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Número 539-540

Serie LIIi

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El maestro de la Tradición peruana: Vicente Ugarte del Pino (1923-2015)

Acaba de fallecer en Lima, a los 92 años de edad, el jurista peruano Vicente Ugarte del Pino. Hijo de un ilustre abogado y nieto de un no menos ilustre militar, Vicente Ugarte fue educado en el cultivo de las virtudes cristianas en el seno de un hogar amante de la tradición española. Por eso no es extrañar que, tras haber seguido las carreras de Letras y Derecho en la Universidad Mayor de San Marcos, y graduado con una tesis sobre «Juan de Ovando y la concepción dual del gobierno de las Indias», eligiera España para seguir sus estudios doctorales. Pese a los denodados esfuerzos de las instituciones culturales británicas por retenerlo cuando, camino de Madrid, pasó una temporada en Londres en 1948. España era su vocación y su destino. Y entre nosotros, como becario del Instituto de Cultura Hispánica, transcurrieron algunos de los años más felices de su vida e hizo amistades que se han demostrado –por el dogma de la comunión de la santos– resistentes incluso a la muerte.

Estudió en la entonces Universidad Central de Madrid con el historiador del derecho Alfonso García Gallo así como con el internacionalista Luis García Arias, y el magisterio eximio de ambos determinó al joven prometedor a orientarse precisamente a ambas disciplinas, que cultivó con notable éxito durante casi setenta años. De Cultura Hispánica, de su periodo de residente en el a la sazón recién creado Colegio Mayor Hispanoamericano Nuestra Señora de Guadalupe, de la peregrinación de estudiantes hispanoamericanos a Santiago del año 1949, de todo guardaba recuerdo imborrable que evocaba con frecuencia con su estilo fluvial de conversador inagotable.

Decano del Colegio de Abogados de Lima durante la dictadura de Velasco Alvarado –que lo hizo detener, sin lograr doblegarlo–, fue sucesivamente Presidente de la Corte Suprema del Perú, Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de San Marcos y Presidente del Tribunal de Justicia del Acuerdo de Cartagena situado en Quito. El número de sociedades científicas a las que no se limitaba a pertenecer sino que con frecuencia también presidía resulta incontable. Baste recordar la Sociedad Peruana de Historia, de la que ha sido el alma, o la Academia Peruana de Ciencias Morales y Políticas, que impulsó en su condición de correspondiente de la madrileña. El Instituto Hispano-LusoAmericano de Derecho Internacional, del que fue pieza fundamental durante muchos años, lo había dejado de frecuentar elegantemente tras ciertas injusticias que no había querido soportar. Lo ha sido todo en la abogacía, en la magistratura, en la universidad, en la academia. Ya octogenario todavía sería designado por el gobierno peruano para integrar la comisión de juristas que defendían sus intereses en la controversia con Chile sobre el mar territorial que se ventilaba ante el Tribunal Internacional de La Haya. Eso le permitió cruzar el Atlántico varias veces al año durante algunos, lo que aprovechaba sin excepción para pasar por Madrid, por más que le alargara el viaje provocándole incomodidades no pequeñas y más a su edad.

Aunque lo conocía de antes, no en vano era gran amigo de dos de mis maestros más queridos –el catedrático Francisco Elías de Tejada, que lo había incorporado en los años setenta del siglo pasado al grupo fundador de la Asociación de Iusnaturalistas Hispánicos Felipe II, y el académico Juan Vallet de Goytisolo–, los últimos quince años tuve ocasión de gozar de largas horas de su conversación, en Lima como en Madrid. Descubrí así el fulgor de lo que sus libros y «cursus honorum» apenas dejaban entrever cuando no velaban. Un caballero cristiano, con una alegría perennemente juvenil y un punto de ingenuidad no exenta de picardía que hacía que todos le quisieran mientras él hacía lo que quería. De una generación a la que las luchas ideológicas de los años treinta y su desembocadura de la guerra dejaron huella indeleble, su corazón y su cabeza se alinearon entonces para siempre. En el hondón de su alma se hallaba así un tradicionalismo esencial y positivo del que era plenamente consciente, pese a que sus vivencias se hubieran desenvuelto más bien en otros predios de la España nacional y sus viejas amistades hubieran pasado de la Falange al liberalismo siguiendo un curso enteramente lógico. No había olvidado lo que unos mozos navarros, al paso de la peregrinación universitaria antes referida, les habían espetado con una cierta ferocidad mientras les arrancaban la boina roja que llevaban como un elemento más de la uniformidad del partido único y sus organizaciones juveniles: el llevar esa boina se gana con sangre. Sesenta años después, al contármelo, le brillaban los ojos. Igual que al concluir: yo también hubiera sido requeté. Por eso, cuando el año pasado Don Sixto Enrique de Borbón le creaba Caballero de la Legitimidad Proscrita, no hacía sino rubricar un deseo profundo honrado a lo largo de toda una vida. El principal discípulo y colaborador de la parte final, el profesor Fernán Altuve-Febres, una de las inteligencias más extraordinarias de las últimas generaciones de la estirpe del tradicionalismo hispánico, que le ha acompañado fiel y piadosamente durante todos estos últimos años, le ha seguido también y aun le ha afianzado en esta caballería andante. Hace dos años, cuando Vicente iba a cumplir noventa, supe por Altuve de la fiesta y el homenaje que se le preparaban. No lo dudé. Tomé un avión, aparecí en la fiesta y al día siguiente tuve el honor de hablar en el homenaje que le rindió el Colegio de Abogados de Lima. No se tiene todos los días el privilegio de honrar hombres del temple de Vicente Ugarte del Pino. Y cuando están vivos y coleando. Ahora que nos ha dejado lo recuerdo con la frescura inmarchita de casi todas sus horas. Requiescat in pace.

***

Hasta aquí la despedida que le dediqué en la edición del diario ABC de Madrid el pasado 8 de octubre. Vicente nos había dejado dos días antes, el día 6. Había nacido en el castizo Rimac, al otro lado del puente que lo separa de Lima, el 12 de junio de 1923. Si he optado por reproducirla en las páginas de Verbo, que nuestro hombre seguía puntualmente pero en las que –salvo error mío– no llegó a escribir, es porque Vicente Ugarte del Pino desde los años sesenta fue el destacado colaborador peruano del Office International des Oeuvres de Formation Civique et Action Culturelle selon le Droit Naturel et Chrétien, a cuyos congresos de Lausana acudió, presidiendo alguna de las sesiones. Hombre de la Ciudad Católica al fin y al cabo, Verbo no podía dejar de honrarle.

Miguel AYUSO