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Número 523-524

Serie LII

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Sobre el derecho de obligaciones y contratos en Juan Vallet de Goytisolo

 

1. Conceptos de derecho subjetivo y relación jurídica. Derecho real y derecho de crédito. Aclaración previa sobre estas cuestiones

 

Derecho subjetivo y relación jurídica

Señalamos antes cuál era la concepción romana y aristotélica del ius. La concepción del ius como facultas o derecho subjetivo tuvo su origen, según Vallet y Villey, en la escolástica franciscana de Duns Scotto y Guillermo d´Ockam. El Padre Francisco Suárez, S. J., recogió tanto el sentido clásico y tomista de obiectum iustitiae y el moderno de facultas. La filosofía de Hobbes impuso un sentido individualista del derecho, al definirlo como facultad natural del hombre libre. Kant entendería el Derecho como «el conjunto de circunstancias para que la libertad de cada uno concurra con la libertad de los demás en un régimen común de libertad, es decir, de la limitación de la libertad de cada uno solamente por la libertad de los demás. Por eso, sitúa también como pieza central del Derecho privado el concepto de derecho subjetivo. En esa dirección, Windscheid llega a decir que el Derecho no conoce deberes sin el correspondiente derecho, conoce sólo deberes como correlativos de derechos». La pandectística[1] moderna ha elaborado toda su dogmática sobre el concepto de derecho subjetivo, creando una serie de figuras de derechos subjetivos, que ha ido clasificando, como síntesis y abstracción de determinadas posiciones jurídicas, pero que según Vallet, significan «simplificaciones y generalizaciones de parcelas, arbitrariamente escogidas de la realidad, vistas bajo el prisma unilateral de la idea de derecho subjetivo. De este error dimana precisamente esa distinción totalitaria que se ha querido establecer, abarcando todos los derechos patrimoniales, en derechos reales y derechos personales [o de obligación], sin dejar de clasificar ninguno en una o en otra categoría. Y en este mismo error se basa también la pretensión de clasificar como derechos subjetivos figuras mucho más complejas […]»[2].

Frente a lo señalado antes por Windscheid, Federico de Castro ha destacado que «la existencia del deber jurídico es algo primario muchas veces para la existencia de derecho subjetivo [así ocurriría con la patria potestad, por ejemplo]. Incluso cronológicamente en ocasiones nace antes […]»[3].

«Frente a la utilización del derecho subjetivo como concepto básico, la doctrina más reciente, ha pretendido centrar en el concepto de relación jurídica el examen de las distintas figuras jurídicas,… [Lo que es mucho más exacto y acorde a la realidad, pues la relación jurídica no sería más que la relación social natural juridificada por el Derecho]. La relación jurídica se ha contemplado por unos como un conjunto unitario comprensivo […] de derechos y deberes, es decir, como una relación transindividual en la que hay un sujeto activo y un sujeto pasivo, o dos sujetos que pueden ser a la vez activos y pasivos, y situado entre ellos el objeto [o materia social sobre la que la relación versa (el bien de que se trate, los servicios prometidos, los vínculos familiares), constituyendo el conjunto de derechos y deberes que encierra la relación el contenido de la relación jurídica] […]. Lo cierto es que con esa nueva proyección que centra en la relación jurídica y no en el derecho subjetivo el estudio de la realidad jurídica, nos aproximamos de nuevo a la clásica concepción del ius suum».

Ockam, Hobbes y los filósofos de su escuela renunciaron a leer en la naturaleza las relaciones, las obligaciones sociales, señala Michel Villey. «No disciernen más que derechos individuales, potestades, libertades naturalmente ilimitadas […]»[4].

 

El objeto del derecho subjetivo o de la relación jurídica

En relación con el objeto del derecho subjetivo o de la relación jurídica, Savigny entiende que de los derechos reales son objeto las cosas y de los derechos de crédito la prestación. Para Kant, según su concepto de derecho, sólo hay relaciones de persona a persona. Brinz señaló que entre persona y cosa sólo pueden existir relaciones de hecho. Windscheid concibió el derecho real como un derecho en el que titular pasivo es la humanidad y la cosa queda fuera de la relación jurídica, en una relación puramente económica. Gorowtseff habla de la libertad del sujeto pasivo como objeto del derecho. Según este autor, la cosa no sería más que el sustrato. Thon consideró como objeto del derecho subjetivo la conducta determinada por el derecho objetivo, por las prohibiciones que este impone, con lo cual incluso los derechos reales no tienen más objeto que el efecto de esas prohibiciones impuestas a toda la humanidad menos al titular de la cosa.

Para las posiciones realistas, el objeto del derecho son las cosas. Pero habría que distinguir entre las posiciones que insertan la cosa en la relación de poder y aquellas otras que la colocan en una relación de interés separada de la relación de poder o voluntad.

Las tesis que insertan la cosa en la relación de poder señalan que el acto humano (el acto de otra persona) no puede ser objeto de dominación jurídica, pues en sí es directamente incoercible, aunque pueda serlo por medios indirectos. En consecuencia todo poder habría de recaer sobre una cosa. Así se llega a señalar que el derecho de crédito tiene como objeto un patrimonio.

Hemos dicho que otras posturas colocan la cosa en una relación de interés separada de la relación de poder. Así «Carnelutti establece una distinción entre la cosa, el objeto y el contenido de la relación jurídica. Toda relación tiene determinado contenido[…]. De modo que del contenido total de la relación, habrá un contenido correspondiente a la parte activa y otro a la parte pasiva. Contenido que sitúa en la relación propiamente jurídica, la cual señala gráficamente como una línea recta de trazo grueso, en cada uno de cuyos extremos coloca respectivamente al sujeto activo y al sujeto pasivo. En un punto situado fuera de esta línea recta, coloca el objeto, que es siempre una cosa, que gráficamente une a los dos sujetos por sendas líneas de puntos que, partiendo de cada extremo de la línea de trazo grueso, llegan a juntarse en el objeto, y representan la relación de interés. De modo que el objeto se halla inserto en esa relación de interés, fuera de la relación estrictamente jurídica, pero dentro naturalmente del campo jurídico».

Vallet concluye que el objeto es «una cosa a la que se proyecta el interés de una relación jurídica. Interés que puede referirse a toda la cosa, a una parte de la cosa o a un quid a verificar en o con aquella cosa. En un derecho real el interés se refiere ya sea a la totalidad de las relaciones de la cosa [si se trata del derecho de propiedad] o sólo a una determinada relación de la cosa [si se trata de determinado derecho real limitado]. En un derecho de crédito, [el interés sobre la cosa] lo será su entrega, su construcción o la realización en ella de un acto», por ejemplo: pintar la cosa a que se refiere el contenido de la relación jurídica. Para Vallet, pues, parece que el objeto de una relación jurídica nunca es un acto humano, una prestación, como afirmaba Savigny para el caso de los derechos de crédito, sino la cosa sobre la que se proyecta el interés que lleva a establecer la relación jurídica[5]. De hecho afirma que «el objeto del derecho en último término es siempre alguna cosa»[6].

 

Distinción entre derechos reales y personales o de crédito

Como señala Vallet, los mismos dogmáticos no han estado de acuerdo entre sí con respecto a la esencia de la distinción entre derechos reales y personales, o de crédito, o de obligación.

Para Savigny la esencia de la distinción está en la inmediatividad. El derecho real atribuye un poder inmediato entre la persona titular del derecho y la cosa objeto del mismo. La relación jurídico-real sería una relación inmediata entre una persona y una cosa. Vallet objeta que por ejemplo, en la propiedad, mientras dura un usufructo que limita el dominio, no se percibe claramente dicha inmediatividad. Por lo que no considera exacto este criterio distintivo.

Giorgiani sustituyó la idea de inmediatividad por la de inherencia o reipersecutoriedad (que sería la exteriorización de la inherencia). De manera que el signo demostrativo de que un derecho es real y no personal sería la reipersecutoriedad. Sin embargo, señala Vallet, un dominio no inscrito es un derecho real, y sin embargo el titular del mismo carece de reipersecutoriedad respecto de un tercero hipotecario de los arts. 32, 34 y 36 de la LH. Por otro lado, la acción revocatoria o pauliana para la rescisión de enajenaciones realizadas en fraude de acreedores presenta cierta reipersecutoriedad, al permitir que bienes que salieron del patrimonio del deudor, puedan, por iniciativa del acreedor defraudado, ser hechos regresar al patrimonio del deudor, frente a terceros que no sean de buena fe (art. 1295 CC).

Otro criterio diferenciador utilizado es el de la absolutividad. El derecho real sería el resultado de una obligación pasiva universal (para Windscheid) o de una prohibición universal (para Thon), puesto que el derecho subjetivo es una relación siempre de persona a persona o bien un producto de las prohibiciones que el derecho objetivo impone a las demás personas (distintas del titular del derecho) respecto de la cosa.

La cuestión, dice Vallet, es si el derecho es absoluto o relativo, por su propia esencia, o por razón de la posibilidad fáctica de mantener la eficacia de su contenido frente a todos o solo frente a uno.

En opinión de Vallet todos los derechos son absolutos en cuanto todos deben ser respetados por todos, pero algunos se ven limitados (y por lo tanto, no serían derechos reales) por la imposibilidad práctica de hacer eficaz su contenido, por razón de ese mismo contenido o de su objeto.

Si un derecho tiene un objeto concreto (una cosa determinada), es posible exigir a todos los adquirentes posteriores que respeten la existencia del derecho anterior que pudieron conocer (mediante la posesión en concepto de titular o la inscripción en registros públicos).

En cambio, si un derecho se refiere a determinada prestación con un contenido fungible, sustituible (por ejemplo, el pago de 100.000 euros), dicha suma debida no se concreta en ningún bien específico del patrimonio del deudor, por lo que si un tercero posteriormente compra un bien a mi deudor o le exige el pago de un crédito de fecha posterior, ello directamente no lesiona mi derecho al cobro de la suma de dinero, pues teóricamente mi deudor podrá pagarme con dinero presente o futuro.

Sólo se produciría tal lesión si el comprador o el acreedor hipotecario posterior conocen la existencia de mi derecho y conocen igualmente que tal compraventa o gravamen se realiza o constituye con ánimo de defraudar mi derecho (consilium fraudis). Hipótesis ésta de la acción pauliana (en que el contenido de mi derecho más débil, sin embargo puede hacerse eficaz frente a tercero).

En definitiva, todos los derechos deben ser respetados por todos. Lo que ocurre es que en caso de colisión con otros derechos, sea por el contenido específico de su objeto, por la buena fe del subadquirente, o por el conocimiento del tercero, etc., hay unos que efectivamente pueden ser defendidos a ultranza y otros que no. Esta posición explicaría suficientemente la figura del ius ad rem, en que teniendo simplemente un derecho a la entrega de una cosa (y no la propiedad de la cosa), dicho derecho puede ser hecho valer frente al tercero que adelantándose a mí y conociendo mi derecho, reciba la cosa que me debía ser entregada. La mala fe del tercero determina que mi derecho pueda ser defendido a ultranza (art. 1473 CC)[7].

Otras teorías eclécticas definen el derecho real como el resultado de la inmediatividad y de la absolutividad. Aquella sería el elemento interno y ésta el externo del derecho real. El problema es que, señala Vallet, citando a Tilocca, si el elemento externo presupone la relación entre la persona titular y el resto de la humanidad, la relación con la cosa carece de inmediatividad, pues en cuanto se apoya en este deber pasivo universal, sólo puede ser mediata. E inversamente, si estamos unidos inmediatamente a la cosa, entonces la obligación de respeto no puede formar parte del contenido del derecho, sino que debe hallarse fuera del mismo como una consecuencia suya[8].

Entre las teorías más recientes para la diferenciación de los derechos reales y de crédito cabe citar a Pacchioni. Para éste, el derecho real se compone de una relación real, de inmediatividad con una cosa, y de una relación personal, con el resto de la humanidad. El derecho de crédito, en cambio, supondría una relación personal entre acreedor y deudor y una relación real entre acreedor y patrimonio del deudor[9].

En definitiva, mediante estos análisis, el fin de Vallet es mostrar la dificultad que entraña la distinción entre derechos reales y derechos de crédito, y cómo resulta cuestionable la dogmática conceptual y la rigurosidad de sus calificaciones y clasificaciones simplistas. Asimismo, pretende demostrar la inadecuación del concepto de derecho subjetivo para comprender todas las relaciones jurídicas patrimoniales. El derecho subjetivo no podría comprender la relación jurídica completa «porque tales relaciones son mucho más complejas que su simplista visión como una línea que relaciona un sujeto que manda y otro que obedece en sus respectivos extremos».

«[…] Muchas veces es necesario prescindir de la clasificación de los derechos reales y de crédito para comprender ciertas relaciones y no escindir la unidad de ciertas instituciones. […] Escisión e inexplicabilidad […] que se produce, verbigracia, en el usufructo, si lo proyectamos sobre un crédito o sobre haciendas mercantiles, y, a la vez, queremos mantener su calificación de derecho real limitativo del dominio. En cambio, considerándolo simplemente como derecho o facultad de goce normal –ius utendi et fruendi– de algún quid susceptible de producirlo –sin encasillarlo como derecho real o personal– el concepto conserva toda su luminosidad y la armonía de su línea no se deforma ni se quiebra»[10].

 

2. El concepto de obligación. Caracteres que la distinguen de los demás deberes jurídicos. Estructura de la relación jurídica obligatoria

 

El concepto de obligación

Vulgarmente suele decirse que la obligación (o el crédito en su aspecto positivo) es el deber jurídico (y correlativo derecho) de realizar (y de exigir) una prestación de dar, hacer o no hacer. Pero es más difícil dar un concepto técnico de crédito y de obligación. Ello debido a la polémica existente en torno al concepto de derecho subjetivo y en torno a la diferenciación entre derechos reales y derechos de crédito. Para Vallet, cabría diferenciar aquéllos de éstos, sobre la base de la consideración de que la titularidad de un derecho real es una situación de quietud y goce (estática), mientras que la titularidad de un crédito sería una situación dinámica, que se desarrolla en el tiempo, lo cual es cierto, pues suele hablarse de la vida de la obligación que nace de una fuente (normalmente el contrato), puede desarrollarse a lo largo del tiempo (obligaciones de tracto sucesivo, como las derivadas del arrendamiento o de tracto continuo, como las derivadas de un depósito), puede ser modificada (novación modificativa subjetiva u objetiva de la obligación) y extinguirse, normalmente mediante el pago o cumplimiento pero también por otros modos (art. 1156 CC). Igualmente el inicial contenido de la obligación, el deber de dar, hacer o no hacer puede transformarse en indemnización de daños y perjuicios en caso de incumplimiento (art. 1101 CC). Por otro lado, mientras en el derecho real hay siempre una situación jurídica de titularidad que permanece (mientras tal titularidad no se transmita), apareciendo al exterior simplemente diversas actuaciones materiales del titular, que ejercita así su titularidad, la obligación normalmente supone una modificación de ambos patrimonios de acreedor (que engrosa) y de deudor (que disminuye)[11].

En el Derecho romano el deudor quedaba sujeto personalmente al acreedor. La deuda se ejecutaba sobre la persona del deudor. Según Livio (8, 28, 8) fue la Lex Poetelia Papiria del siglo III A. C la que trasladó la ejecución personal al patrimonio del deudor (aunque Álvaro d´Ors considera esta afirmación una simplificación de la historia de esta institución [la responsabilidad patrimonial universal del deudor]).

Pero tratábamos de dar el concepto técnico de obligación viendo cuál sea el contenido de la misma o del derecho de crédito.

 

Teoría del derecho a un acto:

Savigny afirmó que el crédito era un derecho subjetivo sobre un acto del deudor, lo que Windscheid corrigió indicando que era el derecho a un acto del deudor. Pero Windscheid no era coherente en esta definición con su propia manera de entender el derecho subjetivo como señorío de la voluntad, pues el derecho a un acto no llena tal señorío, al no suponer un poder para imponer por la fuerza al deudor la realización personal de tal acto[12].

 

Teoría del derecho sobre un bien o un patrimonio:

Otras teorías han buscado el objeto del crédito en el patrimonio del deudor. Así se ha indicado que el crédito es el derecho al valor económico de la cosa debida (Koeppen) o que el crédito es un derecho de propiedad del acreedor sobre el objeto debido, pero sólo protegido (o ejercitable) frente al deudor.

Pero, en el primer caso, habría que señalar que el objeto del crédito podría ser el contenido valorado, pero no el valor, que sólo es la medida de aquél. Y en el segundo, que tal teoría sólo podría ser aplicable en el caso de que el deudor tuviera la obligación de entregar una cosa determinada de su propiedad, lo que conduciría a afirmar que en una compraventa no consumada por la traditio (en un sistema traslativo basado en el título y modo, como es el español), el comprador sería propietario (relativo) sólo frente al vendedor desde el mismo acto del contrato, pudiendo reclamarse la cosa sólo a quien no fuera su deudor, en el caso de la acción pauliana o en el caso de la doble venta (art. 1473 CC). Cabe señalar que tal cosa no es una propiedad, y que no podría hablarse ni de propiedad de una cosa genérica (mientras no se hubiese llevado a cabo la especificación), ni de propiedad en el caso de una obligación alternativa (mientras no se hubiese llevado a cabo la concentración) ni de propiedad de un servicio todavía no prestado, ni de propiedad de una prestación de no hacer[13].

Por otro lado, quien habiendo comprado de buena fe no recibió la entrega de la cosa (sino que ésta se da a otro segundo comprador de mala fe), en un sistema de título y modo, simplemente tiene derecho a que se le transfiera la posesión de la cosa para así convertirse en dueño, pues la única especificidad del art. 1473 CC sobre el art. 609 del mismo Código radica en que la recepción de la posesión de la cosa no transforma en dueño al que primero la recibe, si medió mala fe.

La teoría del derecho de crédito como derecho de propiedad del acreedor sobre el objeto debido, sólo podría tener aplicación en un sistema de transmisión consensual del dominio, en el que la oponibilidad del derecho de propiedad frente a terceros se obtiene mediante la transcripción obligatoria del dominio en el Registro público (sistema francés o italiano), y pienso que conduciría a confundir ambas realidades derecho de propiedad y derecho de crédito.

Otros autores, como señala Vallet, han buscado el objeto del crédito en el futuro, señalando que es el derecho al resultado. El problema radica en que mientras no se obtenga dicho resultado no puede decirse que se tenga derecho sobre él. Según esto, mientras la casa prometida, no se construyera, el acreedor (dueño de la obra), no tendría derecho alguno, sino una mera expectativa de derecho[14].

Finalmente, se ha indicado que el derecho de crédito tiene como objeto todo el patrimonio del deudor en general.

 

Teoría del débito y de la responsabilidad

Pacchioni habla de dos relaciones completamente distintas en los derechos de obligación. Una de esas relaciones sería el crédito, que no tiene sujeto pasivo. Otra sería la obligación, que no tiene sujeto activo y es el deber del deudor o débito. El crédito es un derecho del acreedor que recae directamente sobre el patrimonio del deudor, que sufre los efectos de la responsabilidad para caso de que el deudor no cumpla su débito. El crédito del acreedor se configura así como un poder de exigir responsabilidad sobre todo el patrimonio del deudor en caso de incumplimiento del débito.

Otros autores consideran que débito y responsabilidad son dos fases distintas, una sustantiva y otra procesal, de la misma figura (el derecho de crédito). El débito es un deber de conducta y la responsabilidad, es la sujeción a los órganos procesales para permitir que la pretensión del acreedor de satisfacción de su derecho se imponga sobre el patrimonio del deudor. Por eso Carnelutti ha señalado que el deber del deudor es más un dejar hacer que un hacer. Esta doctrina del débito y de la responsabilidad ha sido considerada mucho tiempo la nota diferenciadora de las obligaciones de los demás deberes jurídicos[15].

 

Teorías que niegan la juridicidad del débito

Hay autores que han negado la juridicidad del débito y centrado la obligación en la responsabilidad del deudor, como Binder. Según este autor, las normas que crean deberes no se dirigen a los súbditos sino a los funcionarios, que son quienes deben hacer cumplir el Derecho. Lo jurídico, para el súbdito no es el deber, pues, sino la responsabilidad que le atañe si incumple. «Brunetti sostuvo una postura muy parecida, al distinguir las normas absolutas, caracterizadas por imponer una sanción, y las normas finales, que en sí no la disponen aunque su incumplimiento provoque la actuación de una norma absoluta. El débito, para Brunetti, es consecuencia de una norma final, que como tal, a su juicio, queda también fuera del campo de lo jurídico»[16].

Esta teoría parecería dar a entender que la única fuente de obligaciones jurídicas (de responsabilidad, según su terminología) sería la norma, negando su operatividad al contrato como fuente de obligaciones jurídicas.

Tras este estudio Vallet concluye definiendo el concepto de derecho de crédito o de obligación de la siguiente manera:

«Naturalmente, si aceptamos las posturas normativistas o las doctrinas procesalistas, o incluso cualquier positivismo, tendremos que acabar por considerar que el simple deber queda fuera del campo de lo jurídico, respecto del cual es solamente un presupuesto para su actuación posterior. Si, en cambio, miramos el lado activo y conceptuamos el crédito como derecho subjetivo, definido como poder de voluntad, tendremos que buscar un quid sobre el cual la voluntad del acreedor pueda actuar, y al no poder tener ésta como objeto la conducta del deudor, que no es su esclavo, tiene que intentarse la proyección de ese poder de voluntad sobre su patrimonio, efecto sólo posible en una segunda fase represiva y por su camino procesal.

”En cambio, si no nos cerramos en estas dos concepciones y partimos de que el Derecho no es más que un medio para la busca y realización de la justicia en las relaciones humanas, y que, si bien a dicho efecto se sanciona coactivamente todo incumplimiento de estos deberes, la sanción no monopoliza el campo de lo jurídico ni excluye de él los deberes sin incumplir, nada nos impide considerar que, si bien no el objeto [que siempre es una cosa según se explicó antes], en cambio sí el contenido del derecho [de crédito] pueda centrarse en la conducta de una persona, en el deber de ésta de realizar determinada prestación. Y, en ese sentido, ese deber será jurídico [pues es exigible] […].

”En esta forma, no existe ningún inconveniente en hablar de derecho a una determinada conducta, a una determinada prestación. Así, sin salirnos de este sentido resulta que respecto de la cosa objeto de la prestación el acreedor sólo tiene una expectativa, no un derecho actual; pero, en cambio, tiene un derecho actual contra el deudor […]»[17].

Continúa Vallet señalando que es importante distinguir el contenido y el objeto del derecho de obligación. El idealismo metódico llamaría objeto al contenido. En cambio, con realismo metódico, el objeto han de constituirlo cosas o a lo más, servicios, aun cuando cree preferible distinguir entre el servicio (la conducta exigible, contenido del derecho de crédito) y el bien a que se refiere dicho servicio (objeto del derecho de crédito).

Además indica que la esfera de la responsabilidad queda más allá del crédito, fuera de éste, pues deriva del incumplimiento de cualquier deber (pues, por ejemplo, si alguien se apodera de una propiedad, ésta puede ejecutarse en forma específica mediante la restitución in natura al dueño). Finalmente, el id quod interest (o cumplimiento por equivalente), no derivaría per se del crédito o de la obligación, sino precisamente de su violación o transgresión. Y por otro lado, la indemnización no equivaldría al crédito sino al daño producido por el incumplimiento.

Todo lo cual conduciría a ver lo insostenible que resulta definir el objeto del derecho de crédito por la responsabilidad del deudor, así como lo insostenible que resultaría la negación de juridicidad al débito del deudor[18].

Vallet termina afirmando que es preciso abandonar el conceptualismo, y con Larenz, enfocar la relación obligatoria como un todo. Se trataría de ver, no la relación de prestación aislada sino la relación jurídica total, no pudiendo valorar una obligación, ni estudiar su esencia o su eficacia in abstracto, desvinculada de su fuente productora, sino que habría que apreciarla en cada caso concreto, según derivase de una compraventa, un contrato de trabajo, un ilícito civil, penal. Considera, además, que hay que mirarla como algo vivo, que «está en el tiempo y entre los hombres, no en un mundo irreal de conceptos». Y en este sentido, su aspecto predominante es su lado pasivo. La fuerza del crédito (del derecho del acreedor), deriva de la obligación del deudor (nacida de una u otra fuente), y no lo contrario, que es lo que la doctrina del derecho subjetivo había pretendido[19]. Podríamos concluir señalando, que mucho más exacto que hablar de derechos subjetivos de crédito cuyo objeto sea la conducta de otra persona, es hablar de relaciones jurídicas obligatorias, cuyo contenido es un deber de prestación.

 

Caracteres que distinguen la obligación de los demás deberes jurídicos

Cuatro caracteres distinguirían la relación jurídica obligatoria de los demás deberes jurídicos. En primer lugar, la correlatividad de crédito y deuda. No existe derecho de crédito sin deuda, ni deuda sin derecho de crédito. Sin embargo, pueden existir derechos hereditarios, por ejemplo, sin que el causante que dispuso de la herencia en nuestro favor tuviera el deber de hacernos partícipes de su patrimonio mortis causa. En segundo lugar, tratarse de un deber de realizar una prestación determinada, un acto concreto. Frente a otros deberes, como la patria potestad, que se refieren a una pluralidad de actos que se suceden en el tiempo, hasta que el menor obtiene la mayoría de edad o la emancipación antes de aquélla. En tercer lugar, la relación obligatoria expresa la relación que existe entre dos personas, sin ser consecuencia de un status o lo que modernamente se entendería como estado civil. Ello diferenciaría la relación obligatoria de los deberes familiares (nacidos del estado matrimonial de casado) o de los deberes de carácter social (nacidos de la condición de miembro de la comunidad nacional: p.e., servicio militar). En cuarto lugar, la prestación suele ser susceptible de valoración económica, aunque esta es una cuestión discutida por la doctrina científica (¿es valorable económicamente una prestación de no hacer consistente en no tocar un vecino músico su piano en la hora de la siesta?)[20].

 

Estructura de la relación jurídica obligatoria

Indica Vallet que para apreciar la estructura de la relación obligatoria hay que verla viva, en su dinámica. Primero se haría preciso examinar su fuente: el hecho jurídico productor de la obligación, justo (si se ajusta al orden social) o injusto (si lo lesiona). «La fuente de la obligación es necesario tenerla en cuenta para matizarla y valorarla», precisa[21]. En segundo término, de esa fuente se derivaría inicial y básicamente el deber de prestación que es el verdadero contenido de la relación jurídica obligatoria. De este deber nacería el derecho del acreedor. Junto a dicho deber de prestación, podrían apreciarse, en tercer lugar, los llamados deberes de conducta, que determinan la exclusión de exigencias exorbitantes y la realización de todo cuanto sea complemento normal y necesario de la obligación[22]. En este sentido el art. 1258 CC señala que los contratos se perfeccionan por el mero consentimiento y que desde entonces obligan, no sólo al cumplimiento de lo expresamente pactado, dentro de los límites que marcan la ley imperativa, la moral, el orden público, el interés público y el perjuicio de tercero (art. 1255 en relación con el art. 6.2 y 6.3 CC) sino a todas las consecuencias que según su naturaleza sean conformes a la buena fe, al uso y a la ley. O sea, consecuencias que sean conformes a la buena fe, principio general del Derecho que ha de regir la conducta de las partes. Consecuencias que sean conformes a los usos del tráfico o negociales que habitualmente se observan en la práctica de los contratos y que son llamados por el art. 1255 a regular jurídicamente la conducta de las partes, razón por lo que son usos normativos, con consideración de costumbres, y no usos jurídicos meramente interpretativos de la declaración de voluntad (art. 1.3 CC). Y consecuencias que sean conformes con la ley dispositiva (derogable por la voluntad de las partes), que integra también el contenido del contrato, en cuanto no ha sido desplazada por tal voluntad, colmando las lagunas que presenta la declaración de voluntad, en cuanto esta no ha podido prever todos los avatares de la vida de la obligación.

En cuarto lugar, puede observarse en la relación obligatoria un derecho de crédito contra el deudor y a la prestación. En la fase inicial de la obligación, y mientras la obligación no está vencida y es exigible, aparece como una expectativa al bien objeto de la obligación y como una facultad de pretensión del acreedor contra el deudor (facultas agendi) «que sufre la presión psicológica de la amenaza de la sanción de la norma para caso de incumplimiento» (art. 1101 CC)[23].

En quinto lugar, «en apoyo del derecho de crédito, considerado como derecho a la prestación, tenemos la pretensión del acreedor para caso de incumplimiento». E l acreedor dispone de medios aseguradores de su crédito intrínsecos, esto es, derivados de su propio derecho de crédito, a diferencia de los extrínsecos, como la garantía real accesoria. Tales medios son la acción subrogatoria y la acción pauliana, revocatoria o rescisoria de enajenaciones en fraude de acreedores, para el caso de que antes de cumplir la prestación, el deudor realizase actos que tendiesen a impedir la satisfacción del interés del acreedor (no cobrar créditos exigibles que tiene frente a terceros; alzamiento de bienes). En un momento posterior, cuando el crédito ha vencido y es exigible (porque p. e., estaba sujeto a un término de ejecución que ya ha llegado: el vestido de boda debía entregarse 15 días antes de la misma, y ya ha llegado dicha fecha), y se produce el incumplimiento del deudor o el cumplimiento defectuoso de la prestación, el acreedor dispone de una acción para obtener la condena del deudor a que cumpla lo debido o a que cumpla en la forma en que se convino. La acción de cumplimiento concluye con sentencia que condena al cumplimiento y, como decimos, se ejercita cuando el deudor no cumplió ni espontáneamente ni por el requerimiento del acreedor. Dictada la sentencia, cabe que el deudor la cumpla voluntariamente (ejecución procesal voluntaria de la sentencia). En vez de persistir en el incumplimiento, el deudor realiza la prestación y obedece el fallo judicial. Si el deudor persiste en el incumplimiento, se procede a la ejecución procesal forzosa en forma específica: se toma del patrimonio del deudor lo que procede entregar al acreedor; se sustituye su actividad (por ejemplo, la emisión de una declaración de voluntad), por la decisión judicial; o se ejecuta la prestación a costa del deudor si no es personalísima. De lo dicho se desprende que por la acción de cumplimiento el acreedor debe exigir el cumplimiento en forma específica o in natura de la prestación (porque es a lo que tiene derecho y a lo que se ha comprometido el deudor, lo que demuestra la juridicidad del débito). Sólo cuando no sea posible la ejecución exacta de la prestación in natura (porque el deudor no puede ya realizarla; o sigue sin querer realizarla y no es posible la ejecución forzosa en forma específica), la obligación se transforma, y el deudor queda obligado a abonar una suma que represente el valor de la prestación incumplida (abono del interés o id quod interest) . Se habla entonces del cumplimiento por equivalente. Este cumplimiento por equivalente es subsidiario. Y a él se puede sumar una indemnización por los daños y perjuicios derivados del incumplimiento.

En el caso de las obligaciones recíprocas, rigen reglas especiales. En las obligaciones bilaterales o sinalagmáticas, por ser obligaciones interconectadas entre sí (la una es contrapartida de la otra), el acreedor dispone también, siempre que él haya cumplido o hubiera estado dispuesto a cumplir lo que le incumbía, además de la acción de cumplimiento, de la posibilidad de resolver el vínculo obligatorio (art. 1124 CC). Lo que no cabe en el resto de obligaciones. La resolución es la declaración de voluntad de querer liberarse de la obligación, hecha por la parte perjudicada y que ya cumplió cuanto debía o se comportó con diligencia y buena fe. Dicha declaración de voluntad extingue las obligaciones principales o deshace los efectos de su cumplimiento (si uno ya cumplió), quedando sólo el deber de indemnizar el daño, en su caso. Por ejemplo, ante la falta de conformidad de un producto con la oferta hecha por un vendedor, el consumidor tiene derecho a la resolución en determinados casos (Texto Refundido de la LGDCU), si ya pagó el precio y el producto que le sirven en su domicilio, por ejemplo, no es conforme al contrato. Entonces o pide el cumplimiento o la resolución (y en este caso, se le devolvería el precio pagado, y en su caso, se indemnizarían los daños y perjuicios ocasionados por el incumplimiento).

En último lugar, frente a la pretensión del acreedor (o acción de cumplimiento), forma parte de la obligación la responsabilidad del deudor, patrimonial y por culpa (dolo o negligencia). Garantía de dicha responsabilidad son los bienes presentes y futuros del deudor (art. 1911 CC). Es decir, junto con la acción de cumplimiento, el acreedor puede exigir indemnización de daños y perjuicios, si se dan las circunstancias para ello (por ejemplo, mediante la acción de cumplimiento obtiene el cumplimiento tardío de la prestación, y además puede exigir indemnización por los daños y perjuicios ocasionados por la mora). Todo lo dicho trata de dejar el patrimonio del acreedor como si hubiera habido exacto cumplimiento de la obligación[24].

Junto a esta visión dinámica de la relación obligatoria puede verse el crédito como valor patrimonial, como activo de un patrimonio, de mayor o menor valor en función de la solvencia del deudor, sus garantías, sus circunstancias (lugar, tiempo y forma de cumplimiento). El crédito, desde este punto de vista, es transmisible, salvo cuando es personalísimo, lo que es excepcional (p. e., un pintor afamado debe realizar un retrato)[25]. Se trata de una modificación subjetiva de la obligación por cambio de acreedor, y que puede ser convencional, legal o judicial. Es convencional la realizada de acuerdo entre acreedor antiguo y nuevo, y puede tener lugar por diferentes causas: compra, donación, transacción, etc. La transmisión del crédito no precisa ni el conocimiento ni el consentimiento del deudor, quedando éste obligado hacia el nuevo acreedor. Pero la modificación no le perjudica sino a partir de que llegue a su conocimiento, quedando liberado, si por ignorancia, paga al acreedor antiguo (art. 1527 CC).

La transmisibilidad del crédito y su valor patrimonial, señala Vallet, produce la sensación de que el crédito es una cosa objeto de tráfico, lo que se acentúa más aún cuando el crédito se incorpora a un título que lleva aparejada ejecución (por ejemplo, la escritura pública, que abre directamente un proceso de ejecución sin necesidad de proceso declarativo previo para la declaración del derecho del acreedor) «y mucho más si encarnan en títulos-valores»[26].

Según Sánchez Calero, podríamos definir el título-valor como «el documento esencialmente transmisible necesario para ejercitar el derecho literal y autónomo en él mencionado. Esta noción –aceptada generalmente por la doctrina– pone de manifiesto, junto a la especial aptitud del documento para transmitirse, la vinculación entre el título como documento y el ejercicio del derecho que en él se menciona. Aparece, de esta manera, una conexión entre la cosa corporal (título) y la incorporal (el derecho) que es extraordinariamente útil en un doble aspecto: para el ejercicio del derecho y para su posibilidad de transmisión. En efecto, el que aparece legitimado como poseedor del documento (si es al portador, con su simple posesión; si es nominativo, además de la posesión serán precisos otros requisitos) lo está para el ejercicio del derecho, de manera que no sólo puede pedir la prestación que le corresponde con la presentación del documento, sino que ha de hacerlo precisamente presentando el título [p.e., un cheque al portador]. La legitimación del poseedor del documento crea una apariencia a su favor de ser titular del derecho mencionado en el título, que el ordenamiento jurídico protege dentro de ciertos límites. Esta protección tiene especial razón partiendo de la fácil circulación o transmisión del documento, de manera que cuando el título no se encuentra en manos de su primer poseedor, sino de otra persona a la que se ha transmitido el documento, que obtiene de buena fe, su poseedor goza de una especial tutela por parte del ordenamiento jurídico. El título que adquiere un valor por su conexión con el derecho que en él se menciona (de ahí su denominación de títulovalor), es considerado como una cosa mueble especialmente apta para su circulación o transmisión, a la que se aplican, en lugar de las normas propias de la cesión de derechos de crédito, algunas normas inspiradas en el régimen de transmisión de las cosas muebles»[27].

Si bien la transmisión del crédito, en principio, no entrañaría dificultades de coordinación con los principios del Derecho natural, pues como bien dentro del patrimonio del acreedor podría transmitirse inter vivos o mortis causa, a título oneroso o gratuito; e igualmente tampoco plantearía en principio problema su incorporación a un título ejecutivo o a un título-valor, las dificultades aparecen cuando un sistema económico se basa en la cosificación y transmisibilidad del crédito y cuando se construyen estructuras piramidales financieras utilizando los títulos-valores o las anotaciones en cuenta, sobre la base de una reserva de dinero real muy exigua en comparación con la «moneda creada» por tales medios. En tal caso, la creación de moneda, que debería ser monopolio del Príncipe, queda en manos del financista, que manipula el valor del dinero y de las cosas por la vía de crear más o menos títulos-valores y más o menos anotaciones en cuenta. Entonces la economía no se sujeta a la justicia ni al Derecho natural, sino al apetito insaciable del financista que por esta vía se apodera de haciendas y estados[28].

 

La obligación natural

Junto a la relación jurídica obligatoria, cuya estructura ya se ha determinado, se ha planteado la doctrina si las llamadas obligaciones naturales son verdaderas obligaciones (p.e., el deber de pagar una cantidad adeuda, cuando ha prescrito la acción de cumplimiento del acreedor para exigir su pago). La cuestión es que aun no siendo rigurosamente obligaciones jurídicas, tienen cierta trascendencia jurídica.

Se ha intentado dar una explicación puramente técnico-dogmática de las mismas como derechos sin acción que les proteja, como débitos sin responsabilidad por incumplimiento… Otros han indicado más certeramente que se trata de obligaciones impuestas por el Derecho natural. Serían así una prueba más de la existencia del Derecho natural y de su repercusión en la vida jurídica y social. En efecto, hay deberes morales (entre ellos, de justicia natural), como el pago de una deuda muy antigua, que no serían coercibles (exigibles coactivamente por el Derecho). Pero que si son cumplidos voluntariamente no implican un pago de lo indebido (que obligase a la devolución de lo cobrado indebidamente por el que recibe el pago), pues la obligación existía, aunque el acreedor no podía imponerla (p. e., porque prescribió el plazo general de 15 años para el ejercicio de la acción personal). Y tampoco dan lugar a las consecuencias de la donación (el que recibió el pago no se considera jurídicamente como donatario, de manera que no quedaría sujeto al Impuesto de Donaciones, y respecto del que pagó, si falleciese, la cantidad pagada no computaría para el cálculo de la reunión ficticia de su patrimonio (caudal relicto + bienes donados en vida), a efectos de determinación de las legítimas[29].

 

La prestación

El contenido de la obligación es el acto, prestación, que debe realizar el deudor. El cumplimiento se produce cuando se realiza la prestación. Toda prestación ha de ser posible, lícita, determinada o determinable (bien mediante concentración, en el caso de prestación genérica, alternativa o facultativa, o mediante su liquidación si es ilíquida). Se ha discutido si la prestación debe ser siempre valorable en dinero. Scialoja ha distinguido entre el interés del acreedor que puede no ser pecuniario y la prestación, que ha de tener un contenido patrimonial. Pacchioni, ha distinguido, por su parte, entre el débito, que puede no ser patrimonial, y, en cambio, la responsabilidad o sanción por el incumplimiento del débito, que siempre es patrimonial. Para Vallet «es evidente que pueden existir obligaciones respecto de las cuales el acreedor no tenga un interés patrimonial». Por ejemplo, la obligación de rectificar determinada noticia inexacta, que falta a la verdad; la obligación de esculpir una estatua en memoria de un familiar del acreedor. «El interés del acreedor en estos casos no es un interés patrimonial, pero la correlativa prestación del deudor puede ser valorada pecuniariamente»[30].

 

La prestación consistente en entregar una suma de dinero

Cuando la prestación del deudor consiste en entregar una suma de dinero, se plantea el problema de si la deuda en cuestión es deuda de dinero o deudas de valor, o dicho de otro modo, se plantea el problema del nominalismo y del valorismo y de las cláusulas de estabilización.

Las deudas de dinero pueden ser de pagar una cantidad de dinero o bien de pagar una suma en determinada clase de moneda. Entonces debe pagarse en la clase pactada, y no siendo posible, en una que tenga curso legal (art. 1170.1º CC). Las deudas de valor consisten en pagar en dinero un determinado valor. P. e. A debe a B, lo que valgan 100 kgs. de trigo el 1 de enero de 2014.

En las obligaciones pecuniarias que son deudas de dinero, el acreedor corre el riesgo, por razón de la inflación, de que cuando cobre, la suma que reciba tenga un poder adquisitivo inferior al que tenía cuando la obligación nació. Ese riesgo nace del hecho de que se debe una cantidad fija de unidades monetarias, y por tanto, se cumple entregando tal suma, con omisión de si la moneda conserva o no el mismo poder adquisitivo (sistema del nominalismo). Es decir, hay riesgo de que el acreedor reciba una prestación, que siendo nominalmente la debida, tenga realmente un valor inferior, un poder adquisitivo menor. Para evitar dicho riesgo, la ley o los particulares establecen como cláusula del negocio lo siguiente:

1.- Que el deudor quede obligado, no a entregar una determinada cantidad de dinero, sino un determinado valor real en dinero, para cubrir el cual, si ha bajado el poder adquisitivo de la moneda, hará falta entregar una mayor suma de unidades monetarias. Es decir, se trata de establecer deudas de valor real en lugar de deudas de cantidad de dinero. Para fijar una deuda de valor a pagar en dinero se utiliza lo que se llaman cláusulas de estabilización, consistentes en determinar la suma nominal de dinero a entregar según el precio que tengan ciertas cosas, cuyo precio sube o baja, según baje o suba el valor real del dinero. Por ejemplo, cláusulas valor oro, plata… según la cosa puesta como patrón.

2.- Que el deudor queda obligado, en principio, a pagar una determinada cantidad de dinero pero ésta es revisable si varía el poder adquisitivo de la moneda, por ejemplo, según el IPC. Esta posibilidad de revisión la establece la Ley en algunos casos como para la renta en materia de arrendamientos rústicos y urbanos.

No obstante, el principio que impera como regla en el derecho español es el del nominalismo, es decir, que se cumple entregando la cifra fijada según su valor nominal, sin importar que haya descendido su valor real (Albaladejo).

Vallet indica que «el dinero es un metal acuñado o un pedazo de papel de curso forzoso, que tiene las características y las funciones que seguidamente vamos a señalar. Suele tener: Un valor material o intrínseco, que cuando se trataba de monedas de metal, estaba determinado por el metal precioso que contenían, por la ley y el peso del mismo. Un valor en cambio, que resulta de los precios medios en tal moneda de todas las mercaderías. Y un valor nominal que es la cifra oficialmente atribuida a la moneda sea de papel o sea de metal.

”A su vez, tiene diversas funciones:

1ª.- Como medida de valor. Como tal es una unidad de medida […]. Sólo constituye un criterio para determinar la correspondencia de cuanto sea objeto de derecho y la medida de cuanto sea objeto de prestación.

2ª.- Como medio de pago: […] de débitos monetarios (determinado número de piezas monetarias de cierto género, nacionales o extranjeras) o débitos pecuniarios (débitos de cifra de valor a pagar en moneda).

3ª.- Como medio de cambio, que permitió superar la fase de cambio natural de cosa por cosa con notables ventajas de manejabilidad circulatoria, conservabilidad y más fácil disponibilidad. En este aspecto el poder adquisitivo de la moneda constituye la expresión recíproca del nivel general de precios.

4ª.- Finalmente, es medio de ahorro, instrumento para la conservación del valor en el transcurso del tiempo, tanto o más perfecto cuanto mejor conserve para el futuro su valor real líquido»[31].

Un problema fundamental que plantea la moneda es de la mutabilidad de su valor, consecuencia de la inflación y la deflación, lo que influye gravemente en sus funciones.

«Si la moneda es medida de valor y el valor de la moneda cambia constantemente, nos hallamos entonces con una unidad de medida elástica que no nos ofrece ninguna garantía. El jurista que a través de esta unidad de valor que es la moneda haya de valorar las prestaciones y su equivalencia, se encuentra en una situación muy parecida a la del arquitecto a quien para medir le faciliten unas cintas métricas que se vayan distendiendo en forma imperceptible y en una proporción que no pueda calcular, o a la de un químico a quien se le suministrase un aparato de precisión para pesar que fuera dando una medida de peso distinta cada día, sin posibilidad tampoco de calcular con exactitud periódica cuál era la mutación de peso de la unidad aplicada por aquel aparato o por las medidas que se le dieran para pesar la cantidad de los productos químicos que tuviera que mezclar. Desgraciadamente, la situación del jurista ante la unidad de valor que el Estado le suministra llega a ser muy parecida a la expuesta.

”Ni que decir tiene la influencia de la mutación del valor de la moneda en su función de medio de pago. Una persona es obligada a satisfacer determinado valor expresado en moneda nominal, y llegada la fecha de su pago resulta que su acreedor, que contaba con el efectivo prístino valor, no lo recibe conforme esperaba, sino que recibe un valor muy inferior, recibe las mismas unidades, pero estas tienen mucho menor poder adquisitivo.

”En su función como medio de cambio nos hallamos con los mismos inconvenientes en caso de variar el valor real de la moneda. En un cambio de cosa por un dinero, si interviene el elemento tiempo, o el elemento espacio, puede resultar que el valor de lo dado por una de las partes se haya medido con una moneda de un valor nominal que correspondería exactamente a su valor real en el momento de transmitirlo, pero que luego, en el momento ulterior, de pagar el precio, aunque éste represente el mismo valor nominal, realmente tenga en este segundo momento un valor real netamente inferior al de la cosa en el momento en que ésta había sido transmitida y valorada, para fijar tal precio.

”Se ve claro cuál es el efecto de la depreciación en la función del dinero como medio de ahorro. Lo destruye total o parcialmente, correlativamente a la pérdida de valor que la moneda sufre. Quien haya guardado billetes que valían cien, y dejado pasar el tiempo, cuando quiera retirar su ahorro para invertirlo se encontrará, posiblemente, que con él no podrá ya comprar sino una parte muy pequeña de lo que podría haber adquirido de haberlo invertido en el momento en que lo ganó».

Las cuatro funciones, pues, de la moneda, «quedan ineficaces en gran parte con su inestabilidad»[32].

Vallet indica que en materia de moneda existen tres criterios generales: el metalista (desaparecido al haber desaparecido la moneda de metal precioso), el valorista y el nominalista. El sistema valorista puro considera que es de imposible realización, «porque el valor de la moneda habría que calcularlo en relación al promedio de todos los precios y en cada instante, es decir, haría falta, una estadística perfecta y tan rápida que habría de ser casi automática para ser conocida día por día, hora por hora, instante por instante. No cabe, por tanto, más que el sistema nominalista. Siendo así, el único remedio a los males antes expuestos consiste en que el Estado mantenga y respete el valor que tiene la moneda […] [y que] procure que las alteraciones sean las mínimas y, en especial, que no se deban a manipulaciones, ajenas ni propias»[33].

Vallet, pues, considera como un importante problema que afectaría a la justicia conmutativa propia de los contratos, y al bien común, el de la inflación y deflación, o inestabilidad del valor de la moneda.

La incidencia de la inflación en los contratos se ha querido solventar a través de las llamadas cláusulas de estabilización que podrían pactar las partes. «El problema de las cláusulas de estabilización además de su aspecto iuspositivo –si son o no legalmente permitidas– tiene otro aspecto puramente de justicia –si son o no justas–. El problema es mucho más amplio y mucho más profundo de lo que a primera vista parece»[34].

Así, alguien vendió una casa dejando aplazado una parte del precio correspondiente, v. g r. el cincuenta por ciento de su importe pactado, y a su vencimiento cobró la suma aplazada en la moneda con su poder adquisitivo tan mermado que, con ella, ni siquiera podría cimentar otra casa semejante. O alguien, durante muchos años pagó unas primas de seguro en moneda sana y luego recibe un capital muy inferior, en poder adquisitivo, al ahorro que el mismo hubiese realizado de haber invertido aquellas primas en oro o en bienes que no hubiesen sufrido la depreciación. A un obrero alguien le hizo un préstamo para satisfacer una operación quirúrgica de su hijo. Este obrero sufre la depreciación de la moneda al disminuir el valor adquisitivo de su salario. Cuando vence el plazo de un año que se le concedió para devolver el préstamo, no le han elevado su salario, y en cambio, ha aumentado el costo de todo, de manera que para él resulta ahora más gravoso devolver el préstamo, transcurrido el año, que cuando lo recibió, pues gana lo mismo nominalmente, pero en una moneda según la cual sus necesidades se han multiplicado[35].

Para Vallet las cláusulas de estabilización «en determinados casos quizá corrijan la injusticia; en otros la repartirán, y en bastantes la endosarán a la parte más débil»[36]. «Es decir, la dificultad enorme en el terreno de la justicia que provocan las cláusulas de estabilización radica en la imposibilidad de dar una solución general que resuelva todos los casos justamente»[37]. Vallet, pues, siendo contrario a los fenómenos inflacionistas y deflacionistas, tiene una postura de cautela frente a las cláusulas de estabilización como mecanismo corrector de tales fenómenos.

La justicia conmutativa, sin embargo, puede restablecerse mediante la aplicación por el juzgador de la cláusula de origen medieval rebus sic stantibus. «Entre los fundamentales problemas que giran en torno del más genérico de alteración de circunstancias, tenemos los resultantes de la desvalorización monetaria, especialmente motivada por la inflación. Hemos tratado, al hablar del dinero, de la posibilidad de prever contractualmente la depreciación monetaria, ahora en el tema de la cláusula rebus sic stantibus y sus aledaños, nos corresponde tratar del problema de su imprevisión y de la posibilidad de que el juez tenga en cuenta la mutación de circunstancias para revisar y dar por rescindidos los contratos»[38].

El art. 1091 CC señala que las obligaciones que nacen de los contratos tienen fuerza de ley entre las partes contratantes y deben cumplirse al tenor de los mismos. Ahora bien, cabe que las circunstancias básicas del contrato (el contexto en que se firmó) se altere, lo que parecería exigir por razones de equidad que el contrato se modificase a tenor de la alteración, pues de lo contrario resultaría perjudicada la parte a la que la alteración le ha sido adversa.

El Código Civil no tiene ninguna disposición general que permita la revisión de los contratos por alteración de circunstancias básicas, pero el Tribunal Supremo admite tal revisabilidad sobre la base de la cláusula rebus sic stantibus. Se trata de una cláusula de origen medieval que se sobreentiende establecida en los contratos a los que puede afectar la alteración de circunstancias. Según dicha cláusula, los contratos que tienen tracto sucesivo y dependencia de futuro se entienden tal como se pactaron rebus sic stantibus, esto es, mientras que estén así las cosas, como en el momento de la celebración del contrato. A juicio, pues, del Tribunal Supremo, sobre la base de dicha cláusula, puede obtenerse la revisión del contrato a petición de la parte perjudicada si concurren los siguientes presupuestos: la parte perjudicada no es culpable del cambio y carece de otro procedimiento para remediar el perjuicio que le supondría la inmutabilidad del contrato; la alteración de circunstancias entre el momento de la celebración y el momento del cumplimiento es extraordinaria e imprevisible; y dicha alteración produce un desequilibrio enorme entre las prestaciones de las partes, de manera que, por ejemplo, por la alteración del valor de la moneda, el contrato llega a ser lesivo para una de las partes, mientras que para la otra significa un verdadero supuesto de enriquecimiento injusto.

 

3. El voluntarismo en la teoría de las fuentes de las obligaciones. El principio de autonomía de la voluntad

Una vez nacida la obligación sigue dependiendo de su fuente. «Sus consecuencias, su interpretación, su extinción, dimanan fundamentalmente de ella. Las características de una obligación dineraria, v.gr., dependerán de su fuente no sólo en lo específicamente establecido en ella, sino también genéricamente por su naturaleza institucional y su causa. No son iguales las consecuencias de deber mil pesetas por un precio aplazado que impagado puede dar lugar a la resolución de una venta, que deberlas por un canon arrendaticio de cuya falta de pago puede dimanar un desahucio, o que adeudarlas por un préstamo, por un depósito irregular o por una multa»[39].

En el Código Civil español es el art. 1089 el que recoge las fuentes de las obligaciones y entre ellas se señala el contrato.

El contrato tiene como problema central, señala Vallet, el del llamado «principio de autonomía de la voluntad»[40].

Suele afirmarse que la base del derecho privado está en el principio de autonomía de la voluntad, e incluso ha querido identificarse el derecho privado con el ámbito adonde alcanza el principio de autonomía de la voluntad. Se entendería por autonomía de la voluntad la posibilidad que tienen los particulares de, mediante la autodeterminación de su voluntad, crear, modificar o extinguir relaciones jurídicas privadas y de establecer una u otra regulación para dichas relaciones jurídicas a crear o ya creadas. El individuo autonormaría, autorregularía su conducta futura, y por ello se hablaría de autonomía de la voluntad. El ordenamiento jurídico estatal dejaría un espacio libre de normas legales imperativas, cuyos límites él determinaría y dentro del cual las partes interesadas autorregularían a su arbitrio sus relaciones jurídicas privadas. Según que esa libertad de autonormarse reconocida a los particulares fuese mayor o menor, el Estado y su ordenamiento jurídico se calificaría de más o menos liberal. El liberalismo propugnaría la «desregulación», es decir, el retraimiento de la ley imperativa, lo que se traduciría en una falta de dirección absoluta por parte del Estado de la vida económica y en una negación palmaria del orden natural (que debe reflejar la ley imperativa) en el Derecho de familia. Derecho que quedaría al albur de los interesados, quienes crearían «su» modelo familiar (a través de pactos reguladores de su vida común, no basada en el vínculo matrimonial); quienes regularían libremente las consecuencias de la «ruptura» de su vínculo matrimonial por sentencia juridicial, e incluso quienes disolverían por mutuo acuerdo el vínculo matrimonial, mediante declaración de voluntad manifestada ante notario (como pretendería cierta corriente actual). La autonomía de la voluntad, y las normas privadas creadas por su actuación, sería la regla primaria y básica de los ordenamientos liberales, organizados en base a la economía de mercado o social de mercado. Mientras que en los países de economía socialista, el particular encontraría sus relaciones contractuales totalmente regladas, con normas imperativas, en los liberales, por el contrario, la reglamentación se verificaría fundamentalmente por las partes interesadas en aquellas relaciones.

Aplicando el principio de autonomía de la voluntad, la ley permitiría no sólo desplazar las normas de derecho dispositivo que regulan los negocios jurídicos típicos sino incluso crear nuevos negocios jurídicos atípicos (nuevos contratos) no regulados especialmente en ella.

Señala Vallet que «en verdad, ningún gran filósofo de la antigüedad había rechazado a la voluntad un papel por lo menos secundario. A lo justo natural Aristóteles había yuxtapuesto lo justo legal, lo justo convencional, producto de la voluntad del hombre. El Derecho romano deja un lugar, una parte, al consentimiento en la formación del contrato. La doctrina verdaderamente clásica de la antigüedad grecorromana y de la Edad Media es una doctrina dualista por la cual el Derecho resulta ser a la vez producto de la razón y de la voluntad: pero la voluntad no tiene ahí sino un papel subsidiario y subordinado.

”En la escolástica tardía o escolástica franciscana, en el declinar de la Edad Media, Duns Scotto y Guillermo d´Ockam –como hemos visto antes– rebajan la razón y proclaman la preeminencia de la voluntad, su aptitud para dirigir, conducida por el amor mejor que por la razón, la vida humana. Para ellos no existe el orden natural base del derecho natural de Aristóteles y Santo Tomás. Scotto y Ockam nos presentan a los individuos aislados en estado de naturaleza, asociándose en seguida y creando las instituciones jurídicas, libremente, por su propia voluntad.

”He aquí el origen del voluntarismo jurídico moderno, fruto de la ruptura con el derecho natural de Aristóteles.

”Ahora sólo nos interesan sus repercusiones a través de la filosofía moderna en el Derecho privado. Si el contrato social es en Rousseau la única fuente del Derecho público, el contrato es también la única fuente del Derecho privado. Desde el siglo XVI al XIX los autores modernos han visto la esencia del contrato en la voluntad concordada de las partes y han creado la figura del negocio jurídico como manifestación de voluntad productora de efectos jurídicos. Se hace del consentimiento el alma del contrato; se establece como principio la libertad contractual […].

”La sucesión ab intestato y el régimen matrimonial legal supletorio se llegan a entender como fruto de una presunción de voluntad»[41].

«El liberalismo elevó a su máximo apogeo el principio de la autonomía de la voluntad. Ésta fue considerada decisiva no sólo para el nacimiento sino también para la configuración del contrato. Es decir, que la voluntad no sólo da lugar al nacimiento de éste sino a todos los efectos y consecuencias derivadas de la misma voluntad creadora»[42].

Si bien Vallet no niega la existencia de un papel de la voluntad individual en la creación y determinación de los efectos de las relaciones jurídicas privadas, con Villey lo que quiere resaltar es que «el Derecho […] lejos de tomar en consideración toda voluntad individual sólo pretende proteger las voluntades racionales, o aquellas que pueden presumirse conforme a un orden situado por encima de la arbitrariedad individual. Mayor aún es la diferencia entre la voluntad efectiva y la sancionada por el Derecho. No es nunca la voluntad pura de un individuo la que el Derecho hace obligatoria. Ello sería imposible: la voluntad empírica es inestable y desordenada. Radbruch ha dicho que tener la voluntad por ley sería la incoherencia absoluta, sería la ausencia de Derecho. El Derecho bajo el nombre de voluntad entiende una ficción de voluntad –prosigue Villey– una voluntad corregida, artificialmente transformada en constante, coherente, correspondiente a la razón tal como el Derecho se le representa».

Por ello viene a recoger la clasificación de Larenz de los límites que tendría un revisado (limitado) principio de autonomía de la voluntad, distinguiendo:

1º. Limitaciones a la libertad de conclusión del contrato, señalando aquí la obligación de contratar que tienen los concesionarios de servicios públicos, que no se pueden negar a contratar con la persona que pretende hacer uso del servicio público; las obligaciones de contratar derivadas de la moral (p. e., deber de un médico de atender a un enfermo grave, cuando se le solicitan sus servicios) y las obligaciones de contratar impuestas en virtud de la economía dirigida.

2º. Limitaciones a la libertad de configuración interna. Así la obligación de aceptar el tipo contractual legal (p. e., en el caso de arrendamientos, contratos de trabajo, etc.); limitaciones de la configuración interna del contrato por razón de las buenas costumbres o de la moral, como las derivadas de la represión de la usura; y la obligación de respetar la prohibición de ciertos contratos con ciertas personas (p. e., prohibición de que los extranjeros adquieran determinados bienes) o de contratos sobre ciertos objetos (p. e., prohibición de comprar o vender armas, drogas, etc.) o de contratos con cierto contenido.

3º. Contratos que no pueden realizarse sin una debida autorización administrativa, la cual viene exigida por la naturaleza del contrato, su objeto, la situación de su objeto (p. e., el objeto del contrato se halla situado en el extranjero, de donde debe importarse), la nacionalidad de los contratantes, la residencia en el extranjero de los contratantes, etc.[43].

 

4. El respeto del contrato

Si bien una de las característica del contrato es su relatividad, en lo que se refiere a su obligatoriedad, de manera que para cada parte contratante no hay más persona obligada hacia ella que la otra parte y su derechohabiente (heredero), todos están obligados a respetar los contratos celebrados por otros miembros de la sociedad, ya que tanto los derechos sobre cosas, como los derechos de crédito han de ser respetados por todos. Un tercero violaría un contrato, por ejemplo, en el caso de provocar una huelga entre los trabajadores de una empresa, o en el caso de comprar, a sabiendas, la cosa que el vendedor se comprometió a entregar a otra persona, por virtud de un contrato anterior (supuesto de doble compraventa con mala fe por parte del segundo comprador). Por esta razón, aunque este segundo comprador hubiera recibido la tradición (entrega) de la cosa, que según la teoría del título y modo le convertiría en dueño, su mala fe se lo impide, debiendo sufrir dicho segundo comprador el mejor derecho del comprador anterior al que no se había hecho la tradición. Otra evidencia de la obligación de respeto de los contratos por terceros ajenos a los mismos se derivaría de la posibilidad de ejercicio de la acción pauliana en el caso de haberse producido enajenaciones en fraude de acreedores, así como la penalización del alzamiento de bienes[44].

 

 

[1] El pandectismo (de Pandectas o Digesto) representó durante un largo tiempo la ortodoxia universitaria alemana. Supone una suma de principios contrarios. «Tiene mucho de positivismo legalista […], exalta el culto de la ley. Pero no resulta claro de dónde proceda la ley: puede serlo de un Estado constituido sobre la base del Contrato social […], o que las leyes se desprendan de las tornadizas costumbres del pueblo, tal y como lo constata la historia. La Escuela histórica del derecho, y las obras del joven Savigny, todavía romántico, dejan su huella en el sistema. […] El derecho resulta también la obra de la “ciencia” de los profesores que tienen por oficio el “construirlo” y conferirle la forma de una “dogmática” homogénea. Está admitido que las reglas del derecho deben constituir un “sistema” plenamente coherente […]. El pandectismo tiene mucho del racionalismo de la Escuela del Derecho natural, aunque Savigny lo haya atacado. Filosóficamente es un producto bastante confuso». Michel VILLEY, Filosofía del Derecho, vers. castellana, Barcelona, Scire Universitaria, 2003, págs., 150 y 151.

[2] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 102 y 103.

[3] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 104.

[4] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 106.

[5] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 129 a 132.

[6] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 133.

[7] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs.. 162 a 165.

[8] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs., 166 a 168.

[9] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 167.

[10] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 168 a 170.

[11] Cfr. Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 175 y 176.

[12] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 177

[13] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 177 y 178.

[14] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 178 y 179.

[15] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 179 y 180.

[16] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 180.

[17] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 181 y 182.

[18] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 182 y 183.

[19] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 183.

[20] Cfr. Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 184.

[21] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 184.

[22] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 185.

[23] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 185.

[24] Cfr. Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 184 a 186.

[25] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 18

[26] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 185.

[27] Fernando SÁNCHEZ CALERO, Instituciones de Derecho Mercantil. II. Títulos y valores, Contratos mercantiles, Derecho concursal y marítimo, Madrid, McGraw-Hill, 1997, págs., 4 y 5.

[28] Como señala Vallet «las cuatro funciones de la moneda [medida de valor, medio de pago, medio de cambio y medio de ahorro] quedan ineficaces en gran parte, con su inestabilidad; y quienes confiaron en ella quedan burlados y defraudados. Esto ha preocupado a juristas, moralistas y filósofos desde las épocas más remotas. […] Aristóteles señaló que correspondía a la República y al Príncipe el señalar el valor del dinero como cosa que interesaba a toda la comunidad. Santo Tomás matizó que no correspondía al Príncipe pro libidine propia, sino que solamente debía hacerlo en interés del pueblo. Porque la moneda es medium iustitiae y cambiar el valor de la moneda es alterarlo, es dar lugar a la injusticia. Bartolo de Saxoferrato afirmó que sólo con el consentimiento del pueblo podía el Príncipe alterar el valor de la moneda. Covarrubias explicó la indicada opinión de Aristóteles, en sentido parecido al expresado, al decidir que corresponde al Príncipe determinar el valor de la moneda, pero que solamente puede modificarlo con consentimiento del pueblo o, por justa causa, en beneficio del mismo pueblo, resolviendo en este sentido la polémica entre Fabro y Dumoulin. Antes, ya Nicolás de Oresmio había ido señalando los supuestos en que consideraba lícito al Príncipe alterar el valor de la moneda, examinando con verdadero detalle los casos de guerra y de necesidad de rescatar al propio Príncipe hecho prisionero por el ejército enemigo. La Escuela protestante del Derecho natural seguía manteniendo en esta materia la misma doctrina que la católica, de lo cual tenemos el testimonio de Grocio, Pufendorf, Vatel, etc.». Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág., 137. Vallet señala que es preciso que el Estado «mantenga y respete el valor que tiene la moneda. Y si ello resulta rigurosamente de imposible consecución, pues por la normal oscilación de los precios difícilmente ni el oro mismo conservaba siempre el mismo valor, al menos, procure que las alteraciones sean las mínimas y, en especial, que no se deban a manipulaciones, ajenas ni propias» (Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág., 138), como las que son fruto de las «ingenierías» del financista.

[29] Cfr. Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág., 186 y 187.

[30] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág. 189.

[31] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág., 135.

[32] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág., 135 y 136.

[33] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág., 136 y 138.

[34] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág., 190.

[35] Cfr. Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág., 190 y 191.

[36] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág., 192.

[37] Ibid.

[38] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág., 212.

[39] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág., 187.

[40] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág., 197.

[41] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. págs. 197 a 199.

[42] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit. pág., 199.

[43] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit, págs., 201 y 202.

[44] Juan VALLET DE GOYTISOLO, Panorama del Derecho Civil, cit., págs., 213 y 214.