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Número 457-458

Serie XLV

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Las raíces del nihilismo

LAS RAÍCES ÉTICAS DEL NIHILISMO
POR
MARÍAADELAIDARASCHINI(✝) (*)
El pensamiento, con la liber tad que le es propia, puede permi -
tirse algunos lujos que confirman su poder , y alguna vez abusan del
mismo . Así sucede, bastante a menudo, que el pensamiento juegue
con sus propios agobios, por paradójica satisfacción más de la pr o-
pia liber tad que del resto que él debe a los objetos, comenzando por
aquel primer objeto que el pensamiento es para sí mismo . La fortu-
na –la palabra resulta apropiada– encontrada en la expr esión
«pen-
samiento débil», más que invitarnos a indagar la fuente inmediata del
mismo –en sí, totalmente indiferente– nos induce a formular algunas
preguntas, r emitiéndonos a una r eflexión más amplia. La primera pr e-
gunta es naturalmente aquella con la cual el pensamiento se interroga
a sí mismo, posiblemente sustrayéndose de las inmediatas y fáciles
seducciones de la autodenuncia pseudocrítica (gracias a la cual el p\
en-
samiento mismo, por boca de cualquier sujeto pensante, se mide en
sus debilidades, o anonimias, o abdicaciones –de cualquier modo
puestas en juego– de este mismo sujeto y con la debilidad típica de la
ver dad), las cuales, asumidas, lo conducen a la proclamación: « Según
Verbo,núm. 457-458 (2007), 671-680. 671
––––––––––––
(*) La profesora María Adelaida Raschini, de la U niversidad de Génova, fue discí-
pula del ilustr e colaborador de estas páginas, el filósofo Michele F ederica Sciacca. E lla
misma, y su marido, el pr of. Pier Paolo Ottonello, colaboradores de Verbo, es un honor
publicar la versión castellana, de Carlos D aniel Lasa, del último capítulo de su libro
N ietzsche y la crisis de Occidente, estampado en Guadalajara de la N ueva España por
F olia U niversitaria (N. de la R.).
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sean las debilidades del sujetoque piensa, tal es la debilidad del pen-
sar» . De este modo se llega a la aparente legitimación a prioride toda
deficiencia ética y especulativ a, pero también social, religiosa, jurídi-
ca, estética y antr opológica, en general.
El sofisma de este juego aparentemente astuto de la razón prácti -
ca (no se trata, en efecto, de otra cosa) está en esto: el pensamiento
apela al sujeto para sacar de él motiv aciones suficientes para proclamar
la inestabilidad, la debilidad, la incoher encia, la fluctuación del
mismo (no ya la «mo vilidad»); de aquí toma los movimientos para
r eferir para sí estas características del sujeto, ya acogido bajo la línea
de la «deficiencia» –usamos el término en sentido michelstaedteria -
no–; por lo tanto, se dispone a determinar y a desarr ollar el propio
deber , que se convierte inevitablemente en aquello de una «gaya»,
irr esponsable alabanza de la propia derrota. «P ensamiento débil» sig-
nifica, en síntesis, pensamiento «sin principios» (axiológicos) en tanto
«sin principios» (ontológicos) es el sujeto, su portador .
Si quer emos determinar el área con la expr esión «después de
N ietzsche», la filosofía contemporánea, en sus líneas generales o fun -
damentales –sancionadas por «decr eto» por los diversos sínodos laicis-
tas, o lo que es después la misma cosa, aclamadas por la oficialidad
cultural en boga con el desenvuelto y complaciente aval de pensado-
r es que no saben cómo hacer mejor para «poder decirse no cristia-
nos»– por algunos decenios sintonizan en torno a este acuer do de
máxima que bien v ale, éticamente hablando, todos los compromisos
de la actual, inexistente, o irr esponsable política cultural.
P ero es clar o que cuando la tarea de pensar se convier te en aque-
llo que se identifica con las propias deficiencias –no en aquello de
identificar los pr opios límites, que es tarea «metafísica»–, el pensa-
miento ha r enunciado ya del todo –fuerte y débilmente– al pensar
mismo, porque se ha entr egado a los perezosos sueños de la propia
sensibilidad subjetiv a. Perezosos sueños, y por lo tanto ni siquiera,
pr opiamente «sueños», sino en el sentido de r eceptividades freudiana-
mente opr esoras, de las cuales, pues, se nos debería en cier to modo, y
hasta incluso terapéuticamente, liberar . Por lo tanto, un pensamiento
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débil es un pensamiento que acuna los sueños del propio incosciente
con el objetivo –programa máximo– de liberarse de los mismos.
P ero, alcazado uno y otr o objetivo, ¿qué cosa le queda al «pensar»?
Pr esisamente aquello que «quedará» de la filosofía finalmente recono-
cida en los ámbitos de rigurosa obser vancia laicista: una «nada», aun
cuando se trate de una nada protegida de modo formalista por las cau -
telas científico-estr ucturales; una «nada», se quiere decir , respecto de
la exigencia humana de satisfacción. Algunos decenios poblados de
juegos estr ucturalistas, de abstractas fórmulas enrar ecidas, de oportu-
nismos fenomenológicos incluso bien «intencionados», de póstumas
exaltaciones de la retar dada y vaga percepción positivista, han confe -
rido una faciespatológica al pensamiento mundial, ya vencido por la
larga anor exia por falta de alimentos adecuados. Y, desagrada decirlo,
puesto que muchos ingenios han terminado consumiéndose en estos
juegos, repetitiva y bastante poco originalmente «superándose» el uno
al otro, con el riesgo de llegar a transformarse, de modo notable y evi -
dente, en el «ámbito científico», un trabajo de cualquier género que,
sin embargo, toma, recupera, analiza, y describe con agudísimo y elo-
gioso rigor crítico los miles de matices asumidos por esta «nada espe-
culativa». U n buen trabajo que pr ocura cátedras, alistamientos y abo -
nos fijos en congresos y encuentr os, páginas impresas y cañones
audioviuales. ¿Qué decir , entonces? La sofística, pr esente de diversos modos en
cada atmósfera cultural, pero sólidamente en las épocas de colapso
especulativ o, tiene también ella sus méritos: aquél de testimoniar que
el pensamiento no puede no testimoniarse, aun negativ amente, a sí
mismo . Mas existe sofística y sofística, de acuerdo a lo que la «razón
práctica» de cada tiempo conceda o permita o, al menos, favorezca. Por lo tanto, ¿ existe una sofística «después de N ietzsche»? La pre-
gunta no es primaria, sino que se convierte en el contexto obligado
que presta atención al «pensamiento débil», o a aquello que se entien-
da con esta expresión afortunada –r epito–, aunque extremadamente
infeliz. Y, por lo tanto, sí, existe una sofística «infeliz», deseosa de
cubrirse la cabe za de ceniza y tan distante de la gloriosa sofística pr o-
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tagónea y gorgiana cuanto distan los estímulos colindantes de ellas:
uno, en el origen de una luminosa jornada; otro, en el crepúsculo
extenuado de un «oscurecimiento» artificiosamente iluminado. N o
par ece posible encontrarse por los caminos o por los cr uces planeta-
rios de una nueva –por ahora inimaginable– Atenas del futuro, un
«Sócrates» –y , por lo tanto, un «Platón»– que tenga cabe za precisa-
mente, no menos que Sócrates, no menos que Platón. N o parece posi-
ble porque, en lugar de un G orgias, tenemos como padre de elección
a un N ietzsche; no un inno vador de la nada, sino un compendiador
de la nada cultural; no la «desesperada devoción» de la nada, sino una
derrota enmascar ada del héroe.No tiene impor tancia su estatura, por-
que su estatura, que es innegable, debería medirse necesariamente con\
aquella «debilidad» de la cual cr eemos sacar ventaja, y en la cual nos
encontramos íntimamente r eflejados; y no, por el contrario, por la
sugestión de nuestr os resentimientos. S i midiésemos la estatura nietzs -
cheana según la sugestión de nuestros r esentimientos, Nietzsche nos
par ecería, dir ectamente, un emperador de la decadencia. Mas este dis -
minuido metro de juicio nos está prohibido propiamente por
N ietzsche, pues él nos prejuzga como homúnculos inútiles y arroj\
a un
v elo de triste desprecio sobre nosotr os cuales representantes de su
futuro . Pero N ietzsche habría podido hacer historia, sólo en el senti -
do de la r eacción que es, sin embargo, bloqueo de la historia.
Sería impensable un Elogio de H elenanietzscheano . Nietzsche no
tiene fe en la palabra; y en una filosofía sin fe en la palabra, aquello
que se queda sin recibir y sin brindar alimento es, ante todo, el pen-
sar que es íntimamente logos. Por otra parte, Nietzsche, que canta una
muerte de D ios ya vieja, de casi dos siglos, es un cansado profeta del
pasado, colmado de nostalgias iracundas. Y si a partir del «después de
Nietzsche» se usa hoy «dar inicio», no será sin razón; en efecto, «después
de Nietzsche» muchos esfuerzos se r e velan inútiles en tanto v a c í o s ,no
ya por N ietzsche, sino por todo cuanto ha generado el «fenómeno
Nietzsche».
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De este profeta del pasado mucho se ha dicho, lo cual tenía que
decirse; pero mucho queda entr e líneas, por temor a ofender su «catas-
trófica» grandeza que, si existe, no es catastrófica sino compen d i a d o-
ra. La diferencia, por el contrario, no ha sido tomada en cuenta.
¿ Qué canta Zarathustra? ¿Y qué cosa significa, para nosotros, el
concepto de «gaya ciencia»? Debemos necesariamente liberar estas
obras de la cultura misma de su autor , para entenderlas en la perspec-
tiva de un «después» que ha visto transformarse aquellas obras en
«v oluminosas» al punto de vivir ellas, por así decirlo, en las forma\
s que
históricamente le fueron posibles. Aquello de Zarathustra, del mensa-
je-profecía-pr oclamación, ha r esucitado en las figuras hiperbólicas, las
cuales se visten de la nada de una proteiformidad (1) sin mitologías.
E l mensaje de Zarathustra vive bastante más en la tensión superho-
mística (2), vaciada de contenidos y consagrada al dev enir de las «más-
caras» de un Félix Krull thomasmanniano, que en cualquier otra fig\
u -
ra, pensada o imaginada, de nuestra abdicación especulativ o-narrati-
va. N o por nada Thomas Mann se había alimentado también de los
pastos de N ietzsche, y bien podía permitirse interpr etar al modo de
N ietzsche, pero también a su modo, las formas antropológico-históri-
cas que se seguían del filósofo. E n Félix Krull –cosa que se verifica en
poquísimos «cer ebros» conscientes de nuestro ho y– tiene su epifanía
aquel «reino de los hongos», lábil y abigarrado devenir , multiformidad
de lo informe, accidentalidad maravillosa de lo desencializado que,
para Nietzsche y después de Nietzsche, debía convertirse en el terreno
de la cultura de los «hombres débiles». Ésta es la verdad de N ietzsche:
que él fue «hombr e débil» y, por eso, nostálgico de los pueblos fuertes
y de épocas heroicas; íntimamente desenraizado de las raíces europe-
as, audaz en las imaginaciones a pr opósito de una «fatalidad» –el
absurdum al cual le faltaba su contrapuesto lógico para poderse afir -
mar como absur do–. Vale decir , un absurdum imposibilitado de valer -
se de cualquier quia.
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(1) Hace refer encia a la posibilidad de asumir , imprevistamente, aspectos o posicio -
nes diversas, en alusión al dios Pr oteo, divinidad griega a la que se le atribuyó la capa-
cidad de poder cambiar de forma a su antojo (N. del T.).
(2) Expr esión derivada de «superhombr e» (N. de T.).
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Es, incluso, Thomas Mann quien sugier e la posibilidad de leer a
N ietzsche dentro de una tradición que, desde el medievo alemán en
adelante, manteniéndose en oscuras formas, juega trágicamente, por
así decirlo, al satanismo, al cual apuesta todas sus cartas, asegurándo-
se todas las derrrotas. Nietzsche es quien sella, de un modo gayamen -
te trágico, la muerte del logos;pero se trata de una muer te ya acaeci-
da, que él r ecapitula y ostenta –él, enamorado de la luz mediterránea–
con imágenes sustanciadas de penumbras nór dicas, de intrínseca «ene-
mistad» con todo aquello que es líneal, con todo aquello que es
encantamiento de la forma, que es ausencia de ambigüedad. Resulta claro, por lo tanto, que lo opuesto y la negación del «hom -
br e débil» no es el superhombre nietzscheano; por el contrario, el
«hombre débil» es el hijo directo de aquél, «llevado» y parido en el
r ecorrido de una gestación ya avanzada en el tiempo de N ietzsche, si
bien nunca vista por nadie con semejante desfachatez. N ietzsche está
grávido de un hijo ya nacido. Y no tenemos un mito que corresponda
a una gestación así, trágicamente original. En tal sentido, incluso los
más empedernidos estructuralistas, los amantes del formalismo más
enrar ecido, los cultores de la esencia formal desencarnada y priv ada de
toda posible r eferencia con la realidad que nos inter esa, son miembros
de esta criatura grandiosamente deforme –criatura que somos nos-
otr os mismos, en la medida en la cual «nosotr os» nos proclamamos
hijos de Nietzsche–. Se trata de una filiación que bastaría para procla-
mar la grandeza del padre, si el padr e verdaderamente fuese, después,
este alemán enamorado del sol y enloquecido de sofocada incontinen -
cia; y no, como es, el alto mediev o alemán que vuelve a caer sobre nos-
otr os infiltrándose en las células de nuestro pensamiento y en los pl\
ie -
gues de nuestra espiritualidad, donde introduce niebla y ex cesiva deso-
lación, junto con la fácil ira del r esentido y los timbres desagradables
de un juicio univ ersal acaecido en los orígenes.
D esde N ietzsche a los contemporáneos –y hasta Heidegger y los
epígonos, que se alimentan del pasto nietzschiano– campea el prima-
do del pensamiento alemán; un primado que, hasta H eidegger, está
todavía viv o, a pesar de todo, y cuya insistencia, si así se puede decir ,
pesa más sobr e las mentalidades que sobre el pensamiento, es decir ,
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sobre las intolerancias especulativas, propias de los pragmatistas laici\
s-
tas –tan fáciles y pr ontas, por ello, a dejarse captar por el pragmatis -
mo anglófono–; y sobr e las mentalidades más despr otegidas, ingenuas,
desconsoladas, de tantos cristianos íntimamente abrazados a la cultu-
ra luterana de la r ebelión y, por eso –con una coherencia de la cual no
se dan cuenta, como todos los irenistas de la última hora– infieles y
desprev enidos respecto del pensar: «E n el principio era la gaya pose-
sión de la insensatez». Más coherente se mostró el existencialismo . En la fórmula kier ke-
gaariana se levantaba la pr otesta individual frente a la omnívora
potencia del trascendental, sin la obstinada hybrisde la intolerancia,
antes bien, con dolorosa conciencia del propio y humano límite. Los
epígonos habían mantenido, en cier ta medida, la heredad del mismo,
con la justificación que les venía de la desgraciada ev entualidad de las
dos guerras mundiales, pero había per dido la ardiente capacidad de la
oposición auténtica, la saludable visdel aut-aut, vivido entr e energías
poderosas y grandiosas fuer zas en contraste; todo convergía hacia la
aniquilación de las diferencias, y , por lo tanto, hacia la confusión de la
singularidad más empobr ecida. El «lamento» existencialista se confi-
gura en la dimensión de la esterilidad, inaceptable ésta en tanto \
verda -
deramente estéril. Y tiene el mérito, además, de no hacerse ni «gayas»
ni «pragmáticas» ilusiones; esto debe serle reconocido a muchos\
de sus
exponentes, hechas las debidas reser vas respecto de un S artre demasia -
do –contradictoriamente– complicado por el hecho de que la huma-
nidad tenga «las manos sucias». Unintroibo ad altar e mundi;he aquí el sentido de la filosofía con -
temporánea. Quer er a toda costa intuir detrás de las cortinas de la más
absoluta negación, un «hálito» religioso demasiado profundo,\
a punto
tal de no ser visto por los ojos ingenuos o, como se acostumbra a decir ,
«dogmáticos»; esta posición, difundida especialmente entre hombr es
de docta y reconocida cultura católica, que asignan las operaciones
culturales solamente a los frágiles mo vimientos del sentimiento, es
operación de ciegos y de fracasados. G racias a ello, sin embargo, se
legitiman, por el hecho mismo de producirse escénicamente actitudes
como la de empeñarse en la complacencia de las premisas impuestas
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por una voluntad de libre albedrío «a-normal»; o, lo que es la misma
cosa, de complacerse de todo cuanto se apo ya en el lado «débil» de
nuestra humanidad; de dedicarse, con los afanes consiguientes, a las
pr emuras empresariales de las políticas culturales sin pausa; y , directa-
mente, de consagrarse a engañar a las generaciones que sobr evengan,
ávidas de algo y no de nada, mas, por eso mismo, prontas a ser estafa-
das, en alma y en cuerpo, en una nada «enmascarada» de «cualquier
cosa». Félix Krull enseña. Desde N ietzsche a los contemporáneos, nada campea más que el no
pensar, hechas honrosas excepciones «inactuales», cuya «actualidad»
eficaz deberá ser colocada en el ámbito por quien no sea del todo irres -
ponsable hacia la suerte de la cultura, que es, luego, la suer te misma
del mundo que queremos continuar llamado «civil». P ero la máscara
que cubr e la nada se torna cada v ez más autosuficiente, puesto que no
nos esfor zamos por tener un r ostro. Nuestros rasgos son los de todos,
medidos por el aspecto adquirido, por la nuev a «música», por la fami-
liaridad de amistades extrínsecas y por la enemistad del prójimo, por
el conformismo social y político o por sus gr oseras y conformistas
r epulsas, por la búsqueda de «todo el éxito» y por el «r echazo de todo
el bien», por la negación de un bien que éste, enfrentado con la v er-
dad, por el r e c h a zo a hablar de una ve rdad, puesto que todo es ve r-
d a d e r o en tanto legitimado por nuestro sentir, por la abulia y el can-
sancio vital de donde no sólo los hombres sino el planeta entero
m u e r en bajo las estimulaciones convulsiones de energías no dirigidas
a la vida. Esta visión –no del todo apocalíptica y , tal vez, ni siquiera sufi-
cientemente r ealista– es la sustancia del pensamiento débil; infantil
irr esponsabilidad, y ávida en tanto estúpida deformación de la
«inquietud», y , de algún modo, por lo tanto, suficiente disposición de
su objeto a todas las transigencias de principio que se traducen en la
intransigente exigencia de ventajas prácticas e inmediatas. Parece que hacia el fin de cada siglo una suerte de gravedad pesa
sobre los ánimos, como si la instancia decisiva de cada año «uno» ver -
daderamente debiera sustanciarse de nuevos fermentos, liberadores de
aquella gravedad y , a la vez, anunciador es de novedad. Éste ha sido un
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fénomeno muchas veces observado, si no al decaer el siglo, cier tamen-
te en cadencias no infrecuentes. E n el indagar las causas y los proba-
bles efectos de tales fermentos se mide la previsión de un genio; por\
lo
tanto no nos dedicaremos a esta empresa para nosotr os inadecuada.
N os limitamos a obser var que, si el fin del siglo XIX hacia prev er, pro-
piamente con N ietzsche, que, tras la fragmentación de los grandes sis -
temas, Europa y tal v ez Occidente debieron r enacer bajo el impulso de
energías latentes, que requiriesen el solo esfuerzo de un dominio vaqs -
to en cuanto racional; este fin del siglo XX muestra –con el pr opio
cansancio r esignado y la abulia especulativa, con las difundidas, horri -
pilantes fenomenologías del desarme espiritual, bajo el imperio obtu-
so de la dictadura del mercado– una suerte de n o l u n t a s(3) existencial,
r a p i d e z en vivir por innatural c u p i d i t a sde muerte que ignora todo c u p i o
d i s o l v i y, antes bien, busca el rumor más estridente a causa de una incos-
ciente desesperación de silencios interiores. Un sentimiento del «f i n» que
no se conoce y se teme, una oscura necesidad de aferrarse a los despo-
jos; síntomas bastante lejanos de cualquier diagnosis esperable; sínto-
mas para los cuales los perfeccionismos tecnológicos no sir ven, es más
los subrayan. E l irracional y sub-humano consuelo del pensamiento
que se jacta de la propia debilidad se designa con coherencia irr espon-
sable sobre un fondo gris, con estrías de sangre y de venenos, exaspe-
rado por los gritos de plateas excitadas, por la indifer encia individual
y por los egoísmos sociales. Estos son los aspectos fenoménicos asumidos, en nuestro siglo,
por aquello que R osmini llama el «sentimiento de la impiedad»;
«enfermedad» que tiene sus raíces en el mismo exordio de la humani-
dad, que no atina a tener un fin, y de la cual la sabiduría platón\
ica tra-
ducía su constante inmanencia con la expresión: «El mal es inmóvil».
S u forma permanente se r econoce en el «intento del hombre de hacer -
se grande y feliz por sí mismo, independientemente de Dios»; se r eco-
noce, por lo tanto, en una permanente mentira, cuya «forma» actual
coincide con la general tendencia a suscitar la «ficción» como el ele-
mento suficiente para abastecer la exigencia de la dignidad real del
hombr e. Esta tendencia general a la ficción es, precisamente, el signo
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(3) Voluntad de no querer (N. de T.)
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más ostensible, hoy, de la caída de una pr etensión de insana autosufi-
ciencia al más envilecido decaimiento, que es aquel de la dignidad del
hombr e. Extrañamente, la contemporánea cultura de la abdicación no
entiende cómo la celebración de la autosuficiente felicidad del hom-
br e coincide con el perecer de la r eligión y con la «nadificación de las
inteligencias en el ateísmo», con una operación que se hace justicia
por sí en el acto con el cual se jacta de la debilidad del pensar .
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