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Número 539-540

Serie LIIi

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Jean de Viguerie, Histoire du citoyen

Jean de Viguerie, Histoire du citoyen, Versalles, Via Romana, 2014, 299 págs.

En el umbral de sus ochenta años, ahora ya cumplidos en 2015, el sabio profesor Jean de Viguerie, historiador y ensayista, una de las grandes figuras universitarias de la actual cultura católica en Francia, nos había regalado un nuevo libro sobre la Historia del ciudadano, en su contexto puramente francés pero no por ello sin proyección e interés para nosotros españoles.

Sus rigurosos estudios abarcan, en torno siempre a investigaciones históricas y preocupaciones religiosas, cierta variedad de temas, como la educación en el ancien régime (1976, 1978) y la Iglesia y la educación (2001), materia académica pero también punto de conexión con la escuela católica tradicional en la Francia de nuestros días, con la cual Viguerie gusta colaborar; por ejemplo, es conferenciante habitual, como Michel De Jaeghere y otros escritores católicos, en las estivales jornadas de estudio de las dominicas enseñantes de Fanjeaux, y allí pronunció en el verano de 2014 una sazonada conferencia en homenaje al difunto Jean Madiran. O las magníficas biografías por él dedicadas a Luis XVI (2003) y su hermana Isabel (2010), esta última con el hermoso título Le sacrifice du soir. Pero su nuevo libro se inserta en otra serie, la inaugurada por Christianisme et Révolution (1986, traducción española publicada en 1990 por Rialp) y proseguida con Les deux patries (1998), que Miguel Ayuso reseñó en estas páginas y desde entonces acostumbra a citar como obra particularmente esclarecedora del foso infranqueable que separa a las antiguas patrias cristianas de las modernas naciones de ciudadanos.

Viguerie viene pues de demostrar, primero, las entrañas y obras radicalmente anticristianas de la gran Revolución francesa y, segundo, que a partir de entonces lo que quedaba en Francia del viejo patriotismo tradicional fue gradualmente engullido por el nuevo patriotismo revolucionario, ideológico y humanitarista, con la inadvertida ayuda, incluso, del nacionalismo maurrasiano. Y apunta ahora el proyector sobre el ciudadano, que es criatura de esa Revolución, el «hombre nuevo», desarraigado de religión, historia y naturaleza y que todavía hoy tenemos ante nuestros ojos. Ese ciudadano francés es republicano desde 1792, identificado con una república que (como la democracia moderna, en realidad misma cosa) no es mero régimen político sino mito, ideología. Si la República se interrumpe, el ciudadano trabaja sin descanso hasta conseguir su regreso, en 1848, en 1875, en 1945. Si la Republica tiene enemigos internos, los mata: mata a los curas refractarios bajo el Terror, mata a los communards en 1871, mata a los colaboracionistas, reales o imaginarios, en la depuración incoada en 1944.

El ciudadano francés fue un ciudadano armado desde su nacimiento al tomar la Bastilla, destronó y guillotinó a Luis XVI, combatió por los derechos del hombre, no dio cuartel a los reyes en las guerras revolucionarias, ni a los emperadores de Alemania y Austria (pero no Rusia) en la gran guerra cuyo centenario acabamos de recordar, ni a los dictadores Hitler y Mussolini (pero no Stalin) en la resistencia. Fue el ciudadano quien aportó los millones de víctimas a las grandes matanzas de las guerras contemporáneas. Y siempre acompañado por el soldado ciudadano, desde Carnot y Bonaparte, pasando por tantos otros como Cavaignac y Boulanger, hasta De Gaulle, este último «un republicano, valga decir un revolucionario, disimulado bajo la máscara de un oficial aristócrata, católico y reaccionario».

Pero con Charles de Gaulle termina la saga de los soldados ciudadanos, y con la supresión del servicio militar en 1998 termina la historia del ciudadano soldado. Hoy, desarmado el ciudadano y reducido a mero elector, su nueva misión consiste en promover la «diversidad». Las empresas, las escuelas y las universidades, los equipos deportivos, las acciones benéficas, todo debe bautizarse con las aguas salvíficas del nuevo adjetivo «ciudadano». El ciudadano vive en la servidumbre y no la aceptaría si no votase, pero vota y se le hace votar con cada vez mayor frecuencia: elección directa del presidente de la República, elecciones europeas y regionales, reducción del tradicional septenato presidencial al nuevo quinquenato; estos escrutinios multiplicados permiten vivir al ciudadano, procurándole la ilusión de la libertad.

Ciertamente el estudio del ciudadano por Viguerie es «francofrancés» a ultranza, y las diferencias históricas con el caso español son notables, pero también las similitudes parciales y la coincidencia fundamental. En el origen, el designio radicalmente anticristiano de la Revolución. Entremedias, no faltaron en España soldados ciudadanos (nuestros espadones) ni espantosas matanzas a manos de los ciudadanos armados, desde las de frailes en 1834 hasta la atroz persecución roja en 1936. Y llegados a nuestros días, la democracia como mito, la multiplicación de las elecciones, la diversidad como misión, ciudadanos y ciudadanía hasta la náusea y hasta el ridículo: «un ciudadano fue atropellado ayer ….», «ciudadanos disfrutan de un día de playa».

Juan Manuel ROZAS