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Número 513-514

Serie LI

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El problema de los derechos humanos en los ordenamientos jurídicos contemporáneos

CUADERNO: EL DERECHO DE LOS DERECHOS HUMANOS

 

1. Del human rights talk a la human rights ideology y al «derecho de los derechos humanos»

Los derechos humanos exceden del ámbito del derecho constitucional, pues reciben fundamento en la filosofía jurídico-política, se despliegan en dirección a las distintas ramas del derecho –derecho civil, derecho administrativo, derecho procesal, etc.– e incluso entran de lleno en los dominios de la ideología o la simbología[1].

Un profesor oxoniense, ya hace algunos años, acometió la reconstrucción plural de la ideología de los derechos humanos a través de su ubicación en cinco contextos diferentes, expresados por medio de cinco fábulas: utilitaria, proletaria, comunitaria, libertaria e igualitaria[2]. A mi juicio ninguna convincente, he ofrecido por mi parte en otra ocasión un retrato en el que los caracteres son una metafísica inmanentista bajo el disfraz de la dignidad humana; una antropología filosófica falaz y ahistórica; una filosofía social individualista y destructiva de la sociedad civil; una concepción existencial y psicológica generadora de conflictos y desagradecida, que ensoberbece al hombre haciéndole olvidar lo que debe; una filosofía política anegadora de los fundamentos de toda vida social ordenada, pues hace imposible la convivencia al destruir su base comunitaria; y una filosofía jurídica que convierte el Derecho en una ideología estratégica y unilateral, olvidando el carácter objetivo y plural de su concepción clásica[3].

El núcleo de ese complejo ideológico reside en la libertad que Danilo Castellano ha llamado «negativa», esto es, sin otra regla que la misma libertad, o sea sin regla[4]. Libertad negativa que engendra un «derecho fundante nuevo» que encontramos implícita o expresamente de todas las declaraciones y constituciones, a saber, el derecho a no reconocer o no someterse a autoridad alguna que no derive explícitamente de la voluntad del pueblo expresada a través del sufragio universal[5]. Cuando en la sociedad existe un abanico de autoridades, unas naturales y otras religiosas, que no tienen su origen en el sufragio, como son la de los padres sobre los hijos, de los maestros sobre los discípulos, del jefe de empresa sobre los trabajadores, de las autoridades eclesiásticas sobre los fieles, etc., que son por lo mismo cuestionadas en su fundamento.

Realidad que, si grave de suyo, resulta aún agravada por la observación de que, ante la publificación creciente de todo poder, ante la estatización de todas las relaciones humanas, son cada vez más los poderes, hasta ahora vistos siempre como privados, que hoy se consideran públicos. Y todo con independencia de que el sufragio universal no se identifique en exclusiva con la participación política –que, a diferencia de aquél, sí se asienta firmemente en el derecho natural–, y de que con el mismo se eleve al poder a una oligarquía que teje su programa con promesas –aconsejadas por la práctica del marketing y lanzadas por la propaganda– y que, luego, impone a todo el pueblo su propia voluntad[6]. La «praxis democrática» contemporánea, además, en casos como el español o el italiano, sólo recrudece los males que hemos avistado teóricamente, al exhibir una identificación abusiva entre pluralismo político y partidos políticos –privilegiándolos en su tratamiento aun a sabiendas de la apoyatura endeble que los sustenta–, al concretarse en un régimen electoral distorsionador –que lleva inexorablemente a la partitocracia, con todas sus consecuencias– y al relativizar el mecanismo de la división de poderes. Hoy, al panorama anterior, habría que añadir algunos matices derivados de la disolución de lo público y la apoteosis de lo privado, en la hegemonía liberal campante. Así pues, el estatismo no ha dejado de actuar en el seno de un Estado debilitado. Como el bien común, sustituido en un primer momento por el bien público, hoy lo es por el puro bien privado, que en ocasiones podría ser el mismo bien público siempre que no se le considere sino como el bien privado más fuerte[7].

Deriva de ahí también su unilateralidad, pues –pese a su denominación de universales– se aplican parcialmente, a favor de unos y en contra de otros[8]. Esto es, lo contrario del verdadero derecho, que implica una valoración «objetiva», en relación con la protección de todos los afectados por su aplicación, que son también sujetos humanos, y no como derechos «subjetivos» unidireccionalmente contemplados. De este último modo –que es por lo demás el habitual– se protege, por poner un ejemplo suficientemente expresivo, a los terroristas, en perjuicio de sus víctimas inocentes, de los servidores del orden y la paz social. Esta aplicación, a favor de unos y en contra de otros, sin confrontación con los derechos de los demás, y esencialmente antijurídica, es la que se ha impuesto desde 1789 y la que permite afirmar que los derechos del hombre constituyen muchas veces una auténtica impostura. Aquí es donde la dimensión operativa o estratégica de los derechos humanos alcanza toda su significación y, sin su ropaje, muestra su desnudez[9].

 

2. El cambio de signo de los derechos humanos: la concepción dual

Los derechos humanos, por un lado, están justo en el centro de la idea misma de Constitución, y no sólo en sus orígenes, sino a través de todas las transformaciones que han conducido a la incorporación de sucesivas «generaciones de derechos» y a la internacionalización de su contenido y garantías[10].

Pero el constitucionalismo posterior a la segunda guerra mundial, tras la senda abierta durante el período de entreguerras, ha alterado el valor de los derechos humanos en el seno de los ordenamientos jurídicos. El medio no ha sido otro que la llamada «concepción dual», consistente en descubrir en ellos una doble naturaleza (subjetivo-objetiva) que excede de la dimensión puramente subjetiva que los caracterizó durante cierto tiempo. En efecto, es sabido que los derechos del hombre comenzaron siendo derechos subjetivos, esto es, facultades o poderes de la voluntad reconocidos a las personas por el derecho objetivo (las leyes o, más abstractamente, las normas jurídicas). Derechos subjetivos reconocidos además en las Constituciones, primero, y en los Tratados internacionales, después, de manera que su nombre más frecuente pasó a ser el de derechos fundamentales (sobre todo en las primeras) o derechos humanos (principalmente en los segundos), aunque a veces puedan ser intercambiables. Pues bien, sobre esa dimensión, que sigue presente, se ha añadido otra que hunde sus raíces en los «valores» esenciales de los ordenamientos.

El derecho positivo español, por ejemplo, declara que los derechos fundamentales –derivación de la libertad e igualdad como valores superiores del ordenamiento (artículo 1.1 de la Constitución española)– son «fundamento del orden político y de la paz social» (artículo 10.1). Los poderes públicos, sujetos a la Constitución (artículo 9.1), lo están por tanto a los derechos fundamentales, debiendo respetar su contenido esencial (artículo 53.1). Pero, más aún, no sólo deben respetarlos sino que han de «promover las condiciones para que la libertad y la igualdad de los individuos y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social» (artículo 9.2). Lo cual, fiel trasunto del artículo 3.2 de la Constitución italiana, conocida como «cláusula Lelio Basso» por el político que la inspiró, supone una obligación estatal de actuar positivamente –incluso con ayudas y subvenciones– para conseguir la plenitud de esos valores ordinamentales. Por tanto, todo esto significa que en España están constitucionalizados, tanto la vertiente subjetiva de los derechos fundamentales –que se traduce en la posibilidad de un agere licere dentro de determinado ámbito–, como el contenido objetivo y todos los efectos que dimanan de ese reconocimiento de su carácter axiológico[11].

Muchas son las consecuencias que derivan de ese giro conceptual y que convergen en el reforzamiento del peso de los derechos fundamentales en el seno de los ordenamientos jurídicos. Es claro que si a un derecho subjetivo, por fundamental que sea, le sumamos la naturaleza de un valor objetivo, también fundamental, el resultado no puede ser otro que el de su mayor importancia, que –a su vez– se ha concretado en diversos niveles que resulta conveniente apuntar someramente.

 

3. El problema de los derechos humanos en los ordenamientos jurídicos contemporáneos

Primeramente, toca a las relaciones entre el Estado y la sociedad, pues la Constitución comenzó contraída a la organización del Estado, mientras que las transformaciones hodiernas la han conducido al cambio de la sociedad. En lo que ahora nos interesa, se ha dicho que una de las características de los derechos humanos, tal y como aparecieron consagrados por la Revolución francesa, fue su enfrentamiento respecto de la sociedad política, del Estado, o cuando menos que generaron la polarización Estado-derechos humanos. Así nacieron en la Asamblea y así han llegado hasta nuestros días como un desideratum individualista en oposición a un Estado que es concebido como enemigo, y frente al cual se erigen los derechos del hombre como único baluarte defensivo. Sin embargo, tal aparente enfrentamiento –como he escrito en otras ocasiones– debe ser reconsiderado a la luz de algunos factores. Pues la ideología revolucionaria, lejos de limitar el ejercicio del poder, contribuyó a su acrecentamiento, lo que hace que se haya podido escribir cómo, ya desde sus orígenes, «aunque el valor que ostenta el prius ontológico sean los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos, se piensa que su efectiva realización depende de la previa intervención del poder»[12]. Si la primera parte de esta afirmación es discutible, por la naturaleza de la «fundamentación» (o más bien de la «falta de fundamentación») de los derechos apodados de «fundamentales», la segunda resulta en cambio incontrovertible. Porque cabe preguntarse, en primer lugar, por el poder que la Asamblea quería limitar y que no es otro –la investigación más sumaria así lo exhibe– que el poder regio más que el poder político genéricamente considerado. Pero es que luego, además, la ley vino a prevalecer sobre el derecho previamente definido, por lo que a través de la «legislación», o del legalismo, los derechos más que «reconocidos» pasaron a ser «conferidos». Finalmente, en nuestros días, ha de tenerse en cuenta que, sin haber perdido su naturaleza de doctrina estatista y, por lo mismo, positivista, el permisivismo moral reinante –tolerado cuando no abiertamente fomentado por los Estados– lleva a la reivindicación de unos falsos derechos respecto a los cuales el poder del Estado no se considera afectado, por lo que no existe ese enfrentamiento (por ejemplo, el derecho al aborto o al «matrimonio» homosexual)[13]. Lo mismo puede decirse de los corolarios de la «libertad de conciencia», en los términos vistos, o en la dogmática de la «libertad de expresión»[14].

En un segundo ámbito, se ha abierto la llamada eficacia horizontal de los derechos fundamentales, o –con locución procedente de la doctrina alemana– drittwirkung der Grundrechte. Sin embargo, y no obstante lo anterior, no se ha alcanzado una solución homogénea a propósito del asunto, ni siquiera en Alemania, mucho menos entre nosotros. Por ello, no estará de más dejar nota de algunas de las claves que permiten apuntar un inicio de solución. Tal efecto horizontal enlaza derechamente con la «autonomía de la voluntad». Ésta en verdad que nunca ha sido absoluta, pues, por contraernos al derecho español, y según el tenor del propio artículo 1255 del Código civil, «las leyes, la moral y el orden público» la condicionan. Pero conviene no olvidar que la misma se conecta con el principio general de libertad (negativa) que la Constitución tutela en el artículo 10.1 como derecho al «libre desarrollo de la personalidad». De modo que una excesiva restricción de la autonomía de la voluntad por mor de una aplicación indiscriminada de los derechos fundamentales en las relaciones entre particulares probablemente puede conducir a resultados contrarios al deseado. A continuación, también en nuestro derecho, el asunto de la drittwirkung se ha vinculado con la primacía de la Constitución, el ámbito de los derechos fundamentales y la competencia del Tribunal Constitucional en la tutela del amparo[15]. Cosas de suyo diferentes que portan también problemas distintos en el contexto del «constitucionalismo»[16]. Así –respecto al primero–, si no hay duda de la primacía de la Constitución sobre las normas de derecho privado, en cambio –en el segundo–, la operatividad de los derechos fundamentales frente a particulares depende de una decisión de la propia Constitución –expresa o inducible por vía interpretativa–, y finalmente la competencia del Tribunal Constitucional para conocer en amparo vulneraciones de derechos por particulares que antes han sido residenciadas ante el juez civil o el laboral no se confunde con el ámbito y alcance de los derechos fundamentales. Finalmente, en la interpretación de éstos, cada uno tiene acotado un ámbito y alcance que no exigen un grado uniforme de drittwirkung y que obliga al examen particularizado del que se trate. En lo que ahora nos interesa, son muchos los problemas incoados en sede laboral (por ejemplo a propósito del descanso dominical), o en cuanto al derecho de asociación (quebrando el tradicional principio de auto-organización), o al de libertad ideológica y religiosa (piénsese en la práctica de la poligamia o en la polémica del «velo») y de expresión (pues la «predicación» religiosa no siempre será coincidente con las exigencias del [pseudo] «orden» democrático), etc.

A continuación, en tercer lugar, ligado al ya mencionado derecho a la autodeterminación, que la Corte constitucional italiana, por ejemplo, ha considerado uno de los «principios» (aunque no lo sean, sino más bien postulados) de su ordenamiento jurídico, precisamente junto con el de «laicidad»[17], aparece el «efecto» o «fuerza» irradiante (ausstrahlungswirkung) de la «libertad de conciencia». Pero este principio de autodeterminación, a partir de ese efecto irradiante de la libertad de conciencia, destruye lógicamente no ya el «ordenamiento» jurídico, que para ser tal debiera resultar funcional al orden jurídico, sino el mismo sistema jurídico. Si en ocasiones se detiene ante las conclusiones a que conducen sus premisas es precisamente por los restos del «orden jurídico» contenidos en la legislación, por los restos de «comunidad política» que custodia mal que bien el Estado moderno[18]. Una ejemplificación del argumento la encontramos en la objeción de conciencia al servicio militar. Que suele defenderse desde un agregado ideológico en el que destacan el personalismo, la concepción politológica del Estado –que a su vez lleva al entendimiento del derecho positivo como fuerza– y la libertad negativa. Y que pone en evidencia las irracionales consecuencias jurídico-políticas a que lleva, esto es, la consideración de que todas las concepciones éticas y religiosas tienen derecho de ciudadanía, con la única limitación de que no causen perjuicio a los demás, lo que significa afirmar que en la esfera privada cada uno puede hacer lo que le agrade. Ante lo cual podemos desgranar una serie de razones: que resulta dificultoso –desde esos presupuestos «negativos»– precisar un concepto justo de daño y de lo que causa daño a los demás, no pudiendo llegarse sino mediante convenciones; que sostener que el ciudadano goza de un derecho «a que no se viole su conciencia por las decisiones de mayorías contingentes que producen una ley ordinaria», supone negar desde el principio el Estado y la comunidad política; que en tal concepción, el poder, lejos de ejercerse con vistas al bien común, se pone al servicio de los intereses de los grupos de presión que han apoyado a los detentadores del poder gubernamental del momento; que, finalmente, el Estado se somete, no al fin de la persona, sino a sus caprichos o deseos[19]. En España, el artículo 30.2 de la Constitución –tras estatuir en el número 1 que «los españoles tienen el derecho y el deber de defender a España»– señala que «la ley fijará las obligaciones militares de los españoles y regulará, con las debidas garantías, la objeción de conciencia, así como las demás causas de exención del servicio militar obligatorio, pudiendo imponer, en su caso, una prestación social sustitutoria». Las dificultades que se han suscitado en la interpretación de este precepto, por su ambigüedad e indefinición, han obligado al Tribunal constitucional a pronunciarse en varias ocasiones sobre el tema. Así, en la sentencia de 23 de abril de 1982, anterior a la ley reguladora del instituto de 1984, afirmó que «puesto que la libertad de conciencia es una concreción de la libertad ideológica, que nuestra Constitución reconoce en el artículo 16, puede afirmarse que la objeción de conciencia es un derecho reconocido explícita e implícitamente en el ordenamiento constitucional español». Pero, como constituye una «excepción» a un deber general, «a diferencia de lo que ocurre con otras manifestaciones de la libertad de conciencia», «no consiste fundamentalmente en la garantía jurídica de la abstención de una determinada conducta», por lo que «no es el derecho a no prestar el servicio militar, sino el derecho a ser declarado exento del deber de prestarlo». Doctrina también seguida en la sentencia de 11 de abril de 1985 –por la que se resolvió el recurso contra la ley de despenalización del aborto–, donde se sostiene que el derecho a la objeción de conciencia «existe y puede ser ejercido con independencia de que se haya dictado o no tal regulación», pues «forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa». De esta consideración de la objeción de conciencia como derecho fundamental se ha pasado a entender, en las posteriores sentencias 160 y 161 de 27 de octubre de 1987 –que resolvieron el recurso y las cuestiones de inconstitucionalidad presentados contra la ley de 1984–, que aunque se trate «de un derecho que supone la concreción de la libertad ideológica», estamos simplemente ante «un derecho constitucional autónomo, pero no fundamental». Doctrina que ha sido combatida mayoritariamente, comenzando por algunos de los magistrados del Tribunal constitucional, que formularon voto particular. Y doctrina que, quizá inconsecuente desde la ideología constitucional, supone al menos un enfoque más realista y que pretende huir de las consecuencias ineluctables que la admisión generalizada de un derecho fundamental a la objeción de conciencia –como auténtico derecho a la anarquía– llevaría consigo. En concreto, estos pronunciamientos permiten: excluir la llamada objeción de conciencia sobrevenida; exigir la indicación de los motivos en que se funda y la demostración de su veracidad; atribuir a un organismo administrativo, el Consejo Nacional de Objeción de Conciencia, la declaración y atribución del estatuto de objetor; y fijar un servicio social sustitutorio de mayor duración que el servicio militar[20]. La legislación ordinaria y sobre todo la praxis a que dio lugar, se encargaron no obstante de limitar el alcance de buena parte de tales exigencias, hasta que la suspensión del servicio militar obligatorio hizo decaer –por el momento– el interés del asunto.

Desde el ángulo interpretativo, finalmente, y orillando las muchas polémicas conceptuales que se han producido en este sector, de modo especial en la doctrina alemana y estadounidense, es necesario en todo caso reseñar dos principios: el del «mayor valor» de los derechos y el de su interpretación conforme con los tratados sobre derechos humanos ratificados por España. Del primero, corolario del criterio hermenéutico favor libertatis, no sólo resulta la inconstitucionalidad de todos aquellos actos del poder, cualquiera que sea su naturaleza y rango, que los lesionen, sino también la necesidad de interpretar la ley en la forma más favorable para su viabilidad y vigor[21]. El segundo, expresamente recogido en el artículo 10.2, y profusamente utilizado en la jurisprudencia constitucional, se concreta en una cláusula de garantía –pues las dificultades interpretativas de los derechos y libertades fundamentales deben salvarse en favor del sentido que aportan los referidos tratados o convenios– y en el aseguramiento de un standard mínimo de protección. En buena parte, de nuevo, las consecuencias más extremas implicadas en tales criterios hermenéuticos quedan limitadas por la introducción de cláusulas generales limitativas de los derechos por medio de intereses colectivos que no alcanzan la entidad de derechos individuales[22].

 

[1] Gregorio ROBLES, «Análisis crítico de los supuestos teóricos y del valor político de los derechos humanos», Rivista Internazionale di Filosofia del Diritto (Roma), julio-septiembre de 1980, págs. 480 y sigs.

[2] Cfr. Steven LUKES, «Cinco fábulas sobre los derechos humanos», Claves de Razón Práctica (Madrid), núm. 41 (1994), págs. 2 y sigs.

[3] Miguel AYUSO, La cabeza de la Gorgona. De la hybris del poder al totalitarismo moderno, Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2001, capítulo I V.

[4] Cfr., por todo, pues constituye un eje de su obra, Danilo CASTELLANO, L’ordine politico-giuridico «modulare» del personalismo contemporaneo, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2007.

[5] Jean MADIRAN, Les droits de l’homme sans Dieu, París, NEL, 1988, págs. 47 y sigs.

[6] Cfr. Juan VALLET DE GOYTISOLO, «El hombre, sujeto de liberación. Referencia a los denominados “derechos humanos”», Verbo (Madrid), núm. 253-254 (1987), pág. 352.

[7] Remito aquí a mis libros ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, Madrid, Speiro, 1996; ¿Ocaso o eclipse del Estado? Las transformaciones del derecho público en la era de la globalización, Madrid, Marcial Pons, 2005, y El Estado en su laberinto. Las transformaciones de la política contemporánea, Barcelona, Scire, 2011.

[8] Cfr. Alvaro D´ORS, «La guerra unilateral», La Ley (Buenos Aires), núm. 217 (1979). Juan Vallet de Goytisolo lo tiene dicho específicamente de este tema, además de practicarlo siempre en el tratamiento jurídico de cualquier cuestión. Cfr., por ejemplo, loc. cit., págs. 335 y sigs.

[9] Michel Villey, por su parte, se ha referido en varias ocasiones a que el la ideología de los derecho humanos suscita «vagas reivindicaciones sin salida», que «no pueden ser satisfechas». Calificando de «pura palabrería» las apelaciones al derecho al trabajo o a la salud. Palabrería que alcanza la indecencia si se piensa en la aplicación a Afganistán o el desierto del Sahel. Vid. Le droit et les droits de l’homme, París, 1983.

[10] Para el sentido originario de los derechos humanos en relación con la Constitución, y su evolución, cfr. C. J. FRIEDRICH, Gobiern o constitucional y democracia, Madrid, IEP, 1975, pág. 39. Véase también Juan Fernando SEGOVIA, Derechos humanos y constitucionalismo, Madrid, Marcial Pons, 2004, y Ricardo Marques DIP, Derecho natural y derechos humanos. De cómo el hombre imago Dei se tornó imago hominis, Madrid, Marcial Pons, 2009.

[11] Es ejemplar la síntesis de Francisco FERNÁNDEZ SEGADO, «La teoría jurídica de los derechos fundamentales en la doctrina constitucional», Revista Española de Derecho Constitucional (Madrid), núm. 39 (1993), págs. 199 y sigs. El propio Tribunal Constitucional español, en diversos pronunciamientos, se ha hecho eco desde el inicio de tales concepciones. Cfr. sus sentencias de 14 de julio de 1981 (f.j. 5º) y de 9 de enero de 1985 (f.j. 1º).

[12] Juan DE LA CRUZ FERRER, «La concepción del poder y de la separación de poderes en la revolución francesa y en el sistema constitucional norteamericano», Anales de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (Madrid), núm. 20 (1989), págs. 258 y sigs.

[13] Estanislao CANTERO, La concepción de los derechos humanos en Juan Pablo II, Madrid, Speiro, 1990, págs. 26 y sigs. Puede verse un desarrollo más amplio en el capítulo III de mi libro El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la Constitución española, Madrid, Criterio Libros, 2000.

[14] Cfr. Miguel AYUSO (ed.), Estado, ley y conciencia, Madrid, Marcial Pons, 2010.

[15] Cfr. Jesús GARCÍA TORRES y Antonio JIMÉNEZ-BLANCO, Derechos fundamentales y relaciones entre particulares. La Drittwirkung en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, Madrid, Civitas, 1986, pág. 16 y sigs.

[16] Véase mi «La Costituzione fra neo-costituzionalismo e postcostituzionalismo», en Danilo Castellano (ed.), La Facoltà di Giurisprudenza. Dieci anni, Udine, Forum, 2009. Y, últimamente, el excelente libro del profesor friulano Constitución y constitucionalismo, Madrid, Marcial Pons, 2013.

[17] Cfr. Danilo CASTELLANO, Orden ético y derecho, Madrid, Marcial Pons, capítulo II. Igualmente pueden verse las últimas páginas de mi libro La constitución cristiana de los Estados, Barcelona, Scire, 2008.

[18] Lo he explicado en mi «Codificazione e costituzionalismo tra geometria legale e natura delle cose», en el volumen de Danilo Castellano (ed.), Diritto, diritto naturale e ordinamento giuridico, Padua, Cedam, 2002.

[19] Cfr. Danilo CASTELLANO, «Obiezione di coscienza e pensiero cattolico», en el volumen La razionalità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1993, pág. 40 y sigs.

[20] Para un análisis crítico, cfr. Estanislao CANTERO, «La objeción de conciencia al servicio militar. Objeción de conciencia, dignidad personal y orden jurídico», en AA.VV., Guerra, Moral y Derecho, Madrid, Actas, 1994.

[21] Sentencias del Tribunal Constitucional de 23 de mayo de 1985 (f. j. 2º), 10 de marzo de 1987 (f. j. 3º) y 16 de enero de 1989 (f. j. 3º), entre muchas.

[22] Es el caso del Convenio Europeo de Derechos Humanos, de 1950, donde con frecuencia se leen cláusulas como ésta: «La libertad de manifestar su religión o sus convicciones no puede ser objeto de más restricciones que las que, previstas por la ley, constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad pública, la protección del orden, de la salud» (artículo 9).