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Número 483-484

Serie XLVIII

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Antonio Segura Ferns

 

El día 31 de enero pasado, tras larga y penosa enfermedad, moría en Sevilla nuestro amigo y colaborador Antonio Segura Ferns. No le recuerdo entre quienes frecuentaban las reuniones de amigos de la Ciudad Católica (fueran las semanales de Madrid como las anuales en distintos puntos de la geografía nacional) a mi incorporación a sus tareas a fines de los años setenta. Y tampoco encuentro en mi memoria datos de su vinculación durante los primeros ochenta. Pienso que Antonio debió empezar a tener participación activa en nuestro quehacer a mediados de ese decenio, probablemente a través de su amistad con don Álvaro d´Ors, quien había comenzado a escribir en Verbo pocos años antes, de la mano del notario de Pamplona, Javier Nagore. Los tres eran miembros supernumerarios del Opus Dei, entidad que tenía escaso peso entre nuestros amigos, y los tres militaban modo suo en las filas del tradicionalismo carlista. En este sentido, Antonio era conocido, desde mucho tiempo antes, por Rafael Gambra y Manuel de Santa Cruz, por el contrario habituales en los círculos de la Ciudad Católica desde la primera hora.

Pero cuando se asomó a sus actividades lo hizo con entusiasmo y constancia. En 1986 tuvo la intervención de cierre a los postres de la cena de hermandad en el día de San Fernando, nuestro patrón, que hasta hace pocos años no dejábamos de celebrar y que ahora, merced al cambio de fecha de la reunión anual, demasiado cercana del treinta de mayo, por el momento hemos suspendido. Y su pluma, abundante, comenzó a llenar algunas de nuestras páginas. Mientras que su voz, grave y un punto nasal, re verberó con frecuencia en nuestras tertulias. Pues aunque vivía en Sevilla, nos visitaba con frecuencia en Madrid, donde tenía aparte de su familia, y en particular a su hermana María Teresa. Así, empezó a ser habitual encontrarlo los martes en el local de la calle del General Sanjurjo. Y luego en cualquiera de los bares que pueblan la zona y donde terminábamos (y terminamos) tomando una cerveza o un whisky después de la reunión.

Los temas favoritos de Antonio eran los de la historia eclesiástica contemporánea, la doctrina social de la Iglesia y la ciencia económica.

El primero, ligado habitualmente a la figura de su tío, el Cardenal Segura, del que le oímos muchas historias y del que siempre nos lamentamos no hubiera escrito una biografía o por lo menos agavillado unos recuerdos. Paco Pepe Fernández de la Cigoña, que no acaso es el mayor especialista en la materia, y no sólo en el registro de los cotilleos contemporáneos sino en el de la historiografía sesuda y rigurosa, le animaba con frecuencia, más a la hora de los whiskys que en la reunión severamente regida por Juan Vallet de Goytisolo. Así aprendimos, por ejemplo, la creciente simpatía del Cardenal por el carlismo, pese a su inicial alfonsinismo. Y la hondura de su oposición a ciertos comportamientos del régimen de Franco, sólo comprensibles desde ese ángulo esencialmente tradicionalista e inconformista.

En cuanto al segundo, ¿cómo olvidar sus razones, expresadas con vehemencia en sus artículos sobre la interpretación de la libertad religiosa, y discutidas por algunos de los amigos y contertulios, con Rafael Gambra a la cabeza y el autor de estas líneas como el más modesto? El asunto, desde luego, dista de estar cerrado. Y su interés en modo alguno ha decrecido. Desde varios ángulos, antes al contrario, incluso debería reconocerse que cada vez resulta más palmaria su trascendencia, mientras que –permítaseme– se evidencian también más claramente las aporías de la explicación que quisiera ser complaciente (como era la de Antonio) con el giro de la Iglesia.

Finalmente, Antonio, que era químico de formación, y empresario de profesión, volcó sobre todo su pasión por el saber en el ámbito de la filosofía y, principalmente, en el de la económica. También aquí sus posiciones, favorables a la economía de mercado, con entusiasmo que otros amigos hallaban excesivo en un punto, dieron lugar a muchas horas de conversación apasionada.

Su adhesión a los trabajos de la Ciudad Católica le llevó a dirigir a partir de los años noventa una célula en Sevilla, donde se han formado los amigos más activos que conservamos en la ciudad del Guadalquivir, como Antonio Muñoz o Juan Luis Ferrari.

También le debemos la iniciativa de haber llevado a Sevilla a fines de 1991 la reunión de la Ciudad Católica conmemorativa del quinto centenario del descubrimiento, conquista y evangelización de América, de las Españas americanas, como incluimos en el rubro. La reunión, pese a que Antonio no consiguió interesar a los estudiosos ni a sus amigos tradicionalistas locales, lo que le hizo sufrir no poco, fue extraordinaria desde el punto de vista intelectual y convivial. Juan Vallet no pudo acudir, creo que por vez primera en la historia de nuestros congresos, tras haber sufrido un infarto del que temimos no se recuperara totalmente, pero que no le impidió luego continuar su ingente producción, centrada ya por entonces en la metodología jurídica. Le hizo menos presente, eso sí, en nuestro día a día. E hizo caer sobre mí, él y Dios sabrán porqué, el peso de Verbo y pronto también de las reuniones. Debimos, pues, los demás, esforzarnos porque se notara lo menos posible su ausencia.

En lo que me toca, recuerdo haberme ocupado particularmente de nuestros tres invitados venidos de fuera: José Pedro Galvão de Sousa, Alberto Caturelli y Jean Dumont. Del primero, eximio filósofo del derecho brasileño, a quien había conocido en 1984, cuando vino a otra reunión de amigos de la Ciudad Católica, la ocasión que me deparó esta vez la Providencia hizo que se anudase una amistad íntima y entrañable, que él –honrándome– calificó en una ocasión solemne como discipulado. En las varias semanas que permaneció en Madrid con su mujer Alexandra estuve pendiente de atenderlos y acompañarlos a ver a otros amigos. Incluso viajamos juntos a Sevilla, en el automóvil de un jovencísimo, recién licenciado, Juan Cayón. En cuanto al segundo, gran filósofo argentino, que vino también con su mujer, Celia, tenía programa propio, por lo que nos encontramos varias veces en Madrid y sobre todo disfruté de su conversación sabia y discreta en Sevilla. Jean Dumont, por su parte, de una simpatía poco común entre sus connacionales, vivía a la sazón parte del año en Veger de la Frontera, de modo que dio un salto desde la serranía de los pueblos blancos para acompañarnos en la ocasión. También de fuera acudió el arquitecto mejicano Federico Müggenburg, pero era a la sazón tan habitual y tan nuestro que a estos efectos contaba como de la casa, sin que hubiéramos de dispensarle trato especial alguno.

Paralelamente a sus tareas en la Ciudad Católica encontramos su quehacer en la Sección Española de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino (SITAE). Lo que no es de extrañar pues ambas estuvieron siempre hermanadas. En primer lugar por nuestros amigos catalanes de Schola Cordis Iesu, principalmente los profesores Canals y Petit, y durante algún tiempo además Eudaldo Forment. También, a continuación, por nuestros queridos padres dominicos Armando Bandera, Teófilo Urdanoz y, sobre todo, Victorino Rodríguez. Finalmente, por Juan Vallet de Goytisolo. No es absurdo decir que ahí radicaban, sin desmerecer otros aportes, las tres fuentes de las que se nutrió principalmente la SITA E fundacional. Juan Vallet y quien escribe estas notas, llamados por fray Victorino, pasamos a formar parte de la Junta Directiva, y tras su muerte hubimos de contemplar con pesar las maniobras clericales (en su sentido vulgar, pero no menos en el técnico de subordinación a la cultura dominante) que le quitaron su signo y la convirtieron en poco más de un apéndice de la posición demócrata-cristiana. Juan Vallet, con suma elegancia, se quitó de en medio. Y a mí, requerido para que no siguiera su mismo camino por Canals y Petit, me ha tocado seguir bregando hasta la fecha con un entusiasmo perfectamente descriptible. Pues bien, nuestro amigo Antonio, en línea con esas inquietudes, hizo de la sección local sevillana, que fundó y presidió, un foco de irradiación del tomismo verdadero. Que vertía también en sus clases de Filosofía social en la Universidad Hispalense.

Hace unos años empezó a decrecer la frecuencia de sus visitas madrileñas y consiguientemente de su participación en nuestra célula de estudio. Todavía en el verano de 2000, como S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón quisiera visitar a su amigo sevillano Hermenegildo García Llorente, que veraneaba con su gran familia en el pueblo soriano de Derroñadas, a donde le conduje, tuve ocasión de ver a Antonio. Pues, casado con Mercedes García, prima de Gildo, también disfrutaba del estío soriano. Sabedor el Príncipe de que también estaba Antonio, tras el almuerzo en casa de Gildo, quiso ir a tomar café con Antonio y Mercedes. Todavía alguna vez después pasó por Madrid. Pero, en todo caso, compensaba la menor cercanía física con la mayor utilización del teléfono. Así, me llamaba con frecuencia para comentar la aparición de los números de Verbo o la actualidad política, eclesiástica y cultural. En ocasiones a casa; otras directamente a la sede de General Sanjurjo. Cada vez le resultaba más difícil expresarse, pero no faltaba nunca su llamada puntual. Las últimas veces apenas pudo saludar. En esta casa que es Verbo, que fue la suya, no podría faltar este recuerdo de su vida y su obra, junto con una oración por su eterno descanso. Reciban su viuda, Mercedes García Hernández-Ros, y toda su familia, nuestro pésame más sentido.