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Número 557-558

Serie LV

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El problema del terrorismo y la guerra. Pacifismo, terrorismo, nueva guerra y crisis del estado

 

1. Estado moderno y guerra: implicaciones recíprocas y transformaciones

El Estado moderno (que no es la comunidad política) surgió –entre otras cosas– de un conjunto de tendencias técnicas y geopolíticas que hoy experimentan profundos cambios. En efecto, empezando por las segundas, aquél vino unido a la aparición de las armas de fuego, con la pólvora, que dio origen a los ejércitos permanentes, perfeccionados más tarde, con la Revolución francesa, a través de la idea de la «nación en armas». Y en cuanto a las primeras, se asentó sobre la técnica mecánica, que marcó el proceso de la revolución industrial haciendo posible la masificación y la centralización económica y política[1]. Por eso, roto el universo medieval por la Reforma protestante, la vida política se territorializó, dando lugar a la absorción por el artefacto soberano –nacido de un contrato y ajeno en su funcionamiento al orden moral– de todos los poderes y de la autoridad.

Hoy, en cambio, el panorama geopolítico milita en contra del Estado, pues las armas nucleares han impuesto un nuevo modo de guerrear y hasta un nuevo ejército, reduciendo por un lado la trascendencia del territorio y su defensa –piénsese en los misiles de largo alcance, que pueden lanzarse también desde submarinos de amplísima autonomía–, y trasladando el poder de decisión bélico a organizaciones militares supraestatales[2]. También, la progresiva incorporación de la nueva tecnología electrónica –que, por su propia naturaleza, descentraliza–, hace obsoletas, cuando no inexistentes, las fronteras[3]. Parece normal, pues, pues estas transformaciones lleven consigo, junto con un nuevo planteamiento de la guerra, la crisis del Estado[4].

Hoy la guerra, por tanto, ya no puede ser simplemente interestatal y la presencia cada vez más decisiva en el mundo de esos organismos supraestatales recién aludidos condiciona de forma crecientemente coactiva la soberanía de los Estados[5]. En efecto, estos grupos –cuyo estudio encaja en el Derecho internacional público– son funcionales y no territoriales, así como afectan a todos o varios Estados sin constituir un super-Estado. Sin embargo, el Derecho internacional público podría considerarse efectivo sólo en la medida en que, para resolver los conflictos que forman su materia, pueda intervenir algún tribunal internacional. Además, a pesar de llamarse público, se nos presenta –en cuanto depende de la autonomía particular de los Estados– como no menos privado que el derecho de un contrato de sociedad: «Un derecho internacional propiamente público tan sólo sería posible en la medida en que las repúblicas contratantes se hallasen integradas en una comunidad moral que les impusiera no sólo unos límites formales de procedimiento, sino también un cierto contenido de principios morales necesarios; en esta medida, una sociedad internacional de relaciones privadas podría convertirse en una comunidad de situaciones públicas similar a la del contrato matrimonial, que también presupone una comunidad moral. Pero esta comunidad moral no existe realmente, pues la antigua Comunidad Cristiana fue disuelta por un proceso desintegrador de varios siglos, y ha quedado reducida a unos principios insuficientes para constituir una verdadera comunidad: la Paz y la Economía»[6].

En este párrafo se encierran una buena parte de las claves de todo el sistema del ilustre romanista español Alvaro d´Ors[7], que preside estas páginas, de manera que sería posible extenderse en su glosa. Repárese primeramente en la distinción «relación»-«situación» como explicativa de la diferencia entre derecho privado y derecho público, dos posiciones ante la experiencia jurídica, basada una en el nexo creado por la autonomía de la voluntad y la otra en la ubicación en la hipótesis prevista en la norma estatal; la articulación de «comunidades» y «sociedades», a continuación, en el levantarse del orden internacional; finalmente la insuficiencia de la paz para fundar una comunidad moral, etc. Dejando de lado lo que no nos atañe aquí directamente, no estará de más, sin embargo, detenerse en otros de los elementos presentes.

La falta de una verdadera moral comunitaria, así, se descubre en el hecho de que las grandes potencias procuran valerse de estos organismos internacionales para aumentar su influencia, defendiendo siempre y en todo caso sus representantes los intereses particulares del Estado respectivo. Pero es que, en segundo lugar, «por debajo de estas organizaciones internacionales circula un propósito de dominio mundial en beneficio de ciertos grupos encubiertos». Es lo que se ha llamado «sinarquía», que no es una forma de legitimidad sino de oligocracia y que «pretende desplazar a la Iglesia, disolviéndola en un sincretismo de tono humanitario, centrado en torno a la idea de la Paz y el culto al Hombre y a la Naturaleza»[8].

2. El pacifismo contra la guerra justa

Pero la idea de la paz a ultranza no ha conseguido eliminar la guerra –desde el fin de la segunda guerra mundial, momento de máximo clamor del ideal pacifista, no ha habido ni un solo momento sin alguna manera de guerra, y últimamente parece recrudecerse la marea bélica–, sino tan sólo desprestigiarla, en un proceso netamente regresivo. Pues la constitución del derecho de la guerra se produjo como un evidente progreso jurídico, y la misma idea de paz como institución que ponía fin a las hostilidades bélicas, cobraba un sentido propiamente jurídico. Lo más contrario, en cambio, a esta institucionalización de la guerra es la Revolución: «Ya la revolución nacionalista cambió la Guerra de ejércitos por la lucha de pueblos, y esta tendencia revolucionaria, aliada en esto al pacifismo, ha llegado a condenar como inhumana la Guerra y no la Revolución [...]. Pero la proscripción de la Guerra no la ha eliminado, sino que la ha hecho más total y más cruel, pues ésta no ha dejado de existir, sino de estar regida por el Derecho. Toda guerra se ha convertido en una despiadada lucha civil revolucionaria y sin límites. Fenómenos como el de la guerra fría, el aniquilamiento de poblaciones, el enjuiciamiento de los vencidos como criminales, la anarquía de los “partisanos”, las guerras no declaradas, los “fines de hostilidades” sin forma ni paz efectiva, el terrorismo y hasta la práctica, que ha aparecido en estos últimos tiempos, de la guerra sin territorio, con operaciones en territorios extraños neutrales, no son más que manifestaciones de la desaparición, no de las guerras, pero sí del Derecho de Guerra que elaboraron esforzadamente los juristas de pasadas centurias»[9].

De lo anterior se deduce, primeramente, un conjunto de consecuencias no despreciables en relación con el monopolio de la violencia lícita por parte del Estado y que afectan al estatuto de los Ejércitos, de la Policía y del propio Derecho penal, así como a la tipificación del terrorismo como «guerra unilateral»[10].

En lo que toca a los primeros, les compete la legítima defensa frente a una agresión armada exterior o, en todo caso, contra un enemigo público que pueda aparecer organizado dentro de la misma[11]. Como defensor del pueblo es un órgano de la comunidad que se rige por su propia disciplina, sometida a la jurisdicción de tribunales también propios distintos de los ordinarios[12]. Esa defensa armada supone un deber para el gobernante, aunque la legitimidad dependa de ciertos requisitos y límites, que establece el derecho de la guerra y se concretan en la doctrina clásica de la guerra justa[13]. El Catecismo de la Iglesia Católica, aunque no deja de registrar en algún punto el impacto de la ideo-logía pacifista, como en otros de la democrática, recoge los requisitos de la guerra justa del derecho tradicional. Entiende, así, que la guerra es lícita –como legítima defensa– una vez agotados los medios de acuerdo pacífico. Señala también que «se han de considerar con rigor las condiciones estrictas de una legítima defensa mediante la fuerza militar», si bien «la gravedad de semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral». Y recuerda los requisitos que debe ponderar el juicio prudente de quien está a cargo del bien común: que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto; que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces; que se reúnan las condiciones serias de éxito y que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción –precisa aún– obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición[14].

Concretamente, respecto de la relación entre Derecho penal y Derecho de la guerra, «es muy real, a pesar de la diferencia que hay entre la ofensa exterior que todo un pueblo sufre y justifica una legítima defensa social mediante la violencia de las armas, por un lado, y, por otro, la ofensa que puede sufrir un particular, pero es castigada también socialmente, incluso con la muerte, como es normalmente el resultado de la defensa bélica». De ahí –concluye– «que el pacifismo conduzca, no sólo a la abolición de la pena de muerte, sino también de todo tipo de pena aflictiva»[15].

Al igual que en los casos anteriores, la raíz pacifista también está en el origen de la negación del carácter bélico al terrorismo: del mismo modo que se tiende a criminalizar a quien resulta vencido en una guerra regular, se criminaliza al que hace la «guerra sucia» por no poder hacerla de otro modo, al carecer de dominio de una parte del territorio. La guerra pasa, así, a ser unilateral[16].

3. Del derecho de la guerra a los derechos humanos pasando por el derecho humanitario

Merece la pena que nos detengamos en la última cuestión. Ya hemos recordado que los organismos internacionales, surgidos para eliminar la guerra entre Estados, y que no lograron eliminarla sino tan sólo desprestigiarla, se encuentran ahora ante la imposibilidad de eliminar las guerras revolucionarias y el tipo de guerra sucia que es el terrorismo. ¿Cómo se ha llegado a esta situación? Conviene recordar algunos de los hitos[17].

La doctrina clásica veía la guerra como un conflicto armado bilateral entre Estados. Sólo éstos eran iusti hostes, es decir, verdaderos beligerantes. Otros conflictos o sublevaciones armadas se consideraban de orden interno, no de orden internacional. Los demás Estados no podían, pues, intervenir. El reconocimiento del carácter regular de la guerra civil se produjo por vez primera en dos resoluciones, de 1897 y 1900, del Institut de Droit International, reunido respectivamente en La Haya y Neuchâtel, al admitir que un Estado pudiera reconocer el carácter de beligerante al grupo insurrecto de otro, aunque absteniéndose de prestar ayuda militar. La primera guerra civil singular por su carácter revolucionario, fue la rusa (1917-1920), donde se hicieron patentes una serie de tendencias que con el paso del tiempo irían universalizándose. Así, aunque no se podía hablar de guerra civil en sentido moderno, incidió de manera relevante en el derecho internacional, sirviendo a la Revolución al tiempo que prescindió completamente del derecho de la guerra.

Se dio en estas fechas un giro de gran importancia, promovido por un organismo internacional, la Cruz Roja internacional: el que del derecho de la guerra había de conducir al derecho humanitario. Fue en la X Conferencia de la Cruz Roja (1921) cuando se reconoció a ésta el derecho y el deber de intervenir con fines de asistencia humanitaria en las guerras civiles, introduciendo una limitación de orden internacional a conflictos que hasta entonces habían sido considerados internos. Era el comienzo de la era de las guerras civiles (estimuladas por la proclamación del principio de «autodeterminación de los pueblos» en la Carta de las Naciones Unidas de 1944 y legitimadas como «guerras de liberación» en la Asamblea General de las Naciones Unidas de 1956) y también del derecho humanitario. Entre tanto, la Convención de Ginebra de 1949 había previsto en su artículo 3 un mínimo de reglas de humanidad para los «conflictos armados» (repárese en que se deja de hablar de guerras) no internacionales, relativas al trato humano de los que no tomaban parte en las hostilidades, cuidado de heridos, prohibición de toma de rehenes, etc.

Pero tal limitación de la beligerancia irregular, no pretendía alterar el «estatuto jurídico», de beligerancia o no, según el derecho de guerra recibido. Aquí radicaba la entraña del derecho humanitario, desinteresado de la guerra e interesado tan sólo por la situación de las personas que sufren, de manera que dejaba en la cuneta el derecho de guerra, ya tan desprestigiado como la misma guerra. Además, dicho artículo 3 excluía de su ámbito de aplicación aquellos desórdenes públicos en los que no pudiera apreciarse una cierta beligerancia, por falta de organización responsable e inobservancia del derecho de guerra; pero a la vez prescindía de un requisito hasta entonces esencial para la consideración de «guerra civil»: el de la posesión efectiva de cierto territorio –y aquí gravita la experiencia de la revolución china y la «larga marcha» de Mao– por ambos contendientes. Venía a reconocerse pues una cierta beligerancia a los combatientes sin territorio alguno, con la posibilidad de atraer la lucha contra el terrorismo al ámbito de la beligerancia y, consiguientemente, de aplicar a aquélla el derecho humanitario. El conflicto de Argel, en este itinerario, tuvo gran trascendencia. Pues empezó siendo considerado un simple desorden interno de Francia, pasó después a aplicársele la doctrina del artículo 3 y, al fin, fue considerado guerra en la que debían observarse las limitaciones humanitarias totales. Así, un derecho humanitario, defendido por la Cruz Roja, vino a establecer un nuevo derecho de guerra, parcial en cuanto no tomaba en consideración más que la defensa de las víctimas pacíficas y no las necesidades de las fuerzas armadas.

Era inevitable que los derechos humanos vinieran a incidir en el derecho humanitario. Inevitable también que se concluyera que debían tener una aplicación general y no podían menos que ser respetados y observados en cualquier momento, incluso en las emergencias bélicas. Así, los Pactos de Derechos Civiles y Políticos (1966) no se refieren ya al derecho humanitario de las Convenciones de Ginebra, sino a los derechos humanos. Pero esta doctrina unánime de que deben respetarse los derechos humanos ofrece algunas dificultades. En primer término, los textos internacionales de derechos humanos, empezando por la Declaración de 1948, estaban pensados para la paz, más aún, la guerra había sido considerada ilícita por la Carta de las Naciones Unidas de que aquélla traía causa, hasta el punto de haber sido sustituido incluso –como hemos recordado– el término guerra por el de conflicto armado. Sin embargo, se había advertido también la dificultad de eliminar la guerra, de manera que procedió a extenderse a la guerra aquel programa de paz. También, entre tanto, se advirtió que en una emergencia bélica no todos los derechos humanos tenían la misma urgencia de ser defendidos, admitiéndose al menos de hecho –contradictoriamente con el principio maximalista de que una necesidad militar no es admisible contra los derechos humanos– una cierta relativización, de resultas de la cual había de concluirse que no presentaba ventajas apreciables la sustitución de las reglas del derecho humanitario, aun siendo tan vagas como las del artículo 3 de la Convención de Ginebra, por los derechos humanos. Por el contrario, si el derecho humanitario no quería influir en las calificaciones del derecho de guerra, los derechos humanos –por el mismo presupuesto pacífico que los inspiró– vienen a negar la autonomía de un derecho de guerra y coadyuvan a su anulación institucional. En segundo lugar, los derechos humanos no se refieren a las relaciones entre grupos beligerantes, o a las de éstos respecto a los que padecen las consecuencias que se tratan de paliar, como ocurría con el derecho humanitario, sino que se refieren sólo a individuos. Así, ha desaparecido lo que era anteriormente la defensa de las «minorías», pues los derechos humanos ya no se refieren a «grupos», sino a individuos. Por lo tanto, esos «derechos humanos» se entienden como «derechos subjetivos» de todo hombre, en tanto que el derecho humanitario se concebía como regla objetiva. Y, precisamente por concebirse como «derecho objetivo», su ajuste al derecho de guerra, también objetivo, era, después de todo, más congruente que el de los derechos humanos, subjetivos, con el mismo derecho de guerra. La suplantación del derecho humanitario por los derechos humanos, no sólo en la guerra, sino en cualquier desorden (pues se desprecia la diferencia entre conflicto regular o irregular), constituye –concluye nuestro autor– la negación final del derecho de guerra que –como ésta subsiste– no puede tener más resultado que privar a la guerra de su propio derecho.

4. La guerra unilateral

Tal proceso, al margen del progreso que haya podido llevar consigo en cambio desde ángulos diversos como los sentimientos (llamados a veces morales) o la organización sanitaria, supone desde el punto de vista jurídico un retroceso y signa la crisis contemporánea del derecho y del Estado. Y es que el estado de guerra ha perdido sus nítidos perfiles.

Hoy, el estado de guerra, desde un punto de vista militar, ha perdido sus nítidos perfiles. Al borrarse la diferencia entre guerras regulares e irregulares se abre el problema complejo de la represión, por un posible beligerante, de una actividad de hecho bélica realizada por quien no puede ser considerado beligerante; por ejemplo, la lucha contra el terrorismo que amenaza la misma integridad de un Estado. Las tendencias disolventes del derecho de guerra no distinguen estos casos de otros de guerra más regular, sino que sientan que hay que limitar toda acción hostil para proteger a las posibles víctimas de la misma: el éxito o no de la represión contra el terrorismo no les interesa. Es más, como el beligerante irregular no suele dar facilidades para la intervención asistencial que exige el derecho humanitario o los derechos humanos, estos se plantean como una limitación que –paradójica, pero realmente– sólo afecta al beligerante regular, pues éste sí que suele dar facilidades para la acción de asistencia al contrario. En resumidas cuentas, el derecho humanitario, los derechos humanos, no están pendientes de que haya reciprocidad y, por eso, incluso desde el punto de vista del derecho humanitario, de los derechos humanos, surge una guerra sin reciprocidad. Es la que d’Ors califica con acierto como «guerra unilateral». La dificultad enorme para una configuración así, se halla en fijar los límites entre la simple represión de disturbios y la guerra unilateral. Siempre hubo necesidad de acudir a procedimientos bélicos para sofocar desórdenes internos. Se acudía a los «estados de excepción», una de cuyas últimas formas es el «estado de guerra». Aun sin guerra, en sentido propio hoy se presentan emergencias en las que debe suspenderse la normatividad constitucional para defender la integridad del Estado. Puede hablarse incluso, sin que se reconozca como guerra, de aplicar la «ley marcial», es decir del régimen propio de la ocupación bélica. Pero con una particularidad: que no se trata de la ocupación de territorio enemigo, sino de la aplicación de la «ley marcial» contra un grupo enemigo dentro de todo o parte del territorio propio. El vacío doctrinal es ya aquí casi total: pocos temas jurídicos son hoy menos tolerados que el del «estado de excepción». Por tanto, no puede sorprender que en el tema del conflicto armado irregular se hable sólo de la asistencia humanitaria y no de los recursos de fuerza que requiere un «estado de guerra». ¿En qué medida una «ley marcial», que inhibe la legalidad ordinaria, es compatible con las limitaciones del derecho humanitario, con los derechos humanos, en forma más o menos plena? Claro está que si la «ley marcial» coincide con una verdadera guerra, no surgirá el problema, pues tales limitaciones están previstas precisamente para ese «estado de guerra» regular. ¿Pero qué pasa si la guerra es irregular, unilateral, cuando resulta difícil distinguir los realmente combatientes de otros que son combatientes potenciales, pero no calificados como tales? Prohibiciones como las de tomar rehenes, ejecutar represalias, condenar en juicio sumarísimo, etc., es difícil que se observen en una acción represiva del terrorismo, incluso en casos –bien frecuentes– de que la población civil, por especial afinidad, colabora con los terroristas y es ya, en cierto modo, «adversario». El derecho humanitario prescinde de la reciprocidad, pero las reales exigencias de la acción represiva no pueden prescindir de la retorsión, porque, en verdad, el terror sólo con una represión intimidadora superior puede ser dominado. Al terrorista que dispara a matar, ¿podrá combatírsele con balas de goma? La acción terrorista no se dirige contra un ejército adversario, sino contra toda la población. Así, el deber de proteger a esa población no beligerante obliga al ejército, a las fuerzas represivas, a no observar ciertas limitaciones que implica-rían la dejación de un deber prioritario: proteger a una población inerme que debe ser protegida y a la que, claro está, las organizaciones asistenciales internacionales, previstas por el derecho humanitario, por los derechos humanos, nunca serán capaces de proteger. No se trata pues de un ejército que pretenda prevalecer o vencer, sino de un ejército que debe proteger. No se puede cerrar los ojos a la realidad, no se pueden pretender utopías. Se impone de nuevo el conocimiento, de alguna manera, del estatuto internacional de una guerra unilateral, en el sentido de la guerra de un beligerante legítimo contra otra que no lo es. Que no lo es, precisamente, por la falta de posesión efectiva de un territorio cierto, de lo cual se seguirían otros requisitos de organización responsable, ausencia de la perfidia de llevar las armas ocultas, de matar indiscriminadamente, relación con órganos internacionales, etc. Se ha querido prescindir del requisito de la posesión del territorio para la aplicación del derecho humanitario, para la aplicación de los derechos humanos, pero esto no puede tener valor alguno a efectos del derecho de guerra. Y la propia Convención de 1949 lo reconoce así. El requisito del dominio de un territorio permanece siempre firme. Sólo quien domina el territorio es beligerante, aunque sea a nivel de una guerra civil. Y ahí reside la cuestión fundamental: en que ese no beligerante requiere un tratamiento bélico, de «estado de guerra» sin verdadera guerra. Esquivar este planteamiento por un simple aferramiento a los principios del derecho humanitario, equivale a favorecer un sistema de permanente anarquía.

Tal es el resultado de la tendencia actual de extender a los conflictos armados irregulares un derecho humanitario pensado para la guerra regular, o unos derechos humanos pensados para la paz, pues el derecho internacional pretende –y no puede conseguirlo ante la fría realidad fáctica– olvidar que existen estados intermedios entre la guerra y la paz. Un aspecto especialmente grave de la actual crisis mundial es el olvido de las objetivas normas del derecho de guerra. Y «la debilidad frente al terrorismo es una repercusión de esa crisis».

Los actos de violencia vienen calificados como «terroristas» cuando en realidad son actos «bélicos»: «No ya en los modos de la tradicional guerra territorial de “ocupación” militar del suelo, sino en el nuevo modo de hacer la guerra con “golpes” precisos por sorpresa. No ya guerra de “ejércitos” regulares, sino de grupos de “comandos” elegidos y aislados. La guerra marítima, desde siempre, y la moderna estrategia de bombardeo aéreos y lanzamiento de misiles, ya propiciaban esta nueva forma de guerra no-territorial, que al ser unilateral, irregular y sucia se presenta como “terrorismo” ante el pacifismo, el cual, aborreciendo toda idea de guerra, quiere ver criminales en quienes son enemigos. En realidad, se trata de enemigos que deben ser considerados como tales, sin olvidar –sin embargo– que estos presuntos criminales pueden ser considerados “héroes” por los adversarios»[18].

5. Modernidad y guerra: ¿heterogénesis de los fines?

Pero junto a lo anterior son de observar también algunos fenómenos que inciden en el orden social y que han llevado al pensamiento político moderno, en su deriva postmoderna, a desembocar en la «guerra de todos contra todos», esto es, «al estado de naturaleza», que es del que precisamente, a través del contrato, pretendía huir. Especie de círculo fatal del que sólo puede salirse a través de la recuperación del sentido de la comunidad humana, en el que la concordia política y el bien común ocupan una posición central[19].

Existe, en efecto, un vínculo diamantino entre modernidad y guerra. Pese al disfraz de la «fraternidad», puesta al día como «solidaridad». Y tanto en el orden histórico, existencial, pues no en vano su corporeización política, el Estado (moderno), «aparece en el siglo XVI como reacción superadora de la anarquía provocada en algunos pueblos europeos por las guerras de Religión»[20]. Como en el orden doctrinal, ya que Hobbes lo fundó en la huida del temor a la muerte violenta[21]. Curiosa heterogénesis de los fines cuya causa está en la soberanía y el contrato. O mejor, en una soberanía que se basa en el instrumento del contrato: la soberanía, ligada a la explicación bodiniana, sólo halla su auténtico significado a través de la construcción hobbesiana. Así pues, de las dos raíces doctrinales que están en el principio de la gran revolución, la primera (francesa) no se ha difundido sino a través de la segunda (inglesa), ya que la soberanía, antes de su instrumentación contractualista, aparecía demasiado ligada al derecho romano y la tradición política[22]. La razón, como no es difícil de imaginar, radica en el vaciamiento de la sustancia comunitaria que produce el contrato, a través del que se reafirma un poder pretendidamente «puro» que, dejado a su hybris, no puede sino resultar a la larga impuro.

Hobbes, verdadero padre de la política moderna (aunque durante cierto tiempo sus hijos se avergonzaran de él, pues los partidarios del parlamento le reprochaban su absolutismo, mientas que los defensores del poder real no aceptaban sus supuestos racionalistas impíos), en efecto, sobre bases sensistas, materialistas y contractuales había llegado a la tesis en apariencia más opuesta al liberalismo político, esto es, la justificación a ultranza del absolutismo del Estado como medio necesario para que los hombres, libres por naturaleza, eviten su mutuo exterminio[23]. En su estela, aunque borrando las huellas, Locke, va a sostener también el origen contractual del poder político y la necesidad del consensus para el «vivir mejor». Expresión y concepto que tienen un sentido naturalista, esto es, «des-sacralizado»: «El poder así creado no es algo semejante a un gran ser viviente y todopoderoso (el Leviathan, de Hobbes), surgido del terror de todos al estado de naturaleza, sino un poder condicionado y revocable, asequible siempre a la voluntad de los por él gobernados y en nada temible para ellos»[24]. De ahí que, aunque menos coherente y sólido que Hobbes, Locke vaya a tener más éxito en el futuro de la ciencia política como representante de la corriente racionalista y liberal que pretende comprender la sociedad como un artefacto humano fruto de la razón y de la voluntad de los hombres y en modo alguno natural, al menos en el sentido tradicional del término que concibe a la naturaleza como obra y expresión de la voluntad divina: «Según esta teoría, el hombre al someterse y obedecer al poder político, no hace sino obedecerse a sí mismo, a su razón y su voluntad objetivadas. […] Ni el Gran Hombre o Leviathan de Hobbes, que anula la voluntad individual que lo engendró, ni la paternidad universal de los reyes que destruye toda idea de consensus y exige una obediencia incondicionada, son conclusiones reales ni aceptables: un contractualismo social bien dosificado puede conducir, en cambio, a una concepción liberal de la soberanía, útil al bien público y a la conveniente limitación del poder»[25]. Después vendrá Rousseau y concitará las mayores adhesiones en el momento de triunfo de la Revolución francesa. Pero a la larga, hoy lo vemos, retornará el templado Locke[26]. En todo caso, el esquema permanecerá en lo sustancial inalterado… Entre el mismo y el de la filosofía política clásica se alza una sima infranqueable.

La filosofía política clásica pensó siempre que la sociedad humana era una verdadera comunidad y no una mera coexistencia (o sociedad, en sentido estricto), por acudir a la distinción acuñada a finales del siglo XIX por Ferdinand Tönnies entre Gemeinschaft y Gesselschaft, como formas de explicar la vinculación sociológica. En efecto, la sociedad humana es ante todo una comunidad, pues reconoce orígenes religiosos y naturales (y no simplemente convencionales o pactados); posee lazos internos no sólo voluntario-racionales, sino emocionales y de actitud; es, por tanto, primariamente una «sociedad de deberes», con un nexo de naturaleza muy distinta al de la «sociedad de derechos» que nace del contrato y de una finalidad consciente. Las comunidades son, entonces, realidades en cierto modo previas al individuo, que no las constituye voluntariamente, sino que las encuentra, acepta y reconoce[27].

Los contractualistas, en cambio, a diferencia de la tradición aristotélico-tomista del hombre como «animal político», partieron del individuo aislado: separaron al hombre de sus relaciones con Dios, con sus semejantes y con el universo que lo rodea; lo abstrajeron, como si fuera un ser asocial, de toda comunidad natural y lo trasladaron a sus orígenes, a un estado de naturaleza imaginario; pero, no contentos con eso, lo disecaron, y, del mismo modo que lo habían despojado de toda sociabilidad natural, dejaron de tener en cuenta su razón, para escoger de entre sus pasiones una sola que estimaron la más poderosa, del «temor a la muerte», al «derecho a la propiedad» o a la «libertad natural»[28]. Pero, ¿puede sostenerse la convivencia humana digna de tal nombre sobre la pura vinculación jurídica, voluntaria, consentida, contractual? Durante mucho tiempo, la fase de construcción y afirmación del Estado moderno (del «absolutismo» monárquico al «Estado social»), esa explicación teórica, por más que tuviese influjo sobre la práctica, no llegó a eliminar los elementos comunitarios. Hasta la emergencia del pluralismo en la fase disolutoria de la estatalidad[29].

6. Conclusión

Y aquí es donde aparecen nítidamente los signos contradictorios que señalan toda situación de crisis. Porque, en la tesitura actual de crisis del Estado, percibimos que un conjunto de hechos que habrían podido portar una significación salutífera, más bien militan en una dirección puramente destructiva. En efecto, «parece abrirse una perspectiva de regionalismo funcional, dentro del que muchas funciones actualmente concentradas en el Estado pueden ser atribuidas a grupos inferiores o superiores al Estado según las mismas exigencias funcionales: una debilitación, ciertamente, del Estado, que puede servir a una mayor libertad de la persona humana sin perjuicio del orden». La dificultad mayor, sin embargo, para este regionalismo funcional puede estar en el hecho de la falta de una suficiente base moral en los organismos supranacionales: «En efecto, aunque muchas veces éstos se presenten como puramente técnicos, tampoco ellos se ven libres de la parcialidad inherente a las decisiones políticas estatales. Peor aún: la defensa de intereses nacionales, con ser parcial y quizás obstativa para un orden de justicia universal que no se contente con un puro equilibrio de fuerzas, puede fundarse, sin embargo, en una cierta moral nacional y en la virtud del patriotismo. El poder de los organismos internacionales, en cambio, no suele tener base moral alguna, por carecer de una tradición territorial en que fundarse, y carecer también –por lo menos de momento– de una moral universal, que difícilmente podría no ser confesional. De ahí que exista todavía menos base moral en las actividades pacifistas de los organismos internacionales que en las de los gobiernos nacionales, incluso cuando son bélicas»[30].

Así sucede también, y es la ilustración final, que la orientación de tales organismos, aunque se presenta como técnica, «sirve muchas veces a causas ideológicas no siempre confesables». Por ejemplo, la UNESCO persigue «un fin de radical descristianización de la juventud» y la FAO llega a «inventar o falsear datos estadísticos con el fin de apoyar el “control de natalidad”». Estos escándalos, sin embargo, «no deben hacernos perder de vista que la superación del Estado nacional es, a pesar de todo, un progreso hacia una organización más justa del mundo»[31]. La correcta comprensión de esta frase, sin embargo, parte de reconocer que se refiere, de un lado, al Estado nacional como Estado moderno, y de otro que la superación del mismo no reside en ningún Estado mundial sino en todo caso en una organización de grandes espacios acorde con la tradición histórica y de matriz federativa e imperial[32].

 

[1] Cfr. Álvaro d´Ors, Una introducción al estudio del derecho, 8.ª ed., Madrid, Rialp, págs. 118-119.

[2] Álvaro d’Ors, La posesión del espacio, Madrid, Civitas, 1998, págs. 36 y sigs.; Miguel Ayuso, «¿No intervención o solidaridad entre las naciones?», en AA.VV., Guerra, moral y derecho, Madrid, Actas, 1994, págs. 111 y sigs.

[3] Cfr. Frederick D. Wilhelmsen y Jane Bret, The War in Man: Media and Machines, Athens, University of Georgia Press, 1970. También, del profesor Wilhelmsen, «Technology and its Consequences», The Intercollegiate Review (Bryn Mawr), vol. 28 (1992), págs. 31 y sigs.

[4] He escrito desde fines de los años ochenta un cierto número de páginas sobre el tema, reunidas en tres volúmenes: ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo (Madrid, Speiro, 1996), ¿Ocaso o eclipse del Estado? Las transformaciones del derecho público en la era de la globalización (Madrid, Marcial Pons, 2005) y El Estado en su laberinto. Las transformaciones de la política contemporánea (Barcelona, Scire, 2008).

[5] No se trata, claro está, como luego veremos, de defender la soberanía en sentido filosófico. Puede verse, a este respecto, la crítica de Francesco Gentile, Intelligenza política e ragion di Stato, 2.ª ed., Milán Giuffré, 1984. Puede verse también una ilustración en mi «Bien común y soberanía: un viaje de ida y vuelta», Prudentia iuris (Buenos Aires), núm. 54 (2001), págs. 11 y sigs.

[6] Álvaro d´Ors, Una introducción al estudio del derecho, cit., pág. 150.

[7] Miguel Ayuso, «El pensamiento político-jurídico de Álvaro d’Ors», Razón Española (Madrid), núm. 125 (2004), págs. 311 y sigs.; «Álvaro d’Ors y el tradicionalismo. A propósito de una polémica final», Anales de la Fundación Elías de Tejada (Madrid), núm. 10 (2004), págs. 183 sigs.

[8] Álvaro d´Ors, Una introducción al estudio del derecho, cit., págs. 151- 152. En su libro La violencia y el orden, Madrid, Dyrsa, 1987, pág. 105 y sigs. se desarrolla el tratamiento de esta cuestión.

[9] Álvaro d’Ors, Una introducción al estudio del derecho, cit., págs. 153-154.

[10] Álvaro d’Ors, La violencia y el orden, cit., págs. 76 y sigs.

[11] Sobre el tema del enemigo público, desarrolado también por nuestro autor, véase Álvaro d’Ors, Bien común y enemigo público, Madrid, Marcial Pons, 2002.

[12] De ahí deriva el reconocimiento de un régimen de «justicia militar», sobre el que también ha dejado valiosas consideraciones: cfr. Álvaro d’Ors, Nueva introducción al estudio del derecho, Madrid, Civitas, 1999, pág. 172. Desde el estatismo liberal, y no sin paradoja, resultan igualmente de interés las páginas de Ramón Parada, «Toque de silencio por la justicia militar», Revista de Administración Pública (Madrid), núm. 127 (1992), págs. 7 y sigs.

[13] Puede verse la obra clásica de Robert Regout, S. J., La doctrine de la guerre juste de Saint Augustin à nos jours d’après les théologiens et les canonistes catholiques, París, Pedone, 1935. Puede encontrarse una síntesis accesible en el volumen, ya citado, Guerra, moral y derecho, y en particular en el capítulo de Juan Cayón.

[14] Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 2309.

[15] Álvaro d’Ors, «La crisis del Derecho penal», Verbo (Madrid), núm. 243-244 (1986), pág. 383. Pueden verse también sus reflexiones, a propósito del tratamiento que el Catecismo de la Iglesia Católica da al asunto de la pena de muerte o la guerra, en «La legítima defensa en el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica», Verbo (Madrid), núm. 365-366 (1998), págs. 441 y sigs. La tesis tradicional subsiste, aunque se insiste cada vez más en el carácter excepcional de su licitud (Catecismo, núm. 2266).

[16] Álvaro d’Ors, «La guerra unilateral», La Ley (Buenos Aires), núm. 217 (1979), págs. 1-4.

[17] Cfr. Araceli Mangas, Conflictos armados internos y derecho internacional humanitario, Salamanca, 1990. También puede verse la reconstrucción del profesor d’Ors, al que venimos siguiendo en la parte central de este escrito, en su recién citado «La guerra unilateral», sin más añadido que algunas notas.

[18] Álvaro d’Ors, «Nueva guerra y nuevo orden mundial», Verbo (Madrid), núm. 427-428 (2004), pág. 583. Se trata de la versión castellana, mía, del prólogo a la edición italiana (Cosenza, Marco, 1999) de su libro La violencia y el orden.

[19] Cfr. Miguel Ayuso, «L’homme social», en Bernard Dumont, Gilles Dumont y Christophe Réveillard (eds.), Guerre civile perpétuelle. Aux origines modernes de la dissociété, Perpignan, Artège, 2012, págs. 233 sigs.

[20] Álvaro d´Ors, Una introducción al estudio del derecho, cit., pág. 118. El punto de partida, sólo aceptado parcialmente, está en Carl Schmitt. Lo ha explicado el propio d´Ors en su «Carl Schmitt en Compostela», Arbor (Madrid), núm. 73 (1952), págs. 46 sigs.

[21] Thomas Hobbes, Leviathan (1651), 13.9.

[22] Cfr. el «Estudio preliminar» de Rafael Gambra a la edición conjunta y bilingüe castellano-inglesa publicada en Madrid, en 1966, del Patriarcha (1680, aunque escrito hacia 1640), de Robert Filmer, y del First treatise of civil government (1688), de John Locke.

[23] Cfr. Leo Strauss, What is political philosophy?, Nueva York, The Free Press, 1968, capítulo VII, donde examina, modo suo, el ostracismo y posterior rehabilitación, intelectuales, del «fundador de la modernidad».

[24] Rafael Gambra, loc. cit., pág. XXVI.

[25] Ibid., pág. XXVII. Ese contractualismo no tiene nada que ver con el viejo «pactismo» medieval, que en España tuvo particular importancia. Véase, por ejemplo, el volumen colectivo El pactismo en la historia de España, Madrid, Instituto de España, 1980. A este respecto escribe bien expresivamente el mismo Gambra: «Los reformadores políticos buscan entonces no sólo una limitación teórica o un valladar práctico al poder soberano, sino la constitución de un poder racional –o emanado de la decisión voluntaria– que no sea sospechoso de extralimitación o abuso» (loc. cit., XXVIII).

[26] Danilo Castellano, La verità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2002, págs. 89 sigs.

[27] Ferdinand Tönnies, Gemeinschaft und gesselschatf (1887), ed. castellana, Buenos Aires, Losada, 1946. Uno de los expositores más agudos en apurar la trascendencia de tal distinción ha sido Rafael Gambra, del que pueden verse «La idea de comunidad en Joseph de Maistre», Revista internacional de sociología (Madrid), núm. 49 (1955), págs. 57 sigs., y «Comunidad y coexistencia», Verbo (Madrid), núm. 101-102 (1972), págs. 51-59, y al que seguimos en la anterior síntesis.

[28] Juan Vallet de Goytisolo, «La nueva concepción de la vida social en los pactistas del siglo XVII: Hobbes y Locke», Verbo (Madrid), núm. 119-120 (1973), págs. 908 sigs. Erik von Kuehnelt-Leddihn, Liberty or equality: the challenge of our time, Caldwell, Caxton, 1952, explicó claramente las contradicciones dialécticas entre las versiones liberal y democrática.

[29] Tengo que seguir remitiéndome a mi ya citado ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo.

[30] Álvaro d’Ors, Una introducción al estudio del derecho, cit., págs. 164- 165; «Tres aporías capitales», Razón Española (Madrid), núm. 2 (1984), pág. 213.

[31] Álvaro d’Ors, Una introducción al estudio del derecho, cit., pág. 165.

[32] Véase La violencia y el orden, cit., pág. 91: «La idea de Estado universal parece, no sólo contraria a la naturaleza de las cosas impuestas por Dios, sino también prácticamente utópico».