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Número 513-514

Serie LI

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El derecho de los derechos humanos

CUADERNO: EL DERECHO DE LOS DERECHOS HUMANOS

 

1. Una distinción que es un problema

Un conocido jurista contemporáneo, considerando la cuestión de los derechos humanos, ha recibido e instituido una lapidaria distinción entre los conceptos de derecho y derecho subjetivo clásicos y las definiciones de derecho y derechos subjetivo modernas[1].

La concepción clásica, esto es, perenne, entiende que el derecho requiere como su presupuesto ontológico de un orden justo dado, que la inteligencia humana acoge porque es, y no solamente en el plano de la efectividad sino en él la realidad[2]. El derecho subjetivo, a continuación, para la concepción clásica, no es otra cosa que el título originario «natural» del sujeto en cuanto sujeto a ser respetado como tal[3]. De este derecho originario deriva el eventual derecho a la vindicatio, esto es, el derecho a reclamar el restablecimiento del orden justo violado. El derecho subjetivo a la vindicatio tiene, pues, una función restauradora del deber incumplido y, por tanto, reclama el cumplimiento de las obligaciones que no se honraron.

La definición moderna, al contrario, parte del presupuesto (racionalista) de que el hombre es absolutamente libre para instaurar el orden jurídico (y aun antes el orden moral) que le parece preferible. El derecho, para la weltangschauung moderna, no es la individuación y –por tanto– la determinación de lo que es justo; el derecho subjetivo, a continuación, es la pretensión de poder ejercitar la libertad negativa, es decir, la libertad como sola y absoluta autodeterminación del querer[4]. El derecho subjetivo, pues, para la modernidad jurídica es prioritario (en el sentido de que viene antes) respecto del deber. Depende de la voluntad del sujeto o –como acaba de observar el señor Procurador General– de la del soberano.

La distinción correctamente instituida pone a nuestra consideración una cuestión fundamental. Resulta necesario, por ello, interrogarse sobre qué es el derecho y, consiguientemente, sobre qué es el derecho subjetivo. Las definiciones convencionales de derecho y derecho subjetivo plantean más problemas de los que resuelven. Por ejemplo, la tesis de que el derecho sería necesario para (y funcional a) la sola coexistencia de las libertades, esto es, a la convivencia llamada a garantizar el ejercicio de la libertad negativa, lleva en última instancia no a la paz social sino al conflicto, aunque el conflicto sea interno a las instituciones y se conduzca sirviéndose de las mismas. De ahí que esté expuesto al riesgo de una violencia mayor y de todos modos seguramente más eficaz que la del llamado «estado de naturaleza», en el que el bellum omnium contra omnes no podía servirse de instrumentos institucionales o de la legalidad formal.

Desde el ángulo estrictamente jurídico, la tesis de la moderna apenas apuntada lleva en primer lugar a la doctrina iuspositivista, para la que el derecho nacería de la norma positiva y estaría entero y sólo en ella; y conduce, a continuación, a entender que la ley positiva es el mandato de la mayoría contingente, impuesto sobre la base de la posibilidad de hacerlo efectivo[5]. La ley positiva, aun pudiendo ser y estando de hecho siempre justificada operativamente, carecería –sin embargo– absolutamente de fundamento racional[6]. Considerada la cuestión bajo el prisma de la teoría de la norma, debería concluirse, así, que el poder desnudo, no por tanto el poder jurídico, sería la causa de la justificación del ordenamiento y, en consecuencia, del derecho y del derecho subjetivo.

 

2. Breve consideración preliminar

Cuando se sitúa el poder, no el poder jurídico, en la base del ordenamiento y de la norma positiva, con la que se ponen –según la doctrina iuspositivista– los mismos derechos subjetivos, se afirma que los derechos son, en último término, esencialmente pretensiones. La pretensión, sin embargo, no es derecho, ni siquiera cuando se hace efectiva. El derecho, en efecto, no tiene por fundamento la fuerza sino la razón. Puede servirse de la fuerza, pero no puede invocarla para su constitución. Por ello el poder jurídico es siempre y necesariamente poder racional, esto es, ejercitado de conformidad con la naturaleza de las cosas y para alcanzar el fin natural de las cosas. Por ello no pueden instituirse contraposiciones entre derecho y derecho. No existe, así, un derecho natural y un derecho positivo contrapuestos entre ellos, como no existe un derecho subjetivo contrapuesto al derecho objetivo. El derecho es uno en la multiplicidad de sus aplicaciones. Entre derecho natural y ordenamiento jurídico positivo sólo se advierten distinciones, pero no separaciones y menos aún contraposiciones. Si apareciesen éstas, en efecto, significaría que el ordenamiento jurídico positivo sería injusto; no sería, pues, ordenamiento en el sentido propio del término y no sería siquiera definible como jurídico. Cosa no infrecuente, como destacó Cicerón cuando, al analizar los ordenamientos definidos como jurídicos, y entonces llamados civiles, observó que sobre la base de las normas de éstos podía considerarse un derecho a robar, cometer adulterio o falsificar los testamentos[7]. El problema, pues, no se plantea ni se resuelve contraponiendo ordenamiento jurídico positivo y derecho natural o sustancial, porque todo ser humano tiene necesariamente experiencia jurídica advirtiendo las obligaciones naturales o percibiendo el papel y el peso de la efectividad jurídica. El problema puede resolverse solamente, por ello, individuando lo que permite llamar ordenamiento jurídico a un conjunto de mandatos efectivos, que –antes– deben ser racionales: siendo normas dirigidas a los seres humanos deben presentar necesariamente la característica de la racionalidad y de la racionalidad contemplativa, no operativa. Se trata de una exigencia intrínseca al derecho. No es una cuestión «abstracta» sino «concreta». Y no es sólo que pensadores de la altura de Aristóteles la plantearan con fuerza, sino que también la experiencia –la experiencia de todos los tiempos y de todos los días– la evidencia: en un régimen parlamentario, por ejemplo, ninguna proposición o proyecto de ley se elabora o formula para imponer la iniquidad. La ley aparece siempre, al menos formalmente, finalizada a prescribir el bien, a tutelar los derechos preexistentes a la norma positiva (tanto que ésta se pone para responder a exigencias de justicia), a imponer un orden que antes que heterónomo es autónomo. Por esto las teorías normativistas, según las que el ordenamiento jurídico positivo estaría sostenido por las «fuerzas políticas prevalentes» (esto es, que consiguen imponerse de hecho), y la teoría institucional del ordenamiento jurídico, esto es, la que sitúa el poder del yo social[8] como fundamento de la institución, no son idóneas ni a justificar ni a fundar el ordenamiento jurídico y, en particular, el derecho público. El Estado, en efecto, no se autolegitima con su poder ni es legitimado por otros poderes. La legitimación del Estado, entendido como comunidad política, viene dada por su naturaleza y su fin. En otras palabras, la comunidad política y el ejercicio de su autoridad están legitimados por aquel orden dado cuyo respeto es causa del bien y condición de la justicia y del derecho. El derecho subjetivo, pues, no puede encontrar fundamento en la norma agendi, tal y como la considera la doctrina positivista, ni en una opción colectiva o subjetiva inadecuadamente motivada. Ni siquiera puede hallarlo en la opción formalista universal según la cual todos tendrían derecho de tener derechos, pero éstos estarían al arbitrio de la decisión de identidades colectivas o del sujeto individual.

 

3. Una pregunta (¿retórica?)

El poder, ningún poder en cuanto tal, tiene la posibilidad de constituir el derecho, ni siquiera el subjetivo. Preguntémonos ahora: ¿puede el poder dejar en nada el deber y las obligaciones, en particular las naturales? La respuesta, obviamente, es negativa: al igual que no puede constituir la justicia y las obligaciones estrictamente ligadas a ella, tampoco puede el poder hacer vana la justicia ni exponer las obligaciones a la discrecionalidad arbitraria del sujeto, al consenso mayoritario contingente o a las opciones del Estado. Pues las obligaciones no obligarían en estos casos: el dominus de la obligación sería respectivamente el sujeto individual, un conjunto de individuos que se reconocen en la mayoría o el Estado.

Es oportuno poner algún ejemplo para aclarar esta afirmación. En el caso, por ejemplo, del derecho subjetivo (positivista) reconocido en algún ordenamiento jurídico contemporáneo vigente de dar a luz de incógnito, la parturienta es domina de la obligación natural frente al neonato, obligación que deriva del hecho de haber concebido. Reconocer el derecho subjetivo a liberarse de lo que distintos Códigos civiles llaman «obligación de alimentos», que recae in primis sobre los padres, significa pretender poder anular un deber que deriva de un hecho del que se es responsable.

En el caso –todavía por ejemplo– del derecho a la violación de la integridad física de los menores (terceros) por razones no terapéuticas, reconocido a los padres o a los tutores por identidades colectivas como en el caso de la infibulación, las identidades colectivas se alzan a dominae del derecho natural respecto de la integridad física de que goza todo sujeto en cuanto sujeto.

Finalmente, es el tercer ejemplo, en el caso del derecho a la pornografía o la droga (en este último caso para finalidades no terapéuticas) reconocido al sujeto por parte del Estado, éste entiende poder disponer como quiere del orden moral y, por eso, de ser dominus del mismo.

Las obligaciones serían, así, flatus vocis, como ocurre en muchos casos en nuestro tiempo.

 

4. El derecho de los derechos humanos

En los casos que hemos puesto como ejemplo y, más en general, en las orientaciones legislativas de nuestro tiempo que se individúan sobre la base de una construcción teórica de los mismos, debe registrarse una elección de fondo que no responde a exigencias de política del derecho. En otras palabras, algunos «derechos» no son reconocidos por una ratio de tolerancia, esto es, a fin de evitar males mayores, sino por un presupuesto según el cual la libertad negativa es el más fundamental de los derechos humanos. A este propósito resultan significativas las evoluciones de algunos institutos introducidos gradualmente en los ordenamientos jurídicos contemporáneos. La objeción de conciencia, por ejemplo, y sobre todo la objeción de conciencia al servicio militar, fue introducida en algunos ordenamientos positivos primeramente como objeción de la conciencia, aunque estuviese fundada sobre (y caracterizada por) la ignorancia legítimamente invencible del sujeto objetor. La introducción del instituto de la objeción de la conciencia, en otras palabras, al inicio no se regía por la ratio que caracteriza a la objeción de conciencia (derecho, siempre y absolutamente, a la coherencia subjetiva), ni por la ratio operativa según la cual era (y es) necesario encontrar, ante algunas situaciones, un criterio con el que resolver problemas sociales y políticos planteados por el disidente y, a veces, del contestatario. En algunos países se pasó gradualmente, sobre todo a causa de la jurisprudencia de las Cortes constitucionales, a considerar la objeción de conciencia, la objeción de conciencia en sí misma (no, por tanto, esta o aquella objeción), como un derecho subjetivo constitucionalmente garantizado. La objeción de conciencia (como derecho a la sola y absoluta coherencia) vino así considerada, reconocida e impuesta como derecho al ejercicio y, por tanto, a la manifestación y a la realización en privado y en público de la libertad negativa y, por tanto, también de cualquier creencia. Tanto que, en algún país occidental, gobiernos de orientación diversa han elaborado proyectos de ley tendentes a la reformar las Constituciones (para darlas, sin embargo, plena actuación) a fin de introducir en la ley fundamental del Estado de manera explícita y positivista el derecho a la libertad de creencia como el más fundamental de los derechos fundamentales. El ordenamiento jurídico vendría a depender, así, de la creencia del sujeto/ciudadano. Nunca sería legítimo regular su conducta. Y el ordenamiento debería limitarse a ser el instrumento para la realización de cualquier voluntad del ciudadano. El suicidio asistido, por ejemplo, se convertiría en un derecho subjetivo al igual que el opuesto derecho a la conservación de la vida y hasta el encarnizamiento terapéutico en caso de enfermedad: todo dependería de las opciones subjetivas, hechas públicas a veces con los llamados «testamentos vitales» (o biológicos). Debería ser posible, en esta perspectiva, contraer matrimonio según la «concepción» que del mismo matrimonio que tiene el contrayente. No sería legítimo, a continuación, instruir procesos por algunos homicidios culposos (cuando, por ejemplo, son consecuencia de convicciones definidas como religiosas o coherentes aplicaciones de ideologías).

El derecho de los derechos humanos, tal y como se ha afirmado históricamente y como ha sido acogido en las Declaraciones históricas tanto como en los ordenamientos jurídicos positivos occidentales, resulta –por esto– hablando propiamente desalojo del derecho e incluso desalojo de la misma juridicidad.

 

5. Algunas objeciones y respuestas

Se dirá que esta tesis es paradójica, más aún, insostenible, porque los derechos humanos nacen para reivindicar derechos «naturales» no reconocidos o pisoteados. Éstos representarían, pues, la dimensión trascendente del derecho respecto a la dimensión inmanente del derecho positivo.

La insostenibilidad de la tesis expuesta, a continuación, vendría evidenciada por la admisión universal de la teoría de los derechos humanos por parte de las Organizaciones internacionales (bastaría pensar, por ejemplo, en la ONU) y, actualmente, incluso por parte de aquellas instituciones –como la Iglesia católica– que durante largos años se le opusieron[9]. Los derechos humanos representan, además, el anhelo de los distintos pueblos, no sólo de aquellos que han vivido o se aprestan a vivir sus «primaveras».

¿Es posible que hayan caído en el error diversas y calificadas organizaciones, instituciones prestigiosas y pueblos enteros, así como pensadores de toda orientación (laicos y católicos) y muchos juristas que han entendido y entienden que los derechos humanos son la cláusula de garantía del mismo derecho?

La objeción es seria y requiere, al menos, un principio de respuesta. Para responder adecuadamente, en efecto, sería necesario adentrarse en un profundo análisis histórico, teórico y teorético de las Declaraciones, de las Constituciones y de los ordenamientos jurídicos positivos que no nos es posible en esta ocasión, pues debemos ir concluyendo. Basten, sin embargo, algunas indicaciones y observaciones presentadas de modo esquemático y sintético.

 

a) Es cierto que la tesis es paradójica en el sentido etimológico del adjetivo. Va más allá o, mejor, contra la doxa, esto es, contra la opinión hegemónica corriente. Ésta, sin embargo, atribuye generalmente a los derechos humanos un significado ideológico. Todos entienden que el derecho es lo que cada uno considera tal. La babel lingüística, que es antes conceptual, permite el desarrollo de la teoría, absurda e inhumana, para la que primero se actúa y luego se piensa, es decir, hablando de derecho y de derechos humanos, primero se ejercitan y luego se definen. Es la tesis –como es sabido– de distintos autores que se han encontrado, a este respecto, en un impasse a su juicio insuperable: Maritain, Bobbio y otros han indicado de facto o de iure este camino que obviamente lleva a un callejón sin salida.

 

b) Es cierto, a continuación, que las Organizaciones internacionales en el siglo pasado se comprometieron (y hasta el día de hoy están comprometidas) en la promoción de los derechos humanos, codificados en sus Declaraciones. Un impulso determinante de este quehacer misionero vino de los Estados Unidos de América y de su doctrina de la laicidad inclusiva[10]. Lo que ha de destacarse es que los derechos humanos de las Organizaciones internacionales responden a las exigencias de la teoría moderna del derecho y del derecho subjetivo que al inicio apuntamos. En la mejor de las hipótesis se han identificado con la subjetividad jurídica formal: todos tienen derecho de tener derechos, pero ninguno puede decir qué es el derecho, porque de cuándo en cuándo aquéllos se determinan por la voluntad del sujeto. Lo que sería indiscutible es que todo sujeto sería tal no porque por naturaleza esté dotado de racionalidad y libertad responsable, sino porque por naturaleza es capaz de libertad negativa. Miguel Ayuso, por ejemplo, lo destaca muy bien en su trabajo La cabeza de la gorgona[11]. La ya jurisprudencia consolidada de las Cortes constitucionales ha sentenciado que el principio de absoluta autodeterminación de la persona y el de la laicidad serían los principios cardinales de los ordenamientos constitucionales y, por eso, de los ordenamientos jurídicos, de resultas del efecto de las Constituciones que la doctrina alemana ha llamado irradiante[12].

 

c) Es cierto, finalmente, que a una lectura superf i c i a l podría parecer que ha cambiado la posición de la Iglesia católica sobre los derechos humanos. El lenguaje es ciertamente distinto respecto del pasado y diversa es también la aproximación a la cuestión: ya no de abierta oposición, sino de recuperación. Si se fuese, sin embargo, en profundidad, se descubriría que, en lo que respecta a la sustancia de los derechos humanos, la Iglesia católica no ha cambiado de juicio. Su enseñanza permanece la misma. Incluso Juan Pablo II, el Papa más abierto frente a los derechos humanos, no ha acogido los presupuestos que la doctrina moderna ha puesto como su fundamento[13]. El papa Wojtyla fue claro: a los derechos humanos proclamados por la Declaración de la ONU de 1948 falta un fundamento antropológico y ético[14]. Esta deficiencia hace peligrosa incluso la proclamada subjetividad jurídica universal. Ésta reconoce y convierte en antijurídica la esclavitud del hombre respecto de otro hombre, pero no aquella del hombre respecto de sí mismo. Afirmación paradójica aunque se descubra en la efectividad, más difusa de lo que parece: el sujeto, en efecto, puede fácilmente convertirse en objeto. Lo hace cuando viola el orden ético y el orden auténticamente jurídico, en particular cuando pisotea la justicia respecto de sí mismo.

 

6. Conclusión

En conclusión, por ello, podemos decir que el derecho de los derechos humanos es la reivindicación de aquello que con lenguaje teorético Cornelio Fabro llamó el principio de pertenencia, consecuencia lógica y coherente del principio de inmanencia[15]. No se trata de reivindicar derechos, sino libertad: la libertad como emancipación. Juan Fernando Segovia afirma justamente que los derechos humanos no han servido y no sirven al hombre solamente para liberarse de reyes y privilegios, sino sobre todo para liberarse de Dios y de su ley[16].

 

[1] Cfr. G. ZAGREBELSKY, Il diritto mite, Turín, Einaudi, 1992, págs. 103 y sigs. El autor ha vuelto sobre el asunto en un artículo sintético publicado en La Stampa, de Turín, el 27 de febrero de 2004. Pero no convence la estructura arquitectónica del discurso ni la consiguiente (y coherente) terminología usada. Pese a que la distinción instituida sea clara y fundada

[2] De la afirmación deriva claramente que no se puede compartir la teoría hegeliana, según la cual lo real (que para el pensador alemán es sinónimo de efectivo) es racional, y viceversa (cfr. G. W. F. HEGEL, Grundlinien der philosophie des rechts, trad. it., Bari, Laterza, 1974, prefacio).

[3] Cornelio Fabro, uno de los mayores filósofos del siglo XX, se ha ocupado largamente sobre la naturaleza y el fundamento metafísico del sujeto. Demostró que el sujeto no es sinónimo de subjetivismo y que la exaltación del sujeto en la modernidad representa en cambio su disolución.

[4] La mejor definición de «libertad negativa» la ofreció Hegel al describirla como «la libertad del querer [...] determinada en sí y por sí, porque no es otra cosa que el autodeterminarse». G. W. F. HEGEL, Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, trad. it., vol. IV, edición al cuidado de G. Calogero y C. Fatta, Florencia, La Nuova Italia, 1941, 5ª ed., 1967, págs. 197-198.

[5] Dos juristas italianos, Casini y Cieri, por ejemplo, sostienen que la ley positiva, estando aprobada por la mayoría, no encuentra nunca en cambio el consenso de la totalidad (cfr. C. CASINI-F. CIERI, La nuova disciplina dell’aborto, Padua, Cedam, 1978, págs. 148 y sigs). Por esto, el legislador prevé que los destinatarios del mandato puedan sustraerse (con la objeción de conciencia). Singular teoría, según la cual debería obedecerse a la ley ¡sólo en el caso en que encuentre el consentimiento del destinatario! Que presupone una definición irracional y, por lo mismo, inaceptable de ley.

[6] Sergio Cotta instituyó una distinción (fundada) entre justificación y obligatoriedad de las normas, o entre ratio operativa y fundamento de la ley positiva (cfr. S. COTTA, Giustificazione ed obbligatorietà delle norme, Milán, Giuffrè, 1981).

[7] Cfr. M. T. CICERÓN, De legibus, I, 15-16.

[8] Para la crítica a la teoría de Santi Romano sobre el ordenamiento jurídico, véase F. GENTILE, Ordinamento giuridico tra virtualità e realtà, Padua, Cedam, 2000.

[9] Para una ilustración sintética del magisterio de la Iglesia católica acerca de los derechos humanos, puede verse D. CASTELLANO, Razionalismo e diritti umani, Turín, Giappichelli, 2003, págs. 55-76.

[10] Para una introducción a la cuestión de la laicidad, inclusiva y excluyente, y para los problemas que plantea al ordenamiento jurídico, se remite a D. CASTELLANO, Ordine etico e diritto, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2011, págs. 29-44.

[11] Cfr. M. AYUSO, La cabeza de la gorgona, Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2001, pág. 89.

[12] La Corte constitucional italiana, por ejemplo, sobre todo a partir de fines de los años ochenta del siglo pasado, se ha pronunciado constantemente afirmando que el principio de absoluta autodeterminación y el principio de laicidad representan los ejes del ordenamiento constitucional italiano (cfr., a título de ejemplo, las sentencias núm. 203/1989, núm. 13/1991, núm. 334/1996). Sobre el asunto se remite a P. G. GRASSO, Costituzione e secolarizzazione, Padua, Cedam, 2002. La jurisprudencia de la Corte constitucional italiana no es aislada, porque la Constitución italiana es una de las Constituciones hechas en serie, la última de las cuales es la española de 1978.

[13] Cfr. E. CANTERO, La concepción de los derechos humanos en Juan Pablo II, Madrid, Speiro, 1990.

[14] En la Lectio magistralis, de 17 de mayo de 2003, con ocasión de la concesión del doctorado honoris causa por la Universidad de La Sapienza, de Roma, Juan Pablo II afirmó de modo claro y solemne que «sin duda, la Declaración universal de derechos humanos de 1948 no presenta los fundamentos antropológicos y éticos de los derechos del hombre que proclama».

[15] Cfr. C. FABRO, Introduzione all’ateismo moderno, Roma, Studium, 1964, págs. 1091-1100.

[16] Cfr. J. F. SEGOVIA, Derechos humanos y constitucionalismo, Madrid, Marcial Pons, 2004, pág. 96.