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Número 111-112

Serie XII

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Comunidad hispánica y Cristiandad

1. La Comunidad Hispánica de Naciones

La expansión de la Fe y del Imperio, cantada por Camoens[1], fue la gran obra realizada por españoles y portugueses, precisamente cuando la unidad religiosa y política de la sociedad medioeval se rompía, al otro lado de los Pirineos. Gigantesca epopeya misionera, al decir del Papa Pío XII, refiriéndose a la acción civilizadora emprendida en el continente americano por los súbditos de los muy católicos monarcas peninsulares[2].

Después del grito de revuelta de Lutero, la Cristiandad vio restringirse sus límites, dejando paso a la Europa de las potencias rivales con su status definido en el año de 1648 en Westfalia. Sin embargo, en España y Portugal, ella continuaba unida y gracias a los descubrimientos seguidos de la ocupación de un mundo nuevo, esa misma Cristiandad tenía los horizontes ampliados en la inmensidad de las Américas, en el continente negro y en las tierras asiáticas hasta los confines de las Filipinas.

Entre los pueblos beneficiarios de ese precioso legado de la civilización cristiana:, las naciones hispanoamericanas suscitan hoy en día la atención de todo el mundo alrededor suyo. Van tomando conciencia de sus responsabilidades históricas y de un papel decisivo a cumplir frente a la crisis universal. Delante de la encrucijada, están solicitadas de una parte por las fuerzas de la Revolución y de otra advertidas por la voz de una conciencia de siglos, llamándolas a la fidelidad a la vocación recibida.

En el siglo pasado, tales naciones, después de la independencia, pasaron a sufrir el yugo económico del capitalismo yanki y las influencias culturales de procedencia europea que se hacían sentir sobre las élites. Relativamente aisladas, eran piezas inexpresivas en el tablero de ajedrez de la política internacional.

Hoy, sin embargo, su significado aumenta de día en día. Al terminar la primera guerra mundial el imperialismo soviético, que entonces se iniciaba, volvía sus ojos hacia el mundo hispanoamericano, comprendiendo todo el alcance de una penetración entre sus pueblos. A partir de 1945, después de la nueva conflagración, la problemática de los países situados entre el Río Grande y el Estrecho de Magallanes fue plenamente insertada en el contexto de la guerra revolucionaria promovida por las huestes enemigas de la civilización cristiana.

Al mismo tiempo la potencialidad de sus pueblos va creciendo, y hay quien afirma, por ejemplo, la futura hegemonía brasileña: Brasil, la gran potencia del siglo XXI[3].

Nacionalismo, desarrollo económico, integración en el «Tercer Mundo», son cuestiones candentes, suscitadas a cada momento en los debates sobre aquella problemática. Y la búsqueda de un nuevo «modelo», según el cual rehacer las estructuras sociales, coloca frecuentemente a las naciones hispánicas de América en la inminencia de una ruptura total con las tradiciones de la Cristiandad en la que fueron criadas y ennoblecidas. Este peligro, del que Cuba y Chile no consiguieron escapar, implica una destrucción de todo un mundo cultural. Así como la Europa protestante, racionalista y liberal, y totalitaria, se sobrepuso a la Cristiandad de antaño, la Comunidad Hispánica en las Américas, heredera de la Cristiandad medioeval, cedería el lugar a una América enteramente sovietizada, bien a través de procesos revolucionarios –como ocurre con los regímenes de Fidel Castro y Allende–, bien mediante transformaciones graduales, de sabor tecnocrático, llevadas a término por gobiernos inconscientes.

2. Concepto de Cristiandad

Para definir la Cristiandad de las Españas, extendida por el mundo gracias a la epopeya misionera de los navegantes, conquistadores y pobladores, conviene, antes que nada, proceder a una distinción de conceptos.

La cristiandad no debe confundirse con el Cristianismo, la Iglesia o el Sacro Imperio. El Cristianismo es la religión de Cristo, revelada en el Nuevo Testamento y doctrina compendiada en los Evangelios. La Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, es la sociedad de todos los fieles que profesan la misma Fe, reciben los mismos sacramentos y están unidos por la obediencia a los pastores legítimos. En cuanto al Sacro Imperio, fue una organización política surgida para, en base a reminiscencias del Imperio Romano, dar una estructura unificadora a los reinos cristianos de la Edad Media en un régimen de Monarquía Universal, en la que el Emperador fuese la suma autoridad sobre lo temporal, como lo era el Papa en el orden espiritual.

¿Y la Cristiandad?

Por esta palabra –christianitas–, se vino a designar un doble concepto: 1º el orden temporal de las sociedades impregnado por los principios del Cristianismo; 2º la unión de las diversas sociedades políticas cristianas (los reinos medioevales, que precedieron a los Estados nacionales modernos) en una comunidad mayor, una especie de sociedad de naciones o, para usar la expresión de Taparelli d'Azeglio, una «etnarquia»[4]. En este segundo sentido la Cristiandad era lo mismo que la res publica christiana, constituida por los pueblos medioevales, antes de la reestructuración de Europa en Estados soberanos concebidos al estilo de la «razón de Estado» maquiavélica o de la idea bodiniana de «soberanía». En el primer sentido, Cristiandad quería decir la encarnación de los principios cristianos en las instituciones socio-políticas de cada pueblo.

Otro problema que podría suscitarse, pero que dejamos de lado para no extendernos demasiado y no salirnos del tema que necesita ser centrado, es el de las relaciones de la Iglesia y los Estados componentes de la Cristiandad –o, en el lenguaje y en la realidad medioeval, los reinos–, más particularmente entre el poder eclesiástico y el poder civil. Asunto palpitante y motivo de polémicas doctrinales y de conflictos políticos, a lo largo de los tiempos medioevales. Desde su formulación por el Papa San Gelasio, en el siglo V, hasta las enseñanzas inequívocas y las actitudes luminosas de San Gregario VII, Inocencio III y Bonifacio VIII, pasando por las consideraciones teológicas de San Bernardo o San Buenaventura y llegando hasta las reivindicaciones empleadas por los adeptos a la plenitudo postestatis a favor del Papa o del Emperador.

A este respecto recordemos apenas que la autoridad del Romano Pontífice –suprema e indiscutible en el orden espiritual–, era reconocida también por los reinos de la Cristiandad, el poder indirecto sobre los asuntos de orden temporal, dada la imposibilidad de una separación de ambas, que sería casi lo mismo que una separación entre el alma y el cuerpo. Con esto se convierte el Pontífice en .la autoridad máxima de la res publica christiana, árbitro entre los diversos soberanos y juez en última instancia en las querellas entre los pueblos.

Dicho esto, pasemos a continuación a la caracterización de la Cristiandad de las Españas, esto es: la Cristiandad, tal como sobrevivió en la Península Ibérica mientras se fragmentaba en Europa, y no solamente sobrevivió, sino que se multiplicó por entre las gentes de los vastos imperios que Portugal y España edificaban en las Indias Orientales y Occidentales. Fue esta la tarea magnífica de «fazer cristiandades», según se decía en el lenguaje de la época.

3. La Cristiandad de las Españas: a) las instituciones

En los dos sentidos arriba indicados, vemos a la Cristiandad plenamente realizada entre los pueblos hispánicos.

Primeramente en cuanto a la penetración de los principios cristianos en el orden temporal.

Constituidos a lo largo de ocho siglos de lucha contra los secuaces de la media luna, los reinos cristianos de la península ibérica no se empeñaron en las gestas de la Reconquista solamente para recuperar el territorio ocupado por el invasor, sino principalmente en defensa de la Fe católica frente a la propagación del islamismo.

No es de admirar, pues, que siendo así, aquellos reinos se fuesen estructurando en torno de valores esencialmente inspirados en el catolicismo, resultando de ahí instituciones políticas que seguían además la misma línea de fundamentación jurídico-filosófica que habla sido el norte de la legislación del Imperio visigótico, oriunda de los Concilios de Toledo.

Al ser los reinos españoles unificados por Femando e Isabel –los «Reyes Católicos»–, a una epopeya va a su cederle otra: la Reconquista llega a su epilogo y Colón descorre la cortina del Nuevo Mundo, iniciándose la obra de la conquista y de la colonización[5].

Vemos, entonces, reproducido en tierras americanas bañadas por el Atlántico o por el Pacifico, de los Caribes a la Tierra del Fuego, en las márgenes del Mississippi y del Amazonas, de San Francisco o del Río de la Plata, aquel mismo sistema de organización política de las Madres Patrias, que modelaron a su imagen y semejanza a las comunidades a las que dieran el ser. Fundiéndose étnicamente, sin prejuicios racistas, con los pueblos conquistados, llevaban a éstos el don precioso de la Fe y las instituciones políticas propias de sociedades libres, que solamente la mala fe o el desconocimiento de la historia pueden inducir a alguien a identificar con el colonialismo explotador.

De esta forma los pueblos conquistados pasaban a integrarse en los reinos conquistadores. Lejos de ser eliminados y brutalmente extirpados –como ocurrió en el norte del continente con los pieles rojas, sin resistencia ante el invasor inglés–, fueron tales pueblos poco a poco siendo educados para un tipo de vida que los elevaba moral y cívicamente.

Era verdaderamente la «propagación de la Fe y del Imperio» del verso de Camões. La razón de ser de la gran obra de la conquista y de la colonización, y su finalidad misionera, están bien patentes en estas palabras del testamento de Isabel la Católica: «Nuestra principal intención fue la de procurar atraer a los pueblos y convertirlos a nuestra Santa Fe Católica». Y el primer Gobernador General del Brasil recomendaba al Rey don Juan III de Portugal, en aquel famoso Regimiento del cual ahora se dice que ha sido la primera Constitución política brasileña: «El principal hecho por el que se manda poblar el Brasil es la reducción del gentío a la Fe católica. Este asunto debe el Gobernador practicarlo mucho con los demás capitanes. Cumple que los gentíos sean bien tratados, y que en el caso de que se les haga daño o molestia se les dé toda reparación castigando a los delincuentes».

¿Y cómo no recordar las disposiciones de las Leyes de Indias protectoras de la vida y de la libertad de los habitantes de la selva, en un desmentido irrefutable a las calumnias acumuladas por la leyenda negra contra la obra superior de colonización llevada a cabo por las Españas? Colonización que en verdad estuvo muy lejos de ser una explotación opresora y mercantilista, al estilo de las potencias europeas que mutilaban indios, rechazaban a los negros sin reconocerles los derechos naturales y distribuían opio a las poblaciones sujetas a su imperialismo.

Bendita colonización la de los españoles y portugueses, forjadora de hombres cristianos y pueblos libres, que colonización puede ser llamada en el sentido rigurosamente etimológico de la palabra –de colere, cultivar, de donde «cultura»–, o sea: tarea superior de elevación cultural y humana sin dominación imperialista, sin exclusivismo racial, sin privilegios, de casta, nación o dinero.

«Las indias no fueron colonias», escribió, con abundante documentación y firme apoyo en la verdad de los hechos el historiador argentino Ricardo Levene. Razón por la cual los altos oficiales de la Corona Portuguesa nunca usaron aquella expresión, que se presta a un sentido peyorativo, mas siempre se refirieron al «Estado del Brasil». Estado elevado a Reino Unido con Portugal y Algarves por Don Juan VI en 1815, siéndole dada entonces Carta-patente de 13 de mayo de 1825, donde se disponía: «Los naturales del reino de Portugal y sus dominios serán considerados en el Imperio como brasileños, y los naturales del Imperio en el reino de Portugal y sus dominios, como portugueses». Lo cual no era más que el reconocimiento jurídico de una situación de hecho, existente mucho antes.

Al llegar a San Vicente –célula mater de la nacionalidad brasileña– en el año de 1530, Martim Alfonso de Sousa imponía allí las Ordenanzas del Reino como ley según la cual fundaba el primer municipio brasileño. Incluso antes de instituidas las Capitanías hereditarias –en un régimen semi feudal de efímera duración–, y antes, por tanto, del Gobierno general, que sucedió al de las Capitanías, ya las libertades locales de los concejos o municipios portugueses eran conocidas en el Brasil, gracias a la fundación vicentina, que sería después reproducida en otras comunas establecidas a lo largo de la costa y en el interior más próximo.

Dígase de paso que las Ordenaciones Filipinas –procedentes de Felipe II y reuniendo las Ordenanzas anteriores (Alfonsinas y Manuelinas) y las leyes dispersas–, se implantaron vigorosamente en el Brasil en lo concerniente al derecho civil, hasta 1916, habiendo sido la principal fuente del Código entonces promulgado.

Ni era otra la práctica observada en los Vice Reinados españoles. Instituciones regionales y locales con poder legislativo, leyes particulares aplicables a circunstancias diferentes, reconocimiento de las libertades concretas, todo esto robustecía en encuadramiento jurídico de aquellas sociedades cuya gerencia llevaba el sello fecundo de Castilla, Madre de pueblos. Y para completar el cuadro, las escuelas y universidades se multiplicaban y «colonizaban» a los indígenas, no para hacerlos colonos esclavos, sino hombres cultos y civilizados.

Estudiábase el latín, la literatura clásica, el derecho romano, sin hablar del catecismo dado a las criaturas, a veces en la lengua de los naturales del país, como hacia el canario Padre Anchieta, enseñando a los «curumins» de San Pablo de Piratininga y escribiendo para ellos una gramática de la lengua tupi. Y en las aulas de teología llegaban a los bancos universitarios las grandes lecciones de los maestros de Salamanca, Alcalá y Coimbra.

Bien significativas son las denominaciones dadas por los españoles a las regiones ocupadas por ellos, en las cuales hacían revivir el mismo régimen de la Metrópoli, aplicar las mismas leyes y vivir la misma Fe: Nueva España, Nueva Granada, Nueva Extremadura, Nueva Andalucía, Nueva Toledo… Y por todas ellas las normas emanadas del Consejo de Indias aseguraban el sentido superior de la acción civilizadora. Y por todas circulaban las gramáticas, los diccionarios; las Doctrinas, los Sermonarios.

Preservadas en la unidad de la Fe –y la guerra de los brasileños contra los holandeses invasores era, al mismo tiempo, una guerra religiosa en defensa de la Fe católica, y el despertar de la conciencia nacional–, las poblaciones de los grandes imperios azteca o incaico y de las tribus errantes, una vez convertidas, se integraban en la Cristiandad de las Españas. Para compensar·las defecciones de las naciones europeas, que sufrían los efectos disgregadores del protestantismo, los conquistadores hispánicos triplicaban el reino de Cristo sobre la tierra, abriendo las puertas para que los misioneros evangelizaran. De todos ellos se puede decir lo que Ernest Hello escribió respecto de Cristóbal Colón: su estilo fue la señal de la cruz trazada en la niebla por la punta de la espada[6].

4. La Cristiandad de las Españas: b) la etnarquía

El otro sentido de Cristiandad es la etnarquía cristiana. Por etnarquía entiende Taparelli la sociedad universal de naciones, distinta de las confederaciones y alianzas particulares creadas por la libre voluntad de las partes contratantes. Es cierto que España y Portugal no llegaron a integrar, en la Civitas Maxima de sus imperios, la universalización de los pueblos. Europa, diezmada por el protestantismo, y gran parte de las tierras todavía en las tinieblas de la gentilidad, estaban fuera de esa comunidad formada por las «cristiandades» portuguesas y españolas. Entre tanto, en la inmensidad de los espacios ocupados por dos imperios que no conocían la puesta del sol, la comprensión existente entre las dos monarquías peninsulares, al servicio de la propagación de la Fe Católica, dio origen a un esbozo de etnarquía, esbozado desde las bulas de Alejandro VI resolviendo pacíficamente la división de los nuevos mundos entre las dos coronas hispánicas.

La etnarquía, como toda sociedad, debe poseer una autoridad. Y sin autoridad internacional, ¿cómo concebir efectivamente un derecho internacional? El nuevo derecho inter gentes tenía sus orígenes jurídicos y filosóficos en la obra de los teólogos de la escuela española que renovaban la escolástica. Fray Francisco de Vitoria disertaba, en la cátedra de Salamanca, sobre los indios, teniendo delante de sí la realidad de la Cristiandad de las Españas en las Américas. Y cuando, en 1625, se publicaba el De iusto imperio Lusitanorum Asiatico, de Fray Serafín de Freitas, el dominio de los mares reivindicado por los portugueses y justificado por el autor se oponía a la tesis graciana del mare liberum que en el futuro tanto iría a servir a los designios del imperialismo británico. Uno y otro, Vitoria y Serafín de Freitas, discurrían dentro de los presupuestos de la etnarquía luso-española, en contraposición al voluntarismo individualista consagrado en la Europa de los tratados de Westfalia.

Transformadas las condiciones del mundo cristiano en la política internacional moderna, vuelven a entenderse los componentes de aquel esbozo etnárquico, ahora, sin embargo, en diferente situación. La bula inter Cetera y el Tratado de Tordesillas habían establecido el área de acción de los navegantes y pobladores de Portugal y de España. Unidas bajo Felipe II las dos Coronas, el meridiano divisor trazado por Alejandro VI, y dislocado por el acuerdo de Tordesillas, ya no tenía más razón de ser. Esto fue lo que hizo posible que los conquistadores paulistas se adentraran por el interior del Brasil, transponiendo aquella línea divisoria sin encontrar oposición que los detuviese. Ensanchadas así las fronteras de la América portuguesa, cabía discutir el asunto después de 1640, cuando de nuevo se separaban las dos coronas. Se fue aplazando la solución preparada durante muchos años hasta que la habilidad diplomática y la argumentación jurídica de Alexandre de Gusmão prevaleció al ser firmado el Tratado de Madrid en 1750. Por este acuerdo, seguido del Tratado de San Ildefonso, el Brasil era favorecido, mediante la aplicación del principio de uti possidetis conservando las tierras ocupadas. España reconocía los derechos de Portugal sin el espíritu de apetito y belicosidad que hacía precarios a los acuerdos contractuales de los Estados Europeos en busca de un jamás alcanzado «equilibrio de potencias». Aún eran reminiscencias caballerosas de la etnarquía Luso-española de los tiempos de la expansión marítima y de las conquistas.

5. Acción civilizadora y misionera

Un autor del siglo XVIII, refiriéndose a ciertas tradiciones de los antiguos mejicanos, que serían más tarde recogidas por Alejandro de Humboldt, nos cuenta lo siguiente: «Todos los americanos esperaban del lado de Oriente, que se podría llamar el polo de la esperanza de todas las naciones, la venida de los hijos del sol. Y particularmente los mejicanos esperaban uno de sus antiguos reyes, que debería volver a ellos por el lado de la aurora, después de haber dado la vuelta al mundo»[7].

¿Quién no verá ahí un símbolo de la llegada de Cristóbal Colón a América? Los hijos del sol eran los conquistadores españoles, trayendo a la luz de la Fe a los pueblos inmersos en la noche de la gentilidad, haciendo en las tinieblas la señal de la cruz con la punta de sus espadas y liberando a los naturales del país de la idolatría, de los sacrificios humanos y de la antropofagia canibalesca.

A su vez, Rohrbacher, en su «Historia Universal de la Iglesia», comentando las proclamaciones de los conquistadores a los pueblos con que se encaraban, y especialmente la de Alonso de Ojeda, en 1509, concluye apuntando en esos documentos tres ideas principales, inspiradoras de la obra que había de realizarse, a saber:

1) Dios, Rey supremo de cielos y tierra.

2) El Papa, recibiendo de Jesucristo todas las naciones para convertir y regir.

3) El rey de España, recibiendo del Papa la misión de auxiliar con su poder la propagación de la Fe y de la civilización cristiana[8].

De ahí la Cristiandad, que, siendo una consecuencia del Cristianismo en el orden temporal, se vuelve también instrumento de propagación del Cristianismo y de la realización efectiva de la civilización cristiana, entendiéndose por civilización la perfección social[9]. Para que esta sea completa no basta la acción sobre las inteligencias y los corazones, es preciso también que las instituciones la corroboren y favorezcan. Pues así como hay instituciones que corrompen a los hombres[10], hay también otras que contribuyen a su elevación y perfección.

El sentido civilizador y misionero de la empresa de conquista y población llevada a cabo por portugueses y españoles, ha sido constantemente recordada, reconocida y exaltada por los Papas, siendo de notar especialmente las numerosísimas referencias de Pío XII –que fue, por esto mismo, llamado «el Papa de la Hispanidad»–, en tantos de sus discursos[11]. En el radio mensaje dirigido a los españoles al finalizar la Guerra de Liberación, Pío XII, el 16 de abril de 1939, proclamaba a España «nación escogida por Dios como instrumento principal de la evangelización del Nuevo Mundo y como ciudadela inexpugnable de la Fe Católica». El 6 de marzo de 1940, en el discurso a la Misión Naval Española, el mismo Pontífice evocaba «las providenciales carabelas de la España misionera, verdaderas auxiliares de la barca de Pedro», gracias a las cuales «inmensos continentes recibieron la sublime y verdadera civilización de las almas»[12].

Por otro lado, los Papas han denunciado también la obra destructora y anticristiana del iluminismo, de las sociedades secretas y de la revolución de 1789 como las otras que siguen sus huellas y llegan también hasta nuestros días. En palabras de Benedicto XV, la Revolución «destruyó las bases cristianas de la sociedad, no sólo en Francia, sino paulatinamente en todas las naciones»[13].

La América hispánica es actualmente el blanco principal de la Revolución, que intenta a toda costa impedir en sus países la restauración de la Cristiandad, cuya construcción allí forcejea por arruinar la desaparición de los últimos resquicios.

6. Quaerite primum regnum Dei

Toda una antología formada de páginas sobre la Cristiandad de las Españas puede componerse recogiendo en ella textos pontificios altamente expresivos, y deposiciones copiosísimas de extranjeros, desde el alemán Alexandre von Humboldt hasta el americano Charles Fletcher Lummis, y finalmente, encomios de pensadores, historiadores y letrados hispánicos de todas las procedencias, hoy casi unánimes en repetir las falsas versiones de la leyenda negra forjada por los enemigos del catolicismo y consecuentemente, de España.

Para concluir, detengámonos un poco con este pasaje de un discurso de Restrepo Mexia, en la Academia Colombiana de la Historia: «Recordemos ahora la manera cómo colonizaron. Dueños ya de la tierra americana, no la consideraron como simple campo de explotación, sino como patria adoptiva, en donde habían de dejar su descendencia y sus huesos. No colonizaron como lo han hecho otras naciones, barriendo de nativos el suelo conquistado, recluyéndoles en regiones remotas, o donde esto no ha sido posible, limitándose a aprovechar sus servicios con absoluto desprecio de las personas, y a explotar sus necesidades para el consumo y cambio de productos, abandonándolos por lo demás a su suerte; sino que se mezclaron con los naturales, considerándolos dignos de la comunidad humana, trabajando por ponerlos a su nivel intelectual y moral, y los prepararon así para la vida política de la civilización cristiana. La sangre indígena que llevamos en nuestras venas y la raza pura, que de esa sangre subsiste, bendice la colonización española. Sobre los horrores de la conquista, porque toda guerra los produce, hubo una acción piadosa, conciliadora, cristiana. Mezcláronse las dos razas, y resultó la hispanoamericana, prueba irrefutable del humanitario concepto con que estas tierras fueron colonizadas». Palabras dichas en aquella Academia el 12 de octubre de 1930.

En su ensayo de interpretación El conquistador español del siglo XVI, Blanco Fombona aquiesce en que «la conquista resulta obra de piedad» y «tiene algo de Cruzada»[14].

El mestizaje de sangre español o portugués con el indígena, y aun con el negro y con los numerosos y variados elementos étnicos provenientes de la inmigración, va constituyendo en el continente americano –o mejor, en los países hispánicos de América–, conforme al título de un libro de José Vasconcelos, la «raza cósmica», en la cual el ilustre pensador mejicano ve la raza dominante del futuro.

En un plano superior al de las combinaciones étnicas, la Cristiandad de las Españas es también entre los pueblos americanos, la «síntesis viviente» del pequeño y admirable volumen escrito con ese título por el peruano Víctor Andrés Belaunde. Síntesis que el brasileño Gilberto Freyre en varias de sus obras enfoca bajo el aspecto luso-tropical, realzando el valor del «luso-cristianismo» como elemento aglutinador de pueblos.

Síntesis resultante de la asimilación institucional de los pueblos colonizados, o más bien civilizados por españoles y portugueses, asimilación ésta operada en el plano jurídico y político; de la asimilación racial o étnica; de la asimilación cultural, facilitada por la unidad lingüística (caso notable el del Brasil, con sus ocho millones y medio de kilómetros cuadrados y la lengua portuguesa hablada de norte a sur, de este a oeste, sin la menor modificación dialectal); de la asimilación moral y religiosa, en fin, por la «conversión del gentío a la Fe católica», punto culminante y objetivo supremo de la tarea de «fazer cristiandades» y elemento valorativo a informar toda aquella síntesis.

De este elemento resulta la esencia de la civilización hispanoamericana. El testamento de Isabel la Católica y el Regimiento dado por Don Juan III al primer Gobernador General del Brasil no dejan duda en cuanto a la finalidad que movió a los Monarcas de la Cristiandad peninsular a dirigir la obra gigantesca de la expansión marítima y de la población de los nuevos mundos.

Una palabra la resume. La palabra del Evangelio: «Procurad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura»[15].

Exactamente lo contrario de lo que hacen hoy los que preconizan reformas de estructuras en América Latina para levantar el nivel de vida de los pueblos subdesarrollados, inspirados en criterios marxistas y subordinando todo a los objetivos del desenvolvimiento económico. No satisfechos con las asambleas de Medellín y otras, llegan a reunirse a la sombra de El Escorial de Felipe II, en refinada profanación. Demoledores de la Cristiandad de las Españas, se confunden con los que promueven la «autodestrucción» de la Iglesia, según palabra de Pablo VI.

El mejor medio de hacerles frente, de defender la Cristiandad sitiada por sus enemigos y minada interiormente por los que la traicionan, en una palabra, de restaurarla en su plenitud, será antes que nada seguir el ejemplo de los reyes católicos, de los misioneros y de los conquistadores que también fueron misioneros: Quaerite primum regnum Dei...

 

[1] Os Lusiadas, Canto 1, v. 2.

[2] Cfr. P. Juan Terradas Soler, C.P.C.R., Una epopeya misionera. La conquista y colonización de América vista desde Roma, Madrid, E.P.E.S.A., 1962.

[3] Es el título de un libro de José Meijide Pardo (Santiago de Compostela, Porto y Cía., S. A.).

[4] P. Luigi Taparelli, D.C.G.D., Saggio teoretico de Diritto Naturale apoggiato sul fatto, nn. 1363-1368.

[5] Del gran poeta brasileño Castro Alves:

Cansado de otros esbozos
Dice un día Jehová:
«Ven Colón, abre la cortina,
 De mi eternoa oficina
Saca a América de ella»
(Espumas fluctuantes)

[6] Ernesto Hello, L'Homme, libro III (último capítulo): «Le style de Christophe Colomb, c'est le signe de la croix, tracé dans le brouillard par la pointe de son épée».

[7] Nicolas Antoine Boulanger, Recherches sur le Despotisme oriental, sec.·10.

[8] René François Rohrbacher, Histoire universelle de l'Église Catholique, 9.ª ed., tomo XI, pp. 396-397.

[9] Godefroid Kurlh, Les origines de la civilisation moderne, introducción.

[10] Ernest Du Menil, Les institutions ont corrompu les hommes, París, Éditions du Conquistador, 1953. En Vers un ordre social chrétien de La Tour du Pin (6ª ed., p. 253) leemos: «Les institutions ont corrompu les hommes» ha dicho, a raíz de un escándalo aún no apagado, una gran verdad.

[11] P. Juan Terradas Soler, C.P.C.R., op. cit., pp. 141-336.

[12] Pío XII apuntó, en las carabelas, unos auxiliares de la Barca de Pedro, León XIII las compara al Arca de Noé, guardando el depósito de la Fe y de la Revelación y transportándolos por las aguas:

«Quapropter, sicut arca Noetica exudantes supergressa fluctus, semen vehebat Israeliticum cum reliquiis generis humani, eodem modo, comissae oceano columbianae rates, et principum magnarum civitatum et primordia catholici nominis transmarinis oris invescere». (Carta al episcopado de los Estados Unidos, 6-1-1894).

[13] Discurso proferido el 7-11-1917.

[14] Rufino Blanco Fombona, El conquistador Español del siglo XVI, Madrid, Mundo Latino, 1928, pp. 210-211.

[15] Luc., XII, 31.