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Número 557-558

Serie LV

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El terrorismo y el enemigo en el contexto de la crisis del derecho penal

 

«La ley sirve para que los buenos puedan vivir entre los malos»
(Alfonso X, Las Siete Partidas)

1. Crisis del derecho penal

Es propósito de este breve texto reflexionar sobre terrorismo y derecho penal, para lo cual es menester considerarlos en el contexto particular de un derecho penal en crisis, que entre otros aspectos puede evidenciarse concretamente al analizar la pertinencia y, sobre todo, la utilidad de la discusión frente a la propuesta del denominado derecho penal del enemigo como tópico que copa en alta proporción la aproximación (político-jurídica) de las sociedades y los Estados a la cuestión del terrorismo.

Cabe considerar, en primer lugar, que resulta posible hablar de una crisis del derecho penal solamente en tanto se permita un análisis que involucre abordajes meta-teóricos y/o meta-dogmáticos y, en todo caso, filosóficos de esta rama del derecho, ya que de otra manera no sería consecuente realizar un juicio general, en términos normativos o sociológicos, como mera descripción de lo que simplemente «es», concepción dentro de la cual el quehacer científico se limita a la construcción y reconstrucción, cuando no a la mera descripción, de tesis al interior de un mismo sistema deductivista, como lo es la dogmática penal[1]. Esto, sin embargo, carente de las categorías y principios que como referente ético y lógico tienen la capacidad de irradiar a sus elementos y a su conjunto una verdadera juridicidad como la racionalidad que le es propia.

Por eso mismo, hablar de temas como terrorismo y derecho penal desde el interior del canon penal o desde el canon constitucional, que es al fin y al cabo a lo que se circunscribe la actual criminología, difícilmente puede conducir a una visión problemática de sus fundamentos y por tanto de sus respuestas frente a la criminalidad.

En tal situación de cambio o mutación de un concepto que en su sustancia no debería estar sujeto a contingencias –por lo mismo es que el cambio se torna en crisis– hemos querido considerar la discusión suscitada con ocasión del denominado derecho penal del enemigo como señal y síntoma de la citada crisis y además como lugar apropiado para evidenciar que esta polémica –que podría al final de este texto calificarse como inocua– ha conducido en las últimas décadas a la falta de una respuesta apropiada frente al terrorismo.

Esta crisis del derecho penal de la que hablamos, que se enmarca en una crisis general del derecho y de la cultura, parece concretarse fundamentalmente en tres aspectos altamente problemáticos:

a) La anulación del fundamento aflictivo de la pena y por ende de la propia sustantividad del derecho penal consistente en la necesidad ética y específicamente política de una retribución justa.

b) La tendencia hacia el «victimismo» consistente en la prevalencia arbitraria, casi siempre ideológica, de la perspectiva de las víctimas en el marco del juzgamiento de los crímenes –ligado a lo anterior– que reconduce el derecho criminal hacia la venganza privada en perjuicio de la perspectiva del bien común.

c) La crisis del concepto de culpa y la consiguiente desfiguración del elemento subjetivo del derecho penal[2].

Sobre el primer aspecto, es pertinente resaltar que a la vez que comporta el problema fundamental, pues está referido a la esencia misma del derecho denominado penal, tiene la natural cualidad de incidir en la desfiguración de los demás componentes de la doctrina sustantiva y adjetiva de aquél.

Es así que desde una perspectiva de derecho natural[3], se puede entender el derecho penal como: i) derecho de las penas severas[4], ii) aplicadas al concepto ético-jurídico de crimen (más o menos grave), iii) con una finalidad aflictiva hacia el criminal y por tanto contentivo de una manera específica de justicia como retribución justa[5].

Es evidente el problema teórico y práctico cuando esta naturaleza aparece difusa o incluso si desaparece para ser sustituida por una concepción diversa, sea ella cualquiera de las modalidades de filiación contractualista y racionalista, porque inmediatamente se podrá explicar cualquier aspecto criminológico, v. gr., el fin y la función de la pena, la culpabilidad de manera independiente y desenfocada aunque a veces se puedan identificar posturas más o menos prevalentes.

Más aún, cuando se elimina la necesidad social de la pena como exigencia de justicia en el contexto de toda la comunidad política, no solamente se habla de un error técnico o filosófico, sino en el fondo de la impunidad como injusticia.

Es oportuno anotar que en definitiva, y dado el origen contractualista y utilitarista del derecho penal moderno, no obstante, diversos elementos de la naturaleza de un derecho de las penas, tales como la necesidad ontológica de la sanción o de la severidad proporcional de las mismas, terminan continuamente emergiendo, casi siempre inconscientemente, conservando así un mínimo racional penal, aunque primordialmente en el contenido objetivo de las normas o bien en el sentido común de las sociedades.

La crisis del concepto de culpa está directamente relacionada con la explicación precedente, pues –al sustentar el derecho penal en la «culpa social»– se elimina el carácter de sanción retributiva de la pena, la idea misma de acto responsable y la propia concepción de crimen al existir un autor como moralmente responsable y determinado. Por tanto, éste pasa a ser un fenómeno sociológico que puede reconocerse, tolerarse o tratarse con métodos no penales, en todo caso ubicando el problema en abstracciones abolicionistas y comúnmente neo-marxistas[6].

Tales problemas han incidido en la necesidad de las sociedades de reaccionar frente a un abolicionismo altamente peligroso para las pautas sociales, aun del modelo liberal, en cuyo germen está la tendencia a un derecho criminal fuerte, desde el propio Lutero –para quien el derecho es fundamentalmente fuerza represora[7]–, como para Hobbes o Rousseau, quienes para reemplazar el fundamento teológico del crimen no encuentran otra explicación que el peligro que representa el delincuente para la sociedad. Entre esas reacciones está precisamente el tema del derecho penal del enemigo que ha surgido reiterativamente para promover un derecho penal fuerte, también permanentemente debilitado.

2. Terrorismo, derecho penal del enemigo y progresismo

Es sabido, que se habla de terrorismo en contextos y con fines diversos. Se puede hablar de actos o regímenes de terror, desde una perspectiva histórica en referencia a algunas formas modernas de revolución o totalitarismo incluso de carácter estatal como el denominado «gran terror» de Robespierre en la Revolución francesa, en donde, sin embargo, también se pueden identificar actos de terror específicos como el genocidio de la Vandea, en donde sus pobladores –incluyendo mujeres y niños– murieron a manos de los ejecutores de la Revolución.

Por eso, si bien podemos aislar o identificar hechos históricos de terrorismo, importa por ahora ubicar la temática en dos conceptos relevantes: el primero, en donde se pudo hablar de regímenes de terror, muy ligados a acciones revolucionarias y por ende totalitarias de Estado, y un segundo uso, referido a actos individuales de connotación histórica.

En realidad fue el empleo posterior de la partícula «ismo» como un acento o énfasis lingüístico utilizado para calificar un tipo de crímenes y por extensión de criminales, lo que nos permite ubicar el tema en la época reciente, en donde el terrorismo supone fundamentalmente una amenaza altamente violenta contra el establecimiento, el cual a su vez puede implicar mayor o menor nivel de compromiso ideológico, religioso o político.

Además, al analizar los elementos constitutivos de los tipos penales visibles en el derecho comparado, puede terminar de precisarse aquella noción del derecho penal contemporáneo, que se citó como la más reciente delimitación penal, sociológica y ética de hechos que atentan de manera especial contra la estabilidad y tranquilidad de los Estados o la comunidad internacional, que es lo que convencionalmente se entiende hoy por terrorismo.

Resulta íntimamente ligado a la comprensión sobre el desarrollo del concepto de lucha contra el terrorismo, a su vez, considerar cómo ha incidido en ésta el paulatino reemplazo y olvido del ius ad bellum a instancias del ius in bello.

Es así que toda una doctrina jurídica secular del derecho a la guerra, que cubría legalmente a los Estados, se comienza a resquebrajar con el reconocimiento jurídico de las guerras civiles y la posibilidad de reconocimiento de beligerancia fundado, por supuesto, en el denominado derecho a la autodeterminación de los pueblos. A partir de allí comienza un particular proceso cultural, jurídico y político de desprestigio de la guerra como institución jurídica, con todas sus implicaciones. Por lo menos, en lo que se refiere a la cuestión del terrorismo, sin duda, se ha debilitado profundamente la capacidad jurídica de gran cantidad de Estados occidentales de afrontar tal amenaza como una guerra unilateral en razón a la carencia de un enemigo regular, propiamente externo y diferenciable de quien lo sufre.

De esta manera, el denominado derecho penal del enemigo y, en particular, la crítica que suscita, constituyen un punto de referencia pertinente para analizar la situación de un derecho penal debilitado frente al problema del terrorismo.

Es sabido que Günther Jakobs[8] acuña la denominación de derecho penal de enemigo en los años 80 en un texto en el que se plantea la prevención general positiva y la criminalización de la denominada fase previa del iter criminis. Es, en resumen, la tesis de los dos derechos: el de los enemigos o sujetos dañinos y peligrosos y el de los ciudadanos, incluidos aquellos que pueden cometer algunos errores, pero no atentar en contra de todo el ordenamiento. Esto último es de relevancia central, pues plantea un criterio político de distinción del enemigo.

La distinción permitiría tratar a algunos seres dañinos o enemigos de la sociedad a quienes –en términos de Jakobs– se les aplica la coacción en tanto enemigos, mientras el acto simbólico de reafirmación de la vigencia de la norma en tanto ciudadanos[9]. Este entendimiento de la pena supone que ésta sería la respuesta a la negación de la norma y por tanto una confirmación de la juridicidad, dando así un papel de gran relevancia al derecho penal, pero en el marco de una concepción positivista del derecho[10].

El contexto amplio dentro del cual se produjo tal discusión es la vieja dialéctica entre un derecho penal de corte peligrosista que pone en consideración central a algunos individuos como enemigos de la sociedad y una corriente que se podría denominar anti-peligrosista, opuesta a aquélla, que busca excluir tal concepción del sujeto peligroso del Estado de derecho liberal al considerarla contradictoria con éste[11], en todo caso –de ordinario– por razones de fundamento, políticas o filosóficas.

Igualmente cobra relevancia –a efectos de esta contextualización– el influjo que tuvieron las doctrinas de la denominada seguridad nacional que surgieron en la segunda mitad del siglo pasado como reacción a las novedosas formas subversivas que se caracterizaron –y aún hoy subsisten algunas de ellas– por representar un potencial de amenaza contra el Estado. Pese a que se llegó a un momento de finales del siglo anterior en el cual parecía acrecentarse el rechazo a la tal fisura o herida absolutista en el Estado liberal, y su consiguiente ajuste principalmente a instancias del creciente discurso de los derechos humanos, sucedió, en gran parte gracias a la reacción suscitada por atentados terroristas del 11 de septiembre, una renovación del enfoque punitivo contra el enemigo.

En este escenario polémico de las últimas décadas, marcado por un movimiento pendular entre la crítica y la acogida del discurso del enemigo, fue en donde, a mi juicio, se diluyó la discusión del terrorismo e incluso del propio derecho de la guerra.

La discusión entre crítica y defensa de un derecho del enemigo se enmarca, en términos generales, en –y difícilmente se escapa de– un mismo sistema de pensamiento racionalista-liberal, de manera que, como el propio Zaffaroni se esfuerza en resaltar[12], hay una desconexión entre el Estado constitucional, podríamos decir, progresista y el Estado liberal originario con referencias fundantes en Hobbes o en Kant, ya que sería imposible juzgar ciertos individuos como enemigos y no como personas, siendo esta última categoría la única admisible en el derecho penal.

Se evidenciaría allí un caso de evidente profundización del contenido liberal del derecho penal, en el que prevalecería una perspectiva personalista-igualitarista, sobre un individualismo utilitarista de la sociedad menos igualitaria, pero que alojaba una libertad organicista.

Para la postura (liberal) progresista, es menester una depuración más del Estado constitucional consistente en la exclusión de aquella concepción penal anacrónica, si bien netamente liberal por cuenta de un criterio ideológico, aunque difícilmente precisable, al parecer preeminentemente personalista ligado a la misma retórica abolicionista.

De esta manera, importa considerar cómo la discusión consabida se ha dado en clave jurídica y política liberal, no en vano, Jakobs busca soporte en los teóricos liberales por excelencia como Hobbes, Rousseau y también en un autor como Kant quien, por ejemplo, acepta la posibilidad de excluir de la sociedad a quien no se deje obligar a la constitución ciudadana. Y es que el enemigo en términos de Jakobs se debe justificar en estos autores porque de esa manera no se ha salido del dogma contractualista[13].

Sin embargo, una vez superada la suposición dogmática contractualista, es necesario afrontar tales cuestiones jurídico-penales desde una posición externa a la lógica liberal anotada, de manera que lo que correspondería, aunque no sea tarea fácil, es el esclarecimiento y precisión conceptual del enemigo en la experiencia política y jurídica como criterio.

Se afirma en las Siete Partidas de Alfonso X El Sabio que «la ley sirve para que los buenos puedan vivir entre los malos». Esta, afirmación, a mi juicio, da en el núcleo del asunto; el enemigo existe, siempre ha existido, es una hipótesis natural como enseña Castellani[14]. El hostes, es decir, la enemistad entre naciones, estaría allí como punto de partida anexo a la naturaleza caída, el cual, no obstante, es factible superar con la gracia para lograr una amistad entre naciones –como en la Cristiandad–, aunque la naturaleza se mantenga como supuesto y como tal se perfecciona.

En la naturaleza está, en el propio fundamento de la dignidad moral, la posibilidad de acto racional o irracional, ético o antiético, moral o inmoral. La posibilidad de individuos que amenazan, atentan, violentan la ciudad, es un hecho real y relevante jurídica y políticamente, en mayor o menor intensidad dependiendo de las circunstancias. De estos individuos, a diferencia de lo que dice Jakobs, no es menester distinguir dos tipos de personas: una que sería mero enemigo sujeto de coacción y el ciudadano como causante de la necesidad de reafirmación de una norma, pues según la perspectiva del realismo filosófico, en ambos casos, hay una persona destinataria de la necesidad política y jurídica de retribución, reparación, prevención y defensa, bajo el presupuesto del debido proceso como método para realizar el juicio en derecho.

Las reglas de un juicio justo o un tribunal imparcial y la posibilidad de una defensa, no se ponen en discusión sólo por considerar la existencia de un enemigo desde el punto de vista de la comunidad política. El propio hostes es sujeto de tales garantías, como presupuesto de justicia, pero es perseguido a través de decisiones prudenciales políticas, militares y criminológicas acordes con la necesidad social. Es decir, la intensidad y exigencia de la ritualidad y formas del juicio, pueden variar, como por ejemplo en situación de guerra, pero la verdad como supuesto de la justicia, a la que se liga la defensa y otras garantías, no desaparece. Aunque esto resulta una discusión, de por sí, bastante compleja.

Se puede incluso sugerir, como un aspecto adicional, que las garantías no tienen que ser iguales en todas las personas, por la misma razón que existen los fueros especiales, para ciertos dignatarios, quienes tienen el privilegio de un juez o tribunal de mayor categoría, sin que aquel que tenga asignado un juez de inferior categoría pueda alegar por ese solo hecho la violación de las garantías procesales.

Finalmente es de anotar que según Jakobs el derecho es el vínculo entre ciudadanos y que el vínculo entre enemigos no lo determina el derecho sino la coacción, a lo que se debe considerar que frente al hostes no sólo hay una mera relación de fuerza o coacción, sino un verdadero derecho de guerra y en la guerra, al fin y al cabo un derecho que lo vincula de manera diferente a como vincularía a un ciudadano cualquiera.

3. Conclusión

Como se ha ido concluyendo, el terrorismo merece y requiere una respuesta, no de derecho penal del enemigo, entendido en el marco de un funcionalismo normativista, sino mucho más completa, en términos de un derecho de guerra especial contra una amenaza especial, que involucra por supuesto un derecho penal riguroso que no sólo se limita a la exclusión sociológico-coactiva de la amenaza, sino que se basa en una política antiterrorista consistente y, por supuesto, alimentada por una visión integral del derecho sancionatorio.

La respuesta del derecho penal del enemigo, si bien podía constituir una reacción frente a posturas abolicionistas o garantistas, que dejaban desarmadas las sociedades frente al terror subversivo, ha sido previsiblemente peligrosa en tanto que obedece a un modelo racionalista, utilitarista, simplemente protector del Estado normativista.

Como se explicó al inicio de este breve comentario, desde el punto de vista académico, la discusión entre posturas como el derecho penal de enemigo y otras de corte peligrosista y sus respectivas críticas desde perspectivas más progresistas del Estado liberal, deja en medio del olvido la necesidad de un derecho penal, preventivo y de acción, robusto, capaz de enfrentarse al terrorismo, situación a partir de la cual ya se puede evidenciar la claudicación de diversos Estados frente a tal tipo de amenazas, en donde la motivación abolicionista o del concepto de la culpa social se evidencian como causas concretas de capitulaciones frente a grupos terroristas, en el contexto de toda una debacle cultural –lamentablemente integral– del derecho y el derecho penal, pero más aún, de la propia concepción política, permisiva de las ideas y mecanismos de la subversión.

Por lo anterior, frente a un derecho penal en crisis, de fundamentos y de operación, cuyas consecuencias tocan como se ha visto de manera grave la propia vida política, es necesario que emerja un derecho penal justo con basamentos en la naturaleza de las cosas y en una racionalidad verdadera –evocando la cita de las Siete Partidas– capaz de llevar justicia a los buenos que cada vez sufren más entre los malos.

 

[1] Debe aclararse que al hablar de derecho penal, podemos referirnos a múltiples analogados, a saber:

a) en primer término, podríamos referirnos el derecho penal positivo, esto es, entendido como legislación penal, incluso a nivel comparado;
b) en segundo lugar, al poder punitivo el Estado;
c) en tercer lugar, la dogmática penal o la teoría penal;
d) en cuarto lugar, es clara la relevancia de tratar permanentemente el derecho desde la vista que da la filosofía, la cual se da a la tarea de subir a niveles epistemológicos superiores, incluso ligando lo que propiamente es iusfilosofía a la filosofía política, y otras áreas conexas.

[2] Álvaro d’Ors, «La crisis del derecho penal», Verbo (Madrid), núm. 243-244 (1986), págs. 373-387.

[3] Derecho natural clásico y cristiano, es decir, de línea aristotélicotomista.

[4] Álvaro d’Ors, ibid.

[5] Santo Tomás de Aquino, S. th., II-II, 59: «Igualmente cuando alguien daña a otro contra su voluntad en una propiedad, le causa mayor daño que sí sólo le quitase aquella cosa, y no sufriría en realidad ningún daño el agresor si sólo tuviese que restituirla; por eso se le castiga obligándolo a restituir más de lo que robó […]».

[6] Sobre posturas abolicionistas cimentadas en tesis neo-marxistas: Iñaki Rivera (ed.), Mitologías y discursos sobre el castigo. Historia del presente y posibles escenarios, Barcelona, Anthropos, 2004, págs. 113-130.

[7] Michel Villey, Compendio de filosofía del derecho, Pamplona, EUNSA, 1979, pág. 80.

[8] Günther Jakobs y Manuel Cancio, Derecho penal del enemigo, Madrid, Thomson-Civitas, 2003.

[9] Ibid., pág. 21.

[10] La juridicidad requiere, como tal, una reafirmación normativa-coactiva.

[11] Eugenio Zaffaroni, El enemigo en el derecho penal, Buenos Aires, Ediar, 2009, pág. 9 y sigs.

[12] Ibid., pág. 13.

[13] Ibid., pág. 15.

[14] Leonardo Castellani, Domingueras prédicas, Mendoza, Jauja, 1997.