Índice de contenidos
Número 535-536
- Presentación
- Estudios y notas
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Cuaderno
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Las formas de gobierno y sus transformaciones
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La monarquía en la «doctrina social de la Iglesia»
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La monarquía parlamentaria. Orígenes y causas de la desnaturalización de la monarquía
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La monarquía contra la oligarquía
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La monarquía hispánica como forma política
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La monarquía en la teología de la historia
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La monarquía y el poder político
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- In memoriam
- Crónicas
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Información bibliográfica
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Jean Madiran, Chroniques sous Benoît XVI. Tome II (2010-2013)
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Thomas Nemeth, The Early Soloviev and His Quest for Metaphysics
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Chantal Delsol, Populisme. Les demeurés de l’histoire
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Brian M. McCall, La corporación como sociedad imperfecta
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Giovanni Turco, Costituzione e tradizione
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Hugues Kéraly, Mes 36 fous de Chrétienté
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AA. VV., A Catholic Witness in Our Time. A Festschrift For Robert D. Hickson: Essays and Remembrances in His Honor
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Paulo Otero, Manual de Direito Administrativo
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La monarquía hispánica como forma política
Cuaderno: Monarquía y democracia
1. Introducción
El título que rubrica estas páginas bien pudiera dar lugar a más de un equívoco si no nos andamos con cautela. Y es que el asunto, propuesto de este modo, en seis palabras encierra un buen puñado de problemas. De entrada el discernimiento de si por monarquía hispánica entendemos la forma misma de una institución regia sustancialmente idéntica a sí misma en diferentes etapas o bien una comunidad política igualmente identificable en el tiempo y en cierta medida fusionada con su forma de gobierno. Una vez hechas las forzosas distinciones teóricas, será necesario elucidar si tal institución ha existido como una realidad reconocible y, de ser así, si ésta o una comunidad hispánica se apoyaron a lo largo del tiempo en unos fulcros que configuran una concreta forma política. Pero estos nudos, a su vez, ocultan otro problema implícito y sin duda más decisivo: si las formas políticas son pensables históricamente con prescindencia del fluir de las sucesivas transformaciones de las comunidades políticas.
Antes de nada es de ley declarar que no pretendo abordar esta materia desde un punto de vista histórico. No soy historiador y, aunque lo fuera, conviene recordar que cuando los historiadores se interesan por la continuidad en el tiempo de las instituciones siempre lo hacen descansando sobre el pescante de una interpretación recibida en préstamo de otras disciplinas y en otras instancias o, si la producen ellos mismos, no lo hacen en tanto que cronólogos, sino como filósofos sociales. Incluso cuando el historiador ignora o no declara esos préstamos o esa reflexión precedente, los evidencia a cada paso y no por ello son menos ciertos. Al proponernos ahora esta indagación nos estamos preguntando por todos esos nudos que mencionaba más arriba y que, resueltos de una u otra forma, configuran el presupuesto de la tarea historiográfica en este terreno.
De menor a mayor importancia, seguiré el orden en el que he enumerado esos entuertos para decir alguna cosa sobre cada uno, deteniéndome en el más importante, en el último.
2. Monarquía hispánica: los reyes o el pueblo
En realidad, el dilema es anacrónico. Refleja preocupaciones que hoy ya pertenecen al pasado, pero que son de origen contemporáneo. El trasfondo de esta problemática es una reacción, típica de la modernidad, según la cual, cuanto más amenazada esté una institución (social, jurídica, moral), conviene confeccionarle una fundamentación teórica que otorgue doctrinalmente a dicha institución el carácter de necesidad que se le está arrebatando en la práctica. Ese movimiento lo vemos de forma paradigmática en la llamada escuela moderna del derecho natural. Precisamente en el momento en el que la fragmentación de la racionalidad occidental amenaza con cuestionar cualquier fundamento natural del orden jurídico y con reducirlo a su mera formulación positiva, los modernos exponentes de las teorías del derecho natural pretenden otorgarle unos perfiles exageradamente claros y una amplitud igualmente abultada. Una reacción compensatoria que quiere reaccionar contra los excesos del racionalismo con un racionalismo de signo contrario y que apunta a la obtención de un resultado práctico mediante el recurso a una razón completamente desgajada de la inducción y de la experiencia común. Es la apoteosis de los «expertos», que aspiran a resolver los problemas sociales en virtud de sus técnicas deductivas, ante una sociedad que consideran inerme, desprovista de mecanismos y de recursos para reaccionar ante los asaltos de una razón desbocada.
De igual manera, en los albores de la edad contemporánea, ante los ataques del liberalismo político, racionalista, que relega el papel del monarca al de figura simbólica del parlamentarismo inorgánico, se elabora defensivamente un concepto romántico e incongruente en torno al tipo de conexión que en el pasado habría existido entre el pueblo o comunidad política hispana y la monarquía. Una vez más, se reproduce el mismo esquema: se pretende, en este caso echando mano de argumentos de conveniencia, construir un ensamblaje teórico férreo entre monarquía y pueblo hispano, pero en el mismo terreno en el que los enemigos lo habían cuestionado radicalmente y con recursos del mismo orden ideológico. Sería interesante desarrollar las raíces románticas de esa tentativa, pero sería apartarnos del tema. En cambio, sí que corresponde extenderse en su carácter incongruente, íntimamente discordante. Y esto, en dos niveles: el primero, porque existe contradicción entre las escuetas observaciones aristotélicas y tomistas en cuanto a las formas de gobierno y las conclusiones férreas en cuanto a éstas por parte de un cierto pensamiento monárquico contemporáneo, que se reclama tomista. La segunda, porque la inducción que ofrece la experiencia nos muestra que la realidad social es mucho más compleja que cualquier visión ideológica.
Santo Tomás expone en varias ocasiones las diferentes formas de gobierno y sus corrupciones. Enumera las ventajas e inconvenientes de cada una y, si bien se inclina personalmente por la monarquía (en el sentido que él da a este término), concluye prefiriendo una fórmula mixta que integre las ventajas de la monarquía, de la aristocracia y de la democracia. Habría que forzar mucho la literalidad de esas formulaciones para deducir la ligazón irremediable entre la forma monárquica y un pueblo determinado. Pero la gran contradicción yace en no distinguir los presupuestos de la filosofía práctica tomista que permiten comprender rectamente sus análisis. La política, arte de enderezar la actividad social al bien común, obra máxima de la razón práctica, es fruto de la prudencia, regnativa y política. La prudencia, en la contemplación de los principios especulativos, realiza un juicio adaptado a las circunstancias y lo ejecuta. Multitud de comentaristas, o más bien de repetidores, insisten en exagerar el alcance práctico de las preferencias de Santo Tomás en materia de gobierno, sin pararse a reflexionar no sólo en que estas no pretenden neutralizar sus especulaciones generales sobre la variedad de formas legítimas, sino, sobre todo, desconociendo que ambas consideraciones, la general sobre las formas legítimas y la preferencia personal por una forma mixta, no rebasan el orden de los principios extrínsecos de la acción y que están completamente subordinadas a la operación de la prudencia, cuyo fuero –en este como en todos los terrenos– sólo está limitado de forma absoluta por los primeros principios de la acción práctica. El grave error no es filológico, sino filosófico.
Pero indicaba también que la propia inducción experimental nos muestra cómo la realidad social no se deja encajonar en ningún teorema de felicidad social diseñada sobre un escritorio. Dice Santo Tomás, en la primera frase de su comentario a la Política de Aristóteles, citando al de Estagira: «Sicut philosophus docet in secundo physicorum, ars imitatur naturam»: el arte imita a la naturaleza. Los párrafos que siguen a ese comienzo son una deliciosa reflexión sobre el alcance de esa intuición. Siguiendo esa enseñanza aristotélica, hagamos ahora una comparación con el modo racionalista de trasponer el orden de los principios reflejos o extrínsecos sobre el orden de la acción. Veamos antes cómo opera la naturaleza. Si dijéramos que hay tres reinos: el mineral, el vegetal y el animal y de ellos, el más perfecto es el animal no estaríamos faltando en nada a la verdad, pero al volver nuestra mirada a la realidad nunca se nos ocurriría realizar una valoración sobre si en una determinada porción de ella fuera oportuno que encontráramos un fragmento de mineral, un vegetal o un animal, o si ese animal preferentemente hubiera de ser un mosquito o un paquidermo. Pero, efectivamente, todavía no estamos en el orden de la acción. El ejemplo, sin embargo, nos sirve para comprender la operación de la naturaleza y de este modo ilustrar el caso específico de la acción humana. La consideración teórica sobre la superioridad de unos oficios sobre otros en función de su relevancia en vistas al bien común o, de forma todavía más clara, dentro de la economía cristiana, la especulación sobre la superioridad de una forma de vida sobre otra respecto a su perfección propia no nos sirven de nada a la hora de aconsejar a un particular joven si lo que le conviene es iniciarse en los secretos de la panadería o bien aspirar a la carrera diplomática, ni mucho menos para resolver la inquietud vocacional de una doncella[1].
Lo que a nuestra mentalidad le cuesta entender es que los principios extrínsecos a la acción siguen siendo verdaderos en su orden sin que por ello muevan, por sí mismos, un ápice la voluntad hacia su bien propio.
La conclusión que se desprende es que los méritos de las diferentes expresiones de la monarquía en las tierras hispánicas no se defienden mejor mediante el recurso a exagerar su trabazón esencial –elevándola a un orden cuasi-místico, cual desposorio irrevocable– con la o las comunidades políticas hispanas y, por otra parte, que esa operación indebida responde en realidad no a un afán científico sobre la historia, sino a expectativas políticas improbables sobre el presente.
Aquí ha quedado hilvanada en sus premisas la respuesta a la disyuntiva que nos planteábamos en esta rúbrica. Los epígrafes siguientes deberán proporcionar un esclarecimiento mayor.
3. La existencia histórica de una monarquía hispana
Esa tendencia moderna y particularmente contemporánea a identificar realidad histórica con perfiles nítidos y caracteres constantes obedece, pues, a un extrañamiento racionalista respecto de la verdad propia del orden práctico, y a su reemplazo por el recurso invasivo de la verdad especulativa, en este caso doctrinaria. En otras palabras: sólo quién parte de este extrañamiento puede considerar atentatoria o amenazante la característica variabilidad, inestabilidad y transformación de las instituciones en la historia y como un mentís el señalamiento de contradicciones, villanías y contrafueros en el seno mismo de las instancias que en el pasado se encargaron de gestionar el bien común o en las acciones colectivas de nuestros antepasados. Del mismo modo, sólo desde esa óptica puede entenderse el apremio por realizar lecturas ingenuamente idealizadoras del pasado a modo de preservativo de la piedad patria y de la apropiación de la tradición política, histórica y cultural de cada pueblo.
Así pues, llama la atención que la hermenéutica contemporánea sobre la historia de España se enfrente en torno a si una idea de España antecede o no a la España imperiosa de Isabel y Fernando. Estos bloques desavenidos tienen un mucho de partisano que escamotea intereses anacrónicos en la disputa. Y es que, poner en solfa que entre los reinos cispirenaicos nacidos al calor de la ocupación agarena siempre sobrevoló la idea de un affectum ibérico, heredero, precisamente, más que de la circunstancia geografía, de la herencia de las labores políticas de pueblos extraños que la hubieron dominado antaño, es tapar el sol con el dedo y censurar lo que la diplomática manifiesta a cada paso. Pero, por el contrario, querer extraer una idea política de contornos cabales de tan imprecisos como incuestionables sentimientos y señas de identidad (en pueblos que las necesitaban a borbotones, encarados como estaban de un enemigo que cerraba filas en una identidad antagónica, artificial mescolanza de religión y etnia), es igualmente un brindis ideológico al sol.
Todo se juega, pues, en la observación de los hechos del pasado sin pretender elaborar una teoría sintética con ellos. En este caso, la operación de exagerar la presencia de una idea antecedente y remota de España, presentada como sinónimo de legitimación de un proyecto político específico, una plasmación de España entre otras muchas posibles, tiene antecedentes mucho más viejos que la antagónica negación de cierta historiografía liberal.
Fue precisamente en el contexto de la unión –matrimonial– de las coronas de Aragón y de Castilla, en el período que va desde la toma de Granada y comienzo de la conquista de las Indias occidentales hasta la invasión castellana de Navarra, cuando se forja el «teorema» político de la España moderna. Teorema que debe más a la ética de tipo maquiavélico que a ningún dato de la historia: la identificación progresiva y retrospectiva de la corona de Castilla con el eslabón actual de una pretendida secuencia ininterrumpida –sólo escondida y celada durante algunos siglos– que transmite la identidad y la legitimidad española. Elio Antonio de Nebrija o Pedro Mártir de Anglería se apropian de las fantásticas genealogías de los viejos falsos cronicones medievales castellanos. Pero ahora lo hacen con el propósito formal de apuntalar en la historia un proyecto político, no meramente al modo de recursos literarios prestigiadores y «nimbadores» de arriscados monarcas y de sus dinastías litigiosas. La mentalidad moderna tiene exigencias muy diferentes a las de los reyes medievales y, a partir del mito de la antigüedad inmemorial de España, se va a establecer, pues, una pretendida continuidad mística, pero lineal, de legitimidad, que providencialmente desemboca en la corona unificada de Castilla y de Aragón. Hasta el punto de que en el siglo de Oro el género de los falsos cronicones va a conocer un renovado esplendor. Todo coopera al servicio de un proyecto de España imperial providencial, como soñara Hernando de Acuña:
«Ya se acerca, señor, o ya es llegada la edad gloriosa en que promete el cielo una grey y un pastor solo en el suelo, por suerte a vuestros tiempos reservada. […] y anuncia al mundo, para más consuelo, un Monarca, un Imperio y una Espada».
Pero en este discurso toda la complejidad histórica y real de las Españas ha desparecido y si, a pesar del advenimiento de esta «edad gloriosa» por el cielo prometida, subsisten dentro de esa España identidades enfrentadas y bizarras que se niegan a desaparecer, que se niegan a mirarse a través de esos ojos imperiales, estas están completamente deslegitimadas como refractarias al «sentido de la historia»[2].
El descubrimiento y conquista de América va a suponer un detonante decisivo para la forja de esta particular idea de una España inmemorial que recobra su unidad perdida –eso sí, a través de la continuidad garante y supervisora de la monarquía castellana– y que tiene una misión histórica que cumplir. En ese sentido, se disparan las fabricaciones pseudo-históricas con intencionalidad política. Tomemos un ejemplo extremo, aunque no único. Gonzalo Fernández de Oviedo, madrileño, alcaide de Santo Domingo y de La Española, asume el oficio de «cronista» de esa «mística polí- tica». Afirma Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias cosas tan reveladoras como que las «Indias occidentales» recientemente descubiertas, en realidad, ya habían pertenecido a «España» desde el año mil seiscientos cincuenta y ocho ¡antes de Cristo! Lo único que había acontecido con la conquista es que, con algo más de tres mil años de retraso, lo que era de España revertía, en las manos de Castilla, a su legítima propietaria:
«…las islas que se diçen Hespérides, é que señalan Seboso é Solino, é Plinio é Isidoro segund está dicho, se deben tener indubitadamente por estas Indias, é aver seydo del señorio de España desde el tiempo de Hespero, duodécimo rey della, que fue, segund Beros escribe, mill é seyscientos é cincuenta é ocho años antes quel Salvador del mundo naciese. Y porque al presente corren de su gloriosa Natividad mill é quinientos é treynta é cinco años, síguese que agora tres mill é çiento é noventa é tres años España é su rey Hespero señoreaban estas islas ó Indias Hespérides; e assi con derecho tan antiquísimo, é por la forma que está dicha, ó por la que adelante se dirá en la prosecución de los viajes del almirante Chripstóbal Colom, volvio Dios este señorío á España á cabo de tantos siglos»[3].
Este cúmulo de «fábulas y mentiras», en su grotesca inconsistencia, forma parte de una cierta literatura «utópica», de adulación oficialista, que considera la conquista de América nada menos que como la ocasión de refundación y de reformulación de un proyecto hispánico fallido. Este tipo de literatura pone de manifiesto, en sí misma, la profunda fragilidad que tenía este voluntarismo político: se ha de recomponer en América, en forma verdaderamente armónica, la unidad hispánica que, en la vieja península está amenazada por la pervivencia de tozudos particularismos. Pero se trata de particularismos o, más bien, de la auténtica continuidad del viejo, frágil y tenaz affectum intra-ibérico? Un affectum que no se formula ideológicamente aislado o quintaesenciado, sino que emerge en la prosecución del bien común de cada comunidad política que conforma esa vieja «Hispania», confín geográfico atisbado primeramente por los romanos.
Es decir, para no extenderme más en este punto: la virtualidad de las Españas, de las realidades políticas que se desenvuelven en un espacio geográfico y que son partícipes de una herencia política y cultural no se desgaja –al pretendido modo de una «ley inmanente» hispánica– de la efectiva, particular y cotidiana búsqueda del bien común dentro de cada una de las comunidades políticas ibéricas. Por otro lado, en la encrucijada política del Renacimiento, en la tambaleante fusión de las coronas de Castilla y de Aragón (que pendió en su mismo arranque de una fallida gravidez que diera posteridad a Germana de Foix), se maquina la interesada confusión entre la realidad de ese histórico y libremente operativo affectum intra-ibérico (perfectamente compatible con riñas mutuas y otras discordias) y la concreta plasmación de lo que he llamado el «teorema imperial hispánico» que, a la postre, es una forma de posteridad de esa amistad ibérica, de «España», muy poco congruente. De tal modo que ya desde entonces se adquirió el vicio de motejar de malos españoles a los que no acreditaban suficiente lealtad a esa novedosa y artificiosa refundición de lo hispano. Y no se piense que lo que sucedió es que la idea imperial y castellanizadora de España triunfó y que lo que planteo aquí es la revancha de los perdedores de la historia. Ciertamente todos perdieron[4], incluidos los castellanos, que pagaron un tributo desmesurado a cambio de la patente directiva y excluyente de lo hispánico y que fueron los primeros en perder su dinamismo foral y popular, plagiado por las instituciones que para sí reclamaban toda la sustancia española. Pero no por ello la virtualidad propia de la idea hispánica dejó de persistir en los rincones de Iberia y de evolucionar al margen del «teorema imperial», al tiempo que esa consigna de una España sustancial, condescendiente con la variedad cultural de sus regiones pero celosa guardiana y propietaria de la identidad y de la misión ibéricas, nunca fue un ideal popular, sino libresco, administrativo y cortesano.
Por lo dicho hasta ahora no parece que tenga sentido plantearse propiamente la existencia de una forma política castiza hispana, lo cual conllevaría una pareja «hipostasización» y «corporificación» de una realidad –las Españas– que no es otra cosa que un afecto político y una tradición social y cultural común de pueblos que a su vez retienen tradiciones sociales privativas. Lo cual, lejos de minimizar su alcance lo aumenta, pero lo sitúa en un plano que no es necesariamente el de la gestión efectiva del poder político.
No puede atribuirse una «forma política» a un peculiar «sujeto político» cuya identidad no consiste en conformar una única comunidad política y cuando, a lo largo del tiempo, dentro del espacio geográfico que lo limita, las formas políticas han evolucionado grandemente dentro de la tipología básica de la monarquía hereditaria. No obstante, si queremos entender por forma política algo más proporcionado con la plasticidad de la plural identidad hispánica, no resulta tan impropio señalar que dentro de la experiencia política cispirenaica se dieron algunos rasgos persistentes, como el de la experiencia jurídica popular –consuetudinaria y legislada– que se ha denominado la foralidad, o como un celo por la independencia de las comunidades locales y políticas. Este «independentismo» no secesionista ha sido experimentado de forma muy asimétrica en los diferentes territorios, pero sobre todo llama la atención la disimetría entre el recelo y la represión que practicaron los monarcas posteriores a la unificación isabelo-fernandina y el tesón con el que se cultivó la idea de autogobierno, aun cuando éste fuera casi siempre más simbólico que efectivo[5]. Este espíritu de independencia fraterna es como una prolongación de rasgos antropológicos y culturales de fiera independencia personal que ya los autores romanos atribuían a las poblaciones ibéricas y que se ha seguido manteniendo hasta los albores de la edad contemporánea como característica de los hispanos.
4. Las formas políticas y el flujo del tiempo
En la literatura contraria al liberalismo político se habla con frecuencia de una «Constitución histórica» de España o de las Españas, por oposición a las nuevas constituciones liberales, que ciertamente introducen un criterio radicalmente ideológico en la ordenación social. Pero hablar de una constitución histórica de las Españas equivale a cancelar preventivamente todos los problemas que hemos abordado más arriba y, correlativamente, a pensar que existe una comunidad política única y sustancialmente idéntica a sí misma en el sentido en que es idéntica a sí misma una realidad corporal merced a la duración de su naturaleza. Pero la confusión que justifica una creencia semejante no es otra que el desconocimiento del estatuto específico y diferenciado del orden político respecto del orden especulativo. Confusión ya mencionada que, aunque revestida del manto de la antigüedad, procede de las trasformaciones racionalistas del derecho natural en los siglos XVI y XVII. Ya a Domingo de Soto y sobre todo a Luis de Molina, a Francisco Suárez, a Lessio y a Juan de Lugo –aun difiriendo entre ellos sobre su alcance– les parece que el derecho natural es esencialmente inmudable y conocido por todos en cualquier latitud y época. Ese optimismo racionalista pasa íntegramente a la escuela moderna del derecho natural e influye en todo el pensamiento contemporáneo sobre la materia. Muy lejos quedaban las ponderadas apreciaciones de Tomás de Aquino, para quien, salvados los primeros principios de la acción, no ya el derecho natural sino la misma ley natural son esencialmente mudables y eso por adición y por sustracción[6]. Las necesidades psicológicas de ambos mundos eran muy diferentes[7].
Por lo tanto, el ius gentium y el ius civile, son mudables también por esencia y eso no por capricho, sino por exigencia misma del medium rei, de la medida de igualdad de la cosa. De este modo, Santo Tomás aborda la mutabilidad de la ley humana en paralelo con la mutabilidad de la razón y del mismo hombre. En lenguaje contemporáneo diríamos la transformación antropológica y ética del hombre:
«La ley humana, […] es un dictamen de la razón de acuerdo con el cual se dirigen los actos humanos. De aquí que para cambiarla legítimamente pueden darse dos motivos: uno por parte de la razón, y otro por parte de los hombres cuyos actos la ley regula. Por parte de la razón, porque parece connatural a la razón humana avanzar gradualmente de lo imperfecto a lo perfecto. […] es lo que sucede también en el orden práctico. Pues los primeros que intentaron descubrir algo útil para la constitución de la sociedad humana, no pudiendo por sí solos tenerlo todo en cuenta, establecieron normas imperfectas y llenas de lagunas, que luego fueron modificadas y sustituidas por otras con menos deficiencias en el servicio del bien común. A su vez, por parte de los hombres cuyos actosregula, la ley puede ser legítimamente modificada por el cambio de las condiciones humanas, que en sus diferencias requieren tratamientos diferentes. San Agustín explica esto en I De lib. arb. con el siguiente ejemplo: Cuando un pueblo es correcto, y ponderado y celosísimo guardián del bien común, es justo que se le reconozca por ley la facultad de nombrar él mismo a los magistrados que lo han de gobernar. Mas si este mismo pueblo, corrompiéndose poco a poco, cae en la venalidad del sufragio y entrega el mando a los infames y malvados, con razón se les priva del poder de nombrar cargos y retorna este poder al arbitrio de una minoría de hombres honestos» (S.th., I-II, 97, 1, resp.)[8].
El silogismo es claro: lo que tiene una naturaleza inmutable es natural de un modo que siempre y en todas partes es idéntico a sí mismo. Ahora bien (y aquí disiente el racionalismo moderno, católico o no): «La naturaleza del hombre es mudable». Y, por esto, lo que es natural al hombre puede fallar a veces, es decir: lo natural al hombre no siempre se ajusta a una regla universal e inalterable[9]. Cuánto más la ley civil o política, que para seguir siendo justa, es decir, ordenada racionalmente al bien común, deberá proporcionarse no a una idea (por ejemplo, una hipotética «constitución histórica») sino a la realidad cultural, ética y antropológica del populus en cada contexto. Pueblo que, como señala el aquinatense, potest aliquando deficere, porque las agrupaciones de los hombres se transforman a lo largo de la historia, sin que ello acarree necesariamente que desaparezcan como comunidades políticas (aunque a veces, es obvio, eso también sucede).
No es posible afirmar la existencia de una forma política determinada vinculada con una comunidad política por encima de las vicisitudes éticas y antropológicas de ésta sin que de este modo nos situemos en un escenario intelectual completamente diferente al de Santo Tomás. No es posible apelar a una constitución histórica de España sin que, por eso mismo, se esté declarando que la regla del bien común no se proporciona con la comunidad política sino con una idea preconcebida. A esa operación la denomino «hipostasización» de la idea de España. Esa operación no sólo es falsa, sino que es radicalmente contraria a la política y a la piedad prudencial. Pero para neutralizar razonablemente ese artificio no basta con sustituirlo por otro. Hace falta recuperar el sentido de lo político y de la verdad de la acción. Como decía Romano Guardini en los años 20 del siglo pasado:
«Nuevos problemas surgen ante nosotros; se requiere una actitud y una técnica nuevas para darles solución. Sólo puede ser auténtico político aquél que sabe descubrir las fuerzas de la vida y los vínculos que las unen; aquél, para quien los indicios son prueba suficiente y es capaz de ponerlos en juego»[10].
5. Consideración final
Si desde la filosofía social nos preguntamos por estas realidades (monarquía hispánica y su forma política) cuando evidentemente la problemática existencia de la monarquía hispana es algo que pertenece a un lejano pasado, lo hacemos con la aspiración de extraer enseñanzas para el presente. El riesgo consiste en mirar hacia el pasado cometiendo dos errores, ambos graves: uno teórico y otro práctico. El primero es dejar que nuestras necesidades –típicamente modernas– de claridad de contornos, de seguridad, nos conduzcan a proyectar sobre el pasado una nitidez de lindes que nunca existió y a pensar que una cierta idea de «monarquía hispánica» tuvo una virtualidad de la que en realidad careció. El segundo, más catastrófico si cabe, es utilizar esa ensoñación del pasado como forma de justificar las falta de implicación en las necesidades políticas reales. Ningún sueño deja de ser inteligible por ser irreal, pero su inteligibilidad se convierte, precisamente, en su peor peligro[11].
Soy consciente de que estas reflexiones, necesariamente aproximativas, presentan un significado de la unidad hispánica muy lejano al comúnmente admitido. Sin embargo, el método que he seguido –con más o menos éxito– no es el de la reconstrucción imaginaria de un pasado, sino precisamente el intento de atender a realidades aparentemente contradictorias pero igualmente ciertas sin tener que sacrificar ninguna de ellas a una síntesis racional. Que existió una vis solidaria entre las distintas y muchas veces rivales unidades políticas ibero cristianas medievales es cosa que certifica la historia. Que ese impulso no tuvo nunca perfiles políticos definidos y que fue compatible con rivalidades mutuas, no parece posible negarlo a menos que se recurra a expedientes ocultos y mágicos. Que ese mito hispánico –en un sentido de construcción simbólica e identitaria– operó con tanta o mayor fuerza en el reino de Portugal es cosa clara. Pero, a partir de 1640, ¿qué ocurre con esa «España» lusitana? ¿Se demedia o sencillamente se va apagando en Lusitania? Sin olvidar el siniestro recurso a la «maña e furto», sin economía de indignidades, en la conquista de Navarra: ¿se lograba con aquel expediente que Navarra fuera más española de lo que era o menos? La misma superposición de territorios anejados a las diferentes coronas ibéricas, ¿fueron España? En tal caso, ¿siguieron siéndolo después de ser arrebatados a la corona de Aragón la Cerdaña, el Rosellón, Córcega, Sicilia o Cerdeña? ¿Y el cordialísimamente hispánico Franco Condado?
Lo que quiero señalar es que los datos que nos ofrece la historia y la tradición que llega hasta nosotros configuran una labilidad íntima de la idea de España, en el sentido más puramente etimológico de la palabra: algo que se escurre y resbala. Sin dejar por ello de ser real y operante. ¿Es posible reconocerse heredero y obligado por la pietas hacia una realidad tan flexible y poliédrica? Parece que cuanto más ha avanzado la modernidad más difícil ha resultado esa operación para nuestras cabezas racionalistas. A resultas de ello nace ese desarraigado y piadoso intento de otorgar en nuestro discurso mayor claridad, perfiles más netos que los que atestigua la historia, mediante la calcificación intelectual, y la indirecta «hipostasización» de una idea de España. Ahora nos produce sonrojo la fantasía de Fernández de Oviedo, pero no falta hoy quien sigue creyendo que España –algo identificable como una comunidad política– es rastreable y se puede esculcar ya en el Imperio romano y no hace tanto yo sostuve que el tercer concilio de Toledo es el punto de arranque de esa comunidad. Piadosas confusiones que atropellan los desnudos datos bajo las ruedas de construcciones imaginarias y extemporáneas. Sólo nos resultan tolerables a precio de ignorar los más elementales principios de la reflexión política y en tanto apuntalan una intención política o ideológica en el presente.
El problema no es posicionarse, sino tomarse el trabajo de contemplar la realidad, de volver a aprender la disciplina de lo práctico y de lo prudente. En ese aprendizaje, vuelve a emerger discernible la dignidad, la belleza y la potencia sutil de esa vieja realidad del affectum hispánico. Lábil como todas las llamadas de la historia. Entonces se comprende que querer otorgarle mágicas consistencias que no le son cabales es privilegiar nuestra imaginación sobre las irisaciones propias de la perfección política de esas Hispaniae y cómo su estatuto es todo él práctico y práctica su belleza y exigente de realizaciones más que de prosopopeya. Esa España no es rival sino muñidora de amistad política y por eso, a pesar de todas las imperfecciones de lo humano, de las que no escapamos los hispanos y no pocas veces exageramos; a pesar de un odioso, voraz y creciente «vector regalista» que acompañó siempre –como un espíritu malo– a la monarquía hispana, por eso, digo, esa amistad política ha resultado en la historia un espectáculo doliente y admirable y sigue siendo causa de gratitud y de obligación operativa.
[1] Sin embargo, ¡cuánta confusión entre la beata recomendación paulina de que aspiremos a los carismas mejores (pues los carismas son gracias y en sí nada tienen que ver con el orden de la acción y de las decisiones prácticas) y los abusos de tantos expertos en discernimientos vocacionales!
[2] «En la Edad Media se falsificaron documentos jurídicos, a partir del Renacimiento se empiezan a falsificar libros de historia. Y este nuevo ciclo de fraudes, abierto por el humanista Annio de Viterbo y al que pertenecen nuestros “falsos cronicones”, corresponde a la renovación de los métodos historiográficos y en particular a la valoración de las fuentes antiguas: sin el interés renacentista por apoyar la historia sobre documentos del pasado, nunca se habría pensado en falsificarlos. Los cronistas medievales creían que la verdad de la historia ya estaba escrita y que sólo se trataba de conservarla por medio de sucesivas recopilaciones. Cuando los humanistas afirman que todavía está por descubrir, algunos piensan que pueden inventarla. Así pues, el fraude de los “falsos cronicones” no es un vestigio del oscurantismo medieval en pleno Siglo de Oro sino una consecuencia lógica (aunque perversa) de la influencia de la crítica humanista sobre la manera de escribir la historia». Pedro CÓRDOBA, «Las leyendas en la historiografía del siglo de Oro», Criticón (Madrid), núm. 30 (1985), pág. 249.
[3] Gonzalo FERNÁNDEZ DE OVIEDO, Historia general y natural de las Indias, islas y tierra-firme del mar océano (edición y comentarios de José Amador de los Ríos), Madrid, Real Academia de la Historia, 1851, primera parte, libro II, cap. III, págs. 17-18. Forzoso es reconocer, como hace Amador de los Ríos, que los historiadores y eruditos más competentes de la época despreciaron estos disparates y la interesada credulidad con la que, por ejemplo, al hablar de la historia remota de España acepta «fábulas y mentiras», como las fantásticas sagas de reyes españoles desde tiempos de la Atlántida.
[4] «…escribí estas páginas para quitarme el sombrero delante de los condenados y para dejar coronas de flores a los pies de los muertos. Ellos no me necesitan, pero yo a ellos sí» (Mauricio WIESENTHAL, Libro de réquiems, Barcelona, Edhasa, 2009, prólogo).
[5] Mención aparte merece el hecho de que instituciones como las Cortes de Navarra, mucho más sumisas al poder cortesano castellano que lo que dejan ver sus declaraciones y retórica, jugaron ese dúplice papel a sabiendas y con deliberación. Con pragmatismo realista se acomodaron a una praxis regia férrea, pero sin abandonar nunca un papel simbólico de cara al pueblo, planteando exigencias y gallardías frente al poder central, más grandilocuentes que efectivas. Pero que lo que buscaban, precisamente, era alimentar simbólicamente el mito de la continuidad de la independencia (donde mito no es sinónimo de falso, sino de construcción simbólica). Cuando Carlos I abdicó en su hijo Felipe, lo notificó así a las cortes de Castilla, pero no a las de Navarra. Éstas enviaron a Yuste una delegación para recordar que Carlos seguía siendo rey de Navarra, puesto que no había renunciado ante nuestras Cortes. Obviamente, el gesto, frente al monarca retirado y al nuevo rey, no tenía pretensión ninguna y aun encerraba un fondo de devoción, pero frente a los navarros era un guiño con el que se seguía alimentando una ilusión de independencia, que es ya ser independiente en el deseo. Lo relevante en este caso, como en el ideal hispánico previo a los reyes católicos, es que la fuerza y la realidad política de esa «ilusión» no coincide con su virtualidad potestativa, con su traducción en términos de decisión actual. Siendo una realidad de orden mucho más profundo, su virtualidad política es enorme. De este modo, las Cortes de Navarra se erigieron en mito, no fundacional sino preservativo, de la identidad política independiente de Navarra. En unos siglos en los que era lo que se pudo hacer: crearon un «lugar» imaginario para la independencia.
[6] «Respondeo dicendum quod lex naturalis potest intelligi mutari dupliciter. Uno modo, per hoc quod aliquid ei addatur. Et sic nihil prohibet legem naturalem mutari, multa enim supra legem naturalem superaddita sunt, ad humanam vitam utilia, tam per legem divinam, quam etiam per leges humanas. Alio modo intelligitur mutatio legis naturalis per modum subtractionis, ut scilicet aliquid desinat esse de lege naturali, quod prius fuit secundum legem naturalem. Et sic quantum ad prima principia legis naturae, lex naturae est omnino immutabilis» (S. th., I-II, 94, 5).
[7] «¿No será que la necesidad ha creado una teoría y que la sensibilidad herida busca una justificación?» (Romano GUARDIANI, Cartas del lago de Como, Pamplona, Eunsa, 2013, pág. 65).
[8] «Respondeo dicendum quod sicut supra dictum est, lex humana est quoddam dictamen rationis, quo diriguntur humani actus. Et secundum hoc duplex causa potest esse quod lex humana iuste mutetur, una quidem ex parte rationis; alia vero ex parte hominum, quorum actus lege regulantur. Ex parte quidem rationis, quia humanae rationi naturale esse videtur ut gradatim ab imperfecto ad perfectum perveniat. Unde videmus in scientiis speculativis quod qui primo philosophati sunt, quaedam imperfecta tradiderunt, quae postmodum per posteriores sunt magis perfecta. Ita etiam est in operabilibus. Nam primi qui intenderunt invenire aliquid utile communitati hominum, non valentes omnia ex seipsis considerare, instituerunt quaedam imperfecta in multis deficientia quae posteriores mutaverunt, instituentes aliqua quae in paucioribus deficere possent a communi utilitate. Ex parte vero hominum, quorum actus lege regulantur, lex recte mutari potest propter mutationem conditionum hominum, quibus secundum diversas eorum conditiones diversa expediunt. Sicut Augustinus ponit exemplum, in I de Lib. Arb., quod si populus sit bene moderatus et gravis, communisque utilitatis diligentissimus custos, recte lex fertur qua tali populo liceat creare sibi magistratus, per quos respublica administretur. Porro si paulatim idem populus depravatus habeat venale suffragium, et regimen flagitiosis sceleratisque committat; recte adimitur tali populo potestas dandi honores, et ad paucorum bonorum redit arbitrium».
[9] «Ad primum ergo dicendum quod illud quod est naturale habenti naturam immutabilem, oportet quod sit semper et ubique tale. Natura autem hominis est mutabilis. Et ideo id quod naturale est homini potest aliquando deficere» (S.th., II-II, 57, 2, ad 1).
[10] Romano GUARDIANI, Cartas del lago de Como, cit., pág. 50.
[11] «No contiene lo efectivo nada de más que lo meramente posible. Cien táleros efectivos no contienen lo más mínimo de más que cien posibles. Pues como éstos significan el concepto y aquéllos el objeto y la posición de él en sí mismo, en el caso de que éste contuviese más que aquél, no expresaría mi concepto el objeto entero, ni tampoco sería, por tanto, el concepto adecuado de él. Pero en el estado de mi fortuna hay más con cien táleros efectivos que con el mero concepto de ellos (esto es, de su posibilidad). Pues el objeto no está, en el orden de lo efectivo, contenido meramente en forma analítica en mi concepto…». José GAOS, La filosofía en la universidad. Ejemplos y complementos, Ciudad de México, UNAM, 1958, pág. 172. La cita es de la Crítica de la razón pura de Kant.