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Número 523-524

Serie LII

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El positivismo judicial como reacción conservadora en el derecho constitucional estadounidense: una propuesta final al problema

CUADERNO: UTRUMQUE IUS. DERECHO, DERECHO CANÓNICO Y DERECHO NATURAL

 

1. Introducción

Como ha observado correctamente el profesor Danilo Castellano: «La doctrina del patriotismo constitucional, elaborada por la neo-Ilustración iusfilosófica contemporánea, compartida y propugnada por las teorías neoliberales y radicales, parece sellar el triunfo definitivo del positivismo jurídico. No quedaría nada por reclamar. Cualquier solicitud sería inútil y hasta inoportuna»[1]. En otras palabras, el positivismo jurídico inherente en el «patriotismo constitucional» representaría el final de la historia jurídica occidental de la misma manera que la democracia liberal representaría el final de la evolución sociopolítica del hombre occidental[2].

Con un enfoque centrado en los pretendidos intereses de libertad respecto de la sexualidad humana y el matrimonio, este artículo examinará el positivismo jurídico constitucional en el contexto de la Constitución de los Estados Unidos, que es quizás el ejemplo más preeminente en el mundo de la práctica del «constitucionalismo patriótico» y, de hecho, el modelo original de este elemento central de la modernidad política. La discusión implicará las decisiones del Tribunal Supremo de los Estados Unidos referentes al significado y al alcance de la garantía de «libertad» que da la Constitución en la declaración de derechos de acuerdo con la quinta[3] y la decimocuarta[4] enmiendas. Decisiones que, por los propios términos de la Constitución, funcionan como «la ley suprema de la tierra»[5].

En el contexto constitucional estadounidense, han surgido dos ramas dentro del positivismo jurídico (una «conservadora» y otra liberal) que se enfrentan entre sí continuamente sobre las opiniones judiciales de las tendencias conservadora y liberal del Tribunal Supremo bajo la rúbrica de los intereses de libertad supuestamente protegidos por la decimocuarta enmienda, que aplicó a los cincuenta Estados la prohibición original de la quinta enmienda de que el gobierno federal prive de «la vida, la libertad o la propiedad… sin el debido proceso».

En la primera parte se discutirá el positivismo jurídico «conservador» bajo dos aspectos: en primer término, el del «originalismo» (el «sentido original» de los términos constitucionales postulados); y en segundo lugar, el del respeto a la voluntad del «pueblo soberano» (normas de las legislaturas federal, estatal y local) siempre que las normas impugnadas limitadoras de la libertad puedan relacionarse racionalmente con un interés legítimo del Estado. Este positivismo conservador no busca más que la supuesta «interpretación pública original» de una disposición constitucional o de la factibilidad de la norma impugnada como resultado racional defendible de un debido proceso.

En la segunda parte se examinará el positivismo jurídico liberal como la enunciación del alcance de la libertad como hecho social pretendido en un medio sociocultural en evolución, sin el respeto al «sentido original» o a las decisiones mayoritarias. En las decisiones examinadas del Tribunal Supremo, el positivismo liberal se aplica como normativa moral que la mayoría liberal mismo postula como una evolución del «derecho a la libertad» tras ser afectado por una ley impugnada. Esta parte también examinará cómo la minoría conservadora del Tribunal Supremo, discrepando de las mismas decisiones, consecuentemente y sin mucha eficacia, recurre a su positivismo jurídico «conservador».

En la parte tercera, discutiré la obligación del ala conservadora (siempre y cuando continúe existiendo) del Tribunal Supremo de conformar el concepto inherentemente moral de «libertad» –el centro del conflicto sociocultural en el cual el Tribunal está profundamente implicado– con el contenido moral objetivo del derecho natural como se entiende clásicamente (una participación racional en la ley eterna de Dios). Nada por debajo de eso podrá oponerse con eficacia a la subjetividad moral con la que el ala liberal ha revestido a la «libertad» de conformidad con el zeitgeist reinante en la política moderna occidental, que los liberales continúan usando como una fuente evolutiva de normatividad similar al agua de una corriente.

Lo que estoy presentando aquí implica el famoso debate estadounidense entre el positivismo jurídico supuestamente matizado del profesor inglés H.L.A. Hart (que suplanta el positivismo «clásico» de John Austin) y la moral normativa finalmente sin fundamento (y del mismo modo el positivismo implícito) del profesor estadounidense Ronald Dworkin[6]. Defendemos la superación del debate Hart-Dworkin, en última instancia un no-debate, para llegar a la invocación franca del derecho natural (arraigado en la ley eterna) como el único anclaje que puede frenar y comenzar la reversión de lo que en otro caso sería una deriva implacable del Tribunal Supremo de los Estados Unidos por el camino de la libertad negativa como la esencia de la libertad en la Constitución de los EE.UU. La misma conclusión se aplicaría igualmente a la jurisprudencia de derechos de todas las políticas occidentales.

 

2. El positivismo jurídico «conservador» de los EE.UU

 

Orígenes

La definición clásica del positivismo jurídico se encuentra en The providence of jurisprudence determined (1832) de John Austin, el tratado ampliamente considerado como el origen de una presentación sistemática del positivismo en el derecho: «La existencia de la ley es una cosa; su mérito y demérito, otra. Que sea o no es una cuestión; que se ajuste o no a un estereotipo asumido es una cuestión diferente»[7]. En otras palabras, como se dice comúnmente, «la ley es la ley» y no se requiere ninguna investigación moral para determinar su validez, sino solamente la verificación de la debida promulgación. La ley y la moralidad son asuntos separados y distintos, y no hay conexión necesaria (como opuesta a incidental) entre los dos. Una ley o una norma jurídica se obedece por la única razón de que es un mandato del poder soberano apoyado por la fuerza, y la autoridad del poder soberano es aceptada por todos por lo que Austin llamó «un hábito de obediencia»[8].

El consenso académico secular es que el positivismo jurídico fue rehabilitado del descrédito en el que había caído el rígido fundamentalismo de Austin por el positivismo matizado de Hart, cuya obra The concept of the law (1961) proporciona «un análisis general más elaborado sobre qué son las normas jurídicas»[9] y por qué se obedecen. La innovación básica de Hart era introducir una distinción entre las normas primarias, que establecen los derechos y las obligaciones legales, y las normas secundarias, que establecen cómo y porqué las normas primarias son promulgadas, modificadas o abrogadas. Hart substituye el «hábito de obediencia» a un soberano de Austin, cuyo monopolio de la fuerza es temido, por la «norma de reconocimiento», que es una regla secundaria por la cual la comunidad especifica qué normas son ley y de ese modo las acepta como ley. De esta manera, continúa el argumento, Hart «rescata los fundamentos del positivismo de los errores de Austin»[10].

Pero los fundamentos del positivismo claramente permanecen: la ley consiste en normas legales que la autoridad pone sin consideración alguna hacia su contenido moral y la gente las obedece porque «la ley es la ley». El «hábito de obediencia» de Hart se sustituye por un «hábito de aceptación» de las normas legales primarias identificadas por la norma de reconocimiento. La base del positivismo jurídico, la filosofía aún reinante de la ley en la modernidad política, permanece intacta bajo las capas de matices de Hart.

Aún más, en la base del positivismo jurídico moderno sigue estando la doctrina política fundamental de la supuesta Ilustración «moderada»: la noción de Locke de que la ley es un mandato del gobernante cuya autoridad deriva, no de la autoridad divina como en la tradición greco católica, sino «del consentimiento de los gobernados»[11]. Harto absurdamente se dice que el gobernante y los sujetos se hallan en un estado de mutuo sometimiento[12]. Esto significaría, como objetaron los críticos contemporáneos de Locke, que la autoridad civil «se mantendría tan sólo por el hecho nada seguro de que la gente habitualmente obedece»[13]. Así, sería exactamente el «hábito de obediencia» de Austin lo que mantendría al gobernante en el poder en ausencia de un cuerpo suficiente de sujetos agraviados para ejercer el igualmente novedoso «derecho a la revolución» de Locke.

Mientras que numerosos estudiosos han visto en Hobbes (1588-1679) al proto-positivista, teórico del contractualismo[14], se ha prestado menos atención a Locke, cuya presentación «moderada» de la nueva teoría de la soberanía política como producto de un acuerdo social que da lugar a «un pueblo, un cuerpo político bajo un gobierno supremo…»[15] que influyó profundamente en los Fundadores de la Constitución de los Estados Unidos. El órgano supremo del «gobierno supremo» de Locke es la rama legislativa, a la cual están sometidas las ramas ejecutiva y «federativa». El legislativo es no sólo «el poder supremo [cursiva de Locke] de la comunidad, sino que es además sagrado e inalterable en las manos donde la sociedad lo ha colocado desde un principio…»[16]. Mientras que es la mayoría suprema de la multitud la que elije al cuerpo legislativo, una vez que esté elegida la legislatura es la mayor autoridad en la tierra: «Toda la obediencia, a la que alguien puede verse obligado a someterse por los lazos más solemnes, termina en este poder supremo…».

Locke arguyó que en ciertos casos el poder legislativo contraviene legítimamente la ley divina y que, más aún, Dios accede a esa contravención. A modo de ejemplo, cita el derecho público inglés que prohíbe dar limosnas a los mendigos, decretado a pesar del precepto divino que requiere dar limosnas, y después hace esta declaración asombrosa: «Dios hace que a veces (ya que él se preocupa tanto por la preservación del gobierno) su ley se someta y se conforme en algunos aspectos con la ley del hombre; su ley prohíbe el vicio, pero la ley del hombre a menudo lo mide. Ha habido Estados que han hecho el hurto legal para aquellos que no han sido sorprendidos in fraganti […]. Sólo señalo esto de pasada, para demostrar hasta qué punto el bien del Estado es el estándar de toda ley humana, cuando parece limitar y alterar la obligación incluso de algunas leyes de Dios, y cambia la naturaleza del vicio y de la virtud»[17].

Sin importar lo que Locke pretendió, en sus principios no menos que en los de Hobbes –y esto mucho antes de que el tratado de Austin formalizase la dicotomía entre ley y moralidad– no existe un punto de encuentro lógico entre los códigos legales que se basan en la moralidad del Cristianismo y la eventual legalización no sólo del divorcio (que por supuesto Locke recomendaba), sino también el adulterio notorio, la blasfemia e immoralidad públicas, la venta de instrumentos de pornografía y contraceptivos, el aborto, la eutanasia, el «matrimonio gay» y todas las otras formas de conducta «consensual» o «privada» que los liberales y los libertarios modernos, por igual, con el acuerdo del Tribunal Supremo (véase el epígrafe 3), han colocado más allá del alcance de la ley.

La Revolución estadounidense, inspirada en gran parte por las teorías de Locke, era «el programa de la Ilustración en la práctica»[18] y «la realización de la Ilustración»[19]. Para los revolucionarios estadounidenses, «con las premisas sacadas de Locke sobre cómo se adquiriere el conocimiento, todo parecía posible repentinamente»[20]. Se creyeron capaces de «crear su propio mundo»[21], una convicción fomentada por las comúnmente compartidas «premisas liberales del sensualismo de Locke: que todos los hombres han nacido iguales y que solo el ambiente en que se desenvolvían sus sentidos los ha hecho diferentes»[22]. Creyeron que, con cambiar el ambiente, sería posible convertir al hombre en algo diferente al «esclavo» de los «monarcas absolutos», quienes habían reinado en la Cristiandad durante tantos siglos. Como Francis Fukuyama concluye: «A pesar de los esfuerzos de algunos tratadistas recientes por encontrar las raíces del régimen estadounidense en el republicanismo clásico, la fundación de Estados Unidos estaba ampliamente, si no completamente, imbuida por las ideas de John Locke»[23]. Locke es, simplemente, el «filósofo de Estados Unidos»[24]. Esto es verdad «tanto para la epistemología de la experiencia como para la teoría de la tolerancia de Locke», que han tenido mucha importancia para «la forma y la dirección del pensamiento y la experiencia estadounidenses»[25] y también para la forma y la dirección del pensamiento occidental en general. Así, no se puede hacer ninguna valoración del positivismo jurídico estadounidense sin hacer referencia a Locke y a la herencia «conservadora» o «moderada» de la Ilustración que se supone que representa su pensamiento.

No debería sorprender a nadie, por lo tanto, que contrariamente al «mito norteamericano» de la fundación cristiana de los Estados Unidos, el positivismo jurídico sea inherente al derecho orgánico de los Estados Unidos desde su incipiente comienzo en la Constitución. El texto de la Constitución no contiene ninguna referencia a ningún patrón moral normativo para la aplicación de sus términos con carga moral: «vida», «libertad», «propiedad», «establecimiento de una religión», «ejercicio libre de una religión», «libertad de expresión», «castigo cruel e inusual», «privilegios e inmunidades», «protección igualitaria de la ley» y «debido proceso»[26].

Los Fundadores eran completamente conscientes de la novedad de una constitución como construcción puramente racional que no invocaba ninguna autoridad espiritual o ningún patrón moral externo como sustento de su procedencia. Como John Adams explicó: «Era opinión generalizada de las naciones antiguas que solamente la Divinidad era adecuada a la importante tarea de dar leyes a los hombres», pero los nuevos gobiernos estatales y federales de Estados Unidos «han ofrecido, quizás, el primer ejemplo de gobiernos erigidos sobre los principios simples de la naturaleza». Es más, declaró Adams, no debe pretenderse que aquellos implicados en idear estos nuevos gobiernos «tenían tratos con los dioses, ni estaban en ningún grado bajo la influencia del cielo, no más que aquellos que trabajaban en barcos o casas, o con mercancías o en la agricultura…». Es más, Adams predijo: «Será reconocido por siempre que estos gobiernos fueron ideados únicamente por el uso de la razón y de los sentidos»[27]. Así, Gordon Wood no exagera lo más mínimo cuando observa (con admiración) que la revolución produjo «un cambio en la sociedad, no solo en el gobierno… Estados Unidos, al parecer de golpe, había revocado dos milenios de historia occidental»[28].

No se necesita ningún alegato católico para argumentar que, en apariencia, la Constitución era un ejercicio de simple positivismo jurídico: un grupo de cincuenta y cinco delegados en Filadelfia, reuniéndose en sesión secreta dio literalmente existencia a la organización de un gobierno y una declaración de derechos. Un hecho notable pero poco conocido de la historia de Estados Unidos es que, durante y después de la Guerra de Secesión (1861-1865), un movimiento nacional de protestantes conservadores se reunió repetidamente en la Asociación de Reforma Nacional (NRA), uno de cuyos presidentes era nada menos que William Strong, magistrado jubilado del Tribunal Supremo, para lamentarse de «la Constitución atea» y de la inevitable crisis moral y espiritual que había de producir su carácter positivista como «invención o institución del hombre, fruto de algún acuerdo social imaginario…»[29]. Desde 1872, el secretario general de la NRA predijo con bastante exactitud la aparición del paisaje judicial en el que los estadounidenses habitan actualmente bajo esa misma Constitución: «La Constitución ya escrita se debe enmendar para ajustarse a los hechos tal y como se han desarrollado en realidad. Si esto no se hace, la Constitución hará que con el tiempo todo se ajuste a sí misma. Los hechos, los usos, las acciones legislativas y judiciales, todo lo que, en una palabra, no está en armonía con el instrumento escrito será arrastrado por su influencia moldeadora y controladora y desaparecerá»[30].

Más profético aún fue el rector de la Universidad de Wheaton, el profesor Charles Blanchard, que en su discurso a la convención de 1874, titulado «The conflict of law», predijo que –de no adoptarse la propuesta de la NRA de una enmienda cristiana[31]– ninguna ley del Estado favorable al cristianismo «podrá sostener una demanda en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos […]. Este conflicto jurídico es inevitable e incontenible. Nuestras leyes serán paganizadas o nuestra Constitución cristianizada, y los americanos se deben decidir pronto por lo que quieran haber hecho»[32]. De modo semejante, el discurso de Felix Brunot advirtió que mientras «nuestra nación es cristiana […] la constitución no lo es […]. ¿Puede continuar esta anomalía? Imposible. Una por una vuestras leyes cristianas […] y todos los caracteres cristianos de las constituciones de los Estados, deberán ponerse a prueba con la Constitución de los Estados Unidos; y caerán ante ella»[33]. Y así lo hicieron.

 

El originalismo como hermenéutica conservadora

Según lo observado en la introducción, la rama «conservadora» del positivismo jurídico estadounidense tiene dos aspectos: el «originalismo» y el respeto de la voluntad de la mayoría ejercitada por la legislatura «suprema» de Locke. Es decir, el positivismo jurídico «conservador» de los conservadores judiciales de Estados Unidos se apoya en lo que postularon los fundadores en la Constitución o en lo que «el pueblo soberano» ha postulado vía la promulgación legislativa.

Dentro del campo del originalismo hay una división entre los «textualistas» y los «intencionalistas». Los primeros, entre los cuales el exponente contemporáneo más prominente es Antonin Scalia, magistrado del Tribunal Supremo, sostienen que debería prevalecer el texto constitucional aparente, dado su «significado original» en la ratificación. Los segundos sostienen que debería prevalecer la «intención original» de los redactores según lo demostrado por los materiales históricos. El originalismo «textualista» busca discernir el significado de una disposición constitucional dada, incluyendo las cláusulas sobre la «libertad» que se discuten aquí, tal como fue «interpretada originalmente»[34]–literalmente el «significado del siglo XVIII»[35] o el «significado público original»[36] del texto. Esta hermenéutica peculiar es una forma apenas disfrazada de positivismo jurídico: el significado de la Constitución, incluido el término «libertad», es simplemente lo que postularon los fundadores tal y como era entendido en la época en la que se postuló.

Como la Constitución en sí misma no estipula ninguna norma que regule su interpretación en los casos dudosos, los «originalistas» no tienen la autoridad para establecer una hermenéutica basada en una evasiva «interpretación pública» del pueblo en el siglo XVIII y, más exactamente, en el siglo XVIII durante el período en el que se ratificaron el texto sin enmiendas de la Constitución y las diez enmiendas de la declaración de derechos (1789-1791). Además, la decimocuarta enmienda, que no alcanzó la ratificación de los Estados hasta 1868, reorienta el marco constitucional entero al rango de un estatuto de derechos humanos no sólo para el gobierno nacional sino también para cada Estado y cualquier otra subdivisión política de Estados Unidos. Este cambio tectónico aceleró el resultado del que la NRA se lamentaba ya mucho antes de que Gitlow vs. Nueva York[37] comenzara el proceso formal de hacer cumplir las disposiciones constitucionales, incluyendo «el derecho a la libertad», en contra de los Estados y sus subdivisiones.

El mismo juez Scalia admite que su preferencia por el «originalismo» es puramente una cuestión de opinión y que el originalismo y los no-originalismos de diferente tipo (incluyendo la Constitución «viva» que se discutirá en el epígrafe 3, infra) son «dos males» de los cuales el originalismo es el que «prefiero»[38]. Enfrentado con el problema obvio de su hermenéutica preferida, sin embargo, el juez Scalia admitió: «No es siempre fácil entender lo que significó la disposición cuando fue adoptada. No digo que sea perfecto. Solo digo que es mejor que otras cosas»[39]. Pero, como discutiré, el «originalismo» no es, de hecho, mejor que cualquier otra cosa. Se puede incluso sostener que es incluso peor que la «constitución viva» de los liberales, pues embrolla a los conservadores en una caza de fósiles para encontrar la evidencia petrificada de las discutibles interpretaciones que se hicieron en el siglo XVIII, mientras que los liberales se enfrentan primero a los espinosos asuntos sobre la justicia, la moralidad e, incluso, la teología inherentes a conceptos tales como «vida», «libertad», «propiedad», «establecimiento de una religión», «ejercicio libre de una religión», «libertad de expresión», «castigo cruel e inusual», «privilegios», «inmunidades», y «debido proceso».

 

Dred Scott vs. Sandford: el bochorno «originalista»

El primer y más prominente ejemplo de la hermenéutica «originalista» es la decisión infame del Tribunal Supremo, con resultado siete a dos, en el caso Dred Scott vs. Sandford (1856), referente a la demanda de Scott según la cual él era un esclavo emancipado con derecho a la libertad[40]. La opinión del juez principal, Roger B. Taney, estaba acompañada por opiniones separadas de los otros seis jueces de la mayoría, aunque la opinión de Taney se convirtió con eficacia en la «opinión de la mayoría» del Tribunal[41]. Primero, Taney razonó que el hecho de si Scott había conseguido emanciparse no era un caso sobre el que el tribunal federal tuviera jurisdicción y debería haberse desestimado porque Scott, por ser un negro descendiente de africanos, no podía ser un «ciudadano» de Missouri en «el sentido en que esa palabra se utiliza en la Constitución de los Estados Unidos». No tenía, por tanto, el derecho a pedir un juicio por su libertad contra Sanford, un ciudadano del Estado de Nueva York, bajo la disposición del artículo III para los juicios federales de un «ciudadano» de un Estado contra un «ciudadano» de otro –la llamada «jurisdicción de diversidad»[42].

Taney sostuvo, aplicando la doctrina del originalismo textual, que este resultado fue dictado por la interpretación original del estatus de ciudadanía de «un negro de raza africana», quien en el tiempo en el que la Constitución y la declaración de derechos fueron ratificadas «se consideraban […] como artículo de propiedad, y poseído, y comprado y vendido como tal, en cada de las trece colonias que se unieron en la Declaración de Independencia, y que luego formaron la Constitución de los Estados Unidos»[43]. Según Taney, no afectó a la jurisdicción de diversidad que los negros libres en varios Estados hubieran gozado de los privilegios de la ciudadanía de ese Estado en el momento de la Fundación, incluyendo el derecho a votar en las elecciones del Estado. En ausencia de una enmienda constitucional, bajo el significado original del término constitucional, «un negro de la raza africana» no era, y nunca podría ser, «un “ciudadano” dentro del significado de la Constitución de los Estados Unidos»[44]. Esto era así, según Taney, simplemente porque a la hora de la Fundación eran considerados como «una clase subordinada e inferior de seres, que habían sido subyugados por la raza dominante y, emancipados o no, con todo permanecían sujetos a su autoridad, y no tenían ningún derecho o privilegio más que aquellos que el que tenía el poder y el gobierno optaran concederles»[45].

Solamente el positivismo jurídico puro, bajo forma de originalismo «conservador», explica la conclusión de Taney de que incluso los esclavos negros que habían conseguido emanciparse fueran aún, sin embargo, descalificados como ciudadanos. Taney había tomado la misma posición casi treinta años antes cuando era el Fiscal General del Tribunal Supremo del presidente Andrew Jackson, discutiendo «que los negros en los Estados Unidos no tenían ningún derecho político o legal, excepto aquellos que “gozan” por la “tolerancia” y la “misericordia” de los blancos», y que los «negros “incluso cuando son libres” eran una “clase degradada” cuyos “privilegios” se les “concedían por generosidad y benevolencia más que como derecho”»[46].

Pero, ¿qué pasa con la Declaración de Independencia a la cual Taney mismo se había referido, con su proclamación de que «todos los hombres son creados iguales» y «dotados por su creador con ciertos derechos inalienables», incluyendo el derecho a «la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad»? Taney admitió que las palabras de la Declaración «parecían abarcar a toda la familia humana, y si fueran utilizadas en un instrumento similar en este día sería así entendido…». Pero en la época en la que la Constitución y de la Declaración de Derechos fueron promulgadas, estaba «demasiado claro como para discutirse que no se tenía la intención de incluir a la raza africana esclavizada, y no formó parte de quienes fundaron y adoptaron esta declaración; porque si el lenguaje, según lo entendido en aquel día, los abarcaba, la conducta de los distinguidos hombres que firmaron la Declaración de la Independencia habría sido completa y flagrantemente contraria a los principios que afirmaron...»[47].

Taney ignoró lo obvio: que los principios que esos «distinguidos hombres» habían afirmado eran que Dios, y no los Fundadores, había creado a todos los hombres en un estado de igualdad esencial y que ese Dios, y no los Fundadores, había dotado a todos los hombres de ciertos derechos inalienables. Si eso era así, no importaría que la Declaración se hubiera firmado «este día» o «ese día». Por lo tanto solamente dos conclusiones honradas eran posibles para Taney: o los autores de la Declaración querían postular como un hecho jurídico que los miembros «de la raza africana» no eran hombres, o eran de hecho «flagrantemente inconsistentes a los principios que afirmaron» –tal y como los críticos partidarios de Inglaterra habían sugerido, incluyendo al Dr. Johnson con su famosa broma de los «mercaderes de negros» de las colonias gritando a favor de la libertad.

Taney procuró escamotear el problema recurriendo a la falacia lógica del testimonio: aquellos «distinguidos hombres», como autores de la Declaración, no podían ser hipócritas. Pero eso dejó como única conclusión la de que los autores habían postulado la norma, como ejercicio de su voluntad manifiesta, de que los miembros de la raza africana no eran hombres –por lo menos en el sentido pleno– sino una casta inferior hecha para la servidumbre y la sumisión. Así, la Declaración, mientras pretendía acatar los derechos dados por el Creador, era en realidad un ejemplo –quizás el primer ejemplo– de positivismo de los derechos bajo la forma de mera convención humana.

Así, el originalismo textual se identifica con el positivismo jurídico estricto e incluso como la garantía constitucional de «libertad» –un concepto claramente moral– conforme a la quinta enmienda, así como el acceso del ciudadano del Estado a los tribunales federales del artículo III. Scott no tenía estos derechos constitucionales simplemente porque la generación de los Fundadores no deseaba que los miembros de su raza los tuvieran y los Fundadores postularon una norma para asegurar su inhabilidad perpetua[48]. Incluso la definición del «ciudadano» y, con ella el mismo estado de los seres humanos que tienen derecho a participar en la sociedad civil, debía ser determinada solamente por la supuesta interpretación de una cohorte originaria del siglo XVIII compuesta por protestantes revolucionarios y esclavistas y sus contemporáneos. Se supone que esta propuesta evita los resultados «arbitrarios» de una «constitución viva», pero como veremos en el epígrafe 4 infra, da lugar hoy, tal y como lo hizo en el caso Scott, a un documento moralmente vacuo que los «originalistas» judiciales contemporáneos ofrecen como única oposición a los liberales judiciales con tendencia al positivismo de los derechos que interpretan el mismo texto[49].

 

Buck vs. Bell: la deferencia a la «suprema legislatura» de Locke

El primer expositor de la tradición judicial estadounidense del positivismo jurídico «conservador» es, por supuesto, Oliver Wendell Holmes, Jr. En su decisivo ensayo de la Harvard Law Review, «The path of the law», que publicó cuarenta años después de la decisión del juez Taney en Dred Scott, Holmes declaró que «lo primero para un entendimiento serio del asunto es comprender sus [de la ley] límites, y por tanto, creo deseable precisar y disipar de inmediato la confusión entre la moralidad y la ley…»[50]. El punto de vista de Holmes sobre la ley es esencialmente el positivismo simpliciter de John Austin: un mandato legal respaldado por la amenaza del castigo civil o penal. El aspecto coactivo de la ley, y no un «significado místico», es la razón por la que incluso un «hombre malo», al que «no le importan nada las normas éticas que creen y practican sus vecinos», sin embargo obedece la ley. «En ninguna parte –escribió Holmes– es más manifiesta la confusión entre las ideas legales y morales que en el derecho contractual […]. El deber de respetar un contrato en el derecho común significa una previsión de que debe pagar los daños si no lo mantiene –y nada más»[51]. Al mismo tiempo que Holmes admitía que la ley es de hecho «el testigo y el depósito externo de nuestra vida moral» y «el desarrollo moral de la raza», no admitió ninguna conexión necesaria entre la ley y ningún precepto moral particular, incluyendo los preceptos del Decálogo. La «diferencia entre la ley y la moral» requiere que el jurista sea, en la práctica, «indiferente a otras y mayores cosas»[52].

Treinta años después de que «The path of the law» fuera publicado, Holmes, ahora juez asociado del Tribunal Supremo, puso su positivismo en práctica con la sentencia infame de la Corte en Buck vs. Bell[53]. En Buck, Holmes y la mayoría del Tribunal Supremo ratificaron una orden de un tribunal inferior para la esterilización involuntaria de una «mujer blanca de mente débil» en virtud de un estatuto de Virginia. El Tribunal rechazó la reclamación según la cual el procedimiento privaba a la mujer de la libertad, violando la garantía de la decimocuarta enmienda de un «debido proceso» y de la «protección igualitaria de la ley» (en cuanto que la discriminaba por su inhabilidad mental). En un ejercicio de positivismo jurídico manifiesto, Holmes sostuvo simplemente que la legislatura de Virginia había declarado la deseabilidad de evitar que la debilitada mental se reprodujera y creara una carga para la sociedad, que los procedimientos judiciales indispensables se habían seguido, y que eso era todo: «En vista de las declaraciones generales de la legislatura y de los resultados específicos del Tribunal obviamente no podemos decir como cuestión de derecho que no existan fundamentos [para la esterilización de Buck], y si existen justifican el resultado. Hemos visto más de una vez que el bienestar público puede exigir la vida a los mejores ciudadanos. Lo extraño sería no poder reclamar que aquellos que ya minan la fuerza del Estado hagan estos sacrificios menores, no sentidos como tales por los interesados, para evitar que se nos abrume con incompetencia. Es mejor para todo el mundo que, en vez de esperar a ejecutar por un crimen al descendiente degenerado, o dejarles morir de hambre por su imbecilidad, la sociedad pueda impedir la reproducción de los manifiestamente incapaces. El principio que sostiene la vacunación obligatoria es lo suficientemente amplio como para cubrir la ligadura las trompas de Falopio»[54].

No es ninguna coincidencia que el único disidente, el juez Pierce Butler, fuera un católico devoto. Aunque no redactó un voto particular, el juez Holmes tenía ciertamente sus sospechas al respecto: «Butler sabe que ésta es una buena l e y, me pregunto si tendrá el valor de votarla con nosotros a pesar de su religión»[55]. Como demuestra la referencia de Holmes a la «buena ley», mantener la esterilización involuntaria de una mujer débil mentalmente a pesar de su convicción religiosa de que tal acción del Estado es gravemente inmoral es la esencia del positivismo jurídico «conservador» de Estados Unidos[56]. Y, de hecho, el Tribunal Supremo nunca ha anulado Buck.

Irónicamente, en 2004, los jueces Souter (retirado desde entonces) y Ginsburg citaron la coincidencia de la vergüenza de la decisión Buck por la mayoría liberal de cinco jueces con la elaboración de la ley federal de «estadounidenses con discapacidad» encaminada a exigir medidas que facilitaran el acceso de los minusválidos a las instalaciones del juzgado del Estado bajo la cláusula del debido proceso de la decimocuarta enmienda. Los dos jueces se refirieron a Buck como un triste ejemplo de la primitiva admisión positivista por el Tribunal de «la constitucionalidad de la práctica hace tiempo dominante de la esterilización involuntaria de quienes padecen discapacidades mentales» bajo leyes «promulgadas para aplicar la ciencia antigua de la eugenesia, que alcanzó su punto máximo en la década de 1920...»[57]. La mayoría, señalaron con aprobación, había «retirado satisfactoriamente el aval previo de la judicatura a los instrumentos contundentes que imponían obstáculos legales»[58]. En desacuerdo con ellos, el juez Scalia, tomando el enfoque «conservador» originalista, argumentó que la garantía de la decimocuarta enmienda de la jurisdicción del tribunal federal para «aplicar, por una legislación adecuada, las disposiciones [...] de las cláusulas de la enmienda de la protección igualitaria y del debido proceso», debe tener el significado limitado que tuvo en «la edición de 1860 del Diccionario Americano Noah Webster de la lengua inglesa, habitualmente usado en la época en la que se aprobó la decimocuarta enmienda», que no incluía en el término «aplicar» las amplias medidas correctivas para cumplir con los mandatos legales[59].

 

Departamento del empleo vs. Smith y Ciudad de Boerne vs. Flores: una consagración moderna del positivismo de Locke

En Departamento del empleo vs. Smith[60], el «ultraconservador» juez Scalia, ponente de una resolución con mayoría de seis a tres, confirmó la denegación de beneficios de desempleo estatales a dos indios americanos que habían sido despedidos por el uso del peyote para sus rituales religiosos violando la ley de Oregón. El Tribunal rechazó el argumento de los trabajadores de que la ley de Oregón vulneraba el ejercicio libre de su religión nativa americana. Mientras que en cuanto a los hechos la decisión parece razonable, el fundamento dado por el Tribunal es cristalino respecto de que en la política estadounidense, al igual que en toda política occidental de hoy en día, la religión está a merced del poder del Estado. La sentencia de Scalia contiene esta observación escalofriante: «Nunca hemos mantenido que las creencias religiosas de una persona le excusen del cumplimiento de una ley válida que prohíbe una conducta que el Estado es libre de regular»[61]. Aún más escalofriante, Scalia cita al juez liberal Frankfurter para esta proposición: «La mera posesión de convicciones religiosas que contradicen las preocupaciones relevantes de una sociedad política no dispensa al ciudadano del cumplimiento de responsabilidades políticas»[62].

Scalia y la mayoría se negó a aplicar la interpretación dada en las decisiones anteriores del Tribunal Supremo que requieren un «interés apremiante del Estado» para justificar las leyes que graven substancialmente el libre ejercicio de la religión. Mientras que el patrón del «interés apremiante del Estado» es apenas un baluarte de la libertad religiosa –el Estado siempre puede argumentar que sus intereses son «obligatorios»– el rechazo de Scalia del criterio evoca la majestad del «gobierno supremo» de Locke que establecieron los Fundadores: «Convertir en obligación del individuo el obedecer a una ley supeditada a la coincidencia de la ley con sus creencias religiosas, excepto donde el interés del Estado es “apremiante” [...] contradice tanto a la tradición constitucional como al sentido común»[63]. Nótese: Scalia, el lector más conservador de la Constitución en el Tribunal, dice que los Fundadores sujetaron la creencia religiosa a la ley civil general. Como Scalia concluye: «El derecho de libre ejercicio no exonera a un individuo de la obligación de cumplir con una “ley válida y neutral de aplicabilidad general basándose en que la ley prohíbe (o prescribe) una conducta que su religión prescribe (o prohíbe)”»[64]. El dictamen de Scalia en Smith cita y se basa en la decisión anterior del Tribunal en Reynolds vs. Estados Unidos para sostener la proposición según la cual el Estado no puede permitir «que la doctrina profesada como creencia religiosa [sea] superior a la ley de la tierra, de modo que se permita que cada ciudadano se convierta en ley en sí mismo»[65].

Mientras que la conducta en cuestión en Smith era el políticamente impopular uso del peyote, el positivismo jurídico que Scalia enuncia como fundamental para el sistema estadounidense se extiende a cualquier forma de conducta motivada por la religión que «el Estado es libre de regular» según «las preocupaciones pertinentes de una sociedad política» y «la descarga de responsabilidades políticas» por los ciudadanos. El principio no hace daño donde la ley civil general en cuestión prohíbe una conducta que también viola la ley natural o divina, tales como usar una serpiente para suicidarse (práctica extendida en algunas sectas) o la poligamia. En tales casos, la ley civil moralmente debería prevalecer sobre las creencias religiosas y prácticas del individuo. Pero en una organización política lockeana como la de Estados Unidos, fundada en la teoría social compacta, «las preocupaciones pertinentes de una sociedad política» y las «responsabilidades políticas» no están sujetas a las limitaciones de ningún patrón teológico absoluto –la Constitución, después de todo, ni siquiera menciona a Dios– de forma que los objetos del derecho civil puede estar, y a menudo lo están, en desacuerdo con la ley divina y natural.

En ciudad de Boerne vs. Flores[66], la mayoría entonces «conservadora» del Tribunal confirmó la negación de un permiso de construcción al arzobispo de San Antonio para la ampliación de una iglesia que había sido designada monumento histórico por la ciudad. Flores se decidió después de que el Congreso, en respuesta a la indignación pública por la decisión en Smith, aprobó la ley de restauración de la libertad religiosa (RFRA) de 1993, que restablece el estándar del «interés apremiante del Estado» para cualquier ley federal, estatal o local que grave «sustancialmente» el libre ejercicio de la religión[67]. En Flores, el Tribunal declaró que la RFRA, que el arzobispo había invocado, era inconstitucional en su aplicación a los Estados porque el Congreso se había excedido en su poder de hacer cumplir la decimocuarta enmienda al exigir que los Estados y entes locales demuestren un «interés apremiante del Estado» en las leyes que afectan a la religión. En su dictamen razonado, el juez Scalia –irónicamente, en desacuerdo con la juez liberal O’Connor– adoptó la postura «originalista» según la cual los Fundadores, siguiendo la filosofía de John Locke, nunca tuvieron intención alguna de permitir que las convicciones religiosas prevalecieran sobre la obediencia a las leyes: «Esta limitación del alcance de la práctica religiosa habría estado de acuerdo con la formación filosófico-política de la época (asociada sobre todo a John Locke), que considera la libertad como el derecho “de hacer sólo lo que no estaba legalmente prohibido [...]”»[68].

Por lo tanto, el juez del Tribunal Supremo, generalmente considerado como el constitucionalista más conservador de Estados Unidos hoy en día, afirma que la primera enmienda, reflejando la opinión de Locke de la «libertad religiosa» como parte de «la formación filosófica política de la época», no exime a nadie de «obedecer las leyes» promulgadas por el «gobierno supremo» que el pueblo ha «consentido». Bajo la Constitución, la religión no sólo está subordinada negativamente al poder del Estado por su separación del gobierno, sino que también está subordinada positivamente siempre que las promulgaciones legislativas aplicables a todos violen las convicciones religiosas de individuos particulares o de iglesias.

Y el juez Scalia tiene razón. Para recordar las enseñanzas de Locke sobre este punto, supra, el «gobierno supremo» tiene el poder de «alterar la obligación de incluso algunas de las leyes de Dios y cambiar la naturaleza del vicio y la virtud...». Cada vez más prevalecerá el positivismo jurídico de Locke, como en la Constitución, incluso cuando la deidad remota de Locke ha desaparecido de la escena. La voz que dirige una interpretación de la Constitución según su significado original «textual» confirma lo que era verdad todo el tiempo.

 

3. El positivismo jurídico liberal de los Estados Unidos

 

El no-debate de Hart-Dworkin

En 1968, Dworkin encendió el debate Hart-Dworkin con su ensayo «The model of rules» en la University of Chicago Law Review. Apuntando al positivismo hartiano como asunto digno de atención, la crítica de Dworkin a Hart se centró en el hecho de que la jurisprudencia no es simplemente una aplicación mecánica de normas jurídicas debidamente adoptadas y aceptadas bajo la norma de reconocimiento (de Hart), sino que también incluye principios o políticas que nunca fueron promulgados legislativamente o enunciados judicialmente y rigen sin embargo la aplicación de normas[69]. Por ejemplo, que «ningún hombre puede beneficiarse del mal provocado por sí mismo» (por ejemplo, asesinar a un familiar para heredar de él) o que «los tribunales no permitirán ser utilizados como instrumentos de desigualdad e injusticia» son principios anteriores a cualquier norma en sentido estricto. Carecen de un «pedigrí» (debida promulgación) bajo la norma de reconocimiento (aceptación de la comunidad de normas debidamente promulgadas). Se originan únicamente «por un sentido de conveniencia desarrollado en la profesión y en el público al cabo del tiempo»[70]. Es decir, surgen como «un requerimiento de justicia o imparcialidad o de alguna otra dimensión de moralidad»[71].

Pero, ¿qué moralidad? Aquí la crítica de Dworkin sobre el positivismo, dirigida aparentemente hacia el reino más alto de la abandonada tradición del derecho natural de la cristiandad que se defenderá aquí, pliega precipitadamente sus alas y vuelve a la tierra. «Si no hay norma de reconocimiento, ni prueba alguna de la ley en ese sentido, ¿cómo decidimos –se preguntaba– qué principios cuentan, y cuánto? […]. Si una obligación legal se basa en un juicio indemostrable de este tipo, ¿cómo puede estipular una justificación para una decisión judicial según la cual una de las partes tiene una obligación legal?». La respuesta de Dworkin fue simplemente que «estas preguntas se deben encarar, pero incluso las preguntas prometen más de lo que ofrece el positivismo»[72].

Y tanto que lo hacen. Dworkin ampliaría más tarde su investigación, llegando a la conclusión de que la Constitución «contiene conceptos morales abstractos» –es decir, principios, no secas normas jurídicas– que incluyen los que se encuentran en las cláusulas de protección igualitaria y debido proceso de la quinta y decimocuarta enmiendas, donde el concepto moral abstracto de la «libertad» está esperando a ser desentrañado por los jueces. Como la mayoría liberal del Tribunal Supremo, Dworkin sostiene que mientras que «la Constitución nos une a los conceptos morales abstractos», no necesariamente nos une «a la interpretación de “los Fundadores” de esos conceptos, porque nuestro sistema legal tiene como objetivo “adaptar los juicios en evolución sobre normas abstractas de la justicia”»[73]. Así Brian M. McCall concluye acertadamente que Dworkin mismo es en última instancia un positivista porque «en ninguna parte de la jurisprudencia de Dworkin se estipula un estándar objetivo para conocer o establecer o los principios que solucionan los casos o qué patrón de mayor amplitud les da coherencia». Al final, no ofrece nada mejor que «su propia teoría política liberal», que se basa en el argumento de que los Fundadores escribieron principios abstractos en la Constitución –sobre todo la «libertad»– en la «brillante mañana del pensamiento liberal». Dworkin meramente «postula estos valores morales abstractos en la Constitución»[74].

Por otra parte, en respuesta a Dworkin, Hart admitió que, escribiendo desde su perspectiva inglesa, había errado al no tomar en cuenta el papel de los principios morales «como un aspecto importante de la sentencia y el razonamiento jurídico», y que en los Estados Unidos «el criterio último de validez legal incorpora explícitamente los principios de justicia y los valores morales»[75]. Con esto Hart sólo podía referirse a los principios de justicia y a los valores morales del ala liberal del Tribunal Supremo de los Estados Unidos; porque, como veremos, infra, el ala «conservadora» se niega a utilizar los principios morales en las disputas sobre la «libertad» en la Constitución.

Pero la omisión de Hart no vulnera su norma de reconocimiento; se puede simplemente ampliar, en coherencia con su positivismo, tomando en consideración los principios morales que, junto con las normas legales, «tienen un fuerte respaldo social». La misma aceptación social que proporciona el «pedigrí» a las normas legales bajo la norma del reconocimiento se extiende también a los principios morales aceptados actualmente por la sociedad, dando por supuesto que en ello «no haya pretensiones sustantivas, tales como que los valores morales que engloba [es decir, la norma de reconocimiento, que abarca los principios morales] sean objetivamente verdad»[76].

¿Cuál es, pues, la diferencia sustancial entre la norma de reconocimiento de Hart, que incorpora los principios morales socialmente aceptados mientras no sean vistos como verdaderos siempre y en todas partes (es decir, objetivamente), y la conexión que hace Dworkin de la ley a los principios morales según lo determinado por las nociones liberales (en evolución) de la justicia, el bien y el mal? Podemos ver que el sistema de Dworkin es una cáscara verbal que envuelve el positivismo «matizado» de Hart, que a su vez es una cáscara verbal que esconde el núcleo aún intacto del fundamentalismo positivista original de Austin: la ley es la ley, y la gente la obedece porque temen el castigo o porque tienen un «hábito de obediencia» –es decir, aceptan socialmente– a las normas judiciales y legislativas, incluyendo los principios que guían su aplicación, sin importar el contenido moral de los principios o de las leyes. El debate Hart-Dworkin es, en última instancia, un no-debate porque ambas partes están de acuerdo en la premisa esencial positivista de que la elaboración de normas jurídicas no está determinada o incluso limitada por las verdades morales eternas, inmutables y objetivas.

 

Los casos sobre sexualidad del Tribunal Supremo: la «libertad» en marcha

Como el profesor Castellano ha comentado en su magistral ensayo, el «patriotismo constitucional» lleva consigo un régimen de «derechos constitucionales» recién acuñados que, «lejos de estar abiertos al derecho natural», más bien representan simplemente «lo que la modernidad le impuso como subrogado del derecho» en un «“sistema” [constitucional] sobre la base y en el seno del cual individuar los llamados principios de derecho»[77]. Lo que el profesor Castellano describe es un positivismo de los derechos dictados por el Zeitgeist liberal. En Estados Unidos, la creación de nuevos derechos según la moda positivista adjudica la condición de «derechos constitucionales» según lo que el Tribunal Supremo ha descrito explícitamente, à la Dworkin, como «una conciencia emergente»[78] dentro de una sociedad estadounidense en constante evolución. Como el Tribunal Supremo ha declarado recientemente, los redactores de la Constitución «sabían que los tiempos pueden impedir que veamos ciertas verdades mientras las generaciones posteriores podrán ver que las leyes que hace tiempo se consideraron necesarias y apropiadas en realidad sólo servían para oprimir. Como la Constitución perdura, las personas de cada generación pueden invocar sus principios en su propia búsqueda de una mayor libertad»[79].

Con el advenimiento, en la década de 1960, de lo que pueden llamarse «las decisiones sobre asuntos sexuales», la mayoría liberal del Tribunal Supremo comenzó a pronunciar una serie de sentencias en contra de la acción del Estado, extendiendo el concepto de «libertad» tal y como está garantizado contra las acciones del Estado por la quinta y la decimocuarta enmiendas. Esta evolución refleja un desbordamiento del positivismo de los derechos, contra el cual la minoría conservadora ha respondido de dos maneras: primero, tratando persistentemente a la Constitución como si fuera simplemente una colección de las normas hartianas cuyo significado fue fijado a perpetuidad por una interpretación original de lo que significaron las normas en los siglos XVIII y XIX. En segundo lugar, sosteniendo que la Constitución no se pronuncia sobre el asunto, dejándolo para ser determinado, no por el Tribunal Supremo, sino por la «legislatura suprema» de Locke. Es decir, la minoría conservadora se enfrenta al positivismo estricto con el positivismo de los derechos de la mayoría sostenido por Dworkin.

Lo que sigue es un estudio simplificado de algunas de las decisiones más sobresalientes del Tribunal en casos en que la sexualidad está presente. Me centraré en el núcleo de cada caso en lo que concierne al conflicto interno del Tribunal sobre el significado y el alcance de la «libertad» en la quinta y la decimocuarta enmiendas, evitando los detalles fácticos y las cuestiones de legitimación, estándar de revisión legal, stare decisis y similares.

Nuestro estudio comienza en 1965 con Griswold vs. Connecticut[80], en el que la mayoría liberal, con ponencia del juez Douglas, mencionó «la zona de privacidad creada por varias garantías constitucionales fundamentales» anulando una ley de Connecticut que prohibía el uso de anticonceptivos. El Tribunal sostuvo que al aplicarse a las personas casadas la ley era demasiado amplia y violaba el derecho a la «privacidad» matrimonial, que se encontraba entre las «emanaciones» desde la «penumbra» de las «garantías específicas de la declaración de derechos»[81]. La apelación del Tribunal a estos derechos en penumbra era francamente moralista y ni siquiera recordaba a una noción dworkiana evolutiva de la «justicia natural»: «¿Permitiremos que la policía busque en el sagrado recinto de los dormitorios matrimoniales indicios del uso de anticonceptivos? La simple idea es repulsiva para las nociones de privacidad que rodean la relación matrimonial. Nos ocupamos de un derecho a la intimidad más antiguo que la declaración de derechos, más antiguo que nuestros partidos políticos, más que nuestro sistema escolar. El matrimonio es unirse para bien o para mal, con la esperanza de que dure, e íntimo hasta el grado de ser sagrado. Es una asociación que promueve un estilo de vida, no litigios; una armonía de los vivos, no de creencias políticas; una lealtad bilateral, no proyectos comerciales o sociales. Con todo es una asociación con un propósito tan noble como cualquiera de los que están involucrados en nuestras decisiones previas»[82].

Lo que por entonces se tenía por minoría conservadora, el juez Black, junto al juez Stewart, disintió. Black se esforzó en señalar que encontraba la ley de Connecticut «tan ofensiva en todo […] como la encontraban mis colegas de la mayoría y que no hay ninguna de las gráficas y elocuentes críticas dirigidas a esta ley de Connecticut […] por el Tribunal […] que no pueda suscribir […]»[83]. El fundamento principal de los disidentes era que el Tribunal no tenía porqué aplicar «fórmulas basadas en la “justicia natural”, u otras que signifiquen lo mismo» porque «el poder de tomar estas decisiones es por supuesto del cuerpo legislativo»[84]. Cualquier «juicio de equidad y de sentido común» respecto a tal ley del Estado «estaba específicamente prohibido a los tribunales federales por la convención de la que surgió la Constitución»[85]. Tal negación no aparece en el texto constitucional, sin embargo, y por lo tanto la disidencia «conservadora» se convirtió en mera abstención de la cuestión moral a favor del «legislador supremo» de Locke.

Siete años más tarde, en Eisenstadt vs. Baird[86], el Tribunal, basándose en su dictamen sobre Griswold, sostuvo que la ley de Massachusetts que prohibía a las personas solteras pero no a las casadas el obtener los anticonceptivos violaba la cláusula de protección igualitaria de la decimocuarta enmienda. La mayoría liberal no encontró ninguna base racional para el trato diferente de las dos clases de personas. El disidente solitario, el juez Burger, aunque no «rechazaba Griswold [...] a pesar de sus tenues amarres al texto de la Constitución», se quejó de que el Tribunal se había «ido más allá de las penumbras de las garantías específicas en el área circunscrita de las predilecciones personales»[87]. Burger no ofreció ninguna defensa de la ley impugnada como protección de la moralidad tradicional sobre el matrimonio y a la procreación, sino que prefirió discutir simplemente la competencia del Estado para «regular el área de la salud»[88].

Un año más tarde, la decisión infame del Tribunal en Roe vs. Wade[89] amplió el «derecho a la privacidad», planteado primero en Griswold como elemento de justicia natural protegido por la Constitución, «a abarcar la decisión de una mujer a interrumpir su embarazo o no» –por lo menos antes del «fin del primer trimestre»– y revocó una ley de Tejas contra el aborto. Aquí la abierta moralización del Tribunal, con ponencia del juez Blackmun, rechazó el argumento según el cual «mediante la adopción de una teoría de la vida» –que «la vida comienza en la concepción»– Tejas «puede anular los derechos que están en juego de la mujer embarazada»[90]. La mayoría ni siquiera llegó a definir a la «persona» en el sentido de la decimocuarta enmienda, con el fin de evitar la afirmación de que el aborto viola la enmienda por privar al feto de la vida sin el debido proceso legal: «La palabra “persona”, tal y como se utiliza en la decimocuarta enmienda, no incluye a los nonatos»[91]. Como veremos, el «archiconservador» juez Scalia está de acuerdo con esta definición.

En disidencia, el juez «conservador» Rehnquist, al tiempo que profesaba que la decisión del Tribunal «tiene mi respeto», objetó que la mayoría «necesariamente ha tenido que encontrar en el marco de la decimocuarta enmienda un derecho que aparentemente era totalmente desconocido para los redactores de la enmienda»[92]. En otras palabras, si los Fundadores hubieran tenido conocimiento de este derecho, el juez Rehnquist no hubiera tenido ninguna objeción al otorgamiento del mismo por el Tribunal. Aquí nos encontramos con la rama «originalista» del positivismo jurídico «conservador» de los Estados Unidos en su variante «intencionalista» frente a la «textualista». Recurriendo a la otra rama, la remisión al «legislador supremo», Rehnquist concluyó: «Los Fundadores no pretendían que la decimocuarta enmienda retirase el poder legislativo de los Estados respecto a este asunto»[93]. Por implicación necesaria, si los Fundadores hubieran tenido tal intención, Rehnquist se habría visto obligado a estar de acuerdo con la legalización por parte del Tribunal del aborto procurado.

En 1992, en la Planificación parental del sureste de Pennsylvania vs. Casey[94], el Tribunal se negó a anular Roe, limitándose a modificar la decisión por medio del abandono del marco del trimestre y permitiendo regulaciones que no graven «indebidamente» el acceso al aborto «antes de la viabilidad»[95]. Desarrollando el fundamento de Roe, un grupo de miembros del Tribunal (suficientes para formar una mayoría liberal de cinco jueces) sostuvo ahora que el «derecho a la privacidad» postulado en Griswold abarca la «libertad» de obtener el aborto como un elemento de «debido proceso sustancial» bajo la decimocuarta enmienda. El Tribunal continuó sus prédicas moralizadoras sobre la libertad, sosteniendo que «la palabra determinante en los casos que tenemos ante nosotros es “libertad”. Aunque una lectura literal de la cláusula podría sugerir que sólo regula el procedimiento mediante el cual un Estado puede privar a personas de libertad al menos durante 105 años [...], la cláusula ha sido entendida como si contuviera un componente sustantivo, una restricción de ciertas acciones de gobierno independientemente de la equidad de los procedimientos utilizados para ponerlos en práctica». Mientras que las protecciones simplemente procesales del debido proceso tienen «raíces en la carta Magna “per legem terrae”», observaba la mayoría, en Estados Unidos se han «convertido también en baluartes contra la legislación arbitraria»[96].

La libertad, según declaró la decisión del grupo, «es un continuum racional que, hablando ampliamente, incluye la libertad de toda las imposiciones arbitrarias sustanciales y las restricciones sin objetivo…»[97]. En la sentencia quizás más flagrantemente moralizadora de toda la jurisprudencia del Tribunal Supremo en esta área, la decisión del juez Kennedy ofreció esta famosa, y ampliamente ridiculizada, definición de la libertad: «En el corazón de la libertad está el derecho de definir el concepto que uno mismo tiene de la existencia, del significado, del universo, y del misterio de la vida humana. Las creencias acerca de estas cuestiones no podrían definir los atributos de la persona que se formaron bajo coacción del Estado»[98].

El juez Kennedy no parecía darse cuenta de que el Tribunal, precisamente a través de «la coacción del Estado», había impuesto en toda la nación su propia definición de «los atributos de la persona».

La minoría conservadora, sin embargo, que incluye en este caso al juez Scalia, como era de esperarse ofreció sólo un «clásico» positivismo jurídico –remisión a la «legislatura suprema»– en oposición al positivismo de derechos de la mayoría sostenido por Dworkin. En su disidencia parcial del parecer de la mayoría, el juez Scalia (acompañado por los jueces Rehnquist, White y Thomas) declaró: «Los Estados podrán, si lo desean, permitir el aborto libre, pero la Constitución no les obliga a hacerlo. La licitud del aborto y sus limitaciones, deben resolverse como se resuelven las cuestiones más importantes en nuestra democracia: por los ciudadanos intentando persuadirse unos a otros y luego votando»[99]. Los disidentes siguieron el punto de vista del positivismo jurídico «conservador» según el cual la Constitución, incluyendo su propia invocación de la «libertad» –un concepto fundamentalmente moral–, es simplemente un conjunto de normas jurídicas hartianas desprovisto de un contenido moral vinculante: «Los textos y las tradiciones son hechos que hay que estudiar, no convicciones que deban demostrarse. Pero si en realidad nuestro proceso de adjudicación constitucional consiste principalmente en hacer juicios de valor [...] el pueblo sabe que sus juicios de valor son tan buenos como los que enseñan en cualquier escuela de derecho, tal vez mejores [...]. Los juicios de valor, después de todo, se deben votar, no dictar…»[100].

En suma, la respuesta de la minoría «conservadora» a una pregunta sobre la libertad en la decimocuarta enmienda, que en este caso implicaba nada menos que si los niños nonatos tienen derecho a la vida que la Constitución debería proteger, fue «que el pueblo decida». En 2008, durante una entrevista televisiva, Scalia también expuso su punto de vista «originalista» de acuerdo con el cual «cuando la Constitución dice que las personas tienen derecho a la protección igualitaria de la ley, creo que claramente se refiere a las personas que andan por ahí [walking around persons]. No se cuenta a las mujeres embarazadas dos veces»[101]. Es decir que, para Scalia, el significado constitucional de personalidad propia es una mera norma que se tiene que determinar por el «significado original».

Tres años después de Casey, en Romer vs. Evans[102], la mayoría liberal del Tribunal Supremo anuló una enmienda a la constitución del Estado de Colorado que prohibía al Estado mismo o cualquiera de sus subdivisiones políticas (incluyendo condados, ciudades y pueblos) promulgar cualquier ley que hiciera de «la orientación, conducta, práctica o relación homosexual, lesbiana o bisexual […] la base o cualidad de ninguna persona o clases de personas que tengan o reclamen un estatus de minoría, una cuota de preferencias, un estatus protegido o una reclamación por discriminación»[103]. La mayoría simplemente sostuvo que «un Estado no puede condenar a una clase de personas a ser ajenas a sus leyes», y que la enmienda constitucional estatal «viola la cláusula de protección igualitaria»[104].

El juez Scalia, junto a los jueces Rehnquist y Thomas, ofrecieron la predecible oposición del positivismo «conservador»: «Puesto que la Constitución de los Estados Unidos no dice nada sobre este tema, se deja para ser resuelto por medios democráticos normales, incluyendo la adopción democrática de medidas en las Constituciones de los Estados»[105]. En ese sentido, el parecer disidente del juez Scalia se esforzaba en señalar: «Los homosexuales tienen el derecho a usar el ordenamiento jurídico para reforzar sus sentimientos morales al igual que el resto de la sociedad. Pero también están sujetos a ser contestados con medidas legales y democráticas»[106]. Además, opinó Scalia, «no me complacerían tales elogios oficiales a la monogamia heterosexual, porque creo que no es asunto de los tribunales (en contraposición a las ramas políticas) el tomar parte en esta guerra cultural. Pero el Tribunal hoy lo ha hecho, y no únicamente al inventar una doctrina constitucional nueva y extravagante para triunfar sobre las fuerzas tradicionales [...]»[107]. El caso es que la minoría «conservadora» no adoptará ninguna postura en las cuestiones morales involucradas en las guerras culturales, sino que se conformará con aplazarlas indefinidamente difiriéndola a la voluntad cambiante de las mayorías electorales.

Sin que la oposición positivista conservadora se lo impidiera, en Lawrence vs. Texas[108], la mayoría positivista de los derechos del Tribunal Supremo continuó con su proyecto de consagrar los, siempre en evolución, según la tesis de Dworking, «requisitos de justicia o equidad o de cualquier otra dimensión de la moralidad»[109]. El juez Kennedy, junto con los jueces Stevens, Souter, Ginsburg y Breyer, con la concurrencia de la juez O’Connor, invirtió la decisión del propio Tribunal en Bowers vs. Hardwick[110] solo diecisiete años después, y declaró inconstitucional una ley de Tejas que penalizaba el acto de la sodomía tanto en público como en privado. Con su noción de libertad, propia de la moral liberal, ahora en plena eclosión, la mayoría –refiriéndose a Griswold y a Eisenstadt– emitió este dictado moral: «La libertad protege a la persona de intromisiones gubernamentales injustificadas en la vivienda o en otros lugares privados [...]. La libertad se extiende más allá de los límites espaciales. La libertad presupone una autonomía en sí misma que incluye la libertad de pensamiento, creencia, expresión y de cierta conducta íntima. El presente caso implica la libertad de la persona tanto en su dimensión espacial como en otras más trascendentes»[111].

Desde la decisión en Bowers, el Tribunal señaló que numerosos Estados habían despenalizado la sodomía y que las legislaciones anti-sodomía eran raramente aplicadas, si es que alguna vez se hacía, en los trece Estados donde existían todavía. En términos positivistas dworkianos, la mayoría sostuvo que «estas referencias muestran una conciencia emergente de que la libertad da una protección sustancial a las personas adultas para que decidan cómo dirigir sus vidas privadas en las cuestiones relativas al sexo. La tradición y la historia son el punto de partida pero no son en todos los casos el punto final de la consulta sobre debidos procesos importantes»[112]. Como penalizaba actos «privados» de sodomía entre mayores de edad, a pesar de la «conciencia emergente» de que tal conducta no debe ser castigada por la ley, la ley de Tejas había gravado inadmisiblemente «el derecho a la libertad de los demandantes recogido en la cláusula del debido proceso». Al defender esto, el Tribunal reconoció explícitamente que estaba anulando todas las creencias morales y religiosas contrarias de la mayoría electoral estatal con el fin de garantizar la «libertad» para todos: «La condena [de la sodomía] se ha determinado conforme a las creencias religiosas, el concepto que se tiene de una conducta correcta y aceptable y el respeto por la familia tradicional. Para muchas personas estas no son preocupaciones triviales sino convicciones profundas e intensas, aceptadas como principios éticos y morales a los que aspiran y que, por lo tanto, determinan el curso de sus vidas. Estas consideraciones, sin embargo, no solucionan la cuestión que tenemos ante nosotros. La cuestión es si la mayoría puede usar el poder del Estado para imponer estas opiniones a toda la sociedad a través de la ley penal. Nuestra obligación es delimitar la libertad de todos, no imponer nuestro propio código moral»[113].

Pero el Tribunal impuso su propio código moral en Tejas y en los otros cuarenta y nueve Estados. Por otra parte, consideró implícitamente inconstitucionales in potentia todas y cada una de las legislaciones morales. Así, el Tribunal había enunciado un «valor moral» dworkiano que consideraba trascendente a la voluntad de la mayoría.

Como réplica, la minoría «conservadora» simplemente se negó otra vez a enfrentarse con el problema moral implícito en las cuestiones constitucionales respecto al alcance de la «libertad». El juez Scalia, junto con los jueces Thomas y Rhenquist, se refirió a «las innumerables decisiones judiciales y las promulgaciones legislativas [que] se han basado en la antigua proposición de que la creencia de una mayoría gobernante sobre que cierto comportamiento sexual es “inmoral e inaceptable” constituye una base racional para la regulación [...]. Si, como afirma el Tribunal, la promoción de la moral sexual mayoritaria no es ni siquiera un interés legítimo del Estado, ninguna de las leyes mencionadas anteriormente (con respecto a los delitos sexuales y morales) puede sobrevivir a una revisión racional»[114]. Por otro lado, con estilo adecuadamente positivista, el juez Scalia agregó rápidamente: «Las percepciones sociales de la moralidad sexual y de otros tipos cambian con el tiempo; yo no tengo nada en contra de los homosexuales, o de cualquier otro grupo, que promueva sus prioridades a través de los medios democráticos normales y todos los grupos tienen el derecho a convencer a sus conciudadanos de que su opinión de estas cuestiones es la mejor [...]. No voy a obligar a un Estado a tipificar como delito los actos homosexuales –o, por ejemplo, mostrar cualquier desaprobación moral de ellos–, ni a prohibirles que lo hagan. Lo que Tejas ha optado por hacer está bien dentro de la gama de actuación tradicional democrática, y su mano no debe ser trabada porque un tribunal que está impaciente por un cambio democrático invente un nuevo “derecho constitucional”»[115].

Sin embargo, curiosamente, en el mismo voto disidente, el juez Scalia defendió la «impaciencia por un cambio democrático» del Tribunal en Loving vs. Virginia[116], una decisión de 1967 que anulaba la ley anti-mestizaje de Virginia como contraria a las cláusulas de protección igualitaria y el debido proceso de la decimocuarta enmienda. Scalia admitió en Loving que «nosotros hemos aplicado correctamente un escrutinio reforzado, en lugar de la habitual revisión con base racional, porque la ley de Virginia fue “diseñada para mantener la supremacía blanca”»[117]. Pero dentro de la decisión hay más que eso: anulando la voluntad de la mayoría electoral en Virginia, en Loving el Tribunal se refirió al «matrimonio como uno de los “derechos civiles básicos del hombre”, fundamental para nuestra propia existencia y supervivencia»[118]. Dados el originalismo «textual» del juez Scalia y la larga existencia de leyes anti-mestizaje antes y después de la ratificación de la decimocuarta enmienda, ¿cómo justificaría –excepto por motivos morales trascendentes– la anulación de las leyes que promulgó la mayoría sobre la prohibición de matrimonios interraciales mientras sugería en Lawrence que las leyes promulgadas por la mayoría sobre la «limitación del matrimonio a las parejas de sexo opuesto» están fuera del alcance de la Constitución?[119].

Y precisamente el tema del matrimonio «homosexual» pasó por el Tribunal en Estados Unidos vs. Windsor[120], el último de los casos de nuestro estudio. En Windsor, la mayoría liberal declaró inconstitucionales las definiciones de «matrimonio» y «cónyuge» de la sección 3 de la ley federal en defensa del matrimonio (DOMA)[121], promulgada por el Congreso en respuesta a la agitación que en el ámbito estatal se estaba produciendo para la legalización del «matrimonio homosexual». La ley (que modifica el léxico federal de términos legales en 1 U.S.C. § 7) estipulaba que «para determinar el significado que tiene en cualquier ley del Congreso, o en cualquier otra norma, regulación o interpretación de las diversas dependencias administrativas y organismos de los Estados Unidos, la palabra “matrimonio” significa únicamente la unión legal entre un hombre y una mujer como marido y mujer, y la palabra “cónyuge” se refiere solamente a una persona del sexo opuesto que es un esposo o una esposa».

El propósito de la definición era negar una exención federal de impuestos estatales a una mujer que residía en el Estado de Nueva York y que afirmaba que su «compañera» femenina era su «cónyuge» para el propósito de la exención. La mayoría liberal, en un dictamen vagamente razonado por el juez Kennedy, parece que encuentra la definición contraria a la prohibición de la quinta enmienda de privación de libertad sin el debido proceso legal: la «libertad», en este caso, de casarse con alguien del mismo sexo. Era cierto, señaló el Tribunal, que el «matrimonio entre un hombre y una mujer había sido pensado sin duda por la mayoría como esencial para la definición de ese término y para su papel y función en toda la historia de la civilización». Pero «para otros [...] habían llegado indicios de una nueva perspectiva, una nueva percepción», por lo que «algunos Estados habían concluido que se debería reconocer y aceptar el matrimonio homosexual» y que «la limitación del matrimonio legal a las parejas heterosexuales, considerada durante siglos como necesaria y fundamental, llegó a ser vista [...] como una exclusión injusta»[122].

Dependiendo de la «autoridad histórica y esencial para definir la relación marital» de cada Estado –con una remisión expeditiva a las legislaturas estatales no vista en ninguna de las decisiones sobre la «libertad» discutidas anteriormente–, el Tribunal concluyó que la definición de la DOMA del matrimonio «se aparta de la historia y tradición de dependencia de la ley del Estado para definir el matrimonio» con el «impropio propósito» de «privar a las parejas del mismo sexo de los beneficios y las responsabilidades que lleva consigo el reconocimiento federal de sus matrimonios». El Tribunal sostuvo que la DOMA, inconstitucionalmente, «impone una desventaja, un estatus separado y, de este modo, un estigma a todos los que contraen matrimonio homosexual, legal por la autoridad incuestionable de los Estados». El Congreso no puede negar la libertad protegida por la cláusula del debido proceso, que prohíbe «negar a cualquier persona la protección igualitaria de la ley»[123].

El voto disidente del juez Scalia sonó con la habitual nota de remisión positivista conservadora a la voluntad de la mayoría, cualquiera que sea su voluntad, en este caso, la mayoría del Congreso: «Pocas controversias públicas tocan una institución tan central en las vidas de tantos y pocas inspiran tanta atenta pasión a la buena gente de todos lados [...]. Desde la sanción de la DOMA, los ciudadanos de todos los bandos en liza han visto victorias y han visto derrotas. Ha habido plebiscitos, legislación, persuasión y gritos: en otras palabras, la democracia [...]. Podríamos habernos cubierto de honor hoy, prometiendo a todas las partes de este debate que eran ellos los que lo tenían que resolver y que nosotros respetaríamos su resolución. Podríamos haber dejado que el pueblo decida»[124].

La disidencia del juez Alito sonó con las notas del positivismo de la minoría conservadora: el textualismo (lo que postularon los Fundadores) y la remisión a la voluntad de la mayoría (lo que postula el Congreso). En cuanto a la primera, Alito escribió: «El matrimonio entre personas del mismo sexo levanta una cuestión muy importante y emocional en las políticas públicas, pero no es una cuestión difícil en el derecho constitucional. La Constitución no garantiza el derecho a contraer un matrimonio homosexual. En efecto, ninguna disposición de la Constitución habla de esta cuestión […]. Así, si la Constitución contuviera una disposición que garantice el derecho a casarse con una persona del mismo sexo, sería nuestro deber hacer valer este derecho. Pero la Constitución simplemente no garantiza el derecho a contraer un matrimonio del mismo sexo»[125].

Para el caso, sin embargo, ninguna disposición de la Constitución estipula que las parejas heterosexuales tengan derecho a casarse. Sin embargo, en Loving, ya citada, anulando una ley estatal de mestizaje, el Tribunal reconoció tal derecho como comprendido dentro del concepto de libertad. Y esto sin objeción del juez Scalia, disidente en Lawrence.

En efecto, el núcleo del problema que aquí se discute es precisamente que el término «libertad», tal y como se utiliza en la quinta y la decimocuarta enmiendas, no especifica ningún derecho particular en absoluto. Por lo tanto, a menos que el término sea descartado como completamente insignificante, es obvio que le corresponde al Tribunal Supremo el explicar su contenido en los casos presentados. Como este breve estudio ha mostrado, la mayoría liberal del Tribunal lo ha estado haciendo implacablemente durante décadas, mientras que la minoría conservadora se ha limitado a insistir también implacablemente en que la Constitución no dice nada sobre esta o aquella cuestión de la libertad, que los autores o la generación de los Fundadores no lo previeron y que, por tanto, «el pueblo» debe decidir.

Por lo tanto, la disidencia del juez Alito declara obedientemente que «la familia es una institución humana antigua y universal» mientras que el «derecho al matrimonio homosexual no está profundamente arraigado en la historia y la tradición de esta nación», y que de esta forma no se puede calificar como un «derecho fundamental» bajo la doctrina de los «debidos procesos sustantivos» del Tribunal. Se queja de que la mayoría liberal del Tribunal está inventando «un derecho nuevo...». Sin embargo, el juez Alito, al igual que sus hermanos «conservadores», agrega inmediatamente que no tiene ningún problema con la invención de nuevos derechos, siempre y cuando se inventen en una urna, en vez de en un tribunal: «En nuestro sistema de gobierno, la soberanía final recae en el pueblo, y el pueblo tiene derecho a controlar su propio destino. Cualquier cambio en una cuestión tan fundamental lo debe hacer el pueblo a través de sus representantes»[126].

En otras palabras, para la minoría «conservadora» del Tribunal no importa en última instancia si «una institución humana antigua y universal» es destruida, siempre y cuando sea «Nosotros, el pueblo» los que la destruyan. Incluso si el mismo «Nosotros, el pueblo» dice haber hecho una Constitución, que faculta a un tribunal denominado Supremo a decidir los límites de la «libertad» en la quinta y la decimocuarta enmiendas. Este hecho no parece haberse grabado –por lo menos no muy profundamente– en los positivistas judiciales conservadores del Tribunal. Como podemos ver, sin embargo, sus oponentes liberales están realizando esta función con voluptuoso desenfreno.

 

4. Una propuesta final al problema

El reputado constitucionalista Hadley Arkes resumió el problema, que yo únicamente he perfilado, hace más de veinte años, cuando observó que en el conflicto judicial sobre qué significaban los términos cargados de moralidad de la Constitución, tal y como se aplican a temas tales como el «género o la “orientación sexual”», los liberales «profesan que ellos no están legislando “cuestiones morales”» cuando en realidad «invocan el lenguaje del bien y el mal [...], reaccionan a la “injusticia” con indignación moral» y están «muy metidos en la tarea de “legislar la moralidad”». Los «conservadores», por otro lado, como reacción contra el «activismo judicial» de los liberales, han rechazado cualquier apelación a la ley natural o al derecho natural y «en lugar de las verdades morales que lo son en todas partes» han recurrido a «lo que ha sido aceptado, o rechazado, por una mayoría». El resultado, concluyó Arkes, es que «la causa del conservadurismo en política se ha unido al “positivismo” en el derecho, y ese tipo de matrimonio será la perdición del conservadurismo político. Porque se asegurará de que [...] en materia con repercusión moral la jurisprudencia conservadora no tenga nada que decir»[127].

Como esta discusión ha demostrado, la minoría conservadora del Tribunal Supremo no tiene en efecto nada que decir hoy sobre las cuestiones morales presentes en los casos que rutinariamente llegan ante ellos, culminando con la decisión en Windsor que anula el significado tradicional del matrimonio tal y como se defiende en la DOMA. Así las cosas, en Estados Unidos no se permitirá que ningún principio objetivo y universal y moralmente vinculante impida un eventual triunfo del «matrimonio homosexual» o de cualquier otra reclamación liberal mediante la promulgación legislativa o la anulación judicial de las leyes vigentes. Dada la insistencia del juez Scalia en que los Estados son libres de legalizar el aborto o de definir el matrimonio de la manera que deseen, y que –como declaró en Smith– las convicciones religiosas «no exoneran a un individuo de la obligación de cumplir con una ley válida y neutral de aplicación general», se ha preparado el escenario para una masiva violación de la libertad de la religión de los católicos y de otros creyentes cristianos.

He señalado más arriba que en última instancia el debate entre Hart y Dworkin es un no-debate porque los sistemas de ambos pensadores admiten la consideración judicial de los valores morales «socialmente aceptados», siempre y cuando no se propongan con un fundamento absoluto y universal sino que se les permita desarrollarse evolucionar junto con la aceptación social misma. Y aun en las decisiones estudiadas anteriormente del Tribunal Supremo podemos ver un debate de este tipo entre las alas liberal y conservadora del Tribunal: entre los liberales que buscan consagrar como un valor moral fundamental su noción evolutiva de libertad como «el derecho a definir el concepto de cada uno de la existencia, del significado, del universo y del misterio de la vida humana» sin importar la moralidad objetiva o la ley natural, frente a los jueces conservadores que rechazan la idea de que ningún valor moral fundamental en absoluto debe regir la interpretación constitucional.

En defensa de su «originalismo», el juez Scalia se burló del argumento de que la Constitución debe ser interpretada según los «valores fundamentales», incluso los establecidos provisionalmente à la Hart y à la Dworkin: «Los “valores fundamentales” que reemplazan el significado original, ¿tienen que derivarse de la filosofía de Platón, o de Locke, o de Mills o de Rawls, o tal vez de la última encuesta Gallup?»[128]. El juez Scalia pasó por alto que en Flores, arriba citada, él mismo había sostenido que el significado original de la Constitución debe estar determinado por referencia precisamente al pensamiento de Locke como fundamento filosófico en la época de los Fundadores y que, en consecuencia, su propio originalismo no es más que una disimulada búsqueda de los valores fundamentales: los valores fundamentales de los Fundadores. Pero donde la Constitución implica o incluso declara que (salvo modificación vía enmienda) sus términos deben interpretarse hasta el final de los tiempos según el punto de vista de la Ilustración «moderada» conforme al cual el «pueblo soberano» autoriza a una «legislatura suprema» a estipular la ley humana, sin importar lo que diga en contra la ley divina o natural.

Al final, el ala conservadora del Tribunal Supremo no es en su positivismo ni hartiano ni dworkiano. Se ha retirado al simple fundamentalismo positivista de John Austin, el núcleo de todo positivismo, como hemos visto. De hecho, es imposible ver cómo el juez Scalia, manteniendo su remisión al estilo de Austin a los textos y leyes estipulados, pudiera haber disentido en la decisión de la mayoría en Dred Scott, que se refirió a la «interpretación original» de la Constitución como un impedimento perpetuo a que los afro-americanos obtubieran la ciudadanía, o la decisión mayoritaria en Buck vs. Bell, que se refería a la voluntad de la legislatura de Virginia de que las personas con trastornos mentales debieran ser esterilizadas en contra de su voluntad con el propósito racional de evitar las cargas sociales (sin haber ningún derecho natural a la procreación en la Constitución, como el juez Scalia querría). El juez Scalia no ve siquiera cómo el término «persona» podría incluir seres humanos in utero si la generación de los Fundadores no hubiera estipulado una norma legal que lo especificase.

La cuestión fundamental que los conservadores judiciales de los Estados Unidos han evitado por demasiado tiempo es esta: ¿cómo pueden los jueces comenzar incluso a reflexionar sobre los casos que llegan ante ellos sin recurrir a una norma moral absoluta que aplicar a los términos moralmente cargados de la Constitución que están implicados en esos casos? La sugerencia para una aproximación final al problema se encuentra en el voto razonado del entonces Presidente del Tribunal Supremo, el juez Burger, en Bowers, ya citada, que –antes de que la mayoría liberal lo desestimara sólo diecisiete años más tarde– rechazó la afirmación de una libertad «fundamental» para practicar una conducta homosexual y ratificó la ley de Tejas que la penalizaba. Burger escribió: «Me uno a la decisión del Tribunal, pero escribo por separado para subrayar mi opinión de que en términos constitucionales no existe nada parecido al derecho fundamental de cometer sodomía homosexual». Esto no fue simplemente porque la Constitución no se pronunciara sobre el asunto –la respuesta habitual de los conservadores del Tribunal Supremo–, sino porque «la condena de esas prácticas está firmemente enraizada en los estándares morales y éticos judeo-cristianos [...]. Defender que el acto de sodomía homosexual está de alguna manera protegido como un derecho fundamental llevaría consigo desechar milenios de enseñanzas morales»[129].

En la observación judicial de que estaría mal que los jueces simplemente desecharan milenios de enseñanza moral judeo-cristiana a favor de un nuevo valor moral, nos encontramos al fin con lo que Arkes considera acertadamente como esencial para salvar la Constitución de la incoherencia y la maligna aplicación: «Un fundamento independiente del bien y el mal […] que no dependa del capricho de las culturas locales»[130]. Los «conservadores» judiciales de hoy, condicionados por una adhesión reaccionaria al positivismo jurídico desnudo, están ayudando a perder la guerra cultural porque se niegan a interpretar conceptos claramente morales de la Constitución según lo que Arkes llama «los principios del bien y el mal que no dependen, para tener autoridad, de su mención en la Constitución». Arkes pregunta acertadamente: «¿Por qué una Constitución merecería nuestra adhesión si en principio no estuviera comprometida con la justicia sino con la tiranía? ¿Por qué deberíamos declarar nuestra fe en la Constitución si no hay ninguna postura moral de convicción que apoye esa fe?»[131].

Brian McCall ha expuesto convincentemente la cuestión de esta manera: «Más que poner a los Fundadores como dioses, ¿existe algún otro cosmos en el que se pueda localizar la fuente de normatividad de los principios abstractos que forman una dimensión necesaria en el derecho?»[132]. La ley divina y natural, y no la voluntad de la mayoría o el «significado original» –los cuales realizan sigilosamente de todos modos la función de los valores fundamentales a los que sustituyen–, son, y siempre han sido, la fuente apropiada de normatividad para decidir los asuntos de justicia natural y de moralidad que surgen en las disposiciones de la Constitución sobre la libertad del ser humano.

Ha llegado el momento de que los juristas que profesan ser cristianos reconozcan que se encuentran inmersos en un combate final sobre el orden moral objetivo, y no sólo en la construcción de meras normas jurídicas que puede ser interpretadas y aplicadas como tales. Los juristas cristianos están llamados a oponerse a la moralización relativista de los liberales con la Ley que Dios ha dado al hombre y ha grabado en su alma racional. Los jueces que profieren un juramento a Dios de que realizarán sus deberes fielmente bajo la Constitución y quienes, en la misma sala del Tribunal Supremo, se sientan debajo de un friso que incluye las imágenes de Moisés sosteniendo las tablas de los diez mandamientos, de Carlomagno y de Luis IX, un santo católico canonizado[133], no tienen ninguna justificación para comportarse como si el Legislador Divino al cual han prestado juramento no existiera dentro del marco jurídico estadounidense y que ni siquiera su ley natural sirva para nada al impartir justicia.

Es imposible evitar una derrota final catastrófica en la guerra cultural a menos que los juristas «conservadores» abandonen la posición de que los tribunales no deben pronunciarse sobre las cuestiones que son indudablemente morales. «Dejad que el pueblo decida» no es la respuesta que la justicia necesita, ni es una respuesta que los liberales, según sus nociones de justicia nuevas y en constante evolución, del bien y del mal, nunca hayan estado dispuestos a aceptar. Ni siquiera la apelación relativamente conservadora dworkiana a la «tradición legal» acortará la separación cada vez mayor que los liberales han provocado entre ellos y nosotros. Arkes (citando a Thomas Grey) observa astutamente que esa dependencia de la «tradición angloamericana», por ejemplo, es sólo otro movimiento que va «de una fundamentación independiente en el bien y en el mal [...] a una fundamentación en la jurisprudencia que se reduce al “hábito de tribu” o a las opiniones predominantes en un determinado país»[134].

El concepto de libertad humana, y los derechos que comprende, debe basarse en la naturaleza misma del hombre como un ser subsistente bajo la autoridad divina. De lo contrario, la propia naturaleza humana quedará atrapada en un régimen tiránico de «lo que la modernidad impone como sustituto de los derechos», para recordar las palabras del profesor Castellano. Como observó el filósofo político francés Pierre Manent en su brillante estudio sobre la modernidad política: «Separada del ser, la noción de los derechos humanos por sí misma carece de densidad ontológica. Conquistará irresistiblemente los reinos políticos y morales ya que, disponible y sin ataduras, puede fácilmente vincularse a las diferentes experiencias del hombre de manera que todo parece que puede verse desde su enfoque [...]. Si el hombre tiene el derecho a la vida, también tiene derecho a morir [...] Si una mujer tiene derecho a un niño, también tiene el derecho a abortar [...]. No hay nada bajo el sol o la luna que no sea susceptible de convertirse en motivo y materia de un derecho humano»[135].

En Caritas in Veritate el Papa emérito Benedicto XVI lamentó los resultados de un positivismo jurídico ajeno al orden moral objetivo: «Los derechos individuales, cuando se desprenden del marco de deberes que les concede todo su significado, puede desbordarse, llevando a una intensificación de exigencias que es efectivamente ilimitada e indiscriminada»[136]. Para salvarse a sí misma, la civilización occidental debe reconocer una vez más «la importancia indispensable del Evangelio para construir una sociedad de acuerdo con la libertad y la justicia...»[137]. El jurista cristiano que, incluso ahora, no ve todavía esto está jugando mientras el derecho está ardiendo.

 

[1] Danilo CASTELLANO, Constitución y constitucionalismo, Madrid, Marcial Pons, 2013, pág. 14.

[2] Cfr. Francis FUKUYAMA, The end of history and the last man, Nueva York, Free Press, 1992.

[3] En la parte pertinente de la enmienda se estipula que «ninguna persona […] será privada de la vida, la libertad, o la propiedad, sin el debido proceso».

[4] En la parte pertinente de la enmienda se previene que «ningún Estado hará u obligará a cumplir cualquier ley que reduzca los privilegios o las inmunidades de los ciudadanos de los Estados Unidos; ni ningún Estado privará a ninguna persona de la vida, la libertad, o la propiedad, sin el debido proceso; ni negará a ninguna persona dentro de su jurisdicción la protección igualitaria de la ley».

[5] Constitución de los Estados Unidos, artículo VI, cláusula 2.

[6] Cfr. Brian M. McCALL, «Exploring the foundations of Dworkin’s empire: the discovery of an underground positivist», Journal of Law, Philosophy and Culture ( Washington), vol. IV, núm. 1 (2009), págs. 195-208.

[7] John AUSTIN, The province of jurisprudence determined, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, pág. 157.

[8] Ibid., pág. 193.

[9] Ronald M. DWORKIN, «The model of rules», University of Chicago Law Review (Chicago), núm. 35 (1968), págs. 14, 19, 22.

[10] Ibid.

[11] Cfr. Two treatises of government, II.95-96, 116-118.

[12] Ibid., II.67.

[13] Cambridge history of political thought, pág. 605

[14] Cfr. De cive, prefacio («Como desde entonces este tipo de dictámenes se hacen diariamente, si algún hombre intenta ahora disipar esas nubes, y con firmes razones demostrar que no existen doctrinas auténticas que conciernan a lo correcto o lo incorrecto, al bien o al mal, aparte de las leyes constituidas en cada reino y gobierno; y que la cuestión sobre que si alguna acción futura podrá probarse justa o injusta, buena o mala, no podrá preguntarse a nadie más que a aquellos que el supremo haya asignado la interpretación de sus leyes»).

[15] Two treatises of government, II.89.

[16] Ibid., II.134.

[17] «Essay on toleration», en Locke, political essays, Cambridge, Cambridge University Press, 1997, ed. Mark Goldie, pág. 145.

[18] Peter GAY, The Enlightenment: the science of freedom, pág. 558.

[19] Gordon WOOD, Radicalism of the American Revolution, pág. 191.

[20] Ibid.

[21] Ibid.

[22] Ibid., pág. 236.

[23] Francis FUKUYAMA, The end of the history and the last man, Nueva York, Free Press, 2006, pág.159.

[24] Kenneth CRAYCRAFT, American myth of religious freedom, pág. 35.

[25] David A. J. RICHARDS, Toleration and Constitution, Nueva York, Oxford University Press, 1986, págs. 107-108.

[26] Véase Constitución de los EE. UU, primera enmienda (que prohíbe que el gobierno «establezca una religión» y que asegura el «libre ejercicio de una religión» y la «libertad de expresión» contra cualquier interferencia del gobierno); Constitución de los EE. UU., quinta enmienda (que prohíbe la privación por parte del gobierno de la «vida, la libertad o la propiedad sin un debido proceso»); Constitución de los EE.UU., octava enmienda (que prohíbe un «castigo cruel e inusual» por parte del gobierno); Constitución de los EE.UU., novena enmienda (que extiende las libertades constitucionales a los Estados: «Ningún estado hará u obligará a cumplir cualquier ley que reduzca los privilegios o las inmunidades de los ciudadanos de los Estados Unidos; ni ningún estado privará a ninguna persona de la vida, la libertad, o la propiedad, sin el debido proceso de ley; ni negará a ninguna persona dentro de su jurisdicción la protección igualitaria de la ley»).

[27] The works of John Adams, Boston, Little, Brown& Co., 1865, págs. 291-292.

[28] G. WOOD, Radicalism, págs.169 y 339.

[29] Proceedings (1872), pág. 68.

[30] Ibid., pág. 6.

[31] La NRA sometió al Congreso la siguiente enmienda al preámbulo de la Constitución, que tenía el apoyo de tres senadores pero nunca se permitió que llegara a votarse en el Senado para comenzar el proceso de la reforma constitucional: «Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, [reconociendo humildemente a Dios Todopoderoso como la fuente de toda la autoridad y poder en el gobierno civil, al Señor Jesucristo como el soberano de las naciones, a su voluntad revelada como la ley suprema de la tierra, con el fin de constituir un gobierno cristiano] y para formar una unión más perfecta…». Véase Proceedingss (1872), pág. vii.

[32] Proceedings (1874), pág. 71.

[33] Ibid., págs. 64 y 74 y Proceedings (1872), pág. 63.

[34] Antonin SCALIA, «Common-Law courts in a Civil-Law system: the role of United States Federal Courts in interpreting the Constitution and laws», The Tanner Lectures on Human Values (8 y 9 de marzo de 1995), pág.112.

[35] District of Columbia v. Heller, 128 S.Ct. 2783, 2791 (2008).

[36] Cf. Richard S. KAY, «Original intention and public meaning in constitutional interpretation», Northwestern University Law Review, (Chicago), núm. 103 (2009), pág. 703.

[37] 268 U.S. 652 (1925).

[38] Antonin SCALIA, «Originalism: the lesser evil», University of Cincinnati Law Review (Cincinnati), núm. 57 (1989), págs. 849 y 862.

[39] Apud David GRAM, «Scalia talks up “originalism” in UVM speech», Associated Press, 9 de octubre de 2004.

[40] 60 U.S. 393 (1857). «Sandford» está mal escrito; el nombre del demandado era «Sanford».

[41] Evitamos enteramente las discusiones interminables entre historiadores del derecho sobre si, según sus «cuentas», la mayoría de cinco jueces habría estado de acuerdo realmente con la opinión de Taney en lo que concernía a la ciudadanía del negro o a la jurisdicción federal. Lo que importa es que la mayoría de jueces convinieron en que Scott seguía siendo un esclavo. Y, para bien o para mal, la opinión de Taney se convirtió en «el dictamen del tribunal». Véase, p. ej., Don E. FEHRENBACHER, Slavery, law and politics: the Dred Scott Case in historical perspective, Nueva York, Oxford University Press, 1981, edición abreviada, capítulo 6, págs.168-172.

[42] Ibid., 400.

[43] Dred Scott, 60 U.S., 408.

[44] Ibid., 393, 404-405.

[45] Ibid., 404-405.

[46] Paul FINKELMAN, «Scott v. Sandford: the Court’s most dreadful case and how it changed history», Chicago-Kent Law Review (Chicago), núm. 82 (2007), págs. 3 y 32.

[47] Ibid., pág. 410.

[48] Ibid., pág. 32.

[49] No discuto aquí la decisión del juez Taney respecto a la reclamación de emancipación hecha por Scott, que rechazó entrando en la cuestión de fondo a pesar de que él mismo se encontró con una carencia de jurisdicción federal. El razonamiento tortuoso y orientado a los resultados de Taney en este asunto está más allá del alcance de esta discusión sobre el positivismo jurídico.

[50] Oliver Wendell HOLMES, Jr., «The path of the law», Harvard Law Review (Cambridge), núm. 10 (1897), págs. 457, 460-61.

[51] Ibid., pág. 462.

[52] Ibid., pág. 459.

[53] 274 U.S. 200 (1927).

[54] Ibid., págs. 207-208.

[55] William E. LEUCHTENBURG, «Mr. Justice Holmes and three generations of imbeciles», en The Supreme Court reborn: the constitutional revolution in the age of Roosevelt, Nueva York, Oxford University Press, 1995, pág. 15.

[56] Con respecto a la religión de Butler, cabe destacar que «en la época en que Butler se graduó en la universidad, la religión era un aspecto central de su vida. En su discurso de graduación de 1887, hizo hincapié en la importancia de la Iglesia Católica y de su influencia positiva en el mundo». David R. ST R A S, «Pierce Butler: a supreme technician», Vanderbilt Law Review, núm. 62 (2009), págs. 695, 701. Precisamente a esa influencia positiva es a la que se apunta para abordar el problema del positivismo jurídico como reacción «conservadora» al liberalismo judicial en Estados Unidos.

[57] Tennessee v. Lane, 541 U.S. 509, 534-35 (2004) (Souter y Ginsburg, votos concurrentes).

[58] Ibid.

[59] Ibid., 509, 558-59 (Scalia, voto particular).

[60] 494 U.S. 872, 878-79 (1990).

[61] Employment Division v. Smith, 494 U.S. 872, 878-79 (1990).

[62] Ibid.

[63] Ibid., 885 (se han omitido las citas internas).

[64] Ibid., 879.

[65] Ibid., 879.

[66] 521 U.S. 507 (1997).

[67] 42 U.S.C. § 2000bb et seq.

[68] Flores, 521 U.S. 539-40 (1997).

[69] R. DWORKIN, «The model of rules», University of Chicago Law Review (Chicago), núm. 35, pág. 23.

[70] Ibid., pág. 41(la cursiva es nuestra).

[71] Ibid., pág. 45 (la cursiva es nuestra).

[72] Ibid., pág. 45-46.

[73] B. MCCALL, «Exploring the foundations of Dworkin’s empire», págs. 197-198 (y las fuentes citadas).

[74] Ibid., págs. 200-201(la cursiva es nuestra).

[75] H. HART, «The concept of law», pág. 204, en Josh TAYLOR, On the Hart-Dworkin debate: an examination of legal positivism (2012), pág. 63; al que puede accederse por medio del siguiente enlace: http://middarchive. middlebury.edu/cdm/ref/ collection/ scholarship /id/88.

[76] J. TAYLOR, op. cit., 63-64

[77] D. CASTELLANO, op. cit., pág. 103.

[78] Lawrence vs. Texas, 539 U.S. 558, 571-572 (2003) («una conciencia emergente de que la libertad da protección substancial a los adultos al decidir cómo conducir sus vidas privadas en materias referentes al sexo»– es decir, la comisión de la sodomía «en privado», que el Tribunal opinaba que ya no se podía castigar penalmente, invalidando su propia decisión de solo diecisiete años antes en Bowers vs. Hardwic, 478 U.S. (1986) 191-94.

[79] Ibid., 539 U.S. 578-79 (la cursiva es nuestra).

[80] 381 U.S. 479, 480 (1965).

[81] Ibid., 479, 484.

[82] Ibid., 485-486 (la cursiva es nuestra).

[83] Ibid., 507.

[84] Ibid., 511-512.

[85] Ibid., 513.

[86] 405 U.S. 438, 446-47 (1972).

[87] Ibid., 472.

[88] Ibid., 471.

[89] 410 U.S. 113 (1973).

[90] Ibid., 162.

[91] Ibid., 158.

[92] Ibid., 736-37.

[93] Ibid., pág. 777

[94] 505 U.S. 833 (1992).

[95] Ibid., 846.

[96] Ibid., 846-47.

[97] Ibid., pág. 848-49 (la cursiva es nuestra, se han omitido las citas internas).

[98] Ibid., pág. 851.

[99] Ibid., 979 (Scalia, voto particular).

[100] Ibid., 1000-1001 (Scalia, Rehnquist, White, Thomas, votos particulares).

[101] «Justice Scalia on the record», Sixty Minutes, 27 de abril de 2008. Puede accederse a través de http://www.cbsnews.com/ news/justice-scalia-on-the-record/.

[102] 517 U.S. 620, 636 (1996).

[103] Ibid., 624.

[104] Ibid., 635.

[105] Ibid., 636 (Scalia, voto particular).

[106] Ibid., 646.

[107] Ibid., 652.

[108] 539 U.S. 558, 562 (2003).

[109] R. DWORKIN, loc. cit.

[110] 478 U.S. 186 (1986) (apoyando la ley de Tejas que penalizaba la sodomía y sin encontrar ningún derecho constitucional que lo sostuviera).

[111] Ibid., 562.

[112] Ibid., 571-72 (la cursiva es nuestra, se han omitido las citas internas).

[113] Ibid., 571.

[114] Ibid., 589, 599.

[115] Ibid., 603.

[116] 388 U.S. 1, 11-12 (1967).

[117] Lawrence, 539 U.S., 600 (Scalia, voto particular).

[118] Loving, 388 U.S. 12 (la cursiva es nuestra). Por supuesto, por «nosotros», el juez Scalia se refería a sus antecesores en el escaño.

[119] Lawrence, 539 U.S. 602 (Scalia, voto particular).

[120] 133 S. Ct. 2675, 186 L. Ed. 2d 808 (2013).

[121] 110 Stat. 2419.

[122] Ibid., 133 S. Ct., 2689.

[123] Ibid., 133 S. Ct. 2693, 2695

[124] Ibid., 133 S. Ct. 2710-2711 (Scalia, voto particular).

[125] Ibid., 133 S. Ct. 2714-2716 (Alito, voto particular).

[126] Ibid., 2715-2718 (la cursive es nuestra).

[127] Hadley ARKES, Beyond the Constitution, Princeton, Princeton University Press, 1990, págs. 13 y 15.

[128] A. SCALIA, «Originalism: the lesser evil», University of Cincinnati Law Review (Cincinnati), núm. 57 (1989), pág. 855.

[129] Bowers, 478 U.S. 196-97 (Burger, voto concurrente).

[130] Ibid., 125.

[131] Ibid., 12.

[132] B. MCCALL, «Exploring the foundations of Dworkin’s empire», pág. 202.

[133] Cfr. Joan BISKUPIC, «Great figures gaze upon the Court», The Daily Republican, 11 de marzo de 1998, dailyrepublican.com/sup_crt_frieze.html.

[134] Ibid., pág. 13.

[135] Pierre MANENT, La cité de l’homme, vers. inglesa, Princeton, Princeton University Press, 1998, pág. 139.

[136] Caritas in Veritate, núm. 43.

[137] Ibid., núm. 13.