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Constancio Gutiérrez S.J.: Trento: un concilio para la unión

INFORMACION BIBLIOGRAFICA
Constanoia Gutiérrez, S. J.: TRENTO: UN CONCILIO
PARA

LA UNION
(1550-1552) (*)
Se trata de una obra crítico-documental para comprender una
época crucial de la Historia de Occidente. Ese devenir histórico
estaba radicalmente vinculado a
la solución del problema reli­
gioso, el cual, si no era en el concilio, poca o ninguna esperanza
cabía de solventarlo. De ahí el interés -muy especialmente de
Carlos
V-por

la celebración lo más abierta posible de
la se­
gunda etapa del concilio en Trento. De
ahí también la impor­
tancia de esa etapa tridentina, cuya más directa e insoslayable
aspiración se centraba en la unión de las dos confesiones reli­
giosas entonces en litigio: la católica y la protestante.
De esa
unión dependería el rumbo de Occidente. El momento era, pues,
discriminativo. A partir de
él los pueblos del Viejo Continente
seguirían líneas divergentes, que al cabo de los siglos no han
logrado todavía integrarse ni fundirse, marcando fatalmente el destino de su historia.
Los problemas. que condicionaron la convocación y desarrollo
de esa memorable etapa conciliar venían de muy lejos y eran
no poco complejos. Afloran en las
Fuentes, muchas de ellas ig­
noradas o dispersas. Recoger toda esa documentación dispar
y presentarla en su adecuado marco histórico era imprescindible
para abordar y profundizar esos problemas. Entre ellos -bueno
es advertirlo- figuraba en primer término la actitud presumi­
blemente adversa de Jnlio III. Afortunadamente esa incógnita,
contra toda expectativa, se resolvió muy pronto a favor de la reanudación en Trento del concilio. Una postnra negativa se
temía también de los cardenales. El cúmulo de dificultades que
veían en la convocatoria
ennegrecía la

perspectiva.
Con. todo,
tras

algunas vacilaciones, la mayoría de los purpurados encontró
{*) Madrid, 1981, 3 vols., los dos primeros Fuentes, el tercero Es­
tudio, de 734, 647 y 475 páginas, respectivamente. De venta en Edito­
rial Seteco (Almagro, 15, Madrid-4).
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aceptable la convocatoria. Su mayor preocupación, su zozobra,
se
había centrado en
la futura actitud de Francia. Esa barrera
parecía infranqueable. Las rémoras con que Francisco I había accedido a la convocación
de 1545 hacían esperar muy poco de
Enrique II, cuya posición política frente al Emperador se veía
atenazada. El

concilio podría llegar a ser para su rival un triun­
fo incontrastable, si los protestantes, como se esperaba del con­
cilio, se reicorporaran a la Iglesia. Su postura, pues, fue cerra­ damente negativa. Los
esfuerzos desesperados

de Julio III, nada
digamos los del Emperador, no lograron doblegarle. El «Cristia­
nísimo» se mantuvo inconmovible. Más aún, anunció a sus obis~
pos la convocación de un concilio nacional, que si bien no llegó
a

efectuarse, le sirvió al rey de pretexto para no
acudir a
Tren­
to. Lo grave era que
la recusación implicaba no solamente al
rey sino a
todos los

obispos de su reino, ninguno de los cuales
tomó parte en el concilio, pues si bien el V erdunense sí llegó a
estar en Trento, su presencia
allí no se debió a su nativa cuali­
dad francesa, sino a su condición de obispo del Imperio.
Mayor importancia revestía la oposición de los protestan­
tes. Su presencia en Trento era la clave para el éxito que se
pretendía. De
ahí el empeño del Emeprador por atraerlos, pri­
meramente a aceptar
la celebración de la asamblea. A duras pe­
nas consiguió el asentimiento de
la mayoría, tras hondas dis­
crepancias sobre si el concilio había de ser ordinarium, como
preferían los católicos, u
ordinatum, como propugnaban los no­
vadores. La contienda no era meramente verbal, sino ideológica
y conceptual, basada en principios teológicos radicalmente con­ trapuestos. Superado
mal que bien ese escollo, quedaba conver­
tir en realidad lo convenido, es decir,
la asistencia de los disi­
dentes. Estos, con parsimoniosa precaución, se fueron acercando a
Trento, primero enviando unos cuantos emisarios, más como
exploradores que como aposentadores de sus teólogos y emba­
jadores. Llegaron luego algunos de éstos, pero los teólogos se
hicieron esperar
a lo largo del concilio. Los pocos que, al fin,
llegaron lo hicieron cuando agonizaba ya el concilio y no espe­
raron a concluirlo. Los mismos electores eclesiásticos del Im­
perio, de cuya asistencia dependía en parte
la de los obispos
alemanes, por poco faltan a la cita. Vacilaron mucho en asistir
y, después de recusarse, al
fin llegaron con retraso. Pasaron sólo
tres meses, y ya trataban de ausentarse. A duras penas pudieron
retenerles por entonces, pero su impaciencia no les permitió aguantar hasta el
final de las sesiones. Los propios italianos
tampoco se dieron mucha prisa en acudir,
grattandosi la panza
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in Roma, -escribía el Legado-s.i.n aparecer por el concilio.
Aun los prelados españoles, que tanto ansiaban
el concilio, en­
contraron dificultad para acudir o se
vieron interceptados en

el
camino. V arios
de ellos cayeron prisioneros de los franceses, o
tuvieron que

desviar su ruta para no
set capturados
por ellos. A
todos esos obstáculos habría que
añadir el

conflicto bélico por la
posesión
de Parma y de Plasencia. En él se vieron comprometi­
dos
de una parte Francia, aliada de los Farnese, y de otra el
Papa con el
Emperador, que

veía muy en peligro sus
intereses
en Italia. Fue

un
terrible contratiempo

para el concilio,
tan gra­
ve y amenazante que estuvo a punto· de desbaratarlo. Llegó a su punto culminante con la expulsión del Nuncio en Francia y
la ruptura de relaciones diplomáticas de Enrique
II con Roma.
Se necesitó todo el temido prestigio del Emperador y su
apo­
yo decidido a Julio III -embarcados ambos, decía éste, en una
misma nave-
para que el azacanado Papa no retrocediese y
el concilio
pudiera continuarse.
Grandes
eran los

entorpecimientos
exteriores, que
amagaban
a la asamblea desde fuera, con peligro, claro es, de sumarse y
reforzar a los que
surgieran desde

dentro. Porque sería ingenui­
dad pensar que no iban a producirse en
el curso de las delibe­
raciones. Por parte de los protestantes, desde luego, podían pre­
sentirse. El presentimiento no salió fallido. Basta ver lo tumul­
tuoso de su presentación el 24 de enero de 1552 ante los Padres. Sin respeto ninguno a la asamblea
y con la más descarada osadía
expusieron
sus

exigencias. Estas sobrepasaron toda medida, no
contentándose
-a decir de Maluenda- con exponer sus opinio­
nes, sino dictando leyes al concilio. La anhelada reconciliación
se hacía con ello imposible. Pero los conflictos no escasearon tampoco por parte de los
católicos. Ya en la sesión de septiembre de 1551
comenzaron
las
primeras

refriegas.
Lo que no parecía sino una pequeña es­
caramuza, llegó

a convertirse en reñidísima batalla. El motivo
fue una carta del rey francés dirigida no a los Padres
concilii
triáentini
sino a los Padres «conventus tridentini». El asombro
primero de los Padres pasó a ser consternación y vino a dege­
nerar en tumulto. Nadie se entendía. Clamaban unos que
ello<
no- eran reunión cualqtÚera, un conventus, sino un ecuniénico
y legítimo concilio. Respondía el portador de la carta que con­
ventus era lo mismo que concilium; pero la explicacióri no con­
vencía, pues viniendo de quien como el rey francés se había
opuesto

a la reanudada convocación conciliar,
la asendereada in­
titulación
parecía no reconocer el
carácter· conciliar
de los Pa-
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dres reunidos. Al fin, rras no pocas discusiones se impuso la
moderación, y convinieron en
aceptar conciliarmente la carta,
siempre que con
ella la autenticidad y legitimidad de la asam­
blea quedara a salvo. A esta primera refriega nuevos conflictos se siguieron con
d tiempo.

Los más agudos, los más comprometi­
dos y acuciantes radicaban en
la reforma. Mejor dicho, todos
de una u orra manera partían de
la reforma. Aún los surgidos
con motivo
dd esquema

de
Misa y Orden tenían su base en la
reforma. En ese punto los españoles no se daban tregua, abogan­
do por una reforma sustancial
y a fondo, que ymporte, no por
una
pretensa reformación, que sólo serviría para hacernos el
hazmerreír del pueblo
(Vargas) y para que éste nos apedrease
(oh. de Orense). Trabajo les había de costar si lo lograban, pese a las reñidísimas batallas que libraron. Al fin, tregua tras tregua
y forzados por
d Emperador,

que se declaró coyunturalmente
impotente, hubieron de capitular ante lo imposible, no sin in­
tentar a
la desesperada en la última sesión un extraordinario es­
fuerzo para
prorrogar en vez de suspender -como decretó la
mayoría- el sínodo. Esta decepción, este desencanto fue en di­
finitiva lo que decidió, junto con
d estallido
de la guerra franco­
protestante contra
d Emperador, d cese

de las deliberaciones
conciliares. Con
él se frustraba definitivamente y por siglos d
objetivo

prioritario de este período
dd concilio.

Teológicamen­
te Europa quedaba dividida, y esa división arrastraría consigo
la escisión política, económica y cultural dd Viejo Continente,
y aun del mundo, ya que las batallas que por efecto de aquella
escisión han. ensangrentado a Europa, se han librado
y escindido
también a otros Continentes. A base de una documentación muy variada, el autor ha hecho
una exposición pormenorizada de todos estos problemas y los que más directamente afectaban a las cuestiones doctrinales
dd
segundo

período del concilio. Estructuralmente la obra consta
de dos partes: una documental de
Fuentes (vols. I y II), y otra
de
Estudio (vol. III). La primera comprende prácticamente
-fuera de las actas conciliares y algunas piezas sueltas, ya edita­ das-, toda la documentación que ha podido hallarse sobre ese
período del Tridentino (1549-1553), en total 481 documentos en diversas lenguas.
La mayoría inéditos; otros, editados con
anterioridad pero deficientemente, pedían una publicación críti­
ca más depurada. Pueden, pues, reputarse cuasi inéditos. Muchos
de ellos ( 118) hasta hace sólo unos años eran en su texto origi­
nal desconocidos,
y en consecuencia de autenticidad dudosa o
cuestionada. Localizados e identificados los originales en el
Berk-
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shire Record Office de Reading (Inglaterra), su propietario el
Marqués-Lord
de Downshire no autorizaba su publicación. Sólo
tras muy diversas gestiones, con intervención incluso del British
Council,
se otorgó al autor a título excepcional la competente
autorización para la edición que ahora presenta. Fuera de eso,
toda la documentación que aquí se exhibe es en general fuente
de primera mano, absolutamente imprescindible
para la

historia
del concilio. Ese valor primordial ha cuidado de
realizarse en
la

edición -aparte de un minucioso aparato crítico- con mi­
les de notas históricas que completan, aclaran, o rectifican las noticias de los textos. Por otra parte
la multitud de piezas nue­
vas y la calidad de muchas de ellas incitaban a proyectar su
luz
sobre

la andadura del concilio.
Es lo que ha hecho el autor en el amplio Estudio sistemá­
tico del tercer volumen sobre el desarrollo de esta fase discri­
minante del concilio. Paso a paso va siguiendo, desde la con­
vocación, los avatares y vicisitudes conciliares entre el afanoso
y trepidante laboreo de las Congregaciones y Sesiones. Doctri­
nalmente no eran de esperar muchas novedades, a tenor de las materias presentadas. Desde siglos era suficientemente claro el
pensamiento de la Iglesia para salir al paso de las controversias
sobre eucaristía, penitencia y extremaunción planteadas por los
novadores. No hacía falta sino sintetizar, profundizar o
concre­
tar
ese

pensamiento en fórmulas que respondiesen directamente
a los nuevos planteamientos. Es lo que vino a hacer el concilio
en sus cánones y capítulos doctrinales sobre dichos sacramentos.
El autor estudia su elaboración con todo detenimiento. No en­ traré aquí en detalles. Sólo quiero señalar, entre otras cuestiones
que despiertan la atención, algunas particularmente interesantes;
por ejemplo, el valor dogmático y la autoría
de esos capítulos, la
aplografía del canon IX de penitencia, y supuestas manipula­
ciones de los textos aprobados. Frente al profesor H.
Jedin, que
no ve en los capitulos sino documentos pastorales a nivel dis­ tinto de los cánones, el autor a base de los propios textos conci­
liares y del uso de los teólogos, comenzando por los mismos
Padres que los elaboraron, concluye que no se puede admitir,
en modo

alguno, una diferencia esencial, un peso específico dis­
tinto entre cánones y capítulos. Los dos son definiciones.
La
autoría de los capítulos, con toda probabilidad -por no decir
certeza- puede atribuirse a los jesuitas españoles Laynez y Sal­
merón, los dos únicos teólogos pontificios de este período. Una
prueba más de
la impronta hispánica en el Tridentino. La apio­
grafía a que me refería es una simplificación o apócope textual,
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tan real como desconcertante e incomprensible. Su existencia no
cabe negarla,
ahí está el texto bien patente, sin lugar a dudas.
En todas las ediciones e incluso en los mismos manuscritos pro­
cedentes del concilio se constata esa amputación textual sin ex­
plicación plausible. De no corresponderse el canon con el texto paralelo del capítulo cuyo sentido es indudable, si a mayor abun­
damiento la misma construcción gramatical del párrafo en que se
inserta, no contradijese abiertamente al concepto que, según las actas, quisieron expresar los Padres, la aplografía introducida
haría el canon inservible, es decir, le privaría de su valor
defini­
torio.

La manipulación de
_ textos
aprobados a que aluden cier­
tos documentos
podría ser

otro problema,
si pudiera comprobar­
se. En todo caso, como reconocía el Emperador, no afectaba a
«nuestra fe», ni a «materia que a ella toque». Sería, pues, la­
mentable, pero en modo alguno alarmante. Queda el objetivo más puntero del concilio, la reforma, ver­
dadero polvorín cargado de dinamita, que no otra cosa eran el
abuso de las-exenciones
-<:apitulares, sobre

todo-, el problema
siempre vivo de la irresidencia de los clérigos, y el no m:enos ba­
tallón de la provisión de
beneficios. El

planteamiento y las fases
porque atravesó en el concilio las ha expuesto el autor en tres amplios capítulos. Sería largo especificarlo. No renuncio, sin em­
bargo, a señalar el atisbo tan certero de san Juan de Avila, que
entrevió
la clave de la solución, más que en medidas coercitivas
o exteriores, en la interiorización y formación de los futuros sa­
cerdotes; de ahí su plan de la erección de seminarios, idea ge­
nial que se adelantó en cinco años al sínodo del cardenal inglés
Reginaldo Pole. «Por lo demás
-escribe el autor-Avila no
hizo sino institucionalizar, a escala universal, la idea de un plan­
tel sacerdotal que en
1526 -25 años antes de Trento-- había
sido propuesta por el Consejo de
la Cámara para España». Nue­
va prueba de la incomparable aportación hispánica a los logros del concilio.
·
Nos

complacemos, por lo mismo, en señalar a la atención
de los lectores de
Verbo, así como de instituciones culturales, es­
critores, ensayistas y estudiosos en general esta obra crítico-do­
cumental, repetimos, para un momento crucial en la Historia de
Occidente.
A. A. V.
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