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Número 483-484

Serie XLVIII

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Juridicidad y orden ético

 

1. INTRODUCCIÓN

Tras el idealismo que distinguió y a veces contrapuso ética y moral, aunque en continuidad con el mismo, se sostiene actualmente que es posible (según algunos, necesaria) una ética sin moral y que la ética sería el producto de una convención teórica o simplemente práctica, en ocasiones exclusivamente de hecho. La ética sería necesaria para la convivencia y, por  lo mismo, exigida por ésta.

Existiría, por tanto, un orden ético pero no el orden ético. El orden, pues, sería meramente convencional y funcional. Tendría una existencia nominalista y no óntica. No podría prescindirse de él, pero dependería de la representación del orden creado por los individuos o la colectividad. La representación, por ello, sería constitutiva del orden ético y no una representación (propia o impropia, poco importa por ahora) del orden ético en sí y por sí mismo. Esto vale en el nivel del orden ético considerado bajo la perspectiva moral, política o jurídica. Está ahí implicada toda la filosofía de la praxis que no sería, por ello, filosofía como contemplación de la acción (esto es, como acogida de la naturaleza de la acción), sino acción “libre” de la “filosofía”. La “filosofía”, entendida de esta manera, orientaría, sí, la acción, pero ésta sería ya libre y liberada de todo vínculo, con exclusión del dictado por el fin operativo asumido. La opción que, en cuanto tal, no depende de otra cosa que de libre autodeterminación de individuos o pueblos, constituiría –en último término– el fundamento de la filosofía. Por eso, ésta sería la epifanía de la libertad absoluta, si bien en su curso encuentra –como se acaba de decir– vínculos y reglas impuestas por el fin que la opción ha decidido perseguir. Así, por ejemplo, no es posible anular todo ordenamiento jurídico, como querría el pensamiento anarquista. Porque el ordenamiento jurídico, por una parte, es necesariamente normativo a causa de las finalidades asumidas o por las solas finalidades convencionalmente asumidas (Kant, por ejemplo, habría hablado en este sentido de imperativo hipotético) y, por otra, más que tener un fundamento jurídico sería la condición de la juridicidad. De modo que tendremos tantas juridicidades como ordenamientos (lo que Pascal encontraba, con razón, absurdo) y, al límite, también en presencia de un hipotético ordenamiento universal éste sería la fuente del derecho en vez de su instrumento. Lo que se representa como jurídico sería tal porque representado. Tanto que algunos autores (Voegelin, por ejemplo), ha podido hablar de un orden jurídico “histórico”[1], que no es realización, siquiera sea imperfecta, del orden en la historia, sino la historia de los órdenes, rectius de los ordenamientos como conjunto de normas y, más en general, de orientaciones consideradas “obligatorias” sobre la base de las opciones ejercitadas. Así, el nazismo, codificó “su” orden, el liberalismo el “suyo”, el socialismo el “suyo”, etc. El orden vendría dado por las reglas coherentemente derivadas de las premisas; éstas, sin embargo, serían absolutamente libres. Lo que se justifica (como alguno ha argumentado) no es la opción inicial sino la coherencia en la aplicación y en el desarrollo de la opción.

 

2. EL ORDEN DEL SISTEMA

Está claro que la justificación, aunque se presente sólo como argumentación entendida en el sentido hasta ahora apuntado, es absolutamente interna al sistema. Nunca es justificación del sistema, sea éste una doctrina filosófica o ética, sea un ordenamiento jurídico. Desde este punto de vista resulta ejemplar, por ejemplo, el sistema hegeliano[2]: Hegel procede con una lógica férrea en la argumentación. No da, sin embargo, razones de la opción inicial, de la que arranca “su” filosofía, que por eso es “suya” y no filosofía en sí y por sí. Aunque menos coherentes y menos férreas desde el ángulo lógico, repiten el error hegeliano algunas teorías políticas norteamericanas contemporáneas: diversos comunitaristas que parten del “nosotros aquí lo hacemos así”[3], esto es, de una opción levantada sociológicamente, no ofrecen las razones por las que una praxis identitaria deba considerarse válida y, por ello, idónea para pretender que todos “lo hagan así”[4]. También en este caso el orden es exclusivamente un orden preferencial, elegido por un grupo social, que pretende ser normativo sobre la base de una opción de hecho de la que no se da justificación fundante. Además, incluso las “morales provisionales” teorizadas en el pasado (por Descartes por ejemplo) eran o declaraciones abiertas de impotencia o astucias de mercaderes: llevaban a la aceptación de un orden ético para el que se podían encontrar mil razones de oportunidad pero ni un solo argumento verdaderamente fundante.

El orden del sistema prescinde, de hecho, de lo que Cornelio Fabro llama el problema del comienzo: la filosofía “comienza [verdadera y] absolutamente [cuando y] en cuanto en su comienzo tiene la experiencia de su esencia de reflexión radical sobre el fundamento”[5]. Bajo esta perspectiva, aunque los juristas declararan hasta hace algunos decenios que querían sustraerse a las consideraciones filosóficas para atenerse a la empiria, en realidad se revelan (o se revelaban) más atentos al problema del comienzo que los filósofos o los considerados como tales. Francesco Carnelutti, por ejemplo, afirmaba que al jurista le basta el “dato” observable: que un hombre sea hombre –observó– es un dato que los juristas no discuten[6]. Aunque no lo discuten, este “dato” es sin embargo acogido “filosóficamente”, puesto que la afirmación implica la individuación de una naturaleza “concreta”, esto es, que tiene el acto de ser, frente a la que el único que poder que tiene la inteligencia humana es el de inclinar la cabeza para reconocer lo que es[7]. La cuestión, como ve remos en las páginas que siguen, no tiene que ver sólo con la capacidad jurídica, rectius la subjetividad jurídica, sino también con la capacidad de obrar que se reconoce no sobre la base de una definición normativa arbitraria sino acogiendo la realidad. El legislador y el jurista están necesariamente “abiertos” a la realidad, también cuando regulan y consideran, por ejemplo, la donación y la compraventa; cuando tratan de la donación remuneratoria; cuando se encuentran frente al enriquecimiento sin causa o cuando deben individuar la naturaleza del delito, etc.[8]. El legislador y el jurista, además, deben estar particularmente atentos a la realidad cuando examinan la responsabilidad civil y la imputabilidad penal. Por eso, el derecho no tiene sólo necesidad de la verdadera filosofía sino que es verdadera filosofía, que no es ni opinión ni sistema. Éste, de hecho, es sostenido en último término por una ideología de la que al mismo tiempo es portador. El orden del sistema legitima la caza de la ideología, esto es, la búsqueda de la Weltanschauung que está en el fondo del mismo sistema; legitima, además, la cultura de la sospecha que, a su vez, lleva a considerar el orden moral, político y jurídico como mera imposición del poder.

 

3. LA TRANSICIÓN CONTEMPORÁNEA: DEL SISTEMA AL NIHILISMO

La transición de la ideología “fuerte” a la “débil”, propia del tiempo presente, ha marcado también el paso de la “sospecha” al nihilismo. La cultura de la sospecha (Marx, Freud, Marcuse) conservaba un residuo, aunque débil, de apertura a la realidad. La sospecha, en efecto, es desconfianza, pero no negación y menos aún negación absoluta: constituye una reserva sobre la valoración y la verificación de que los que se presenta como orden lo sea en verdad; pero no negación de la posibilidad de la existencia del orden en sí y por sí. La ideología “fuerte” advertía la nostalgia de la filosofía. En efecto, presentaba, aunque erróneamente, “su” orden como el orden en sí. En el fondo confundía el orden (ético, político, jurídico) con el orden del sistema o de la teoría. No sostenía que el sistema sea la cárcel de la libertad. Más aún, alguno buscó una vía de “fundación” de la ética (a menudo confundida erróneamente con la costumbre): una vía de “fundación” exclusivamente racional e incluso racionalista. El camino recorrido, por ejemplo, por Kant no podía sino encontrar contradicciones[9] y concluir en un fracaso[10]. El intento, sin embargo, revela una exigencia a la que ni Kant ni los otros “modernos” que le siguieron han podido y sabido responder.

Esta exigencia se halla actualmente sofocada. En vez de enfrentar el problema se prefiere fingir que no existe. Se entiende, en otras palabras, que se ha resuelto antes de haberlo considerado. Se hace coincidir, así, el orden ético con el “orden compartido”. A tal fin se afirma que no existen principios: éstos serían “míos” o “tuyos”, esto es, opciones u opiniones. Hasta deberían “rechazarse” los principios de identidad y no contradicción, en cuanto “dogmas”, esto es “meras creencias”, indiscutidas e indiscutibles, dependientes de la “fe” de cada uno o de la “fe” colectiva de un determinado grupo. No pudiendo (justamente) identificarse la verdad con la creencia, nadie tendría el poder (y menos aún el derecho) de “imponer” “su” verdad ni en el ámbito educativo ni en el público (ordenamiento jurídico). La cuestión, sin embargo, debe ser resuelta. A tal fin, queriendo dar respuesta cuando menos al problema de la convivencia, se considera necesario “convenir” sobre alguna cosa que todos (o al menos los más) consideren “aceptable”. Así las llamadas “opciones compartidas” sustituyen a los principios y legitiman (o por lo menos se entiende que puedan legitimar) el poder, todo poder (tanto la patria potestad como el poder político). Las “opciones compartidas”, pues, se convierten en constitutivas de lo verdadero y lo falso, del bien y el mal, de lo justo y lo injusto. Se revelan en el lenguaje, que ya no es “palabra” en el sentido aristotélico[11], esto es juicio del bien y del mal, de lo justo y lo injusto, puesto que la aprehensión de lo verdadero sería imposible: lo verdadero, como lo bueno o lo justo, serían tales no porque sean conformes al orden natural sino sólo como adecuación a las modas y costumbres. Así, por ejemplo, los padres estarían legitimados al ejercicio de la patria potestad no sobre la base de una obligación natural y en vista de un fin independiente de su voluntad, que regla su obrar, sino si y porque este poder es “reconocido” y en la medida y en las formas en que es “reconocido”. En otras palabras, lo que las normas establecen no se funda en la ley (natural)[12] sino en la voluntad, traducida como codificación de lo que se comparte, de los asociados.

Sigue de ahí el relativismo absoluto, que es una contradictio in terminis en cuanto al carácter absoluto del relativismo y a su simultánea refutación: no sería “relativa”, pues, la verdad del relativismo; más aún, la consecuencia es el nihilismo, que es la esencia del relativismo.

El relativismo y el nihilismo son absurdos por distintos motivos. Principalmente porque “usan” lo que afirman es ilegítimo “usar” y porque no pueden llegar a las coherentes (aunque absurdas) conclusiones a las que, sin embargo, deberían llegar.

En primer lugar, “usan” el subrogado del principio. Esto es, “usan” –como se ha dicho– lo que niegan. El relativismo y el nihilismo no pueden sustraerse, al final, a la regulación de la convivencia. Tanto que sostienen que las “opciones compartidas” representan su criterio. En otras palabras, las “opciones compartidas” se erigen en principios provisionales con los que se intenta “leer” la experiencia individual y social. Las “opciones compartidas”, sin embargo, incurren en el ámbito social en diversas contradicciones e incluso aporías: ¿cómo se puede aplicar el (falso) principio de la “opción compartida” al disidente? ¿Cómo puede considerarse válida en el tiempo una “opción compartida” datada? ¿Cómo se pueden, por ejemplo, entender compartidas las “opciones” codificadas en una Constitución respecto de la que las generaciones no han tenido y no tienen posibilidad de pronunciarse y de hacerlo constantemente?

Las contradicciones y a las aporías en que caen las “opciones compartidas” demuestran que no pueden ser erigidas en principios. El principio, en efecto, es lo que consiente “leer” la experiencia de manera no contradictoria. Por tanto, no hay contradicción donde hay principio.

No sólo. La “opción compartida”, por una parte, viene considerada como el elemento fundante del orden y, por otra, debe ser considerada absolutamente “provisional”, esto es, necesariamente abierta a la constitución de un “nuevo” orden. Esto es, de un lado, pretende representar el fundamento del orden institucional (piénsese, por ejemplo, en la doctrina del patriotismo constitucional) y, de otro, es (o debería ser) negación de todo orden institucional en cuanto contraria a toda codificación no compartida en el tiempo. La “opción compartida”, en otras palabras, representa el alma del “reformismo revolucionario”, esto es, la premisa para la negación de todo aspecto institucional. Por ello, puede hacer difícil y a veces imposible la misma convivencia.

Todavía más. La “opción compartida” carece absolutamente de la racionalidad (entendida clásicamente), porque le falta el verdadero fundamento: la “convención”, en sí y por sí, no es idónea para justificar el poder y revela dos veces su propio absurdo. En presencia, por ejemplo, de la patria potestad, el menor debería “consentir” y, consintiendo, legitimar el poder de quien tiene que ejercitar la patria potestad; en presencia, a continuación, del poder político, se evidencia que si la autoridad fuese legitimada por el consenso, sería inútil en cuanto que mandaría (o prohibiría) lo que el mandado haría (o no haría) espontáneamente; el poder político, además, encontraría la dificultad de su legitimación incluso desde otra perspectiva: el consentimiento de los ciudadanos, de hecho, no legitima el ejercicio del poder sobre los demás, porque nadie concede poderes que no tiene.

Hay dificultades que la cultura de derivación protestante no logra superar. Hannah Arendt, por ejemplo, ha podido afirmar –sobre esta base racionalista– que la política es en sí un mal necesario[13], como mal necesario sería también el derecho, que tanto para Kant como para Nietzsche, como para cualquiera que identifique libertad y “libertad negativa”, constituye un límite de la libertad. La política sería mero poder “limitador” de la “libertad negativa”[14], como todo otro poder (por ejemplo la patria potestad). Poder brutal, sin embargo, cuya naturaleza el consenso –entendido como adhesión sin argumentos a cualquier proyecto– no puede cambiar. Ninguna convención, en efecto, es idónea para constituir el orden en sí y por sí. Al máximo puede hacer “funcional” el poder y las normas que éste impone. La “convención” es aesencialista, esto es, prescinde de la naturaleza y del fin de las “cosas”. En la mejor de las hipótesis puede crear el método para conseguir el resultado. Si el fin o el resultado, sin embargo, es convencional, no dejará de serlo. Por eso las “opciones compartidas” son irracionales: rechazando el conocimiento de la realidad, quedan prisioneras de un nihilismo voluntarista y, al límite, vitalista, sea del solo individuo (en el plano moral) o de un grupo social (en el plano político-jurídico).

 

4. POSITIVISMO Y ANARQUÍA: DOS TEORÍAS NIHILISTAS CONTRA LA JURIDICIDAD

Las premisas del nihilismo ético y jurídico contemporáneo deben buscarse muy lejos. El hombre siempre ha cultivado la ilusión de poder prescindir de la verdad, de poder ser el autor del bien y del mal, de poder constituir la justicia según sus propios criterios. En la época moderna esta ilusión se ha reforzado. Bastaría pensar, por ejemplo, en que Rousseau (precursor tanto de Kant como de Hegel, e hijo como éstos de la cultura protestante) sostiene con decisión que el Estado es el autor de la justicia, incluso en el caso de que ésta encontrase una hipotética existencia autónoma, puesto que sólo a través del acto de la voluntad general, que es acto hermenéutico constitutivo de la justicia por medio de la ley positiva, aquélla se encontraría a sí misma[15]. El orden moral sería posible sólo en la sociedad “política” y en virtud de la sociedad “política”. El derecho positivo sería la condición de la propia moral, porque la ética sería sólo del ciudadano y no del hombre. Si incluso se reconociese, a continuación, que hay una esfera privada que se sustrae al poder del Estado y dentro de la que es posible la moral, esta quedaría reducida a espontaneidad, interioridad y autonomía; sobre todo, después de Heidegger, a autenticidad. La moral, de todos modos, sería “otra cosa” sea respecto a la ética, sea respecto al derecho, caracterizado por la coacción, la exterioridad y la heteronomía. La moral, por tanto, no tendría en último término otro orden (en realidad éste coincidiría con la ausencia de orden) que el del vitalismo del sujeto y, en todo caso, carecería de relieve para la vida asociada, ya que existiría una distinción radical entre honradez y justicia. Estaremos en presencia, en suma, de una doble verdad: una privada y una pública. La pública daría vida a un orden que se identificaría con el orden público; la privada permitiría el ejercicio de la “libertad negativa”, aunque fuese dentro de los límites definidos por el poder público. La separación entre privado y público, teorizada por la modernidad jurídica, y difícil de sostener[16], conduciría coherentemente (al menos de hecho) a reconocer como relevante sólo la dimensión pública. Se puede afirmar, así, que este reconocimiento supondría una condición de la moralidad positiva, esto es, la que lleva a la interiorización de la voluntad general (rousseauniana) que, también para el liberal Kant[17], como antes para el totalitario Rousseau, consiente la conciliación de la “libertad pura” o de la “libertad negativa” con la ley positiva.

Por una parte, esto permite, sobre todo hoy, hablar de una ética sin moral[18]. Por otra, cierra el acceso a la búsqueda de la fundación de la ética a partir del sujeto, puesto que la moral, en la hipótesis mejor, se buscaría en las relaciones intersubjetivas. Por algo, como ha escrito por ejemplo Dario Composta, la “moral intersubjetiva [...] entiende la praxis ética como una forma de conocimiento de superación de sí mismo, mediante la que se aproxima a los valores [convencionales] de la comunidad”[19] y, por ello, se “basa en el evento lingüístico con el que el sujeto activo entra en una relación efectiva y afectiva pro el Otro”[20]. En otras palabras, costumbre y moral serían la misma cosa, aunque la costumbre, en este caso, se estudie indagando más las estructuras lingüísticas que los comportamientos humanos. Como ha mostrado Juan Fernando Segovia, estudiando el pensamiento de Habermas[21], la teoría del “discurso compartido”, en efecto, lleva a un positivismo sutil aunque sustancial, que no sólo expone a la moral al riesgo de su disolución, sino también a dificultades no pequeñas en la propia fundación del derecho. El “discurso compartido”, en efecto, conduce a considerar fundamentales los derechos “reconocidos”, aunque a veces para su reconocimiento se exija su codificación por la generalidad de los ordenamientos jurídicos, como exige –por ejemplo– la Carta de Niza. Los derechos, por tanto, no se reconocen porque son fundamentales, sino que se definen fundamentales porque han sido reconocidos. Su existencia dependería de una “opción compartida” general.

No sólo. Este positivismo lleva a la desaparición de la misma certeza del derecho (incluso de la certeza positivista), a través de la cual el viejo positivismo justamente se afirmó y sobre la base de la que se justificó la codificación. El “discurso compartido”, en efecto, expone la moral y el derecho al arbitrio de la “sensibilidad” emotiva e irracional de los hombres de los distintos momentos históricos. No puede negarse, en tal sentido, que el nazismo y el fascismo gozaron de consenso, como hoy, en muchos regímenes democráticos, gozan de consenso de la mayoría, por ejemplo, el aborto procurado y la eutanasia. La juridicidad, así, adquiere un contenido variable. En Italia, por ejemplo, vigente la misma Constitución republicana, la objeción de conciencia al servicio militar fue considerada delito antes de ser meramente tolerada y, sucesivamente, considerada derecho subjetivo garantizado constitucionalmente. El problema de la certeza del derecho, al no ser una cuestión puramente formal, requiere el abandono de teorías como las que hoy se presentan bajo la etiqueta del “discurso compartido” o las “opciones compartidas”: como observó Cicerón el fundamento del derecho debe buscarse en los principios supremos de la filosofía[22].

 

5. REALISMO JURÍDICO Y UTOPÍA CONSTITUCIONALISTA

La afirmación de Cicerón encuentra confirmación en la experiencia jurídica, en la historia de las instituciones y hasta en las codificaciones, que no han podido ignorar la realidad. Un jurista contemporáneo, Wolfgang Waldstein, ha observado que el derecho, incluso el derecho “escrito”, debe considerar (y considera) los elementos prepositivos del derecho mismo[23]. El mismo derecho “escrito” (o positivo) sería “ilegible”, de hecho, sin la referencia –por ejemplo– a la naturaleza de las cosas, a la buena fe, a la equidad, etc.; al contrario, lo hacen propiamente para permitir la afirmación plena de la juridicidad. Así, para referirnos a un tema que ya hemos apuntado en las líneas precedentes, el reconocimiento de la capacidad jurídica no depende del arbitrio del legislador aunque algunos legisladores han creído disponer de este poder. La esclavitud, por ejemplo, es contraria a la naturaleza del hombre; no es contraria, por el contrario, a la naturaleza de los animales. Siendo contraria a la naturaleza del hombre no puede ser “reconocida” y, si lo es, es contraria a derecho incluso si, hipotéticamente, su “reconocimiento” encontrase el consenso de una identidad colectiva e incluso de la generalidad de los ordenamientos (definidos) jurídicos o el consentimiento del interesado. Nadie puede darse en esclavitud, siquiera libremente. De modo contrario, por esto, a cuanto creía Kelsen, el consenso es inidóneo para legitimar un contrato de esclavitud. Y no porque así lo disponga el derecho positivo, sino porque es contrario al derecho en sí.

El reconocimiento, a continuación, de la capacidad de obrar no depende de “convenciones”, sino que está ligado a la posibilidad real de ser señores de sí mismos, dueños de sus propios actos, responsables de las propias acciones y de las propias decisiones. En una palabra, a la capacidad de ser libres. Donde por distintas razones falte esta capacidad al ser humano, en su interés, no se le reconoce la capacidad de obrar: al menor (salvo excepciones) o al enfermo mental les falta la capacidad de obrar no por una voluntad arbitraria del legislador, sino por la (todavía) no alcanzada madurez o por defectos de la naturaleza. Lo que prueba que la codificación ha impuesto (e impone) la referencia a la realidad y, por ello, ha impuesto (e impone) la consideración de la naturaleza de sujeto del ser humano y su desarrollo.

Puede observarse, por tanto, que la codificación ha impuesto (e impone) la consideración de la naturaleza de los entes que tienen el acto de ser. Ha prescrito (y prescribe), así, el acoger las diferencias de los entes (el ser humano y el animal, por ejemplo); considerar (aristotélicamente) que todo ente es aquello que está destinado a convertirse según su desarrollo natural (el hombre lo es aunque sea un feto o un niño, porque al término de su desarrollo estará en acto lo que, en cuanto que feto o niño, está en potencia); evitar todo lo que impide el crecimiento conforme a la naturaleza del ser humano. Por esto debe respetarse la vida, absteniéndose de suprimirla (homicidio, aborto procurado, etc.) o de obstaculizar su desarrollo [negando los alimentos al nacido que por distintas razones (edad, enfermedad, etc.) es incapaz de gobernarse, o congelando –por ejemplo– los embriones, etc.].

Podría continuarse observando, por ejemplo, que la codificación prescribe una edad para contraer matrimonio (una edad que tiene en cuenta el desarrollo físico del hombre y de la mujer); que el sinalagma de los contratos obligatio ultro citroque no es una decisión arbitraria del legislador, sino una exigencia de justicia recibida por el legislador; que la realidad disimulada prevalece sobre la simulación, etc.

Todo esto es prueba de “realismo” jurídico que puede encontrarse, con mayor o menor coherencia, en casi todos los códigos. Sobre algunos de estos aspectos volveremos en los capítulos siguientes. Lo que debe subrayarse es que la juridicidad no depende de las “opciones” compartidas, aunque sea de desear que éstas sean conforme a derecho.

La codificación ha sufrido, es cierto, el efecto “irradiante” del constitucionalismo, caracterizado por muchos de los aspectos de la utopía: como ha escrito recientemente también Miguel Ayuso[24], el constitucionalismo representa, en efecto, el intento de “modificar la naturaleza de la sociedad” y a veces de la misma juridicidad. La cosa es particularmente evidente en lo que toca a algunos derechos considerados hasta ahora indisponibles (derecho a la vida, integridad física, etc.), el “nuevo” derecho de familia, etc. Por esto, los ordenamientos jurídicos han dejado de ser siquiera conjuntos coherentes de normas, como sostenía la teoría normativista. En los ordenamientos jurídicos, en efecto, se han abierto brechas destinadas a que pase por ellas pase la onda racionalista que ha arrollado la juridicidad después de haber arrollado el orden moral. Sin embargo, se puede arrollar sin eliminar totalmente: el orden moral y la juridicidad son rocas que resisten al agua, incluso a la impetuosa de las utopías de turno.

 

6. CONCLUSIÓN

Que exista esta resistencia lo prueba, sobre todo, el hecho de que, por una parte, el llamado pluralismo moral contemporáneo no ha logrado apagar la exigencia de una ética verdadera, no ligada a las opciones sino fundada antropológicamente y abierta a la consideración de la esencia del acto humano; por otra, que la exigencia de la justicia emerge continuamente sea en la obra legislativa que en la praxis social. Bastaría pensar en las normas que invocan la equidad y que buscan favorecer su aplicación. En Italia, por ejemplo, la llamada “Ley del canon equitativo” (Ley 392/ 1978), aunque no sea aplicación coherente del propósito (tanto que ha necesitado diversas modificaciones e integraciones), ofrece la prueba de que no es posible legislar sin referirse a los elementos prepositivos del derecho (a los que antes aludíamos) y prescindiendo de la consideración de factores objetivos, esto es, que no dependen ni de la opinión del legislador ni de las “opciones compartidas”[25] identitarias, esto es, de asunciones puramente culturales.

El orden ético, pues, existe incluso si a veces pueda resultar difícil su individuación. ¿Qué sentido tendría entonces la institución de los “comités éticos” que se hallan por todas partes si la ética no existiese o hubiese de buscarla en el provisional “discurso compartido”, impotente, como se ha visto, para dar fundamento a la moral, a la política y al derecho?

En las páginas que siguen el problema será considerado sobre todo con referencia a la imposible neutralidad del ordenamiento jurídico, reivindicada por la laicidad, sea ésta excluyente o incluyente; dos formas, aparentemente opuestas pero unidas por un positivismo sustancial que presenta viejos y nuevos problemas al ordenamiento jurídico.

 

(N. de la R.) Como saben nuestros lectores, acaba de aparecer en español (editado por Marcial Pons y bajo el título Orden ético y derecho) un libro de nuestro ilustre colaborador el profesor Danilo Castellano. Autorizados por editor y autor ofrecemos a nuestros lectores el primero de sus capítulos.

[1] E. Voegelin ha mostrado cómo la historia de los ordenamientos jurídicos sea la historia de los intentos de construcción del orden público del que dependería el orden. El orden, por tanto, sería el producto del poder y no la regla para su ejercicio. Esta es la pretensión de la modernidad, incluso cuando reivindica el Estado de derecho, esto es, el Estado que se autosomete al respeto procedimental de las normas creadas por él mismo.

[2] Hegel, de hecho, parte de una definición para la construcción de su sistema. El incipit de su Fenomenología del Espíritu asume come verdadero que el ser es sujeto y no sustancia. (Que se dijese esto contra Spinoza, como importa; lo que queda, de hecho, es la afirmación). De aquí deduce Hegel, después, la fenomenología de la subjetividad, que propiamente constituye una superposición racionalista a la realidad. (cfr. G. W. F. HEGEL, Die Phänomenologie des Geistes, traducción italiana al cuidado de E. De Negri, Firenze, La Nuova Italia, 1960?).

[3] Véase, entre las distintas teorías, sobre todo la de Ch. Taylor.

[4] Para algunas consideraciones sobre la dificultad de una tesis similar, véanse las páginas 69-79 de mi libro La verità della politica, Napoli, Edizioni Scientifiche Italiane, 2002.

[5] C. FABRO, La prima riforma della dialettica hegeliana, Segni (Roma), EDVI, 2004, pág. 15.

[6] F. CARNELUTTI, La persona umana e il delitto, en La persona umana e gli odierni problemi sociali, Roma, Studium, s.d. (pero 1945), pág. 23.

[7] Aunque a partir de la segunda mitad del siglo XX los juristas se han encontrado frente a cuestiones nuevas (fecundación médicamente asistida, el útero de alquiler, el trasplante de órganos), que imponen una “superación” de la afirmación de Carnelutti citada como ejemplo, el problema  sigue siendo el mismo: sólo abandonando la verdadera filosofía y recurriendo a la ideología del personalismo contemporáneo (cuestión para la que remito a D. CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, Napoli, Edizioni Scientifiche Italiane, 2007), la Corte constitucional italiana, por ejemplo, ha podido pronunciarse (cfr. Sentencia 27/1975) en favor de la legalidad del aborto terapéutico. Obrando así, sin embargo, la Corte constitucional ha pretendido “definir” la persona (umana), esto es, “construirla” racionalistamente. No ha conservado el tesoro de la auténtica filosofía ni de la tradición jurídica evocada por Carnelutti.

[8] Observó justamente, en este sentido, Giuseppe Bettiol que “el jurista que quiera hacer una obra útil y no limitarse a fugar con los ‘fantasmas’ de la doctrina pura del derecho, debe examinar los presupuestos esenciales de los que procede el delito” (G. BETTIOL-L. PETTOELLO MANTOVANI, Diritto penale, XII.ª edizione, Padova, Cedam, 1986, pág. 219). Lo que no significa negar la necesidad de una consideración formal del delito, sino más bien que ésta no puede prescindir de su consideración sustancial, como se verá en el capítulo IV a propósito de una “feliz” contradicción del conocido penalista italiano positivista Francesco Antolisei.

[9] Bastará para probar la afirmación recordar la respuesta que Kant da a una pregunta que él mismo se hace: ¿Por qué debo mantener la promesa hecha? Por ejemplo, ¿por qué debo restituir una suma de dinero recibida en préstamo? A lo que Kant responde: porque está en la naturaleza de la promesa es mantenerla. Aunque, en verdad, Kant tiende a dejar la naturaleza de la promesa en la obligación, más propiamente en la obligación jurídica (formal) que, en su opinión, estaría caracterizada por la universalidad y la reciprocidad. Estas características, sin embargo, no son idóneas para calificar ninguna obligación y tampoco la jurídica: la generalidad, de hecho, no basta ni para individuar ni para constituir la juridicidad.

[10] Bajo el ángulo ético-teorético Kant no explica cómo la voluntad (incluso la buena voluntad) puede querer. Para querer, en efecto, hace falta querer necesariamente “alguna cosa”. La voluntad necesita un objeto, no una fórmula. Si, a continuación, se sostuviese, como alguno podría observar con referencia a la doctrina kantiana, que el objeto de la voluntad es la humanidad, entonces Kant caería en una contradicción respecto a su sistema, porque la humanidad sería cognoscible en sí y por sí (aunque Kant, erróneamente, entienda que la humanidad coincide, en último término, con la libertad).

[11] Aristóteles observó muy agudamente que la “palabra” no es el mero lenguaje. De éste se sirven también los animales, que se “comunican” entre ellos. La palabra “está hecha para expresar lo que es conveniente y lo que es nocivo, y consiguientemente lo que es justo e injusto: éste es el uso propio del hombre respecto a los otros animales, tener él solo la percepción del bien y del mal, de lo justo y lo injusto” (ARISTÓTELES, Politica, I, 1253a). La “palabra” puede expresarse también por medio del lenguaje (una mirada de aprobación o desaprobación por ejemplo), pero es mucho más que el lenguaje, incluso “otra cosa” que el lenguaje.

[12] Las “opciones compartidas” están necesariamente “cerradas” a la posibilidad de conocer la ley natural y, por ello, deben limitarse a la norma positiva. La ley coincidiría con la norma, más aún la norma sería la ley. Entendámonos: la norma es (o puede ser) la ley en el sentido de que es (o puede ser) la determinación de la ley en circunstancias determinadas y en un particular momento histórico en el que la ley debe aplicarse. Esto, sin embargo, no legitima a creer (kelsenianamente) que la norma sea la ley en sí y por sí. Circunstancias y momentos históricos diversos podrían requerir, en efecto, una diversa determinación de la misma ley. Un ejemplo quizá pueda aclararlo. La norma positiva religiosa mahometana prohíbe a sus fieles comer carne que se considera aporta abundantes calorías y tomar bebidas alcohólicas. En regiones calurosas, como en las que nació y se desarrolló la religión mahometana, se puede pensar (si entrar en el fondo de todos los aspectos de la premisa) que la norma sea una correcta determinación de la ley, dictada por razones de salud. Pero para un fiel mahometano que viviese en regiones muy frías debería servir una norma diferente al fin de aplicar la misma ley. Sobre la cuestión de la ley moderna, entre una vasta literatura, se envía a M. BASTIT, Naissance de la loi moderne, Paris, P.U.F., 1990. y a M. AYUSO, De la ley a la ley, Madrid, Marcial Pons, 2001.

[13] H. ARENDT, Was ist Politik? Aus dem Nachlaß, traducción italiana, Milano, Edizioni di Comunità, 1995, pág. 23. Toda la cultura protestante está hipotecada por el racionalismo, incluso si esta hipoteca puede conducir a recorrer vías diversas. Para lo que nos interesa bastará recordar los nombres de Kant, Hegel y Nietzche, además de Harendt.

[14] La “libertad negativa” es la libertad ejercitada con el solo criterio de la libertad, esto es, sin ningún criterio. Hegel diría que es el puro autodeterminarse del querer, como veremos en las páginas que siguen.

[15] J.J. ROUSSEAU, Del contrato social, l. II, c. VI.

[16] En el capítulo IV se citan y consideran algunas sentencias de la Corte de casación italiana que demuestran cómo para el derecho sea imposible separar absolutamente lo público y lo privado.

[17] Uno de los mayores estudiosos de Kant, sostiene, de hecho, que su objetivo fundamental al escribir los Fundamentos de la metafísica de las costumbres, fue el de “mostrar que el principio moral se resuelve en la idea de autonomía y que ésta enriqueció la definición positiva de la libertad”. Por eso parecía necesario al pensador de Koenigsberg “ofrecer un contenido necesario al concepto de causalidad incondicionada y merced a este contenido ligar entre sí la libertad pura y la ley positiva”. Se trataba, en suma, de interiorizar la voluntad general, transfiriéndola del orden social al de la moralidad (cfr. V. DELBOS, en I. KANT, Fundamentos de la metafísica de las costumbres, traducción italiana, Firenze, La Nuova Italia, 19582, pág. 23). Con esto, sin embargo, Kant puso las bases para la construcción del liberalismo (entendido como doctrina política que pone límites al Estado), del que es considerado uno de los padres; más aún, puso las premisas teóricas para que el liberalismo (entendido como republicanismo) se convirtiese (al menos virtualmente) en totalitario.

[18] Es el título de un libro de A. CORTINA, Ética sin moral, Madrid, Tecnos, 2008.

[19] D. COMPOSTA, Intersoggettività e morale, Napoli, Edizioni Scientifiche Italiane, 1999, pág.10.

[20] Ibidem.

[21] Cfr. J. F. SEGOVIA, Habermas y la democracia deliberativa, Madrid, Marcial Pons, 2008.

[22] Cfr. M.T. CICERÓN, De legibus, I, 5, 16-17.

[23] W. WALDSTEIN, Saggi sul diritto non scritto, Padova, Cedam, 2002.

[24] M. AYUSO, La Costituzione fra neocostituzionalismo e postcostituzionalismo (Lectio para la investidura como doctor honoris causa en Derecho por la Universidad de Udine), en La Facoltà di Giurisprudenza. Dieci anni(1998/99-2008/09), Udine, Editrice Forum, 2009, pág. 66.

[25] Véase D. CASTELLANO, Introduzione a AA.VV., Diritto, diritto naturale, ordinamento giuridico, Padova, Cedam, 2002, págs. 1-17.