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Dalmacio Negro, historiador del Estado

 

1. Una historia filosófica

El nombre de Dalmacio Negro se halla, a no dudarlo, entre los más conspicuos de la Academia moderna. Su quehacer se ha desenvuelto preferentemente en el ámbito de la historia del pensamiento o de las ideas (no me interesa ahora afinar sus diferencias) políticas. Buen conocedor de la política o el derecho contemporáneos no ha trascendido sólo el saber técnico con la aproximación histórica, sino que ha buscado depurar ésta a la luz de la verdad filosófica (y teológica). Y es que, al igual que una dedicación seria a la historia política no puede prescindir de las categorías en que los hechos se destilan, una consideración filosófica dirigida intencionalmente hacia la verdad de las ideas y formas políticas ha de ir acompañada por fuerza de la preocupación cronológica. En este sentido la obra de nuestro autor exhibe admirablemente los efectos de esa potenciación recíproca que, cuando está ausente, se deja sentir en la desolación del paisaje intelectual.

Francisco Elías de Tejada, otro de los autores cimeros en el panorama contemporáneo de una historia filosófica de las ideas políticas (amén de filósofo del derecho y de la política propiamente hablando), tiene explayadas admirablemente las claves de un tal saber, con específica aplicación al predio hispano[1]. Y entre ellas se encuentran dos que resulta conveniente colacionar al inicio de estas líneas. La primera dice relación con los difundidos géneros de historias (o capítulos de ellas) reducidas bien al estudio de las mentalidades señeras, bien al de las llamativas, con olvido de las comunes, cuando todas son precisas para la adecuada contemplación de la vida de los pueblos: las geniales señalan los hitos de la continuidad intelectual, las segundas nos informan por contraste de su modo de ser y las últimas son los segundos de la vida. La otra, por su parte, tiene que ver con los materiales que han de acarrearse para esa construcción y que no se limitan tan sólo a testimonios de gobernantes triunfantes o fracasados (que suelen engrosar, estos últimos, el número de los «teóricos»), sino que alcanza a los cultivadores de la literatura en sus distintos géneros[2].

También de la obra del profesor Dalmacio Negro podrían señalarse estas dos observaciones. Así, de una parte, en sus obras de más aliento, aunque en todas en general, se entreveran lecturas políticas y jurídicas con algunas que proceden de la filosofía y la teología y aun con otras literarias. Mientras que, por otro lado, suman autores de procedencia diversa (y aun a veces opuesta) y autoridad dispar. Y es que, nuestro hombre, de aspecto sencillo y cachazudo, se torna volcánico por escrito. Es fácil por ello que los acuerdos y desacuerdos se entrecrucen en el lector atento. Por lo que me toca, los primeros van sobradamente bien allá de los segundos.

 

2. Una historia del Estado

Al igual que en un primer momento (en puridad nunca concluso) encontramos una serie de estudios centrados sobre todo en el pensamiento político de los siglos XVII a XIX[3], el tema del Estado constituye el corazón de la obra de madurez de Dalmacio Negro. Lo acredita tanto la elección del argumento para la ocasión solemne de su ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas[4] como su discurrir posterior, aun incluso cuando en apariencia el asunto tratado haya sido otro (como la Europa cristiana o el hombre nuevo)[5].

Entre muchos otros textos su posición se expresa en dos obras principales y otras dos no por breves menores. Tanto de las primeras como de las segundas, una resulta predominantemente teórica mientras la otra se vuelca principalmente sobre la historia. Así, La tradición liberal y el Estado ofrece las coordinadas teóricas de su aproximación al tema, mientras la Historia de las formas de Estado[6] nos introduce –según reza el subtítulo– en su contextualización temporal. Si pasamos a los libros más breves, que me honro en haber propiciado, también nos vemos con un Gobierno y Estado[7], que en realidad se expresaría mejor disyuntivamente, esto es, sin la cautela de la conjunción copulativa. Y con otro sobriamente presentado como Sobre el Estado en España[8], cuando en realidad muestra una relación dialéctica entre ambos.

En síntesis, podemos decir que aunque el Estado no sea inicialmente sino una forma política, pronto –por causa de sus presupuestos doctrinales y de las circunstancias históricas– va a exceder de las mismas para incidir de lleno en una transformación sustancial de la convivencia política, por mor de lo que podemos llamar propiamente la ideología, esto es, la gravitación de un racionalismo infundado.

La clave reside en el abandono de la lógica del gobierno y su sustitución por la estatal, producto del contrato y de su consecuencia la soberanía. La primera se basa en la sociabilidad natural del hombre y divisa el hecho del gobierno como algo natural inherente a la sociedad con la pluralidad de leyes fundamentales propia de un organismo político. La segunda, con la vista puesta en el problema del origen del poder político, se orienta por contra a explicarlo desde el punto de vista de la soberanía, e ingresa en los predios del constructivismo[9].

De ahí que se arribe a la conclusión radical de que no puede haber otra forma de orden humano o extrahumano, sea natural o creado, que no sea la del Estado mismo, el modo político moderno, al igual que los griegos no concebían la vida fuera de la polis, aunque por razones bien diferentes en cuanto el origen de ésta era natural, producto de una ordenación, mientras que en aquél la organización es mecánica. Y es que, al presuponer una situación de desorden en que los hombres viven de un modo, más que prepolítico, antipolítico, sea de lucha o de indiferencia, hasta que por razones de utilidad instituyen el gobierno (el Estado), son aquéllos los que en definitiva generan el orden a través de la institución artificial de lo político por medio del pacto.

Y eso gracias al concepto de soberanía, que legitima la forma estatal haciéndola absolutamente soberana, a la vez política y jurídica. En efecto, el concepto soberanía de Bodino, aplicado al Estado, unificó el concepto organicista de superioridad relativa del gobierno, incluso de supremacía política, monopolizadora de la actividad política, con la capacidad de legislar, al atribuir también el monopolio de la ley al soberano político estatal. Pues el orden estatal se organiza mediante leyes, que constituyen el derecho que crea el espacio público en el que impera. Se mezcló y confundió así lo político con lo jurídico. De momento, prevaleció lo político, mas –con el tiempo– llegaron a prevalecer lo jurídico y la juridicidad, en realidad la legislación, en detrimento de lo político y la política, la forma de actividad correspondiente a lo político: «Este cambio, preparado por Bodino y la doctrina contractualista, tuvo lugar tras la Revolución francesa bajo la influencia de Rousseau y su doctrina de la soberanía popular. La soberanía había empezado a oponer, desde el primer momento, al predominio de la costumbre como medio de conocimiento del derecho, el de la ley, autojustificándose así el Estado como soberano, cuando legitimidad y legalidad significaban todavía lo mismo, por pertenecerle el derecho, en tanto derecho legislado en su esfera de soberanía, cuya fuerza y vigencia depende de la del aparato estatal para hacerlo valer. Por eso constituye la coacción un requisito esencial del derecho estatal, en contra de la idea tradicional propia del derecho. En fin, la soberanía moderna hizo concebir la forma política, no como una forma histórica de ordenación de lo político, que es una esencia de la que participan todos los hombres, sino, según se ha indicado, como la organización mediante el derecho, en realidad las leyes, de un modo de vida que determina su propio orden y el de la sociedad. Su resultado es lo político estatal como el único orden posible y el único modo de vivir humanamente, con seguridad. Mientras la ordenación presupone libertad política, la organización crea seguridad en detrimento de esa libertad. El gobierno no es aquí una institución política de lo político, o sea, con capacidad de decidir, sino una institución estatal que se limita a desarrollar las consecuencias de la decisión originaria, los contratos de sociedad y sumisión al Estado: es mero e j e c u t o r, poder ejecutivo»[10].

 

3. Una historia de las formas del Estado

En este escrito, concentrado sobre el último de sus libros, la citada Historia de las formas del Estado, sólo aspiramos a sobrevolar su extenso contenido al tiempo que a mostrar muy sucintamente algunas de sus caras –pues son muchas– más interesantes. Y para empezar un recordatorio de una terminología singular.

Pues no se refiere –primeramente– a las formas de gobierno, centradas en la distribución funcional del poder, que los clásicos fueron situando más en su finalidad que en el número de los que lo ejercían, destilando una distinción esencial entre un régimen justo (el régimen mixto) y otras formas tiránicas, que en Santo Tomás está ya asentada[11]. Juego de sutilezas que luego se pierden para volver degradadas por la llamada separación (mecánica) de poderes y finalmente por la democracia convertida en religión[12].

Tampoco se refiere –en segundo lugar– a las conocidas como formas de Estado, que dentro de la dogmática constitucional, han designado realidades bien distintas. De alguna manera, cuando Hans Kelsen las definía por el modo de producción de derecho, esto es, según la participación o no del sujeto de las mismas en su elaboración, dando como resultado la distinción entre democracia y autocracia[13], estaba remontándose a un criterio aristotélico según el cual la forma política se refiere a la esencia del mismo, al centro de gravedad de su poder. Otra cosa es que desde su fuente griega hasta la desembocadura vienesa haya seguido un curso accidentado. Pues, a través de Jellinek y de la escuela estatista, las formas de Estado engullían a las formas políticas[14], al ser el propio Estado una forma política, y por resultar la soberanía ese centro de gravedad, desconocido en cambio en el derecho público pre-moderno. Pero la expresión forma de Estado conoce también un uso difundido para aplicarse a la organización o distribución territorial del poder[15]. En esta última acepción, pues, el Estado puede organizarse en torno de un único centro de radicación de la soberanía, lo que da lugar al Estado unitario, o bien puede surgir de la preexistencia de diversos centros que forman una unidad –según la lógica constructiva y no destructiva que está en el origen del federalismo–, como en el Estado federal, o incluso puede pensarse en la conservación de la multiplicidad de esos centros, sin más integración que la que el derecho internacional consiente, en cuyo caso nos encontramos ante la Confederación.

Las formas del Estado a las que, en cambio, se refiere Dalmacio Negro, son los tipos de la forma política estatal, que divisa a lo largo del tiempo. La estructura es, pues, fácil de aprehender, pues sigue un curso cronológico en el que los capítulos principales vienen marcados por las transiciones, primero, de la monarquía estatal (de algún modo un oxímoron) al Estado moderno stricto sensu y, luego, de éste al Estado total y sus diversas metamorfosis. En efecto, la monarquía como forma natural de mando se opone al artificialismo estatal, aunque sobre todo en Francia se diera una forma de monarquía que se estatalizaba en una suerte de equilibrio inestable[16]. El Estado moderno, sin embargo, es propiamente el que siguió a la Gran Revolución, esto es, a la francesa, pues hasta entonces no se había prescindido totalmente del horizonte del orden[17]. Este Estado pasó luego por diversas fases, de liberal a democrático, hasta convertirse en total de resultas de la irrupción de los totalitarismos. Y, tras la derrota de éstos (aunque, como sabemos, no de todos, y ni siquiera del principal), en Estado del bienestar o socialdemócrata[18].

 

4. Algunas aportaciones

Entre los muchos aportes interesantes que encierran las páginas del libro de Dalmacio Negro, necesariamente hemos de contentarnos con espigar tan sólo algunos. Y en concreto, en sede principalmente histórica, la caracterización no-estatal de la monarquía hispánica y el significado del Estado del bienestar; mientras que, desde un ángulo más teórico, el proceso de politización de la nación y el de moralización de la política por obra del Estado.

Ya hemos dicho cómo para nuestro autor monarquía y Estado son primariamente conceptos antitéticos, natural la primera y artificial el segundo. Sin embargo, a partir de un momento, sobre todo en Francia, la monarquía se hizo estatal. En España, en cambio, quizá por su dimensión imperial, no se produjo esa evolución, pese a haberse dado entre nosotros una «paraestatalidad» más bien temprana, luego en cambio frustrada. Como quiera que sea, se origina ahí una divergencia entre España y el Estado que constituye una de las claves explicativa de nuestra historia. Por más que un «vector regalista» se haya opuesto –ya desde los tiempos de la Casa de Austria– al «vector tradicional»[19], el discurrir de España por la historia se ha producido al margen del Estado, sin que el acceso de la Casa de Borbón tuviera mayores repercusiones. En verdad habrá que esperar al liberalismo auroral de los años gaditanos, pero sobre todo a los períodos «conservadores» del régimen liberal (la década moderada y la restauración canovista, en el ochocientos, e incluso –ya en el novecientos– la dictadura franquista) para encontrar un conato de Estado[20]. Quizá por ello definir la monarquía hispánica como una forma de Estado implique cuando menos un forzamiento terminológico[21], parejo al que cubre con el término Estado todas las formas políticas de cualquier tiempo y lugar.

Resulta también digna de resaltarse –todavía desde un ángulo predominante histórico– la continuidad que traza entre el Estado del bienestar y el Estado totalitario, hasta el punto de ver aquél como una suerte de Estado total postotalitario y de distinguir entre un «Estado de bienestar» y un «Estado minotauro». Análisis que completa con una consideración crítica del que denomina «consenso socialdemócrata» como fundamento de la toma de decisiones en los Estados europeos desde la segunda guerra mundial y, entre nosotros, desde el cambio político ocurrido a la muerte del general Franco. Pudiera pensarse que pesan fuertemente en su ánimo las observaciones de Tocqueville, pues es sabido el interés, heredado por el profesor Negro, que su maestro don Luis Díez del Corral, prestó siempre al escritor francés. Y desde luego que se advierte la gravitación de las bien conocidas páginas del trecho final de La démocratie en Amérique[22], las que evocan el poder que se acercaría a la patria potestad si –al contrario de ésta– no dejara a sus sujetos irrevocablemente en la infancia, ese poder a la postre inmenso y tutelar que se alza sobre el rebaño de animales tímidos e industriosos cuyo pastor es el Estado. Sin embargo, el desarrollo que ofrece nuestro autor incorpora otros y múltiples aportes para alcanzar la síntesis de que el «Estado del bienestar» (o Providencia) es la versión suave, maternal, evolutiva y no violenta del paternal Estado totalitario[23], que aspira a conducir a su perfección al Estado administrativo –de manera que lo que nuestro autor denomina el «liberalismo estatista» de la socialdemocracia se transforma en un «liberalismo totalitario» para el que lo financiero-económico es lo principal– y que concluye en el «Estado minotauro», que sólo considera lo biológico de la naturaleza humana.

El tercer asunto que deseamos destacar de entre los que se encuentran en su obra de historiador del Estado es el de la politización de la nación, una Nación que de resultas debiera escribirse con mayúscula. Entiende Dalmacio Negro que tanto la Nación como el Estado son conceptos históricos y europeos. La aparición del Estado en el siglo XVI produjo profundas transformaciones en la nación, que comenzó a politizarse a través de la teoría de la soberanía, todavía en el tiempo de las monarquías llamadas absolutas (aunque me parece que sería preferible hablar de «absolutismo» que de «monarquía absoluta»), proceso que se completó –como casi siempre– con la Revolución francesa, que la fusionó con el Estado, dando lugar al Estado nación[24]. Al igual que la «nación histórica» fue sustituida por la artificiosa «Nación política», las Constituciones voluntaristas del Estado nación dejaron atrás a la constitución natural e histórica de las comunidades políticas. Buena parte de las aporías políticas de nuestros días tiene su causa en esta politización de la nación causada por el Estado.

Hay que reparar, finalmente, en la denuncia que es dado hallar repetidamente en sus páginas de la «moralización» de la política. Todo cambio histórico lleva consigo una cierta crisis moral, que en nuestro tiempo se ha caracterizado –paradójica y precisamente– por el auge del moralismo[25]. En tal sentido escribe el profesor Negro que el espíritu occidental desde hace siglos milita contra la política, que aspira a suprimir pensando que así desaparece el conflicto. Lo que no puede ocurrir, pues el conflicto es ineliminable, de donde se desprende que la política es imprescindible para encauzar la conflictividad, respetando la libertad y la moral. Cuando se postula una política moral sobreviene la confusión y se afirma la servidumbre más o menos voluntaria[26].

 

5. Una visión desde el pensamiento tradicional hispánico

El repaso anterior –me parece– permite aproximar el pensamiento de nuestro autor al tradicionalismo hispánico[27], por más que se aleje del mismo –entre otros asuntos– en lo que toca precisamente a la oposición al pensamiento liberal, al que en cambio Dalmacio Negro explícitamente se adscribe y sin que sea el lugar para considerar por lo menudo una discrepancia que, aunque parezca en ocasiones puramente nominal [que trae causa, al menos parcialmente, de la distinción por él acuñada entre «liberalismo político» –que por paradoja, sería el regimen y, consiguientemente, la tradición del gobierno limitado– y «liberalismo estatista»[28]], no deja de presentar algunas aristas en verdad teoréticas.

Pero antes de escrutar la presencia de elementos del pensamiento tradicional hispánico en los cuatro estratos recién roturados, conviene dejar una consideración general. En efecto, para empezar, Dalmacio Negro, como «historiador filosófico» del Estado ha precisado y al tiempo explayado, tanto institucional como orgánicamente, lo que Rafael Gambra intuyó, lo que Elías de Tejada observó desde el foco de la historia de las ideas políticas y lo que quizá sólo Álvaro d’Ors penetró con nitidez.

En efecto, el filósofo navarro trató de asir, bien tempranamente, a principios de los años cuarenta, con un recorrido que completó en el decenio siguiente, «eso que llaman Estado»[29]. Y, precursoramente, vio no solo las transformaciones hacia la congestión del «Estado minotauro», sino también la licuefacción en clave nihilista del liberalismo. El historiador extremeño, por su parte, acertó a destilar los aportes de la Europa que siguió a la Cristiandad, pero que coinciden con los del también naciente Estado. La ruptura de la unidad católica, la separación entre ética y política, la soberanía o el contractualismo, en efecto, trasladados al terreno institucional, nos ofrecen el perfil del Estado como artefacto[30]. Finalmente, el romanista catalán galleguizado y navarrizado por mitades, fue pionero en acoger el excurso sobre la historicidad del Estado[31]. Interesantes como son los dos primeros aportes, quizá el tercero haya dejado una más profunda huella en el surco del pensamiento tradicional a propósito del Estado, con reflejo en la obra de nuestro autor

Si pasamos ya, para sobrevolarlos, a los cuatro asuntos ya apuntados, observamos que el pensamiento tradicional alcanza sustancial acuerdo con el profesor Negro, por lo menos en los tres primeros. Así, el principio (más que su concreción histórica) del «fuero» resulta incompatible con el Estado, el Estado del bienestar ha resultado deletéreo, la nación política ha herido a la nación histórica… Dejando de lado el tema del Estado del bienestar, ya suficientemente esclarecido, vamos a referirnos tan sólo a la no estatalidad española y a la politización de la nación.

La primera nos conduce al fuero, precoz prematuración del principio de subsidiariedad, que tiene un aspecto filosófico fundante (el hombre concreto frente al abstraccionismo antropológico), presenta una dimensión jurídica plenaria (usos y costumbres creados por la comunidad, elevados a norma jurídica con valor de ley escrita por el reconocimiento pactado con la autoridad) y expresa toda una política (la pluralidad de órdenes sociales como presupuesto de la pluralidad de órdenes jurídicos). Al integrar todos estos ámbitos accedemos a uno de los pilares sobre los que se asienta el pensamiento tradicional[32].

Nación» (de nascor) tiene que ver con el nacimiento y, porta, por lo mismo, un significado principalmente natural y cultural, pero no político. Lo mismo que ocurre con «patria» (de pater), que procede de la tierra de los padres, reforzando sobre la anterior (donde está presente, sobre todo, la «generación») el sentido de la «tradición». La «ciudad» o comunidad política, en cambio, es una institución natural, propiamente política, finalizada por el bien común. Pero la modernidad va a atribuir a la nación y a la patria, como sujeto político, un significado distinto. En su base se halla el Estado moderno, forma histórica de la comunidad política (su encarnación moderna al tiempo que su destrucción), basado en la soberanía, pronto confundida con la voluntad general, operativa a través del llamado «principio de las nacionalidades». En cuanto a lo primero, Pío XII, en su mensaje de 24 de diciembre de 1954, afirmaba: «La vida nacional es por su propia naturaleza el conjunto activo de todos los valores de civilización que son propios de un grupo determinado, caracterizándole y constituyéndole como el lazo de su unidad espiritual. Enriquece al mismo tiempo, por su propia contribución, la cultura de toda la humanidad. En su esencia, por consiguiente, la vida nacional es algo no político; es tan verdadero que, como demuestran la historia y la experiencia, puede desarrollarse al lado de otras, en el seno de un mismo Estado, como puede también extenderse más allá de las fronteras políticas de éste»[33]. Concepción de la nación como ajena al dominio de lo político, que se corresponde con el sentido afectivo-existencial y abierto de lo que podríamos llamar la nación histórica; frente a una politización que conduce de modo inexorable a su absolutivización e ideologización[34]. Lo segundo nos ofrece a un Estado dechado de particularismo, centralización, neutralidad y artificio frente al universalismo, descentralización, necesidad de una ortodoxia y mando personal que tocan a la comunidad de los hombres[35]. Es el Estado agente de lo que he llamado la primera globalización y paciente, en cambio, de la segunda[36].

Incluso, finalmente, en el argumento de la moralización de la política cabe encontrar una mayor proximidad que la que delataría una primera y superficial aproximación[37]. En efecto, convergen con el mismo en mayor o menor medida las críticas a la contraposición entre ética y moral que ha conducido, más a la corta que a la larga, a una ética sin moral[38], así como a la ideologización progresista de la justicia[39].

Quedarían, en cambio, algunas otras páginas del profesor Dalmacio Negro en las que amojonar algunas discrepancias o divergencias, siempre en relación con el pensamiento tradicional español que hemos tomado como referencia para estas páginas. Se trataría, entre otras, de sus consideraciones sobre la «secularización» o la «laicidad», o de sus observaciones concernientes a la «comunidad» o a las «sociedades perfectas». En la base de todas, cuando no se trata sólo de preferencias terminológicas, reside –me parece– su lejanía del tomismo y el consiguiente aprecio de la Ilustración.

Es cierto que la Ilustración se nos presenta como un fenómeno bipolar[40]. Pues si, de un lado, se sitúa en la continuidad del pensamiento clásico y cristiano, de otro implica la divergencia (progresivamente) radical respecto de éste. Es el sino de la modernidad, que culturalmente pertenece a la civilización cristiana, pero que filosóficamente (sería mejor decir ideológicamente) conduce a su cancelación. Por ello, algunos han querido ver en la Ilustración sobre todo esa continuidad, mientras que otros han reforzado la presentación de lo que tiene de ruptura. Algo parecido a lo que, quizá con menor intensidad, se produjo con el llamado «Renacimiento». Así, Augusto del Noce, reconociendo que la modernidad triunfante había sido la que de Descartes había llevado hasta Nietzsche, postulaba su sustitución por la que desde Descartes podría conducir a Rosmini[41]. Otra cosa es que el propio punto de partida sea cuestionable en su clasicidad; más aún, que pueda concluirse (como prefiere el autor de estas líneas, pero no el homenajeado en el volumen al que se dirigen) que en el mismo resida la raíz ponzoñosa luego rebrotada en mil ramas, hoy quizá (al menos en apariencia) secas. Sería, si se me permite, la «Ilustración real». En efecto, fue la que teoréticamente habría de asentar el principio de la inmanencia en el idealismo y sus versiones o en el existencialismo y las suyas, siempre con el nihilismo al fondo. Y fue la que prácticamente habría de desarrollarse luego en el ámbito político y social a través de la revolución liberal y sus mutaciones socialistas. Y la que, en el agotamiento de la modernidad, cobra un nuevo interés en los últimos decenios no tanto por conexión como por contraste. Siempre los signos contradictorios que tiñen los períodos de crisis.

 

6. Un historiador «incorrecto»

La expresión «corrección» (o su antónimo «incorrección») se ha banalizado un tanto en su aplicación primero a la política y luego a la historia o a cualquier otro ámbito del conocer. Y, sin embargo, tiene una progenie intelectual bien neta. Que no radica, desde luego, como muchos erradamente han querido ver, en el marxismo, en una época en la que todavía cotizaba al alza en los mercados intelectuales (y aunque en rigor haya de reconocerse que no se ha desfondado tanto como pareciera)[42]. Sino que tiene su raíz más bien en el conformismo gringo de matriz puritana y proyección progresista: en la ideología específicamente estadounidense que es una forma de afirmar la originalidad de Norteamérica, su independencia de cualquier civilización o cultura anteriores[43].

Como sabemos, todo empezó con la protesta de los estudiantes de la Universidad de Stanford, en la benigna California, contra un plan de estudios que consideraban centrado en exceso en la cultura, la filosofía y la literatura europeas, por aunar en un solo semestre los nombres de Homero y Darwin, Aristóteles y Dante, Montaigne y T. S. Eliot. Curso, por lo mismo, más bien superficial, y más cercano del muestrario que del canon de discernimiento cultural, giraba –como quiera que fuese– en torno de «varones blancos muertos». Que debían ser arrumbados para que ocuparan prestas su lugar las «mujeres negras vivas», esto es, los «estudios sobre la mujer», «problemas de las minorías» o «cursos de sexualidad»[44].

Dalmacio Negro, que no conoce la beatería intelectual, no podía caer en esta penúltima y disolvente de sus metamorfosis. Que ha ligado, por cierto, muy pertinentemente con sus fuentes puritanas americanas[45]. Su obra histórica y filosófica se alza así, en estos tiempos de desconcierto y perplejidades, como una suerte de hilo de Ariadna, siempre frágil, para ayudarnos a salir del laberinto contemporáneo.

 

[1] Francisco ELÍAS DE TEJADA, «Acerca de una posible historia del pensamiento político español», Revista General de Legislación y Jurisprudencia (Madrid), tomo I, núm. 5 (1941), págs. 421 y sigs., y «Premisas generales para una historia de la literatura política española», Verbo (Madrid), núm. 261-262 (1988), págs. 56 y sigs.

[2] Cfr. Agustín DE ASÍS, «Prólogo» al libro de Francisco PUY MUÑOZ, Las ideas jurídicas en la España del siglo XVIII (1700-1760), Granada, Publicaciones de la Universidad de Granada, 1962, págs. I-V; Juan VALLET DE GOYTISOLO, «Los inéditos de Francisco Elías de Tejada», en el volumen Francisco Elías de Tejada Spínola. El hombre y la obra, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1989, págs. 35 y sigs.

[3] Como no es dable aquí citar todas esas aportaciones, bastará con enumerar algunas de las más señaladas. Así, las ediciones de Comte, Guizot, Goethe, Hegel, Hume, Marx o Stuart Mill, a las que han de sumarse ensayos sobre tales autores y otros como Tocqueville, Kant, Rousseau o Carl Schmitt. En particular deben reseñarse los artículos publicados en la Revista de Estudios Políticos.

[4] Dalmacio NEGRO, La tradición liberal y el Estado, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1995. Hay una segunda edición, del mismo año, por los tipos de Unión Editorial.

[5] Cfr. ID., Lo que Europa debe al cristianismo, Madrid, Unión Editorial, 2006, y El mito del hombre nuevo, Madrid, Encuentro, 2008.

[6] ID., Historia de las formas del Estado. Una aproximación, Madrid, El buey mudo, 2010.

[7] ID., Gobierno y Estado, Madrid, Marcial Pons, 2002.

[8] ID., Sobre el Estado en España, Madrid, Marcial Pons, 2007.

[9] Cfr. Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, Barcelona, Scire, 2006, págs. 49 y sigs.; Miguel AYUSO, ¿Ocaso o eclipse del Estado? Las transformaciones del derecho público en la era de la globalización, Madrid, Marcial Pons, 2005, págs. 33 y sigs.

[10] ID., Gobierno o Estado, cit., págs. 22-24.

[11] Cfr. Álvaro D’ORS, Forma de gobierno y legitimidad familiar, Madrid, O crece o muere, 1960.

[12] Para la primera de las fases puede verse, aunque el enjuiciamiento severo sea en exclusiva mío, Philippe BÉNÉTON, Les régimes politiques, París, PUF, 1996, donde examina los procesos de clasificación (págs. 7 y sigs.) y, luego, de «declassement» (págs. 24 y sigs.). Respecto de la segunda, la referencia inevitable es a Charles MAURRAS, La démocratie religieuse (1921), París, Nouvelles Éditions Latines, 1978, prólogo de Jean Madiran.

[13] Hans KELSEN, «Aperçu d´une théorie générale de l´Etat», Revue du Droit Publique, tomo 43 (1926), pág. 600.

[14] Georg JELLINEK, Teoría general del Estado, Buenos Aires, Albatros, 1970, págs. 501 y sigs.

[15] Cfr. Luis SÁNCHEZ AGESTA, Principios de teoría política, Madrid, Editoriales de Derecho Reunidas, 1974, pág. 463.

[16] Dalmacio NEGRO, Historia de las formas del Estado, cit., págs. 123 y sigs.

[17] ID., Historia de las formas de Estado, cit., págs. 177 y sigs. Cfr. Bertrand DE JOUVENEL, Los orígenes del Estado moderno, Madrid, Editorial Magisterio Español, 1977, donde –en efecto– toma la Revolución francesa como punto de partida.

[18] Dalmacio NEGRO, Historia de las formas de Estado, cit., págs. 299 y sigs. Por mi parte, he afrontado el tema en mi ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, Madrid, Speiro, 1996, págs. 40 y sigs.

[19] La terminología, y la explicación, está en el libro verdaderamente sugestivo de José Antonio ULLATE, Españoles que no pudieron serlo. La verdadera historia de la independencia de América, Madrid, LibrosLibres, 2009.

[20] La síntesis, aunque la creo fiel al pensamiento de nuestro autor (cfr. Sobre el Estado en España, cit., passim), es mía.

[21] Cfr. Antonio TRUYOL SERRA, «La monarquía hispánica de la Casa de Austria como forma de Estado», en AA.VV., Völkerrecht als Rechtsordnug. Internationale Gerichtsbarkeit. Menschenrechte. Festschrift für Hermann Vosler, Berlín-Heidelberg-Nueva York, Springer Verlag, 1986, págs. 981 y sigs.

[22] Cfr. Alexis DE TOCQUEVILLE, La democracia en América (1835), Ciudad de Méjico, FCE, 2.ª ed., 1957, vol. II, pág. 634.

[23] He presentado el problema en mi libro, ya citado, ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, págs. 40 y sigs.

[24] Dalmacio NEGRO, Historia de las formas de Estado, cit., págs. 220 y sigs.

[25] ID., «Modos del pensamiento político», Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (Madrid), núm. 73 (1996), págs. 525 y sigs.; «El Estado moral de Rousseau», Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (Madrid), núm. 83 (2006), págs. 231 y sigs.

[26] Cfr. Bernard DUMONT, Gilles DUMONT y Christophe RÉVEILLARD (eds.), La guerre civile perpetuelle, Perpiñán, Artège, 2012. Entre las distintas contribuciones se encuentran una del profesor Dalmacio Negro y otra del autor de estas líneas.

[27] Cfr. Miguel AYUSO (ed.), A los 175 años del Carlismo. Una revisión de la tradición política hispánica, Madrid, Itinerarios, 2011.

[28] Dalmacio NEGRO, La tradición liberal y el Estado, cit., passim.

[29] Rafael GAMBRA, Eso que llaman Estado, Madrid, Montejurra, 1958. Sobre la obra de Gambra, cfr. Miguel AYUSO, Koinós. El pensamiento político de Rafael Gambra, Madrid, Speiro, 1998.

[30] Francisco ELÍAS DE TEJADA, La monarquía tradicional, Madrid, Rialp, 1954. Respecto del pensamiento de Elías de Tejada, véase Miguel AYUSO, La filosofía jurídica y política de Francisco Elías de Tejada, Madrid, Fundación Elías de Tejada, 1994.

[31] Álvaro D’ORS, La violencia y el orden, Madrid, Dyrsa, 1987, que resume muchas de sus páginas anteriores. Un balance de su pensamiento político en mis dos textos «El pensamiento político-jurídico de Álvaro d’Ors», Razón Española (Madrid), núm. 125 (2004), págs. 311 y sigs., y «Álvaro d’Ors y el tradicionalismo. A propósito de una polémica final», Anales de la Fundación Elías de Tejada (Madrid), núm. 10 (2004), págs. 183 y sigs.

[32] El pensamiento tradicional de la segunda mitad del siglo XX ha alcanzado una particular depuración, lo que también se aprecia en el asunto que nos ocupa. A los nombres, ya citados, de Francisco Elías de Tejada, Rafael Gambra y Álvaro d’Ors, debe añadirse en este punto el del gran jurista Juan Vallet de Goytisolo. En mi libro ¿Después del Leviathan?, cit., págs. 176 y sigs., puede verse una escueta síntesis.

[33] A partir de este mensaje, Marcel Clément, por encargo del director de Itinéraires, Jean Madiran, dirigió una Enquête sur le nationalisme, reunida luego en un volumen editado en París en 1957. Últimamente, entre nosotros, José Antonio Ullate ha recuperado el tema con singular fuerza y acierto. Cfr. «El nacionalismo y la metamorfosis de la nación», Fuego y Raya (Córdoba / Argentina) núm. 2 (2010).

[34] Sobre el surco del pensamiento tradicional español lo he tratado en los dos primeros capítulos de mi libro El Estado en su laberinto. Las transformaciones de la política contemporánea, Barcelona, Scire, 2011.

[35] Cfr. Dalmacio NEGRO, Gobierno y Estado, cit.

[36] Es el objeto de mi libro, ya citado, ¿Ocaso o eclipse del Estado? Las transformaciones del derecho público en la era de la globalización, y en particular de su capítulo tercero.

[37] Pese a algunos resabios hegelianos que despuntan en nuestro autor. Cfr. Dalmacio NEGRO, «El ethos: religión y política», Razón Española (Madrid), núm. 162 (2010), págs. 29 y sigs., y «Estado y conciencia: una perspectiva histórica», en Miguel AYUSO (ed.), Estado, ley y conciencia, Madrid, Marcial Pons, 2010, págs. 37 y sigs. Algo he comentado en mi «Sobre la ética pública: una visión problemática», Verbo (Madrid), núm. 491-492 (2011), págs. 49 y sigs.

[38] Danilo CASTELLANO, Orden ético y derecho, Madrid, Marcial Pons, 2010.

[39] Cfr. Juan VALLET DE GOYTISOLO, En torno al derecho natural, Madrid, Organización Sala Editorial, 1973, págs. 65 y sigs. Se trata del capítulo titulado «De la virtud de la justicia a lo justo jurídico».

[40] Lo he escrito en la introducción al volumen por mí curado, y en el que colaboró Dalmacio Negro, El pensamiento político de la Ilustración ante los problemas actuales, Santiago de Chile, Editorial Fundación de Ciencias Humanas, 2008, págs. 7 y sigs., que reproduzco aquí en el párrafo que sigue.

[41] Augusto DEL NOCE, Da Cartesio a Rosmini, Milán, Giuffrè, 1992.

[42] Cfr. Paul E. GOTTFRIED, La extraña muerte del marxismo, Madrid, Ciudadela, 2007, donde subraya el error. El autor, ciudadano norteamericano de origen alemán, ha penetrado también con agudeza las contradicciones del conservatismo ultramarino en su Conservatism in America. Making sense of the american right, Nueva York, Palgrave Macmillan, 2009. Muy útil para comprender algo de lo que aquí apuntamos.

[43] John RAO, Americanism and the collapse of the Church in the United States, Charlotte, Tan Books, 1994.

[44] Thomas MOLNAR, «Political correctness», Verbo (Madrid), núm. 327-328 (1994), págs. 795 y sigs.

[45] Dalmacio NEGRO, «El puritanismo y Europa», Verbo (Madrid), núm. 495-496 (2011), págs. 443 y sigs.