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Número 551-552

Serie LV

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El modelo de acción humana en las organizaciones a la luz de la tradición sapiencial barroca hispánica

«En una palabra, santo» (Gracián)

1. El retorno de la moral

En nuestros días es, en cierto sentido, un lugar común hablar de crisis en los modelos económicos y administrativos vigentes. Nunca antes en los últimos tiempos –después de la Pax global de 1991– se ha especulado tanto sobre la posibilidad de «modelos alternativos», que muchas veces no son más que reciclajes de la misma herejía perenne –la utopía, en palabras de Thomas Molnar–, pero con nuevos trajes ecologistas, «altermundistas» o «de género», de forma mucho menos concreta que en sus anteriores impostaciones, pero sí en algo connatural a sus corifeos contemporáneos: peculiares criaturas que se «indignan» por un futuro económico incierto y piden un mundo más «justo» a punta de smartphones y de sofisticados y caros ajuares à la mode, estrictamente configurados para parecer espontáneos e informales.

Al margen de la masiva e interminable degradación conceptual de la izquierda en el paradójico momento en que se escucha más que nunca su voz «crítica», parece ser que la crisis financiera global iniciada en 2008 ha llevado a todo un sistema a mirarse en el espejo sin ambages e incluso empezar a poner entre paréntesis algunas de sus principales raíces filosóficas; como, por ejemplo, el empirismo agnostizante de Locke que, al considerar como reales sólo aquellas cosas que pueden ser percibidas por dos o más sentidos, dejaba fuera de los ámbitos de la acción humana colectiva –es decir, de los ámbitos políticos– a elementos trascendentes como los valores o las virtudes, imposibles de medir con el criterio empírico-sensorial y que debían ser por tanto relegados a la esfera privada. Así empezaba la tiranía de lo mesurable en desmedro ya no sólo de las personas, sino de cualquier teleología trascendente: una lectura de estas doctrinas llevada a las últimas consecuencias nos presentaría a un mundo en donde campearían organizaciones inmanentizadas y todopoderosas, en la medida en que obedezcan a índices, estadísticas y cifras, mientras que la persona quedaría relegada fuera de cualquier balance por «respeto a sus convicciones privadas», es decir, por no poder ser reducida a una cifra ni a una definición mínima e «indiscutible» según cánones groseramente materiales cubiertos por una pátina de tolerancia. Oprimir a la persona por «respeto a la diferencia»: paradoja del liberalismo contemporáneo que haría las delicias de Pilato.

La puesta entre paréntesis de esta agnosia empirista se refleja en un cierto retorno de la moral, expresado por muchos analistas a la hora de revelar las razones de la crisis del 2008. La crisis se produjo por un vicio capital, en todo el sentido patrístico del término, como desorden que ciega al que se entrega a él y que llama a otros desórdenes, hasta producir el colapso tanto material como espiritual del sujeto mismo y de sus prójimos. En este caso se trató de la codicia, palabra que al parecer recién empezaba a oírse en medios económicos y periodísticos «serios». Hasta ese momento, era de mal gusto mencionar diagnósticos o soluciones que no fueran «estructurales». Pero parece ser que por más que la abstracción, ese opio de la modernidad, se engolosinó hasta el hartazgo con modelos autónomos inmanentes antes que con sencillas excursiones al plano de la realidad extramental signada por la presencia de la persona y del orden natural, ya no había más explicaciones posibles que el retorno a lo real, expresado, en este caso, en el retorno de la moral. En algo asistíamos a una vindicación del famoso clamor del Cardenal Pie de hace siglo y medio: Todo se ha ensayado ya, ¿por qué ahora no ensayamos la verdad?

El cine actual, particularmente el estadounidense, ha expresado también ese retorno. Desde la comedia Las locuras de Dick y Jane –divertido ajusticiamiento del mito del progreso económico individualista y de otras dimensiones del american way of life– hasta el grotesco gran guiñol de El lobo de Wall Street, semejante a un círculo infernal de Dante, donde la monstruosidad del egoísmo desatado se revela como la motivación paralela tanto de los «logros» empresariales del personaje como de toda clase de actos degradantes que comete y que incita a cometer.

Como señala Manuel Alcázar, muchos de los excesos de las peores prácticas en organizaciones empresariales –que prefigurarían el gran exceso de consecuencias masivas del 2008– «tienen su raíz en un conjunto de ideas que han emergido durante los últimos treinta años de las escuelas de formación empresarial»[1]. Ya Peter Drucker había advertido al respecto: «Aún utilizamos como modelo político y social los elementos codificados por los grandes pensadores del siglo XVI y el siglo XVII –Bodin, Locke, Hume y Harrington[…]. La realidad ha superado hace mucho este modelo, pero todavía es el único que tenemos […]. Pero no podemos esperar hasta tener la teoría que necesitamos. Debemos actuar. Tenemos que usar lo poco que sabemos […]. Si se quiere que las instituciones funcionen, necesitamos administraciones eficaces»[2]. Al igual que en muchas otras ocasiones, la agudeza de Drucker al señalar los verdaderos problemas, escondidos por capas de apariencias, e imperceptibles para los empiristas burdos cotidianos tan comunes en el medio del management, supera altamente a su capacidad para encontrar soluciones abarcadoras y profundas. La teoría que necesitamos estaba más cerca de lo que creía y era bastante antigua: no era nada más ni nada menos que la tradición ética y antropológica aristotélico-tomista, también llamada clásica. El mérito de redescubrirla y enriquecerla con aportes de otras disciplinas, orientándola hacia el gobierno de personas y hacia la administración de organizaciones, particularmente de la cibernética, le correspondió al profesor español Juan Antonio Pérez López en su Teoría de la acción humana en las organizaciones de 1991[3].

En ese sentido, pretenderemos en este trabajo iluminar –de manera más empática que exhaustiva– elementos de esta teoría con reflexiones de una impostación particular del pensamiento antropológico clásico, que denominamos aquí tradición sapiencial hispánica, y que brillaría de forma magnífica durante el Siglo de Oro de las letras españolas (siglos XVI y XVII), haciendo énfasis en su periodo más tardío, denominado comúnmente barroco.

2. Un tiempo de empresas

Entre las similitudes entre el periodo barroco y el presente se encuentra la imperiosa necesidad de la empresa, en contraste con los largos periodos de estabilidad que caracterizaron al periodo feudal en la Europa ultrapirenaica o al mundo del Estado de Bienestar del siglo XX. Empresa en el sentido de acción o tarea que entraña dificultad y cuya ejecución requiere decisión y esfuerzo, como trae el Diccionario de la Academia. Puesto que en aquellos siglos áureos se encontró el sujeto occidental ante un mundo vasto y nuevo, tanto en el plano terreno como en el celeste, que exigía ser conquistado, merced de carabelas o telescopios, pero conquistado en el sentido de humanizado, de incorporado a la ecumene de significados humanos, orientada tanto a traer a la Cristiandad nuevos reinos como a perfeccionar aquello que es más propio en el hombre, la búsqueda, hallazgo y cultivo de la verdad.

Fueron siglos de empresas humanas y divinas: de Galileo, Boscovich, Kircher, Suárez, los filósofos salmantinos o el beato Nicolás Steno, en la empresa científica, integral a todas las dimensiones de la persona en aquellos tiempos pues no desdeñaba la impronta de la philosophia naturalis ni la ornamentación de las formas expresivas; empresas artísticas en Bernini, Borromini, Diego Quispe Tito, Bach, Palestrina o Torrejón y Velasco; empresas divinas en San Francisco Javier, Hércules barroco y misionero, San Felipe Neri, en las Indias más bárbaras de la Roma tridentina, en las moradas de Santa Teresa de Jesús y en la mística ciudad de la madre Ágreda. En nuestros días, aunque con el nuevo sentido de la segunda acepción que recoge el Diccionario, unidad de organización dedicada a actividades industriales, mercantiles o de prestación de servicios con fines lucrativo –pero que debe estar siempre iluminada por el primer sentido principal– , la realidad empresarial es un elemento muy extendido en la vida social contemporánea e imprescindible a la hora de generar desarrollo en las naciones.

Convenga quizás –si hemos de atenernos a una concepción integral de las aspiraciones tanto sensibles como intelectivas de la persona humana– cotejar este concepto tan importante ahora con algunos matices de la cuarta acepción del término empresa, carísima al barroco y a la tradición clásica in toto, pero ahora olvidada: «Símbolo o figura que alude a lo que se intenta conseguir o denota alguna prenda de la que se hace alarde, acompañada frecuentemente de una palabra o mote». Sea en los aforismos de Gracián o en los emblemas en los que fue tan pródigo el periodo, el labrar empresas era una señal de la gran capacidad de síntesis en torno a una definición –una quidditas– que caracteriza a la inteligencia tomística y que apunta hacia abstraer, en medio de lo múltiple y accidental del mundo, el concepto real y poder representarlo mediante un símbolo sustancioso, practicando de esta forma un ejercicio aún más ajustado y sugerente. Ejercitarnos en esa olvidada capacidad nos puede servir, por citar un ejemplo, para cultivar la capacidad de poder discernir y expresar correctamente los fines objetivos de determinado fin subjetivo, estableciendo la adecuada operacionalidad en las definiciones de nuestros propósitos.

Ambos periodos se caracterizaron, además, por ser periodos de cambios sentidos intensamente por las sociedades; con el doble rostro del cambio: inestabilidad y fascinante espectacularidad. «Durante ese lapso el concepto del mundo cambió […]. El arte barroco […] emerge de esas tensiones y habla en acentos elocuentes de los límites cada vez más amplios de las actividades humanas, de los adelantos grandiosos y de una búsqueda incesante de medios más poderosos de expresión […]. El universo barroco se caracteriza por un movimiento constante […]. Los planetas de Kepler giraban en órbitas elípticas; las iglesias de la Contrarreforma fueron erigidas sobre ondulantes plantas y sus paredes ondearon como las cortinas de un teatro; la profusión decorativa de sus fachadas activó todavía más las masas estáticas y aumentó su pulso rítmico, y por debajo de sus cúpulas los ángeles de terracota volaban en parábolas; la piedra dura e inflexible de las estatuas […] ascendió del suelo y se fundió con una miríada de formas fluidas; las pinturas escaparon de las planas paredes para ascender a las superficies cóncavas […] donde pudieron ascender hacia el cielo, en el que eran posibles efectos más audaces de perspectiva. La música del barroco también fue reflejo de un universo constante […]. Con estas ideas y materiales se construyó la imagen de este osado nuevo mundo barroco»[4].

De manera similar a entonces, vivimos hoy en un mundo signado por el vértigo del cambio y la constante expansión, por la expresión más desatada de los contrastes más espantosos y, no es casual, por el imperio absoluto de las imágenes en movimiento. Pero ante la crisis del hombre en el contexto del desmantelamiento del orden tradicional, el barroco respondió con una reafirmación esencial del anhelo de infinito y sacralidad que caracteriza lo humano, de la mano de una reivindicación de su real libertad y dignidad –tanto contra los excesos del siervo arbitrio y de la total depravación humana de Lutero como del antropocentrismo renacentista paganizante–. No es extraño, entonces, que el profesor sanmarquino Guillermo Salinas Cossío (1930) haya señalado como características fundamentales del barroco, tanto una mayor libertad en el sujeto creador, signado por el predominio de la imaginación y del factor personal, junto con una intensidad en el sentimiento expresivo, tanto místico como sensual, además de un dinamismo que lo distingue de lo clásico, como un amor a la naturaleza y unas ansias de infinito que lo asimilan al gótico[5]. En nuestra época, sin embargo, estamos ante un antropocentrismo paradójico e insostenible, pues a la par que entroniza al hombre se niega a afirmar en él una naturaleza estable y a respetar aquello que lo define, que es lo espiritual, inmolándolo todo en aras del relativismo y oprimiendo en consecuencia a la persona. De ahí el culto a la fealdad, a la masificación y a la despersonalización que caracteriza a la cultura masiva contemporánea. Decía Juan Vázquez de Mella que «la mayor deformidad moral no consiste en ofender la virtud, sino en llegar a no comprenderla»[6]; esta incapacidad parece ser el signo más saltante de nuestros tiempos y la diferencia fundamental con la cultura del barroco. Urge, por tanto, rescatar a la persona de este proceso de deshumanización, especialmente en el ámbito de la empresa, y ponerse en guarda contra los modelos mecanicistas de la acción humana que no son más que el correlato organizacional de aproximaciones antropológicas reduccionistas.

3. En el reino de la libertad

Quizás el principal aporte teórico de la propuesta de Juan Antonio Pérez López consiste en su adscripción del obrar humano al de un sistema libremente adaptable, donde «el agente tiene la posibilidad de aprender negativamente»[7]. Este aporte es compartido de manera fundamental por aquellos teóricos de la acción humana del Siglo de Oro, usualmente conocidos como moralistas castellanos. Destaca en especial el diplomático Diego de Saavedra Fajardo (1584- 1648), autor de Idea de un príncipe político en cien empresas (1640), más conocida como Empresas. Es una obra maestra del gobierno de personas, pues de acuerdo al mismo Saavedra «para mandar es menester sciencia»[8], como sostiene en la Empresa IV de su libro, precedida por el muy apropiado emblema –empresa– de una pieza de artillería nivelada para acertar mejor con una escuadra empuñada por una mano que sale de una nube del cielo, con el lema latino non solum armis pues a «Justiniano le pareció que no solamente con armas, sino también con leyes había de estar ilustrada la majestad imperial»[9].

La posibilidad de que el agente humano pueda caer en aprendizaje evaluativo negativo es una consideración fundamental en la reflexión de Saavedra. Nos dice Ricardo García Cárcel: «El tema central de la obra de Saavedra es la idea del príncipe cristiano[10]. Su punto de partida es el desengaño, la conciencia de la malignidad general que un político debe tener siempre presente. Ahora bien, esta malicia general sólo puede ser vencida en el príncipe por las artes de la política que él debe dominar. Y así ocurre que, junto a la bondad personal y a las virtudes cristianas de que debe estar adornado, el príncipe debe dominar la técnica política. Por eso, frente a la imagen tradicional del príncipe cristiano, Saavedra propone la nueva del príncipe político-cristiano, donde ambas esferas –la política y la religión– son correlativas y presuponen una unidad de sentido en la conducta del príncipe. Ideal semejante sólo podrá conseguirse mediante una educación adecuada, tema sobre el que Saavedra despliega ideas muy modernas»[11].

Entrar al reino de la libertad implica tener que lidiar con la realidad del vicio, es decir, con la posibilidad del «aprendizaje negativo» que «dificulta hacer el bien incluso aunque se quiera hacerlo. Produce el oscurecimiento de la persona y dificulta su manifestación como quien ella es»[12].

Saturados desde la formación escolar por teorías mecanicistas de la acción humana que toman al hombre como un sistema ultraestable –que siempre aprende positivamente–, señalar elementos como los vicios o aprendizajes negativos en contextos organizacionales puede parecer «políticamente incorrecto» e incluso contrario a la pretendida asepsia de toda teoría científica, según el entender de los positivistas. Pero, como demuestra el retorno de la moral que mencionamos líneas abajo, siempre la realidad vuelve por sus fueros, por más que creamos haber construido el modelo abstracto perfecto.

Para Juan Donoso Cortés uno de los principales errores en política es la negación del pecado original[13]. No extraña, entonces, que todos los regímenes totalitarios modernos hayan visto al agente humano como un sistema ultraestable. La «inmaculada concepción del hombre» hace que aquellos que no se adecúan a los cánones de la ideología dominante no sean vistos como simples personas que eventualmente erraron, sino –dado que el aprendizaje negativo es imposible en el hombre– como seres no humanos o como excrecencias del pasado que deben ser eliminados por el bien del progreso.

Siendo el obrar humano propio de un sistema libremente adaptable, no sólo se puede aprender negativamente, sino positivamente. Y ese afán del modelo de Pérez López por lograr estos aprendizajes es compartido con igual entusiasmo por los teóricos barrocos de la acción humana. Podríamos decir que es el elemento basal detrás de todos sus textos moralizadores y formativos. A guisa de muestra, permítasenos citar los párrafos iniciales de El héroe (1637), primer libro del padre Baltasar Gracián (1601-1658), el más ilustre e influyente maestro de lo humano del Siglo de Oro español: «¡Qué singular te deseo! Emprendo formar con un libro enano un varón gigante, y con breves períodos, inmortales hechos. Sacar un varón máximo; esto es, milagro en perfección y, ya que no por naturaleza, rey por sus prendas, que es ventaja»[14]. La eminencia del aprendizaje queda así establecida de forma indiscutible.

4. Elogio de la virtud

Uno de los conceptos fundamentales en el modelo de Pérez López es el de virtualidad, es decir, la «capacidad de asumir el eventual costo de oportunidad de elegir la alternativa consistente, descartando otras inconsistentes»[15]. Lo que permite a la persona, tanto descubrir el valor de la realidad –racionalidad– y orientar su acción de modo coherente con el valor conocido –virtualidad– es el aprendizaje positivo que conocemos como virtud, que es el «mejor don que la persona puede libremente otorgar a su modo de ser»[16].

El principal mérito de la propuesta de Pérez López es haber vuelto a traer la virtud al centro de las teorías de la acción humana. Podríamos decir que fue un aporte valiente, pues lo hizo cuando el abstraccionismo y las explicaciones estructurales y patentemente impersonales reinaban sin competencia y ninguna nube parecía amenazar el horizonte de su puesta en práctica, pues reinaba la estabilidad. Rescata a Aristóteles y lo trae a la mesa del directorio, pero no como un convidado de piedra inorgánico, sino a través de la adaptación de su sistema ético a un modelo cibernético, demostrando así eficacia y originalidad.

Es también el fin de la obra de los moralistas castellanos barrocos ayudar a las personas a alcanzar la virtud y potenciarse en todos los ámbitos, riqueza que en verdad es la única perdurable y a quien las riquezas materiales sólo deben servir como medio. Lo expresa con un entusiasmo inédito Gracián, en las últimas y vibrantes frases del Oráculo manual (1647): «En una palabra, santo: que es decirlo todo de una vez. Es la virtud cadena de todas las perfecciones, centro de las felicidades. Ella hace un sujeto prudente, atento, sagaz, cuerdo, sabio, valeroso, reportado, entero, feliz, plausible, verdadero y universal héroe. Tres eses hacen dichoso: santo, sano y sabio; la virtud es sol del mundo menor y tiene por hemisferio la buena conciencia. Es tan hermosa, que se lleva la gracia de Dios y de las gentes. No hay cosa amable sino la virtud, ni aborrecible sino el vicio. La capacidad y grandeza se ha de medir por la virtud, no por la fortuna. Ella sola se basta a sí misma: vivo el hombre, le hace amable; y muerto, memorable»[17].

5. A manera de conclusión

Queda como una tarea necesaria profundizar en la aplicación de la tradición sapiencial hispánica a los múltiples retos que el llamado «gobierno de personas» ofrece en el contexto profesional actual. El modelo de la acción humana de Pérez López, de raigambre aristotélica, puede servir como mediación en este proceso. De este enriquecimiento podrá surgir una contribución fecunda en la humanización y desintoxicación de ambientes usualmente saturados de modelos incompletos o viciados de la acción humana.

 

[1] Manuel ALCÁZAR, Las decisiones directivas: Una aproximación antropológica al logro de eficacia y de aprendizajes positivos en las organizaciones, tesis doctoral, Pamplona, Universidad de Navarra, Instituto Empresa y Humanismo, 2010, pág. 33.

[2] Ibid., pág. 32.

[3] Juan Antonio PÉREZ LÓPEZ, Teoría de la acción humana en las organizaciones, Madrid, Rialp, 1991.

[4] William Fleming citado por Augusto TAMAYO VARGAS, «Lo barroco y El Lunarejo», prólogo a Juan DE ESPINOSA MEDRANO, Apologético, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1982, pág. XIII.

[5] Augusto TAMAYO VARGAS, «Lo barroco y El Lunarejo», loc. cit., pág. XI.

[6] Juan VÁZQUEZ DE MELLA, «Apología de las órdenes religiosas», Discursos Parlamentarios. Tomo II. Seguido de una apología histórica y social de las órdenes religiosas hasta ahora inédita, Madrid, Imprenta del Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón, 1927, pág. 358.

[7] Juan Antonio PÉREZ LÓPEZ, Teoría de la acción humana en las organizaciones, Madrid, Rialp, 1991, pág. 44.

[8] Diego de SAAVEDRA FAJARDO, «Idea de un príncipe político en cien empresas» [1640], en AA. VV. Moralistas castellanos, Buenos Aires, Clásicos Jackson, 1948, pág. 273.

[9] Diego de SAAVEDRA FAJARDO, «Idea de un príncipe político en cien empresas» [1640], loc. cit., pág. 273.

[10] Es decir, el principal, el directivo, todo aquel que manda.

[11] Ricardo GARCÍA CÁRCEL, Las culturas del Siglo de Oro, Madrid, Historia16, 1999, pág. 74.

[12] Manuel ALCÁZAR, Las decisiones directivas: Una aproximación antropológica al logro de eficacia y de aprendizajes positivos en las organizaciones, cit., pág. 448.

[13] «Los errores contemporáneos son infinitos; pero todos ellos, si bien se mira, tienen su origen y van a morir en dos negaciones supremas; una relativa a Dios, y otra relativa al hombre. La sociedad niega de Dios que tenga cuidado de sus criaturas, y del hombre que sea concebido en pecado»: Juan DONOSO CORTÉS, «Carta al Eminentísimo Señor Cardenal Fornari sobre el principio generador de los más graves errores de nuestros días» [1852], Obras completas de Juan Donoso Cortés, marqués de Valdegamas, tomo II, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1970, pág. 747.

[14] Baltasar GRACIÁN, El héroe [1637], Barcelona, José J. de Olañeta, 2001, pág. 25.

[15] Manuel ALCÁZAR, Las decisiones directivas: Una aproximación antropológica al logro de eficacia y de aprendizajes positivos en las organizaciones, cit., pág. 448.

[16] Ibid., págs. 448-449.

[17] Baltasar GRACIÁN, «Oráculo manual» [1647], en AA.VV. Moralistas Castellanos, Buenos Aires, Clásicos Jackson, 1948, pág. 521.