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Número 197-198

Serie XX

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El pensamiento político de Santo Tomás de Aquino

1. Realismo político

De Aristóteles a Santo Tomás no se encontrará otro pensador político que, como ambos, haya pensado con tanta profundidad y con tanto realismo, en torno a los grandes temas concernientes a la sociedad y al poder público.

Viajando por las ciudades griegas de su tiempo, Aristóteles estudió las diferentes constituciones o regímenes políticos entonces existentes en el mundo helénico. Desgraciadamente, se perdieron las páginas que escribió al respecto, conservándose tan sólo unos fragmentos del análisis de la constitución de Atenas. Casi se diría un trabajo de investigación sociológica o de derecho constitucional comparado, conforme a las clasificaciones habituales en nuestros días. En el libro II de la Política, después de criticar a Platón, estudia las constituciones de Faléas de Calcedonia, de Hipodamo de Mileto, de los lacedemonios, de los cretenses y los cartagineses, la obra de Solón y de otros legisladores.

Fue, de ese modo, un hombre vuelto hacia la experiencia de sus contemporáneos, que se alzó a las elevadas consideraciones de la Política, obra en la que nos da la filosofía de la sociedad y del poder. Al contrario de Platón, que al escribir La República, dejaba el plano de la realidad para imaginar una ciudad ideal, construida, no a la medida de los hombres concretos, sino del hombre considerado en abstracto, desvinculado de las condiciones terrenas.

El mismo realismo del estagirita se observa en Santo Tomás de Aquino, que en el «Comentario a la Ética aristotélica», escribió en torno a las cuestiones morales máximamente conocidas por la experiencia[1].

No admira, por tanto, que en los escritos políticos de Santo Tomás se refleje la sociedad medieval de aquel siglo XIII en el que alcanzó su mayor esplendor, tal como en la obra de Aristóteles se refleja la sociedad griega de su tiempo (la πόλις). Ni el uno ni el otro conocieron el Estado, realidad típicamente moderna, constituido a partir del Renacimiento. Por eso mismo, sería un anacronismo hablar de Santo Tomás de Aquino o de Aristóteles en «Teoría del Estado».

Nótese, sin embargo, que el realismo político del maestro de Alejandro o del comensal de San Luis Rey de Francia, está muy lejos de poder compararse con la Realpolitik, tal como desde Maquiavelo a Bismarck y de éste a Mao Tse Tung, viene ocupando los anales de la historia de los pueblos modernos. Esta es la política separada de la moral, la política a base de criterios válidos por sí mismos, la política del bien útil sin consideración al bien honesto. Para Aristóteles y para Santo Tomás la política tiene un contenido ético; está subordinada a valores trascendentes y se ordena a la realización del bien común, en el que no se ha de ver la simple utilidad social, sino el vivir de los hombres según la virtud.

Se trata de un realismo práctico, equivalente al realismo metafísico, es decir, el de la filosofía del ser, apoyado en el conocimiento experimental de las cosas, una vez que la inteligencia conoce la realidad aprehendida primeramente por los sentidos y, de ahí, pasando por la abstracción, al concepto. El ser inteligible de las cosas sensibles no proviene de ideas innatas ni de apriorismos de tipo kantiano. El universal no existe en el mundo platónico de las ideas, sino que se alcanza a través de las particularidades de los seres que nos rodean. Para el realismo aristotélico-tomista, el sentido común es el vestíbulo de la filosofía y el problema del conocimiento, se salva, así, de caer en el dédalo inextricable al que le llevó el subjetivismo moderno desde Descartes.

Pero política y metafísica no se confunden. La política no está en el plano de lo necesario y de lo universal, sino en el de lo contingente y de lo variable. La razón especulativa o teórica en sus lucubraciones metafísicas y la razón práctica en la elaboración de la política, proceden de maneras diferentes. Por eso, Aristóteles y Santo Tomás jamás podrían ser el objeto de la crítica de Augusto Comte a la politique métaphysique de Rousseau y de la Revolución francesa.

2. Santo Tomás de Aquino, ¿pensador político?

Pero, ¿habrá sido Santo Tomás un pensador político?

«Nunca habló más que de Dios o con Dios», dice uno de sus mejores biógrafos. Estaba frecuentemente absorto en la contemplación desde los primeros años de su infancia, cuando, viviendo entre los monjes benedictinos de Montecasino, les preguntaba: ¿Quid est Deus? ¿Y cómo no recordar aquél episodio tan expresivo durante una comida con el Rey Luis IX? Fray Tomás se mantenía quieto y pensativo, mientras los otros conversaban, y, de repente, dejó escapar una exclamación de júbilo, sorprendiendo a todos con su falta de protocolo. ¡Había encontrado un argumento decisivo contra los maniqueos! En los últimos años de su vida, escucha una voz que proviene del Crucifijo diciéndole: «Tomás, escribiste bien de Mi...». Pero ante la visión de Dios, todo lo que escribió le pareció nada.

Sobre Dios compuso la más famosa de sus obras, la Suma Teológica y también la Suma contra los Gentiles. Durante toda su vida se dedicó al magisterio de la Teología. Vida de oración, de contemplación, realizando el ideal de la Orden Dominicana en la que profesó: contemplata aliistradere. Y en el segundo capítulo de la «Suma contra los Gentiles» declaró ser consciente de que su principal deber en esta vida consistía en que todas sus palabras y todos sus pensamientos fueran acerca de Dios.

Entonces, ¿cómo decir que fue un pensador político?

Lo comprenderíamos perfectamente si tuviéramos presente este pasaje inicial del Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo, de Donoso Cortés: «Proudhom ha escrito, en sus Confesiones de un Revolucionario, estas notables palabras: "Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología". Nada hay que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de Proudhom. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas».

Que un contemplativo, en la tranquilidad de su celda, pueda formular los más acertados juicios prudenciales sobre las cuestiones en torno a las cuales se agitan los hombres, no es tampoco de admirar. Baste recordar a San Bernardo, el contemplativo, el teólogo, el místico y el hombre de mayor influencia en su época, dominando la historia del siglo XII europea. O a Santa Catalina de Siena, en sus escritos al Papa y a las personalidades eclesiásticas con influencia, escrito con fuego y llenos de ponderadas consideraciones sobre el estado de la Cristiandad, incitando al Pontífice a volver de Avignon a Roma. O, incluso, lo que declaró Charles Maurras, de las Carmelitas de Lisieux: «No sé qué admirar más, si la extraordinaria extensión de sus informaciones, pues estas reclusas lo sabían todo, o si su seguridad de juicio que la coronaba».

Además de los pasajes de la «Suma Teológica» relativos a temas de filosofía política, Santo Tomás escribió sobre el gobierno de los príncipes –De regimine principum, obra dedicada al rey de Chipre– y los «Comentarios a la Política de Aristóteles». ¡Qué diferencia entre la serenidad de su exposición al tratar los hechos políticos y las cuestiones sociales a la luz de los grandes principios de la filosofía cristiana, y la corrupción demagógica de la ciencia sagrada en, nuestros días, por parte de quienes se hacen los artífices de la teología de la liberación o de la teología de la revolución!

3. Una ciencia arquitectónica

Sucede que la política –aún conforme Aristóteles– es una ciencia arquitectónica, que ocupa, en relación a las demás ciencias prácticas, una posición de alta dignidad y de dirección. Esta dirección no puede establecerse sino por medio de normas éticas, una vez que se trata de la ordenación de los actos humanos.

A este respecto hay que recordar la distinción hecha por los escolásticos, entre recta ratio agibilium y recta ratio factibilium. Esta última es la que dirige a los hombres en su actividad productiva, ya se trate de artefactos o utensilios, ya de obras de arte (o artes mecánicas y bellas artes, respectivamente). La acción del fabricante o del artista es transitiva, teniendo por objeto algo externo que es hecho por él. No así la recta ratio agibilium, esto es, la recta razón en cuanto da normas para la práctica de actos libres propios de la criatura racional. Se trata aquí de la acción inmanente, que está en el sujeto, y que consiste en operaciones procedentes de la voluntad libre. Estos actos humanos deben subordinarse a la ley moral, encaminando al hombre hacia la realización de fines conformes con su naturaleza y lo lleven a la realización de su destino personal.

La ciencia política tiene por objeto la ordenación de los hombres en la convivencia social. Por tanto, es manifiesto que no debe ser incluida entre las ciencias de la producción –técnicas mecánicas– sino entre las de acción, que son ciencias morales.

Desde luego, por consiguiente, sé excluye por esta lección de Santo Tomás toda tecnocracia, así como la política reducida a un arte que simplemente garantice la supervivencia o la seguridad y promover el desenvolvimiento económico de los pueblos.

¿Por qué decir que la política es una ciencia arquitectónica?

Con ello se hace una comparación o analogía. En la construcción de un edificio colaboran varios trabajadores que contribuyen a edificarlo, debiendo encargarse cada uno de ellos de determinadas tareas, desde los canteros hasta los pintores y decoradores. Es importante el cálculo de resistencia de materiales y que los cimientos se hayan asentado de modo que puedan soportar toda la obra. Todo esto requiere la participación de técnicos especializados. Pero por encima de todos los técnicos, obreros y artistas, se encuentra el arquitecto, por su visión global y por las directrices que ha de dar y cuyos planos han de seguir los demás.

Algo semejante ocurre en lo concerniente a las ciencias prácticas ordenando la actividad humana social. Y cabe recordar, todavía, que todas las sociedades en las que participa el hombre componen una sociedad mayor, que se basta a sí misma y a la que las otras deben pedir subsidio o auxilio cuando sea necesario. Esta sociedad mayor –una sociedad de sociedades– es la sociedad política, la cual no se compone práctica y directamente de individuos aislados, sino de familias y otros grupos sociales, constituyendo un conjunto orgánico.

De este modo, en relación a las ciencias políticas que tratan de la actividad individual de los hombres asociados y de su actividad en los grupos sociales menores, la política –que considera todo el conjunto, en la sociedad mayor– es ciencia principal y arquitectónica.

De tales consideraciones procede la idea de la sociedad política –hoy diríamos el Estado– como sociedad perfecta. Pero entiéndase bien el significado de esta expresión. Las familias y otros grupos se reúnen procurando conseguir, a través del mutuo auxilio, todo lo que necesitan y que no alcanzarían aislados. Ahí se manifiesta la sociabilidad humana, mostrada por Aristóteles y Santo Tomás, y siglos más tarde negada por los devaneos de Rousseau. La familia es la primera de todas las sociedades, y es una sociedad natural. En ella el hombre recibe la vida y se asegura su supervivencia. En ella recibe la educación y se le prepara para la vida en sociedad. Su sociabilidad, resultante de la propia naturaleza, le hace participar de diversas agrupaciones que se van formando más allá del círculo familiar y a los que la comunidad, globalmente constituida, debe proteger y ayudar. Esta es la communitas perfecta, esto es, la sociedad plenamente constituida y autosuficiente, o autárquica según la terminología de Aristóteles[2].

La sociabilidad humana, de ese modo, alcanza su mayor grado. Estamos frente a una sociedad ya terminada (de perficere: hacer por completo, acabar, concluir).

Aristóteles observó la ciudad griega de su tiempo. Cada ciudad era efectivamente autárquica. Lo mismo ha de decirse de Santo Tomás frente a la sociedad política en que vivió: el reino. Hoy en día, con la complejidad de la vida y la multiplicación de las necesidades, con frecuencia creadas artificialmente en la sociedad de consumo, la situación es muy diferente. Los Estados actuales –inmensas organizaciones políticas si se comparan con las pequeñas ciudades griegas– no son, sin embargo, autosuficientes como lo eran aquéllas. Su interdependencia es cada vez más acentuada, surgiendo organizaciones supra estatales para completarlos.

Y eso nos muestra la relatividad del concepto de communitas perfecta. Y, además, ha de tenerse en cuenta otro aspecto: que la comunidad más perfecta es la comunidad política en cuanto se considera la capacidad de proveer a sí misma o de ser autosuficiente; pero la familia es mucho más perfecta en cuanto a la intensidad comunitaria, en cuanto a la fuerza de los vínculos sociales –el consortium omnis vitae, según la definición clásica del matrimonio dada por Modestino, los lazos de afecto entre padres e hijos–, en fin, todo aquello que corresponde cabalmente al concepto de Gemeinschaft (comunidad), distinta del concepto de Gesellschaft (sociedad), según la terminología de Tönnies.

4. Santo Tomás, Aristóteles y San Agustín

A algunos puede parecerles optimista la concepción de Santo Tomás de Aquino, en la línea del pensamiento aristotélico y en aparente contraste con el que, quizá, también les parezca que es el pesimismo de San Agustín.

En cuanto a esto, ya respecto a la idea de communitas perfecta, ya en lo tocante a la autoridad –considerada en cuanto a la naturaleza humana social, como fuente positiva de bienes y no ya como consecuencia del pecado original, como se ensenó en la época patrística–, una investigación más profunda nos haría ver que, efectivamente, no pasa de ser una apariencia, fruto de un examen superficial, el antagonismo entre el Doctor Angélico y el autor de la monumental «Ciudad de Dios». Las divergencias existentes tienen escasa relevancia ante el acuerdo fundamental entre ambos.

Para no apartarnos del propósito de este estudio –una síntesis de la doctrina política de Santo Tomás de Aquino– dejamos tan interesante asunto para otros con más tiempo y más capacidad. Antes de continuar, sin embargo, hay que señalar que, a veces, por acentuar tanto la influencia de Aristóteles en Santo Tomás, se olvida el influjo, aún mayor, que San Agustín ejerció sobre él.

No olvidemos que las concepciones políticas tomistas presuponen toda una ética y una filosofía del derecho, y no pueden ser entendidas debidamente más que a la luz de las magníficas enseñanzas contenidas en la «Suma» y en otras obras, acerca de la ley eterna, la ley natural, la ley humana y la ley divina positiva –en las que se refleja las luminosas lecciones de San Agustín– así como acerca de la justicia y de la prudencia y sobre el derecho cristiano confirmando y perfeccionando el derecho natural.

Otra cuestión que podría suscitarse sería la de saber hasta qué punto el pensamiento de Santo Tomás reproduce el de Aristóteles y lo acepta en sus «Comentarios a la Política», y hasta qué punto hace el papel de exegeta o intérprete.

Sin detenernos más en estas primeras cuestiones tópicas –a modo de introducción– vamos al tema propuesto, exponiéndolo principalmente por medio de las enseñanzas de sus obras, en que Santo Tomás manifiesta, inequívocamente, su propio pensamiento: «La Suma Teológica», «La Suma contra los Gentiles» y el De regimine principum (o De regno).

Y sea nuestra preocupación, a través de esas doctrinas, la de alcanzar la «verdad de las cosas», atentos a la advertencia del mismo Santo Tomás[3]. ¡Advertencia que tan necesario es que sea escuchada respecto a los temas políticos, ante los cuales la pasión y la propaganda impiden, con frecuencia, entrever con claridad!

5. El bien común

Aplicando a la sociedad política las cuatro causas estudiadas por Santo Tomás en su opúsculo De principiis naturae –es decir, las causas eficiente, final, material y formal– es preciso comenzar por la causa final, dado que en las ciencias prácticas el fin desempeña el papel que corresponde a los principios en las ciencias meramente teóricas.

La causa final y la causa eficiente son causas extrínsecas. No entran en la constitución interna die un ser. La causa eficiente se denomina también causa agente, porque designa al agente que obra, y éste sólo actúa teniendo un fin que procurar.

Tratándose de la sociedad política, su fin se expresa en el lenguaje tomista, con dos palabras ricas de contenido, que el Aquinatense emplea con frecuencia: bien común[4].

La sociedad debe proporcionar a los hombres no sólo las condiciones necesarias para su subsistencia, sino también aquellas con las que puedan alcanzar la felicidad a la que aspiran. De ese modo los hombres pueden vivir y vivir bien. ¿En qué consiste vivir bien? En vivir según la virtud, lo que quiere decir, en la plena realización de la naturaleza humana, cuyas legítimas inclinaciones son satisfechas de ese modo[5].

No basta, por tanto, la prosperidad material. Si los hombres se reuniesen en sociedad con el sólo objeto de mantener su existencia y su salud, en tal caso, deberían ser gobernados por médicos. Si su propósito fuera tan sólo producir riquezas, el gobierno debería corresponder a los economistas. Pero para lograr aquel fin superior –vivir bien, llevar una vida virtuosa, practicar la justicia que, de todas las virtudes, es la que específicamente regula las relaciones entre los hombres–, los ciudadanos de una comunidad política o civil deben ser dirigidos por hombres sabios y prudentes.

En el De regimine principum –libro I, capítulo 15– se pone de relieve que los bienes particulares procurados por los hombres han de ser ordenados al bien de la colectividad, ya se trate, entre aquellos bienes, de las riquezas, de los beneficios, de la salud, de la elocuencia o de la erudición. A los .gobernantes les corresponde instaurar en la Colectividad las condiciones para una vida buena; y una vez instaurada ésta, conservarla; y una vez conservada, mejorarla. En la justicia y en las demás virtudes se encuentra el principal elemento determinante de la sociedad y del bien común, coincidiendo aquí el pensamiento de Santo Tomás con el de San Agustín[6].

Para la vida moral buena de un hombre se requieren dos condiciones: una principal, vivir según la virtud; otra secundaria y como instrumental, la suficiencia de bienes corporales cuyo uso es necesario para la práctica de la virtud.

En lo que concierne al vivir bien de la comunidad, en primer lugar ha de ser establecida la unidad de la paz. Así unida, debe ser encaminada a proceder con rectitud, siendo preciso, también, una abundancia de cosas necesarias para hacer efectivo el bienestar general.

Ahí podemos discernir los dos elementos que componen el bien común: el orden jurídico, asegurando la paz social y los servicios prestados por la sociedad política a través de sus agentes responsables, para subsidiar a los individuos y a los grupos que la integran.

He ahí el bien común temporal de las sociedades. Pero es necesario ir más allá de las realidades terrenas, ya que el hombre está en este mundo como viajero. La sociedad en la qüe vive ha de contribuir para que pueda alcanzar su destino trascendente: la eterna bienaventuranza que le espera después de la muerte. No es, pues, el último fin de la multitud asociada vivir según la virtud, pero sí llegar a la posesión divina por medio de la vida virtuosa. Lección, ésta, contenida en el capítulo anterior al citado –es decir, en el libro I, capítulo 14– del Tratado sobre el gobierno de los príncipes, en el que brilla, así, a los ojos del lector, el bien común universal, causa final última al que se ordenan las criaturas. Se trata de la finalidad personal del hombre, respecto a la cual el fin de la sociedad político es un fin inferior, tesis que contiene la negación radical de cualquier especie de totalitarismo, error incubado en todas las ideologías modernas, incluso en las de color democrático y liberal, al pretender hacer del Estado el fin supremo.

6. Los principios de totalidad y de subsidiariedad

El hombre está, pues, subordinado a la sociedad como lo está la parte en relación al todo, pero su finalidad personal trascendente se sobrepone al fin de la sociedad. En otras palabras: el bien común prevalece sobre el bien particular, pero el bien común universal está en un plano superior al del bien común temporal al cual se ordenan las sociedades. Y el bien supremo es Dios.

No cabe aquí la distinción bizantina suscitada en estos últimos tiempos por algunos entre individuo y persona. El ser humano individual, por su naturaleza racional, es una persona, lo que significa lo más perfecto en el mundo que nos rodea[7].

Dos verdades de gran importancia enseña Santo Tomás, completando la una a la otra, y que, con anticipación de seis siglos, contiene la refutación de los errores modernos del liberalismo y del totalitarismo:

1) El bien particular se ordena al bien del todo, pues la parte existe para el todo y no el todo para la parte[8].

2) El hombre no está ordenado a la sociedad política respecto a todo su ser y según todas las cosas que le pertenecen[9].

Si el hombre se subordina a la sociedad como la parte al todo, conserva, al mismo tiempo, una esfera de acción, de libertad, de autonomía, que la sociedad debe respetar.

Tenemos así enunciados dos principios de suma importancia en la filosofía dé la sociedad y del Estado: el principio de totalidad y el principio de subsidiariedad[10].

No debe verse ningún signo de totalitarismo en el principio de totalitaridad. Interpretando fielmente el pensamiento de Santo Tomás, Charles de Koninck, ha señalado que «el hombre no está ordenado solamente a la sociedad política, pues el bien común de ésta es un bien común subordinado. El hombre está ordenado a esta sociedad sólo en cuanto ciudadano. Aunque el hombre, él individuo, el ciudadano civil, el ciudadano celestial, etc., sean el mismo sujeto, estos son formalmente diferentes. El totalitarismo identifica la formalidad hombre y la formalidad ciudadano»[11].

En cuanto al principio de subsidiariedad, está implícito en las enseñanzas de Aristóteles, reiteradas por Santo Tomás, al ver en la sociedad política una sociedad global compuesta de sociedades menores; es decir, no simples uniones dé individuos, sino conjunto orgánico de familias y de otros grupos o cuerpos intermedios. A la comunidad global le corresponde respetar la autonomía de tales grupos, ejerciendo una acción de suplencia respecto de ellos, cuando se muestran deficientes.

Como partes de la sociedad política, los cuerpos intermedios y los individuos que los componen deben subordinarse a ella (principio de totalidad), pero, por otro lado, tienen sus derechos, que a la sociedad corresponde reconocer y asegurar (principio de subsidiariedad).

7. El origen de la sociedad y del poder

Pasando de la causa final a la causa eficiente vamos a ver reafirmada, en la nitidez de la exposición tomista, la tesis aristotélica, expresión de buen sentido, que sólo las insensatas divagaciones del autor del «Contrato social» podían cuestionar.

El hombre vive en sociedad por inclinación natural. La sociabilidad es consecuencia de la naturaleza racional del hombre. Mientras que los animales tienen todo lo que precisan para asegurar su supervivencia –pieles, escamas, cuernos y otros medios de protección contra la intemperie y de defensa, además del instinto que les hace buscar lo que les es provechoso y rechazar lo que les es perjudicial–, el hombre se encuentra en cierto abandono respecto a las agresiones provenientes de la naturaleza o de otros hombres. Es una frágil caña, como diría Pascal, pero es una caña pensante: un roseau pensant. Y  es ahí, donde está su superioridad, y de ahí arranca su poder de dominación sobre los seres de los reinos inferiores, incluido el reino animal. El hombre se completa y se perfecciona en la vida en sociedad.

Es cierto que hay animales gregarios, como la grulla, la hormiga o la abeja. Pero no se puede decir de ellos que lleguen a formar una sociedad. Esto es peculiar del hombre, que es más comunicativo –magis communicativus– que esos animales. Tal comunicación, manifestada por medio del lenguaje –mientras, que los animales sólo emiten sonidos– nos muestra que el hombre es un ser «social» y «político». De la primera y más natural de las sociedades que es la familia, el hombre pasa a otras formaciones sociales, hasta formar la civitas, que abarca a todas las demás.

Esa enseñanza del capítulo inicial del De regimine principum está sucintamente confirmada y, de pasada, en un texto de capital importancia para comprender el pensamiento de Santo Tomás de Aquino sobre el derecho natural. Considerando las inclinaciones naturales del hombre, para alcanzar a través de ellas el conocimiento de los preceptos de la ley natural, el autor de aquel breve tratado, muestra, en la Suma Teológica, que hay un orden en esas inclinaciones. Unas corresponden a la naturaleza que el hombre tiene en común con todas las sustancias, como la tendencia a.la propia conservación y, en consecuencia, el derecho a la vida. Otras a la naturaleza que el hombre tiene en común con los animales, como la tendencia a la reproducción, que da origen al matrimonio y a la paternidad. Por último, hay inclinaciones exclusivas del hombre, que le llevan a un bien según la naturaleza racional, entre ellas las que le hacen vivir en sociedad[12].

La vida social requiere una autoridad, sin la cual se disgregaría en la anarquía[13]. El poder político, por tanto, no proviene de un contrato social o de un pacto de sumisión, conforme a las hipótesis desarrolladas por autores modernos, sino que resulta del propio orden natural y, en consecuencia, de un orden divino, al imprimir Dios en el hombre el atributo esencial de la razón.

8. Los regímenes políticos

La causa material y la causa formal representan lo constitutivo de un ser, son sus causas intrínsecas. ¿Cuál es la materia con la que se constituye la sociedad política? Son las familias y los demás grupos que la integran. Se trata, como ya vimos, de una sociedad compleja, compuesta de sociedades menores, y no por un mero agregado de individuos aislados. Su forma viene dada por la cooperación de quienes la constituyen, por el vínculo existente entre éstos; es una unión moral, fundada en la naturaleza racional del hombre y nítidamente diferente de las agregaciones de animales. Ahora bien, esta unidad sólo es posible gracias a una autoridad que la hace efectiva, impidiendo la disolución de los vínculos sociales.

Así, la noción de la causa formal de la sociedad política nos lleva a la problemática de las formas de gobierno.

La triple división de los regímenes políticos, que ya se encuentra en Aristóteles, vuelve a ser tomada por el Aquinatense, que resalta un criterio cualitativo y no meramente cuantitativo para distinguir entre monarquía, aristocracia y democracia, indicando la característica esencial de cada una de éstas formas.

La monarquía realiza el ideal de la unidad del gobierno. En la aristocracia se destaca la élite dirigente, constituida por los hombres más aptos para la dirección de la cosa pública. Por último, la democracia da a todos la posibilidad de ser oídos, atendiéndose, de ese modo, los intereses y las aspiraciones del cuerpo social.

Se trata de objetivos que es de desear sean siempre alcanzados en plenitud por cualquier gobierno, para el buen orden social. En consecuencia, el mejor régimen será el que resulte de una combinación entre los tres, es decir, la monarquía aristodemocrática. Tal era, en cierto sentido, el régimen de Francia con Luis IX, el rey elevado por la Iglesia al honor de los altares. Se estaba muy lejos, en aquel entonces, de la monarquía absoluta que fue echando raíces en aquel país después de Felipe el Hermoso y, sobre todo, desde Luis XI. Santo Tomás, corroborando su tesis, podría haber mencionado ese modelo institucional que tenía delante o, incluso, la monarquía limitada de Inglaterra, o los reinos hispánicos de la época. Sin embargo, prefirió apelar al ejemplo del pueblo hebreo, según la descripción de sus instituciones en tiempos de Moisés, contenidas en los libros del Antiguo Testamento. Moisés y sus sucesores gobernaban monárquicamente, asesorados por un consejo de setenta y dos ancianos escogidos por su valor personal –sapientes et nobiles según el Deuteronomio– y elegidos entre el pueblo, como se dice en el Éxodo[14]. Régimen en el que la plena unidad del poder no excluía su moderación y la participación popular, aparte de entregar a los hombres capacitados la orientación del gobierno[15].

Aristóteles oponía a las formas legítimas de gobierno las formas corrompidas. La corrupción de la realeza es la tiranía, la oligarquía, la de la aristocracia y el régimen popular o «politeia» tiene su corrupción en la democracia, expresión que emplea Santo Tomás en el capítulo primero del De regimine principum, adoptando el sentido peyorativo dado al término por el Estagirita. En la Suma Teológica, sin embargo (Iª-IIª, q. 105, a. 1), emplea la expresión «democracia» para designar el régimen de participación del pueblo en el gobierno.

Santo Tomás no trató de modo exprofeso de la representación política. Por la razón de que no fue un politicólogo o un constitucionalista. Pero del contexto de su obra, cuando afloró el asunto, se deduce que estaba muy lejos de admitir la democracia en el sentido individualista o colectivista, fundado en las concepciones revolucionarias modernas y nítidamente distinta de la democracia clásica de las ciudades griegas o de las experiencias medievales.

En cuanto al mejor régimen político, no deja de señalar que requiere una cierta participación popular[16], que se daría, diríamos nosotros, por medio de un auténtico sistema representativo. Acentúa la importancia de tener debidamente en cuenta la situación concreta de cada pueblo, como al poner de relieve que no hay un modelo político ideal para todos los pueblos, pues los regímenes deben adaptarse a las condiciones de los pueblos, que son variables. De este modo, recordando un ejemplo puesto por San Agustín, Santo Tomás indica que «si un pueblo es moderado, sensato y guardián diligentísimo de la utilidad común, es justa la ley hecha para que a tal pueblo le sea lícito elegir sus magistrados para administrar los asuntos públicos. Pero si ese mismo pueblo, maleado poco a poco, convierte en venal su sufragio y entrega el gobierno a hombres criminales y pervertidos, en ese caso es justo quitarle la potestad de otorgar honores, para dejarla al arbitrio de unos pocos selectos»[17].

Y en lo: relativo a la legislación, señala que el derecho positivo debe tener una base histórica y no ser resultado de fórmulas abstractas. De ahí la importancia de tener en cuenta la costumbre y las condiciones de lugar y tiempo peculiares a cada pueblo[18].

9. Problemática de la revolución

La tiranía puede existir en cualquier régimen político, pues si esa expresión originalmente significa la corrupción de la monarquía, lo característico del gobierno tiránico puede darse en los casos de la aristocracia y de la república, originándose, respectivamente, la oligarquía y la democracia, entendiéndose este término según las consideraciones hechas anteriormente. La tiranía de uno sólo es menos insoportable que la de muchos, porque generalmente mantiene el orden y la paz, siendo mayores los males derivados de la corrupción de los regímenes aristocráticos o populares[19].

¿Es lícito derribar al tirano por medio de la fuerza? Se plantea aquí el problema del derecho de revolución. La solución dada por Santo Tomás nos recuerda otras enseñanzas suyas sobre temas de filosofía social. Cuando trata de la propiedad, pone de relieve que la posesión de las cosas materiales corresponde al derecho natural del hombre para servirse de los bienes de la naturaleza, para su propia conservación. Mientras, en el uso de lo que es suyo, teniendo más de lo suficiente –podríamos añadir para sí mismo y para su familia–, un propietario no debe excluir de su utilización a aquellos que tienen gran necesidad en relación a su supervivencia. Por eso, cuando esa necesidad es extremada y urgente, el que se encuentra en esas condiciones, tiene derecho a tomar las cosas de otro, si ningún propietario le socorre. En esta hipótesis no se puede hablar, con propiedad ni de hurto ni de robo, pues hubo abuso de propiedad, cesando el derecho ante el inminente y gravísimo peligro para el prójimo[20] [21]. Al indagar si la ley humana obliga en el fuero de la conciencia así como si se puede resistir a las leyes injustas, muestra que éstas no son verdaderas leyes, sino, por el contrario, perversión de la ley, iniquidades, violencias[22]. He ahí una observación de importantísimo alcance, de la que se deriva, pues, la distinción entre legalidad y legitimidad.

El poder tiránico es ilegítimo. Al suscitarse, pues, el problema de saber si es lícito deponer al tirano, es preciso considerar que, en este caso, ocurre, lo mismo que si el poder estuviese vacante. El poder tiránico no es legítimo, del mismo modo que la ley injusta no es verdadera ley y el derecho de propiedad no alcanza a su abuso. Siendo así, un movimiento realizado para deponer por la fuerza al tirano puede ser admisible y justo. No se trata, propiamente, ni de una revolución ni de una sedición. La sedición, en sí misma es condenable, pero en el caso de un gobierno tiránico, sedicioso es el que está ejerciendo despótica y cruelmente el poder que, por ello mismo, llega a subvertid el orden de la sociedad que debería asegurar[23]. Lo que en el pensamiento de Santo Tomás quiere, decir que, una revolución legítima es una contrarrevolución.

Sin embargo, hay ciertas condiciones que han de concurrir en un movimiento insurrecto sin las cuales no se justifica. En primer lugar, ha de tratarse de una tiranía insoportable, lo que corresponde juzgar a los hombres prudentes y a las autoridades sociales prestigiosas. En la expresión de Santo Tomás, que «parece más razonable proceder contra la crueldad de los tiranos, no por iniciativa privada de algunos, sino por la autoridad pública»[24]. Además de esa condición, es preciso haber agotado todos los demás medios y recursos legales y pacíficos antes de recurrir a las armas. Es preciso, también, no causar con el movimiento males mayores de los de la tiranía, como podría ocurrir si se produjese una gran destrucción o un gran derramamiento de sangre. Por último, se ha de tener la certeza moral de que el gobierno siguiente a la insurrección será mejor que el existente antes de ser depuesto.

Con respecto a este último punto, cuenta Santo Tomás la historia de la anciana de Siracusa que rogaba continuamente por la conservación de la vida del tirano Dionisio, maldecido por todos. Al saberlo, el tirano, sorprendido, la interrogó, respondiéndole le anciana: «Cuando yo era joven teníamos un tirano cruel, cuya muerte deseaba; muerto éste le sucedió otro más duro, y también desee vivamente el final de su dominio; en tercer lugar empezamos a aguantarte a ti, más insoportable que los anteriores. Por tanto, si tú eres removido, otro peor ocupará tu sitio»[25].

Santo Tomás no deja de recomendar que a falta de recursos humanos contra el tirano, se acuda al recurso de Dios, socorro utilizado en las tribulaciones. Es decir, oración y penitencia. Y cita ejemplos de la escritura. Fue Él quien volvió hacia la mansedumbre la crueldad de Assuero, cuando éste daba muerte a los judíos y también cambió la ira del cruel Nabucodonosor, haciéndole predicador del poder divino.

10. Conclusión

Unidad y limitación del poder político, primacía del bien común y reconocimiento de los derechos naturales de los hombres constituyen, entre otros, unos trazos fundamentales de la doctrina política de Santo Tomás de Aquino.

El sentido de esas enseñanzas se perdió en los tiempos modernos.

Maquiavelo, Bodino, Hobbes, exaltan el poder preparando el absolutismo. Locke, Montesquieu, Kant, preconizan el poder dividido, respaldando ideológicamente al liberalismo. Con Bodino, la limitación del poder se sacrifica en beneficio de su unidad. Con Montesquieu, el poder se limita por una división que lo debilita y compromete su unidad. Santo Tomás mantiene el poder al mismo tiempo único, en cuanto principio de dirección y de coordinación, y limitado por las leyes divina y natural y por las autoridades sociales. De ahí resulta un poder fuerte y al mismo tiempo protector eficaz de las libertades[26], así como las libertades plenamente aseguradas contra el abuso del poder.

La primacía, del bien común no se afirma al modo del totalitarismo, ya que no excluye el respeto a los derechos naturales. Y estos derechos están muy lejos de ser concebidos en la perspectiva del liberalismo, en detrimento del bien común por una exagerada autoafirmación del individuo.

Así, el pensamiento político del Doctor Angélico se eleva muy por encima de las ideologías revolucionarias de nuestra época, gracias a una concepción del universo político fundada sobre la naturaleza humana y sobre el orden natural de las sociedades.

 

[1] Quae pertinent ad scientiam moralem máxime cognoscuntur per ejeperientiam (I Et., lec. 3). Se trata de la Ética a Nicomaco.

[2] En el prefacio a los Comentarios á la Política de Aristóteles, Santo Tomás escribió: «Quarum quidem communitatum cum diversi sint gradus et ordines, ultima est communitas civitatis ordinata ad per se sufficientia vitae humanae. Unde inter omnes communitates humanas ipsa est perfectissima». Y, más adelante: «Est enim civitas principalissimum eorum quae humana ratione constitui possunt. Nam ad ipsara omnes communitates humanae referuntur... Si igitur principalior scientia est de nobiliori et perfectiori, necesse est politicano inter omnes scientias practicas esse principal iorem et architectonicam omnium aliarum, utpote considerans ultimum et perfectum bonum in rebus humanis» (In libros Politicorum Aristoteli expositio, Prooemium, 4 e. 7). (Puede verse una edición del Prooemium con versión y explicación de Hugues Keraly, traducida al castellano por José María Abascal, y editada por Tradición, México, 1976, n. del t.)

[3] De coelo, 1, 22, 8: «studium philosophiae non est ad hoc quod sciatur quid homines senserint, sed qualiter se habeat veritas rerum». Sin embargo, hoy, el estudio de la filosofía ha pasado a ser casi exclusivamente el de la historia de la filosofía y la preocupación ya no consiste en averiguar la verdad de las cosas, sino lo que los hombres pensaron y piensan de las cosas.

[4] Así, la ley, teniendo en cuenta el orden jurídico del que resulta la convivencia pacífica de los hombres, es una ordenación del legislador para el bien común, conforme a esta definición lapidaria: «rationis ordinatio ad bonum commune, ab eo qui curam communitatis habet promulgata» (Suma Teológica, II®, q. 90, art, 4), Está en preparación la nueva edición de la versión portuguesa de la Suma Teológica, del eminente profesor Alexandre Correia, con texto latino (en castellano existe una edición bilingüe en 16 tomos editada por la B.A.C., nota del traductor).

[5] De regimine principum, I, 14: «Videtur autem finis esse multitudinis congregatae vivere secundum virtutem. Ad hoc enim homines congregantur, ut simul bene vivant, quod consegui non posset unusquisque singulariter vivens; bona autem vita est secundum virtutem; virtuosa igitur vita est congragationis humanae finis». De esta obra hay una primorosa traducción comentada, de Arlindo Veiga dos Santos, en edición bilingüe de José Bushatsky, São Paulo (la última edición en castellano del De regimine principum, es del P. Victorino Rodríguez, O.P., con versión y comentarios del mismo, editada por Fuerza Nueva, Madrid, 1978, nota del traductor).

[6] De Civitate Dei, IV, 4: «Remota itaque iustitia quid sunt regna nisi magna latrocinia? quia et latrocinia quid sunt nisi parva regna?».

[7] Después de transcribir la. definición de Boecio (Persona est rationalis naturae individua substantia), afirma el Aquinatense: «persona significat id quod est perfectissimum in tota natura» (Suma Teológica, Iª, q. 29, art. 1,1 y art. 3).

[8] «Bonum particulate ordinatur ad bonum totius sicut ad finem, ut imperfectum ad perfectum» (Contra Gentiles, I, 86). «Manifestum est partes omnes ordinari ad perfectionem totius; non enim est totum propter partes, sed partes propter totum sunt» (III, 112).

[9] «Homo non ordinatur ad communitatem politicam secundum se totum et, secundum omnia sua» (Iª IIª, q. 21, art. 4 ad tertium)

[10] Expresiones recientemente forjadas pero que corresponden plenamente al pensamiento de Santo Tomás. Cfr. Jean Madiran, Le principe de totalité, París, Nouvelles Éditions Latines, 1963 y Arthur Fridolin Utz, Formen und Grenzen des Subsidiaritätsprinzip, Heidelberg, F. H. Kerle, 1956.

[11] Charles de Koninck, De la primauté du bien commun contre les personnalistes, Québec, Éditions de l'Université Laval; Montréal ,Éditions Fides, 1943, p. 66 (hay una traducción castellana editada por Cultura Hispánica, Madrid, 1952, nota del traductor).

[12] Iª, q. 97, art. 4: «Socialis autem vita multorum esse non posset, nisi alicuis praesideret, qui ab bonum commune intenderet. Multi enim per se intendunt ad multa, unus vero ad unum». Iª IIª, q. 94, art. 2: «... inest homini inclinatio ad bonum secundum natutam ratiotiis, quae est sibi propria: sicut homo haber naturalem inclinationem ad hoc quod in societate vivat».

[13] De regimine principum, I. 1: «Multis enim existentibus hominibus et unoquoque id, quod est sibi congruum, providente, multitudo in diversa dispergeretur, nisi etiam esset aliquis de eo, quod ad bonum multitudinis pertinet, curam habens».

[14] Deut., 1,15: «Tuli de vestros triburus viros sapientes et nobiles, et constitui eos principes». Exod. 18,21: «Provide de omni plebe víros sapientes», etc.

[15] S. Th., Iª IIª, q. 105, art. 1: «optima ordinatio prineipum est in aliqua civitate vei regno, in quo unus praeficitur secundum virtutem qui omnibus praesit; et sub ipso sunt aliqui principantes secundum virtutem; et tamen talis principatus ad omnes pertinet, tum quia ex omnibus eligi possunt, tum quia etiam ab omnibus eliguntur. Talis vero est omnis politia bene commixta ex regno... ex aristocratia... et ex democratia».

[16] Loc. cit.

[17] Iª IIª, q. 97, art. 1, citando a San Agustín: I De libero arbitrio, cap. 6.

[18] Iª IIª-, q. 95, art. 3, remitiéndose a San Isidoro de Sevilla: Etymol., V, cap. 21.

[19] De regimine principum, I, 6.

[20] Iª IIª, q. 66, art. 7.

[21] Respecto esta cuestión y en general la perspectiva tomista de la propiedad, en los estudios de Vallet de Goytisolo, «La propiedad según Santo Tomás de Aquino», Verbo (Madrid), n. 153-154 (1979), pp. 505-528, y «Propiedad y justicia a la luz de Santo Tomás de Aquino», Verbo (Madrid), n. 188 (1980), pp. 1.065-1.122 (nota del traductor).

[22] Iª IIª, q. 96, art. 4. Ver también q. 90, art. 1, ad tertium, y q. 92, art. 1, ad quartum.

[23] Iª IIª, q. 62, art. 2, ad tertium: «perturbatio huius regiminis non habet rationem seditionis; nisi forte quando sic inordinatur perturbatur tyranni regimen, quod multitudo subjecta majus detrimentum patitur ex perturbatione consequenti quam ex tyranni regimine. Magis autem tyrannus seditiosus est, qui in populo sibi subjecto discordias et seditiones nutrit, ut tutius dominan possit: hoc enim tyrannicum est, cum sit ordinatum ad bonum pro rium praesidentis, cum multitudinis nocumento».

[24] De regimine principum, I, 7. Parece evidente que esa autoridad pública (revolucionaria) pueda ser tanto civil como militar.

[25] De regimine principum, I, 7.

[26] Abandonadas a su suerte las libertades perecen, pues los más débiles sucumben ante la competencia de los más poderosos. Es por eso por lo que solamente un poder fuerte es capaz de contener los abusos del poder económico, defendiendo las libertades. Aparte de que; según el verso de Camoens, «un rey débil debilita a los fuertes» (Lusiadas, III, 138).

(Traducción de Estanislao Cantero)