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Número 557-558

Serie LV

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José María Castán Vázquez (1923-2017). El hombre querido por todos

Diríase que José María Castán se nos ha ido como vivió, con la discreción delicada de quien no quiere molestar a nadie. No hace un mes que, con el pie en el estribo de un largo periplo ultramarino en el que todavía me hallo, le llamé por teléfono para saludarle. Y le encontré como siempre. Bien. Sin más que un leve mohín para subrayar sus achaques. El caso de José María Castán es verdaderamente singular. Hijo único del catedrático y presidente del Tribunal Supremo que marcó un largo periodo de la jurisprudencia patria, pareciera que no hubiera querido salir de una discreta penumbra para no competir con la fama de su padre. Esfuerzo vano, pues en la vida intelectual (como en la casa del Padre) hay muchas moradas y José María ocupó una luminosa y bien amueblada.

Estudió Derecho en la Universidad de Madrid y en 1956 obtuvo el premio extraordinario de Doctorado. Ingresó en la carrera fiscal y luego en el cuerpo de letrados del Ministerio de Justicia. Pero la docencia universitaria y más adelante la actividad académica ocuparon lo mejor de sus afanes. Fue catedrático de Derecho Civil en la Facultad de Derecho (ICADE) de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid y, tras su jubilación, como emérito, de la Universidad San Pablo-CEU. En 1984 tomó posesión como académico de número de la Real de Jurisprudencia y Legislación, de la que pronto sería vicesecretario general con Juan Vallet de Goytisolo y, al acceder éste a la presidencia, le sucedió como secretario general. Por Vallet lo conocí hace cuarenta años, antes de empezar mis estudios universitarios. Pues frecuentaba las reuniones de los amigos de la Ciudad Católica, a las que sólo los últimos años dejó de acudir al ir espaciando de modo creciente sus salidas más por aprensión que por encontrarse mal. Lo que no dejó nunca es de escribirme o de llamarme por teléfono para comentar con su conocida generosidad cada número de la revista «Verbo» que le llegaba. De firmes convicciones religiosas, había pertenecido desde joven a la ilustre Congregación de los Luises, de la Compañía de Jesús, y a la Acción Católica. La Sede Apostólica, por su parte, terminó otorgándole con toda justicia la Cruz Pro Ecclesia et Pontifice.

Su obra fue tan intencionadamente humilde como objetivamente notable. Cultivó, además de los temas del derecho de familia, las cuestiones de literatura jurídica, con atención especial a la hispanoamericana. Los primeros pienso que por deber moral. Las segundas por una inclinación arraigada que dio lugar a una pléyade de estudios puntillistas y exquisitos que con el civilista peruano Carlos Cárdenas, que José María tuvo cuidado en presentarme para que nos hiciéramos amigos, cosa que ocurrió, andábamos agavillando para ofrecérselos en un volumen de homenaje que no hiciera sufrir a su modestia.

De bondad auténtica y no impostada, sufría físicamente con los conflictos o las disputas. Incluso un comentario severo, por justificado que pudiera ser, respecto de un conocido, ni siquiera un amigo, le incomodaba visiblemente. Y no se trataba en modo alguno de blandenguería acomodaticia o táctica, sino de una actitud auténtica y entrañada. Por eso todos le querían, porque era «querible». Recuerdo que en un momento de tensión de la institución en que ambos enseñábamos, con banderías enfrentadas, descubrí con admiración que el único que salía indemne, porque era amigo de todos, era José María. Culto, amante de la música y de la literatura, respetuoso de las personas, cuidadoso de las amistades, amante de la Tradición, era de una raza que ya no existe. Para desgracia de nuestro mundo.

Requiescat in pace.

Miguel AYUSO