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Número 523-524

Serie LII

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De la experiencia jurídica al derecho

CUADERNO: UTRUMQUE IUS. DERECHO, DERECHO CANÓNICO Y DERECHO NATURAL

 

1. Tres cuestiones por considerar

Para tratar el amplio y complejo tema que se me ha propuesto voy a presentar y resumir el problema considerando brevemente tres cuestiones: la de la experiencia, la de la experiencia jurídica y la del derecho. Son cuestiones interdependientes, esto es, no separables, por más que sean distintas desde algunos ángulos. Son, además, cuestiones que atraviesan los siglos de la civilización, más propiamente de la civilización jurídica, que no ha conocido un desarrollo lineal (como sostiene la doctrina del progresismo y del historicismo), sino que presenta un recorrido accidentado, marcado por «caídas» y «recuperaciones», es decir, hablando metafóricamente, por «montañas rusas».

Las preguntas a las que, por tanto, se buscará dar respuesta son: ¿qué debe entenderse por experiencia? ¿Es la misma vía hacia la realidad? ¿En cuáles y por qué condiciones se hace posible?

Si consideramos, a continuación, la experiencia jurídica, será oportuno responder a las siguientes preguntas: ¿se contrapone la experiencia «jurídica» al derecho o es acogida por el mismo derecho, aunque sea de modo auroral, es decir, sin alcanzar su «concepto» y sin dar justificación del mismo? ¿Es posible la experiencia jurídica refiriéndose sólo a la estatalidad del derecho, que –en último término– permitiría la experiencia del poder, aunque a veces lo sea regulado y ordenado en parte, pero no de la juridicidad?

Será oportuno, finalmente, en lo que toca a la cuestión del derecho, responder a esta pregunta: ¿tiene un fundamento o es producido por fuentes (definidas así de producción del derecho) que presumen poder instituir la justicia sobre la base de normas (positivas), es decir, basada en el derecho legislado, o sobre bases convencionales, esto es, sobre pactos (como después de la paz de Westfalia de 1648 y hasta hace poco tiempo se sostenía explícitamente, por ejemplo, para el derecho internacional, extraído more geometrico de los Tratados de paz), o sobre bases hermenéuticas, o lo que es lo mismo, postulando un derecho vivo y vigente (vivo en cuanto y sólo en cuanto vigente), que ha sido puesto por la jurisprudencia como interpretación efectiva (no necesariamente fundada, lógica y finalista) de las normas y que asume como propio fundamento un «derecho sociológico» privado de su verdad?

 

2. La experiencia

Como es sabido, es un término que se usa con una pluralidad de significados, dependientes tanto de las muchas formas que asume, cuanto de los sistemas llamados filosóficos en el interior de los que (y, por tanto, sobre la base de los cuales) viene definida[1]. Se han individuado, en efecto, no menos de siete significados de experiencia[2] [genérica, práctica específica, cognoscitiva de un solo hecho, acumulación (personal o histórica) de hechos vividos, gnoseológica, sistemática y vía inductiva al conocimiento]; siete significados que no niegan su raíz etimológica, que indica un «pasar a través». Se puede, ciertamente, «pasar a través» de muchos modos: de modo superficial, esto es, simplemente fenomenológico (lo que ocurre con la mera constatación de un hecho empírico y, a veces, con su presunta descripción), o de modo problemático, es decir, planteándose las preguntas que nacen de la misma experiencia y que imponen al sujeto, que tiene verdaderamente experiencia, una indagación sobre la realidad.

También, como se va a apuntar, puede tenerse experiencia del derecho de manera fenomenológica o problemática. La primera manera de tener experiencia, «contentándose» con la constatación y la descripción de elementos que se presentan a la conciencia individual o colectiva como normativos (aunque puedan no ser obligatorios), entiende que el «derecho» es lo que viene mandado y acompañado por la efectividad. La segunda manera, en cambio, no puede considerar «derecho» la voluntad que se impone en virtud del poder, ya que ésta no presenta en sí y por sí, es decir, en cuanto tal, ni el carácter de la racionalidad (clásica, es decir, contemplativa) ni el de la juridicidad. Resulta claro, por tanto, que la experiencia problematizada es vía para la búsqueda de la realidad. Afirmación que no debe «leerse» en el sentido que le atribuyó Hegel, ya que la realidad de la que se habla no es la constituida por la conciencia y en la conciencia; es la realidad, al contrario, la que constituye la condición de la conciencia. La experiencia no es, por tanto, el momento del comienzo de la filosofía como sistema, sino la toma de conciencia de la necesidad de la filosofía para hacer posible la misma experiencia. Es la realidad, en efecto, la que permite la experiencia, entendida aquella no como «producto» del espíritu viviente, como escribió –por ejemplo– Hegel en las primeras páginas de su Enciclopedia de las ciencias filosóficas[3], sino como lo que permite la aprehensión de la esencia (que tiene el acto de ser) de las cosas: «La cosa real –afirma un pensador español contemporáneo– es aprendida como real en y por sí misma: es “de suyo” lo que es»[4]. «Reidad e realidad –continúa Zubiri– es formalidad del “de suyo”. Este “de suyo” es el momento según el cual lo aprendido es “ya” lo que está aprendido. Este “ya” expresa la anterioridad formal de lo aprendido respecto de su estar aprendido: es el prius»[5]. «El “de suyo” constituye, pues la radicalidad de la cosa misma como real y no solamente como alteridad. Y esto es esencial»[6].

La experiencia, por tanto, debe ser apertura a la realidad como «dato» óntico, que es mucho más que la objetividad. Quizá pueda resultar poco clara esta distinción fundamental. Y no sólo en relación con la doctrina hegeliana que deforma la realidad con su racionalismo, sino también respecto de las doctrinas posthegelianas que han hecho del consentimiento (entendido como adhesión a un proyecto cualquiera) la condición de la realidad: Hegel, en efecto, por su parte, admite que nihil est in intellectu, quod non fuerit in sensu, pero añade inmediatamente que nihil est in sensu, quod non fuerit in intellectu. Con lo que asigna arbitrariamente al espíritu la función de ser causa del mundo y al sentimiento jurídico (como al moral y religioso) la función constitutiva de la experiencia jurídica (o de la moral y religiosa). Las doctrinas posthegelianas, por su parte, conducen a la identificación de sociología y realidad. En uno y otro caso la experiencia, en particular la del derecho, se convierte en experiencia de la sola efectividad, hecha sistema o (con lenguaje jurídico) ordenamiento e institución. Sobre estas cuestiones volveremos dentro de poco. Lo que aparece es que todas estas doctrinas terminan por hacer de la experiencia la mera constatación del «desenvolvimiento» del espíritu (no en la libertad sino como libertad absoluta) y, por tanto, se ven obligadas a definir el derecho como «existencia del querer libre»[7], es decir, ethos o costumbre, afirmado sin ningún criterio y erigido en criterio momentáneo de la vida individual y social. También reflejan esta doctrina las teorías según las cuales las identidades colectivas, por el hecho de haberse impuesto como tales, expresan (mejor: son) un ordenamiento jurídico (Santi Romano, Schmitt, etc.) que encontraría en el poder del yo social su punto de Arquímedes y las razones de la propia legitimación. No cambian sustancialmente las cosas, a continuación, a la luz de las doctrinas que hacen del compartir comunitario («nosotros aquí lo hacemos así, de manera que cualquiera que venga aquí debe hacerlo así», como afirma –por ejemplo– Taylor) o de la democracia participada (Habermas, por ejemplo) el fundamento del ordenamiento jurídico, comprendido el constitucional: en todos estos casos la experiencia es sólo el despliegue de la libertad negativa del espíritu que se constituye como universal sólo porque es efectivo y en la medida de su efectividad, así como pretende identificar voluntad y racionalidad. Tanto que se ha sostenido cómo sería un principio al tiempo político y jurídico el de que sit pro ratione voluntas. Lo que desnaturaliza al derecho, haciéndolo arbitrario, injusto e incierto a través de las mismas normas positivas. La llamada justicia civil (la conmutativa que, en parte, ratione materiae debería ser recibida en los Códigos civiles y regulada por ellos), queda abandonada a las incertidumbres y prepotencias de quien detenta el poder de turno. La ley positiva, en efecto, que es considerada por los positivistas la ley tout court, es el solo mandato del soberano (sea el Estado, el pueblo o la mayoría contingente de la doctrina politológica del Estado como proceso). El delito, a su vez, sobre la base del citado (y considerado) principio sit pro ratione voluntas, ha sido definido coherentemente como «aquel comportamiento humano que, a juicio del legislador, contrasta con los fines del Estado y exige como sanción una pena (criminal)»[8], permitiendo así utilizar convencional y operativamente los ordenamientos como se evidencia actualmente, por ejemplo, en los tipos del delito de terrorismo tal y como se construye y aplica en Italia y Egipto[9].

 

3. La experiencia jurídica

La experiencia así entendida no es conocimiento, ni siquiera auroral, de la realidad. Es conocimiento meramente histórico de la acción del espíritu, reconocimiento de sus determinaciones, constatación de sus realizaciones. Es conocimiento de la objetivación del espíritu, autoconciencia de hacerse y del haberse hecho. Lo que no permite ni acoger la naturaleza de la acción, ni valorar la determinación del espíritu, ni juzgar su realización. El bien es sólo la efectividad, cualquier efectividad. Lo aceptable o no de un ordenamiento jurídico no depende, pues, de razones o argumentos. En su fundamento y justificación no se hallan, de hecho, ni el orden metafísico ni la justicia. La afirmación resulta comprensible si se considera la doctrina de la soberanía (sea del Estado o el pueblo), entendida como supremacía. Los juristas modernos y contemporáneos, en efecto, han solido partir de esta asunción para intentar justificar el ordenamiento y para tratar de explicar la experiencia que definen como jurídica pero que en realidad es experiencia de un orden legal convencional, fundado sobre el poder no cualificado y no cualificable. El derecho público que, a la luz de esta doctrina, es fundamento y razón del privado, manifiesta así su brutal inhumanidad. Se revela irracional desde el origen, instrumento de coerción (técnica de control social), enemigo del hombre, tanto que se ha entendido deba defenderse del mismo (teoría del constitucionalismo liberal). La experiencia del derecho coincide con la experiencia del dominio, no con la del gobierno. La misma justicia se considera coherentemente represión y sanción: se ha difundido, en efecto, el dicho según el cual no haber tenido que nada ver con la justicia sería prueba de haber logrado evitar la pinza del poder soberano. El lenguaje del hombre común revela, así, que la cultura contemporánea difundida ha acogido el planteamiento constructivista del Estado y la teoría consiguiente según la cual éste es su ordenamiento. El derecho, por tanto, nacería de los mandatos impuestos por el soberano, de cualquier mandato del soberano. La única experiencia jurídica posible sería en este caso la de la llamada estatalidad del derecho, o sea la llamada «normativa», entendiendo ésta como sola y necesaria subordinación al poder de la persona civitatis. Esto vale –lo repetimos– tanto para la soberanía del Estado como para la del pueblo. Nada cambia, en efecto, bajo el punto de vista sustancial si se hace del Estado mero instrumento de la soberanía popular, como afirma explícitamente –por ejemplo– la Constitución española de 1978[10]. Lo que resulta es el hecho de que el derecho se identifica con la fuerza. La prueba la ofrece la doctrina de Rousseau que, aun oponiéndose a la doctrina de Hobbes al invocar el consentimiento contra la fuerza, acaba por hacer del derecho la expresión máxima del llamado principio sit pro ratione voluntas.

Este principio, a continuación, permite considerar coherentemente (aunque absurdamente) la ley como instrumento para la creación de cualquier instituto como «jurídico»: con referencia a España podemos constatar, en efecto, y es solo un ejemplo, la legislación relativa al llamado matrimonio entre personas del mismo sexo, que es consecuencia de la asunción según la cual el derecho es acto (arbitrario) del soberano, demostración de su (presunta) omnipotencia, negación de todo vínculo con la realidad óntica. Tesis, ésta, muy difundida, propugnada y defendida por ejemplo por el italiano Norberto Bobbio, quien sostiene la legitimidad de la absoluta arbitrariedad del legislador en la definición/ construcción del matrimonio[11].

Es sabido que esta doctrina, en lugar de responder a las cuestiones que plantea la experiencia jurídica, representó y representa un obstáculo para su comprensión. Evidenció su insostenibilidad en primer lugar la presencia de los ordenamientos «jurídicos» que legalizaron la supresión de la vida de inocentes (campos de exterminio nazis), que instituyeron discriminaciones infundadas (leyes raciales), etc. La doctrina de la legítima arbitrariedad del legislador evidencia también en nuestro tiempo su insostenibilidad, sea cuando –por ejemplo– convierte en legal la práctica del aborto procurado, sea cuando legaliza el uso de sustancias estupefacientes para finalidades no terapéuticas, sea cuando permite intervenciones en el propio cuerpo sin otra finalidad que la propia voluntad, sea cuando reconoce el derecho a no nacer (y, si se ha nacido, al resarcimiento del daño por la propia existencia), etc.

Debe constatarse el hecho de que en estos casos no puede hablarse legítimamente de experiencia jurídica, ya que –como observó Pascal[12]– bastan tres grados de latitud para subvertir «toda la jurisprudencia: un meridiano decide la verdad […]. Extraña justicia –observó con razón el pensador francés– cuya frontera señala un río. Verdad de este lado de los Pirineos, error del otro». La estatalidad del derecho, así entendida, es acogida por el relativismo «jurídico». En la mejor de las hipótesis se reduce a hacer del derecho pura forma, como por ejemplo ha evidenciado admirablemente en nuestro tiempo la doctrina kelseniana. El formalismo que pretende convertirse en sustancia elimina la sustancia y la forma. Impide radicalmente la posibilidad de cualquier experiencia auténticamente jurídica.

Este límite ha sido subrayado por autores de orientación variada y de diversa formación, el francés Gurvitch y el italiano Capograssi, por ejemplo, así como por doctrinas jurídicas y iusfilosóficas que han advertido la existencia del problema de la experiencia jurídica y la necesidad de ampliar y profundizar la indagación sobre ella.

En años en los que florecieron las primeras observaciones críticas desde el plano metafísico sobre los «sistemas» idealistas, se advirtieron como insuficientes también las soluciones ofrecidas por ellos en el plano jurídico y iusfilosófico. Se interrogó, pues, sobre las que se consideraron antinomias planteadas por la experiencia jurídica y no resueltas por las doctrinas jurídicas hegemónicas en la primera mitad del siglo XX: frente al derecho ideal estaba, en efecto, el derecho positivo; frente a la justicia, la legalidad; frente a la realidad ideal, la realidad efectiva; frente a lo universal, lo particular; frente a la humanidad, el hombre concreto. ¿Cómo dar respuesta a las exigencias intelectuales y morales planteadas por el ser humano individuo, a sus demandas de justicia a veces ignoradas o sofocadas por la legalidad, a sus preguntas sobre la autonomía o heteronomía del derecho, al problema de la libertad y la igualdad, no resueltos (y que, quizá, no pueden resolverse) con el recurso a la ficción de la ciudadanía? En el plano especulativo se abrió camino entonces la llamada a lo concreto, que llevó consigo en el plano jurídico el redescubrimiento del llamado «pluralismo» jurídico, expresión equívoca pero que en esos años supuso la puesta en discusión de la estatalidad del derecho[13]. Entendámonos: con esto no se abandonó el planteamiento de los «sistemas». Continuó sosteniéndose, aunque invirtiendo el punto de partida, que el Estado es el acto con el que el individuo débil se ve obligado a ser fuerte[14]. Siguió considerándose todavía la ley como voluntad abstracta[15]. Y el derecho como la experiencia práctica que no tiene otro objeto que el querer, referido también a través del no querer a su verdadero objeto[16]. Ahora bien, si se considera que entonces, como destacó por ejemplo Opocher[17], se rechazó ligar la experiencia jurídica a la metafísica, se comprende que aquélla más que una superación de la estatalidad del derecho acabara por conducir la cuestión jurídica al momento antecedente al surgir del Estado moderno, pero después de la experiencia (fracasada) de éste[18]. En otras palabras, no se refutó la asunción originaria de la modernidad jurídica y no se demostró que el derecho, en cuanto determinación de la justicia, es elemento ordenador del Estado, entendido como comunidad política.

Esto no permite plantear la verdadera cuestión de la experiencia jurídica y de plantearla en términos de dar fundada argumentación del derecho. Más aún, se cierra –bajo algunos aspectos– esta vía, dejando así (en la mejor de las hipótesis) al derecho a merced de la praxis, las opciones, la efectividad.

La primera cuestión que debe considerarse atentamente con referencia a la experiencia jurídica viene representada por el hecho de que la generalidad de los seres humanos que tiene uso de razón reconoce y respeta espontáneamente las obligaciones jurídicas. Casi siempre sin necesidad de la sanción. La justicia se respeta cotidianamente por los más sin necesidad del policía. Platón observó con razón que sólo la obediencia a las leyes, no necesariamente a las positivas, permite –por ejemplo– contraer matrimonio o conservar la existencia, asegura el respeto de la vida, ayuda a los hombres a ser mejores […][19]. No se trata tanto de una exhortación como de una constatación: de lo que acontece en la experiencia jurídica, en el «pasar a través» del derecho que necesariamente acompaña al ser humano día tras día.

Los juristas no pueden no ver esto y lo otro, esto es, la riqueza, complejidad, variedad de la experiencia jurídica cotidiana, pero también su carácter jurídico: ¿por qué debe usarse la buena fe en las relaciones intersubjetivas, en particular en los contratos? ¿Por qué deben cumplirse los deberes de alimentos? ¿Por qué no son repetibles las sumas pagadas por deudas de juego? «Reglas» todas practicadas antes de ser impuestas por los Códigos civiles y los ordenamientos positivos. A estos porqués deben responder legisladores, filósofos del derecho, juristas positivos y más en general el hombre que en el curso de su vida tiene experiencia, experiencia del derecho, no sólo del puesto (iussum) sino antes aún del justo. A veces, en efecto, la norma no está puesta desde arriba, sino que nace del acuerdo, del contrato. Piénsese, para poner un solo ejemplo, en los convenios colectivos laborales, respecto de los que tanto se ha discutido sobre el modo mejor de hacerlos eficaces generalmente, pero sin que se hayan indagado adecuadamente las razones de su obligatoriedad y eficacia, aun aplicándolos. Problema este difícil de resolver por la modernidad jurídica, que se ha visto obligada a elaborar distintos sistemas: el de la extensión administrativa (como ocurre en Francia y Alemania) y el de la eficacia general del contrato en sí mismo (como sucede en Italia). La experiencia jurídica, sin embargo, tiene en sí las razones de su eficacia más allá de los sistemas para dársela. Esto es lo que debería indagar el jurista para acoger la juridicidad más allá de la norma y del sistema.

 

4. El derecho

Podría intentarse aclarar la afirmación con dos ejemplos. El primero tiene que ver con los usos (o las costumbres); el segundo con el reconocimiento normativo positivo de la legitimidad de los pactos contra la ley positiva.

Los juristas, en lo que toca a los usos, después de la Codificación se contentan con constatar la legitimidad del recurso a los mismos y de describirlos. Afirman generalmente que el uso «es una regla de conducta observada uniforme y constantemente por los miembros de una sociedad con la convicción de obedecer un imperativo jurídico»[20]. En la experiencia de la vida civil, pues, se imponen también imperativos reconocidos por el legislador y no puestos por el mismo. Estos imperativos se manifiestan en la praxis y con la praxis, que evidencia un convencimiento no constitutivo de la obligación sino reveladora de la misma. La observancia del uso, así, deja abierta la cuestión, que debe profundizarse para acoger la razón de la obediencia al imperativo jurídico y para comprender la naturaleza de este.

Segundo ejemplo. Algunos ordenamientos jurídicos regulan con normas algunas contrataciones: por ejemplo la relativa a los pactos agrarios. En un primer momento el legislador consideró inderogables (bajo pena de nulidad de los contratos) las reglas positivas relativas al arrendamiento rústico. La inderogabilidad pretendía defender a la parte contratante más débil. Estaba, por tanto, ligada a la política del derecho, pero tenía como finalidad la de garantizar la justicia. Con posterioridad se entendió lo que ya los antiguos romanos habían señalado, esto es, que a veces el summum ius equivale a una summa iniuria. Se advirtió, pues, la necesidad del esprit de finesse incluso en lo que hace a los contratos agrarios, y se introdujo por ello en la norma la posibilidad de derogar las reglas generales con la asistencia de la parte sindical. Lo que significó considerar las exigencias de la equidad tanto desde el ángulo sustancial (oportunidad de la derogación) como desde el procedimental (garantía, aunque relativa, esto es iuris tantum, de la obtención de la misma a través de la asistencia de la parte sindical).

En ambos ejemplos el mismo legislador ha advertido la existencia de la juridicidad más allá de la norma, llamándola con esta misma. La experiencia jurídica, pues, impone el acoger el derecho, esto es, la determinación de la justicia como realidad y como regla del ordenamiento. Lo que equivale a decir que la experiencia impone «descubrir» el derecho del que ésta es epifanía auroral. Para este «descubrimiento» resulta necesaria una indagación metafísica del derecho y no sólo una indagación histórico-sociológica o meramente ordinamental-institucional. Es necesario, en otras palabras, llegar al conocimiento de la esencia de las obligaciones y, por tanto, a la naturaleza de la cosa. No se podría hablar, por ejemplo, de donación remuneratoria o de usufructo ignorando qué es la remuneración (y la ineliminable obligación moral aunque no lo sea jurídica del donante hacia el donatario) y qué es el usufructo (que, según la observación correcta del jurista romano Paulo, impone reconocer el mismo como ius in alienis rebus utendi fruendi pero sin el poder de modificar, alterar o destruir la sustancia del bien dado en usufructo).

El derecho, por tanto, se halla en el origen y al final de la experiencia jurídica. No sería posible hablar de experiencia jurídica si esta no fuera manifestación de la juridicidad como regla del ejercicio de todo poder, aunque se trate de una regla no conocida problemáticamente. La experiencia jurídica, pues, es un valor sólo si es vía para la individuación del derecho que está en la ipsa res iusta.

 

5. Una primera conclusión

La res iusta no puede ser, sin embargo, ni considerada ni determinada abstractamente. Sólo puede individuarse con referencia al caso concreto. Por esto experiencia, experiencia jurídica y derecho están estrechamente ligados. Puede decirse, quizá, más: la experiencia es la condicio sine qua non para la individuación del derecho. La experiencia, pues, entendida como vía para el conocimiento o como un «pasar a través» de la concreción problemática de la juridicidad, representa la negación de la convencionalidad del derecho y es prueba de su necesario afirmarse en la vida civil. Se ha escrito justamente que la experiencia «es un acto vital consciente por el que y en el que el hombre toma contacto con la realidad»[21]. La jurídica, por tanto, es experiencia de la ineliminabilidad del derecho en su realidad, no reducible a su efectividad. La experiencia, además, marca la puesta en marcha de un proceso que lleva a la equidad, es decir, al reconocimiento y a la aplicación del derecho al caso concreto. Por ello es medio, medio necesario, para el derecho como determinación de lo que es concretamente justo[22].

 

6. Experiencia y derecho según el ordenamiento canónico

Es oportuno, antes de concluir efectivamente, referirse a la relación entre experiencia y derecho según el ordenamiento de la Iglesia. En otras palabras, es oportuno referirse a la cuestión del descubrimiento de la juridicidad a través de la experiencia tal y como la plantea el derecho canónico. Dos palabras tan sólo para subrayar que si hay un ordenamiento que considera la res iusta como canon de la equidad, más aún, como equidad en sí misma, es el ordenamiento canónico, esto es, el ordenamiento jurídico de la Iglesia. Que representa la continuidad, en la innovación perfectiva, del derecho romano. Por esto el ordenamiento canónico es el ordenamiento jurídico más alejado de los ordenamientos que se quiere dependan del Estado o de cualquier soberanía, asumida como condición del derecho[23]. Hay que reconocer, sin embargo, que no siempre se ha dado y advertido claramente esta lejanía, aunque finalmente vaya de imponerse de modo necesario a la consideración de todos los estudiosos del derecho canónico. Distintos canonistas contemporáneos, en efecto, usan a este respecto consideraciones ambiguas que manifiestan una cierta dependencia lingüístico-conceptual de las doctrinas modernas del derecho a las que se ha hecho mención. Algunos manuales de derecho canónico, por lo mismo, se abren con afirmaciones según las cuales la Iglesia tendría un ordenamiento jurídico en cuanto que dispondría de «un complejo de normas que atribuyen derechos y deberes bien delineados»[24]. Dicho así podría parecer que el ordenamiento jurídico de la Iglesia derive de ella en cuanto institución. Más precisamente de su voluntad en cuanto institución. A veces incluso de la voluntad de los representantes de la institución. Nada más errado. No sólo porque la Iglesia institución está vinculada a su Fundador, pero también porque sólo puede expresar como orden jurídico sólo el natural, esto es, el impreso por Dios a la creación, que por tanto es orden jurídico en cuanto orden óntico y ético. La juridicidad, por lo mismo, no deriva de la coacción sino de las obligaciones naturales y de las contractuales siempre que sean conformes con el orden que las cosas tienen en sí. Bastaría considerar que es la misma experiencia la que plantea y subraya la cuestión: muestra, en efecto, que la coacción es elemento externo a la obligación y a la misma norma. Puede recurrirse legítimamente, en efecto, a la coacción tan sólo como instrumento para imponer el respeto de la obligatoriedad de la norma, es decir, de su juridicidad. Las obligaciones no atendidas y las normas violadas siguen siendo obligaciones y normas aunque se hayan violado y su violación permanece aunque sean sancionadas y aun después de la sanción.

Para considerar adecuadamente la cuestión planteada debe destacarse que el derecho canónico reconoce la obligatoriedad jurídica de los contratos estipulados entre un fiel y un infiel en cuanto sea conforme con la justicia[25]. Antes aún reconoce también la personalidad jurídica a los no bautizados y considera vinculado al infiel con el derecho divino natural. El derecho canónico, además, reconoce que hay un derecho no escrito válido y vigente en todas partes y en todo tiempo. Tanto que la Iglesia entiende que quien sin culpa ignora la Revelación de Nuestro Señor Jesucristo puede agradar a Dios si obra según la recta conciencia y de acuerdo con la justicia. La Iglesia, en otras palabras, no tiene ni el poder de constituir el derecho ni el de suprimir o modificar el derecho natural. Ella sólo puede integrar este último con un ordenamiento positivo que lo respete, al que –en cuanto ordenamiento positivo– están sujetos sólo los bautizados.

Estas afirmaciones pueden probarse también considerando, por ejemplo, la cuestión de la consuetudo, particularmente relevante en la experiencia jurídica canonística. La consuetudo, para el ordenamiento jurídico canónico, debe ser conforme –en efecto– con el derecho natural. No basta que se considere regla de conducta que debe observarse uniforme y constantemente por los miembros de una sociedad con la convicción de que se está obedeciendo un imperativo jurídico, como se ha recordado con remisión a la dogmática civilística. No configura la asunción del uso como fuente del derecho en sentido sociológico o como vía informal de la soberanía popular. Al contrario postula la intelección de la juridicidad como problema: en el derecho positivo vigente que se desentiende o del que se aleja no se reconoce la costumbre; en la obligación que se considera deber respetar en la praxis y con praxis duradera en el tiempo, sin embargo, se individua como deber inderogable de la auténtica juridicidad. El derecho canónico, en efecto, impone en este sentido que sea aprobada (explícita o implícitamente) por parte de la autoridad competente, es decir, la costumbre debe ser reconocida no diferente de los imperativos auténticamente jurídicos que pone el derecho natural.

 

7. Palabras de conclusión

En el curso de la presente ponencia se ha planteado en primer lugar la tesis según la que sin filosofía no hay experiencia; que sin filosofía del derecho, por tanto, no hay verdadera experiencia jurídica. Se ha considerado, a continuación, que toda experiencia se hace necesariamente en la historia, que –sin embargo– muestra como en su curso se han considerado posibles experiencias en realidad imposibles. Diversas teorías del derecho, en efecto, como se ha apuntado, no permiten hablar propiamente de experiencia jurídica. Las doctrinas, por ejemplo, de la estatalidad, de la socialidad y de la institucionalidad del derecho se presentan (y son) asunciones independientes de la realidad aunque a veces se hagan efectivas y en ocasiones duramente efectivas. Se presentan, así, como sistemas abstractos, como ordenamientos caracterizados por una ratio interna, de los que –sin garbo– está generalmente ausente la justicia, que se pretende «crear» –y por eso se subraya la necesidad– con la norma positiva, con la costumbre o con el poder del llamado «yo social».

No así en el derecho canónico, aunque a veces se haya resentido en su concreta aplicación de las modas culturales. Lo que destaca, sin embargo, es el hecho de que sin el concepto de justicia es imposible individuar el derecho[26], que la experiencia impone conocer en cuanto exigencia del hombre y elemento ordenador de la comunidad, de todas las comunidades.

 

[1] «De experiencia jurídica –observó Opocher (cfr. Enrico OPOCHER, Il valore dell’esperienza giuridica, Treviso, Tipografia Crivellari, 1947, pág. 12)– hablan […] idealistas y positivistas, kantianos y tomistas, irracionalistas y racionalistas». Esto es, hablan todos, pero atribuyendo a la experiencia jurídica significados muy diversos. Nos parece penetrante el trabajo histórico y teorético a la vez de Félix Adolfo LAMAS, La experiencia jurídica, Buenos Aires, Instituto de Estudios Filosóficos Santo Tomas De Aquino, 1991; trabajo que se señala como particularmente útil para la cuestión.

[2] Cfr. voz «Esperienza» de G. GIANNINI y M. M. ROSSI, en Enciclopedia filosofica, Florencia, Sansoni, 1967, vol. II, coll. 983-1002.

[3] Cfr. G. W. F. HEGEL, Encyklopädie der philosophischen Wissenschaften in Grundrisse, § 6.

[4] Xavier ZUBIRI, Inteligencia sentiente. Inteligencia y realidad, Madrid, Alianza Editorial, 1980, trad. it., Milán, Bompiani, 2008, pág. 326.

[5] Ibid., pág. 282.

[6] Ibid.

[7] G. W. F. HEGEL, op. cit., § 486.

[8] La definición es del penalista italiano Francesco ANTOLISEI, Manuale di diritto penale, parte general, al cuidado de L. Conti, 7.ª ed., Milán, Giuffrè, 1975, pág. 132.

[9] Puede ser acusado e imputado de actos de terrorismo quien disienta, manifestando el propio disenso, de las decisiones gubernativas y, más en general, de las estatales. En Italia, por ejemplo, la magistratura ha entendido poder/deber atribuir la existencia de tal delito a quienes se oponían a la construcción de una línea ferroviaria de alta velocidad. En Egipto se ha «construido» el delito de terrorismo para «golpear» a los que se manifestaban contra el gobierno por sostener al depuesto Morsi.

[10] Para un análisis no conformista de las rationes de la Constitución española del 1978 se remite a Miguel AYUSO, El ágora y la pirámide, Madrid, Criterios Libros, 2000.

[11] Cfr. Norberto BOBBIO, Giusnaturalismo e positivismo giuridico, 3.ª ed., Milán, Edizioni di Comunità, 1977, particularmente pág. 204.

[12] Blas PASCAL, Pensées, trad. it. de A. Bausola y R. Tapella, Milán, Rusconi, 1993, pág. 141.

[13] Llamó la atención sobre la cuestión, por ejemplo, Giuseppe CAPOGRASSI, «Note sulla molteplicità degli ordinamenti giuridici», publimadas por vez primera en 1936 en Studi Sassaresi, reestampadas con ampliaciones tres años más tarde en la Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto, ahora recogidas en Opere di Giuseppe Capograssi, vol. IV, Milán, Giuffrè, 1959, págs. 181-221. El autor llegó a la conclusión de que «la experiencia jurídica es una multiplicidad de ordenamientos y un único ordenamiento: en ser una multiplicidad de ordenamientos está su vida y en ser un único ordenamiento reside su racionalidad».

[14] G. CAPOGRASSI, Introduzione alla vita etica, en Opere di Giuseppe Capograssi, vol. III, cit., pág. 60.

[15] Ibid., pág. 62.

[16] Ibid., pág. 57. Para la evolución y la articulación de la filosofía de Giuseppe Capograssi, su pensamiento iusfilosófico y político, así como p a r a la cuestión de la experiencia jurídica, se remite a las Actas de dos interesantes congresos dedicados a él en ocasión del trigésimo aniversario de su muerte [cfr. Due convegni su Giuseppe Capograssi (Roma-Sulmona 1986), al cuidado de F. Mercadante, Milán, Giuffrè, 1990]. En particular, para las cuestiones que aquí interesan, se señalan las contribuciones de Enrico Opocher, Fulvio Tessitore, Giuseppe Guarino, Pietro Giuseppe Grasso, Francesco Gentile, Virgilio Mura, Teresa Serra, Antonio Tarantino. A la doctrina de la experiencia jurídica de Capograssi ya había dedicado un estudio Giuseppe Zaccaria (cfr. G. ZACCARIA, Esperienza giuridica, dialettica e storia in Giuseppe Capograssi, Padua, Cedam, 1976), en el que se consideran atentamente las relaciones intercurrrentes entre Capograssi y el idealismo.

[17] Cfr. la voz «Esperienza giuridica», de E. Opocher, en Enciclopedia del Diritto, Milán, Giuffrè, 1966, vol. XV, págs. 744-745.

[18] Diversos autores que sostienen el derecho como experiencia –lo evidencia la obra citada de Opocher– parecen identificar, en efecto, el «suyo» con el ser uno mismo, es decir, con el ser en armonía con la propia voluntad, o sea, con la libertad; confunden la realidad óntica del individuo con su obrar; acogen la tesis según la cual la ciudadanía garantizaría la equivalencia de las individualidades (igualdad formal ilustrada); privilegian la generalidad sea respecto al individuo que a la sociedad.

[19] Véanse, sobre todo, Critón y Las leyes.

[20] La definición se toma de Alberto TRABUCCHI, Istituzioni di Diritto civile, 21.ª ed., Padua, Cedam, 1975, pág. 20.

[21] F. A. LAMAS, op. cit., pág. 78.

[22] Es tesis que, si no se debiesen considerar con atención todas las opiniones, no merecería siquiera refutarla la de que lo justo es un «concepto técnico». (cfr. Guido FASSÓ, La storia come esperienza giuridica, Milán, Giuffrè, 1953, pág. 129). El concepto no es una opinión sino la aprehensión del ser de la «cosa». No puede ser nunca medio, ya que es regla de la acción individual y colectiva. Aquél, por esto, viene exigido por la experiencia, en particular por la jurídica. La historización de la equidad (entendida –la historización– como relativización absoluta), bajo el ángulo teorético, es la negación de la misma equidad. El «suum», por tanto, no puede hacerse depender de los ordenamientos jurídicos particulares y contingentes ni de las convicciones sociales difundidas, asumidos unos y otras como justificadores de la equidad sobre la base de su sola existencia, es decir, sobre el presunto fundamento de su efectividad. La esclavitud, por ejemplo, no era y no se convierte en un derecho porque el ordenamiento o la opinión difundida la consideraran o la consideren como tal. Es antijurídica en sí misma. Su antijuridicidad no depende de los Códigos. Al contrario, los Códigos la consideran tal porque la capacidad jurídica está inscrita en la naturaleza humana. Por ello se «adquiere» con el nacimiento (rectius debería ser reconocida desde la concepción), porque el hombre es siempre sujeto y, por tanto, necesariamente sujeto jurídico.

[23] Para el derecho romano y –con mayor motivo– para el canónico la soberanía no es fuente del derecho, como en cambio parecen sostener algunos autores y escuelas que «leen» tanto el uno como el otro con las categorías modernas. Cfr., por ejemplo, para el derecho público romano, Alberto BURDESE, Manuale di diritto pubblico romano, 2.ª Ed., Turín, Utet, 1975, págs. 51-52. Tesis que parece acogida, en lo que respecta al derecho romano, también por otros juristas, como el canonista Sandro GHERRO, Diritto canonico. (I) Diritto costituzionale, 2ª ed., Padua, Cedam, 2005, págs. 133-134. Debe señalarse que este error puede derivar también de una interpretación incorrecta del Digesto (1.3.32.1), que –hablando de la consuetudo– afirma que iudicio populi recepta est. La invocación del juicio del pueblo no significa, sin embargo, que la consuetudo dependa de su voluntad. El «pueblo», además, ha sido objeto de interpretaciones en lucha: la moderna –que aceptan, al menos implícitamente, los autores citados– propone una interpretación de «pueblo» muy reductiva y, sobre todo, alternativa respecto a la clásica. Véase sobre la cuestión Danilo CASTELLANO, «Il “popolo” tra realtà e definizioni», Hermeneutica (Brescia), 2013, págs. 59-72.

[24] Mario PETRONCELLI, Diritto canonico, 9.ª ed., Nápoles, Jovene, 1985, pág. 1.

[25] Bastaría pensar en el contrato de matrimonio entre infieles o entre fieles e infieles, que es válido en cuanto contrato «natural». El matrimonio es sacramento porque antes es matrimonio, no a la inversa. Podría objetarse que el llamado «privilegio paulino» desmiente esta tesis. Pero el mismo «privilegio paulino» tiene, de hecho, un fundamento en el orden óntico y ético, en cuanto considera el fin sobrenatural que todo ser humano debe alcanzar por vocación de su esencia. Un contrato que lo impidiese no sería respetuoso del derecho natural.

[26] Resulta útil sobre este asunto la lectura de un trabajo antiguo pero siempre actual de Francesco OLGIATI, , Milán, Giuffrè, 1932.