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Número 535-536

Serie LIII

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La monarquía contra la oligarquía

Cuaderno: Monarquía y democracia

 1. Oligarquía: voilà l’Ennemi!

Un evidente punto de partida para discutir el valor de una forma de gobierno concreta es evaluar su capacidad para resolver problemas temporales serios, y no momentáneamente, sino durante un periodo de tiempo razonablemente largo. Muchos católicos consideran que el problema más acuciante al que nos enfrentamos hoy es la amenaza que plantea el islam militante. Aunque bajo ningún concepto quisiera minimizar la importancia de esa amenaza concreta, estoy sin embargo convencido de que el actual peligro musulmán es él mismo producto de un mal todavía más poderoso y persistente que sólo un gobierno justo puede eliminar; un mal que durante demasiado tiempo ha sido central en nuestra vida diaria política y social.

El mal en cuestión es que Occidente –y ahora parece que también el planeta entero– está dominado por una oligarquía cuya victoria ha sido responsable de innumerables e intencionados males, entre ellos la lamentable fortaleza del terrorismo islámico. Parafraseando a Léon Gambetta, l’oligarchie –voilà l’ennemi! Estudiar la naturaleza de esta oligarquía hostil es una introducción muy conveniente para comprender el gran valor del principio monárquico, los lamentables problemas que a menudo dificultan su beneficiosa acción anti-oligárquica, y cómo pueden superarse esos defectos.

El imperdonable «pecado contra el Espíritu Santo» de la oligarquía consiste en su reduccionismo: sustituye la persecución del bien común por una búsqueda de la satisfacción de los intereses particulares y estrechos de una minoría de la población claramente identificada. En principio, ese servicio a sí mismos, descarado y corto de miras, debería constituir un blanco fácil para el ataque de adversarios inteligentes. Pero es triste decir que históricamente eso no ha sido la norma, al menos en el mundo occidental, por razones que parecen vinculadas al siempre turbador problema del extraño misterio de iniquidad.

2. Una doble oligarquía: plutocrático-ideológica

Desde que Sócrates elevó el debate político para ir más allá de las apariencias superficiales y desvelar el más profundo significado subyacente de las cosas (su logos), los gobernantes occidentales comenzaron a comprender la necesidad de dotar a su ejercicio del poder de una «tapadera» intelectual. En otras palabras, comenzaron a comprender que el desarrollo de un pensamiento político y social serio les obligaba a vincular con mayor inteligencia su posesión del poder con algunos principios justificadores más elevados, o, en ausencia de cualquier forma creíble de hacerlo, a alegar que el control de la sociedad estaba en las manos de otros realmente apasionados del bien común, reduciendo así sus extraordinarios éxitos a un subproducto de las decisiones de esos otros.

Se apoyaron en pensadores y oradores inteligentes que elaboraron ese argumento. Sus trabajos eran aún más esenciales como resultado de la Encarnación del Logos mismo en el Hombre-Dios Jesucristo, y de esa unificación de la búsqueda natural y sobrenatural de un bien común más profundo que se manifestó en la construcción de la Cristiandad católica. Y de alguna forma las tapaderas que presentaron esos sutiles «mercaderes de la palabra» han demostrado ser extremadamente seductoras, incluso para los mismos enemigos de la oligarquía, poniendo de manifiesto las mentiras que suelen proferir, a menudo con el corazón partido y por tanto sin convicción.

La tapadera que protege ahora a nuestra moderna oligarquía occidental es hasta la fecha la más eficaz, seductora y fraudulenta de todas estas historietas, aunque su auténtica fortaleza revela también el talón de Aquiles del opresor contemporáneo: el hecho de que sea una banda compuesta por dos facciones distintas, potencialmente una «casa dividida contra sí misma». Por un lado, es una oligarquía construida sobre el deseo de hacer del mundo un lugar seguro para la riqueza material en general y las inversiones financieras en particular, quedando la vida de la mente y del espíritu reducida a la impotencia social e individual. Por otro lado, es una oligarquía en la cual los pensadores y oradores que han aportado una justificación para la victoria del dinero y las finanzas constituyen un poder diferenciado con su propio derecho (una «oligarquía de la palabra» cuyos miembros juegan un papel principal en las instituciones tanto públicas como privadas y en sus burocracias), precisamente mediante el cultivo de ese mundo de ideas que desprecian sus aliados plutócratas.

Los «oligarcas de la palabra» proponen esa aproximación a la comprensión de la vida que denominamos naturalismo. Como naturalistas, son reduccionistas intelectuales –ideólogos– que desdeñan todo conocimiento que no se imprima inmediatamente en los sentidos o los sentimientos. Este énfasis sobre lo inmediato les enemista con la búsqueda socrática de un logos más profundo detrás de las cosas (que tiende naturalmente «hacia arriba»), y les conduce a menospreciar totalmente la sabiduría sobrenatural que nos llega por medio del logos encarnado.

En cuanto naturalistas, acuden en socorro de quienes pretenden liberar la acumulación de riquezas de la crítica de los cazadores del logos naturales y sobrenaturales. Es más, esos pensadores pueden ser mucho más profundos y lógicos en su perspectiva naturalista de largo alcance de lo que querrían aquellos hombres que sólo tienen oro en la mente. Por tanto, a menudo han propuesto teorías con consecuencias sociales e individuales a largo plazo que eclipsan en importancia los objetivos pretendidos por sus aliados materialistas, más bien irreflexivos y por tanto más cortos de miras. Ese naturalismo lógico amenaza constantemente la preeminencia exclusiva del papel dinero sobre un mundo que lo desea demasiado como para librarse de los cazadores de logos.

En suma, la sociedad moderna está diseñada por una oligarquía conjunta plutocrático-ideológica, cuyas dos facciones componentes ceden algo, consciente o inconscientemente, para avanzar en sus objetivos particulares. A pesar de su cooperación, históricamente demostrable, ambas también han demostrado su capacidad para llevar a la otra por un camino por el que no quería ir. Los plutócratas, reconociendo su necesidad de una tapadera intelectual eficaz, a menudo han sido conducidos, por su confianza en los oligarcas de la palabra, a apoyar políticas naturalistas más amplias cuya lógica no previeron y que podían incluso –como, por ejemplo, con el comunismo– llevarlos a su propia destrucción. Al mismo tiempo, los ideólogos, que sólo podían conseguir la oportunidad de poner en práctica su mercancía intelectual mediante el respaldo práctico que les garantizaban los oligarcas del dinero, a menudo han sido presionados (por las peticiones de sus partidarios y por el entorno material enormemente seductor creado por su primacía) para traicionar sus principios más lógicos y limitar el papel del pensamiento al de palmero exclusivamente de esas «virtudes naturales» convenientes para la acumulación de riqueza.

No ha sido en absoluto insólito que miembros de una de las partes de esta extraña coalición se hayan convertido al naturalismo del otro, el más descaradamente «buscador de oro» o el «intelectualmente profundo». Pero las contradicciones de la alianza plutocrático-ideológica entre los irreflexivos y los intelectuales son sin embargo demasiado reales, y cuando han chocado ásperamente una con otra, la unidad de la oligarquía ha explotado en violentas «guerras civiles». De hecho, la unidad entre el núcleo de los habitantes de una casa tan potencialmente dividida contra sí misma como la moderna oligarquía sólo puede mantenerse si la amenaza de un enemigo común puede mantenerse constantemente ante los ojos de sus dos facciones componentes.

Georges de Lagarde, en su Naissance de l’esprit laique au declin du moyen âge, mostró que esta oligarquía con dos variedades tiene orígenes que remontan al siglo XII, radicados en última instancia en el deseo, tanto de los naturalistas irreflexivos como de los intelectuales, de liberarse de la dirección de los buscadores de logos. Sin embargo, su evolución más eficaz y sostenida comenzó en el siglo XVI, con una inspiración que llegó primariamente desde Alemania, el mundo anglo-americano y Francia. Fue allí y entonces cuando los hombres de la propiedad y del dinero, buscando liberarse de una guía «más elevada», empezaron a vincularse más claramente con una incipiente república de las letras cuyos complejos integrantes protestantes, pietistas, jansenistas, legalistas e ilustrados también estaban trabajando de formas muy distintas para liberarse de las consecuencias temporales del mensaje del Verbo Encarnado y de sus aliados socráticos. Pero también fue allí y entonces cuando los problemas del condominio de los irreflexivos y de los intelectuales salieron brutalmente a relucir, forzando decisiones imprevistas sobre los que en tiempos fueron aliados: los «ricachones» evangélicos y sus pastores ambulantes se apartaron de los «entusiastas» que aplicaban la lógica total de Lutero; las clases propietarias inglesas le ponían la corbata a los puritanos utópicos de la guerra civil y de la era Commonwealth; la burguesía de la Convención nacional de 1794 repudió a sus aliados jacobinos, ahora comprometidos en una purga de la raíz a las hojas de fuerzas (entre ellas, prominentes propietarios) que consideraban dañinas para la construcción de una república de la virtud verdaderamente natural e inspirada por Rousseau.

El industrialismo del siglo XIX confirmó el papel dominante de la burguesía plutocrática en la constitución de la moderna doble oligarquía. El año 1794 había demostrado ampliamente los peligros de pescar en las aguas de la ilustración radical una tapadera para justificar el poder burgués. Esto llevó a confiar en el «argumento» de apoyar a la fuerza armada sola como una posible opción para mantener su influencia (ya fuese la de una policía y un ejército más convencionales, como Napoleón, ya fuesen las más radicales milicias fascistas de un Mussolini o un Hitler). Pero depender sólo de la fuerza bruta traía consigo unos peligros específicos para la propiedad en forma de belicismo y de derrotas, obligando a reconocer que era necesaria una defensa intelectual más permanente.

3. La doble oligarquía y el pluralismo americano: un cuento chino

El favor del poder del dinero recayó entonces sobre los argumentos de pensadores de la Ilustración moderada como John Locke y Adam Smith, cuyas ideas habían demostrado su valor en el Reino Unido de la Revolución Gloriosa de 1688 y sus consecuencias, y luego encontraron su tierra prometida y sus más potentes medios de expresión en los Estados Unidos de América y en las enseñanzas de su religión establecida: el pluralismo americano. A través del relato fantástico del pluralismo americano, las «oligarquías de la palabra» ejercen hoy su influencia más eficaz sobre la doble oligarquía. Y esta tapadera la difunden globalmente por medio de organizaciones públicas y privadas, muchas de ellas alimentadas por subvenciones de proporciones astronómicas.

Como sucede con los cuentos chinos, el del pluralismo americano parece ofrecer todo lo que la oligarquía plutocrática podría desear. Descarta los alegatos «conspiranoicos» de un control político por parte del poder financiero, proclamando orgullosamente que la autoridad gubernamental es territorio del Pueblo Soberano, cuya sabiduría y cuyas decisiones son lo único que está detrás de los éxitos de la oligarquía. Luego ensalza el entorno pluralista de la tolerancia religiosa como prueba del carácter a la vez individual, tradicional y apegado a Dios del orden establecido: se trata de su maravilloso mercado libre de ideas, donde los buscadores de logos tienen tantas posibilidades como cualquier otro para argumentar sin violencia su propia opinión. Y, finalmente, que las doctrinas pluralistas abran un espacio para que todos gocen de esa «paz que sobrepuja todo entendimiento» –en grueso contraste con quienes gobernaban en las eras malvadas que precedieron a esta victoria– garantiza que todas las sociedades aceptarán sus bendiciones.

Semejante tapadera ha permitido realmente a los plutócratas a título individual hacer despiadadamente lo que uno de sus padres fundadores, John Locke, dijo que debían hacer para protegerse a sí mismos en un mundo que él, como Hobbes, veía básicamente como una lucha inmisericorde en la jungla: ganar y defender la propiedad privada. Porque mientras esa tapadera tranquiliza a los defensores del bien común alegando que el poder reside en el pueblo, y mientras calma a los buscadores de logos insistiendo en que la libertad religiosa les permite la posibilidad de ganar adeptos, en realidad, en la práctica, se burla de cualquier esfuerzo popular, o filosófico o religioso, para bloquear el avance del poder del dinero. Su «vigilancia y contrapeso» de la autoridad gubernamental de la supuesta soberanía popular va más allá de cualquier capacidad práctica para controlar el triunfo del empeño económico individual. Reduce la influencia de los serios buscadores de logos, ávidos de comprender el verdadero papel de la propiedad y de la fortuna al sinsentido público y convierte sus actuaciones en las de un grupo privado más, en última instancia impotente entre la horda de sectas contradictorias y descerebradas que la libertad religiosa moviliza para la batalla en una «sociedad libre». Y hace todo esto mientras atornilla incansablemente el argumento de que la filosofía individualista y materialista de Locke es la única llave posible para la paz y la prosperidad, a la cual sólo los criminales y los locos se atreverían a oponerse.

Pero desgraciadamente para los plutócratas irreflexivos, la lógica de la tapadera pluralista permite una evolución mucho mayor que el desencadenamiento de los deseos económicos individuales. Su efectiva destrucción de la autoridad gubernamental atribuida «al pueblo»; su multiplicación de facciones religiosas para asegurar una guerra ruinosa de todos contra todos que impida a los buscadores de logos conseguir una influencia significativa; su incansable promoción de los intereses materialistas individuales… todo eso es usado para sus propios propósitos por otras personas y facciones, muchas de las cuales no comparten los intereses de los plutócratas. De ahí la fuerza de esos individuos y grupos que llevan a cabo las agendas de la liberación sexual, de los dedicados a cualquier cosa que beneficie al Estado de Israel, y de aquellos tan enamorados del pluralismo que su objetivo principal en la vida es imponerlo por las armas en todo el planeta. Los neoliberales pluralistas pueden lamentar el belicoso «abuso» neo-conservador del pluralismo como un peligro para comerciar todo lo que quisieran, pero no tienen dónde apoyarse intelectualmente. Porque el pluralismo es una tapadera fraudulenta que fue diseñada desde el principio para permitir ese «abuso», venciendo en las luchas de voluntades por definir qué constituye «abuso». Y el hecho de que su valor como tapadera se sitúe por encima de los riesgos que implica se demuestra en cómo acuden siempre a su defensa las oligarquías plutocráticas cada vez que una fuerza importante antipluralista y antioligárquica amenaza con resurgir.

4. El principio monárquico completo: una alianza dual

Esa fuerza es el principio monárquico, el cual, cuando está plenamente activado, se enfrenta a la estrecha e interesada doble oligarquía con su propia e inmensamente poderosa alianza dual: una alianza dual que une a todas las fuerzas políticas y sociales interesadas por el bien común de toda la población con todas las fuerzas espirituales e intelectuales que enseñan el verdadero significado que late detrás de la apariencia superficial de las cosas: su logos. Insisto en las palabras «plenamente activado», porque en contraste con el moderno sistema pluralista, cuyos resultados son peores cuanto más auténticamente se realiza su verdadero carácter, y mejores cuanto más es violentado, los males del principio monárquico residen en su aplicación descuidada, y su cura en la más estricta obediencia a su espíritu subyacente. Por desgracia, no existe una llave sencilla que garantice mecánicamente esa plena activación. Mantenerla implica un esfuerzo constante de mente, alma y cuerpo. Y es el histórico debilitamiento y abandono de ese esfuerzo lo que explica que la doble oligarquía tenga actualmente una ventaja que sus propias e inherentes contradicciones realmente no le justificaban tener.

«Todo buen regalo y todo don perfecto viene de arriba, procede del Padre de las Luces», nos dice la Epístola de Santiago (1, 17). Nuestro recuento de las ventajas del principio monárquico comienza, en consecuencia, con el principio monárquico inherente a la Encarnación del Logos Divino y su más importante enseñanza temporal: el hecho de que «el Reino de Dios está cerca». Ese reinado exige cambios en el comportamiento tanto de las instituciones sociales como de los individuos, basados no sólo en la sustancia del mensaje del Rey de Reyes, sino también en el auténtico carácter de la Encarnación misma. Los cambios ordenados por Jesucristo como Rey se exigen ahora y no al final de los tiempos, cuando Nuestro Salvador regrese para juzgar lo que hemos hecho hoy con sus mandamientos. Y estos cambios sobrenaturalmente ordenados también estimulan esa búsqueda natural buena (aunque imperfecta y limitada) de la Verdad y de la perfección que inconscientemente intenta adquirir la plenitud de la luz ofrecida por la Revelación y la gracia; una búsqueda que los Padres de la Iglesia vieron bien reflejada en los desarrollos greco-romanos en filosofía, política y ley.

El brillante movimiento decimonónico de renacimiento católico, alimentado por una variedad de influencias, incluidas las meditaciones literarias y artísticas de los escarmentados defensores de la Ilustración, muchos de ellos conversos, nos suministra una fuente incomparable de argumentos sobre las consecuencias favorables a lo natural y antioligárquico de un principio monárquico deducido del mensaje de la Encarnación. Algunos de los más finos argumentos pueden encontrarse en las páginas del diario romano jesuita La Civiltà Cattolica entre su fundación en 1850 y la promulgación por el Beato Pío IX del Syllabus de errores en 1864. Particularmente instructivos a este respecto son los artículos de dos de sus autores jesuitas: Matteo Liberatore (1810- 1892) y Luigi Taparelli d’Azeglio (1793-1862). Y un conjunto de artículos de Taparelli en la Civiltà publicados luego bajo el título de Esame critico degli ordini rappresentative alla moderna (1854) tratan especialmente sobre la batalla de la monarquía contras las minorías poderosas.

Sus argumentos dicen básicamente lo siguiente. La Encarnación demostró que la salvación final y la perfección de los individuos consisten en unirse socialmente a la autoridad de la carne y la sangre de Jesucristo, y obedecerla. Esa autoridad de la carne y de la sangre se continúa en la autoridad social visible de la Iglesia católica. La existencia de la Palabra encarnada sobre la tierra como una «institución social» visible en Sí misma, y la continuación de esta función en el cuerpo místico de Cristo, apunta, por su ejemplo de autoridad suprema, a la necesidad de considerar análogamente las instituciones sociales naturales, y a utilizarlas en unión con su modelo sobrenatural. La pertenencia a esas sociedades permite a los individuos aprender y cumplir con las responsabilidades que derivan de vivir en el orden natural creado por Dios, y en conseguir ayuda para evitar las injusticias que el pecado introduce en el mundo. Cuando las acciones inmorales a las que tienden esas sociedades mismas son redirigidas y corregidas por medio de la obediencia a Cristo en su cuerpo místico (la Iglesia) son exaltadas más allá de su función original. Entonces sirven no sólo para perfeccionar la existencia temporal de los individuos, sino también para ayudarles a abrirse a la gracia de Dios y a la vida eterna.

Pero las instituciones sociales naturales sólo pueden cumplir eficazmente esta doble tarea si, como el mismo Verbo encarnado, se entiende que poseen una cierta realidad propia en sí mismas y no se las considera herramientas adaptables a sus miembros. Esa realidad se manifiesta en que tienen autoridad y son capaces de hacer cumplir los mandatos de la autoridad. Es esa autoridad la que distingue a esas sociedades como entidades con un significado eterno, puesto que la autoridad que ejercen sólo puede venir del Dios eterno. Como en el caso de Cristo, esa autoridad divina y su voz deben ser claras para que los ojos humanos las vean y los oídos humanos las oigan, de modo que no haya duda de quién manda y qué es lo mandado. Y dado que hay personas humanas implicadas en el trabajo de esas instituciones, incluidas las del cuerpo místico de Cristo, se requiere que exista esa autoridad clara para asegurar que no puede haber dudas sobre dónde deben dirigirse las alabanzas al trabajo bien hecho y las denuncias para corregir un abuso de poder mal dirigido o inmoral. Esa clara autoridad, en su expresión última, debe ser también tan unívoca como visible, y por tanto monárquica en su carácter. Debe estar rematada por un pontífice, rey, presidente, padre, rector o directivo gremial monárquico supremo. No hay otro camino para que la necesidad común que la sociedad en cuestión conduce pueda quedar impresa como realidad en las criaturas de carne y sangre. Debe ser «encarnada» para ser seria.

No es necesario aquí indicar todos los diferentes tipos de instituciones sociales, desde la familia para arriba, que hacen palpable una autoridad en última instancia monárquica. Basta decir que el crecimiento de la Cristiandad católica en la Edad Media fue acompañado por una correspondiente intensificación de la conciencia intelectual de la importancia de la sociedad y por una autoridad social de expresión en última instancia monárquica en todos los variados ámbitos del esfuerzo natural, y referida a su valor conjuntamente sobrenatural y natural.

Quizá en ningún momento se vio mejor esto que durante el pontificado del papa Inocencio III. Su reconocimiento de la complejidad de la acción natural humana y de la necesidad de movilizar el caleidoscopio de las esferas humanas de acción en una cruzada militante para la transformación en Cristo se tradujo en un esfuerzo persistente por «encarnar» todas ellas en instituciones sociales con autoridades visibles, que a su vez aceptaban las correcciones que viniesen de parte de un papado monárquico. Un ejemplo es su profundo respeto por el papel de la mente en el descubrimiento del logos de las cosas, y su pasión por dar a la actividad intelectual solidez, dirección e impacto confirmando las estructuras visibles de la Universidad de París y la autoridad de su Canciller. Y aún más interesante es su reconocimiento de que esos estudios dirigidos con tanta autoridad, junto con la labor de las órdenes mendicantes recientemente institucionalizadas, podría servir para mantener en sus justos límites lo que muchos hombres de Iglesia desde tiempos de Juan de Salisbury estaban señalando alarmados: el crecimiento exagerado de un poder oligárquico del dinero potencialmente anticatólico.

La Civiltà Cattolica insistía particularmente en la necesidad de que el Estado y su autoridad siguiesen el ejemplo monárquico ofrecido por la Palabra hecha carne. Taparelli argumentaba que esta autoridad monárquica podía y debía tomar muchas formas diferentes, según las circunstancias históricas. A pesar de los obvios defectos de la monarquía hereditaria, Taparelli creía que su gran ventaja era encarnar poderosamente la aceptación por el Estado de la importancia primordial de la familia para la vida, así como la necesidad de construir la política pública cotidiana sobre la sabiduría de las generaciones pasadas y de forma que mirase a un futuro a largo plazo. Más aún, limitaba las ambiciones entre los competidores por la suprema autoridad, así como los males provenientes de las dudas sobre quién podría ser el siguiente gobernante (duda que ha solido causar infinitamente más desdichas que los fracasos reales de un superior ya existente, y duda que se convirtió en permanente en los sistemas donde se dice que reina un «pueblo» a quien nadie puede ver).

la sumisión al supremo Reinado de Cristo le permite purgarla de sus tendencias pecadoras y auto-divinizantes. Y clarifica la función propia del Estado: la «coordinación», en unidad y armonía, de una sociedad compuesta por muchas sociedades, a través de las cuales los hombres pueden responder a una verdad más alta, pero todavía gravemente tentada de perseguir intereses de campanario. Animar al Estado a respetar el papel de las demás autoridades monárquicas en la compleja sociedad humana, hace a ese Estado más cercano, democráticamente, a la verdadera voluntad del Pueblo, limita su propia necesidad de apelar a una acción política centralizada y asegura una conformidad más dispuesta en aquellas materias donde la acción coercitiva es necesaria. Y así como las autoridades monárquicas de todas las sociedades por debajo del Estado trabajan para el principio general que encarnan (atando en corto los intereses oligárquicos en ese proceso), el Estado monárquico perfecciona ese amor por el bien común y la justicia ordenada, que un pueblo sólo puede apreciar plenamente cuando un gobernante de carne y hueso que se modela a sí mismo según Cristo encarna su sentido y su significado.

Sin embargo, como se apuntó anteriormente, no existe una forma mecánica de describir y garantizar la efectiva ejecución de esta visión monárquica plena y conducida por el logos. La complejidad social es extraordinaria. Los individuos que ejercen y obedecen ese complejo de autoridades sociales monárquicas son todos ellos únicos en su capacidad tanto para el bien como para el mal. Y, por último, esa autoridad social puede influir sobre individuos potencialmente santos o malvados dirigiéndolos o sometiéndose a ellos en formas infinitamente impredecibles. Uno sólo puede «ver» en la práctica cómo funciona esta visión de las cosas entrando en esa completa pero frágil danza de la vida que abarca como parte de la naturaleza de las cosas, y con toda la información que nos dan la Fe y la Razón. Esa danza exige un estado de mente no-ideológico y no-mecanicista, y una disposición a salirse del camino con elegancia cada vez que un tropezón nos desvía de la pirueta diaria alrededor del salón de baile, y quizá de forma diferente cada vez que tiene lugar un nuevo tropezón. Quienes intentan manejarse según las reglas de esta cristiana danza de la vida, siempre estarán pendientes de los torpes y recordarán que algunas veces pueden chocar con sus vecinos.

Actuar de buena fe para evitar tropezones o para recuperarse de sus efectos en un «salón de baile» constantemente sometido a los estragos del pecado puede suponer a menudo interferencias irregulares, exageradas o teóricamente no deseadas de una (o muchas) de las autoridades monárquicas de una sociedad dada en los asuntos de otra (o muchas otras): la Iglesia en la vida del Estado, el Estado en la de la Iglesia, o una sociedad subsidiaria en la de la Iglesia, el Estado u otras corporaciones. Pero esto sólo puede ocurrir para asegurar la salud de sus «monarquías» hermanas, a quienes se les puede pedir en el futuro que devuelvan el favor.

Este efecto «yin-yang» tiene una larga y positiva historia detrás, especialmente (pero no sorprendentemente) cuando las oligarquías han amenazado con subvertir una u otra de las fuerzas monárquicas activas en la Cristiandad. Por citar sólo los más célebres ejemplos, los reyes-emperadores sajones y francos vinieron en ayuda del Papado para liberarlo de las garras del control de la oligarquía local en los siglos X y XI, que sustituía por la fuerza las desdichadas figuras que legítimamente ocupaban el trono papal por pontífices más convenientes. El emperador volvió a la lucha en el siglo XV para salvar a la Santa Sede de su parálisis interna en tiempos del gran cisma de Occidente, violando totalmente las normas canónicas en el proceso.

¡Ojalá las monarquías del Estado, la Iglesia y la sociedad corporativa hubiesen actuado en una forma tan positiva, fortaleciéndose unas a otras en sus intervenciones irregulares! Pero ¡ay! la historia de la Cristiandad está repleta de usos perniciosos y exagerados de las autoridades imperial, real, papal y corporativa, decididas no a confirmar sino a destruir la justa y necesaria influencia sobre las demás. Es triste decirlo, pero con demasiada frecuencia tales acciones implicaron el despertar de las fuerzas oligárquicas más peligrosas hacia los objetivos de esos «arrebatos de poder», animando el recurso a sus fraudulentas tapaderas para justificarlos. No es sorprendente que, como se ha demostrado después en el largo plazo, esto sea perjudicial para el principio monárquico en general.

La exhaustiva biografía de Michel Antoine Louis XV (Fayard, 1989, págs. 176-179) aporta una valiosa descripción del ejercicio de la autoridad monárquica del Estado: no ideológico, no mecanicista, al estilo de una danza, con la misión de coordinar una sociedad corporativa de muchas sociedades, en última instancia muy respetuoso del Reinado de Cristo. Al hacerlo, aporta el interesante ejemplo de dos bailarinas que se utilizaban, a despecho de los choques frecuentes, reconociendo que estaban en la misma longitud de onda básica. Esto significaba que una corona generalmente considerada galicana solicitaba la ayuda de la Santa Sede (ayuda especialmente y normalmente no deseada) para tratar con la extraña alianza de jansenistas, legalistas y clero bajo que amenazaban gravemente la autoridad del rey y del Papa en los siglos XVII y XVIII. (Y la Santa Sede hacia lo mismo). Pero también muestra con qué inteligencia esta auténtica coalición explotaba en la segunda mitad del siglo XVIII las amenazas externas e internas de las monarquías francesa y papal, incluso ganándolas para respaldar aspectos de sus «tapaderas» como si fueran amigas suyas en la segunda mitad del siglo XVIII. El resultado final fue que ni el rey ni el Papa estaban en posición de ayudarse uno a otro en sus cada vez más peligrosas crisis de autoridad.

5. El fracaso del pluralismo

Sean cuales sean las variadas rutas hacia esta emergencia, la moderna doble oligarquía hizo nacer así, en nuestro tiempo, y para atar su ala plutocrática, la tapadera aportada por el pluralismo americano, la más eficaz expresión de la aproximación moderada al cambio de la Ilustración. Como se señaló antes, el pluralismo americano parece cumplir el objetivo de destruir la plenitud del principio monárquico dirigido por el logos, sustituyéndolo por el individualismo naturalista de John Locke… pero amablemente, bajo las apariencias de ser en muchos aspectos amigo de la religión y una autoridad social que calma a sus partidarios. Pero reiteremos lo que antes se dijo: la libertad religiosa que proclama se otorga bajo condición de que toda fe, reducida al nivel de un club privado e impotente, simplemente dé testimonio de la misión sagrada de América en su propia y particular «vía libre». Entre tanto, las instituciones corporativas libres que parecen mantenerse ven rota su palpable autoridad social y se desploman irreversiblemente en nombre de la voluntad de la soberanía individual. Y la guerra en la jungla individual así desencadenada no tiene ninguna oportunidad de ser controlada por un Estado cuyas diversas ramas tienen capacidad para «vigilarse y compensarse» una a otra en una parálisis total (como muestra tan claramente la actual parálisis del gobierno norteamericano). Louis Veuillot satiriza esa simultaneidad entre la parálisis y el peligro para el sistema en torno a su elemento aparentemente monárquico, la Presidencia:

«Mediante puñetazos y calumnias, mediante miles de fraudes, ellos (los americanos) fabrican cada día por sí mismos herramientas gubernamentales hechas a propósito para que se desgasten rápidamente... Cogen a un trabajador, a un cabo del ejército, a un pastor de búfalos, a un despellejador de cerdos, a un especulador de los periódicos; le sitúan a la cabeza del país, bien vigilado; acumulan ofensas sobre él, él mismo permite mil improperios, y esto dura cuatro años (sic) gracias a su marrullería, y eso si tiene suficiente espíritu para comprometerse en ello. Cuando se va, cubierto de saliva, le sustituye otro que escupió sobre su predecesor, y sobre quien alguien escupirá pronto. Esto funciona para ellos y durará únicamente hasta que se haya vuelto demasiado salvaje como para mantener el mismo líder durante (cuatro) años. Entonces crearán dictadores que perpetuarán su poder, o se devorarán unos a otros, y la república más encantadora del mundo terminará siendo un imperio hereditario fuertemente disciplinado, o una cueva o un matadero».

La protección pacífica de la propiedad puede haber sido el objetivo de la componente plutocrática de la doble oligarquía al adoptar el pluralismo americano como tapadera, pero el sistema no ha funcionado con especial gentileza ni particular amabilidad ni exclusivamente a favor de los plutócratas: ni siquiera en su patria. La suave maquinaria de la Ilustración moderada ha presidido el genocidio de los indios, una guerra civil sangrienta con un millón de muertos y heridos después de sólo siete décadas de existencia, y un injusto conflicto tras cada conflicto expansionista. Sí, realmente ha promovido los intereses de los plutócratas, en detrimento económico de la mayor parte de la población, limitado sólo por los beneficios debidos a su imperialismo, y con el concomitante empobrecimiento de la vida cultural de la nación. Pero el interés de esa primera plutocracia por cada vez mayor riqueza está constantemente amenazado por las exigencias de pervertidos sexuales igualmente decididos y por los ideólogos del belicismo al servicio de Israel, del revisionismo sionista y el neoconservatismo trotskista, por quien ellos no sienten ninguna simpatía y a quienes a menudo directamente desprecian. A todas estas fuerzas decididas, sin control de la autoridad social, que el pluralismo americano desencadena con tanta eficacia –los plutócratas que matan la cultura, los pervertidos, los belicistas sionistas y neoconservadores– se debe la plaga del mismo islam terrorista.

Sea cual sea su indignación, los oligarcas plutócratas no pueden liberarse a sí mismos de su tapadera pluralista sin convertirse en defensores de la fuerza pura de una dictadura militar o fascista que someta sus fortunas a unos peligros diferentes de los que implican los pensadores radicales. Los oligarcas de la palabra saben esto y los mantienen a raya aireando constantemente la amenaza nazi ante sus ojos como única alternativa a la alabanza al pluralismo. Por otro lado, los oligarcas de la palabra no pueden liberarse del miedo mortal a que los plutócratas dejen de alimentar todas y cada una de sus voluntariosas causas para minar sus posibilidades productoras de bienes. Están unidos a sus aliados materialistas por una cadena de oro tan gruesa como la ideológica que mantiene a sus colegas en jaque.

6. ¿Es posible vencer a la doble oligarquía hoy?

El islam radical puede hacer caer esta doble oligarquía totalmente inhumana, pero no tiene una capacidad constructora de civilización innata y a largo plazo por la sencilla razón recientemente subrayada por el Papa Benedicto XVI: el islam carece de logos. Sólo la búsqueda del logos de las cosas nos puede salvar de ser gobernados por una doble oligarquía que está abocada a conducirse a sí misma, y al mundo que nos rodea, a la ruina, por exactamente la misma razón que el islam está averiado. Sólo la búsqueda del logos de las cosas, coronada por la sumisión al Verbo encarnado y su Reinado Social, y su enseñanza sobre una autoridad monárquica, pueden hacer del mundo un lugar seguro para una existencia verdaderamente humana, valorando todo lo que es natural y conduce al hombre hacia una vida eterna con Dios.

La batalla eficaz contra la doble oligarquía obviamente exige la acción vigorosa de una monarquía papal centrada en el logos, respetuosa con toda la gama de instituciones sociales que poseen autoridades de fortaleza monárquica. Esto, hoy, no existe. Por una variedad de influencias revolucionarias, la autoridad papal ha sido destruida, con el poder en la Iglesia volviendo a manos de facciones de arbitrariedad clerical que o bien forman parte de las alas plutocrática o ideológica de la reinante doble oligarquía, o bien son manipuladas por ellas. La Santa Sede parece continuar hoy el ejercicio de su autoridad como una servicial herramienta de la oligarquía y de forma correspondientemente decidida. Sus actos trabajan para derribar la esencia y las expresiones de autoridad de otras sociedades que se supone debe fortalecer, ahora la familia entre ellas. Y, es triste decirlo, no hay un Sacro Romano Emperador que intervenga para devolver a Roma al camino y comportarse adecuadamente. Un autócrata ruso, Vladimir Putin, actual objetivo favorito de la doble oligarquía, parece ser el equivalente más próximo. La búsqueda del Reinado Social de Cristo ha sido sustituida globalmente por el gobierno de cualquier expresión plutocrática, libertina o ideológica del materialismo individualista de John Locke que en un lugar y momento dados se convierta en el más fuerte.

7. El principio monárquico: enemigo natural de la oligarquía

En estos tristes días, cuando la Iglesia parece más interesada en promover la causa de la doble oligarquía que el mensaje del Logos, no resulta fácil encontrar fuentes para un resumen justo del trabajo de la monarquía contra la oligarquía. Buscando encontrar una, dí con el trabajo de Sewart Bishop Collins (1899-1952), un pensador americano curioso y más bien ecléctico del periodo de entreguerras; un hombre que se proclamaba a sí mismo un fascista al decir muchas cosas que sonaban más católicas que otras. En cualquier caso, no puedo pensar en una forma mejor para concluir hoy nuestra discusión que con una cita de La monarquía como alternativa, de Collins (1933), el primer artículo de su diario neoyorquino, The American Review (1933-1937), con sus referencia a las críticas de la moderna oligarquía de los nada fascistas distributista inglés y realista escocés:

«¿Qué es un monarca? Un monarca es un hombre (una mujer o, formalmente, un niño) investido de toda la responsabilidad gubernamental del Estado; él gobierna en interés de todo el Estado, y en materias seculares que están por encima de los individuos y de los grupos en el estado. La última soberanía del pueblo se simboliza en él y él la lleva a cabo. En particular, la función de liderazgo del monarca, en palabras de Hilaire Belloc, “es proteger a los débiles frente al fuerte, y por tanto prevenir la acumulación de riqueza en pocas manos, [así como] la corrupción de los tribunales de justicia y de las fuentes de la opinión pública”. Vale la pena decir que no existe un conflicto esencial entre el principio monárquico, sin embargo fuertemente presente, y la plena expresión del principio democrático. La forma democrá- tica es sólo un estilo de satisfacer el espíritu democrático. Quienes insisten en la absoluta superioridad de la monarquía sobre otras formas de gobierno... digámoslo más enfáticamente: “No hay pueblo si no hay también un rey” [esta frase procede] de La monarquía o la fuerza del dinero, el reciente y valioso libro del autor escocés R. McNair Wilson, que es un legitimista (esto es, alguien que defiende no sólo el principio monárquico, sino también su forma hereditaria). Vale la pena citar el pasaje completo: “La historia de la Edad Media es la historia de la lucha por el Reinado, en la cual la Iglesia, no menos que los laicos, jugó un papel. El objetivo era establecer y asegurar reyes en su cargo, por un lado por la gracia de Dios, y por el otro por la lealtad del Pueblo, de modo que el poder estuviese asegurado en todas partes para impedir la intoxicación de privilegios y la influencia del dinero. Es evidente que el Pueblo no puede ejercer el poder por sí mismo, por lo que, en verdad, no hay pueblo a no ser que haya Rey. Los pueblos sin reyes están divididos en partidos y facciones, de las cuales la más ricas se convierten inevitablemente en las más poderosas”» (Seward Collings, «Monarch as Alternative», Conservatism in America since 1930, ed. Gregory L. Schneider, Nueva York, 2003, pág. 22).