa moderna una larga historia con diversas raíces y manifestaciones, que admiten un tronco común en el maquiavelismo. Sea como fuere, el nuevo iusnaturalismo del siglo XVII, que tiene en Grocio su mejor exponente y en los Países Bajos su modelo político, será cuna de tendencias republicanas –moderadas o radicales, contractualistas o históricas– que darán color a los acontecimientos generales y a las corrientes ideológicas del siglo. Inglaterra fue la primera en sufrir esa influencia[41].

En De antiquitate reipublicae Batavicae, aparecida en 1610, Grocio decía no tener claro si el rey ente los germanos e incluso en Batavi era verdadero rey o era como los de Esparta, esto es, «reyes solamente en nombre, y en substancia únicamente el primero entre los optimates»[42]. La observación no por anecdótica carece de trascendencia, pues los republicanos aristócratas –esto es, antimonárquicos– sabían que se estaba parangonando la república holandesa con aquella antigua que elogiara Tácito. Pero la anécdota se convierte en doctrina cuando Grocio escribe años más tarde su clásica obra De iure belli ac pacis.

Valiéndose de una interpretación de los clásicos romanos, considera Grocio que los principados y la libertad política de una sociedad son incompatibles: «Así como la libertad personal excluye al amo, así también la libertad civil excluye la sujeción a un rey y cualquiera otra dominación propiamente dicha»[43]. Como observa Tuck, la libertad se contrapone a la monarquía y a la soberanía en el sentido de gobierno arbitrario[44]; el corolario es evidente: el pueblo puede elegir la forma de gobierno a la que someterse, pues aunque no es soberano absoluto tiene el derecho de darse a quien él quiera[45].

Locke y la monarquía consensual

Con Grocio se asentó la doctrina según la cual la libertad republicana se pierde bajo el gobierno de una voluntad individual, lo que inflamó en los ingleses (concretamente en los puritanos) la idea de cuán hostil podía ser la monarquía y la Iglesia presbiteriana a las simpatías republicanas. Con la restauración, Grocio se convirtió en el maestro de los whigs, que desarrollarán, siguiendo sus enseñanzas, una doctrina contractualista del poder en torno a la protección de los derechos del hombre[46]. Locke fue su mejor representante como lo ejemplifica el Segundo tratado sobre el gobierno civil.

Por lo pronto, Locke trata de alcanzar en su exposición un alto nivel de generalidad –no se trata sólo de Inglaterra sino de la humanidad, no son los derechos de los ingleses sino los de todo hombre, no es el fundamento del gobierno británico sino de toda constitución justa–, por lo que debe recurrir a un lenguaje más abstracto, ahistórico. Siete décadas después de Grocio, Locke perfecciona su sistema: expone de qué modo, partiendo del derecho natural (o de los derechos del hombre en el estado de naturaleza) se puede establecer el principio legitimador de la soberanía popular vía contractual[47].

El resultado es la constitución de un régimen político afirmado en la propiedad –el derecho natural fundamental– que instituye la soberanía parlamentaria sin mengua de la capacidad de maniobra del ejecutivo, esto es, la supremacía del parlamento, que hace la ley, compatible con la prerrogativa regia. Calderón Bouchet, siguiendo a Prélot, la ha llamado «monarquía consensual», esto es, sostenida en el consentimiento de los ciudadanos de los que deriva su legitimidad[48], pues en Locke cristaliza la doctrina contractualista como legitimación del dominio político con base en la incipiente soberanía popular, esto es, una modalidad del voluntarismo político que consagra una monarquía menguada, con soberanía dividida o dual, bajo la fórmula del rey en parlamento.

la revolución gloriosa de 1688 sino también a establecer un nuevo patrón legitimador de los gobiernos (el consenso) y una forma de gobierno que cancela el absolutismo (la división de poderes), garantizando la protección de los derechos del hombre, pues todo gobierno no tiene más finalidad que la salvaguarda de la propiedad[49], atribuyendo la soberanía a la burguesía.

Esta solución se impone también en el terreno religioso: sin oponerse necesariamente a la Iglesia nacional (anglicana), Locke proclama la tolerancia de cultos –con exclusión de los papistas y los ateos–, en cuanto al fuero interior de las creencias, y el control del Estado sobre las expresiones exteriores de la religión[50].

Estas afirmaciones, verdaderamente revolucionarias están en el centro de las doctrinas proclamadas por el nuevo rey Guillermo III, quien dio sanción real a dos documentos parlamentarios que fundan el nuevo constitucionalismo inglés: el acta de tolerancia y la carta de derechos, de 24 de mayo y 16 de diciembre de 1689[51].

6. Final

Una breve recapitulación de lo que se ha dicho nos permitirá recomponer el cuadro de la desnaturalización parlamentaria de la monarquía.

El problema histórico-político del absolutismo esconde, en realidad, el fondo religioso de las soluciones políticas. Por un lado, la tendencia en los países reformados a que el poder político devenga supremo también en materia religiosa, se explica por cuanto no existe en ellos nada semejante a la Iglesia Católica y al Papa[52]; por el otro, el pulular de sectas y sectarios y su ambición de libertad, tolerancia y protección estatal lleva a los protestantes a saltar de la intimidad de la fe luterana a la exterioridad de la coacción política en vista del bien del Estado. Las querellas religiosas, en verdad, son claves en la explicación del absolutismo.

No es descabellado, además, encontrar en la doctrina de la razón de Estado el nexo entre nominalismo y absolutismo político moderno, que pone el interés del gobernante –identificado con el Estado mismo– sobre el bien de la comunidad política, justificando así la autonomía de ésta respecto de la moral. Si en moral la lectura de Tácito se hace en términos de autoconservación o preservación del propio interés, en política el tacitismo y el maquiavelismo abonan la supremacía del interés del Estado. La ilimitación del poder soberano –que Bodino y Hobbes encuentran como respuesta a las reyertas religiosas- pronto deviene en lectura «realista» de la vida política, si bien las doctrinas de la soberanía y de la razón Estado son un claro torcimiento de conceptos clásicos como la prudencia y la auctoritas suprema.

Las disidencias religiosas, finalmente, confieren a las discusiones políticas una impronta teológica que va más allá de planteamientos especulativos, en tanto y en cuanto tales enfrentamientos exigen una salida práctica, una manifestación histórico-política: la resolución institucional de los conflictos religiosos en la Inglaterra de los siglos XVI y XVII, peculiar en su estilo, la convertirá en modelo político por varios siglos. La monarquía parlamentaria inglesa que, en 1688, resulta de singulares experiencias históricas, devendrá en el modelo de la monarquía republicana.

Conviene ahora indicar brevemente la evolución de la monarquía parlamentaria. Un primer momento está marcado por la tentativa del parlamento de reducir al rey a un primus inter pares, esto es, negándole la supremacía que naturalmente ostenta el poder regio. Cuando los ingleses afirman que el rey no ejerce su prerrogativa sino en parlamento, están poniendo en un mismo nivel el poder regio con el de los lores y los comunes[53].

En un segundo momento, se afirma la soberanía parlamentaria, pasándose de una doble jefatura (o soberanía dual) a la supremacía del parlamento como cuerpo que hace la ley, que no puede ser abrogada por ningún otro poder o por los ciudadanos. Esta es la clásica definición de Dicey, en su The law of the constitution, que es la columna vertebral de la monarquía parlamentaria inglesa[54]. A resultas de esta soberanía del parlamento, el rey deja de ser responsable y se convierte en una figura decorativa, un jefe de Estado sin gobierno. Juan Vázquez de Mella describió esta situación con la figura del «rey poste», esto es, un monarca sin iniciativa e irresponsable porque su poder ha pasado o bien al parlamento todo o bien al gabinete ministerial[55].

Pero el desarrollo no se detiene aquí, pues la monarquía parlamentaria exige la división de poderes, doctrina falsa y perniciosa que no puede ya sostenerse, entre otras causas por el gobierno de partidos y la disciplina partidaria. Es un hecho que la monarquía parlamentaria deriva hacia la monarquía partidaria, en la que no manda ya siquiera el parlamento sino el partido dominante o gobernante[56].

El Estado de partidos desnaturaliza la monarquía parlamentaria del mismo modo que desfigura el presidencialismo. Con lo cual, finalmente, tanto el rey como el parlamento (al igual que el presidente y el congreso) se han vuelto un «símbolo» que nada simboliza, una alegoría vaciada de sustancia, mera enseña de un pasado que no posee ya correlato con la realidad.

La monarquía partidista, en la que el partido gobernante hace la ley, es la culminación lógica de la monarquía parlamentaria. La representación se desdobla con la inserción institucionalizada de los partidos políticos: éstos representan al pueblo y el parlamento representa a aquéllos. Juego político que aplaca todo conflicto religioso, pues la fe –en la terrible lógica luterana– se esconde en las conciencias individuales y las iglesias son asociaciones privadas sin representación institucional. Sólo el parlamento, es decir, los partidos son representativos de aquellos valores que merecen ser representados.

 

[1] Véase Vernon BOGDANOR, The monarchy and the constitution, Nueva York, Oxford University Press, 1994, cap. I, págs. 1-41. Los adjetivos «mixta», «limitada», «temperada» hacen referencia a una monarquía limitada por una institución representativa, un parlamento. El adjetivo «constitucional» es más abarcador que los anteriores, pues una monarquía constitucional supone una constitución que, siendo suprema o soberana, limita los poderes sea porque el rey tiene su potestad limitada –controlada– por el parlamento (o asamblea representativa), sea porque aquél comparte la soberanía con éste.

[2] Podría decirse que las discusiones en torno a la naturaleza del presidencialismo norteamericano –del que abrevaron las repúblicas hispánicas independizadas– se resuelven al develar que se trata de una monarquía constitucional encubierta. Cfr. Danilo CASTELLANO, «Monarquía y legitimidad. Apuntes para una introducción a la cuestión», en Fuego y Raya, (Córdoba), núm. 2 (2010), pág. 71, nota 2.

[3] Cfr. Giovanni SARTORI, «Constitutionalism: a preliminary discussion», American Political Science Review (Nueva York), vol. 56, núm. 4 (1962), pags. 853-864.

[4] Cfr. Rubén CALDERÓN BOUCHET, La decadencia de la ciudad cristiana, Buenos Aires, Dictio, 1979; La ruptura del sistema religioso en el siglo XVI, Buenos Aires, Dictio, 1980; y Las oligarquías financieras contra la monarquía absoluta, Buenos Aires, Dictio, 1980.

[5] Cfr. CASTELLANO, «Monarquía y legitimidad», loc. cit., págs. 74-78

[6] SANTO TOMÁS DE AQUINO, De pot., 1, 7, resp.; S. th., I, 25, 3, resp.

[7] Quodl., I, 16

[8] Niccolò MACHIAVELLI, Discorsi sopra la prima decada di Tito Livio [1513-1517], III, 41, en Tutte le opere, al cuidado de L. Martelli, Florencia, Sansoni, 1971, pág. 249 (según la edición española de Alianza, Madrid, 1987, pág. 411): «En las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria, no se debe guardar ninguna consideración a lo justo o lo injusto, lo piadoso o lo cruel, lo laudable o lo vergonzoso, sino que, dejando de lado cualquier otro respecto, se ha de seguir aquel camino que salve la vida de la patria y mantenga su libertad».

[9] Niccolò MACHIAVELLI, Il principe [1513], c. 18, en op. cit. pág. 283.

[10] Giovanni BOTERO, Della ragione di Stato [1589], al cuidado de L. Firpo, Turín, UTET, 1948, l. I, c. I, pág. 55.

[11] Cfr. J. G. A. POCOCK, The machiavellian moment. Florentine political thought and the Atlantic republican tradition, Princeton, Princeton University Press, 1975, parte III, págs. 331 y ss.; Victoria KAHN, Machiavellian rhetoric. From the counter-reformation to Milton, Princeton, Princeton University Press, 1994; Paul A. RAHE, Against throne and altar. Machiavelli and political theory under the English republic, Nueva York, Cambridge University Press; y Vickie B. SULLIVAN, Machiavelli, Hobbes, and the formation of a liberal republicanism in England, Nueva York, Cambridge University Press, 2004.

[12] Michael MENDLE, Henry Parker and the English civic war. The political thought of the public’s «privado», Cambridge, Cambridge University Press, 2002, pág. 43.

[13] Véase Martín LUTERO, A la nobleza cristiana de la nación alemana acerca de la reforma de la condición cristiana [1520], en Escritos políticos, Madrid, Tecnos, 1990, págs. 9-13.

[14] LUTERO, Sobre la autoridad secular: hasta dónde se le debe obediencia [1523], en op. cit., pág. 61.

[15] LUTERO, Contra las bandas ladronas y asesinas de los campesinos [1525], en op. cit., pág. 98; y Carta sobre el duro librito contra los campesinos [1523], en op. cit., págs. 108-114.

[16] Ibid., pág. 113.

[17] CALDERÓN BOUCHET, La ruptura del sistema religioso en el siglo XVI, cit., págs. 225 y 250; Las oligarquías financieras contra la monarquía absoluta, cit., pág. 160; y Lucien FEBVRE, Un destin: Martin Luther [1927], citado de la edición en español, Martín Lutero: un destino, Ciudad de Méjico, FCE, 1956, pág. 248. Uno de los primeros en advertirlo fue John Neville FIGGIS, en el artículo «Luther and Machiavelli», en Political thought from Gerson to Grotius [1907], Kitchener, Batoche Books, 1999, cap. III, págs. 45-73

[18] Cfr. J. W. ALLEN, English political thought [1938], Hamden, Archon Books, 1967, especialmente parte VII, págs. 413-521; Francis OAKLEY, «Jacobean political theology: the absolute and ordinary powers of the king», Journal of the History of Ideas (Pensilvania), vol. 29, núm. 3 (1968), págs. 323-346; Michael P. ZUCKERT, Natural rights and new republicanism, Princeton, Princeton University Press, 1994, cap. 1, págs. 29-48; y también el clásico de John Neville FIGGIS, The divine rights of kings [1896], que se cita de la versión castellana: El derecho divino de los reyes. Y tres ensayos adicionales, Ciudad de Méjico, FCE, 1982.

[19] The political works of James I, Cambrige-Londres, Harvard University Press, 1918, págs. 53-70.

[20] Por ejemplo, JAMES I, Basilikon Doron [1599], en op. cit., pág. 12.

[21] FIGGIS, The divine rights of kings, cit., pág. 23.

[22] Cfr. Carlo ALTINI, La fabbrica della sovranità: Machiavelli, Hobbes, Spinoza e altri moderni, que se cita de la edición castellana: La fábrica de la soberanía: Maquiavelo, Hobbes, Spinoza y otros modernos, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2005; Robert JACKSON, Sovereignty. The evolution of an idea, Cambridge y Malden, Polity, 2007; etc.

[23] Jean BODIN, Les six livres de la république [1576], París, Jacques de Puys, 1577, I, VIII; Thomas HOBBES, Leviathan [1651], part II, caps. XVIII, XIX, XX, en The English works of Thomas Hobbes, Londres, John Bond, 1839, vol. III.

[24] Henri MOREL, «Absolutisme», en Philippe Raynaud y Stéphane Rials (dir.), Dictionnaire de philosophie politique, París, PUF, 1996, págs. 1-8.

[25] Nicholas HENSHALL, «El absolutismo de la Edad Moderna 1550- 1700. ¿Realidad política o propaganda?», en Ronald G. Asch y Heinz Duchhardt (eds.), Der absolutismus - ein mythos? Strukturwandel monarchischer herrschaft in West- und Mitteleuropa (ca.1550-1700), Colonia-WeimarViena, 1996, que se cita de la edición en castellano: El absolutismo (1550-1700), ¿un mito? Revisión de un concepto historiográfico clave, Barcelona, Idea Books, 2000, págs. 43-83.

[26] John LOCKE, Two treatises of government [1690], London, 1768, II, XV, § 172; Nicolas de Caritat, Marquis de CONDORCET, Idées sur le despotisme à l’usage de ceux qui prononcent ce mot sans l’entendre [1789], París, Firmin Didot Frères, 1847 (en línea en http://classiques.uqac.ca/).

[27] Bertrand de JOUVENEL, Du pouvoir. Histoire naturelle de sa croissance [1945], que se cita de la 2.ª edición en español, El poder, Madrid, Ed. Nacional, 1974.

[28] JOUVENEL, Du pouvoir, cit., cap. 15.

[29] En referencia a la fórmula: princeps legibus solutus, que define al absolutismo. Cfr. Heinz DUCHHARDT y Ronald G. ASCH, «El nacimiento del “absolutismo” en el siglo XVII: ¿cambio de época de la historia europea o ilusión óptica?», en Asch y Duchhardt, Der absolutismus - ein mythos?, cit., págs. 22-23.

[30] HENSHALL, «El absolutismo de la Edad Moderna 1550-1700», cit., pág. 49. Según CASTELLANO, «Monarquía y legitimidad», loc. cit., págs. 80- 82, una monarquía absoluta, en el sentido de no tener límite, no es una forma de gobierno (legítima) sino de dominio (ilegítima).

[31] Como dice HENSHALL, «El absolutismo de la Edad Moderna 1550- 1700», cit., pág. 50, siguiendo a Bossuet: absoluto respecto de la coerción porque ningún poder humano puede forzarlo, lo que no significa que sea arbitrario pues todo lo que haga en contra de las leyes es nulo. Cf. JacquesBénigne BOSSUET, Politique tirée des propres paroles de l’Ecriture Sainte [1679], en Œuvres complétes, Bar-le-Duc-París, Typ. des Célestins/Bloud et Barral, 1879, t. XI, l. IV, a. I, prop. III y IV, págs. 238-240

[32] Richard BONNEY, «Absolutism: what’s in a name?», en French History (Oxford), vol. 1, núm. 1 (1987), págs. 93-94; CASTELLANO, «Monarquía y legitimidad», loc. cit., pág. 70; CALDERÓN BOUCHET, La ruptura del sistema religioso en el siglo XVI, cit., pág. 351 (la monarquía absoluta como opuesta al despotismo).

[33] HENSHALL, «El absolutismo de la Edad Moderna 1550-1700», loc. cit., pág. 53. Acoto: la «manera de prerrogativa» recuerda la idea de potentia absoluta; la «manera consultiva» trae a la mente la idea de potentia ordinata.

[34] Así, por caso, Calderón Bouchet ha insistido con razón en la gravitación de la mentalidad burguesa y en importancia creciente de los intereses económicos, en La ruptura del sistema religioso en el siglo XVI, y Las oligarquías financieras contra la monarquía absoluta, cit., passim. Reinhardt KOSELLECK, Kritik und krise, 1959, que se cita de la versión española, Crítica y crisis del mundo burgués, Madrid, Rialp, 1965, cap. 1, pone en relación guerras de religión, Estado absolutista, burguesía e Ilustración.

[35] Es clave el libro –que sólo conocemos por reseñas– de Arlette JOUANNA, Le pouvoir absolu. Naissance de l’imaginaire politique de la royauté, París, Gallimard, 2013. Véase la entrevista a la historiadora francesa en http://mauran.space-blogs.net/blog-note/201516/mme-arlette-jouannaa-accepte-de-repondre-a-nos-questions.html

[36] La relación entre plenitudo potestatis y soberanía está claramente establecida en Carl SCHMITT, Die Diktatur, 1921, versión castellana, La dictadura, Madrid, Revista de Occidente, 1968, págs. 248-249.

[37] Encontró, por un lado a arminianos, episcopalianos y partidarios del derecho divino de los reyes, enfrentados a presbiterianos, independientes, erastianos y republicanos (todos bajo el nombre de puritanos). Para moverse en la maraña de las sectas, véase Patrick COLLINSON, From Cranmer to Sancroft, Londres, Hambledon Continuum, 2006; Peter HARRISON, «Religion» and the religions in the English enlightenment, Cambridge, Cambridge University Press, 2002; y Anthony MILTON, Catholic and reformed: the Roman and protestant churches in English protestant thought, 1600-1640, Cambridge, Cambridge University Press, 2002.

[38] La literatura es inabarcable por lo que solamente indicaré algunos textos: Christopher HILL, The world turned upside down. Radical ideas during the English revolution [1972], del que existe versión en castellano: El mundo trastornado. El ideario extremista en la revolución inglesa del siglo XVII, Madrid, Siglo XXI, 1983; Margo TODD (ed.), Reformation to revolution: politics and religion in early modern England, Londres-Nueva York, Routledge, 1995; y Nicholas TYACKE (ed.), England’s long reformation 1500–1800, Londres, UCL Press, 1998.

[39] David WOOTTON, «Leveller democracy and the Puritan revolution», en J. H. Burns y Mark Goldie (ed.), The Cambridge history of political thought 1450-1700 [1991], Cambridge, Cambridge University Press, 2006, pág. 421.

[40] «Por un libre parlamento, por la religión protestante», fue un lema de la burguesía revolucionaria en 1688 (CALDERÓN BOUCHET, Las oligarquías financieras contra la monarquía absoluta, cit., pág. 290). En efecto, un panfleto que circuló en Londres cuando el príncipe holandés, futuro Jorge III, embarcó rumbo a Inglaterra declaraba «for a free Parliament and the Protestant religion». Steve PINCUS, 1688: the first modern revolution, New Haven & Londres, Yale University Press, 2009, pág. 244.

[41] Sobre el republicanismo inglés, además de las obras citadas en la nota 11, véase Markku PELTONEN, Classical humanism and republicanism in English political thought, Cambridge, Cambridge University Press, 2004; Nicholas PHILLIPSON & Quentin SKINNER (ed.), Political discourse in early modern Britain, Cambridge, Cambridge University Press, 1993; y Jonathan SCOTT, Commonwealth principles. Republican writing of the English revolution, Cambridge y Nueva York, Cambridge University Press, 2004. Acerca de la influencia holandesa, cfr. Raia PROKHOVNIK, Spinoza and republicanism Nueva York, Palgrave MacMillan, 2004. Una visión comparada en Martin VAN GELDEREN y Quentin SKINNER (ed.), Republicanism. A shared heritage, 2 vol., Cambridge y Nueva York, Cambridge University Press, 2002.

[42] Cit. en Richard TUCK, Philosophy and government 1572-1651, Nueva York, Cambridge University Press, 1993, pág. 165.

[43] Hugo GROTIUS, De iure belli ac pacis libri tres [1625], ed. de James Brown Scott, Londres, Clarendon Press, 1913 y 1925, I, III, XII, 1(vol. I, pág. 115).

[44] TUCK, Philosophy and government 1572-1651, cit., pág. 193.

[45] GROTIUS, De iure belli ac pacis, cit., I, III, VIII, 2 (vol. I, pág. 104).

[46] ZUCKERT, Natural rights and the new republicanism, cit., cap. 4

[47] Sobre el carácter revolucionario de la obra de Locke, véase, entre otros, Richard ASHCRAFT, Revolutionary politics & Locke’s Two treatises on government, Princeton, Princeton University Press, 1986; y Lois G. SCHWOERER, «Locke, lockean ideas, and the Glorious Revolution», Journal of the History of Ideas (Pensilvania), vol. 51, núm. 4 (1990), págs. 531-548.

[48] CALDERÓN BOUCHET, La ruptura del sistema religioso en el siglo XVI, cit., págs. 269-270 y 294. Remite a Marcel PRÉLOT, Histoire des idées politiques, París, Dalloz, 1958 (citado de la traducción al español: Historia de las ideas políticas, Buenos Aires, La Ley, 1971), pág. 449.

[49] LOCKE, Two treatises of government, cit., II, IX, § 124 (pág. 306): «El máximo y principal fin, pues, de los hombres al unirse en una república, y sometiéndose a un gobierno, es la preservación de sus propiedades».

[50] John LOCKE, A letter concerning toleration [1690], en The Works of John Locke, Londres, Thomas Tegg-W. Sharpe and Son-G. Offor-G. and J. Robinson- J. Evans and Co., 1823, vol. VI, págs. 1-58.

[51] George Burton ADAMS y E. Morse STEPHENS (ed.), Select documents of English constitutional history, Londres, The MacMillan Co., 1920, págs. 459-469.

[52] Como afirma un autor, que respalda la mitología del poder absoluto del Papa en la Cristiandad, es la Reforma protestante la autora de la soberanía y del Estado moderno: «Sin la Reforma no habría habido ninguna cosa tal como la soberanía moderna; pues la soberanía del monarca medieval en la Cristiandad occidental estaba limitada por la prerrogativa reconocida al Papa de responsabilizar a los reyes por sus actos y de imponer penas y sanciones por la infracción de determinadas normas». A. F. POLLARD, The evolution of parliament, 2.ª ed., Londres, Longman, Green and Co., 1926, pág. 216.

[53] Bernard COTTRET, «Le roi, les lords et les Communes: monarchie mixte et états du royaume en Angleterre (XVIe-XVIIIe siècles)», Annales. Économies, Sociétés, Civilisations (París), año 41, núm. 1 (1986), págs. 127-150.

[54] Colin TURPIN y Adam TOMKINS, British government and the constitution, 6.ª ed., Nueva York, Cambridge University Press, 2007, págs. 40-76. En efecto, afirma Dicey: «The principle of Parliamentary Sovereignty means neither more nor less than this, namely that Parliament thus defined [es decir, “the King in Parliament”] has, under the English constitution, the right to make or unmake any law whatever; and, further, that no person or body is recognised by the law of England as having a right to override or set aside the legislation of Parliament». A. V. DICEY, Introduction to the study of the law of the constitution [1885], 5.ª ed., Londres, Macmillan, 1897, pág. 38.

[55] Juan VÁZQUEZ DE MELLA, Regionalismo y monarquía, selección de Santiago Galindo Herrero, Madrid, Rialp, 1957, págs. 339-341. En la monarquía constitucional, según Castellano, la legitimidad se funda en el falso compromiso de conciliar el poder como capacidad de imposición (voluntad) con la libertad (negativa), derivando hacia la monarquía parlamentaria en la que el otrora rey soberano ha devenido en «notario de la voluntad popular», que refrenda la decisión del pueblo soberano asentado en el Parlamento. El rey tiene ahora «una función exclusivamente notarial». CASTELLANO, «Monarquía y legitimidad», loc. cit., págs. 72-73.

[56] Véase, Christopher J. KAM, Party discipline and parliamentary politics, Nueva York, Cambridge University Press, 2009.