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Número 457-458

Serie XLV

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El final de la historia. Reflexión sobre las profecías acerca de los últimos tiempos

EL FINAL DE LA HISTORIA
REFLEXIÓN SOBRE LAS PROFECÍAS ACERCA DE LOSÚLTIMOS TIEMPOS
POR
JUANANTONIOWIDOW(*)
I
E l conocimiento cier to de acontecimientos futuros, de lo que
aún no tiene existencia, sólo puede tener como fuente la ciencia
divina. Dios conoce lo pasado y lo futuro en un eterno pr esente, y
su conocimiento de las cosas creadas es el que tiene el Creador que
está dándoles el ser .
P or esto, el conocimiento de lo que ocurrirá cuando C risto
v enga por segunda vez, es decir, de los acontecimientos que han de
preceder a su segunda venida, esta vez en gloria y majestad, de los
que acompañarán a su manifestación gloriosa y de los que la segui-
rán, no puede fundarse más que en lo que el mismo Dios ha rev e-
lado a los hombres, lo cual se halla, como en su fuente primera, en
la S agrada Escritura, según ésta ha sido r ecibida por la Iglesia.
E xisten, por cier to, revelaciones privadas acer ca de lo que ha de
Verbo,núm. 457-458 (2007), 571-589. 571
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(*) Este trabajo, que nos hace llegar nuestro querido colaborador el pr ofesor Juan
Antonio Widow, de la U niversidad Adolfo Ibáñez de Viña del Mar (Chile), está desti-
nado a ser incluido en el libro que se prepara en memoria del P rofesor Héctor Herr era
Cajas, con motivo del décimo aniversario de su fallecimiento. Su previa publicación en
V erbo, nos explica el autor , “no intenta ser otra cosa que una anticipación de dicho
homenaje, haciendo partícipes en él a lectores que probablemente n\
o tuvieren acceso al
mismo libro ”. Se lo agradecemos como un honor que nos permite, modestamente,
adherirnos al merecido homenaje de quien se cuenta entre los historiadores chilenos
más notables (N. de la R.)
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ocurrir en el futuro y, en particular, en los últimos tiempos, como
son, por ejemplo, los mensajes de la Santísima V irgen en La Salette
o en Fátima, pero éstas de ninguna manera pueden gozar de la cer-
teza que es propia de la fe en la R evelación de Nuestro Señor, según
ésta se dio a los A póstoles y se trasmite por ellos a la Iglesia, su única
depositaria. Es decir que la única fuente absolutamente cier ta de la cual se
puede obtener el conocimiento de lo que ocurrirá al final de los
tiempos es la S agrada Escritura. Algunos intérpretes de los pasajes
proféticos –es decir , pasajes en que se exponen las profecías que aún
no se han cumplido–, intérpr etes cuya autoridad es reconocida,
pueden guiar , ciertamente, en la lectura a los que se inician en ella,
per o no pueden pretender que sus criterios de interpr etación sean
doctrina consagrada. Es pr opia, por lo demás, de las pr ofecías que
aparecen tanto en el Viejo como en el Nuevo Testamento, la oscu-
ridad con que se predicen los hechos futuros. Está en la intención
de Quien los r evela el que permanezca una relativ a incertidumbre
r especto de ellos, salvo en los que se r efieren a verdades fundamen-
tales, y por tanto dogmáticas, como son la v enida futura de Cristo
como Señor y J uez, la existencia de un juicio final y univ ersal, y la
r esurrección de la carne.
El magisterio de la Iglesia establece que el reconocimiento del
sentido literal de la Sagrada Escritura es la clave para la inteligencia
de lo que allí se r evela (1). Escribía S an Basilio magno: “Los que no
admiten el sentido or dinario de las Escrituras, no llaman al agua
agua, sino otra cosa. I nterpretan una planta o un pez como se les
ocurre. E xplican la naturale za de los reptiles y de las fieras de forma
que se ajuste a sus pr opias alegorías... Yo, en cambio, cuando oigo
la palabra hierba, entiendo que quier e decir hierba. Planta, pez, bes-
tia salvaje, animal doméstico: yo tomo todas estas palabras en su
sentido literal, porque no me avergüenzo del E vangelio” (2).
Es verdad que muchas pr ofecías se expresan en la S agrada
Escritura mediante alegorías, per o éstas adquieren sentido de lo que
literalmente se dice. Lo cual v ale también para los escritos profanos,
pues esto corresponde a una propiedad esencial del lenguaje: lo que
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(1) Pío XII, Divino afflante spiritu , n. 27.
(2) In H exameron, 9, 80; cit. por J ohannes Quasten, Patrología, v ol. II, Biblioteca
de A utores Cristianos, Madrid, 1962, pág. 227.
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se dice no tiene sentido, si éste puede ser cualquiera, es decir, si tal
sentido depende del arbitrio subjetivo de quien lee. S i el legere de
los latinos significa entender lo que está escrito, el criterio para inter -
pretar no puede fundarse en la subjetividad del lector , sino en lo
que quiso decir el autor , lo cual sólo puede expr esarse mediante el
v alor objetiv o del lenguaje.
La cer teza de las profecías radica, en consecuencia, en su fuen-
te. S i ésta es la Rev elación de Cristo mediante la Iglesia, según está
contenida en la S agrada Escritura, esa cer teza es absoluta, pues es la
certeza propia de la virtud teologal de la fe, en la cual se funda la
virtud teologal de la esperanza, es decir, la seguridad de que lo pro-
metido por Dios ha de cumplirse. Este cumplimiento futuro tiene, además, el aval de las pr o f e c í a s
de la Escritura que ya se han cumplido, como son las que se refie-
ren a la E ncarnación del Verbo y a la pasión y muer te de Nuestro
Señor J esucristo, cumplimiento del cual dan cuenta los E vangelios.
Algunas de ellas: “He aquí que la Virgen grávida da a luz un hijo, y
le llama Emmanuel ” (Isaías 7, 14). “P ero tu, Belén de Efrata,
pequeño para ser contado entr e las familias de Judá, de ti me saldrá
quien ha de ser dominador de I srael” (Miqueas 5, 2). “Yo les dije: si
queréis, dadme mi salario, y si no, dejadlo. Y me pesaron mi sala-
rio, tr einta monedas de plata. Yavé me dijo: tira al alfarero el rum -
boso precio en que te han estimado .Y tomando las tr einta mone-
das de plata, se las tiré al alfar ero en su alfar ería” (Zacarías 11, 12-
13). “Salta de júbilo, hija de J erusalén. M ira que viene a ti tu Rey .
J usto y salvador , humilde, montado en un asno, en un pollino hijo
de asna ” (Zacarías 9, 9). “Como de él se pasmaron muchos, tan
desfigurado estaba su rostro que no par ecía ser de hombre... No hay
en él parecer , no hay hermosura que atraiga las miradas, no hay en
él belleza que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, v arón
de dolor es, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuel-
v e el r ostro, menospreciado, estimado en nada... M altratado y afli-
gido, no abrió la boca, como corder o llevado al matader o, como
ov eja muda ante los trasquiladores. F ue arrebatado por un juicio
inicuo, sin que nadie defendiera su causa cuando era arrancado de
la tierra de los vivientes y muerto por las iniquidades de su pueblo.
D ispuesta estaba entre los impíos su sepultura y fue en la muerte
igualado a los malhechor es; a pesar de no haber en él maldad, ni
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haber mentira en su boca” (Isaías52, 13 – 53, 9). “¡Dios mío, Dios
mío! ¿P or qué me has desamparado? M e rodean como perros, me
cer ca una turba de malvados, han taladrado mis manos y mis pies,
puedo contar todos mis huesos, y ellos me miran, me contemplan
con goz o. Se han repartido mis vestidos y echan suerte sobre mi
t ú n i c a ” (Salmo 21, 2, 17-19). “Y alzarán sus ojos a mi; y a aquel a
quien traspasaron, le llorarán como se llora al unigénito, y se lamen-
tarán por él como se lamenta por el primogénito” ( Za c a r í a s 12, 10).
II
La cer teza acerca de las promesas divinas no ex cluye, sin embar-
go, la oscuridad que es pr opia del conocimiento de fe: “que la espe-
ranza que se v e ya no es esperanza –escribe San P ablo–. Porque lo
que uno v e ¿cómo esperarlo?; pero si esperamos lo que no vemos,
en paciencia esperamos ” (3). Es claro, además, que no conviene a
los viadores conocer todo lo que v a a ocurrir en el futuro.
P ensemos, por ejemplo, en la turbación profunda que implicaría
para los hombres saber cuándo va a ocurrir su propia muerte. En la
Escritura se alude a esta necesaria incertidumbr e: San Juan dice en
el A pocalipsis que “cuando hubieron hablado los siete truenos iba
y o a escribir; pero oí una voz del cielo que me decía: S ella las cosas
que han hablado los siete truenos y no las escribas ” (4).
Ante la incer tidumbre acerca del cuándose va a manifestar en
gloria y majestad, N uestro Señor dice que “ de aquel día y de aque-
lla hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo ni el H ijo, sino sólo el
Padre ” (5). Cier tamente no puede r eferirse aquí a una ignorancia
del H ijo, verdadero Dios, sino a que anunciar cuáles han de ser ese
día y esa hora no está comprendido en la R evelación del Verbo
encarnado a los hombr es, es decir, no es parte de lo que éstos nece-
sitan saber en orden a su salvación. Y en los momentos anterior es a
la Ascensión, ante la pregunta de los apóstoles “¿es ahora cuando
v as a restablecer el r eino de Israel? El les dijo: no os toca a v osotros
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(3) Romanos 8, 24-25.
(4) Apocalipsis 10, 4.
(5) Mateo 24, 36.
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conocer los tiempos ni los momentos que el Padre ha fijado en vir-
tud de su poder soberano ” (6).
(U n brev eexcursus a propósito de este último texto de los
H echos de los apóstoles. H a habido intérpretes de la Escritura que
ante este pasaje comentan acerca de la torpeza de entendimiento de
los apóstoles, que todavía cr eían en una restauración del reino de
Israel. S in embargo, Cristo no les echa en cara esa torpeza: y ante-
cedentes hay de que no tenía miramientos en los momentos en que
había que hacerles ver su necedad. Y no se las echa en cara simple-
mente porque no era torpeza: el mismo San L ucas, autor de los
Hechos , al dar cuenta en su E vangelio de las últimas instr ucciones
dadas por el Señor a los once apóstoles, dice que “ entonces les abrió
la inteligencia para que entendiesen las Escrituras ” (7). Tenían, en
consecuencia, la inteligencia abier ta cuando le hicieron la pregun-
ta, justo antes de que ascendiera a los cielos. Lo que ha ocurrido es
que la pr omesa de restaurar el reino de Israel, tema que es constan -
te en los pr ofetas del Antiguo Testamento, no calza con cier tas
interpr etaciones que podemos llamar exclusivamente espiritualistas
del r einado de C risto. Fin del excursus .)
E l hecho es que el Señor vienepor segunda v ez a la tierra, ahora
como J uez y R ey. E lvenir, en lenguaje humano, significa una tras-
lación de lugar hacia ése en el cual estamos y desde el cual decimos
viene. N o se trata de una venida espiritual, sino real y material, en
carne, huesos, alma y divinidad. Y si viene, es porque a partir de ese
momento en que venga estará aquí, en la tierra. ¿Cuánto tiempo
estará? E lApocalipsis dice mil años: “Y vi las almas de los que ha-
bían sido degollados por el testimonio de J esús y por la palabra de
D ios, y cuantos no habían adorado a la bestia y a su imagen y no
habían r ecibido la marca sobre su frente y sobre su mano; y vivie-
ron y r einaron con C risto mil años” (8). Podría ser que el número
fuese simbólico, pero, según el sentido literal, no puede dejar de
entenderse que se trata de un determinado espacio de tiempo. S e
puede aplicar aquí lo que dice San P edro en su segunda carta:
“Delante de D ios un solo día es como mil años, y mil años como
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(6) Hechos de los apóstoles 1, 6-7.
(7) Lucas 24, 45.
(8) Apocalipsis 20, 4.
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un solo día” (9). Pe ro, sean mil años, sea un solo día, en ambos casos
se trata de una medida de tiempo humano. Es decir que habrá un
tiempo durante el cual Cristo, luego de su venida en gloria y majes-
tad, estará real y corporalmente en la tierra, de manera semejante a
como estuv o entre su Resurr ección y su Ascensión a los cielos: esta
vez como J uez y Rey.
El cuándo no nos compete saberlo: sin embargo, sabemos, por-
que está reiteradamente dicho en la Escritura, y particularmente en
el Apocalipsis , que esa venida es pronto; las palabras iniciales de este
libro, con el que se cierra la S agrada Escritura, son: “Apocalipsis de
J esucristo, que para instr uir a sus siervos sobre las cosas que han de
suceder prontoha dado D ios a conocer por su ángel a su sier vo
J uan... Bienaventurado el que lee, y los que escuchan las palabras de
esta pr ofecía, y los que obser van las cosas en ella escritas, pues el
tiempo está próximo ” (10). Las cartas a las siete iglesias, que se con-
tienen en la primera parte del Apocalipsis , son reconocidas casi uná -
nimemente como dirigidas a las distintas épocas de la historia de la
Iglesia. E n las que se destinan a las dos últimas, F iladelfia y
Laodicea, se lee: “V engo pronto. Guarda lo que tienes, no sea que
o t r o se lleve tu cor o n a” (11); “Ten, pues, celo y arrepiéntete. M i r a
que e s t oy a la puerta y llamo ” (12). Y al final del libro se insiste cinco
veces en la proximidad de Su venida: “El Se ñ o r... envió su ángel para
mostrar a sus siervos las cosas que están p a ra suceder pr o n t o” (13).
“H e aquí que vengo presto” (14). “N o selles los discursos de la pro-
fecía de este libro, porque el tiempo está cercano” (15). “He aquí que
v engo pr esto, y conmigo mi r ecompensa, para dar a cada uno según
sus obras ” (16). “D ice el que testifica estas cosas: Sí, vengo pronto.
Amén. V en, Señor J esús” (17). Con estas palabras termina la
S agrada Escritura.
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(9) II P edro 3, 8.
(10) Apocalipsis 1, 1-3.
(11) Ibid. 3, 10.
(12) Ibid. 3, 20.
(13) Ibid. 22, 6.
(14) Ibid. 22, 7.
(15) Ibid. 22, 10.
(16) Ibid. 22, 12.
(17) Ibid. 22, 20.
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San Pablo, en su segunda carta a los tesalonicenses, les advier te
a éstos que no deben interpretar lo dicho por otros en el sentido de
que el día del S eñor sea inminente. ¿Q ué relación hay entr e este lla-
mado a la tranquilidad y a no turbarse del A póstol, con las reitera-
das afirmaciones de San J uan de que la venida del Señor a juzgar y
reinar es pronto? Lo que no quier e San Pablo es que los tesalonicen -
ses abandonen sus actividades normales para vivir exclusivamente
en función del hecho de que el Señor viene. “Antes, les dice, ha de
v enir la apostasía ” (18). La esperanza no es una espera en que todo
se suspende, sino lo que da sentido sobrenatural a la vida pr esente,
pues la or dena al cumplimiento futuro de las promesas divinas.
V ivir en función de las promesas divinas no es abandonar las ocu-
paciones presentes, sino darles a éstas su sentido último. ¿Por qué, entonces, la insistencia de San J uan en que le venida
del Señor es pronto? El sentido de esta insistencia tiene que ver
directamente con lo que es la virtud teologal de la esperanza: toda
la vida presente se or dena al fin, al advenimiento de J esucristo como
J uez y S eñor. El adv erbio pronto no significa un espacio determina -
do o br eve de tiempo, sino que lo que se hace ahoratiene directa
incidencia en nuestr o modo de encarar lo que se espera. Al que se
ahoga hay que hacerle pronto respiración artificial; los que impusie-
ron la paz de Versalles debían haber previsto que, como consecuen-
cia de ella, habría prontootra guerra en E uropa. La prontitudpuede
ser de instantes o de años: lo que en cualquier caso señala es que\
hay
que tener presente ahoralo que se pr evé o se profetiza que va a
acontecer en el futuro: si digo que prontodebo rendir un examen,
es porque debo estar preparándolo ahora.
Cuando los apóstoles, en la Ascensión de N u e s t ro Señor “ e s t a-
ban mirando al cielo, fija la vista en Él, que se iba, dos v a rones con
hábitos blancos se les pusieron delante y les dijeron: va rones gali-
leos, ¿qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que ha sido llevado de
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(18) II Tesalonicenses 2, 1-4: “Por lo que hace a la v enida de Nuestro Señor
J esucristo y a nuestra reunión con Él, os rogamos, hermanos, que no os turbéis de lige-
ro, per diendo el buen sentido, y no os alarméis ni por espíritu, ni por discurso, ni por
epístola, como si fuera nuestra, que digan que el día del S eñor es inminente. Que nadie
en modo alguno os engañe, porque antes ha de venir la apostasía y ha de manifestarse
el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición, que se opone y se\
alza contra todo lo
que se dice D ios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse dios
a sí mismo ”.
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e n t re vo s o t ros al cielo vendrá así como le habéis visto ir al cielo” (19).
N o se trata, entonces, de quedarse mirando al cielo para ver cómo
desciende de allí, tal como ascendió, N uestro Señor . Esto es lo que
dice S an Pablo a los tesalonicenses que no hay que hacer . Por el con-
trario, hay que hacer como los apóstoles tras la advertencia de los
dos ángeles: “ entonces se volvieron del monte llamado O livete a
Jerusalén ” (20); se fueron a hacer lo suyo, puesta la esperanza en la
pronta venida del M esías.
III
¿Qué significa fin de los tiempos ? En la Escritura no se emplea la
expresión fin del mundo, salvo cuando la r eferencia es, en el
A pocalipsis, al fin de estemundo, cuando Cristo entregue el reino al
Padr e: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo
y la primera tierra habían desapar ecido; y el mar no existía ya” (21).
T ambién se dice fin del siglooconsumación del mundo. Lo cier to es
que el fin los tiempos sobrev endrá cuando no haya más tiempo: “E l
ángel… levantó al cielo su mano derecha y juró por el que vive por
los siglos de los siglos... que no habrá más tiempo” (22). M ientras
hay tiempo, los hombres pueden mudarse: los buenos hacerse
malos y los malos, buenos. Los hombres somos pobres espíritus
sometidos a la contingencia. Los derroteros que los hombres sole-
mos seguir no son, por lo general, irr evocables. Por esto, la vida
temporal es, para los buenos, una vida de paciencia, durante la cual
no puede aún separarse la cizaña del trigo . Pero llegará el día de la
cosecha, en que a la cizaña se la atará en haces y se la echará\
al fuego
y al trigo se lo r ecogerá en los graneros (23). No habrá más tiempo,
es decir , no habrá ese antes y después que hace posible la caída de
los justos o la conversión de los injustos, o que los justos se hagan
más justos y los malos, peor es.
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(19) Hechos de los apóstoles 1, 10-11
(20) Ibid. 1, 12.
(21) Apocalipsis 21, 1; II Pedro 3, 7 y 13: “Los cielos y la tierra actuales están reser-
vados por la misma palabra para el fuego en el día del juicio y de la per dición de los
impíos... P ero nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que tiene
su morada la justicia, según la promesa del Señor .”
(22) Ibid. 10, 5-6.
(23) Mateo 13, 24-30, 37-43.
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Ese momento, llegado el cual no hay más tiempo, es el del jui-
cio univ ersal. ¿Por qué ha de haber este juicio, si cada hombre habrá
sido juzgado par ticularmente según sus méritos y sus culpas, y si no
hay , por tanto, otra materia de juicio? O bviamente, el juicio univer-
sal no puede r ecaer sobre lo mismo que fue objeto del juicio par ti-
cular. T omás de Aquino encara esta dificultad, y dice que Dios no
juzgará dos veces lo mismo, pues lo juzgará bajo distintos respect\
os.
D ice: “N o se puede dar un juicio completo o per fecto de una cosa
mudable antes de su consumación. Así, un juicio completo sobre
una acción no puede darse antes de que ella sea consumada en sí
misma y en sus efectos ” (24). Es claro que el mérito o la culpa de
una persona se han definido en el momento de la muerte y del jui-
cio par ticular. Pero el pr emio o la pena no están determinados sólo
por ese mérito o esa culpa. Los efectos de la conducta de una per-
sona no se cumplen todos, ni la mayoría, durante su vida temporal:
es necesario, por ello, que sean juzgados luego de que se hayan con -
sumado. De este modo, considerando sus efectos, dice Tomás que
“ por el engaño de Arrio y de otros seductores pulula la infidelidad
hasta el fin del mundo; y hasta entonces también se propaga la fe
por la predicación de los apóstoles” (25). El juicio final es, en consecuencia, el juicio de las sociedades. S e
le llama también juicio de las naciones. S u objeto es sacar a luz todos
los efectos que en los otrostienen las acciones particular es de cada
uno: son las consecuencias sociales de las conductas personales,
consecuencias que siempreexisten. “N ada hay oculto que no llegue
a descubrirse, ni secreto que no venga a conocerse... Yo os digo que
de toda palabra ociosa que hablar en los hombres habrán de dar
cuenta el día del juicio ” (26). No puede ocurrir que las acciones
buenas o los delitos y pecados que se realizan en secr eto permanez-
can en el secr eto: el juicio sobre la culpa y el mérito sería de una jus -
ticia incompleta, pues las consecuencias de ellos se han difundido y
ya son, de esta manera, públicos. Así, y teniendo en cuenta que no
hay absolutamente ninguna acción personal, buena o mala, que no
tenga efectos, buenos o malos, en los demás, se ve la necesidadde
un juicio público para que sea efectivamente restablecida la justicia
en todas sus formas.
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(24) Summa Theologiae III, q. 59, a. 5 in c., ad 3.
(25) Ibid. in c .
(26) Mateo 10, 26 y 12, 36.
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Llama la atención que en la alegoría del juicio final del
Evangelio de S an Mateo, lo que se premia en las o vejas que están a
la der echa del J uez son las acciones en beneficio gratuito de los
otr os, es decir , la caridad, y lo que se castiga en los cabritos que
están a su izquier da son las omisiones de ese mismo beneficio (27).
A demás, es necesario, para que se cumpla acabadamente con la jus -
ticia, que el carácter universal y público del juicio final se extienda
también a todo el mundo visible: las criaturas están manchadas con\
el pecado de los hombr es, por lo que una justicia completa exige
que la r eparación sea también en los lugar es donde se pecó. Dice
S an P ablo en su carta a los romanos: “El continuo anhelar de las
criaturas ansía la manifestación de los hijos de Dios, pues las cria-
turas están sujetas a la v anidad, no de grado, sino por razón de
quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán liber-
tadas de la ser vidumbre de la corr upción para participar en la liber-
tad de la gloria de los hijos de D ios. Pues sabemos que la creación
entera hasta ahora gime y siente dolor es de parto, y no sólo ella,
sino también nosotr os, que tenemos las primicias del Espíritu,
gemimos dentro de nosotr os mismos suspirando por la adopción,
por la r edención de nuestro cuerpo.” (28).
IV
En la Sagrada Escritura se habla reiteradamente de la gran tri-
bulación que ha de pr eceder a la venida de N uestro Señor en gloria
y majestad. También se mencionan las calamidades físicas que
habrán de padecer los hombr es y los fenómenos que producirán
espanto . Son, no obstante su aparente identificación, dos realidades
div ersas, que no coincidirán en el tiempo, pues dice N uestro Señor:
“L uego, en seguida, después de la tribulación de aquellos días, se
obscur ecerá el sol, etc...” (29). La gran tribulación, “ cual no la hubo
desde el principio del mundo, ni la habrá” (30), afectará a quienes
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(27) Ibid. 25, 31-46.
(28) Romanos 8, 19-23.
(29) Mateo 24, 29. La Vulgatatraduce: “S tatim autem post tribulationem dier um
illor um...”. E n el mismo sentido y con los mismos términos es la v ersión de la Biblia
de J erusalén. La v ersión griega pone Euthéos dé metá..., etc.
(30) Ibid. 24, 21.
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perseveren en la fe, y será una tribulación principalmente espirit\
ual:
“se levantarán falsos mesías y falsos pr ofetas, y obrarán grandes
señales y pr odigios para inducir a error , si posible fuera, aun a los
mismos elegidos ” (31). El resto de los hombr es vivirán en una apa-
rente normalidad: será como en los días anterior es al diluvio:
“ comían, bebían, se casaban y se daban en casamiento, hasta el día
en que entró N oé en el arca; y no se dieron cuenta hasta que vino
el diluvio y los arrebató a todos. Así será a la venida del H ijo del
hombre ” (32), la cual ocurrirá “a la hora que menos penséis ” (33).
La vida contraria a la fe, es decir, la apostasía, se asentará con la
pretensión de constituir la base de la vida propia de los hombres. Es\
la manifestación del “hombre de la iniquidad, el hijo de la per di-
ción, que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios y es
adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse dios a
sí mismo ” (34). A este hijo de la perdición se le llama también el
Anticristo . Que éste sea un individuo o una tendencia colectiva es
algo que mucho se ha discutido y que permanece incier to. H ay cla-
ras señales en la Escritura de que se trata de una fuerza colectiva q\
ue
se impone principalmente por una insopor table presión moral y
psicológica, aunque también con consecuencias materiales, como es
la exclusión de la vida económica, que es el soporte material nece-
sario de toda sociedad: “ e hizo que a todos, pequeños y grandes,
ricos y pobr es, libres y sier vos, se les imprimiese una marca en la
mano der echa y en la frente, y que nadie pudiese comprar o v ender
sino el que tuviera la marca ” (35).
Es una fuerza, la del Anticristo, que supera a la que pueda tener
y ejercer un solo individuo, per o que no excluye la posibilidad de
que temporalmente se encarne en líderes que de alguna manera
repr esenten visiblemente el espíritu de apostasía. S an Pablo habla
del hombre de iniquidad, o el inicuo, como de algo ya pr esente,
cuya acción es aún contenida por algo cuya naturaleza no se men-
ciona. San J uan, en su primera carta, dice que “ muchos se han
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(31) Ibid. 24, 24.
(32) Ibid. 24, 37-39.
(33) Lucas 12, 40.
(34) II Tesalonicenses 2, 3-4.
(35) Apocalipsis 13, 16-17.
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hecho anticristos, por lo cual conocemos que ésta es la hora postre-
ra ” (36). Y añade: “De nosotros han salido, per o no eran de los
nuestr os... ¿Quién es el embustero sino el que niega que J esús es
C risto? Ese es el anticristo, el que niega al P adre y al H ijo” (37).
Se puede conjeturar que aquello que retiene, o r etenía, la mani-
festación del inicuo y el espíritu de apostasía es la vigencia pública
de lo que constituy e la vida normal, en el or den natural y sobrena-
tural, cristiano, de los hombr es. La vida familiar, ciertas conviccio-
nes morales, la estimación común por algunas virtudes, como la
fortaleza, la castidad o el patriotismo, la vida sacramental, al menos
en lo que mandan los pr eceptos de la Iglesia, la vergüenza por el
pecado, el apr ecio por el her oísmo, la vida cristiana mar cada por la
liturgia, etc., son bienes que enmar can positivamente la vida de los
h o m b r es y que impiden que sea invadida por el espíritu mundano
que embota la inteligencia y el corazón. P e ro en la medida en que se
abandonan o se despr ecian estos bienes, se abre la puerta al hombr e
de iniquidad y se le instala en el lugar que es sólo propio de Di o s .
N o hay tierra de nadie entre D ios y el que se hace a sí mismo
dios; y el campo de la batalla entre ambos es el or den público, no
el privado, aun cuando las raíces de aquél se afinquen en la intimi-
dad de las almas. A ese orden público corresponde la confesión de la
fe, es decir , la fe que se manifiesta en palabras y en obras, no la fe
escondida entr e los pliegues del alma, que allí acaba por morir de
inanición: “P ues a todo el que me confesar e delante de los hombres,
y o también le confesaré delante de mi P adre, que está en los cielos;
per o a todo el que me negar e delante de los hombres, yo le negaré
también delante de mi P adre, que está en los cielos ” (38). “Todo
espíritu que confiese que Jesucristo ha v enido en carne es de Dios;
per o todo espíritu que no confiese a J esús, ése no es de Dios, es del
anticristo ” (39).
El r eino del Anticristo es el r emedo del reino de Cristo . Es
como la imitación que el mico hace del hombr e. Es una imitación
en que todo se invierte, en que la mentira se pone en el lugar de la
V erdad. N o es que haya falsedad en el lenguaje: es que el lenguaje
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(36) I Juan 2, 18.
(37) Ibid. 2, 19 y 22.
(38) Mateo 10, 32-33.
(39) I Juan 4, 2-3.
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se hace de suyo falso, pues se lo despoja de su fundamento objeti-
v o, es decir , de su propiedad de significar lo que ver daderamente es.
E l amor se transforma en la careta del odio o de la obscenidad. Se
definen nuevos dogmas, todos referidos al hombr e, y se instaura un
nuevo culto dirigido al Hombre sin Dios. “Entonces –dice Cristo a
sus discípulos–... seréis aborr ecidos de todos los pueblos a causa de
mi nombr e. Entonces se escandalizarán muchos y unos a otros se
harán traición y se aborrecerán; y se levantarán muchos falsos pro-
fetas que engañarán a muchos, y por el ex ceso de la maldad se
enfriará la caridad de muchos; mas el que perseverare hasta el fin,
ése será salvo ” (40). El enfriamiento de la caridad, la pérdida del
calor espiritual que le es esencial, trae a la memoria las palabras diri\
-
gidas en el Apocalipsisa Laodicea, la séptima y última de las iglesias:
“Conozco tus obras y que no eres ni frío ni caliente. Ojalá fueras
frío o caliente; mas porque er es tibio y no eres caliente ni frío, esto y
para vomitarte de mi boca” (41). Es misteriosa la pr egunta que se hace Cristo, hablando a sus
discípulos: “P ero cuando venga el Hijo del hombr e, ¿encontrará fe
en la tierra?” (42). Es misteriosa e inquietante. Es cierto, por una
p a rte, que encontrará, cuando venga, fe en la tierra, pues en la misma
Escritura se menciona a los elegidos, quienes se perderían, aun ellos,
si esos días, los de la gran tribulación, no se abreviaran (43). S on esos
elegidos los que estarán clamando a Dios para que haga justicia: “¿Y
D ios no hará justicia a sus elegidos, que claman a Él día y noche,
aun cuando los haga esperar? Os digo que hará justicia prontamen-
te ” (44). P ero luego de asegurar esta justicia pronta, N uestro Señor
hace la misteriosa pr egunta, la cual, si no supone la desaparición
total de la fe en el momento en que Él venga, ¿qué es lo que supo-
ne? Creo que la única r espuesta posible es que la intención de esa
pregunta se r efiere a la desaparición de la fe del ámbito público, lo
cual significa que aparentemente habrá desapar ecido del todo:
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(40) Mateo 24, 9-13.
(41) Apocalipsis 3, 15-16.
(42) Lucas 18, 8.
(43) Mateo 24, 22.
(44) Lucas 18, 7-8. Apocalipsis 6, 9-10: “Cuando abrió el quinto sello, vi debajo del
altar las almas de los que habían sido degollados por la palabra de Dios y por el testimo-
nio que guardaban. Clamaban a grandes voces, diciendo: ¿Hasta cuándo, Se ñ o r, Sa n t o ,
V e r d a d e r o, no juzgarás y vengarás nuestra sangre en los que moran sobre la tierra?
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“Toda la tierra seguía admirada a la bestia... F uele otorgado (a la
bestia) hacer la guerra a los santos y v encerlos. Y le fue concedido
poder sobre toda tribu, y pueblo, y lengua, y nación ” (45). Los san-
tos, es decir los fieles, no tienen otra opción que las catacumbas
espirituales, en que no hay motiv o alguno humano de esperanza.
¿P or qué ha de ser tan terrible ese tiempo de la gran tribulación?
S egún las palabras de Cristo, será peor y más terrible que todas las
tribulaciones por las que hayan tenido que pasar , hasta ahora, los
cristianos. Y las que ha habido han sido terribles: las persecuciones
durante el imperio romano, el acoso de la Cristiandad por el Islam,
la imposición de la herejía en los países en que triunfó la Reforma,
como I nglaterra por ejemplo, la apostasía impuesta por la r evolu-
ción francesa, las persecuciones llevadas a cabo por el comunismo
en R usia, en China y en tantos otros países, las matanzas de cristia-
nos en África, etcétera. P ero si Cristo ha dicho que la tribulación del
fin de los tiempos no tendrá parangón ni antes ni después, es por-
que así ha de ser .
Se puede conjeturar que aquella gran tribulación no consistirá,
como la may oría de las anteriores, en una persecución formal. Se
tratará, más bien, de una apostasía inmanente que llenará todos los
ambientes. N o se tratará de una apostasía o de un ateísmo expresos
o declarados. S erá un renegar tácito, según se siga la corriente, que
env enenará el espíritu de los hombres en todas sus dimensiones.
Quienes quieran mantenerse en la fe no encontrarán air e para res-
pirar . Caer en la apostasía será lo correcto, lo normal, lo de todo el
mundo . El que se mantenga en la fe será un lunático, un bicho rar o
al cual hay que hacer desaparecer , pero sin estridencias: “Llega la
hora en que todo el que os quite la vida pensará pr estar un servicio
a D ios” (46). P robablemente la apostasía emplee un lenguaje reli-
gioso, y hasta piadoso, cubriéndose con un manto de or todoxia,
como hacían los fariseos, que decidían matar a Lázar o, pero sin
escandalizar al pueblo . La apostasía hablará el lenguaje de la fe, por
lo cual la r esistencia a ella será, según facultades humanas, imposi-
ble. A dherirán a ella gentes que justificarán su opción alegando sin -
ceramente una buena voluntad. S e creará así, alrededor de quienes
se mantengan fieles, un v acío espiritual agresivo, insalvable por
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(45) Apocalipsis 13, 3 y 7.
(46) Juan 16, 2.
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medios humanos. Posiblemente lo más terrible de este tiempo sea
la ausencia de todo motivo visible de esperanza, la noche del espí -
ritu padecida por toda la Iglesia.
V
T anto en el profeta Daniel como en los evangelios, principal -
mente en el de San M ateo, y en el Apocalipsis, se menciona el tiem -
po que durará la gran tribulación. S e trata de un tiempo determi-
nado, durante el cual la prueba a la cual serán sometidos los fieles
no tendrá precedente. E l signo de que se habrá llegado a ese tiem-
po está indicado: “C uando viereis la abominación de la desolación
predicha por el pr ofeta Daniel en el lugar santo (el que leyere
entienda), entonces los que estén en J udea huyan a los montes; el
que esté en el terrado no baje a tomar nada de su casa y el que esté
en el campo no vuelva atrás en busca del manto ” (47). “El que leye-
re entienda ”: es decir que nos es difícil de entender, por lo terrible
e inaudito de aquello que ha de ocurrir . Se trata, probablemente, de
la usurpación del lugar santo por el Anticristo; D ios estará aparen-
temente v encido, como en el Gólgota; Dios habrá desapar ecido,
habrá dejado abandonados a los suy os: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por
qué me has desamparado?” (48). Lo único que impor ta en esos
momentos es perseverar en la fe, dejando atrás cualquier otra preo-
cupación, como la de ir a buscar el manto u ocuparse en las cosas
de la casa. “Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra; y si en ésta
os persiguen, huid a una tercera. En v e rdad os digo que no acabaréis
las ciudades de Israel antes de que venga el Hijo del hombre ” (49).
“El que perseverar e hasta el fin, ése será salv o” (50).
Son tiempos de pr ofunda angustia, cier tamente. Sin embargo,
Cristo dice que “ cuando estas cosas comenzaren a suceder , cobrad
ánimo y lev antad vuestras cabe zas, porque se acerca vuestra reden -
ción ” (51). Lo que asegura la perseverancia es el amor a la ver dad:
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(47) Mateo 24, 16-18.
(48) Salmo 21, 2.
(49) Mateo 10, 23.
(50) Ibid. 24, 13.
(51) Lucas 21, 28.
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“La venida del inicuo irá acompañada del poder de Satanás, de todo
géner o de milagros, señales y prodigios engañosos, y de seducciones
de iniquidad para los destinados a la perdición por no haber recibi-
do el amor de la ver dad que los salvaría” (52).
¿C uánto va a durar el imperio del inicuo? Hay algo que está
claro en los anuncios pr oféticos de la gran tribulación: y es que esa
gran tribulación va a ter minar. Es necesario que quienes sufran la
persecución de los últimos tiempos estén ciertos, por la fe, de que
esos días tendrán un término. De no existir esta seguridad fundada
en la fe, v endría la desesperación, al bor de de la cual se hallarán los
elegidos cuando tengan que acortarse esos días por amor a ellos: “ si
no se acortasen esos días, nadie se salvaría; mas por amor a los ele-
gidos se acortarán los días aquellos ” (53).
El profeta D aniel vio salir del mar Grande cuatro bestias. La
cuarta era “ terrible, espantosa, sobr emanera fuerte, con grandes
dientes de hierr o. Devoraba y trituraba, y las sobras las machacaba
con los pies... H ablará palabras arrogantes contra el Altísimo, y
quebrantará a los santos del Altísimo, y pr etenderá mudar los tiem-
pos y la ley . Aquéllos serán entr egados a su poder por un tiempo,
tiempos y medio tiempo ” (54). Más adelante, en la pr ofecía llama-
da de las setenta semanas, D aniel escribe que “desaparecerá el pacto
para muchos una semana, y a la mitad de ésta cesará el sacrificio y
la oblación y habrá en el santuario una abominación desoladora,
hasta que la ruina decr etada venga sobre el devastador ” (55). La
mitad de una semana son tres días y medio: si se cuentan los días
como años, que es lo que se hace en esta profecía, se trata de tres
años y medio, es decir, tiempo, tiempos y medio tiempo . Dice más
adelante el pr ofeta: “Y oí al v arón vestido de lino, que estaba sobre
las aguas del río, que, alzando su derecha y su izquierda, juró por el
que eternamente viv e que eso será dentro de un tiempo, de tiempos
y de la mitad de un tiempo, y que todo esto se cumplirá cuando la
fuerza del pueblo de los santos estuviera enteramente quebranta-
da... Después del tiempo de la cesación del sacrificio perpetuo y del
alzar la abominación desoladora, habrá mil doscientos no venta días.
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(52) II Tesalonicenses 2, 9-10.
(53) Mateo 24, 22.
(54) Daniel 7, 7 y 25.
(55) Ibid. 9, 27.
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Bienaventurado el que esper e y llegue a mil trescientos tr einta y
cinco días ” (56).
E n el Apocalipsis se da también la cifra en meses: “E l atrio exte-
rior del templo déjalo fuera y no lo midas, porque ha sido entr ega-
do a las naciones, que hollarán la ciudad santa durante cuarenta y
dos meses ” (57). Y luego vuelve a la cuenta en días, como Daniel:
“La mujer huyó al desierto, donde tenía un lugar preparado por
D ios, para que allí la alimentasen durante mil doscientos sesenta
días ” (58). Hay homogeneidad entre las distintas menciones de la
duración de la prueba de la gran tribulación: es una misma medida
de tiempo la que se aplica en los pasajes de D aniel y de San Juan.
“Tiempo, tiempos y medio tiempo” son tres años y medio, a los
cuales corresponden los cuarenta y dos meses, de treinta días, y los
mil doscientos sesenta días, según un año de trescientos sesenta días. Es decir que, aunque se tratara de números simbólicos, lo que
importa es que se trata de un tiempo con una duración determina-
da, la cual se cuenta según medida humana; es un tiempo realque
tiene un término, marcado por la intervención divina para salvar a
los elegidos. Llama, no obstante, la atención la cuenta difer ente de
días entr e el pasaje de Daniel y el del Apocalipsis: los mil doscientos
nov enta días (más cuarenta y cinco) del primero disminuy en en un
mes en el segundo . Hay una explicación plausible, y es que esa dife -
rencia correspondería al tiempo que se ha de acortar por amor a los
elegidos; el primer anuncio es antesde Cristo, el segundo es después
de Cristo, quien determina la abr eviación de esos días.
VI
“L uego, en seguida, después de la tribulación de aquellos días,
se oscur ecerá el sol, y la luna no dará su luz, y las estrellas caerán \
del
cielo, y las columnas del cielo se conmo verán. Entonces aparecerá
el estandarte del Hijo del hombre en el cielo, y se lamentarán todas
las tribus de la tierra, y verán al H ijo del hombre venir sobre las
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(56) Ibid. 12, 7 y 11-12.
(57) Apocalipsis 11, 2 y 13, 5.
(58) Ibid. 11, 3 y 12, 6.
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nubes del cielo con poder y majestad grande” (59). En el Apocalipsis
se describen con más detalle que en los evangelios las calamidades
y plagas que han de sufrir aquellos que se lamentan por la venida
del sumo J uez. Es la descripción de lo que han de padecer aquellos
que no viv en de la esperanza en las promesas divinas y que se han
obcecado en el amor de sí mismos y en el despr ecio de Dios: “El
r esto de los hombres que no murió con estas plagas –dice San J uan
en su pr ofecía–, no se arrepintieron de las obras de sus manos,
dejando de adorar a los demonios..., ni se arrepintieron de sus
homicidios, ni de sus maleficios, ni de su fornicación, ni de sus
robos ” (60).
Entre las causas de confusión que habrá durante la gran tribu-
lación está el anuncio de que el M esías ya se ha manifestado.
“C uidad que nadie os engañe, porque v endrán muchos en mi nom-
br e y dirán: Yo soy el M esías... Entonces, si alguno dijer e: Aquí está
el M esías, no le cr eáis, porque se levantarán falsos mesías y falsos
profetas, y obrarán grandes señales y prodigios para inducir a err or,
si posible fuera, aun a los mismos elegidos” (61). Por esto, la adver-
tencia de Cristo, según está en el evangelio de San M ateo, no deja
lugar a confusiones ni a falsas expectativas en cuanto a la manifes-
tación de su v enida: “Como el relámpago que sale de oriente y bri-
lla hasta el occidente, así será la v enida del Hijo del hombre” (62).
Ahora bien, si la v enida del Mesías en gloria y majestad será terri-
ble para quienes hayan endurecido su corazón, será en cambio pro-
fundamente consoladora para los que permanezcan fieles: “Y D ios
enjugará toda lágrima de sus ojos” (63). La promesa de la venida de Cristo en gloria y majestad como
J uez y R ey está unida inseparablemente a la promesa de la
E ncarnación y de la Redención. B asta leer los pasajes pertinentes de
la Escritura para darse cuenta de ello . Por ejemplo, en el texto de
I saías conocido como P oema del Siervo de Yavé, antes de trazar la
figura patética del “ varón de dolores, conocedor de todos los que-
brantos ”, el profeta canta con júbilo el triunfo de Yavé y la salvación
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(59) Mateo 24, 29-30.
(60) 24, 4-5 y 23-24.
(61) Mateo 24, 4-5 y 23-24.
(62) Ibid. 24, 27.
(63) Apocalipsis 7, 17.
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realizada por él: “Levántate, levántate, revístete de fortaleza, ¡oh
Sión!; viste tus v estiduras de fiesta, J erusalén, ciudad santa; que ya
no entrará más dentro de ti incir cunciso ni inmundo... ¡Qué her-
mosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la
paz, que te trae la buena nueva, que pr egona la salvación, diciendo
a S ión: Reina tu D ios!... Cantad todas a una vuestros cantos, ruinas
de J erusalén, que consuela Yavé a su pueblo y r escata a Jerusalén.
Y avé alza su santo brazo a los ojos de todos los pueblos, y los extr e-
mos confines de la tierra ven la salvación de nuestro D ios” (64).
Considerar ambas promesas independientemente una de otra
implica suponer que con una se ha cumplido de manera completa
la salv ación de los hombr es. Si se toma en cuenta sólo la primera
v enida de Cristo, se remite el cumplimiento de la segunda a un eter -
no futuro: a algo que va a ocurrir en cinco mil millones de años
más, como decía un sacerdote en su sermón; es decir , se la tiene
como un acontecimiento que no tiene ninguna actualidad en el
presente. O, por el contrario, se espera todo –es el caso del pueblo
judío, depositario original de las promesas–, de una única venida
del M esías en gloria y majestad, que aún no se r ealiza. La redención
tiene sus primicias en la pasión, muerte y resurrección de Cristo, y
su consumación en el juicio final. Es decir que la acción r edentora
no se cumple perfectamente mientras el juicio final no se realice, el
cual supone la aceptación o el r echazo de la gracia de Cristo.Y el
que aún no se haya realizado el juicio final supone la actualidad y
vigencia de las profecías acer ca de los últimos tiempos: Cristo viene
pronto.
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(59) Mateo 24, 29-30.
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