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La «cosificación» de la familia

LA "COSIFICACION" DE LA FAMILIA
POR
RAFAEL GAMBRA
Lo que para el conjunto de la sociedad occidental ha sido durante
dos
siglos una

crisis moral
larváda, comparable a

la acción lenta
y
poco visible de las termitas, se ha convertido ante nuestros ojos,
de diez años a esta parte, en un desplome espectaarlar, pródigo en
situaciones-límite amenazadoras. Esta especie de metástasis social
está teniendo en España acentos más dramáticos por haber perma­
necido como contenida o silenciada por un régimen político que,
oficialmente al menoo, dependía de la última autodefensa de la
sociedad cristiana, es decir, del Alzamiento Nacional.
Así, tenemos ante nuestra vista, de un modo casi subitáneo, aquel
desmoronamiento de España en taifas y cantonalisffi06 que Menén­
dez Pelayo

predi jo para el momento en que acabara de
perderse la
unidad

religiosa.
Y en el plano espiritual, presenciamos
la explooión de lo que que­
daba de unidad moral en
cient06 de

partidos, rivales
todoo, totalitarios
todos,

sobre el fondo de la democracia moderna,
el más alucinante de
todos
106 totalitarism06 :

aquel que
afirma de un

modo
total, dog­
mático, que toda afirmación o creencia es siempre, y por su esencia,
una mera opinión, totalmente individual o subjetiva, totalmente com­
putable en el sufragio, sin más entidad ni vigencia que la voluntad
humana que le preste su adhesión,
y mientras lo haga.
Y en el plano religioso, la
escisión práctica
entre
la Iglesia ca­
tólica
y otra «ecumenista» o progresista, y la división de ésta en mil
movimientos y tendencias dispares, desde las «democracias cristia­
nas» hasta «los cristian06 para el socialismo (marxista)».
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Fundaci\363n Speiro

RAFAEL GAMBRA
Y en el de la defensa nacional, la de un Ejército «instrumen­
tab>
y el Ejército Español
Pero
la prindpai de

todas las
desintegraciones que
crecen a nues­
tros ojos
es, a efectos inmediatos del orden social, la desintegra­
ción de la familia. Como ampliamente se ha mostrado en esta Reunión de la Ciu­
dad Católica,
fa familia es la base estructural de la sociedad huma­
na, y eminentemente de la sociedad cristiana. Aunque combatida, mer­
mada:, en su autoridad, en :su poder vinculador y en su continuidad,
la familia ha subsistido basta nuestros días como «hábitat» normal
del
hombre por la fuerza misma
de la naturaleza. En

ella nacemos,
por ella entramos
en la sociedad.

No
en una
sociedad convencional
o voluntaria,
regida por la finalidad ~onsciente y el acuerdo, sino
en lo que conocemos por sociedad-raíz o radical, aquella que no se
elige ni se intercambia. En aquello que la terminología de Tonnies
llama
comunidad -por oposición a sociedad-, ejemplo típico de
sociedad
humana en que el deber precede al derecho
y la conciencia
de
pertenencia a la utilitaria.
El
carácter natural
de
esa sociedad-raíz se

deriva de la
misma
natunrleza
social

del hombre (
«animal político>>
o social, según
Aristóteles),
y su consecuencia es que en ella se proyecten todos
los
estratos ónticos de esa naturaleza
humana, desde
el
¡neramente
biológico hasta el voluntario-racional (propiamente humano), pa­
sando por los aspectos instintivos, em.ociona·les, afectivos, etc. Se
deriva también que esa sociedad humana radical no se forma pro­
piamente
a partir
del
individuo, sino
de
1a familia, o ---.si se pre­
fiere---del

hombre integrado en familias.
F.s frecuente expresar
esta realidad

acudiendo a uoa metáfora biológica: la familia
-se
dice--
es

la célula de
la sociedad.

Por lo
nrismo, también la au­
toridad-tipo en
la socied•d humana es la del padre, la pa;ria po·
testad. Todas las sociedades históricas, pero muy especial y explí­
citamente la sociedad cristiana, fueron socieclaides patriarcales. Los
antiguos municipios
se concebían
como asociación de familias que
viven en un lugar y poseen intereses comunes, y la legislación civil
de los siglos cristianos se orientaba, sobre todo, a la pervivencia de
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Fundaci\363n Speiro

LA «COSIFICACION» DE LA FAMIUA
la familia, de su patrimonio, de la patria potestad. En la propia
autoridad suprema ( la
realeza) se proyectaba esta estructura social
vinculándola

a
urui familia, y un linaje.
John Locke fue uno de los
más remotos
inventores de la teoría
del parto social o del origen meramente contra<:tual de la socie-­
dad. Se le considera como el iniciador de la teoría liberal moderna,
que desvincula a la sociedad
política, en
su origen
y autoridad,
de toda instancia superior o divina.
Ha llamado la atención que

uno
de sus dos libros ,políticos ( el segundo, «Ensayo sobre
el Gobierno
Civib>) lo dedicara d autor

a
polemizar con

Filmer, autor
medio­
cre, casi desconocido en la actualidad. Sin embargo, la importancia
que para Locke hubo de tener en su tiempo (s. xvn) este desigual
inrerlocutor, estribaba

en el título -y la tesis-- de su libro: «Pa­
triarca, o
del poder

natural de los reyes». Locke sabía que la tesis
patriarcal
sobre el

origen y
naturaleza de la autoridad estaba pro­
fundamente a:rraigacla, porque

aquella sociedad era todavía esencial­
mente patriarcal. El título de
padre se extendía, como expresión
de respeto, a todas
las autoridades tenidas por naturales y, en cierta
medida,
santas:
las del sacerdote, la del Pontífice (Santo Padre), la
del
Rey en muchos países, la del rnismo Dios a quien se invoca
como Padre... Harían falta casi tres siglos de racionalismo y revo­
lución para que el témtlno «patemalismo» pudiera emplearse en sen­
tido peyorativo.
La sociedad tradicional cristiana -aquella cuya '«célula» se ha
dicho que es la familia- se asentaba, como última instancia impe­
rativa
y de orden, en el Decálogo o Ley de Dios, que fue la primera
declaración de
derechos del hombre, precisamente por serlo de de­
rechos de Dios,
y no poder existir aquéllos sin éstos. Y el primero
de los mandamientos de ese Decálogo, después de los referentes
al honor de Dios, es precisamente el que establece
el orden jerár­
quico de
la familia, el respeto a la patria potestad : «honrar padre y
madre». Siguen después los referentes a la vida individual ( no
tru1r
tar), a la especie y su procreación ( no fornicar), a la propiedad
(no hurtar), a la mente del
prójimo (no .mentir) ... Y, por último,
se refuerzan dos de los anteriores rnandamientoo extendiendo la
prohibición al mismo deseo y con una cierta relación al orden fa-
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RAFAEL GAMBRA
miliar: «no desear la mujer de tu proprno», y «no codiciar los
bienes ajenos». Este último supone,
poc contrafigura, la licitud de
unos «bienes propios»
y el derecho a amados ordenadamente, en la
misma medida en que se hace ilícito a los
demás robarlos y aun co­
diciarlos. La
«Declaración de Derechos del Hombre», en

sus sucesivas
formulaciones, viene a ser antítesis -en su origen, en su objeto,
en su objeto, en su contenido y en su espíritu- del Decálogo.
Sin alusión ni referencia a Dios, de quien todo ser
y derecho pro­
cede, constituye como sujeto único de éste al individuo abstracto
( no al hombre concreto, vinculado a una familia y una patria),
reclama para él bienes estrictamente temporales, y considera todo
lo que es trascendencia y vinculación del hombre como opresiones,
discriminaciones o p,e¡uicios de un pasado irracional. Se trata del
anti-decálogo,

o del decálogo de la Revolución. El
único sujeto de
derechos es

el hombre,
y la instancia a quien se exigen esas liber­
tades e indiscriminacione; ( de raza,. sexo, clase, religión, etc.) es
el Estado. El individuo, aliado del Estado absoluto, lucha a lo largo
de casi dos siglos contra
las instituciones históricas y naturales,
contra los
«cuerpos intermedios»,

frutos de
1a naturaleza y de una
civilización religiosa, básicamente familiar.

Cuando todos esos cuer­
pos profesionales, locales, culturales, de carácter autónomo y de di­
verso origen han
perecido a

manos del
uniformismo estatal,
la
fa­
milia aún
permanece, por más que sus límites de influencia y su
seotido se hayan reducido considerablemente.
Ciertameote no posee ya 1a familia el vigor institucional ni
el poder
vinculante y formativo que tuvo eo la civilización cristia­
na. La desaparición del patrimonio familiar con las leyes sucesorias
individualistas del Código napoleónico han roto su continuidad su­
pra-generacional; la igualación jurídica de
los sexos

ha minado la
patria potestad; la progresiva transfereocia al Estado de la eose­
ñanza
y de las funciones asistenciales van excluyendo de su seoo al
niño, al anciano, incluso al enfenno; la TV rompe su intimidad
convirtiéndola eo mero tiempo y espado de espectáculo dirigido ...
Sin
embargo, y aun con todo, la familia existe todavía por la mis­
ma fuerza de
los hechos naturales, y a ella deben loo hombres, poc
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LA «cot IFICACION» DE LA FAMIUA
lo común, cuanto de recto y santo ha germinado en sus corazones.
El ataque que el espíritu racionalista y revolucionario dirige
hoy contra la institución familiar es más sutil y alcanza a su pro­
pia médula existencial. Consiste en conseguir una mentalidad-am­
biente

en que el individuo llegue a ver a la
familia «desde
fuera»,
críticamente, como una realidad histórica entre muchas, o como algo
instrumental y puramente contractual, cuando no peyorativamente
como factor opresivo y «alienante>>. Ha aumentado súbitamente el
número de

hombres
-'Y aún más el de mujeres- que se plantean
seriamente y

con
perfecta frialdad si el matrimonio -y la forma­
ción de una
familia--es

«rentable».
Se trata del logro de una
óptica plenamente individualista, término obligado de la mentali­
dad racionalista.
Para un

hombre o mujer de nuestra civilización ( o de cualquier
civilización de
base religiosa), instituciones como el divorcio, las
guarderías infantiles

o las residencias
.de ancianos

no
pueden verse
más que como tristes remedios a situaciones de emergencia o de tra­
gedia que la vida
y las conductas humanas acarrean a veces, nunca
como instituciones normales, optativas o, menos aún, liberadoras.
Y esto, no por reflexión sobre la familia que él constituirá, sino
ya instintivamente sobre la
familia paterna en

que nace.
Se ha observado (G. Laffly) que el desligamiento y toma de
distancia que son
necesarios para ese

espíritu crítico o
«mirada
desde

fuera» son, en
parte, un eco lejano del descubrimiento de
América,
es decir,
del «impacto»
sobre Europa, del conocimiento de
nuevas e insospechadas civilizaciones. Impacto que, curiosamente, le­
jos de atenuarse con el tiempo, ha ido acrecentándose al calor
del espíritu racionalista. Si
hay otras

civilizaciones y otras
creen­
cias,

¿por qué las nuestras? Si otros están tan ciertos de sus creen­
cias como nosotros de las nuestras, ¿en qué basaremos nuestra con­
vicción? Si otros afirman
y creen, ¿por qué afirmaremos y cree­
remos nosotros? ¿No será todo -lo de ellos y lo nlléStro-un
producto
temporal, puramente humano y perecedero?
Ciertamente, la civilización cristiana conoció de siempre
la exis­
tencia

de otras civilizaciones
-paganismoo y remotas gentilidades-,
y tuvo que disputar su vida con la grande y
agresiva civilización
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Fundaci\363n Speiro

RAFAEL GAMBRA
islámica. Pero en los siglos medievales era la fe tan viva y arrai­
gada

que tal pluralidad no produjo
vacilación alguna. Tampoco los
nuevos

pueblos la produjeron
sobre la fe de los descubridores y
conqwstadores españoles en

América: ellos
jamás dudaron
de la
superioridad de su propia civilización, ni del carácter salvífico de
su fe sobre las mismas
almas de aquelloo ignotos pobladores. Por
ello precisamente conquistaron, civilizaron, salvaron almas y triun­
faron.
Otra fue, en una
profundidad subconsciente,
la
reacción de
aquella
Europa que

contemplaba los hechos. Una
Europa renacen­
tista cuyo debilitamiento en

la fe iba a
hacer muy
pronto posibles
el protestantismo y el cartesianismo,. Este trauma de vacilación pri­
mero, de descreímiento
más tarde, no ha dejado de crecer en el ám­
bito occidental o europeo y llega hoy a formar parte de la mentali­
dad
CO!DIÍll -incluso oficializada en la enseñanza-de la juventud
y de la infancia actuales. ¿Por qué
creer en
la propia fe como única
verdadera o en los
>'alores propios

de nuestra civilización al modo
como otros creen en loo suyos · con idéntica convicción subjetiva?
Este es el tratruniento edurati.vo que se da hoy, incluso en España,
a

la enseñanza de la religión: historia de las religiones, fenome­
nología del hecho (psicológico)
religiooo, etc.
Quizá

el iniciador de esta
actitud en
la
literatura haya
sido
Mon­
ta.igne, quien, en sus Ensayos, utiliza ampliamente la técnica de «to­
mar
distancia»

y «contemplar desde
fuera» las costumbres y modoo
de reaccionar que noo parecen comunes

y naturales,
para condwr la
relatividad 1hwnan.a de toda civilización o cultura. Por supuesto, cons­
tiruye Ja esencia del «humorismo» moderno, consistente en describir,
privados
de su aliento interno, las actitudes, costumbres o hechos
de
las gentes: proyectar sobre toda realidad humana el ridículo en
que
aparecen, por

ejemplo, unas
parejas bailando cuando se

ha eli­
minado la música a cuyo ritmo se mueven. Recordemos a Dickens en sus
«Papeles póstumos del Club Pickwick» cuando se refiere a
la «Valentina»
(estampa o

dibujo de carácter
amatorio popuJar),
describiéndola

como
, «dos

salvajes,
macho y
hembra, que avanzan
para devorar

una víscera ( un
corazón) que
tienen
ante ellos».
Típico

de esta inspiración
-ápite del
racionalismo-- fue el
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Fundaci\363n Speiro

LA «COSIFICACION» DE LA FAMILIA
discurso de Levy,Strauss en su recepción en la Acodemia Francesa.
Con

una
técnica estrictamente -ológica -no desprovista

de sen­
tido del
humor- d,¡¡cribe el ceremonial del acto académico corno
si

se tratase de
costumbres rituales

de
pueblos primitivos. El

elogio
del académico difunto, la
contestación de otro miembro, etc., son
presentadas como ceremonias iniciáticas de tribus ancestrales. Bien
es verdad que más adelante, en su discurso, rendirá tributo a la gran­
deza de la Academia y a su
rara permanencia
a través
de siglos.
Pero

sin
preguntarse por
la inspiración profunda y el sentido pro­
pio, intrasferible, de la institución, que, como cualquier otra, pere­
cería rápidamente si en su seno
se hiciera general esa mirada ajena
o extrínseca de etnólogo o antropólogo. Lo mismo puede decirse de
la religión enseñada como producto histórico, por
más que se la
trate con
respeto o

aun con elogio a «sus valores
humanos».
No

es casual el desarrollo que en nuestra
época ha

alcanzado el
cultivo de la
-ología y de la paleontología, y su éxito entre la
juventud,
educada en

el
«extrinseci:smo» de la propia civilización.
Si

se
ha vaciado a ésta, por una crítica fría, de todo sentido y fina­
lidad, será
preciso buscar su razón de ser en act!itudes remotas, por
vía de evoluáón o de pervivencia subconsciente. Diríase que nues­
tra atltura actual constituye

un
esfuerzo titánico
por
ver _a los otros
( especialmente a los primitivos o incluso a los animales) desde
dentro y a nosotros mismos desde fuera, como extraños~
Alfred Métraux ---étnólogo él mismo-- ha escrito: «La mayoría
de
los etnólogos son,

en su fondo,
rebele!,¡¡, inquietos, gentes que
no
se encuentran

a gusto en su
propia. civifüación ni

en su
propia
piel». Esta impresión extrinsecista del. carácter superfluo de los demás1
como repetición innecesaria de uno mismo; y de W10 mismo como
concreción existencial

sin sentido, es uno de los grand-es
temas. del
existencialismo de Sartre. «El fracaso original ----escribe en Huis
Clos-
son los otros». «El asco ontológico hacia la viscosa existencia
de los demás, de quienes son como yo, de quienes repiten inútil­
mente mi
propia existencia

y
la ponen de· wbM> es el tema la La
Náusea. Es también el motivo de la mayoría de las manías depre­
sivas
y de las auras de suicidio de que tan pródigo es nuestro tiempo:
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RAFAEL GAMBRA
la visión del propio yo desde f11er", en su carácter intercambiable y
superfluo, indigno del esfuetto de existir.
Tampoco

es casual que fuera de la etnografía de donde surgiera
la rnás
llamativa teorización

del progresismo
y del «ecurnenismo»
católicos. M,e refiero a la obra de Teilhard de Ghardin, jesuita y
paleontólogo emioente. Es precisa la mira.da extrlncesa, a distancia,
«cosificadora» con

que el etnólogo observa toda realidad cultural
para
hacer de la propia fe un nivel o un factor convergente -más
o mena;. luminoso-. en la supuesta formación de una metarreli gión
futura, en la que humanismo y -divinismo se fundan en una síntesis
suprema. Ninguna vivencia de la fe «desde dentro» permitiría tal
instrumentalización
-teocética de

su contenido.
Entre
nosotros -en

la triste España de
hoy-, se
produce una
pintoresca aplicación

del
«-ologismo» y
de su particular visión
extrínseca de
la realidad. Conocido es el auge y el desarrollo qne
ha obtenido la
-ología vasca.

El
más leve motivo ornamental de
antigua artesanía, el mí~mo signo de carácter ancestral adquiere,
para esa escuela, dimensiones formidables : los viejos cultos y ritoo
precristianos se ven rebuscados, reivindicados y aun suplidos con
la
imaginación ; una lengua primitiva y no evolucionada se exalta
hasta el paroxismo ... Aquí la visión crítica y «extr!nseca» de cuan­
to constituye la cultura y la historia
real del pueblo vasco es adop­
tada
por motivoo muy cercanos en el tiempo que no nos cumple
~hora examinar. De ella resulta que todos los hombres y hechos ilus­
tres qne la Historia registra de ese pueblo, la lengua que hablaron
y en la que escribieron, sus empeños y lealtades, han de ser mirados a
distancia, con indulgente prevención, como frutos, al menos, de una
opresiva mixtificación. Y, como nada queda entre las manos, es
preciso bucear, reconstruir
y exaltar la prehistoria hasta una reivin­
dicación plena de los primitivos que un
día remoto
fueron... Buscar
en el Paleolltico inferior los motivos reales de inspiración
de un
Ekano, de San Ignacio de Loyola o de Unamuno... Aceptar los
riesgos de
retroceso mental

qne
supondría un bilingüismo cultural
con

una lengua primitiva o
artificialmente evolucionada

...
Tal desasimiento seudocientífico del propio set y tal inmersión
en un
arcano ancestral

recuerdan aquella
pintura de Goya «El sueño
1096
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LA «COSIFICACION» DE LA FAMILIA
de la razón produce monstruos». (Y no sólo monstruos científicos
o folkloristas en este caso ... ). Ninguna realidad histórica se sostiene a lo largo del tiempo
sin nna mínima participación de sus
miembros en la fe que la creó
y dio razón de ser. El ataque directo del enemigo o el propio sacri­
legio

son menos
dañosos para ellas

que
la mirada fría del paleon­
tólogo o del «historiador de las religiones».
Esta es, sin embargo, la óptica que se aplica hoy a la considera­
ción humana de la faroilia, y la que se enseña en las escuelas. Tam­
bién la familia es una <> coexistente con otras
muchas y repetida en ellas. Ninguna consideración distante y «ob­
jetiva>>
de
la
propia familia
resiste su
comparación con otras mu­
chas,

sin reconocerla
inferior en muchos aspectos. Sin embargo,
raro ha sido eo todos loo tiempos el hijo que cambiaría por otros a
su padre o a su madre, o que no se interese por mantener el hilo
que une a éstos con sus propios hijos en la continuidad de nna fa.
milia concreta, la propia. Cuando en el hombre medio ---es decir,
ya en todo hombre- pueda
predommar la

visión distante, instru­
mental, del matrimonio
y la familia, ese día sonarán las campanas
por la institución familiar. La difusión de la mentalidad democrá­
tica
y socialista son el mejor velikulo para ese término.
No obstante, pensemos nosotros, cristianos, que las cosas no son
tan complicadas eo su remedio, como complejo ha sido el proceso
de su disolución.
Los Mandamientos del Decálogo se reducen a
dos, y éstos a uno solo: amar a Dios sobre todas las cosas. El rum­
plimiento

de este precepto -la difusión de la fe- nos impedirá,
por sí misma, someter a Dios a la categoría de cosa ----objeto cien­
tífic<>--, y también extirpar de las cosas mismas el reflejo de Dios,
el carácter sagrado que posean, y su vivencia íntima, desde dentro.
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