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Número 543-544

Serie LIV

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La crisis. Una aproximación interdisciplinar

 

1. Introducción

El Grupo Sectorial en Ciencias Políticas de la Federación Internacional de Universidades Católicas lleva trabajando desde hace más de quince años. Inició sus tareas con un proyecto sobre «El Estado, en cuestión» (1999-2003), donde se abordaron los asuntos de la legitimidad, la ciudadanía, la globalización, la gobernanza y la Constitución (europea)[1].

Tras este proyecto quinquenal se dio paso a una periodicidad trienal para los sucesivos. Así, tras un paréntesis marcado por una reunión conjunta en París de los distintos grupos sectoriales (2005), el siguiente proyecto de investigación versó sobre «Valores, Constitución, comunidad política y ethos» (2006-2008), tratándose de modo específico el desafío de los valores en un proceso constitucional y su salvaguardia en la comunidad política[2]. En 2009 se dio inicio al tercer proyecto del grupo, sobre el tema «Las transformaciones de la política», donde se prestó especial atención a los grandes conceptos de nación, gobierno o democracia[3]. A partir de 2013 se ha desarrollado un cuarto proyecto, que ahora toca a su fin, y que ha versado sobre «La crisis. Una aproximación interdisciplinar». Donde se ha buscado de intento, a partir de la evidencia de una crisis financiera que pronto desbordaba en económica, social y política, examinar no sólo sus frutos, sino también sus ramificaciones y aun sus raíces[4]. El quinto proyecto, que deseamos poner en marcha a partir del año 2016, tratará sobre «Crisis del Estado y nuevas formas de guerra».

 

2. La crisis

Es sabido, y basta si no ojear el Diccionario de la Real Academia Española, que la acepción primera del vocablo «crisis» concierne el curso de una enfermedad, en el que significa un cambio brusco, ya sea para mejorarse, ya para agravarse el paciente. De donde, más ampliamente, se convierte a continuación en una mutación importante en el desarrollo de otros procesos, ya de orden físico, ya históricos o espirituales. E incluso, en tercer lugar, en el momento decisivo de un negocio grave y de consecuencias importantes. Para, finalmente, denotar la escasez o carestía y una situación dificultosa o complicada.

Los significados son suficientemente variados como para que podamos hablar de una cierta equivocidad, que se torna en ambigüedad. Álvaro d’Ors, a este respecto, ha sostenido que la característica principal de los tiempos de crisis reside precisamente en la presencia de «signos contradictorios»[5], de los que unos tiran en un sentido mientras otros lo hacen en el opuesto.

Hay épocas y épocas. Históricas y personales. Como hay seducciones colectivas e individuales.

Bajo algún punto de vista (espiritual) pudo tener razón nuestro Donoso al decir que los tiempos más inciertos son también los más seguros, porque uno sabe a qué atenerse acerca del mundo[6]. Porque en las épocas turbulentas se agudiza la percepción de que la tierra no es nuestra verdadera patria. Pero bien mirado, ¿no es también verdad que los tiempos tranquilos y prósperos enseñan esa misma lección? Y es que –el propio Donoso parece apuntarlo– la abundancia también acaba por exhibir la vanidad de los bienes aparentes. Incluso, señalaba Thibon, este segundo camino puede, por menos engañoso, resultar más seguro[7]. También desde el ángulo intelectual esos «signos contradictorios» de los tiempos de crisis propician –de un lado– el discernimiento, aunque –de otro– puedan dificultar el acierto del juicio por el aturdimiento. Mientras que la estabilidad de otros tiempos si puede entrañar una mayor facilidad del análisis, puede igualmente impedir la penetración de los fenómenos por causa del letargo.

Aunque no en todos los campos opera por igual el signo del tiempo. Así, por ejemplo, en el orden político –se ha dicho– la obra de teorización, en cuanto que entraña una proyección hacia el futuro, una reforma que es fruto del fracaso o una decepción por la propia experiencia, viene inseparablemente unida a una crisis; al contrario que en el orden jurídico, donde la plenitud de la labor jurisprudencial (en su sentido profundo de prudentia iuris) acompaña siempre al esplendor de las culturas y civilizaciones[8].

 

3. La causa inmediata: la crisis financiera y económica

El factor desencadenante fue la llamada «crisis económica» o, más precisamente, «crisis financiera». En efecto, en el origen se halla el colapso de las hipotecas subprime y la llamada «burbuja inmobiliaria». Lo que inicialmente se definió como un problema financiero en exclusiva se vio pronto que contagiaba a la economía (real), generando graves problemas de solvencia a muchos Estados, por razón de la caída de los ingresos públicos, a causa de la ralentización producida por el cierre súbito de las vías de crédito de las que la economía se alimentaba, poniendo de manifiesto la dificultad para amortizar la deuda (de los entes públicos tanto como de las empresas y familias) asumida durante por lo menos dos decenios[9].

La crisis financiera, claro está, escondía una verdadera crisis económica. Que igual que no se previó, por no someterse a crítica racional las premisas del desenvolvimiento económico establecido, se ha pretendido solucionar de modo peregrino. A saber: en lugar de explotar la burbuja vacía o de reducirla a dimensiones soportables, se ha tratado de abastecer, nutriéndola con los recursos de una economía (real) exhausta, hasta convertirla en una burbuja maciza mientras la economía real queda reducida a una carcasa hueca y exangüe[10]. Sobre la que se ha consagrado una nueva forma de plutocracia basada en el expolio de la economía real y la rendición del poder político.

El viejo Aristóteles, una vez más, viene en nuestra ayuda. Con su distinción entre economía y crematística: la primera consiste en la administración razonable de los bienes que se necesitan para la vida; la segunda es el arte de enriquecerse sin límites[11]. Así, la producción de bienes, hoy convertida en crematística, por el influjo del protestantismo en el capitalismo, debe tornar a la economía: esto es, como administración, para subvenir a las necesidades naturales, y no como producción de bienes sin más para aumentar la riqueza. Ciencia, pues, de la de la buena administración de la pobreza y no del crecimiento por producción sin límites.

Parece, pues, que más que crisis económica se ha dado el colapso de un modo de vida: «Nunca hubo una crisis económica. Hubo el colapso de una forma de vida, que en su manifestación más aparatosa se revistió de ruina financiera; pero tal manifestación no deja de ser un “fenómeno” más de ese colapso, ni siquiera el más evidente o estragador, aunque así lo percibamos, dada nuestra dependencia del “ídolo de iniquidad” Mammón, el demonio de la avaricia y de la riqueza. Pero los fenómenos a través de los cuales se ha manifestado ese colapso se pueden hallar por doquier, bajo las especies del rifirrafe ideológico, la descomposición del tejido social o la entronización de una moral relativista; y todos esos fenómenos no son sino “representaciones” de una realidad más honda, que en su naturaleza última es religiosa (a fin de cuentas, ¿qué son las idolatrías, sino sucedáneos o sustitutivos de la religión?). El cambio de era en el que nos hallamos inmersos no es, a la postre, sino el estrepitoso derrumbamiento de una idolatría (que es el fin natural de todas ellas); realidad ante la cual sólo caben dos respuestas: negarla (y entonces el ídolo que cae aplasta y reduce a fosfatina a sus tozudos prosélitos) o aceptarla; pero aceptar esa realidad exige lo que los griegos denominaban una metanoia, un “cambio de mente”, una conversión radical, una transformación interior profunda»[12].

Se abren ahí, pues, estratos más profundos (antropológicos, metafísicos, teológicos) sobre los que habremos de volver. El consumismo, a la larga, se ha demostrado más destructivo que el comunismo[13]. Pero, entre tanto, es bueno transitar por otros terrenos menos elevados hasta alcanzar esas alturas.

 

4. La crisis política e institucional

La crisis económica ha hecho emerger otra precedente, que en cambio permanecía represada por la aparente bonanza, y que de inmediato ha tomado el primer plano de la escena: la crisis política e institucional.

A fines de los años veinte del siglo pasado se sintió el malestar, concretado de modo poliédrico: crisis del parlamentarismo, crisis de la democracia o incluso crisis del Estado, de menos a más, fueron algunas de las rúbricas que lo abrazaron[14]. Sin embargo, el hecho bélico –y de la envergadura del que sacudió el mundo entre 1939 y 1945– y su posteridad ahuyentaron los fantasmas, al menos en parte del mundo, pues en otra se instalaban tras haber combatido férreamente en un sentido opuesto del aparentemente triunfante para de inmediato conjurarse a no darle reposo. Se estableció una suerte de consenso socialdemócrata entre el liberalismo (a veces conservador o incluso democristiano) y el socialismo (apodado «con rostro humano», también liberal), en liza con el otro socialismo (el «real»), que –tras la desaparición de éste– produjo el espejismo del «fin de la historia» en un mundo dominado por el despliegue de la ideología americana y la hegemonía liberal[15].

En ese cuadro, coloreado políticamente por la democracia representativa, con tonos que durante mucho tiempo parecieron brillantes, pero que en realidad estaban desleídos, la crisis económica ha arrojado un haz de luz que los ha hecho ver como verdaderamente sombríos. Los elementos nucleares de la política contemporánea, en el fondo, se hallaban todos tocados por la decadencia. Sólo hacía falta la mano que los sacudiera.

Si hubiéramos auscultado las tendencias dominantes en el seno de la política, hubiéramos encontrado no sólo la crisis de la democracia (de la representación), sino –más ampliamente– la del Estado (democrático o incluso tout court). Por nuestra parte, lo habíamos hecho notar desde finales de los años ochenta del pasado siglo. En cinco ámbitos especiales. El primero es el de la quiebra de la soberanía, entre la integración supranacional y la desintegración infrarregional, con el corolario de la eclosión nacionalista. El pretendido «retorno» de la sociedad civil, ante el retroceso palpable de «lo político», centra el segundo de los niveles de investigación. A continuación hallamos la reconsideración del papel del Estado en la economía. En cuarto lugar, es el propio descrédito del modelo político hasta ahora dominante el que nos introduce de lleno en el desencanto y el agotamiento. Finalmente, la cuestión del pluralismo despunta de nuevo en el paradigma de la «multicultura». Diríamos, por resumirlo en una palabra, que nos encontramos ante la secularización radical y disolución total de las religiones civiles. Como en todas las situaciones de crisis, sin embargo, oscilamos –antes lo hemos observado– entre «signos contradictorios», perceptibles también en los síntomas descritos. Así, muchos Estados –en especial los más antiguos y consistentes– presentan bases más sólidas que las de las nuevas fórmulas. La sociedad civil –tocada de una esencial ambigüedad– también es a veces más un agregado de lobbies y grupos de presión que un auténtico entramado. Et sic de ceteris. Por ello, en consecuencia, al derribar el Estado moderno hoy tambaleante se corre el riesgo de disolver algo más profundo y estable, la propia comunidad política. De nuevo, como en tantos campos de conocimiento, nos movemos entre las contradicciones de la «postmodernidad»[16].

Sobre la base de esos fenómenos se ha añadido de forma creciente el rampante «populismo», de difícil aprehensión, pero de inequívoco signo superficialmente inconformista (pues en las profundidades abisales quizá sea bien diferente) ante la realidad establecida. Como quiera que sea, las estructuras territoriales (verticales) o las funcionales (horizontales), en particular las que conciernen a la representación, sufren los embates de quienes no se sienten incluidos en el sistema tal y como lo hemos conocido[17].

 

5. La crisis social

Igual que la crisis económica actuó como desencadenante de una crisis económica de origen político y con consecuencias políticas, la crisis política e institucional apenas acierta a encubrir una profunda crisis social. Pues es en la entraña de la comunidad de los hombres donde la política contemporánea ha causado una herida profunda. Una visión parcial del dinamismo humano creerá que es esta herida social la que genera la desazón política. Cuando es más bien lo contrario: el sistema político falsario no hace sino corromper el sujeto sobre el que ejerce su poder, que –a partir de ahí– sólo puede ser más débil aunque no menos tiránico[18].

Es conocido el texto en que Tocqueville avizora la convergencia de sociedad anómica y poder desmandado en lo que aún no tiene nombre (ya que no le convienen los conocidos de dictadura, tiranía, cesarismo o absolutismo), pues «la cosa es nueva»:

«Si quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos podría producirse el despotismo en el mundo, veo una multitud innumerable de hombres semejantes e iguales que giran sin descanso sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres con los que llenan su alma. Cada uno de ellos, retirado aparte, es extraño al destino de todos los demás. Sus hijos y sus amigos particulares forman para él toda la especie humana. En cuanto al resto de sus conciudadanos, están a su lado, pero no los ve; los toca, pero no los siente, no existe más que en sí mismo y para sí mismo, y si todavía le queda una familia, se puede al menos decir que no tiene patria […]. Por encima de ellos se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga por sí solo de asegurar sus goces y de vigilar su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, previsor y benigno. Se parecería al poder paterno si, como él, tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril, pero, al contrario, no intenta más que fijarlos irrevocablemente en la infancia. Quiere que los ciudadanos gocen con tal de que sólo piensen en gozar. Trabaja con gusto para su felicidad, pero quiere ser su único agente y solo árbitro; se ocupa de su seguridad, prevé y asegura sus necesidades, facilita sus placeres, dirige sus principales asuntos, gobierna su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias, ¿no puede quitarles por entero la dificultad de pensar y la pena de vivir? Es así cómo cada vez hace menos útil y más raro el empleo del libre arbitrio, cómo encierra la acción de la voluntad en un espacio menor y cómo poco a poco arranca a cada ciudadano hasta el uso de sí mismo. La igualdad ha preparado a los hombres a todas esas cosas, les ha dispuesto a sufrirlas y a menudo incluso a considerarlas beneficiosas. Tras haber tomado así por turno a cada ciudadano en sus poderosas manos y haberle modelado a su modo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera y cubre su superficie con un enjambre de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales las mentes más originales y las almas más vigorosas no pueden abrirse paso para sobrepasar la multitud. No destruye las voluntades, sino que las ablanda, las doblega y las dirige. Raramente fuerza a obrar, pero se opone constantemente a que se actúe. No destruye, pero impide hacer. No tiraniza, pero molesta, reprime, debilita, extingue, embrutece y reduce en fin cada nación a no ser más que un rebaño de animales tímidos e industriosos cuyo pastor es el gobierno. Siempre he creído que esa especie de servidumbre ordenada, dulce y pacífica que acabo de describir podría combinarse mejor de lo que se imagina con algunas de las formas exteriores de la libertad y que no le sería imposible establecerse a la sombra misma de la soberanía del pueblo»[19]. De esa disociedad no brotan sino los frutos de crisis que recogemos con usura en nuestro tiempo[20]. Y que inciden a no dudarlo sobre el propio hombre, troceado, disecado, desvitalizado, despojado –si fuera posible– hasta de la misma naturaleza humana… Es el hombre-masa.

 

6. La crisis antropológica y moral

El nuevo «hombre masa» ha sido caracterizado por Vallet con cuatro notas fundamentales: a) desarraigo; b) segmentación; c) pérdida del sentido de la realidad; y d) condicionalidad de su actividad a los designios de los imperantes.

El desarraigo es religioso, que aísla al hombre de su origen y su fin trascendentes; intelectual, producido por la pérdida del sentido de lo real; y existencial, con las cosas, con el propio medio geográfico y con los semejantes, a contar de la familia y del propio medio social en que se convive, así como de las raíces con las generaciones anteriores, de las que se reciben las tradiciones y las costumbres. La segmentación, a continuación, consiguiente a la liberación de las viejas ataduras, y la homogeneización, traen la consecuencia de formar mentalidades flotantes, adocenadas, estandarizadas, amorfas y fácilmente manipulables. La pérdida por los hombres-masa de su interioridad, de su unidad psíquica y de su inmediatez con la vida, en tercer lugar, conduce a la pérdida del sentido de lo real y la mediatización-racionalista de todo, así como la barbarie del especialista. Y, finalmente, el condicionamiento hace fácilmente manipulable al hombre-masa, puesto que al ser insolidario con los principios y costumbres heredados, no se percata de que éstos incrementaron la civilización que ha permitido alcanzar el bienestar, al que no quiere renunciar y al que cree tener derecho innato, por lo cual todo se pide al Estado, que nada puede dar si no lo ha detraído previamente, y ante el cual, al pedírselo todo, queda más inerme cuanto más depende de él. Igualmente, la adhesión a ideologías desencarnadas, que pretenden alcanzar un paraíso aquí en este mundo, abre las puertas a toda clase de utopías y da paso a los demagogos que prometen el logro de bienes sin mezcla de mal alguno, de ventajas sin inconvenientes, de confort y seguridad sin responsabilidad, de bienestar sin propias iniciativas, esfuerzos ni riesgos. Así queda la masa en manos del Estado providencia y de sus tecnócratas[21].

La filosofía moral trata de la verdadera concepción del hombre y, a partir de ahí, de sus acciones, deberes, obligaciones y pecados. Pero su tema primario es el verdadero ser del hombre, la idea del hombre bueno[22]. La destrucción del hombre no puede sino concretarse en la degradación de sus acciones. La crisis antropológica entraña, pues, una profunda crisis moral. El hombre deshecho del mundo moderno se corresponde, desde este ángulo, con el pluralismo moral y, en ocasiones, una ética civil de mínimos, consensuada y relativista[23]. Ética imposible, todo lo más sucedáneo intelectual para pensamientos débiles o marcados por la corrección política[24]. El permisivismo moral, fruto no de la distinción, sino de la tajante separación del derecho de la moral[25], no se ha traducido en un resurgimiento de comportamientos éticos en el marco de la libertad: nada de enriquecimiento ético, sino todo lo contrario, un creciente pauperismo moral, con conductas destructoras de la convivencia en la comunidad (divorcio, aborto, «matrimonio» homosexual, etc.), que reflejan un derecho peor y una legislación inconsecuente con su finalidad: «A la postre, esas conductas llevan a que se impongan nuevas obligaciones y se tipifiquen nuevos delitos. Legislación que se impone por la fuerza coactiva que la respalda, pero respecto a la cual, cada vez más, se piensa que no obliga moralmente –sin que la pretendida legitimación democrática haya logrado superar la mera legalidad–, lo que se traduce en pérdida de eficacia y en fraude de ley, como atestigua la objeción de conciencia basada en una conciencia autónoma, considerada como regla única del obrar, y, en ocasiones, un derecho subjetivo»[26].

 

7. La crisis metafísica y teológica

Si las acciones son de los sujetos (actiones sunt suppositorum) y el obrar sigue al ser (operari sequitur ese) habrá de concluirse que la crisis toca precisamente al mundo del ser. La edad del pensamiento débil, de la postmetafísica, que con distintos matices ha connotado los tiempos denominados posmodernos (donde el término encierra lo que viene después de la modernidad tanto como lo que reacciona contra ella o la radicaliza, o incluso la modernidad decadente)[27], termina por ser la edad del nihilismo. Si la modernidad puede ser definida por los rasgos de confianza ilimitada en la razón, conciencia histórica, utopía del progreso, principio de inmanencia, reivindicación de la libertad, ateísmo y fin de la metafísica; la postmodernidad, a su vez, admite la siguiente caracterización: irracionalismo, fin de la historia, politeísmo de valores, primacía de lo estético, fin de la libertad, indiferentismo religioso y postmetafísica. Un análisis cuidadoso de las anteriores ideas nos muestra que, aunque la postmodernidad –tal como indica el prefijo «post»– ha venido después de la modernidad y la ha criticado muy duramente, no es algo completamente distinto de ella. Más aun, podría ser aprehendida como la misma modernidad llevada a sus últimas consecuencias, porque esta radicalización es la que produce su disolución[28]. Así pues, la postmodernidad es la despedida y a la vez la consecuencia de la modernidad, y al asumirla y desarrollarla en su sentido más extremo representa su fin.

Tal acervo filosófico (rectius ideológico) ha servido de base para una teología (anti-teología por mejor decir). Es lo que se conoce como «modernismo», que San Pío X denunció con gran precisión y valentía, condenando errores que venían de lejos aunque se reafirmaran con fuerza a principios del siglo XX. Ese acto magisterial penetró la esencia y las consecuencias de la inmanencia como filosofía, concretada en los conocidos cinco principios (de nuevo falsos) del modernismo: a) el principio del subjetivismo; b) el principio de la razón inmanente y por lo tanto libre; c) el principio de la religión como necesidad inmanente satisfecha con la elaboración racional del objeto que se ha encontrado en el espíritu; d) el principio de la verdad como identidad del espíritu; y e) el principio (político) de la democracia[29].

La devastación modernista ha producido una de las más graves crisis en la historia de la Iglesia. Crisis doctrinal, disciplinar, moral, litúrgica y vocacional. Que redobla los efectos de la crisis humana a la que hasta ahora –de modo sintético– nos hemos referido.

 

8. Conclusión

En los años setenta las ideologías parecían haber conquistado el mundo (sobre todo el occidental)[30]. El liberalismo (como democracia liberal), con la singular alianza entre Iglesia Católica y «americanismo»[31], había dejado su impronta en todos los conservadores de su tiempo; mientras que el marxismo, tras haber conquistado la sociedad (la escuela y sobre todo la Universidad, la prensa escrita y la televisión), parecía prepararse para la conquista del poder político. A quienes ostentaban el poder político tanto como a quienes debían guiar la Iglesia pareció no haber otra salida que el «compromiso» (más o menos político) o el «entrismo» (en el campo enemigo), fuera con la finalidad de contener los efectos de la aplicación de doctrinas perversas, fuera con la convicción de que las doctrinas hasta entonces combatidas (por ejemplo el marxismo) no eran radicalmente inaceptables. Se trataba, sobre todo en este último caso, de «recuperar» lo que se había ido de las manos, no de combatir lo que era (o venía considerado) un mal en sí.

Pocos años después llegó, para dar plena realización al liberalismo y hacer entrar en crisis al marxismo, la estación del consumismo. Pero el consumismo tenía a la larga necesidad de debilitar todas las ideologías[32]. Porque presuponía, en efecto, al menos aparentemente, la neutralidad ideológica. El pensamiento era (y es) considerado por el consumismo como funcional a actuar y justificar la vida consumista, presentada como «vida buena» por resultar idónea para dar satisfacción a gran parte de los deseos y virtualmente a todos los deseos animales. La fiesta consumista condujo al pensamiento débil y, por tanto, nihilista, pero requirió también un esfuerzo «creativo» para hallar recursos que pudiesen asegurar su existencia. Se acentuó, así, la transformación del sistema económico en sistema financiero. Se multiplicó la deuda pública. Se favorecieron actividades especulativas en lugar de productivas. Se presentó un modelo de vida de ensueño. Ninguna tensión ética (pues se llega a teorizar su muerte), ningún deber, ninguna obligación. Hasta los ordenamientos jurídicos «codificaron» este planteamiento permisivista y nihilista. ¿Reacciones? Casi ninguna hasta que la realidad comenzó a imponerse y a imponer el cambio (si bien no parece que hasta ahora se haya tomado el buen camino). Todas las reacciones suelen ir en el sentido de la «racionalización» del sistema. Ni siquiera a título de hipótesis se le discute. Se sufre el espejismo de poder conservarlo haciéndolo funcionar mejor[33]. De la crisis se saldrá pronto, se repite, para retornar a un paraíso. Se trata propiamente de una ilusión. Una ilusión que, sin embargo, constituye una trágica e inmoral traición al hombre.

La responsabilidad es de quien la ha teorizado, predicado y aplicado con vistas a la obtención del consenso. Pero también de quienes la han aceptado pasivamente para obtener ventajas o porque estaban encantados con la «buena vida» consumista, confundida muy frecuentemente (también por quien hubiera debido denunciar su intrínseca inhumanidad) con la promoción humana. Ofrecen la demostración algunas (a veces no sólo) praxis de la Iglesia. No es causal, por ejemplo, que en el funeral del arzobispo Battisti se elogiase sobre todo su compromiso en favor de la promoción humana. El eslogan por él acuñado en ocasión de un terremoto («Primero las fábricas, después las casas y luego las iglesias») es signo de atención al hombre, pero no al hombre en su integridad. Esta promoción humana parece casi filantropía por su consideración exclusivamente histórica. La premisa de la que parte es, en efecto, la de un hombre mutilado. La evangelización, en esta perspectiva, sólo sería compatible con la promoción humana cuando supone un mensaje «liberador» interno a la historia, donde «liberador» es sinónimo de «vitalista». Tampoco es casual, por poner otro ejemplo, que exponentes de la llamada cultura católica afirmen (en perfecta sintonía con el laicismo más radical) que el matrimonio entre seres humanos de distinto sexo e indisoluble constituye una jaula, y que sostengan que solamente la pareja (que de cuando en cuando se forma a partir de pulsiones instintivas) es indisoluble. Indisoluble mientras que ambos miembros se «sientan» unidos, esto es, «atraídos». Y más allá, porque toda atadura que vaya más allá de la espontaneidad vitalista supondría una violación de la libertad. Los dos ejemplos que hemos puesto demuestran –nos parece– que la promoción humana de la cultura hegemónica (dentro y fuera de la Cristiandad) es la búsqueda de una condición humana utópica, distinta radicalmente de la realidad (se dice «realidad» y no «efectividad») y que se revela inhumana. Lo que conduce a praxis educativas y pastorales equivocadas de raíz[34].

Hoy se entiende que se debe «educar» no al control racional de sí mismo (considerado represivo) sino al «espontaneísmo» (piénsese en la prescripción que se ha dado en España de educación sexual en la escuela pública). En el plano pastoral muchos consideran que la libertad sea la guía de la libertad: no es la verdad la que (como dice el Evangelio) hace libres. Lo que significa que debería abandonarse toda verdad para permitir una promoción del hombre conforme a los cánones de la libertad luciferina.

¿Por qué estas consideraciones? En primer lugar para recordarnos a nosotros mismos que es necesario comprometerse, quizá más que ayer, pues la situación actual es peor que la de hace cuarenta años. Y no es una consideración pesimista. Es más bien la constatación de a dónde hemos venido a dar. La humanidad parece compartir hoy un pensamiento único que no es pensamiento. Tanto que hasta se hace difícil la comunicación. Pareciera que el propio Papa no consiguiese «hablar» a obispos y clero. Aunque otras veces sea el mismo Papa el que dificulta la verdadera comunicación. Algunos obispos, si son fieles al mandato apostólico, se convierten en «extranjeros» en sus propias diócesis, que no consiguen gobernar y en las que no pueden enseñar a causa de la cultura compartida por la mayoría del clero y a causa de la cultura difundida entre los fieles que les han sido encomendados. También en el mundo laico se vive una situación babélica y esquizofrénica. De una parte, por ejemplo, sostiene que no hay moral (a lo máximo admite que sea «pluralista» y, por tanto, si existe es como si no existiese), pero de otra multiplica la creación de comités y códigos éticos, basados sin embargo en reglas que son tales porque son compartidas, no porque sean reglas que en sí deban compartirse. En este contexto somos llamados hoy más que ayer a rezar, a pensar y a obrar para «salir» de esta situación, teniendo presente al único faro que guía hacia un puerto seguro: el de Cristo, luz de las inteligencias y de los corazones.

 

[1] Los seminarios se desarrollaron respectivamente en la Universidad Católica de Mons (1999), el Instituto Católico de París (2000), la Universidad Pontificia Comillas de Madrid (2001), la Universidad Católica de Lille (2002) y la Universidad de París XII (2003). Se publicaron las actas de los cuatro primeros, en ocasiones, con notable retraso. Cfr. Pierre VERCAUTEREN (ed.), L’État en crise: souveraineté et légitimité en question?, París, FIUC, 2000; Pierre VERCAUTEREN (ed.), L’État en question: citoyenneté et État, París, FIUC, 2001; Miguel AYUSO (ed.), État en crise et globalisation, París, FIUC, 2006; Geert DEMUIJNCK y Pierre VERCAUTEREN (eds.), L’Etat face à la globalisation économique. Quelles formes de gouvernance?, París, Sandre, 2009. El título del quinto, no publicado, fue «Avec la constitution européenne, que devient la légitimité de l’État?».

[2] Los seminarios tuvieron lugar en la Universidad Antonio de Nebrija de Madrid (2006), el College «Mater Dei» de la Universidad de la Ciudad de Dublín (2007) y el Instituto Católico de París (2008). Las actas del primero fueron recogidas, pero no han llegado a publicarse, mientras que disponemos de las del segundo: Eoin CASSIDY (ed.), Community, constitution, ethos: democratic values and citizenship in the face of globalization, Dublín, The Otior Press of the Mater Dei Institute, 2008. El tercero sirvió para presentar las conclusiones. A partir de ese momento, en efecto, arraigó la práctica de dedicar un primer seminario a afinar el tema, el segundo a desarrollarlo y el tercero a concluirlo. Este último, además, ha solido tener lugar en París, por radicar en su Instituto Católico la sede de la FIUC, y para aprovechar la ocasión para discutir el lanzamiento del seguimiento proyecto.

[3] La primera reunión tuvo lugar en el Eremitorio de Nuestra Señora de las Gracias, en la localidad siciliana de Avola (2009), la segunda en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de Méjico (2010) y la tercera en París (2011). Aunque las actas se han dejado de editar, he hecho lo posible por mi parte para objetivar la investigación en alguna publicación. Así, puede verse el número monográfico de Verbo, «Las transformaciones de la política» (núm. 465-466, 2008), que se halla en el punto de partida, y mi libro El Estado en su laberinto. Las transformaciones de la política contemporánea, Barcelona, Scire, 2011, que constituyó su cierre.

[4] Las iniciativas se han multiplicado y dispersado durante este tiempo. Así, por ejemplo, en lo que toca a la dimensión política, Madrid ha acogido –en la Universidad Antonio de Nebrija– tres seminarios sobre «Tecnocracia y democracias», «La res publica christiana como problema político» y «Monarquía y democracia», publicados sucesivamente en los núms. 517-518 (2013), 527-528 (2014) y 535-536 (2015) de Verbo. Respecto a la dimensión jurídica, el centro de actuación se ha desplazado a Santafé de Bogotá, donde la Universidad Católica de Colombia ha patrocinado igualmente tres congresos sobre «El derecho de los derechos humanos» (2013), «Derecho, derecho canónico y derecho natural» (2014) y «Derecho y derecho. A los 800 años de la Carta Magna». Las actas del primero y el tercero también han sido estampadas en la revista Verbo, núms. 513-514 (2013) y 533-534 (2015). Mientras que las del segundo lo han sido en el volumen de Miguel AYUSO (ed.), Utrumque ius. Derecho, derecho canónico y derecho natural, Madrid, Marcial Pons, 2014. Desde el ángulo filosófico y aun teológico, varios encuentros han tenido lugar en Madrid, París, Santiago de Chile, Buenos Aires, Udine, Bolzano o Lisboa. Se han objetivado en un volumen, aparecido en francés y castellano simultáneamente, y pendiente de hacerlo en italiano: Église et politique. Changer de paradadigme (Perpiñán, Artège, 2014), Iglesia y política. Cambiar de paradigma (Madrid, Itinerarios, 2014). Al final, los aspectos más descuidados han sido precisamente los que estaban en el origen del estudio: los financieros y económicos.

[5] Cfr. Álvaro D’ORS, «Tres aporías capitales», Razón Española (Madrid), núm. 2 (1984), pág. 213.

[6] Cfr. Juan DONOSO CORTÉS, «Carta al conde de Montalembert, de 26 de mayo de 1849», Obras completas, vol. II, Madrid, BAC, 1970, pág. 328; «Las revoluciones son los fanales de la Providencia y de la Historia; los que han tenido la fortuna o la desgracia de vivir y morir en tiempos sosegados y apacibles, puede decirse que han atravesado la vida, y que han llegado a la muerte, sin salir de la infancia».

[7] Gustave THIBON, Notre regard qui manque à la lumière, vers. castellana, Madrid, 1973, págs. 340 y sigs.

[8] Cfr. Álvaro D’ORS, «Sobre el no-estatismo de Roma», en Ensayos de teoría política, Pamplona, EUNSA, 1979, pág. 56.

[9] Puede verse una explicación sencilla en Javier DE MIGUEL, «Crisis económica y responsabilidad de los políticos», Verbo (Madrid), núm. 519-520 (2013), págs. 793 y sigs.

[10] La síntesis no es de un economista, sino de un escritor agudo: Juan Manuel DE PRADA, «Nunca hubo una crisis económica», Verbo (Madrid), núm. 519-520 (2013), pág. 753.

[11] Política, I, 8 y 9, 1256a. Véase el comentario de Álvaro D’ORS, «La crematística», Verbo (Madrid), núm. 385-386 (2000), págs. 383 y sigs.

[12] Juan Manuel DE PRADA, loc. cit., pág. 761.

[13] Cfr. Álvaro D’ORS, La violencia y el orden, Madrid, Dyrsa, 1987, pág. 101. También, del mismo autor, «Premisas morales para un nuevo planteamiento de la economía», Revista Chilena de Derecho (Santiago de Chile), vol. 17, núm. 3 (1990), págs. 440 y sigs.

[14] Véase, a título de ejemplo, Carl SCHMITT, Die geistesgeschichtliche Lage des heutigen Parlamentarismus, Berlín, Duncker & Humblot, 1923, y Charles BENOIST, Les maladies de la démocratie: l’art de capter le suffrage et le pouvoir, París, Prométhée, 1929. Un excelente ensayo de interpretación es el de nuestro maestro Eugenio VEGAS LATAPIE, Romanticismo y democracia, Santander, Aldus, 1938.

[15] Cfr. Thomas MOLNAR, L’hégémonie libérale, Lausana, L’Age d’Homme, 1992. He comentado sus propuestas en mi artículo «La hegemonía liberal», Verbo (Madrid), núm. 307-308 (1992), págs. 841 y sigs.

[16] En tres libros he recogido lo esencial de esas reflexiones: ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, Madrid, Speiro, 1996; ¿Ocaso o eclipse del Estado? Las transformaciones del derecho público en la era de la globalización, Madrid, Marcial Pons, 2005; El Estado en su laberinto. Las transformaciones de la política contemporánea, cit.

[17] Cfr. Miguel AYUSO (ed.), Política católica e ideologías. Monarquía, tecnocracia y democracias, Madrid, Itinerarios, 2015.

[18] Véase Thomas MOLNAR, Lo Stato debole, Palermo, Thule, 1978.

[19] De la démocratie en Amérique, libro III, capítulos VI y VII. Nuestro maestro Juan Vallet de Goytisolo lo glosó con insistencia. Puede verse su ensayo «El hombre frente al totalitarismo estatal. Líneas de defensa político-jurídicas», Verbo (Madrid), núm. 124-125 (1974), págs. 385 y sigs. Lo he tratado también, comparando el camino de Tocqueville con el Donoso, en el «El totalitarismo democrático», Verbo (Madrid), núm. 219-220 (1983) o en mi libro La cabeza de la Gorgona. De la hybris del poder al totalitarismo moderno, Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2001, capítulo III.

[20] Marcel DE CORTE, «De la société à la termitière par la dissociété», L´Ordre Française (París), núms. 180 y 181 (1974), págs. 5 y sigs. y 4 y sigs. respectivamente. Cfr. también José Antonio ULLATE, «Algunas consideraciones para la acción política en disociedad», Verbo (Madrid), núm. 487-488 (2010), págs. 643 y sigs.

[21] Cfr. Juan VALLET DE GOYTISOLO, «El hombre en la sociedad de masas», Verbo (Madrid), núm. 159-160 (1977), págs. 1383 y sigs., y «Tecnocracia, totalitarismo y masificación», Verbo (Madrid), núm. 207-208 (1982), págs. 741 y sigs. La obra mayor de Vallet en ese terreno es Sociedad de masas y derecho, Madrid, Taurus, 1968. Prolonga luego la temática en Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, Madrid, Escelicer, 1971 y En torno a la tecnocracia, Madrid, Speiro, 1982. El mejor estudio sobre el pensamiento jurídico-político de Vallet es el de Estanislao CANTERO, «La filosofía jurídica y política de Juan Vallet de Goytisolo», en Homenaje a Juan Berchmans Vallet de Goytisolo, vol. 2, Madrid, Consejo General del Notariado, 1988, págs. 233 y sigs.

[22] Cfr. Josef PIEPER, Las virtudes fundamentales, 3.ª ed., Madrid, Rialp, 2010, introducción. Es de neta raigambre tomista, pues no en vano el santo de Aquino abre la segunda parte de su Suma de Teología con esta frase: «Puesto que el hombre fue creado a semejanza de Dios, después de tratar de Él, modelo originario, nos queda por hablar de su imagen, el hombre».

[23] Cfr. Danilo CASTELLANO, Ordine ético e diritto, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2011. En la segunda parte, Miguel Ayuso, Joaquín Almoguera, Consuelo Martínez-Sicluna, Juan Fernando Segovia y José María Sánchez, aportan lecturas complementarias del asunto.

[24] Algunos desorientados atribuyeron la aparición del concepto a la propaganda marxista, cuando en realidad tiene una innegable matriz «americanista». Lo explica a la perfección Thomas MOLNAR, «Political correctness», Verbo (Madrid), núm. 327-328 (1994), págs. 795 y sigs.

[25] Cfr. Juan VALLET DE GOYTISOLO, En torno al derecho natural, Madrid, Sala, 1973, págs. 65 y sigs.

[26] Estanislao CANTERO, «La crisis contemporánea: crisis moral y religiosa», Verbo (Madrid), núm. 363-364 (1998), págs. 290-291. Sobre esa relación dialéctica introducida por la modernidad entre legalidad y legitimidad, véase Miguel AYUSO, De la ley a la ley. Cinco lecciones sobre legalidad y legitimidad, Madrid, Marcial Pons, 2001.

[27] Miguel AYUSO, «Romanticismo y democracia desde la crisis política contemporánea», Verbo (Madrid), núm. 329-330 (1994), págs. 1041-1046 sobre todo.

[28] Cfr. Eudaldo FORMENT, Lecciones de metafísica, Madrid, Rialp, 1993, págs. 37 y sigs.

[29] Se trata de la encíclica Pascendi, de 1907. Puede verse un análisis completo y actualizado en el núm. 455-456 (2007) de Verbo, con colaboraciones de Jorge Soley, José Antonio Ullate, José Miguel Gambra, Danilo Castellano, Bernard Dumont y Miguel Ayuso. Lleva por título «La devastación modernista».

[30] Seguimos sustancialmente, y en algunos puntos casi a la letra, las consideraciones editoriales del núm. 1 del año XLI (2012), «Di illusione in illusione», de la revista Instaurare (Udine). Aunque hemos insertado a pie de página como nota algunos comentarios y también hemos hecho algunos añadidos. Se trata de una reflexión con motivo de los cuarenta años de la revista. En nuestro caso, con diez años más de vida, la reconstrucción hacia atrás sería aún más compleja. Pero en todo caso nos satisface poder darla casi íntegra al final de este ensayo, a fin de que nuestros lectores puedan meditarla, por entenderla ajustada a los hechos históricos y al buen juicio.

[31] Cfr. el cuaderno «Catolicismo y americanismo» del núm. 511-512 (2013) de la revista Verbo, con textos de los profesores Danilo Castellano, Miguel Ayuso y John Rao.

[32] Miguel AYUSO, «¿Terminaron las ideologías? Ideología, realidad y verdad», Verbo (Madrid), núm. 439-440 (2005), págs. 767 y sigs. Véase también Danilo CASTELLANO, «Un generoso empeño para una imposible neutralidad política. A los diez años de la muerte de Gonzalo Fernández de la Mora», Verbo (Madrid), núm. 501-502 (2012), págs. 7 y sigs.; Miguel AYUSO, «Tecnocracia como gobierno. Reflexiones sobre la teoría y la praxis en la España contemporánea», Verbo (Madrid), núm. 517-518 (2013), págs. 647 y sigs.

[33] Sólo parece cuestionarlo últimamente el llamado «populismo», corriente todavía bien imprecisa, pues en su interior parecen coexistir elementos del viejo marxismo con otros típicamente «radicales», teñidos de un utopismo renovado. On verra

[34] Cfr. el núm. 475-476 (2009) de Verbo, dedicado a «La emergencia educativa», con colaboraciones de Danilo Castellano, José Miguel Gambra, Javier Barraycoa, Juan Fernando Segovia, Bernard Dumont y Miguel Ayuso.