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Número 523-524

Serie LII

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El derecho natural en el derecho administrativo. El caso de Francia

CUADERNO: UTRUMQUE IUS. DERECHO, DERECHO CANÓNICO Y DERECHO NATURAL

1. Observaciones preliminares

A primera vista, nada es más extraño al iusnaturalismo, clásico o moderno, que el derecho administrativo. Sería obviamente demasiado largo describir aquí con todo detalle las etapas del nacimiento del derecho administrativo, entendido como conjunto de normas especialmente aplicables a la administración. Pero, para introducir este tema, presentaré sucintamente el contexto de su nacimiento. Como es sabido, Francia ha contribuido en gran medida a la aparición de esta disciplina y más aún a su autonomía con relación a las otras ramas del derecho. A este propósito efectuaré dos observaciones introductorias.

El derecho administrativo francés está vinculado de manera consustancial no al nacimiento de la administración en el Estado moderno –para parafrasear a Jean-Louis Mestre, existe en efecto un derecho administrativo antes del derecho administrativo, es decir, antes de la Revolución del ochenta y nueve–, sino a la burocratización del servicio del Estado. Es, en efecto, la profesionalización de las distintas funciones de servicio del Rey la que implica la creación de un conjunto de normas específicas vinculadas a la atribución de estas funciones, a su transmisión y a las condiciones de su ejercicio, normas que constituirán progresivamente el corpus normativo del derecho administrativo.

Ahora bien este movimiento de profesionalización va a acelerarse considerablemente en el momento de la Revolución francesa[1], y no –como se dice demasiado a menudo– en el período bonapartista. Este desarrollo está ciertamente vinculado con las necesidades del despliegue, sobre el conjunto del territorio, de una aplicación uniforme de las normas resultantes de la voluntad del titular del poder. Pero es sobre todo la puesta en práctica de una concepción de la actividad política según un modelo que se quiere científico, en realidad consecuencia del determinismo mecanicista profesado por los filósofos de la Ilustración, y muy especialmente por los ideólogos. Las investigaciones sistemáticas de Xavier Martin han mostrado perfectamente la influencia de esta corriente sobre la elaboración del Código civil, y en una menor medida del Código penal, pero está claro que la estructuración de la administración, y por lo tanto las normas jurídicas a ella aplicables, se derivan muy directamente de la misma ideología.

El objetivo principal de la estructuración de la administración revolucionaria será así la «domesticación del territorio»[2], incluso bajo la forma racional y científica que quería ser la cuadrícula íntegra e igualitaria del territorio. Se encontraban por lo demás las premisas de tal concepción en la famosa Fábula de las abejas de Mandeville, cuya conclusión, es sabido, consiste en mudar los vicios privados en virtudes públicas, y también en la promoción de una organización social basada en el predominio de la sola técnica. A riesgo de proceder por atajos, pero sobre todo porque la filiación es bien real, se encuentra la misma concepción cientifista del papel de la burocracia en Claude Henri de Saint-Simon, en particular en la famosa fórmula según la cual es necesario sustituir el Gobierno de los hombres por la administración de las cosas.

No se encuentra sólo esta influencia en los que conciben el papel de la Administración pública, sino también en aquellos que se califican a menudo a sí mismos de padres fundadores del derecho administrativo, aunque esta paternidad en adelante se distribuya más ampliamente, y se deba imputar a raíces más antiguas. Antes de volver de nuevo a examinar a los fundadores más antiguos, dediquemos algunos momentos a un autor que pasa a menudo por ser el más cercano del iusnaturalismo entre los especialistas del derecho administrativo, en particular debido a su teoría de la institución: Maurice Hauriou[3]. Seguramente, además, el afecto natural de los católicos para con el decano de Tolosa está relacionado con la admiración de su discípulo más conocido, Georges Renard [el padre Renard, figura del movimiento demócrata-cristiano que se ordenará después de la muerte de su mujer y la condena del Sillon[4]].

Ahora bien Hauriou, antes de haberse considerado como «positivista cristiano»[5], fue lector aprovechado del secretario de Saint-Simon, Auguste Comte, el fundador de la religión de la Humanidad, de quien lo menos que puede decirse es que su atención se refería al mito del Progreso más que al derecho natural, relegado a los tiempos del pasado, uno de los «estados», teológico o metafísico, que precedieron la llegada de la edad positiva. Desde las primeras líneas del prólogo a su Resumen de derecho administrativo, Hauriou precisa que quiere combinar dos concepciones del Estado: una «concepción jurídica del Estado, que descansa sobre el postulado de un concierto de voluntades libres, y la concepción de las ciencias sociales, que es al contrario determinista y orgánica»[6], y añade un poco después que esta combinación debe permitir escapar tanto a la «brutalidad» de una ciencia social cuya ley principal es la de competencia, como a las «puerilidades de un derecho natural cuya la realización se mantiene aislada de los hechos».

La especificidad de la construcción de la teoría del derecho administrativo por Maurice Hauriou –aunque parece que aquí se encuentra, más ampliamente, la especificidad de las modalidades de elaboración del derecho administrativo considerado de una manera global– une así el positivismo sociológico y el positivismo jurídico, o más exactamente el normativismo. El derecho administrativo es de ese modo un «conjunto de normas relativas a la organización y a los derechos del Estado considerados en cuanto interesa al funcionamiento de los servicios públicos»[7], pero estas normas derivan del cruce entre un voluntarismo normativo y la consideración de la sujeción social de la administración, es decir, al mismo tiempo del papel que ésta desempeña en la cohesión social, y de las consecuencias de la interdependencia social sobre la organización de la administración. En estas observaciones introductorias, inevitablemente superficiales, y sin referirme directamente al positivismo sociológico reivindicado por Léon Duguit o su sucesor Gaston Jèze, me limitaré a constatar que las preocupaciones iusnaturalistas son difícilmente compatibles con la afirmación de un positivismo tranquilo, incluso moderado por una forma de espiritualismo, más bien que de catolicismo, prestado a Buchez o a Ballanche[8], como fundamento del derecho administrativo.

Apenas difiere el tercer espacio de elaboración del derecho administrativo, que es también el principal: la jurisprudencia administrativa. La creación de las normas jurisprudenciales, y en particular de las más complejas que regulan el procedimiento contencioso, generalmente respondieron a un objetivo primario: la afirmación del carácter jurisdiccional de la justicia administrativa, legalmente no diferenciada de la administración activa hasta el último cuarto del siglo XIX, y prácticamente siempre muy cercana a la administración.

A este respecto, es un planteamiento voluntarista con el cual una institución jurisdiccional autónoma afirma su potestad normativa usando como método un normativismo teñido de oportunismo jurídico. Se encuentra este oportunismo en el contenido de las normas de fondo decretadas por la jurisdicción administrativa a partir de la consolidación de la III República, contribuyendo grandemente el Consejo de Estado a la instalación de las leyes republicanas. El derecho administrativo de esta manera ha seguido al establecimiento de los medios técnicos y jurídicos de conformación del orden republicano. En estos debates, a comienzos del siglo XX en particular, con respecto a los derechos y garantías concedidas a los funcionarios, el objetivo era enteramente constructivista, en las antípodas de toda preocupación iusnaturalista.

¿Podría decirse, pues, que el tema que nos hemos propuesto carece de sentido y que con tan tenues conexiones se ha de buscar vanamente el derecho natural en el derecho administrativo. A lo que respondemos negativamente, por dos razones sobre las cuales nos detendremos sucesivamente. En primer lugar, ciertamente de manera difusa y en cualquier caso no asumida, el derecho administrativo sigue la vía, a menudo más de lo que sus autores creen, del iusnaturalismo, o al menos de un planteamiento iusnaturalista. En segundo lugar, por su naturaleza propia, el derecho administrativo, en cuanto debe regular las relaciones entre un aparato político y los ciudadanos, toca directamente a los fundamentos del orden político.

 

2. El derecho administrativo impregnado por el derecho natural

Aunque criticado, y seguramente es muy criticable, el «teorema de la secularización», que suscitó un debate en particular entre Carl Schmitt y Hans Blumemberg, constituye un prisma que permite explicar en parte las relaciones entre el derecho administrativo y el derecho natural. Si el derecho administrativo, en efecto, fue construido por un cruce entre las distintas alternativas –sociológicas, jurídicas, normativistas– del positivismo, es bastante fácil detectar, entre los conceptos y métodos que emplea, rastros del iusnaturalismo. Los ejemplos son múltiples, pero se mencionarán aquí tres: los que se refieren a los conceptos de interés general y dignidad humana, pero también al método del juez, que desempeña más que en otra parte un papel esencial en el especificación del derecho administrativo.

El concepto de interés general en primer lugar. Para la teoría clásica del derecho administrativo, sólo a la administración compete la misión de definir el interés general, a causa de su independencia respecto a los intereses particulares[9]: la imparcialidad de la administración le permite hacer prevalecer el interés público sobre los intereses particulares. La ideología del interés general se concibe así como un medio de legitimación del Estado, que asigna por medio de su administración la etiqueta de interés general a las actividades que considera, en un momento dado y por consideraciones que no son jurídicas, que portan un interés público[10]. El concepto es así a priori bastante distante del de bien común, una suerte de visión secularizada del mismo. Frente a un interés general por definición exterior y superior a los ciudadanos, que permite imponer la voluntad oficial a estos últimos, el bien común pertenece en propiedad a cada persona y simultáneamente a todos y al conjunto, pues constituye su finalidad: «El bien común es el fin de las personas individuales [finis singularum personarum] que viven en comunidad, como el bien del todo es el fin de cada una de las partes»[11].

Con todo, las evoluciones más recientes del concepto de interés general lo acercan de una determinada manera, muy imperfecta, al concepto de bien común, por medio de dos dispositivos jurídicos sobre los cuales me detendré algunos momentos. El primero está constituido por el desarrollo de los procesos de participación. De esta forma está garantizada la difusión del interés general, que ya no es considerado como la decisión exclusiva del aparato de Estado, sino derivado, en algunos ámbitos, de la deliberación colectiva. Tal es, en particular, el caso en materia medioambiental, ya que el juez administrativo, bajo la influencia del derecho europeo, ha de comprobar que los objetivos elegidos fueron objeto de un debate y deliberación previos. Aunque trascendente, el interés general se vuelve así inmanente: si su determinación sigue perteneciendo a la administración, ésta no puede definirlo sino a partir de la consideración de las distintas expresiones de unos intereses particulares a los cuales la participación priva de ilegitimidad. El segundo está vinculado a la aparición del concepto de «bienes públicos». No se trata aquí de una nueva categoría de bienes materiales que pertenecen a las personas públicas, sino de bienes respecto de los que (debido a su destino «universal») no es posible la apropiación privativa. Esta evolución corresponde esencialmente al derecho del medio ambiente y se efectúa en paralelo a la consideración de un concepto como el «patrimonio común de la humanidad» o a las transformaciones del derecho del urbanismo, permitiendo –ciertamente en modo muy imperfecto– no fundar sobre la única voluntad de la autoridad normativa la protección de algunos bienes[12].

El concepto de dignidad humana, a continuación, fue consagrado, no sin muy graves ambigüedades, por la jurisprudencia del Consejo de Estado. Hasta fecha reciente, la limitación de las libertades individuales no podía resultar sino de la protección del orden público, concebido como el desarrollo de la seguridad pública. Ahora bien, como desde mediados de los años noventa el Consejo de Estado acepta comprobar la compatibilidad de las actividades individuales con la dignidad humana, la administración está así habilitada para impedir acciones individuales que afecten a esta dignidad. Cambio producido tras una reflexión del Consejo de Estado sobre las medidas que, durante la segunda guerra mundial, y merced a una concepción puramente positivista, sacrificaron esta dignidad.

Pero es este origen precisamente el que limita el interés de la innovación: lo que en adelante se protege, en efecto, son los «valores y principios, en particular, la dignidad humana, consagrados por la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano y por la tradición republicana»[13]. En una decisión muy discutida en Francia, el presidente de la sección de lo contencioso del Consejo de Estado pudo recientemente considerar, en un asunto que se refería a la prohibición del espectáculo de un autor que jugaba en la frontera entre antisionismo y antisemitismo, que era posible prohibir tal espectáculo porque no se podía descartar «el riesgo serio de que se produzcan de nuevo graves ataques al respeto de los valores y principios, en particular, de dignidad humana, consagrados por la Declaración de los derechos humanos y del ciudadano y por la tradición republicana»[14]. Las asociaciones de defensa de los derechos humanos criticaron esta decisión, debido a su carácter liberticida, pero está bastante claro que deja el terreno del derecho positivo para tener en cuenta objetivos que le son exteriores y que juzga superiores.

Esta última decisión es bastante ilustrativa del tercer ejemplo que quería presentar: los métodos del juez administrativo. Hay a este respecto una diferencia radical, seguramente específica en Francia, entre los jueces administrativos y los jueces ordinarios. No es neutro a este respecto que los magistrados administrativos sólo tengan este título desde fecha reciente (fines del siglo XX). La separación de las autoridades judiciales y administrativas siempre ha tenido como consecuencia, para el Consejo de Estado y los órganos jurisdiccionales administrativos franceses, y también para quienes han seguido el modelo francés, una relación con la ley muy diferente de la que tienen los órganos jurisdiccionales civiles. El juez administrativo no ha considerado nunca que debería aplicar la ley positiva mecánicamente. Ciertamente, el juez civil también se toma libertades importantes con el producto de la voluntad del legislador soberano, pero excepcionalmente no asume esta distancia con el voluntarismo jurídico. El juez administrativo francés en cambio nunca ha tenido este pudor, y siempre ha asumido plenamente su papel de administrador, es decir, quien en un momento dado, considerando el conjunto de la situación de hecho, busca la necesaria conciliación entre el ataque a los intereses individuales y el interés público.

Sobre este tema también debe tenerse en cuenta las recientes evoluciones de los métodos de juez administrativo francés: la reflexión llevada desde el principio de los años 2000 sobre lo que se llama la «oficina» del juez. Esta expresión «oficina del juez», se sabe que es debida a Portalis en su Discurso preliminar sobre el código civil, pero su importación es reciente para el juez administrativo: considera en efecto que su función no es ya solamente controlar las decisiones que se le presentan y censurar las que no se ajustarían a la ley, sino también adoptar toda medida necesaria para que las decisiones tomadas por la administración sean conformes con lo que el juez dice ser la legalidad. Y por lo tanto, se ejerce el poder administrativo en lugar de la propia administración, por ejemplo sustituyendo los motivos ilegales de una decisión administrativa con los que habrían podido fundarla legalmente, manteniendo decisiones contrarias a disposiciones de derecho positivo, o también modificando la redacción de disposiciones insertadas en un código que se ha adoptado por vía legislativa.

En este último ejemplo, como en los precedentes, se encuentra finalmente siempre una misma cuestión en segundo plano: ¿sobre qué fundamento el juez administrativo decide sobre la creación de normas jurídicas –el contenido del interés general, la dignidad humana, la decisión administrativa– que no puede encontrar ni en las «existencias normativas» que constituyen un derecho positivo cuya coherencia no es la primera característica, ni incluso en una interpretación extensiva de estas mismas normas? Sería demasiado fácil, aunque no necesariamente falso, responder que es la sola subjetividad del juez en cuestión la que, en un momento dado, en función de sus afinidades ideológicas, decide el contenido de lo que es «justo», es decir, el fundamento de sus decisiones. Sería olvidar que, al contrario del juez ordinario francés, y seguramente también de los jueces de common law, el juez administrativo no es en primer lugar un juez[15]: es el miembro de un conjunto social constituido por normas escritas o no, un «gran cuerpo del Estado», que siempre tuvo conciencia, y seguramente más aún hoy que ayer, de garantizar «el ejercicio del Estado». La misión del juez administrativo, o más bien la misión que él mismo se asigna, es así garantizar la permanencia del orden establecido[16], independientemente de las vicisitudes de la vida y los cambios políticos que siempre ha sabido si no absorber al menos amortiguar.

 

3. Derecho administrativo y orden político natural

Se comprende que la cuestión de la relación entre derecho natural y derecho administrativo se desplaza entonces: la cuestión no es ya tanto la del respeto de la aplicación servil de un derecho concebido como la expresión de la voluntad de las autoridades habilitadas para producirlo (Parlamento y órganos gubernamentales), sino la de los fundamentos de una iurisdictio que es el método normal de producción del derecho administrativo. Lo que queremos destacar aquí es la gran libertad de disposición, aún hoy, de los protagonistas del derecho administrativo, respecto a los esquemas mentales del positivismo jurídico, aunque –al igual que la libertad– puede ser la mejor y la peor de las cosas. Ahora bien, esta libertad debería llevar al derecho administrativo a poner el carácter natural del orden político en el centro de su planteamiento. Una rápida ojeada sobre la genealogía del derecho administrativo permite ver que esta conexión entre los fundamentos naturales de la política y el derecho administrativo pudo tenerse en cuenta en el pasado, lo que conduce a los cultivadores contemporáneos de este derecho a reivindicar una consideración equivalente.

Como regula las relaciones entre los ciudadanos y la administración, el derecho administrativo afecta, por definición, al orden político. Como el derecho administrativo quiso mostrar su legitimidad respecto al derecho privado, que criticaba el carácter político de aquél, no dejó de pretender diferenciarse incluso de la política y del derecho político. Esta separación todavía se afirma: piénsese en particular en los debates franceses sobre las fuentes constitucionales del derecho administrativo[17]. Pero no se coloca en un marco tan claro como el de los primeros fundadores del derecho administrativo.

La mayoría de ellos mencionan, en una perspectiva liberal, la articulación entre derecho administrativo y orden político. El derecho administrativo se describe así como el medio de aplicar los derechos políticos, es decir, los «derechos naturales garantizados por la ley política»[18]. En la continuidad de las cartas de la monarquía constitucional de 1814 y 1830, que mencionan desde sus primeras líneas los derechos garantizados a los ciudadanos, se trata de afirmar el carácter «natural» de los derechos de los ciudadanos, que el derecho político tiene por vocación de garantizar. Esta concepción está así directamente vinculada al iusnaturalismo moderno.

Es diferente, al menos en parte, en uno de los autores. Permítanme que cite aquí las primeras líneas de un manual de derecho administrativo de la segunda mitad del siglo XIX, del autor de una obra monumental consagrada al derecho público. Las primeras líneas del Resumen de derecho público y administrativo de Anselme Batbie comienzan así: «La sociedad no es una obra humana surgida de un acuerdo de voluntades. El hombre es sociable por naturaleza, como animal vertebrado; no vive en el estado de naturaleza y no se conoce ejemplo de contrato social que forme al Estado. Aristóteles formuló la verdadera doctrina, sobre este punto, en esta definición de una concisión notable, que tantas veces se ha citado: […] el hombre es un animal político, es decir, hecho para vivir en una ciudad (polis) regulada por leyes»[19]. Después de este recordatorio, que se lee raramente en los manuales de derecho positivo, prosigue precisando «la norma general que debe presidir las relaciones del Estado con los particulares. Asegurar al individuo el mayor espacio para su desarrollo moral y físico y no imponerle más que las restricciones necesarias para la acción legítima del tal Gobierno, es el primer principio que debe observarse. Sobre todo, se crea y organiza el Estado para obtener la garantía de los derechos individuales»[20]. Pero si el Estado debe garantizar el funcionamiento libre de los intereses individuales, debe también recurrir a «los intereses comunes, o a todos, o a un notable número de ciudadanos, que se confían al poder público», porque «las fuerzas individuales no podrían bastar a darles satisfacción». Esta función, prosigue aún Batbie, «es en lo que consiste la administración, y se llama derecho administrativo el conjunto de las leyes positivas según las cuales debe moverse la acción administrativa».

Si citamos un poco ampliamente a este autor (otros, como Serrigny o Gerando, habrían podido serlo en su lugar), es porque nos parece sintomático de una determinada confusión que reina en los especialistas de derecho administrativo. Por una parte, la necesidad del orden político se afirma, pero aunque tal no sea el caso en Batbie, es a menudo para legitimar la existencia de las funciones administrativas y políticas, más que vinculándolas al carácter natural del orden político. Por otra parte, todos los autores de derecho administrativo afirman que éste está destinado a garantizar la protección de derechos individuales preexistentes a la política, como si no llegaran a asumir la existencia de derechos naturales de la política. Ahora bien, el derecho administrativo no puede reducirse a una sucesión de procedimientos destinados a limitar los riesgos, pues si no el aparato oficial haría avanzar los derechos y libertades individuales. Es, o debería ser, el medio de asegurar la coherencia de las contribuciones al bien común, por parte del titular de la autoridad política y también de los ciudadanos. En este sentido, el derecho administrativo es y no puede ser sino un derecho político, y es en el sentido que el derecho natural debería irrigar el derecho administrativo.

De manera seguramente paradójica, se encuentra esta idea en segundo plano de las recientes evoluciones del derecho administrativo francés, que acabamos de repasar, y no sin alguna razón. El derecho administrativo francés, o por lo menos algunas de sus transformaciones, evolucionan en un sentido menos procesal y más sustancial. Esta evolución traduce, para decirlo de manera clara, una intervención directa del juez administrativo en el orden político. Es absolutamente cierto, porque el Consejo de Estado asume completamente que esta evolución está vinculada a la despolitización del aparato político: al hecho de que los órganos que tienen a su cargo la decisión política son cada vez más, por distintas razones y que seguramente se deberían matizar, incapaces de adoptar decisiones, incluidas las que hacen comprensible su articulación con el interés general. Se asiste así a una inversión del movimiento por el cual el derecho administrativo se construyó: al movimiento de emancipación respecto a la política sucedería así una incursión directa del juez en terreno político, permaneciendo al mismo tiempo por supuesto dentro de los límites de la argumentación jurídica. Esta evolución es seguramente un indicador de la delicuescencia del aparato de Estado. Pero debería sobre todo hacer reflexionar a los observadores que son los universitarios sobre la sustancia política del derecho administrativo, es decir, sobre el lugar central del derecho natural como fundamento del derecho administrativo.

 

[1] Cfr. la importante contribución de Raphaël MATTA, Gouverner, administrer révolutionnairement: le Comité de salut public (6 avril 1793-4 brumaire an IV), París, L’Harmattan, 2013.

[2] Vid. Grégoire BIGOT, L’Administration française. Politique, droit et société, tomo 1: 1789-1870, París, Litec, 1.ª ed., 2010, especialmente pág. 15 y sigs.

[3] Maurice HAURIOU, «La théorie de l’institution et de la fondation. Essai de vitalisme social», Cahiers de la nouvelle journée (París), núm. 4 (1925), reeditado en Aux sources du droit. Le pouvoir, l’ordre et la liberté, París, Bloud et Gay, 1933, pág. 94. Sobre la teoría de la institución, se remite a la tesis apasionante que acaba de publicar Julia SCHMITZ, La théorie de l’institution du doyen Maurice Hauriou, París, L’Harmattan, 2013.

[4] Georges RENARD, La théorie de l’institution. Essai d’ontologie juridique, Sirey 1930. Véase el atento comentario de J.-T. DELOS, «La théorie de l’institution. La solution réaliste du problème de la personnalité morale et le droit à fondement objectif», Archives de philosophie du droit (París), 1932, págs. 97-153.

[5] Ver Frédéric AUDREN, Marc MILET, «Maurice Hauriou sociologue. Entre sociologie catholique et physique sociale», prefacio a Maurice HAURIOU, Ecrits sociologiques, París, Dalloz, 2008, pág. V y sigs.

[6] Maurice HAURIOU, Précis de droit administratif, contenant le droit public et le droit administratif, 2.ª ed., París, 1893, pág. I.

[7] Maurice HAURIOU, op. cit., pág. XII.

[8] Ver a este respecto Jean-Louis CLEMENT, «Les fondements de la doctrine juridique et sociale de Maurice Hauriou (1856-1929)», Revista Crítica de la Historia de las Relaciones Laborales y de la Politica Social (Málaga), núm. 3 (2011), págs. 24-33.

[9] Véase Jacques CHEVALLIER, «L’intérêt général dans l’administration française», Revue Internationale de Sciences Administratives (Bruselas) vol. IV (1975), pág. 325; François RANGEON, L’idéologie de l’intérêt général, París, Economica 1986, 246 pág.

[10] Véase Didier TRUCHET, Les fonctions de la notion d’intérêt général dans la jurisprudence du Conseil d’État, París, LGDJ, 1977.

[11] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, II-II, 58, 9, 3.

[12] Ver, por ejemplo, Cédric GROULIER, «Quelle effectivité juridique pour le concept de patrimoine commun», AJDA (París), 2005, pág. 1042. Y para una reflexión sobre estas cuestiones, Nicolas HUTEN, La protection de l’environnement dans la Constitution française. Contribution à l’étude de l’effectivité différenciée des droits et principes constitutionnels, Thèse Paris 1, 2011.

[13] CONSEJO DE ESTADO, Dictamen contencioso de 16 de febrero de 2009, Mme. Hoffman-Glemane.

[14] CONSEJO DE ESTADO, Dictamen de 9 de enero de 2014, M. Dieudonné M’bala M’bala.

[15] Ver en particular a este respecto Bruno LATOUR, La fabrique du droit. Une ethnographie du Conseil d’État, París, La Découverte, 2002.

[16] Muy sintomático es a este respecto el hecho de que el Consejo de Estado francés tomara la iniciativa, a finales del año 2013, de llevar una serie de reflexiones colectivas sobre el tema de las transformaciones del Estado.

[17] Cfr. Bernard STIRN, Les sources constitutionnelles du droit administratif, 7ª ed., París, LGDJ, 2011.

[18] Ver, por ejemplo, Émile FOUCART, Éléments de droit public et administratif, París, Videcoq, 1834.

[19] Anselme BATBIE, Traité théorique et pratique de droit public et administratif, t. 2, 2ª ed., París, Larose et Forcel, 1885, pág. I.

[20] ID., op. cit., pág. 2.