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Número 483-484

Serie XLVIII

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Estado, estado de derecho y bien común

 

1. LAS DOS LÓGICAS DE LA TOTALIDAD

Cuando se consideran las tendencias histórico-sociológicas del poder, se observan dos tradiciones teoréticas: la de la sociabilidad natural del hombre, que la inteligencia política se esfuerza en apurar, y el contractualismo que no conoce sino los resortes de la razón de Estado. Si, más precisamente, enfocamos la naturaleza de la relación social, que implica –por encima de la diversidad de las respuestas históricamente comprobables– la perenne cuestión del sentido de la unidad de lo comunitario frente a la diversidad de lo individual[1], se abren ante nosotros dos lógicas de la totalidad: la totalidad como pluralidad y la totalidad como unidad.

La primera es la perspectiva de la metafísica clásica, para la que totalidad y subsidiariedad como principios normativos aparecen forzosamente implicados, en tanto que el primero reclama la naturaleza de ese todo que es la relación social, mientras que el segundo se refiere a las relaciones dinámicas que median entre el todo y sus partes. El punto de partida es metafísico y no meramente empírico, al existir un orden del ser, en el que se funda todo deber[2], y en el que arraiga, concebido como comunicación, el lazo social. La sociedad viene a ser, así, una realidad accidental de naturaleza relacional resultante del proceso de actualización de la sociabilidad de la persona, excluyente tanto de su consideración como agregado de individuos, cuanto de la contraposición individuo-sociedad. De ahí que constituya para el hombre un complemento perfectivo y, en este sentido, un medio para su dignificación[3]. De ahí también que se articule como sociedad de sociedades que difieren entre sí según su grado y orden respectivos[4]. Es, pues, una lógica de la totalidad como pluralidad, dependiente de conceptos fundamentales tales como comunidad, autonomía, descentralización, jerarquía natural, tradición, lealtad, localismo, personalización y, finalmente, subsidiariedad.

En segundo lugar, aparece la solución moderna, que excluye por principio la consideración de la subsidiariedad, contemplada como un pseudo-problema derivado de incorporar al análisis elementos no verificables científicamente y, en consecuencia, racionalmente impertinentes. Parte de una “privación” o “aniquilación” –hoy diríamos “deconstrucción”– de la realidad, operada por la razón en su búsqueda de elementos simples y evidentes, aptos por tanto para operar como axiomas de base para una recomposición sistemática de la totalidad social[5]. Agregado mecánico, aunque convencional en el acto que lo origina, posee en cambio la necesidad de una hipótesis lógica, a través de la cual resulta pensable una sociedad despojada de toda sustancia comunitaria[6]. Es, en conclusión, una lógica de la totalidad como unidad y sus desarrollos giran en torno de ideas tales como asociación, igualdad, individualismo, progreso, cosmopolitismo.

En un modelo de relaciones entre Estado y sociedad consecuente con la lógica moderna de la totalidad, la temática y aun la terminología del bien común o de la subsidiariedad quedan necesariamente desleídas. Benjamin Constant fue uno de los primeros en percibirlo, trazando una clásica comparación entre la “libertad de los antiguos” y la “libertad de los modernos”. Si nos aproximamos a ella desde el ángulo de la totalidad, en los términos que acabamos de ver, captamos que la libertad de los antiguos consistía en una participación activa y constante en la totalidad, mientras que la de los modernos busca el mayor grado posible de independencia privada; si aquélla se contraía a la participación en el bien común, ésta se reduce a las garantías de su seguridad[7].

Por eso, la problemática del bien común carece de sentido en un contexto ideológico como el presidido por la idea moderna de soberanía, resultando indiferentes, a este respecto, si su concreción es “garantista”, “promotora” o propiamente “totalitaria”. Por eso también, el bien común sólo puede comprenderse desde una lógica de la pluralidad, en la que posee un sentido preciso la analogía del todo y las partes y para la que resulta impensable la dicotomía individuo-Estado.

La “cuestión personalista” –si se me permite un paréntesis de cierta trascendencia– adquiere aquí su clave explicativa, porque se instala en un contexto moderno de la totalidad en el que los datos se encuentran por tanto escindidos y el fondo del problema sólo se puede presentar necesariamente malinterpretado: “En la dicotomía individuo-Estado sostenida por el liberalismo o el personalismo cristiano, ambos términos son juzgados por lo que son de modo absoluto. Es decir, realidades sustanciales, incomunicables y sólo concebibles como articuladas merced al artificio conceptual del contrato social originario”[8]. En cambio, para el pensamiento clásico tal comparación sólo habría tenido sentido a la vista de lo que constituye el bien –y perfección– respectivos, ya que las tesis tomistas sobre el derecho, su politicidad y el bien común político tienen su base en una concepción realista y en una filosofía del ser que afirma la existencia de entidades dotadas de una consistencia entitativa intrínseca e insertas en un orden cósmico regido por una inteligencia supremamente ordenadora[9].

Pero, para la demostración cumplida de lo recién dicho, habríamos de repasar en sus detalles todo este corpus doctrinal del planteamiento clásico, lo que creo excede de la finalidad de estas páginas. Piénsese, a título de ejemplo, en las repercusiones del carácter analógico de la noción de bien común, de su naturaleza en modo alguno ajena o exterior a la persona, de su esencial comunicabilidad, etc.[10]. Por eso se pudo hablar por quienes comenzaron el combate contra los personalistas de la “primacía del bien común”[11]. Porque el bien común es primariamente el bien del hombre en cuanto hombre, el bien de todos y de cada uno.

De una visión como la clásica, que acabamos de ilustrar sintéticamente, se desprende el reconocimiento del papel central del Estado –como encarnación histórica de la eterna comunidad política– en el fortalecimiento y progreso de las condiciones de vida en sociedad. Pues lejos de consistir en un artificio útil o en un guardián del libre juego de las leyes de la economía, es la forma histórica que reviste el poder como principio de orden y unidad de la sociedad política. Si en nuestros días ha llegado a presentarse ante nuestros ojos como tendencialmente totalitario, no se ha debido al efecto de una dirección equivocada de los asuntos públicos o de una secreta conspiración universal, ni al reflejo de una especial decadencia moral de la élites occidentales, ni siquiera finalmente de una tendencia permanente de las sociedades humanas: “Lo es más bien como resultado de esa lógica de la totalidad como unidad que subyace a la historia del poder en la modernidad. Prueba de ello es que la afirmación de la totalidad en términos de dominio despótico sobre la existencia personal acontece tanto en los sistemas políticos autoritarios como en los autodenominados pluralistas; tanto en los intentos de uniformización y militarización de la vida política como en los de reintegración del orden perdido a través de la ficción del pacto social”[12].

Cierto que una aproximación más penetrante habría descubierto cómo, en realidad, nada permitía pensar que las sociedades marcharan hacia la absoluta estatización, sino más bien hacia formas de uniformización y masificación de la vida social en las que la lógica moderna de la totalidad instauraría formas de dominación seguramente peores que las actuales. Y que incluso siendo a la sazón el propio Estado-nación instrumento principal de dicha tendencia, no podría sino resultar a la postre víctima de la misma, al igual que los demás cuerpos intermedios y formas de sociabilidad natural. Ya que sufría –y sufre– en su seno, conjugándolas, dos fuerzas de sentido inverso que, por un lado, llevan al aumento de sus gastos, atribuciones, competencias y patrimonio; mientras que, por el otro, se produce una no menos sustancial pérdida de su autoridad. En efecto, la evolución política contemporánea ha venido signada por tal coincidencia de la hipertrofia de las funciones estatales con el crecimiento de la variedad de formas de resistencia y crítica al poder estatal, al tiempo que con el declinar de la confianza popular en la validez de las instituciones, en especial los cauces tradicionales de representación política. La posterior disolución a que, tras el espejismo del “fin de la historia”, producto del derrumbamiento del “socialismo real”, estamos asistiendo, ha venido a confirmar sin la menor sombra de duda la apreciación de que la falsa noción de totalidad habría ido apurando todos los desenvolvimientos de su lógica interna, orillando incluso al Estado, al confinarle a la situación de forma anacrónica y superada de organización del poder político, en cuanto ha dejado de ser útil o ha ofrecido resistencias impensadas a la masificación dirigida y uniformizada de la sociedad[13].

Un analista tan agudo como el profesor Thomas Molnar había comenzado a avizorarlo cuando, en años en que la mayoría de los pensadores continuaban denunciando –no sin razón– el Estado tentacular, descubría las líneas de cambio futuro en el debilitamiento del Estado y de las instituciones originado por la ideología liberal. Lo llamó “el socialismo sin rostro”, para describir que el mundo no evolucionaba hacia la convergencia de los sistemas liberal-democrático y marxista, sino más bien hacia la monolitización del Estado, cuyos elementos basilares eran el Ejército, un nacionalismo celoso y un socialismo sin teoría precisa e incluso sin ideología[14]. Al igual que la primera parte del diagnóstico, que había venido precedido por su comprobación geográfica (en el mundo estadounidense)[15] y temática (en sede del problema de la autoridad)[16], se ha cumplido sin dificultad, la segunda parte, avistada en buena medida en la experiencia política del Tercer Mundo, dista de ser generalizable. Por eso, girando levemente su lente, levantó sus últimas prospectivas desde el ángulo de la “hegemonía liberal”, esto es el imperio de la ideología de una “sociedad civil” liberada de Iglesia y Estado, consecuencia de la universalización del modelo norteamericano que –por medio del contrato social, llamado Constitución– sacraliza aquélla al tiempo que debilita éstos[17].

La conclusión es que la experiencia jurídico-política de la modernidad habría instaurado la contraposición entre lo público y lo privado, portando a la identificación del bien común con el bien público; mientras que la postmodernidad, elevando el bien privado a común, habría asignado a aquél un primado sobre el público. Esto es, sin salir de la lógica moderna de la totalidad, el eje de proyección postmoderno, ausente siempre el bien común, contemplaría las consecuencias de la disolución de etiquetas como supremacía de la ley, consenso social, soberanía o bien público en el reino de las objeciones de conciencia, la privatización o, en suma, el puro bien particular.

 

2. EL ESTADO DE DERECHO Y SUS TRANSFORMACIONES

Profundizando lo recién explanado, siempre desde el discernimiento de dos lógicas de la totalidad y la distinción de las metamorfosis de la hoy corriente, el profesor Francesco Gentile, en una obra muy sugestiva, ha analizado las relaciones entre lo privado y lo público en el contexto de la que –recogiendo una fórmula hobbesiana– denomina “geometría legal” propia del pensamiento moderno[18]. En efecto, desde el contractualismo, esas categorías aparecen fruto de una reflexión conducida en modo hipotético-deductivo y aplicada con finalidad operativa. Con el término “privado” se designa, así, la disposición de cada individuo a considerarse desvinculado de cualquier regla, en cuanto sometido exclusivamente a su propia voluntad y único juez de sus acciones. Residiendo lo público inicialmente en la zona en que –merced a los múltiples condicionamientos recíprocos– ningún individuo puede pretender ser considerado solo, único e independiente, “tierra de nadie” que circunscribe los distintos predios privados, como expresa con nitidez el artículo 4 de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789; para, más adelante, y dada la inviabilidad de una tal definición por el carácter subjetivo del criterio según el cual cada individuo juzga dañosas para sí las acciones ajenas y nocivas en relación a los otros las propias, se abre paso una concepción de lo público como sujeto distinto de los individuos, equidistante entre ellos y por eso en condiciones de dirimir sus controversias: es el “hombre artificial” hobbesiano, esto es, la persona civitatis, la persona del Estado[19], que reproduce en su nivel la unicidad de lo privado por medio de la soberanía estatal. De ahí la conclusión del profesor patavino: “Entre lo privado y lo público, así entendidos, no se puede establecer una relación dialéctica. Es decir, no se les puede considerar distintos realmente, ya que tienen una estructura idéntica, la de la pretendida unicidad, y sin embargo no tienen nada en común porque, siendo per se únicos, se excluyen recíprocamente”[20].

Pero a la anterior aproximación, típica de la “razón de Estado” moderna, se opone, como hemos dicho, la “inteligencia política” clásica. Así, el carácter problemático de la experiencia política viene de la parcial comunicabilidad e incomunicabilidad de los elementos del grupo, de manera que la inteligencia política de cada uno se realiza en el reconocimiento –en términos dialécticos– de lo que tienen en común y también de lo que les diversifica, esto es, en el reconocimiento de la comunidad a la que pertenecen. Y es que la tarea de lo político no consiste sino “en garantizar la comunidad, que es propiamente la unidad orgánica de la pluralidad de sujetos distintos y diversamente agregados, para la que vale todavía la definición ciceroniana de res publica[21]. Precisamente por eso, por su función orientadora del bien común y por la estructura dialéctica de su reconocimiento, no puede entenderse de manera abstracta e hipotético-deductiva la ciencia de lo político, sino como “actitud concreta de percibir, cada vez, lo conveniente, lo oportuno y lo necesario para la vida equilibrada de la comunidad”[22].

He ahí el foco desde el que debe abordarse la distinción entre el derecho público y el privado, entre la sociedad y el Estado, entre el poder y la libertad, y he ahí también la clave para acceder a la comprensión de los corolarios que de la misma brotan. Porque nos hallamos en los antípodas de contractualismo, individualismo y estatismo. Porque, por lo mismo, la autonomía privada brota de una concreta consideración –filosófica– de las relaciones humanas, como la intervención pública se funda en el bien común. Por eso hay que referirse al derecho natural, ya que sólo admitiendo su existencia, con los correspondientes resortes metafísicos y jurídicos capaces de mantener las respectivas zonas de influencia de lo privado y lo público, apoyado en la existencia de cuerpos sociales básicos que sirvan de cauce de la sociabilidad humana al tiempo que puedan frenar la omnipotencia del Estado, se podrá hallar la armonía: “La persona no es la antítesis de la sociedad. No debe haber contraposición entre persona y sociedad, sino delimitación de esferas de competencia. Fijado ese equilibrio, la determinación de las esferas de competencia fundamentalmente corresponde al derecho natural, que debe fijar las respectivas esferas del derecho público y del derecho privado”[23].

No se oculta la importancia extraordinaria que esto tiene tanto para las personas, como para las familias y los distintos cuerpos sociales, al no resultar indiferente que exista un derecho que imponga sus límites y su respeto, a que –por el contrario– sea el Estado quien, adueñándose del derecho, señale unas líneas fronterizas que podrá marcar donde quiera. Y es que si siempre resulta difícil el respeto del derecho por parte del poder, lo es menos cuando opera la convicción, tanto en gobernantes como en gobernados, de la primacía del derecho; mientras que acrece cuando éste es considerado sólo como una autolimitación que los gobernantes se imponen, pero sin que dimane de principios superiores al Estado[24] Ésa es la aporía del Estado de derecho, en el cual incluso el soberano está sujeto a la ley, pero para el que no hay ley que no pueda, con las debidas formas, revocar. Concepción que ha sido precisamente la que ha conducido al acorralamiento del derecho privado y, a la postre, a la crisis primero del derecho y luego de la propia ley[25].

Concluyendo, el Estado, el Estado moderno si se prefiere[26], no es la comunidad política dimanación de la sociabilidad natural del hombre, sino el ente artificial nacido contractualmente de la disociación y que coherentemente se reserva la recreación de la sociedad. Se ha podido afirmar, así, que el naturalismo político es la negación de la política, ya que intenta remediar la anarquía del hipotético estado de naturaleza con el totalitarismo del Estado moderno, que es “anárquico”, como persona civitatis, porque pretende ser el último y el único punto de referencia incluso para la determinación del bien y del mal; y al mismo tiempo “despótico”, porque, al ser el unificador de una multitud, cree ser el Absoluto del que todo depende[27].

Con el Estado de derecho, no salimos de la misma atmósfera del contractualismo. Pues si la tradición an-glosajona del Rule of Law venía a significar en apariencia una sumisión del poder al derecho –entendido como un depósito, el Common Law, de alguna manera situado por encima de todo racionalismo y voluntarismo políticos–, en cambio, en la versión a la postre dominante del Rechtsstaat germánico, trasplantada sin dificultad al mundo latino, queda reducido a una mera autolimitación[28]. Así pues, si el Estado está limitado por la ley, pero no hay ley que no pueda ser modificada siempre que se observen las formalidades prevenidas en la constitución, seguimos en pleno positivismo jurídico, en el que la ley, lejos de insertarse en un orden racional, es puro mandato del soberano acompañado del poder para imponerse efectivamente[29].

Es cierto que tal versión del Estado de derecho ha sufrido en los últimos tiempos alteraciones no despreciables en algunos de sus presupuestos, por obra, precisamente, y paradójicamente, de haberse apurado, por un lado, las premisas filosóficas que alumbraron su versión moderna, al tiempo que, por el otro, se extraían también todas las consecuencias técnicas implicadas en el modelo “puro” kelseniano. Esto es, el presente déperissement de la loi, que ya vislumbró Georges Burdeau[30], según el epocal signo postmoderno, viene ligado a la disolución de la ley moderna en su versión fuerte y a su sustitución por derivados “débiles”. El fenómeno de la “constitucionalización”, no sólo del derecho público, sino también del privado, y el correlativo tránsito de un derecho “legislado” a otro “principial”, no bastan para ocultar un proceso intelectual –y operativo– en el que la pérdida de mira del bien común convierte la ley en una regla técnica imperante en virtud de un puro mandato del legislador, detrás del que no es difícil percibir los intereses particulares, por tanto c recientemente menos soportable, por lo que estalla la desobediencia[31].

El Estado moderno, pues, en cualquiera de su versiones, incluido el Estado de derecho, no es auténtica solución a la cuestión política, como prueba el hecho de que entre el individuo y el gobierno, a pesar o a causa del “contrato”, perdura una contraposición que la teoría política dominante sólo es capaz de superar recurriendo a la eliminación de una de las partes, tal y como se ve obligado a hacer Rousseau para que, en la cuadratura del círculo político, el poder sea libertad. Pero ese mero hecho de suprimir una de las partes de la relación política pone a las claras el artificio del naturalismo político, al tiempo que revela su absurdo: un absurdo que es a la vez impotencia cuando se pide al Estado que afronte cuestiones –como el terrorismo o la disgregación social– que surgen del mismo humus ideológico en que se basa el Estado[32].

Y es que existe una tendencia difundida de no tomar como hipótesis, menos aún poner en cuestión, los llamados principios sobre los que se asienta el Estado moderno y los fundamentos ideológicos del régimen constitucional. Lo que podría ilustrarse a la perfección con ejemplos extraídos del debate político de diferentes países, y que revelan una especie de “mimetismo” en la argumentación, así como una mentalidad de pura “ingeniería constitucional” del todo inapta para resolver el problema, en cuanto que las constituciones poseen un carácter medial respecto de los fines que determina la filosofía de la política. Y es que la decadencia del régimen y la ausencia de lo político “no se resuelve afrontando sólo el problema de las estructuras, la articulación del Estado o el control de los poderes, sino considerando sobre todo la naturaleza y finalidad de la comunidad política”[33].

 

[1] Enrique Zuleta, “Razón y totalidad. Notas sobre la noción moderna de consenso social”, Verbo (Madrid) n.º 197-198 (1981), págs. 855 y sigs.

[2] Josef Pieper, Die Wirklichkeit und das Gute, Leipzig, 1935, introducción.

[3] Victorino Rodríguez, O.P., “Dignidad y dignificación de la persona”, Verbo (Madrid) n.º 148-149 (1976), págs. 1.102 y sigs.

[4] Cfr. Juan Vallet de Goytisolo, Tres ensayos: cuerpos intermedios, representación y principio de subsidiariedad, Madrid, 1981.

[5] Michel Villey, La formation de la pensée juridique moderne. Cours d’histoire de la philosophie du droit, París, 1975, págs. 676 y 706.

[6] Juan Vallet de Goytisolo, “La nueva concepción de la vida social de los pactistas del siglo XVII: Hobbes y Locke”, Verbo (Madrid) n.º 119-120 (1973), págs. 903 y sigs.

[7] Benjamin Constant, “De la liberté des anciens comparée a celle des modernes”, en el volumen De la liberté chez les modernes. Ecrits politiques, París, 1980, págs. 496 y sigs.

[8] Enrique Zuleta, “El principio de subsidiariedad en relación con el principio de totalidad: la pauta del bien común”, Verbo (Madrid) n.º 199-200 (1981), pág. 1.181. Cfr. Danilo Castellano, L’ordine politico-giuridico ‘modulare’ del personalismo contemporaneo, Nápoles, 2008.

[9] Guido Soaje, “Sobre la politicidad del derecho”, Boletín de Estudios Políticos (Mendoza) n.º 9 (1958), pág. 85.

[10] Para una exposición ejemplar del pensamiento clásico, si bien con concesiones terminológicas en algún punto, vid. Santiago Ramírez, O.P., Pueblo y gobernantes al servicio del bien común, Madrid, 1956.

[11] Charles de Koninck, De la primauté du bien commun contre les personalistes, Montreal, 1943; Leopoldo Eulogio Palacios, “La primacía absoluta del bien común”, Arbor (Madrid) n.º 55-56 (1950), págs. 345 y sigs.

[12] Enrique Zuleta, loc. ult. cit., págs. 1.192-1.193.

[13] Id., loc. ult. cit., 1.193 y sigs.

[14] Thomas Molnar, Le socialisme sans visage, París, 1976.

[15] Id., Le modèle défiguré. L’Amérique de Tocqueville à Carter, París, 1978.

[16] Id., Authority and its enemies, Nueva York, 1976.

[17] Id., L’hégémonie libérale, Lausana, 1992; cfr. Miguel Ayuso, “La hegemonía liberal”, Verbo (Madrid) n.º 307-308 (1992), págs. 841 y sigs.

[18] Francesco Gentile, Intelligenza politica e ragion di Stato, 2.ª ed., Milán, 1984, passim.

[19] Thomas Hobbes, Leviathan, Londres, 1651, cap. XVI.

[20] Francesco Gentile, op. cit., pág. 14.

[21] Id., op. cit., págs. 51-52. La referencia a Cicerón debe entenderse hecha a De Republica, I, 39. El propio Gentile ha glosado muy pertinentemente esa definición en su ensayo “Le condizioni della ‘res publica’”, en el volumen de Danilo Castellano (ed.), La decadenza della Repubblica e l’assenza del politico, Bolonia, 1995, págs. 125 y sigs.

[22] Francesco Gentile, Intelligenza politica e ragion di Stato, cit., pág. 52.

[23] Juan Vallet de Goytisolo, Panorama del derecho civil, Barcelona, 1973, pág. 92.

[24] Id., op. cit., pág. 91. Cfr. Miguel Ayuso, ¿Ocaso o eclipse del Estado? Las transformaciones del derecho público en la era de la globalización, Madrid, 2005, capítulo 1.

[25] Miguel Ayuso, De la ley a la ley. Cinco lecciones sobre legalidad y legitimidad, Madrid, 2001.

[26] Cfr. Id., ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, Madrid, 1996, parte primera.

[27] Danilo Castellano, L’ordine della politica, Nápoles, 1997, pág. 37.

[28] Cfr. Dalmacio Negro, La tradición liberal y el Estado, Madrid, 1995.

[29] Francesco Gentile, op. ult. cit., págs. 13-14. Cfr., también, Danilo Castellano, La razionalità della politica, Nápoles, 1993, págs. 67 y sigs.

[30] Georges Burdeau, “Essai sur l’évolution de la notion de loi en droit français”, Archives de Philosophie du Droit et Sociologie Juridique (París) n.º 9 (1939), págs. 7 y sigs.

[31] Michel Bastit, Naissance de la loi moderne, París, 1990, introducción.

[32] Danilo Castellano, op. ult. cit., pág. 38.

[33] Id., La decadenza della Repubblica e l’assenza del politico, cit., pág. 8.