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Número 483-484

Serie XLVIII

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El difuso personalismo

 

“El mejor destino al que puede aspirar el personalismo, es que, habiendo despertado en muchos hombres el sentido total del hombre, desaparezca sin dejar huellas, confundiéndose así con el ritmo cotidiano de los días.”
             Emmanuel Mounier, Qu’est-ce que le personnalisme?, 1946.

 

Si el concepto de persona está disputado en filosofía, el personalismo –la doctrina que hace de la persona su concepto central– no puede menos que padecer de similar dificultad: la equivocidad. No obstante, creo correcto sostener que el personalismo es la ideología de base de los derechos consagrados por el constitucionalismo, llámensele como se les llamen; que su carácter ideológico es difuso, quiero decir, vago e impreciso, por definición, pues puede afirmarse más de una idea de lo que llama persona, aunque los derechos que se le atribuyen marchan siempre por la senda del individualismo; y que en sus cambios, los caracteres ontológicos de la persona se van oscureciendo.

Es cierto que como corriente filosófica el personalismo aparece en el siglo XX, pero sus cimientos estaban ya en la modernidad ilustrada. La contemporaneidad[1] de la doctrina no alcanza a encubrir, empero, su pertenencia al ciclo ideológico de las libertades liberales, negativas, que en los días que corren dicen más bien de la ausencia de condicionamientos y obstáculos al propio desarrollo de la personalidad individual o colectiva. Aunque se le presente como superador del individualismo liberal, lo cierto es que el personalismo impregna las diversas instancias históricas del constitucionalismo, incluso hoy, en su crisis, cuando parece un collage posmoderno de identidades revueltas. Conviene precisar, pues, qué es esto de personalismo.

 

I. LA IDEOLOGÍA PERSONALISTA

 La ideología personalista

El personalismo, filosóficamente considerado, no es una escuela única con un credo unitario, sino una mixtura de tendencias metafísicas, políticas y jurídicas, convertidas en el centro de reflexiones existencialistas, fenomenológicas o idealistas, ateas e incluso cristianas, liberales unas y socialistas otras[2]. A la postre, el ingrediente cristiano –como sucede con Mounier y también Maritain– acaba siendo sometido a un molde secularizado y vitalista en el que la persona vale por sí y en sí.

Lo que el personalismo entiende por persona varía de autor en autor y de escuela en escuela[3], mas el punto común a todas las corrientes personalistas debe encontrarse en Kant y su concepción del ser humano como sujeto libre e igual a los demás, sin atender a estatus peculiares, del hombre en cuanto individuo de la especie humana, ser racional libre, fin en sí mismo. Este es el meollo del personalismo: la persona –ya como experiencia, ya como conciencia, ya como razonamiento que da cuenta de ella, ya como acto– es un absoluto, un todo, un fin en sí mismo, al que sirven el derecho y la sociedad, dotada por consiguiente de los derechos y la libertad[4], pues el hombre en el fondo no es más que libertad, es decir creatividad: libertad en busca de autodeterminación, de libre determinación de sí. El personalismo se elabora sobre la centralidad del concepto de persona[5], a la que reconoce un valor singular, una dignidad superior, porque es el único ser abierto a la experiencia, libre, forjador de su destino, modelador de su propia personalidad. Se sigue luego que la persona posee una naturaleza proteica, mejor dicho, que no tiene naturaleza (como estatuto ontológico determinado) sino que es inconstante, moldeable libremente, sin sujeciones teleológicas ni estructuras ónticas y/o morales inalterables, sino esencialmente libre y creativa[6].

Esta definición, para el derecho, es categórica. El concepto de persona contiene implícita –y de modo irrenunciable– la condición de ser libre, con fines propios, personales, individuales, que sólo ella puede perseguir o a ella solamente conciernen. Luego, la dignidad hace a la persona. Ahora bien, la dignidad del hombre aquí mentada no dice de su carácter de creatura sino de la libertad de determinarse y desarrollarse en el sentido que quiera, como un valor supra jurídico, anterior al derecho, al que se impone. “La personalidad es un prius para el Derecho, un imperativo para las leyes positivas. De esta manera, es posible exigir que la personalidad le sea reconocida a todo ser humano, nada más que por el hecho de ser tal: por pertenecer a la especie homo sapiens”[7]. La herencia personalista queda establecida en la equiparación de la condición de ser humano (nivel empírico o existencial) al concepto de persona (nivel teórico) y la posesión de derechos (nivel jurídico). Los derechos personales no son simples derechos sino valores estructurales del constitucionalismo: han pasado del articulado del texto a su fundamento porque la persona y su dignidad aletean, como espíritus iluminadores, por sobre la fría letra de la norma.

La persona por ser tal posee, entonces, derechos y reclama su reconocimiento. En palabras de Maritain, en las que resuena la voz de Kant, “la persona tiene derechos por lo mismo que ella es persona, un todo dueño de sí mismo y de sus actos, y que en consecuencia no es sólo un medio sino un fin, un fin que debe ser tratado como tal”[8]. El hombre como ser libre, nacido tal, naturalmente libre, y que busca conservar, proteger y acrecer esa libertad en sociedad, esto es: el individuo autónomo, independiente, es la idea madre del racionalismo iusnaturalista que sostiene el constitucionalismo clásico y fundamenta sus declaraciones de derechos. Es sabido que el liberalismo impregna las primeras constituciones con una serie de derechos individuales que reproducen la condición de libertad que el hombre goza en el estado de naturaleza, en la que es propietario de sí mismo y de sus capacidades[9]. Aunque esta tesis pareciera desvanecerse con las ideas sociales que renuevan las constituciones a fines del siglo XIX, mantiene sin embargo vigencia y gana terreno en las más diversas filosofías que acabarán modelando los últimos despliegues del racionalismo constitucionalista para dotarle ahora de un contenido libertario o liberacionista más neto.

Porque la nota definitiva del personalismo es esa afirmación de la libertad intrínseca al hombre, la concepción del ser humano como ser libre, creador de sí y de su cultura, y, por tanto, digno de ser respetado como sujeto o persona de derecho. Mounier aseguraba que la libertad es “afirmación de la persona”, lo que capta o distingue a la persona “desde dentro y de raíz, surgiendo con ella”; no es el ser de la persona –ontológicamente considerado–, “sino la manera como la persona es todo lo que es, y lo es más plenamente que por necesidad”[10].

En todo caso, aunque la persona como ser libre se desarrolla en las condiciones de la coexistencia y la temporalidad, es esa libertad radical la que hace al hombre portador de una dignidad merecedora de respeto, porque señala la singular condición (no naturaleza) de la persona, su capacidad de hacerse a sí misma. Incluso tal dignidad humana es el derecho primario, original, que el ordenamiento constitucional protege como proyecto personal de desarrollo. Sería odioso pasar revista de todas las normas constitucionales que aseguran la dignidad como derecho fundamental, pero valgan algunos ejemplos. El preámbulo de la constitución iraní de 1979 incluye como su propósito más elevado “la libertad y la dignidad de la raza humana”, y el asigna al Estado la protección de la “elevada dignidad y valor del hombre” (artículo 2.6). La constitución de Rwanda de 1991, en su artículo 12.1, indica que “toda persona humana será sagrada”, con lo que menta su dignidad. Y la ley básica de Alemania, artículo 1.1, afirma: “La dignidad humana es inviolable. Su respeto y protección es deber de toda autoridad”.

Subyace al razonamiento personalista la proposición moderna según la cual el hombre se autoconstituye y constituye así su mundo en el ejercicio de su libertad, entendida de modo negativo conforme a la filosofía moderna[11]. De donde la persona aludida por el personalismo no es un sujeto sino un proceso, un ser que trabaja para su autocreación. Recurriendo a Mounier, podría decirse que es un agente que conquista su personalidad actuando libremente. Recientemente Danilo Castellano ha recordado el juicio de Ernst Gellner sobre la emergencia del «hombre modular» y lo ha aplicado con acierto a la persona del personalismo: un sujeto sin perfil ni atributos determinados, dotado de cualidades móviles que pueden intercambiarse o descartarse, un ser sin esencia que se automodela, que se da forma a sí mismo como tarea vital[12].

La formulación es novedosa, por cierto, pero el origen de la idea se remonta a los humanistas italianos. Pico della Mirandola, veía lo distintivo del hombre no en su inteligencia –como Santo Tomás de Aquino– sino en su capacidad de hacerse, en la libertad que le permite llegar a ser lo que quiera ser[13]. Este recuerdo permite establecer un vínculo constante entre las diversas instancias históricas atravesadas por los derechos del constitucionalismo: en todas se da por valiosa a la persona en sí misma, en su plano ontológico, cuando no puramente existencial, descartando las diferencias morales, pues la bondad moral no es una cualidad agregada a la ontología[14]; esto es, se atiende solamente a las cualidades que la persona adquiere y desarrolla en la experiencia de su propia vida. La moralidad, en todo caso, se confunde con la libertad por la que la persona supera cualquier forma de amaestramiento, domesticación o aburguesamiento, de todo lo que aplaca la rebeldía y el inconformismo. La moral, dirá Mounier, “es la perfección de una libertad combatiente, y que combate con ardor”[15].

 

Personalismo y derechos, positivismo y democracia

De acuerdo al personalismo, la legitimidad de los derechos humanos radica en la superior dignidad de la persona frente al Estado y las comunidades sociales, como si éstos fuesen realidades sustanciales, independientes del obrar humano. De ahí también la presunta dimensión moral que evocan los derechos, o mejor dicho, la reducción hodierna de la ética a la ética de los derechos humanos y de éstos a la voluntad de la persona en constante devenir. Por caso, la solidaridad –elevada hoy a principio constitucional– se percibe desde la perspectiva de la voluntad individual; el compromiso no es sino el resultado de la libre decisión personal que se hace en la historia, con el añadido de que no es simple aceptación de la comunidad por la persona sino voluntad de transformación social, pues en eso consiste el ser libre, según se dijo. Y si en alguna instancia personalista la exigencia de transformación pudo entenderse como educación o formación del yo, en otras puede decirse como utopía y revolución.

No obstante ciertas raíces cristianas, el personalismo implica una cosmovisión constructivista de la persona, ajena a toda concepción de un orden creado: el ser del hombre ya no es dado por un creador sino adquirido por el propio sujeto, que opera en un mundo que él mismo inventa o construye, no en un orden querido por Dios y por Él incitado en sus criaturas sino organización voluntaria que no dice de leyes que regulen o condicionen a la persona, sino sólo de las que ella misma libremente se da. Luego, la persona del personalismo es un fin en sí mismo; no tiene carácter de parte de un orden, sino de totalidad: es un absoluto valioso en sí y por sí, pues en su libertad se hace a sí misma, su naturaleza es versátil y modificable en el ejercicio de esa libertad. Toda regla de conducta se reduce a seguir libremente la propia conciencia, en la que radica la moralidad, reducida a pura subjetividad y traducida en su voluntad. De aquí la notable expansión de las garantías de la libertad de conciencia y de pensamiento en los ordenamientos constitucionales y los pactos internacionales, porque en ella vive la autonomía moral que permite a cada persona elegir su proyecto vital[16]. Inhabilita así toda concepción de un bien común, tanto natural como sobrenatural, y entabla el debate entre bienes propios o particulares, de las personas, de los grupos o de los Estados.

Las diversas corrientes del personalismo comulgan en una visión secularizada y laicizada de la existencia, afirmando el valor absoluto de la persona humana, constituyéndola en causa eficiente y final del ordenamiento jurídico-político. Siendo fundamento y fin del derecho y la política, la persona torna sujeto de derechos por el sólo hecho de ser persona; los derechos le son debidos de modo inmanente y en atención a su condición ontológica o existencial. El concepto de derechos fundamentales innatos en Ferrajoli lo aclara de modo contundente: son naturales porque no han sido fundados por el Estado[17], mas no porque provengan del derecho natural u otra ideología ontológica; son fundamentales o fundantes de la razón de ser del Estado mismo, en tanto estos derechos son parámetros externos y objetivos de la organización, delimitación y disciplina estatales. Llama derechos fundamentales a los “derechos subjetivos que corresponden universalmente a ‘todos’ los seres humanos dotados del status de personas, de ciudadanos o personas con capacidad de obrar”; donde status se refiere a la condición de un sujeto establecida por una norma jurídica positiva, “como presupuesto de su idoneidad para ser titular de situaciones jurídicas y/o autor de los actos que son ejercicio de éstas”[18].

La definición de Ferrajoli, de cuño iuspositivista, es personalista y encierra la deriva anti personalista del personalismo. Lo que interesa en ella, en tanto que teoría, no es un determinado contenido, sino únicamente que el sujeto reúna la cualidad de ser dotado del status exigido normativamente. La definición es formal, esto es: no valorativa, abstracta e ideológicamente neutral, como manda el positivismo lógico. En todo caso, su nota universal e igualitaria deriva de “prerrogativas no contingentes e inalterables de sus titulares”, condición que permite la atribución normativa. Sin embargo, la elaboración conserva la contradicción entre derechos meramente jurídicos y los denominados morales, pues sólo considera derechos los que gozan de reconocimiento y protección jurídica, de donde el fundamento de éstos se desplaza de la persona al ordenamiento jurídico tuitivo o, en el mejor de los casos, a una simbiosis meta-lógica entre ambos. No es una querella puramente verbal o terminológica, pues la disputa de fondo gira en torno a dos aspectos. El primero, la negación de los derechos naturales simpliciter; de ellos no solamente no se habla sino que las declaraciones universales los desconocen, y los textos constitucionales nacionales los silencian. El segundo, la negación del carácter de persona (normalmente al ser humano concebido no nacido) para dar cobertura jurídica al aborto procurado.

En las democracias actuales, herederas del relativismo moderno, los derechos aparecen como la autodefensa del individuo (y de la sociedad) frente al Estado, garantizan valores personales y espacios/ámbitos individuales y sociales hipotéticamente inaccesibles al Estado y que éste incluso debe ayudar a procurar. Los derechos se fundan así en la autonomía personal al mismo tiempo que tienden a protegerla, pues tal autonomía define a la persona como tal, permitiéndole perseguir su propia definición de sí. La autonomía de la persona “es el ‘señorío’ de su vida, de sus bienes, de su cuerpo”, por ello tiene prioridad de consideración, escribe Carlos Nino. En relación a cualquier otro bien que el derecho pueda considerar, la autonomía “es una especie de meta-valor, es un valor, en definitiva, sobre la distribución del poder en una sociedad”, pues versa sobre la distribución de “las decisiones que hay que tomar” en los conflictos entre bienes[19]. Es como si dijésemos que la persona es su autonomía, que constituye su bien primario en virtud de cual puede decidir acerca de otros bienes: es la libertad que permite a la persona autodeterminarse, en términos hegelianos. Al igual que en Ferrajoli, la irrelevancia de los fines y la indiferencia del contenido de las decisiones, configuran tanto el concepto de libertad/autonomía cuanto el sentido jurídico de los derechos humanos[20].

Este fundamento de los derechos se ve reforzado por la idea de democracia, entendida como el sistema político que garantiza tales derechos. Si bien el concepto es tautológico, tiene el potencial ideológico de simplificar y vulgarizar una ecuación que emocionalmente rinde frutos: democracia es lo mismo que derechos humanos; y, viceversa, los derechos humanos sólo se gozan en democracia[21]. La democracia no sólo fortalece el reconocimiento de derechos de la persona, sino que se afirma como fuente de tales derechos. El artículo 3.° de la constitución peruana de 1993 dispone que la enumeración de los derechos constitucionaes no excluye cualesquiera otros “que se fundan en la dignidad del hombre, o en los principios de soberanía del pueblo, del Estado democrático de derecho y de la forma republicana de gobierno”. Podrían citarse numerosas normas semejantes o análogas en el actual constitucionalismo.

En esta misma raíz democrática radica el potencial universal, en el sentido de global, de los derechos de la persona, tanto por la capacidad de extenderse a todo el planeta cuanto por la posibilidad de abarcar nuevas realidades y nuevos sujetos, incluso no humanos. Cuando el jurista se pregunta si hay derechos constitucionales no fundamentales, cuando inquiere por el sentido de su fundamentalidad, está haciéndolo por la posibilidad de que los derechos encuentren un fundamento para su internacionalización y generalización, cumpliendo con el imperativo universal que proviene de su dimensión personal, aunque ésta se desdibuje cada vez más en provecho de la pura pretensión de juridicidad[22]. Pero también se pregunta por la humanización de sujetos y realidades de las que, en principio, no podría predicarse la titularidad de derechos: los derechos ambientales lo mismo que los de los animales, por poner dos casos de actualidad constitucional, bastan para ejemplificar lo dicho.

Una secuela de la democracia está en esta clara pretensión de sacar del contexto estatal nacional la protección y el reconocimiento de los derechos humanos, como reacción contra lo que califican de chauvisnimo jurídico, esto es, las situaciones constrictivas que provienen de un concepto cerrado de ciudadanía. Se pretende que el concepto de pertenencia no signifique limitación al goce de los derechos personales, inventando algún principio de identidad en virtud del cual opere el proceso de mundialización de los derechos[23]. El personalismo viene aquí en apoyo, ya que el hombre como ser libre tiene derechos por ser persona y la persona no tiene límites territoriales. Así resulta posible fundar los derechos en una época posnacional, recurriendo a la idea un sistema democrático internacional que garantice el goce de los derechos humanos más allá de toda pertenencia. O en todo caso, en una dirección filosófica inmanentista, de la pertenencia de la persona a sí misma[24].

 

II. EL PERSONALISMO Y LA POSMODERNIDAD

 

Identidades electivas

La posmodernidad importa un desafío a la ideología personalista. Si, como dice Touraine, el sujeto posmoderno se ha subjetivado, esto es, se ha desligado de formas preconcebidas de ser, entonces no está sujetado ni a lo natural ni a lo sobrenatural, no existe ontología que le explique; luego, está abierto a toda experiencia emancipatoria capaz de generar la propia subjetividad. ¿Concluye aquí la aventura del personalismo? Podría entenderse que estamos ante un pliegue histórico del personalismo que no da por sentada ninguna identidad anterior que se realiza o alcanza; el individuo, la subjetividad, es un proyecto de autoconstrucción[25].

En este giro cultural, el personalismo podría acomodarse a la nueva situación en que la identidad personal se ha vuelto cuestión de elección. Como dice Touraine, el sujeto “se construye en la relación inmediata de sí consigo mismo, en la más individual de todas las experiencias, en el placer personal o en el éxito social. No existe a no ser en el combate con las fuerzas del mercado o con las de la comunidad. Jamás edifica una ciudad ideal o un tipo superior de individuo. Labra un terreno y protege un espacio constantemente invadido”. El sujeto posmoderno, más que el arquitecto de un orden ideal, es “una fuerza de liberación”[26].

Este yo descentrado que se busca (se construye) a sí mismo, sostienen Pountain y Robins, se define a través del consumo, entendido como el “gusto personal”, elevado a ethos total: “eres lo que te gusta y lo que, por tanto, compras”[27]. La sociología comprueba, por un camino diferente, lo que la crítica filosófica tiene ya dicho: que la persona del personalismo se define por su voluntad. Siendo así, la condición de libre voluntad supone la ausencia de todo estándar o medida, es decir, de norma, para sopesar los derechos humanos como no sea la propia experimentación, la voluntad de cada persona, por lo que el principio en virtud del cual se reconocen los derechos humanos no puede ser sino formal y abierto. No más catálogos ni declaraciones terminantes: cualquier reclamo que importe la posibilidad de experimentar la propia vida debe tenerse por derecho de la persona.

La sociedad de consumidores, del hedonismo y el utilitarismo, va dando forma a lo que podría llamarse constitucionalismo desiderativo. Si bien el deseo y el placer, identificados con la felicidad, son pautas formativas de toda la modernidad, siempre existió una norma –una guía– del placer[28]. La característica posmoderna es, en cambio, la ausencia de norma, esto es, el exceso. Si no hay norma no hay modo de medir la distancia que media entre lo normal y lo anormal, lo justo y lo injusto, lo medido y lo desmesurado. Incluso el exceso pierde significado, porque “nada es excesivo cuando el exceso es la norma”, dice Bauman. Luego, la libertad ahora se ha entender, según Höpfl, como el modo humano de arreglárselas con el exceso, porque hay un exceso del exceso, “una proliferación de una heterogeneidad de elección y experiencia que prometen liberación, de construcción y persecución de sublimes objetos de deseo”. ¿Qué es la libertad, se pregunta Höpfl sino este exceso que hace absurda toda elección? ¿Qué son los derechos hoy, me pregunto, sino pedazos de exceso, manifestaciones concretas de ese exceso? Lo intuye Höpfl, aunque no use la palabra derechos. “La construcción de artefactos sublimes, objetos de deseo, personalidades, «estilos de vida», estilos de interacción, formas de actuar, formas de construir la identidad, etc. se convierte en una opresiva rutina enmascarada como una elección continuamente ampliada”[29].

La cultura posmoderna, anómica y excesiva, exalta la diferencia por la diferencia misma. El gusto o el deseo –la voluntad individual motora del yo–, se proyectan en identidades diferentes, cambiantes de un individuo a otro, que convocan a las políticas de consenso. Las denominadas éticas del reconocimiento no son más que un consenso precario dentro de un proceso de diferenciación constante que amenaza con quebrar ese mismo consenso. La única manera de que éste se mantenga es institucionalizar los diversos individuos y grupos culturalmente no reconocidos o despreciados, porque su diferencia no es valorada, no ha sido aún observada o no se la ha apreciado como auténticamente diferente. En este sentido, Nancy Fraser ha insistido que la política cultural de la diferencia se ha de vincular con la política social de la igualdad, para que la justicia incluya el reconocimiento (las políticas de identidad de los diferentes) junto a la redistribución (las políticas de justicia social)[30], como si dijésemos que reconocer al diferente importa auxiliar la diferencia, socorrerla, asistirla.

La posmodernidad es la época de la ausencia de normas, de la carencia de paradigmas, más allá del consenso mismo, de la negociación entre diferencias que no se asimilan. No hay valores ni bienes comunes, ni éticos ni sociales, sólo los convenidos políticamente, democráticamente por el Estado democrático de derecho, como garantía de deliberación racional. Esta garantía política se respalda en la autonomía de los sujetos que se autoconstituyen mediante pretensiones de derechos, entendidos como instancias de liberación-emancipación-identidad, en un ambiente de diálogo-consenso-racionalidad[31]. Se entiende el papel capital que juegan las políticas de identidad y las éticas del reconocimiento. La filosofía contemporánea –en especial Charles Taylor y Axel Honneth–, traduce la demanda personalista en la lucha por el reconocimiento del yo[32]. Unos y otros apuestan al consenso democrático en el que se unen y distinguen todas las diferencias.

 

Antropología constructivista y consensualista

La insistencia en el carácter postradicional de nuestras sociedades (en el sentido de que ya nada podemos aprender del pasado), es un factor decisivo a la hora de explicar la fragmentación de sujeto, su carencia de centro. En efecto, la muerte de la ideología del sujeto se explica por lo que Jameson llama «crisis de historicidad», esto es, la incapacidad del sujeto de procesar la historia misma ante el auge de una cultura de imágenes fluidas y rápidas que le aprisionan en el presente y le aíslan del pasado[33]. Este aspecto es capital en el devenir del personalismo. Las sociedades de la época posmetafísica y del pensamiento débil, las sociedades sin raíces, no ofrecen a qué atenerse, en ellas cada uno se las arregla por sí solo. Rota la cadena de la temporalidad, el sujeto no puede encontrar la explicación de su identidad personal en el pasado: debe construirla él mismo cotidianamente, sin arraigo ni herencia. El hombre posmoderno debe construirse una biografía.

Anthony Giddens explica que el hombre se va haciendo a medida que reacciona ante las circunstancias y aprende de ellas (reflexividad del yo): “No somos lo que somos, sino lo que nos hacemos”[34]. La identidad personal es la autobiografía que nos escribimos y en la que nuestros planes de vida van acomodándose a las demandas de tiempo y lugar, impulsada por la autenticidad como fidelidad a uno mismo, que renueva los votos posmodernos a favor del relativismo moral. No hay naturaleza humana, algo dado que podamos llamar hombre o mujer: por el contrario, la reflexividad reafirma “la creación refleja de la identidad del yo”, la autonomía de cada hombre o mujer que se hace a sí mismo[35]. En esta fábrica de identidad que es la reflexividad de la vida humana, el papel del cuerpo es vital. Contra la tesis de Foucault que toma al cuerpo como objeto pasivo, sea de placer sea de dolor, Giddens sostendrá que nuestro cuerpo participa activamente en la construcción del yo. Es más, la reflexividad “se centra en el cultivo –casi podría decirse en la creación– del cuerpo”[36]. Se trata de construir la identidad a partir del cuerpo, de aceptar que “el cuerpo es un objeto” en el que habitamos, pero que no está determinado de antemano, sino abierto al diseño que cada uno quiera darle[37].

El cuerpo no es un objeto que simplemente se acepta y que se lleva conforme a ritos y costumbres, normas morales o religiosas preestablecidas. El cuerpo está también sometido a la reflexividad: lo cambiamos, lo acomodamos, lo rehacemos conforme nuestros planes de vida, según escribimos nuestra biografía. Si cada individuo, en la elaboración de su propia identidad, puede optar entre diferentes estilos vitales, lo mismo cabe decir del cuerpo o tal vez especialmente del cuerpo: en la posmodernidad, el cuerpo no es algo dado, es un objeto que, como la persona misma, está haciéndose. Dice Giddens: “aunque el desarrollo del cuerpo se haya de efectuar a partir de una diversidad de opciones de estilo de vida, decidir entre varias alternativas no es en sí una opción sino un elemento inherente a la construcción de la identidad del yo”[38].

A esto llamo constructivismo antropológico posmoderno: si el yo no está dado, el cuerpo tampoco lo está; como el yo, el cuerpo se hace a voluntad. El constructivismo antropológico significa electividad del yo, electividad de nuestro cuerpo, electividad de nuestra biografía, electividad de nuestra sexualidad. Y nuestras elecciones son, en principio, reversibles: podemos deshacernos de ellas y adoptar otras. La revolución biotecnológica de los últimos años ha contribuido a sostener esta expectativa de la construcción de la propia identidad a partir de los propios deseos. La manipulación genética lo puede todo, por lo que no se podría afirmar que existe una naturaleza humana inmutable, una realidad ontológica a la que podemos llamar hombre/mujer siempre e inevitablemente. La ingeniería genética y las técnicas de la biología reproductiva colaboran a la destrucción del sujeto, a la disolución del yo, cuyo único rasgo es su cuerpo, entendido también de una manera plástica y cambiante a voluntad.

A ello sumemos los cambios culturales respecto de la conducta sexual: la homosexualidad, masculina y femenina, busca desarticular los modelos sociales basados en roles sexuales definidos, al mismo tiempo que expresan la desestructuración (deconstrucción, según Derrida) de identidades preestablecidas, en tanto que la pareja heterosexual deja de ser el referente jurídico o la norma de la moral. El derecho al matrimonio de los homosexuales lo mismo que el derecho al aborto forman parte de estas construcciones y deconstrucciones culturales del género. Me detendré un instante en el pretendido derecho al aborto porque es un claro caso de este personalismo constructivista y relativista.

 

Género y feminismo, derechos sexuales y aborto

De acuerdo a las nuevas concepciones, el género no forma parte de la naturaleza, sino de la simbología; son ideas que se tienen acerca de la sexualidad humana, de las diferencias sexuales y de sus implicancias socio-culturales. Es una categoría analítica construida socialmente, que sirve para asignar roles y conductas en la sociedad a partir de las diferencias anatómicas; de modo que lo masculino y lo femenino son representaciones culturales de carácter histórico-social, que la propia persona puede cambiar así como el tiempo puede transformarlas. Los planteos de género persiguen la finalidad teórica de exponer los privilegios que un sexo tiene sobre otro, la opresión de la mujer por una sociedad y una cultura masculinas; y el propósito práctico de emancipar a la mujer, no sólo equiparándola al varón, estableciendo condiciones igualitarias entre los sexos (feminismo de igualdad), sino además generando una nueva cultura en la que la diferencia que comporta lo femenino sea legítimamente impuesta y respetada (feminismo de la diferencia)[39].

Aunque los derechos reproductivos sean de reciente factura, su base ideológica se encuentran en los conceptos de integridad corporal y autodeterminación sexual, característicos del feminismo de la diferencia, cuyo trazado está ya en los argumentos personalistas. Con la expresión derechos reproductivos o derechos sexuales, las feministas formulan el derecho de las mujeres a la autodeterminación sobre su propia fertilidad, a la autorregulación de la maternidad, y a la libre decisión y uso de sus cuerpos; a métodos sexuales seguros y servicios sanitarios de buena calidad; y la libertad de toda coerción y abuso, incluso el aborto procurado[40].

En primera instancia, el aborto es presentado como un aspecto concerniente a la esfera privada de la mujer y/o de la pareja, como una decisión de la persona, que no es materia de discusión pública sino en tanto y en cuanto lo público es desbordado por la invasión de lo privado. En el caso Roe v. Wade, de 1973, la Corte Suprema norteamericana usó de este fundamento para justificar el aborto; dijo que el derecho a la privacidad “es lo suficientemente amplio como para incluir la decisión de una mujer de interrumpir o no su embarazo”[41]. El argumento central es la libertad sexual, que no existe si no se dispone del propio cuerpo; y no se puede disponer libremente del cuerpo sin contar con una dosis suficiente de poder político-social[42].

En un segundo momento, se trata de desligar la maternidad de la feminidad[43], pues la mujer, hoy en día, ya no necesita legitimarse socialmente mediante su capacidad de traer hijos al mundo. La maternidad es entendida de manera libre, lo que supone el derecho a vivirla por propia elección y no por obligación. Aquí rebrota el argumento deconstructivista posmoderno del yo como devenir intencional y reflexivo: ya no hay un concepto de naturaleza que permita determinar esos roles precisos de hombre y de mujer. El aborto, entonces, puede interpretarse como la manifestación de voluntad de la mujer de subvertir el orden social impuesto, como un acto de liberación que le permite trascender la naturaleza, emanciparse de roles definidos por los va rones. El aborto, el acto de la mujer que importa la negación (y al mismo tiempo afirmación) de la propia feminidad, es una expresión de liberación femenina, de la voluntaria emancipación del destino de la anatomía. El aborto se afirma como un trastrocamiento de los roles preestablecidos por la modernidad, insoportables en la posmodernidad que no puede dar certeza de diferentes sexos con funciones también diferentes por mandato de la naturaleza o de Dios, por disposición legal o imposición cultural.

Una tercera derivación consiste en desligar la sexualidad de la reproducción. Las feministas son constantes en el reclamo de un derecho al “ejercicio autónomo de la sexualidad, a gozarla con o sin finalidad coital, de acuerdo con las propias preferencias, y a la protección legal de las mismas”. Consiguientemente, se demanda el derecho a “una sexualidad placentera y recreacional independiente de la reproducción”, que reforzando el derecho a la integridad del cuerpo, implica entre otras cosas el acceso a servicios de anticoncepción y contracepción[44]. Esto es: la justificación del goce sexual en sí mismo, más allá de la finalidad natural que el sexo posee e independientemente de su consecuencias o resultados, queridos o inesperados. Lo ha explicado Giddens: los nuevos lazos entre sexualidad e intimidad separan toda finalidad reproductiva (procreadora) del goce sexual, de modo que la sexualidad queda “doblemente constituida como medio de realización propia y como instrumento primordial y expresión de la intimidad”. La sexualidad se desprende de toda restricción ética y/o cultural[45]. Por eso he llamado en otra oportunidad a los hijos abortados «residuos de la felicidad»: son la consecuencia no querida de relaciones sexuales, sus sobrantes.

En última instancia la realización sexual del sujeto carece de modelos: como quería el personalismo, forma parte de la propia decisión, es motivo de construcción personal.

 

III. PERSONALISMO Y CONSTITUCIONALISMO HOY

El personalismo, como ideología que busca dar fundamento a los derechos conformando el estatuto jurídico del hombre libre, combate la tesis que les reduce a los intereses jurídicamente protegidos, como afirmaba Ihering, expandiéndolos a todo interés humano, pues cualquiera sea éste exige protección en tanto el sujeto lo considere existencialmente valioso para su personalidad, es decir: todo interés, como manifestación de la voluntad personal, tiene vocación de derecho.

Los nuevos derechos, se dijo, tienen vieja raíz; en cierto modo son viejos nombres cargados de nuevos contenidos, por mor del posmoderno pragmatismo y del abandono de todo fundamento último[46]. Así sucede, por caso, con la igualdad. En tanto que las personas son existencialmente diferentes, la igualdad jurídica o formal se puede formular como un derecho a la diferencia, que reconoce las distintas identidades personales y les asigna un mismo status jurídico. Sin embargo, el reclamo actual del reconocimiento del derecho a la diferencia plantea una situación completamente diferente: en las sociedades pluralistas y conflictivas contemporáneas se trata de postular una diversidad cultural, étnica, social, etc., en términos de amparo jurídico, no para acceder al plano de la igualdad formal, sino para garantizar la identidad/ diversidad grupal. Es la distancia que media entre la protección liberal y la emancipación hodierna. Por caso, la constitución reciente de la Ciudad de Buenos Aires ha plasmado el derecho a ser diferente, con el que en principio expresa la prohibición de toda clase de discriminación (art. 11). Sin embargo, bien entendido, el derecho a ser diferente importa la capacidad de ser distinto y, por lo tanto, de discriminarse del común de la gente.

Enunciaré algunos supuestos constitucionales de los nuevos derechos en los que aparece expresada la herencia ideológica del personalismo.

1.º En tanto que el hombre se autoconstituye en el ejercicio de su voluntad libre, la identidad se concibe autodecisión, autodefinición y autoafirmación. Desde este punto de vista, la introducción del concepto de identidad en el campo de los derechos cumple una doble finalidad, corrosiva, primero, de las identidades ya establecidas –por ejemplo, las que derivan de la sexualidad burguesa– y constitutiva, luego, de un nuevo sujeto, ya personal, ya colectivo. El derecho a la propia identidad opera una deconstrucción de las ficciones legales seguida de una auto-constitución desde la ficción identitaria nominal: se trata de una nueva ficción, la de la subjetividad constitutiva del mismo sujeto, que conlleva inevitablemente la irracionalidad del relativismo, porque todo es posible, todo merece reconocimiento en tanto y en cuanto el sujeto lo alegue como propio de su identidad[47]. En la medida que la identidad no está dada sino que es un hacer de la persona, no puede ser objeto de mostración o re velación sino de escritura y narración[48]; careciendo de una solidez ontológica que nos dé la seguridad de ser personas el derecho no puede más que suscribir la fluidez existencial en medio de la cual nos vamos haciendo personas y nos vamos dando una identidad. La identidad se vuelve adquisitiva y, por qué no, electiva: es materia de nuestras propias decisiones libres.

En este sentido, las constituciones proyectan esa identidad concediendo garantías al derecho al libre desarrollo de la personalidad (Angola, 1992, art. 20; Colombia, 1991, art. 16; Ecuador, 1998, art. 23.5, Chehenia, 2003, art. 3.2; etc.)[49]. Es lícito colegir –dentro de la hermenéutica personalista– que se ampara así el proyecto subjetivo de vida, como expresión de la libertad negativa, esto es, la autonomía de la voluntad reconocida en cuanto capacidad constitutiva del propio sujeto de desplegar el plan de vida que autónomamente determine, decida o cambie[50]. Es lo que Mounier llama movimiento de la personalización: el desarrollarse, fraguarse la propia vida contra toda determinación exterior. “El derecho de pecar, es decir de rehusar su destino, es esencial al pleno ejercicio de la libertad”[51].

El derecho al libre desarrollo individual (a la “autenticidad” como expresa el art. 94 de la constitución de la provincia argentina Santiago del Estero), garantiza el trazado voluntario del propio proyecto de vida que constituye la verdad para cada persona, porque cada una es singular, irrepetible. Como señala James Griffin, la autonomía y la libertad tienen que reforzarse pues los hombres, agentes de su propia vida, cambian con el tiempo y no fijan sus fines de una vez para siempre; por consiguiente “la libertad es libertad de vivir esta especie de vida en interminable evolución”, motivo por el cual “debemos estar libres de interferencias en la persecución de nuestros propios fines”[52].

 

2º La libertad de conciencia y de expresión se ha vigorizado en los nuevos ordenamientos constitucionales, en atención al sostenimiento de los anteriores derechos, porque salvaguarda la dirección moral individual que cada uno da a su identidad en desarrollo. Esto es: la persona goza de la libertad de creencia y de increencia, de conciencia, de opinión religiosa y filosófica, y a la práctica libre de las costumbres y tradiciones que elija, como se dice en el art. 7 de la constitución de Burkina Faso de 1997. Se entiende que cada uno puede cambiar de creencias religiosas o filosóficas (art. 9.1 de la constitución dominicana de 1978), incluso del derecho a definir su propia creencia religiosa, de profesarla y difundirla o no profesar ninguna religión y lo mismo enseñarlo públicamente, con la única limitación de que la propaganda no contradiga los “principios del humanismo” (constitución de Azerbaijan, 1995, arts. 48 y 18.2)[53].

Ya no se trata solamente de la libertad de crítica de lo establecido, sino de la aventura de pensar libremente lo que uno quiera y expresarlo sin cortapisas. Malsano precio que se paga al racionalismo irracionalista que destruye toda moralidad común, pues en aras de la libertad moral individual se constituye al Estado en el único preceptor capaz de obligar moralmente, el solo agente dotado de poder para establecer preceptos morales, conforme la paradoja de Spinoza: siendo que nadie puede renunciar al derecho de juzgar por sí mismo, porque por naturaleza uno es dueño de sus pensamientos, no puede sin embargo ejercitarse libremente en un Estado “sino conformemente a las prescripciones del poder supremo”[54].

 

3º El derecho a la propia imagen (Brasil, 1988, art. 5.X; Ecuador, 1998, art.23.8: etc.), reconduce también al básico derecho a la propia identidad, pues en nuestros sistemas jurídicos positivistas toda identidad tiene el potencial de convertirse en derecho con tal que se la reclame. Este derecho ampara moralmente el proyecto de vida de cada persona o grupo diferente, a ser lo que uno quiere ser, sancionando las negaciones o violaciones de la autoconciencia. En estos términos, los juristas han elaborado el concepto de “daño al proyecto de vida”, como protección a la dimensión ontológica de la persona[55]. En el contexto posmoderno, el derecho a la propia imagen merece seria atención: no puede verse en él únicamente el rostro pintoresco del yo devuelto por un espejo y reflejado a toda la sociedad, sino el escudo jurídico de una identidad subjetivamente construida y continuamente intimidada. La objetividad del sujeto, su personalidad, podría decirse con Bauman, “se teje enteramente a partir de los frágiles hilos de los juicios subjetivos, aunque el hecho de que sean tejidos conjuntamente [léase: consensualmente] da a esos juicios un barniz de objetividad”[56].

 

4º El multiculturalismo[57] sobrepasa la ahora vieja prohibición de discriminación, ya que la diversidad –religiosa, cultural, étnica, lingüística, etc.– y las garantías a las minorías de toda clase se erigen en valor constitutivo de la persona y de la nación o Estado (Camerún, 1996, preámbulo; declaración de derechos de Uganda, arts. III.II y XXXVI; Colombia, 1991, art. 7; México, art. 2; Ecuador, 1998, arts. 62 y 84; Chechenia, 2003, preámbulo; China, 1998, art. 4.1; India, art. 29.1; etc.). Incluso para adherir o formar parte de una minoría ciertas constituciones no requieren poseer los caracteres de ella –hablar su lengua, formar parte de su cultura o pertenecer a la etnia–, bastando la simple decisión voluntaria de adherir, de desearlo, de querer ser «eso» (Chechenia, 2003, art. 23.1 y Sudáfrica, 1996, art. 30). Se recoge así la idea de identidad electiva, se acepta que la voluntad crea la minoría aún contra la historia, la biología o la cultura.

Los derechos de las minorías cristalizan el reconocimiento de la diversidad, en la medida que constituye un agravio cultural el desconocimiento de la singularidad étnica, cultural, religiosa, sexual, etc. Si por un lado se repudia el proyecto homogenizador del constitucionalismo liberal, constituido sobre ciudadanos imaginarios a los que se ha borrado lo que los distingue, por el otro se pasa por sobre el concepto clasista del constitucionalismo y la visión igualitaria del Estado de bienestar, propia de una sociedad complaciente. Pero lo singular es que la diferencia puede ser tanto efímera como sustancial, “blanda o dura”[58], e incluso electiva y virtual, como “proceso de identificación” (Stuart Hall), con lo que se trata de imponer la voluntad personal por sobre la diversidad real: puede el propio sujeto voluntariamente sostener una diferencia y reclamar la protección en términos de derechos, porque el gusto y el deseo son constitutivos de las diferencias. Volvemos así a la tesis del principio: todo interés humano tiene vocación de derecho.

 

5º El derecho sobre el propio cuerpo y la saga de los derechos de género han entrado también en el ámbito constitucional, Por lo pronto, casi todas las constituciones recientes reconocen la igualdad del hombre y la mujer en todos los planos, aunque sin hacer cuestión de género, es decir, sin reivindicar los planteos feministas de derechos peculiares al género femenino. Además, el derecho al propio cuerpo suele establecerse de manera indirecta con relación a la maternidad/paternidad responsable, esto es, el planeamiento familiar con relación al número de hijos (China, 1988, arts. 48 y 49.2; Ecuador, 1998, art. 9; México, art. 4; etc.) Algunas excepciones merecen notarse; por ejemplo, la constitución sudafricana de 1996 adopta como valor el “no sexismo” (art. 1.b); la declaración de derechos de Uganda reconoce a las mujeres el derecho a una acción afirmativa para corregir los desbalances creados por la tradición, la historia o la costumbre (art. XXXIII.5); y la constitución argentina de la Ciudad de Buenos Aires, en el art. 36, dispone el principio general por el que se garantiza “en el ámbito público y [se] promueve en el privado la igualdad real de oportunidades y trato entre varones y mujeres en el acceso y goce de todos los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, a través de acciones positivas que permitan su ejercicio efectivo en todos los ámbitos, organismos y niveles”. Agrega, más adelante, que en la educación se “contempla la perspectiva de género” (art. 24); y acuerda a la legislatura la facultad de promover legislativamente las “medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de oportunidades y de trato entre varones y mujeres” (art. 80.7). Para no dejar duda alguna de su intención, el art. 38 insiste: “La Ciudad incorpora la perspectiva de género en el diseño y ejecución de sus políticas públicas y elabora participativamente un plan de igualdad entre va rones y mujeres”. Por lo tanto, propende a modificar radicalmente todo vestigio cultural y socio-económico que implique alguna superioridad o mera distinción del varón y la mujer.

En cuanto a los derechos sexuales y/o reproductivos, finalmente, están garantizados por numerosas convenciones internacionales de las que ya se dio cuenta, siendo la mayor parte de ellas de aplicación directa en los Estados por cuanto las actuales constituciones están abiertas a la incorporación de los derechos recogidos en documentos internacionales.

 

IV. ¿PERSONALISMO SIN PERSONA?

Pa rece indudable que el personalismo ha estado presente en todos los momentos históricos del constitucionalismo como ideología que potencia los derechos humanos: primero como individualismo, luego como protección del desfavorecido, más tarde como garantía de los ciudadanos satisfechos, y ahora como elogio de la diferencia. Sin embargo, enfrenta hoy un desafío. Las tendencias disgregantes de la posmodernidad parecieran empujarle hacia su crisis o hacia una forma nueva, el personalismo sin persona. ¿Es así?

Un primer riesgo está en la misma democracia, específicamente en lo que Miguel Ayuso llama acertadamente el desfondamiento pluralista, su exacerbación y radicalización en el discurso del multiculturalismo y el humanitarismo, que prolongan su ética política relativista, avanzando hacia una anárquica y ecuménica cultura laica[59]. Lo probarían las demandas de identidad de los más variados setos sociales, entre ellas las de género y el constructivismo antropológico. La radicalización de los intereses particulares nos ha traído a esta situación de guerra institucionalizada en la que resulta imposible encontrar una base para convivencia política[60]. El individualismo o particularismo exacerbado hace absurda toda referencia a un bien común, pues asigna la prioridad a los bienes personales, ora individuales, ora sectoriales[61].

¿Quién duda que vivimos el avance de las diferencias, la avenida de los distintos y el ascenso de las minorías? Pero no es sólo cuestión de reconocimiento –de la admisión de la diversidad, del respeto y asunción de la pluralidad– sino de convertir la diferencia en norma, en ley positiva, y no tan sólo nacional sino global. La igualdad de todas las diferencias, que no las borra sino que las ampara en un nivel semejante, por dotarlas a todas de subjetividad jurídica, ese es el ideal al que se aspira. El argumento puede reconocerse personalista, afirmando el carácter natural de la desigualdad, más allá incluso de lo que pudiera haber de construcción humana. En el primer caso, la protección de la persona llama a respetar la diferencia innata; en el segundo, convoca a rectificar la desigualdad inducida voluntariamente. Lo que ambos argumentos tienen de común es la imposición de la subjetividad a la ley, el desbordamiento del derecho por el imperio de las voluntades particulares.

En el ambiente posmoderno, pirronismo y voluntarismo, camuflados bajo el pragmatismo de escuela y el anti fundamentalismo, van de la mano y el hombre se vuelve medida de todas las cosas. Protágoras ha vencido a Sócrates. Si se sostiene que es el cuerpo y los derechos y libertades propiamente corporales los que definen a la persona, es porque se niega la capacidad del hombre para conocer lo que las cosas son, su naturaleza racional. A falta de razón, entonces, es la voluntad la que se impone empecinándose, sosteniéndose en sí misma como dimensión física y soporte sensorial de la vida.

La discusión introducida por el personalismo y su deriva posmoderna se mantiene todavía en un plano estrictamente fenomenológico o existencial, casi diría visceral, en el que se deja de lado la dimensión moral de la persona. Se ha visto cómo se persigue actualmente la protección de desigualdades francamente inmorales (como la homosexualidad) cuando no abiertamente criminales (el aborto y la eutanasia). La no compulsa de la dimensión moral de la persona, su condición caída, pecadora, su naturaleza disminuida, de ser imperfecto, ya no amortigua la pretensión de una dignidad incuestionable, que se dice radica en toda persona en tanto que tal. Tomás de Aquino enseñó que a ninguna cosa se le ha de negar la dignidad que le corresponde por naturaleza “como no sea por su culpa”[62], de modo que la persona puede volverse indigna, por lo que se torna necesario readquirir la dimensión moral (dinámica) de la dignidad humana. Sin embargo, el personalismo niega que la dignidad esté condicionada por el valor moral de la persona. Y aquí radica una de las vetas corrosivas del personalismo. Por fundarse en una antropología sesgada, la escuela personalista es la causa de la anarquía y corrupción jurídicas actuales en materia de derechos humanos. Más grave aún cuando el jurista se inhibe a sí mismo de entrar en consideraciones filosóficas y se acomoda en el plano de un lenguaje elástico, indeterminado y empírico, como señalase Pietro Giuseppe Grasso, en el que hallan cobijo los equívocos derechos sancionados por el orden jurídico[63].

¿No es ésta una de las razones de la ausencia de toda discriminación a la hora de reconocer y proteger minorías? Lo que a algunos sugiere una instancia justa de homogenización social, en verdad lo es de desquicio. Es cierto que ha quedado desnuda la falacia de la igualdad liberal (puramente formal, solamente legal), pero no se la ha reemplazado por ningún criterio de comparación y valoración para reconocer juridicidad o igualar las más diversas pretensiones de la voluntad de la persona. La dimensión de la justicia sigue ausente. El paroxismo pluralista, ya denunciado, reniega de una jerarquización de los valores, de los bienes humanos, porque no hay nada común a los hombres salvo su libertad; así se entabla una lucha por el poder, semejante a la del estado de naturaleza de los contractualistas, que la democracia no concilia sino posterga sine die aplicando mecanismos de consenso de los que sólo resultan consensos precarios.

La alegada autonomía de la persona en la que se fundan los actuales derechos, recoge aquella falsa imagen de la persona como proceso de autocreación; pero la autonomía, lo mismo que la libertad, dicen de facultades personales, propiedades de la naturaleza humana, que no se identifican con ésta ni son sus rasgos definitorios. Un orden justo no puede elaborarse a partir de la idea de una «justicia modular», preconizada por John Rawls y Jürgen Habermas, en la que las diferentes piezas encajan en un módulo único y plural sin renunciar a su autonomía. Sin embargo, parece ser ésta la invitación al futuro próximo: reforzar la autonomía individual en un mundo cambiante e inasible, diseñando un derecho igualmente ubicuo y modular. El Club de Roma sostuvo en 1999 que el gran desafío para el desarrollo humano “no es adaptarse de una vez por todas a una nueva situación, sino ingresar en un estado permanente de adaptación para poder afrontar la incertidumbre, las nuevas dimensiones de la complejidad y las potenciales oportunidades”[64]. Esto es: lejos de predicarse un estatuto ontológico de la persona como corrección de las injusticias, se pedirá a la persona un existir proteico y un comportamiento ambiguo, porque la norma –tanto de la persona como de la ley– es la adaptación al cambio permanente, requerimiento del ser libre[65].

El panorama no es alentador. A pesar de los defectos del personalismo, no se observa en el plano jurídico-político signo alguno de su superación; al contrario, los nuevos pasos dados por la filosofía política y los diferentes ordenamientos jurídicos confirman la recepción y la profundización de las construcciones subjetivas, voluntarias, de la persona, propias del personalismo. No obstante puede ya notarse cierto desfase: si la constitución predica un ideario personalista, las nuevas teorías de los procesos sociales y las construcciones ideológicas de lo sociopolítico, remiten a patrones identitarios que, para ser encapsulados en el corsé personalista, instan a una infinita y permanente revisión de lo que se entiende por persona. El problema, en algún momento, volverá al terreno filosófico y reaparecerá una pregunta urgente, ¿es posible la subsistencia del personalismo sin persona? La persona del personalismo, ¿es persona? ¿Es persona lo que sólo es proyecto, voluntad de hacerse haciéndose, sin más sustento que su querer autónomo?

 

 

[1] Mientras que el concepto de persona se remonta al cristianismo y el medioevo, el personalismo aparece recién en el siglo XX. M. Ayuso, El ágora y la pirámide, Madrid, 2000, págs. 96 y sigs.

[2] J. M. Burgos, El personalismo, Madrid, 2000, pretende explicar cómo, escuelas diferentes y hasta contrapuestas, confluyen en la elaboración del esta “filosofía nueva”, reconociendo la paternidad espiritual de Emmanuel Mounier. El propio J. Maritain en los “Preliminares” de su libro La persona humana y el bien común, de 1946, advertía esta pluralidad de encontradas corrientes personalistas, buscando él una síntesis que pretendía tomista

[3] Vide D. Castellano, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, Napoli, 2007, cap I.

[4] G. Ibáñez, Persona y derecho en el pensamiento de Berdiaeff, Mounier y Maritain, Santiago de Chile, 1984, pág. 14.

[5] Jean Lacroix afirma que lo común al personalismo en sus diversas expresiones es la afirmación de la persona como totalidad, que tiene primacía sobre las necesidades materiales lo mismo que sobre los aparatos colectivos. Apud Castellano, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., pág. 30.

[6] Mounier diferenciaba entre persona (dimensión óntica) y personalidad (dimensión creativa), como quien distingue entre naturaleza fija y proyecto libre de realización.

[7] H. Corral Talciani, “El concepto jurídico de persona y su relevancia para la protección del derecho a la vida”, Revista Ius et Praxis, N.º 11/1 (2005), pág. 40.

[8] Apud Ibáñez, Persona y derecho… cit., pág. 148.

[9] J. F. Segovia, Derechos humanos y constitucionalismo, Madrid, 2004, cap. III.

[10] E. Mounier, El personalismo, Buenos Aires, 1962, págs. 35-36 y 40.

[11] Insiste en este punto, con sobrados argumentos, D. Castellano, Racionalismo y derechos humanos, Madrid, 2004, passim. Ahora, también, en Castellano, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., passim.

[12] Vide Castellano, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., págs. 11-21; y Z. Bauman, En busca de la política, Buenos Aires, 1999, págs. 166-168.

[13] Escribió en De hominis dignitate, 1484: “No te dimos ningún puesto fijo, ni una faz propia, ni un oficio peculiar, ¡oh Adán!, para que el puesto, la imagen y los empleos que desees para ti, esos los tengas y poseas por tu propia decisión y elección. Para los demás, una naturaleza contraída dentro de ciertas leyes que hemos prescrito. Tú, no sometido a cauces algunos angostos, te la definirás según tu arbitrio al que te entregué”.

[14] H. Seidl, “Cuestiones en torno a la ética personalista”, Ethos, N.º 23-25 (1995-1997), págs. 155-174.

[15] Mounier, El personalismo, cit., pág. 18.

[16] Lo que explica el papel singular que ha ganado en el ordenamiento jurídico la objeción de conciencia como reconocimiento del derecho de la voluntad individual de no cumplir la ley. Vide Castellano, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., págs. 118 y sigs.

[17] Lo que daría la razón a Castellano cuando insiste en que los derechos, en tanto antepuestos al Estado y al derecho positivo, remedan los que el hombre posee en el estado de naturaleza, conservados ahora en el interior de la sociedad política. Castellano, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., págs. 116 y 125.

[18] L. Ferrajoli, Los fundamentos de los derechos fundamentales, Madrid, 2005, pág. 158.

[19] C. S. Nino, “Objeción de conciencia, libertad religiosa, derecho a la vida e interés general”, en R. Rabbi-Baldi Cabanillas (ed.), Los derechos individuales ante el interés general, Buenos Aires, 1998, pág. 187.

[20] D. Castellano, Racionalismo y derechos humanos, cit., cap. I, expone y critica este concepto negativo de libertad, en el que se fundan los derechos humanos.

[21] Vide Segovia, Derechos humanos… cit., págs. 91 y sigs.

[22] Ch. R. Beitz, “Human rights as a common concern”, American Political Science Review, Nª 95/2 (June 2001), págs. 269-282.

[23] L. Ferrajoli, “Sobre los derechos fundamentales”, Cuestiones Constitucionales, N.º 15 (julio-diciembre 2006), pág. 125; Ídem, Derecho y razón, cit., pág. 946.

[24] Castellano, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., págs. 147-160.

[25] Ü. Beck, La invención de lo político, Buenos Aires, 1999, págs. 129-133.

[26] A. Touraine, ¿Podremos vivir juntos? Iguales y diferentes, Buenos Aires, 1998.

[27] Apud Z. Bauman, Comunidad, Buenos Aires, 2005, pág. 63.

[28] En Bentham era la mayor felicidad para el mayor número; en John Stuart Mill, la filantropía; etc.

[29] Apud Bauman, Comunidad, cit., pág. 155. En obra posterior Bauman insiste en la relación del exceso con la volatilidad de la identidad. Z. Bauman, Modernidad líquida, Buenos Aires, 2000, págs. 68-69 y 78-82.

[30] N. Fraser, Social justice in the age of identity politics: redistribution, recognition and participation, The Tanner Lectures on Human Values, Stanford University, 1996.

[31] J. Habermas, El futuro de la naturaleza humana, Buenos Aires, 2004, pág. 59.

[32] A. Honneth, La lucha por el reconocimiento. Por una gramática moral de los conflictos sociales, Barcelona, 1997; y “Reconocimiento y justicia”, Estudios Políticos, N.º 27 (julio-diciembre 2005), págs. 9-26. Ch. Taylor, “Las fuentes de la identidad moderna”, en Debats, N.º 68 (2000), págs. 30-45; y Fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna, Barcelona, 1996. La crisis de la modernidad, según Taylor, se debe al olvido de sus fuentes. La identidad del yo supone el reconocimiento y la afirmación de las fuentes históricas de la modernidad, implícitas aunque operantes: el deísmo, la autoresponsabilidad de la persona como sujeto, y la creencia romántica en la bondad de la naturaleza.

[33] Frederic Jameson, Teorías de la posmodernidad, Madrid, 1996.

[34] A. Giddens, Modernidad e identidad del yo, Barcelona, 1995, pág. 99.

[35] Ídem, págs. 112-121.

[36] Ídem, págs. 129-130.

[37] Ídem, págs. 128 y 132.

[38] Ídem, pág. 225.

[39] E. Grau Biosca, “Feminismo: pensar la política desde la diferencia femenina”, en J. A. Mellón (ed.), Ideologías y movimientos políticos contemporáneos, Madrid, 1998, págs. 331-348; K. Offe, “Definir el feminismo: un análisis histórico comparativo”, Historia Social, N.º 9 (invierno 1991), págs. 103-135; L. Toupin, Les courants de pensée féministe, Québec, 2003; y W. Kymlicka, Filosofía política contemporánea, Barcelona, 1995, cap. 7.

[40] Vide A. E. Pérez Duarte y Noroña, “Una lectura de los derechos sexuales y reproductivos desde la perspectiva de género. Panorama internacional entre 1994 y 2001”, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, N.º 105 (septiembre-diciembre 2002), págs. 1.001-1.027.

[41] S. Pichler, Roe contra Wade - antecedentes e impacto, Planned Parenthood Federation of America, 2006.

[42] Vide la declaración de los derechos sexuales de 1997, puntos 2.º y 8.º.

[43] Vide E. Giberti, “La madre y la maternidad en suspenso”, en S. Checa (comp.), Realidades y conjeturas del aborto, Buenos Aires, 2006, págs. 61 y sigs.

[44] Así la Convention on Elimination Of All Forms of Discrimination Against Women (CEDAW), de 1979.

[45] Giddens, Modernidad e identidad del yo, cit., pág. 209.

[46] Z. Arslan, “Taking rights less seriously: posmodernism and human rights”, Res Publica N.º 5 (1999), págs. 195-215.

[47] Castellano, Racionalismo y derechos humanos, cit., pág. 140.

[48] Castellano, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., pág. 151.

[49] La aparición de este derecho en el plano internacional, en S. Marks, “The human right to development: between rethoric and reality”, en Harvard Human Rights Journal, N.º 17 (2004), págs. 137-168.

[50] A. F. Suárez Berrío, “Derecho al libre desarrollo de la personalidad en la jurisprudencia de la Corte Constitucional colombiana entre los años 1992 y 1997”, Revista Dikaion, N.º 8 (julio 1999), págs. 68-126.

[51] Mounier, El personalismo, cit., pág. 9. El acento ha de ponerse no tanto en el derecho a pecar como en la libertad de negar el destino, lo establecido, el mundo que quiere domeñarnos y determinarnos. Por eso afirma Mounier (ídem, pág. 7) que la persona “es una actividad vivida como autocreación, comunicación y adhesión, que se aprehende y se conoce en su acto, como movimiento de personalización”.

[52] J. Griffin, “Discrepancia entre la mejor explicación filosófica de los derechos humanos y las leyes internacionales de los derechos humanos”, Anales de la Cátedra Francisco Suárez, N.º 36 (2002), págs. 104 y 107.

[53] Revelación del carácter acentuadamente ateo de la actual vena secularizadora. Castellano, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., pág. 147.

[54] B. de Spinoza, Tratado teológico-político, 1670, cap. XX, § 8. Y en §14 afirma: “El individuo resigna, pues, libre y voluntariamente el derecho de obrar, pero no el de raciocinar y el de juzgar.” Debo la atención sobre este texto al profesor Francisco Canals, por referencia de M. Ayuso, ¿Ocaso o eclipse del Estado?, Madrid, 2005, pág. 110.

[55] J. Mosset Iturraspe, El valor de la vida humana, Santa Fe, 1991, pág. 327.

[56] Bauman, Comunidad, cit., pág. 71.

[57] Sobre la recepción del multiculturalismo en el constitucionalismo, M. Carbonell, “Constitucionalismo, minorías y derechos”, en Isonomía, N.º 12 (abril 2000), págs. 95-118.

[58] Vide H. Rachik, “Identidad dura e identidad blanda”, en Revista CIDOB d’Afers Internacionals, N.º 73-74 (mayo-junio 2006), págs. 9-20.

[59] M. Ayuso, ¿Después del Leviathan?, Madrid, 1996, págs. 111 y sigs.

[60] Castellano, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., pág. 105.

[61] Ayuso, ¿Ocaso o eclipse del Estado?, cit., págs. 27-29.

[62] S. Th., Iª, q. 65.

[63] Apud Castellano, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, cit., pág. 115.

[64] PNUD, Informe sobre desarrollo humano, Madrid, 1999.

[65] Por otra parte, perfectamente adecuado al personalismo de Mounier, quien escribió: “Ni siquiera las alienaciones históricas, las que sólo duran un tiempo, nos dan respiro; sobre una que se derrumba, surge otra nueva; toda victoria de la libertad se vuelve contra ella misma y reclama un nuevo combate: la batalla de la libertad no conoce fin”. Mounier, El personalismo, cit., pág. 39.