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Tendencias hacia la desconstrucción de la ciudad contemporánea

TENDECIAS HACIA LA DESCONSTRUCCION
DE LA CIUDAD CONTEMPORANEA
POR
PATRICIO H. RAN!>LE
Si la sociedad occidental se está desmoronando por dentro,
como afirman algunos sociólogos, no es de extraño que sea la ciu­
dad actual el testmionio palpable de esa auto-demolición, algunos
de cuyos rasgos nos proponemos delinear sintéticamente.
La preocupación
científica por las tendencias del fenómeno de
la urbanización contempotánea llamaron la atención de una escuela
de sociología de Chicago
entre los años veinte y cuarenta de este
siglo.
En 1925 se marca un jalón publicando una obra colectiva
con el título de The City con colaboraciones de Robert E. Park
---'el líder del grupo-, de Ernest W. Burgess y de Roderick Mac­
kenzie
entre los más cdnocidás.
La predilección por fa formulación de modelos -esas creacio'
nes mentales que muestran cómo deberla funcionar idealmente la
realidad si no funcionara realmente con variantes-condujo a es,
tudiar la ciudad con cierta indiferencia respecto de la. significación
del hecho urbano y poniendo todo el énfasis en el
aspecto funcio­
nal. Lo que, por otra parte, ha causado estragos en el pensamiento
sociológico contemporáneo.
Como una reacción.
frente a esta posición aséptica,· a partit de
los años sesenta Se produce una reacción opuesta a cárgo de soci1J'.'
lagos urbanos ·radicalizados como el francés Henri Lefébvre, el
español desnacionalizado Manuel Castells o el
bmsileño Milton
Santos. Dicha reacción musiste en .Ja búsqueda obsesiva de expli­
caciones intencionales . que culminan en la concepción marxista que
hace del
medio urbano un campo de lucha donde, sólo se, conside-
Verbo, núm. 301-302 (1992), 93-107 93
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PATRICIO H. RANDLE
ran los contrastes, los conflictos, las confrontaciones más o menos
violentas.
illtimamente se suman a estos enfoques el de los ecologistas,
que llamaré «verdes», en tanto hacen de la ecología una ideología
reduccibnista,
según la cual todo obedecería a una sola causa bási­
ca:
la contaminación y, en cónsecuencia, la solución de todo con­
siste en reivindicar la naturaleza -no como concepto integral-,
sino en su faz física, como mera physis, sin consideración por el
concepto de naturaleza humaría_ o de orden natural. En esta tesitura
se advierte una obstinada negativa a aceptar que la desnaturali­
zación del ambiente no
es sino una consecuencia fatal de la desna­
turalización de
la vida espiritual, cultora!, social y psicosomática
del hombre.
Otro matiz del ecologismo recuerda la actitud maniquea -que
Jacques Ellul hace remontar al conflicto entre Caín y Abe!-,
según la cual (para decirlo simplificadamente) Dios creó el campo
y
el diablo la ciudad, a la que fue tan afecto el puritanismo en los
Estados Unidos.
Desde otro punto de vista,
el de la Antropología cultural, se
formuló el distingo entre sociedad sagrada y sociedad secular, se­
gún el cual a la primera corresponden las formas de vida social
primitiva:
el aislamiento vecinal, cierta inmovilidad mental y un
grado muy rudimentario de accesibilidad.
Por el contrario,
la sociedad secular se caracterizaría por una
gran circulación horizontal, una alta movilidad social vertical, un
cosmopolitismo sin freno. Todo lo cual está encarnado en
la gran
ciudad moderna.
El mismo
fenómeno de la secularidad puede enfocarse bajo
otra óptica, toda
vez que culmina en el desarraigo.
En este proceso confluyen varios factores diversos: 1)
la ato­
mización de
la sdciedad urbana por la ciudadanía, desplazando la
organizacióo familiar ;
· 2) la deshumanización de las relaciones socia­
les ; 3) la pérdida de los valores cívicos; 4) la desaparición de la
armonía edílica por el pluralismo sin sustrato común; 5) la desa­
parición -del simbolismo y ·del ornato; 6) la desurbanización por la
r.ueva agrupación
sin estructnrm; 7) la desaparición de lo sacro
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TENDENCIAS HACIA LA DESCONSTRUCCION DE LA CIUDAD
-,-de lo puesto aparte por. algún motivo superior-y el aplana­
miento indiferenciado ; 8) la preferencia de
lo mobiliario antes que
lo inmobiliario (del automóvil antes que la casa).
Todo
contribuye al desarraiga a través del anonimato (grandes
multitudes que aumentan la sensación de soledad) y de
la anomia
(porque
ya no hay control social no hay ni siquiera el sentido de
la transgresión de las costumbres; sólo del delito tipificado jurídi­
ca y positivamente). (El caso de un inspector de tráfico frente a
un «pomoshop», multando a
un vehículo mal aparcado.
Un matiz regresivo de la ciudad moderna.
La ciudad moderna se identifica con los mitos infantiles del
inmanentismo. La inmanencia es el reino de lo experimental, de
la satisfacción intelectual por medio de lo subjetivo, de lo que se
basta a sí mismo sin necesidad de trascender los límites de la co­
tidianeidad. En vez de rendirse ante lo uno, ante lo verdadero, lo
bueno, lo eterno, nuestra civilización parece involucionar hacia un
estado de inmadurez que privilegia los falsos valores.
Lo cual no
es extraño, toda vez que en lugar de asimilar la sabiduría tradicio­
nal para avanzar, la desafía sustituyendo sus enseñanzas con el
producto de lucubraciones sin raíces en el sentido común.
De este
mddo no es extraño que la ciudad refleje esos rasgos, la mayoría
de los cuales coinciden con tendencias infantiles en
el hombre,
como bien lo ha
señalado Wemer Sombart, lo que vendría a pro­
bar que, pese a su declarado evolucionismo, progresismo y adul­
tez,
el mundo moderno recae en un agudo proceso de regresión
infantil. Sabido
es que un niño se fascina fácilmente por lo grande, por
lo veloz, por la nuevo. Basta hacer el test de ofrecer un juguete
pequeño al mismo tiempo que
otro mayor, para ver que prefiere
el último, cuanto
más grande sea.· Del mismo modo, si le damos
la opción de regular
la velocidad del automóvil en que lo condu­
cimos, siempre
optará por que aceleremos lo más posible. Y si le
sugerimos elegir un objeto antiguo, lleno de noble pátina, en vez
de
otro nuevo y brillante, sin duda se inclinará por este último.
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Alguna razón profunda debe haber por la cual estas preferen­
cias
sean. tan definidas. Sin. ponernos a averiguarlo .ahora, podemos
intuir que lejos de ser
el resultado de algún proceso racional, debe
tener hondas raíces subjetivas, basadas en lo más primitivo e ins­
tintivo en
el hombre.
Nada de esto sería alarmante, habida cuenta de que la educa­
ci6n bien cdncebida consiste en el encat12amiento de las tendencias
innatas
cdmo para poder lograr el máximo de la libertad interior ·
necesaria .para discernir -rectamente.
Lo grave es que por un defecto general de la pedagogía,
aumentado por
el efecto negativo de los medios masivos de comu­
nicación social, el
ho'tnbre adulto, lejos de haberse liberado de las
apetencias inmaduras de la niñez, suele seguir encadenado a ellas
sin subordinarlas a una
escala de valores. Pero aón más:, .;.tá .con"
vencido de que lo grande, lo veloz, lo nuevo, sdn signos de un mun,
do más desarrollado, perfecto. y moderno (siendo esto último ver,
dad, aunque cdn una connotaci6n

negativa según nuestro entender).
¿ Cómo podría la ciudad haber sido excluida de las consecuen'
cías de ese fenómeno? En la medida en que la ciuda.d moderna
requiere más
y más. del hacer, de lo material, no es sorprendente
que aliente tendencias primitivas, en tanto
y en cuanto lo. espiri­
tual no las someta
y eleve.
Veamos primero
el caso de Id grande. Pata comenzar, la ab­
soluta mayoría de la gente está C9nvencida de que una ciudad
cuanto más grande, mejor. Incluso
se habla con desprecio de las
pequeñas ciudades y se cae en frenesí cuando se cuentan los mi,
llones de habitantes de, una capital que, como un récord deportivo;
llega a superar los de otra. Como si ganara algo.
Si el reino de la cantidad domina la noción de progreso, ¿cómo
podría escapar la ciudad? Lamentablemente,
en español nd tene,
mos dos palabras diferentes para distinguir lo meramente grande de
lo admirablemente grande, lo big de lo great, como en inglés. Con­
súltese el diccionario bilingüe y se verá que· ambas dan como pri­
mera acepción el mismo término:
grande. Lo que induce a confun­
dir ambos ·conceptos.
Sin . duda, a . todo esto colaboran algunos· ídolos poderosos de
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TENDENCIAS HACIA LA DESCONSTRUCCION DE LA CIUDAD
la vida actual como el dinero, que da la medida del valor de las
cosas de modo inapelable, o el deporte, que
se reduce en tanto
espectáculo colectivo a un número, el
score o el récord.
El culto de la cantidad no es extraño que impulse a la mega­
lomanía y que ésta sea, en esencia, una tendencia concupiscente
en. el hombre, un apetito desordenado por los bienes terrenales.
Peor aún, que en virtud de un alto grado de evolución del mundo
actual, a lo simplemente grande
se lo transforme en concentracio­
nario. La centralización política, burocrática, económica y, por con~
siguiente, urbana, es la expresión del reino de la magnitud en las
peores condiciones.
Porque algo puede ser grande pero desconcentrado, funcional­
mente desagregado como, por caso, una gran metrópolis que se
forma como resultado de una federación de ciudades; tal el ejem­
plo de la conurbación Esse-Dortumund-Duisburg, en Alemania.
Un relevamiento hecho recientemente por el
Population Crisis
Commitee
ha empleado 350 expertos para medir los estándares de
vida de las áreas metropolitanas de 45 países que, no por casuali­
dad, discrepan con el rango de la mera población. Por ejemplo,
el puesto
más alto correspondió a ciudades como Melboll.rne, Mon­
trea! y Seattle-Tacoma, en tanto New York, Chicago o Tokio de­
jan mucho que desear al respecto.
En segundo lugát, algo
semajante puede decirse de lo veloz.
La velocidad es particularmente absurda cuando se la practica por
la velocidad misma; lo que hace olvidar
el sentido del viaje, del
que hablaba Ortega
y Gasset, y desarrolla un habitus maligno,
según el cual uno llega a convencerse de que detenerse
es retroce­
der. Algo que
se compagina bien con el dicho de Dale Carnegie
-el «filósofo» del éxito a todo trance--, cuando recomendaba a
los hombres de negocios dejarse llevar
pOr el trajín y por el vér­
tigo de la vida empresaria
si querían triunfar.
Naturalmente, en esta
actitud va

implícito
un desprecio por
todo lo acompasado, desde el ritmo de una melodía hasta las on­
dulaciones del
terreno que, si se puede, se prefiere aplanado por
una
bulldozer.
Todo el diseño de la ciudad debe acompañar este valor absurdo
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PATRICIO H. -RANDLE
y contagioso de la prisa, de la celeridad, del apremio, razón por
la cual se privilegia la circulación automotor en las calles en des­
medro del peatón, del párrafo casual echado. en la calle y del paseo,
prácticamente desaparecido en las grandes ciudades, máxime cuan­
do ya no hay por dónde, salvo para hacer window-sbopping ( ¿vi,
trinear?). Y todavía queda por sefíalarse algo peor: la imposib\li­
dad de evadirse de esta realidad opresiva.
De la velocidad ambiente proviene la aceleración de la esfera
interior del hombre urbano.
En otro lugar nos hemos referido al
hecho comprobado científicamente de que
la velocidad con que se
desplaza la gente por las calles está en proporci6n directa con la
extensión de los.centros poblados donde viven, o sea, que en las
grandes ciudades el ritmo
es invariablemente más acelerado que en
las ciudades pequeñas.
No nos vamos a detener en las peculiaridades medibles de esta
correlación, pero si destacar la concomitancia cualitativa mucho
más significativa según la cual la rapidación externa
-el ri.tmo
ambiental-repercute en el «tempo» del hombre contemporáneo,
particularmente del hombre
11rbano tan proclive a agitarse, a ¡,re;.
yectarse ansiosamente hacia el futuro, a escaparse del presente, a
µn constante ir. y venir, creyendo combatir as! el tedio que l.e pro-
duce su vacío espiritual.
.
Súmese a ello el ruido, las vibraciones, el entomo mecaniza­
do, la diversión, la sensación de que nada debe quedar fijo, inm6'
vil, so pena de convertirse en una ominosa prefiguración de la
muerte.
Todo esto perturba la sintonía ton la esfera intima del
vivir, r8"ón por la cual el hombre actual . ti.ene tantas dificultades.
pára encontrarse· a si mismo y más' bien tiende a evadirse de todá
realidad espiritual ... , cuando no termina secuestrado por espejis­
mos subconscientes, pseudoreligiosos, si
no directamente por su­
persticiones.
En tercer lugar, ·en cuanto a lo nuevo, es fácil imaginar las
fuerzas seductoras· de las
que se sirve. Se trata de µna afición fá­
cil de promover y que es exaltada a ¡,artir del propio hombre con­
vencido
por la publicidad de que la mejor edad es la juventud y
al· hacerlo comienza por despreciar la madurez. No es de s:orpren-
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TENDENCIAS HACIA. LA DESCONSTRUCCION DE. LA CIUDAD
der que en el mundo moderno se haya perdido. el. respeto y la ve­
neración por los ancianos, que en la antigüedad (hasta. en las tri­
bus indígenas) era expresión
de sabiduría; no la del saber m1.1cho
sino la del saber, antes que nada, qué cosas hay que .saber. Un
saber con discernimiento, muy lejos .del conocimiento meramente
científico.
El hombre contemporáneo, y particularmente el hombre urba.
no, vive esclavizado. por
la novedad informativa, «por la noticia
que sólo
es interrumpida por otra noticia» al decir de una estación
de radio de Buenos Aires. Y
por la noticia de últilllO momento que
hace imaginar a su poseedor que tiene un .. verdadero tesoro, aun­
que pronto se
le esfume de las manos. Igual que la moda, que si
bien habrá existido siempre, resulta. que
ahora se renueva a un
ritmo febril.
Lo que no hubo hasta ahora -sea modelo de automóvil, nue­
va tecnología
o prenda de vestir .diferente-,.,-goza. de un predica­
µ,ente exagerado, máxime sabiéndose de antemano que pronto será
devorado
por nuevas creaciones por venir. Ni siquiera se discri­
mina
lo que al cambiar mejora de lo que cambia para seguir sien,
do, en. esencia, lo mismo.
El cambio por el cambio, aunque es ·algo irracional, se ha cons­
tituido en
un valor preferido por el público ; que lo digan si no los
publicitarios o
. los· políticos ele¡:toralistas .. ·
Todas estas tendencias gravitan en la ciudad moderna. Con­
vergen en
la meta utópica tan selecta por muchos urbanistas: la
de arrasar con
la ciudad existente y re-crearla. a novo, según un
diseño cuyas propiedades encierran la magia del cambio. Esto tiene
antecedentes en el siglo
xrx pero adquiere virulencia en el xx en
la medida que la tecnología permite concretar cualquier ensoña·
ción material.
La diferencia
entre un Haussmann -renovador de París en el
siglo
.pasado y Le Corbusier, proyectista de la «Ville F,adieuse,;_;_.
consiste, no tanto en matices dentro de ese espíritu recalcitrante
común de un urbanismo de tierra arrasada, sino en qué el primero
fue un hombre
práciico y el último un gran soñador.
Pero todavía
hay una concomitancia más relevante: la que se
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PATRICIO H. RANDLE
da entre el culto de lo nuevo por la novedad misma y la quimera
de la revolución que no
es sino la. imposición. de una realidad nue­
va y por tanto una utopía.
Porque
lo nuevo es simpre más aparente que real; exige dis­
cernir lo permanente de lo mudable que es precisamente lo que
se niega a hacer,
ya que ello demostraría que nada es esencialmente
nuevo y en el
hipotético caso que lo pudiera ser, no por ello sería
algo mejor. La novedad, por tanto, en cuanto tal no justifica nun­
ca conducta alguna en un determinado sentido.
En punto a
la ciudad moderna resúlra que la mayoría de sus
problemas se suscitan precisamente por haber sido concebida den­
tro de la óptica industrial como una creación, como una innova­
ción· tecnológica y de
allí que, del mismo modo que se conciben
artefactos de nueva generación, se pretende hacer lo mismo con
las ciudades.
El hombre moderno ha olvidado que el hombre tradicional, el
hombre antiguo, el de siempre, se preocupa
poco por lo nuevo,
pero en cambio
-romo dice Sombart-hará todo lo posible por
perfeccionar lo viejo. El espíritu de
la novedad juega al «todo o
nada». No entiende el sentido de la
perfeccióo como complera­
miento. Prefiere la cultura de lo descartable y lo peor es que lo
extiende a las ciudades.
Lo grande, lo veloz,
lo nuevo, clerramente no son las notas
únicas que caracterizan a
la civilización actual y por consigniente
gravitan sobre la ciudad. Pero todas las
demás derivan de ésras.
Por otra
parte, no marchan aisladas. Por ejemplo, Id antiguo re­
sulta despreciable en cuanto es incapaz de lo grande (salvo a un
esfuerzo muy costoso, a un ritmo muy lento, como se construye­
ron las pirámides de Egipto) o, cuando lo alcanza, lo que hace ya
es viejo.
Entre tanto, la macrourbanización contemporánea
ha logrado
difundirse
por todo el mundo sin la menor contrariedad. Es ver­
dad que en
la antigüedad hubo ciudades populosas como Menfis,
Tebas, N!nive con 200.000 habitantes y Babilonia con 600.000.
Roma Imperial fue, en todo
caso la que llegó a dimensiones jamás
vistas antes y en tiempos de Augusto
se le atribuyeron dos millo-
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nes de habitantes, cifra que en pleno siglo XIX habría de volvet
a supetar Londres.
La industrialización provocaría una afluencia a los centros ur­
banos
desconocida antes y ese fenómeno original de la Europa
novecentista se difundiría
por. el resto del mundo durante el siglo
siguiente. La despoblación del
campo no dejaría de afectar a nación al­
guna sobre el globo en la segunda mitad de este siglo =·
Urbanizar se ha convettido en la voz· de orden del Progreso
convencional de los pueblos.
En ella se encietra el espejismo de
creer que la ciudad
es el remedio infalible para la indigencia, la
enfetmedad y el abandono de la vida rural.
De este modo se ha
favorecido
la: expansión caótica de la:s ciudades a un ritmo que no
ha permitido ni el más mínimo equipamiento y racionalidad. Se
ha creado un medio inhumano que carece de las virtudes de la
ciudad y de las del campo, rectamente concebidas,
de la cultura
y de
la naturaleza.
Se ha impuesto la falsa esperanza de que la técnica ( que ha
sido la causa indirecta de este caos) nos salvará de
sus propios ex­
cesos. Se ha generado un proceso de aculturación marginal de in­
mig¡,antes que no se asimilan naturalmente, y que opaca la excelen.
cia cívica ( en el sentido prístino del término) a que debe aspirar
la ciudad, recubriéndola con una apariencia tenue de civilización.
En realidad, lo que hace es ocultar una forma de vida decadente
y casi sin espetanza que alienta el resentimiento en vez de la con­
cordia social cual es la finalidad esencial de la comunidad. De allí
a
la perturbación de la vida política hay un solo paso: la ciudad
se conviette en
símbolo ominoso de conflictos, de campo de lu­
cha,
de lucha de clases.
Por otro lado, la hipertrofia urbana coloca a
la ciudad -tanto
en países subdesarrollados como en supetdesarrollados--en cons­
tante riesgo de desborde, de disloque, de catástrofe, toda· vez que
su· funcionamiento normal no admite el menor desajuste, so pena
de desencadenar fenómenos incontrolables. Piénsese, no más, en
las consecuencias de un accidente en
la vía pública y el trastorno
que ocasiona
en el tráfico para tener una pauta.
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En ese medio aleatorio, inestable, inseguro, . fuera de control
( desde
el espontáneo control social que se ejerce en una comuni­
dad
regulat, hasta el que impone las fuerzas de seguridad) ha ge­
nerado esta lacra contemporánea de la guerrilla urbana que se per,
mite anidat a buen resg$rdo y hasta f!otecer en plena ciudad,
Porque
es sabido que técnicamente es la contraparte de la gúerra
convencional que busca ganat terreno al enemigo y consiste en
perturbatlo desde adentro.
Mientras tanto, la mayoría de las grandes ciudades del mundo
sigue creciendo a una tasa que los
setVicios . y el equipamiento
original no
sólo no alcanzan, sino que ni siquiera se abrigan es­
pi,ranzas de que algún día lo logren.
Peor aún, según las Naciones Unidas, la expansión de las me­
gaciudades conduce en los hechos a una aguda escasez de viviendas
en los países en desatrollo, o sea, cuanto
más extensas, menos
comodidad habitacional por familia.
De tal manera, el proceso de degradación progresiva augura
probablemente el fin de un ciclo dvilizadot y el nacimiento de
otro. ¿ Pero cuál?
· Muy problablémente la humanidad se persuada de que pot la
la vía de la tecnología
no se solucionatán todos los problemas que
la aquejan
y deba recurrir a la búsqueda de un orden más acorde
con la naturaleza de
las .cosas. Que los hombres comiencen a re­
conocer que más que incrementat el conocimiento científico deben
restaurat
el otden natural en sus conciencias individuales, que
antes que pretender resolver los problemas es menester haberlos
identificado rigurosamente en su dimensión
humana.
La verdadera cuestión urbana es una pieza testigo imposible
de no verificar en este momento de la historia. No hacerlo, o
confiar en
el crecimiento económico solamente pata solucionarlo,
revela una
gran miopía: Hay que ahondai·e11 el sentido de·las co­
sas para hallat. las pautas que se han extraviado .. en el camino
iluminado exclusivamente por los apetitos sensibles que,
indefec­
tiblemente, vulneráh·
el espíritu y nr siquierá resuelve11 problemas
materiales,
Si la ciudad es la f!ot de la cultura es en vano que; parafra-
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TENDENCIAS HACIA LA DESCONSTRUCCION DE LA CI-iJDAD
seando a· Vázquez de Mella, levantamos .cadalsos a las consecuen­
cias ( como con
la drogadicción o el SIDA), núentras se elevan
tronos a las
prenúsas. Más que un cambio de estructuras es pre­
ciso hallar
una congruencia entre los valores y los comportamientos,
ya que
como dijera Le Play: «todas las instituciones fundamenta­
les derivan de las costumbres», del
habitus y no de las ideologías
elucubradas
en un gabinete.
Razón por la cual, en ultima ratio, como dice el Presidente de
Checoeslovaquia, Havel: «en decretos y ordenanzas es verdadera­
mente difícil hallar que Dios
es el único que puede salvarnos»,
pues la moralidad
para
ser efectiva exige el sustento de la trascen­
dencia.
De lo contrario, seguiremos girando en redondo alrededor
de la moral subjetiva,
arbitraria y permisiva que nos ha llevado al
punto actual.
Porque la ciudad, como
el hombre, para ser verdaderamente
humana, necesita
de Dios: el gran ausente de. nuestra civilización.
A modo
de. síntesis, podemos caracterizar los síntomas de la
desconsttucción
de la· ciudad contemporánea atendiendo a cinco
razones:
-Una filosófica: la pérdida de noción de fin.
-Una psicológica: la indiferencia por el soporte territorial.
-Una sociológica: la abolición de lo comunitario por el plu-
ralismo inorgánico y atomizante.
-Una política: la degradación de su auténtico sentido.
-Una religiosa: la desacralización · y el inmanentismo como
ídolos profanos.
Pérdida de la naci6n de fin: se trata del síntoma más general
y, por lo
núsmó, más definitorio de la crisis de la ciudad. Y se
puede palpar concretamente comprobando hasta qué punto utillza
medios, instrumentds, artefactos, de modo abusivo, sin ordenarlos
a una finalidad cabal.
El ejemplo específico más ilusttativó tal vez sea el transporte¡
los viajes inútiles,
el tiempo diario insumido en ellos, y al fin y
al· cabo, el descubrimiento de que después de largos recorridos
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PATRICIO H. RA.NDLE
llegamos a paisajes urbanos indiferenciados de nuestrC> punto de
partida. Si la ciudad estuviera ordenada a un fin, seguramente se
podrían suprimir kilómetros y horas dedicados
.a viajar por dentl;C>
de la ciudad. Pero, 'Claro está, esto .. es sólo un ejemplo. Lo grave
es que las autoridades de
la ciudad comienzan por no saber qué
clase
de ciudad quieren. ¿Cómo podrían tener noción de fin? Las
ciudades son lo que son,
lo que sale de un complejo y desorde­
nado proceso
al cual oontribuimos todos por falta de un mínimo
sistema de valores urbanos.
Curiosamente, las autoridades toman conciencia del caos tan
sólo a través de las consecuencias
; allí ponen el grito en el cielo
y llaman
a los «técnicos» sin ponderar que la técnica es, de nuevo,
algo referido a medios.
El mismo urbanismo es mirado como una
herramienta destinada a re-ordenar lo que
ha sido desordenado
por la propia autoridad, d por sns omisiones. Vana esperanza.
Y así, la vejez de las ciudades modernas es pavorosa. Amenaza
con verdaderas catástrofes; mayor descontrol, inseguridad de toda
clase. Porque, como ha sido concebida como un
artefacto, es in­
capaz de regenerarse; sólo se desgasta. Es la ciudad sin alma de
que habla Speng]er, «sin finalidad, sin rumbo, sin razón
de ser».
Que si fuera más orgánica llevaría en sí misma un fin, aunque no
fuera trascendente,
un fin al menos.
Indiferencia por el soporte territorial: El hombre urbano a
través de sn vida
artificial ha perdido hasta algunos rasgos de su
propia naturaleza física;
por ejemplo, el sentido de territorialidad
que tienen los animales y
el de pertenencia que se encarna en la
noción de «patria chica». Sin naturalidad no es extraño que
ca­
rezca de raíces. Y que prefiera los valores mobiliarios a.los bienes
inmobliliarios, a la propiedad que obliga, que crea responsabili­
dades.
En este éontexto, no es extraño que sea incapaz de organizar
el espacio urbano. El desarraigo no es una buena base para inte­
resarse siquiera en el problema. Y de
allí que haya disociado el
ecosistema natural del ecosistema urbano inadvertidamente.
Pero, como siempre sucede cuando la causa es
el desorden
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mental y el de los valores, es muy proclive a caer en el otro ex­
tremo por la mera reacción. Es sabido que quien no posee la di­
mensión de lo trascendente, de lo religioso, es fácil presa de la
superstición, de la superchería. En este caso se suele caer· en el
ecologismo panteísta que nada resuelve y
sólo se limita a crear
antinomias. Porque cuando
la tierra no está bien abonada por el
espíritu lo que se defiende es la pura materia.
Pero en
el caso de las ciudades, lo territorial no se restringe
al espacio físico, sino que debe entendérselo como una segunda
naturaleza: la que construye el hombre a semejanza de la primera
siguiendo
el orden natural, no la mera physis.
La sociedad urbana está destruyendo a la comunidad: Por sus
caracteres, la ciudad moderna ha modelado una sociedad urbana
compuesta exclusivamente de individuos aislados. Los esquemas
centralistas,
la abolición de la vida parroquial, de los barrios y
vecindarios con personalidad propia, han sido suficientes para
de­
bilitar la cultura urbana, pues no hay cultura en base

a individuos
solos. La excesiva accesibilidad, paradójicamente, ha creado
más so­
ledad. Los contactos personales, casuales, en la calle van desapa­
reciendo.
El anonimato va cubriendo áreas enteras en base a den­
sidades inhumanas que logran que nadie
se conozca entre sí.
De allí derivará
la insolidaridad y, luego, la inseguridad y la
ausencia total de un mínimo de control social que, antes, colabora­
ba en
gran medida con las fuerzas del orden y hoy se sustrae a él.
Es que la sociedad urbana ha perdido las virtudes de la comu­
nidad; es más bien, lo opuesto. Se trata de una aglomeración que
creen en d arbitrio de organizarse voluntariamente, por contratos,
y que en vez de buscar fundamentos comunes se jacta de sostener
un pluralismo como fin. De donde el reflejo material -la aparien­
cia
arquitectónica-sea tan deplorable, pues salvo que algún re­
glamento lo prohiba, la tendencia espontánea es a desentonar, a
des armonizar, a crear el caos.
La comunidad era -y es en algunos contados casos sustraídos
a la vorágine de la macrourbanización-la asociación fundada en
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ideales comunes, en determinadas pautas de comportamiento so­
cial heredadas, no cuestionadas racionalistamente, donde los de­
beres imperaban sobre los derechos pues nadie se sentía como
nacido afuera
del seno de esa comunidad.
Pero la técnica descontrolada, con
su fuerza material arrolla·
dora,
ha persuadido a muchos de que es portadora de un nuevo
orden social; peor aún, de que ese nuevo orden
es diferente -si
así conviene-e-de la naturaleza humana y hasta puede ser contra­
rio
.. Por eso, se llega a proclamar que el hombre contemporáneo
debe adecuarse no tanto a
otro orden, pues este es cambiante, sino
al cambio mismo, a cambiar indefinidamente: acostumbrarse a ser
nadie.
· Y aquí también se produce la ilustración material · de la ten·
dencia:
el crecimiento indefinido de las grandes metrópolis. Inca·
paces de generar nuevas células, tejido nuevo, .estallar en nuevos
cromosomas que
generen otras ciudades, siguen expandiendo el
tejido enfermo en suburbios degradados y en «villas-miseria».
Enormes sectores desestructurados totalmente, sin equipamientos,
ni servicios, ni siquiera insertos en una pauta futura. Sin espe­
ranzas.
Carencia de sentido auténticamente politico: Con una sociedad
urbana atomizada no es extraño que el bien común temporal que
debiera
.. ser la meta de la·organización de la polis, desaparece bajo
las tensiones
originadas por los grupos de presión.
Rara
vez se verifica algún rasgo de concordia. Lo que se hace
notar más frecuentemente son los casos de discordia. Es que, a
pesar de que se use tanto y tan
mal el concepto, nd puede haber
consenso cuando falta el piso común, el mínimo denominador y se
lo pretenda sustituir por pactos escritos o reglamentos que, para
peor, no toman en cuefltá los usos ·sociales, lwr leyes no escritas
que llevan dentro mucho más fuerza que la del racionlismo legis­
lativo.
Cdmo la norma escrita siempre, en el fondo, es letra muerta
cuando no traduce realidades prexistentes, lo que prevalece en la
ciudad'
es la anomia, cuando no la misma ley de la selva. Y, a la
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TENDENCIAS HACIA LA DESCONSTRUCCION DE LA CIUDAD
vez, la sensación de abandono que produce el no sentirse represen­
tado porque las autoridades electivas se votan por circunscripcio­
nes inmensas donde reina el más cruel y total anonimato: acaso
porque así conviene a los desconstructores de la ciudad.
Lo ciudad desacralizada: La que ha sido tradicionalmente sím­
bolo de valor religioso, Jerusalén, Roma ---0 de antirreligioso:
Babilonia-se sumerge ahora en el agnosticismo, en la seculariza­
ción total. Reducida a mero envase de una sociedad civil laica no
hay en ella
nada .que nd. sea arrasado por el espíriru cosmopolita
y desacralizado, nada que
-como lo indica la. etimología de la
palabra
sagrada-esté puesto aparte, separado del tráfago coti­
diano,• de los intereses materiales.
Peor aún, la ciudad
actual se jacta de su secularidad como sig­
no de progreso y descalifica como sagradas a las civilizaciones más
primiiivas en las que la religión tenía un rol prepl>nderante·: Ahora,
sin nada dejado aparte todo se superpone y se confunde y el hom­
bre que tiene alguna inquietud trascendente no halla fácilmente
un sitio
ad~nde refugiar,~. . · . . '
La ciudad debe seguir así, debe cambiar para seguir creciendo,
nada debe hacerla detener y
refle, Dios-Progreso que
es la única' deidad ante 1i cual se prosterna.
La ciudad contemporánea se aleja cada
día más de ser lo que
quería Cicerón: «lo que se acerca más al numen de los dioses», o
lo que dijera Santo Tomás de Aqµinó: Optimus in rebus humani
-lo mejor entre las cosas hechas por el hombre-- y la «flor de
la
cultura» desde el Renacimiento. Ahora navega sin brújula por
el mar proceloso del mundo actual, ignorando su propia
natura­
leza mateiial, destruyendo los últimos valores comunitarios, su­
mergiénddse en una creciente desacralizaci6n que ni la hace más
feliz, ni la ilumina en los momentos críticos.
El municipio, el
munia e apere de los romanos ya no es «la
comunidad que acepta
lás cargas-delinterés público» porque,como
decíamos
al principio, aquí Iá falla capital consiste en haber per­
dido el fin: el bien común temporal de la ciudad.
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