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Número 387-388

Serie XXXIX

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Arturo Gobineau y el mito de los orígenes

ARTURO GOBINEAU
Y EL MITO DE LOS ORÍGENES
POR
RUBÉN CALDERÓN BouCHET
Gobineau y su propia leyenda
Deda Jean Boissel en una de las más recientes biografias de
Arturo Gobineau
que en realidad existen tres Gobineau, si nos
limitamos a examinar lo que nos dice el Registro
Civil, lo que de
sí mismo afirmó Gobineau y aquello que la leyenda
en tomo a
la influencia
de los "arios" en el origen de las civilizaciones ha
creado para aureolar la personalidad de uno de sus más impor­
tantes sostenedores para no decir, directamente, su inventor
abusivo.
El Registro Civil es el más parco de todos y si nos atenemos
a la precisión de su informe figura
en el Acta número 104, fecha­
da el
14 de julio de 1816 en Ville d'Avray, el nacimiento de un
niño de sexo masculino "lújo legítimo del matrimonio de Luis de
Gobineau, capitán de la Guardia Real,
2.0 regimiento de infante­
ría, y de Ana Luisa Magdalena
de Gercy, el niño recibió los nom­
bres de José Arturo"
(Bo1ssEL, ]ean Gobineau, Hachette, París,
1981, pág. 34).
Ya en la partida de nacimiento se deslizan dos partículas, de
Gobineau y de Gercy, para designar
al padre y a la madre, que
la critica lústórica, siempre atenida a la documentación más
estricta, reducirá, si no a una invención de los padres de Arturo,
a una aplicación, acaso abusiva, a alterar los patronímicos dema­
siado burgueses con un cierto aire aristocrático que la Restaura­
ción de los Borbones,
si no necesarios, hada de buen tono.
Verbo, núm. 387-388 (2000), 631-665. 631
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
Luis de Gobineau era oficial de la Guardia Real y en este
carácter se sentía revestido de una cierta nobleza que lo llevó a
modificar su apellido ·Gobineau con una "de" que sin cambiarlo
lo hacia
un poco más apto para desempeñar su oficio militar. De
él se sabe que descendia
de un almacenero de Burdeos, bisa­
buelo de nuestro Arturo y que cumplía
en esa ciudad junto con
su oficio de "Epicier", el
de "Consejero del Rey en el Parlamento
de Burdeos". Murió
en esa misma ciudad en el mes de marzo
de 1769 y dejó como herederos a sus dos hijos: Juana y Thibault
José Gobineau" sin ninguna "de". Este Thibault José, padre de
Luis, fue abuelo de Arturo y murió en Burdeos el 15 de febrero
de 1798. Sabemos que había malgastado su herencia
con prodi­
galidad, pero que esta natural consecuencia del despilfarro fue
convertida
por sus sucesores en una confiscación que habrían
hecho los terroristas del
93 en perjuicio de un viejo servidor de
la monarquia. Como no se presta nada más que a los ricos, no
fue dificil para nadie aceptar esta afirmación. Desgraciadamente
los historiadores parecen
haber alimentado un especial propósi­
to de despojar a Gobineau
no solamente de sus pretensiones
nobiliarias, sino también
de esa inocente manía de presentarse
como
una víctima del gran robo revolucionario. Antes que la his­
toriograffa científica metiera baza en este pintoresco asunto del
linaje de Arturo Gobineau,
Maxime du Camp en sus Souvenirs
Littéraires, publicados en 1882, admitía que Gobineau era hijo de
un "antiguo oficial de la Guardia Real", pero reconocía también
que en el grupo donde actuaba nuestro hombre "se jugaba fácil­
mente a ser noble y aquél
que no tenía blasones, se fabricaba
unos a su gusto". Y añadia esta nota, sugerida quizá
por un recla­
mo del mismo Gobineau: "que todo cuanto toca al origen de
Gobineau es falso. Salió de muy abajo. Su madre sufrió una con­
dena infamante y él vivió de
una pensión que le habla legado un
tío de Bordeaux que era almacenero ("épicier"). Tenía la locura
de la nobleza, primero se
puso una "de" y luego adoptó el título
de Conde. En la diplomacia era el secreto de Polichinella y todos
se reían"
(op. cit., págs. 36-37).
En estas líneas, nacidas de la pluma y la malicia de Maxime
du Camp, aparece la madre de Gobineau como habiendo sufrido
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ARTURO GOBINEAU Y EL MITO DE LOS ORÍGENES
una condena infamante. ¿Quién era Ana Luisa Magdalena de Gercy?
¿Era su partícula de mejor origen que la de su esposo Luis de
Gobineau? Nacida
en Paris el 24 de abril de 1791, fue dama de
honor de Paulina Bonaparte gradas a la intervención oficiosa de
un
padrino, Regnault d'Angely, de quien existe la vehemente sospecha
que era más que
un recomendador oficioso. Tenía diecinueve años
cuando se casó con
Luis que, como todos los hombres destinados
a ser engañados, se sentía atraído
por una mujer que le haría cum­
plir con su destino inevitable.
Lo reconoce en sus Mémoires cuan­
do escribe "que
quena una gran libertad y para ella el matrimonio
era
un medio para alcanzar esa libertad". Se instalaron en París y no
en Burdeos como hubiera sido la voluntad del marido.
Luis de Gobineau reunía todas las condiciones requeridas
para justificar las desdichas
de su matrimonio: era torpe en los
negocios, débil
en el trato con su mujer y de una delicadeza que
puede calificarse como estúpida en todo lo que fueran relaciones
con el mundo.
Más o menos para el nacimiento de Arturo, 1816,
la separación se hizo inevitable y Ana
Luisa, desprendida de
todos los lazos
que la ataban a un hogar, buscó su destino tra­
tando de acordarlo con su temperamento aventurero.
Su segun­
da hija,
Alix, murió muy pequeña y la tercera, de nombre
Caroline, nacida
en 1820, le fue atribuida al Conde Charles de
Clarac, conservador en el museo del Louvre. La última, Susana,
no fue reconocida por Luis de Gobineau y era fama que había
nacido de la relación de su madre con Charles Sotin de Coindiére.
Nuestra "Egeria" amaba las partículas y aunque infiel a sus po­
see.dores titulares,
no lo era al linaje.
Gobineau sintió siempre como una afrenta personal la poco
recomendable historia de
su madre. Para quienes han leido
Caroline
Chérie, de Cecil Saint Laurent, hallarán en el cuadro de
época trazado
por su autor, el historiador y novelista Jacques
Laurent, el clima espiritual donde nació y se crió nuestra Ana
Luisa Magdalena de Gercy.
El parentesco es tanto más sensible
cuando se sabe que
la madre de Gobineau escribió una suerte de
memoria novelada
que llamó Une vie de Femme, publicada en
1835 cuando contaba solo cuarenta y cuatro años y aún no había
entrado
en el capitulo de sus aventuras más sórdidas.
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
El infortunio de Luis de Gobineau y la marcada tendencia de
Ana Luisa a no poder pasarse sin dinero, la condujeron, acaso
bajo la inspiración de su amante titular, Charles Sotin de la
Coindiére, a entrar
en el negocio de falsificación de billetes y
otros cuentos
no menos prohibidos para satisfacer su voracidad.
También
en esta oportunidad los historiadores han pasado sobre
la leyenda trazada por Arturo y no han parado hasta dar con la
Gaceta de los Tribunales, donde aparece una corta etopeya de la
"Dame de Gercy" que
da cuenta de sus principales méritos:
"Todas sus víctimas han creído sus cuentos, sus novelas ... Ya
Condesa de Gercy, Condesa Badouska, viuda de Gobineau, seño­
ra Schróreder, ha sabido tomar los títulos y las cualidades más
propias para inspirar confianza y presentarse bajo
un fasto iluso­
rio sin mostrar su verdadera situación ... "
(op. cit., pág. 51).
Pasó
un largo tiempo en la prisión para mujeres de "Clermont
Bauvaisis", de donde fue liberada el
17 de febrero de 1848. En
ese ínterin, Arturo, que había entrado
de muy buen paso en la
vida mundana de París, no osó hablar más de su madre, y este
silencio, que fue
una condena, se proyectó a toda la familia.
Arturo de Gobineau
-dejémoslo con la partícula que mere­
ció tanto
por sus condiciones como por su facundia-se comen­
zó a preocupar
por sus orígenes desde muy joven y la leyenda
de
un antepasado "vikingo" nació en su fantasía mucho antes de
escribir su novela
HJstoire d'Ottar far], que trató de hacerla pasar
como una auténtica genealogía de propia estirpe.
Hay
un párrafo, en el Prefacio, que sirve de introducción a la
segunda edición de su Essai su J'inégalité des Races humaines,
que Boissel considera particularmente revelador: "Desde el pri­
mer día
en que reflexioné, y lo hice desde muy joven, estuve
ávido por conocer
mi propia naturaleza ... Pero estimé que no
podía hacerlo bien sin conocer el medio en que había vivido y
que en parte me atraía y en parte me rechazaba con igual vio­
lencia pasional".
Por muy independiente que haya sido el pensamiento de
Gobineau con respecto a las modalidades espirituales de su
época,
no ha dejado de sentir una cierta influencia de los estu­
dios sobre genética y sobre las leyes de la herencia. Una seguri-
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ARTURO GOBINEAU Y EL MITO DE LOS ORÍGENES
dad semejante a la que llevó a Zola, algunos años más tarde, a
escribir sus novelas sobre los Rougon-Macquart, hizo pensar a
Arturo de Gobineau
que tanto sus gustos aristocráticos como su
profunda repugnancia por
el igualitarismo democrático de la
Francia republicana, tenían su explicación
en el atavismo. El
razonamiento era sencillo: "Si no pienso como un burgués de
este siglo, si no siento ninguna simpatía por sus gustos y por sus
instintos, es que hay algo en mí que se opone: mis propios ins­
tintos y
mi propia herencia" (!bid., pág. 29).
Ottar Jarl nacía totalmente armado de esta inferencia. Con­
vertirlo
en el antepasado de Rugues de Goumay, hacer de
Gournay de Gauvain y sacar de este nombre los patronímicos
Gobinet, Gobinot y Gobineau, fue cuestión de
un poco de indus­
tria etimológica y de aplicación forzada y reforzada
por una incli­
nación invencible a la mitomanía que le venía, probablemente,
de Ana Luisa de Gercy.
Por supuesto, llamarse "de Gobineau" y
no ser por lo menos
Conde, era algo
que Ottar Jarl no hubiera perdonado nunca a
un sucesor tan bien dotado para el cargo como Arturo. Se dice
que la idea del título surgió en la mente de un viejo doméstico
que, habiendo servido al capitán de los guardias reales,
no que­
ría
que el descendiente, aspirante nada trivial a la carrera diplo­
mática, careciera de una corona condal que otros ostentaban, tal
vez con más derecho, pero con menos méritos que el joven
Arturo. A
un Conde le hacía falta un castillo y Gobineau lo tuvo, fue
el viejo castillo de Trie
en Oise que compró en 1857 y al que ven­
dió veinte años más tarde para enfrentar algunas de las deudas
que su mujer, Clemence Monnerot, había contraído con pródiga
imprudencia.
Existe una anécdota, en materia de castillos, que revela con
meridiana claridad la inspiración mitomaníaca de Gobineau:
paseando
en compañía de Felipe von Eulenburg cerca del islote
Djursholm,
en las proximidades de Estocolmo, vieron los restos
de
una antigua fortaleza, en los que Gobineau reconoció por
súbita inspiración, la cuna de su antepasado Ottar Jarl. Pregun­
tado
por las razones que tenía para hacer esa identificación, res-
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RUBEN CALDERÓN BOUGHET
pondió con esa seguridad que le daban sus instintos: "Lo siento,
lo siento. En este lugar están mis orígenes".
Es indudable que asistido por una Musa que ya no responde
a las indicaciones de la moderna
Clío, Gobineau no iba a encon­
trar entre los historiadores profesionales
un apoyo entusiasta para
imponer sus ideas y mucho menos cuando éstas estaban
en
abierta oposición a las consignas ideológicas del momento.
El tercer Gobineau que conocemos ni es hijo de su fantasfa
personal ni aparece para nada
en los datos escuetos recogidos
por el Registro Civil, nace totalmente armado de la publicidad
racista suscitada
en Alemania por los movimientos nacionalistas a
fines del siglo pasado y tiene tan pocas probabilidades
de encon­
trarse cómoda entre las ideas de Gobineau como sus contrarias,
las del anti-racismo filo democrático.
Gobineau abominó
de los movimientos masivos y si algo
sostuvo siempre
con la enérgica solicitud de su apasionada
retórica fue
un altivo aristocratismo que lo condenó a encon­
trarse al margen de los convulsivos partidos
que se sucedieron
a la primera Guerra Mundial.
La intención aparece claramente
en la dedicatoria a Jorge V, rey de Hannóver, en su primera edi­
ción del
Ensayo sobre la desigualdad de las Razas humanas,
donde afirma, exagerando bastante el papel de la inducción en
el nacimiento de sus ideas madres, "Entonces fue cuando de
inducciones en inducciones, tuve que penetrarme de esta evi­
dencia: que la cuestión étnica domina todos los demás proble­
mas de la historia, constituye la clave
de ellos, y que la desi­
gualdad de las razas, cuyo concurso forma
una nación, basta a
explicar el encadenamiento de los destinos
de los pueblos. Por
lo demás,
no existe nadie que no haya tenido algún presenti­
miento de
una verdad tan manifiesta. Cada cual ha podido
observar que ciertos grupos humanos, al arrojarse sobre un
país, transformaron antaño, por una acción repentina, sus hábi­
tos y su existencia, y que allá, donde antes de su llegada rei­
naba la torpeza, mostráronse hábiles en hacer surgir una acti­
vidad inusitada.
Es así como, para citar un ejemplo, le fue
comunicada una nueva energia a la Gran Bretaña con la inva­
sión anglosajona ... ".
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ARTURO GOBINEAU Y EL MITO DE LOS ORÍGENES
Concluye esta breve síntesis donde cierra la tesis de su libro
con estas palabras que
han dado lugar a tantas interpretaciones
que por cierto no coincidían con las suyas propias: "Luego de
reconocer que existen razas fuertes y razas débiles, me
he dedi­
cado a observar de preferencia las primeras, a descubrir sus apti­
tudes, y sobre todo a remontar las cadenas de sus genealogías.
Siguiendo este método acabé
por convencerme de que todo
cuanto hay de grande, noble y fecundo
en la tierra, en materia
de creaciones humanas: la ciencia, el arte, la civilización, condu­
ce al observador hacia un punto único, no ha salido sino de un
mismo germen, no ha emanado sino de un solo pensamiento, no
pertenece sino a una única familia cuyas diferentes ramas han
dominado en todos los países cultos del Universo" (GoBINEAU, A.,
Ensayo sobre la desigualdad de las Razas Humanas, Apolo, Bar­
celona,
1937, pág. 15, trad. de Francisco Susanna).
Este Gobineau, nacido
en Alemania en el último tercio del
siglo
XIX, fue descubierto en primer lugar por Ricardo Wagner.
Fueron dos
discípulos del gran músico alemán, Ludwig Schumann
y Felipe von Eulenburg, quienes fundaron el "Gobineau-Vereini­
gung o "Unión Gobinista" y Schemann, primer biógrafo del escri­
tor francés, fue también el traductor
al alemán del famoso ensa­
yo.
La doble influencia de Gobineau y Nietzsche, acaso inspira­
ron la idea del "superhombre" que encontró pronto
un clima de
adhesión demasiado fácil para recabar su inspiración
en el "eli­
tismo" de estos dos pensadores.
¿Qué
podía tener de semejante con un "nazista" condiciona­
do por la más estruendosa propaganda que hayamos conocido,
este "hijo de rey" que confiesa a través de uno de sus persona­
jes: "Soy de un temperamento audaz y generoso, extrafio a las
sugestiones ordinarias de la naturaleza común. Mis gustos no son
los de la moda, siento por nú mismo y no amo ni odio de acuer­
do con las indicaciones de un periódico.
La independencia de mi
espíritu, la libertad más absoluta
en mis opiniones son los privi­
legios inquebrantables de mi noble origen ...
no soy feliz con eso
que basta para la plebe".
Había
en Alemania todo un movimiento de opinión formado
en tomo a la decadencia social y política de Francia, para no
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
explotar en su favor una declaración como ésta: "Tengo la des­
dicha, el supremo dolor,
de tener el más absoluto desprecio y el
más franco de los odios a este lugar de Europa donde nací.
Es
muy triste ver un pueblo, antes grande, caído por el suelo, im­
potente, paralizado, medio podrido, en descomposición, abando­
nado a las necedades, a las maldades, a las ferocidades, a las
cobardías
y a los desfallecimientos de una infancia senil que no
sirve nada más que para morirse, lo que le deseo sinceramente
para que caiga fuera del deshonor donde se hunde con rezongos
de imbécil" (cit.
BOISSEL, op. cit., pág. 14).
No es una inferencia abusiva pensar que ese odio que sentía
por Francia era el que le inspiraba ser hijo de un pobre marido
engañado
y de una estafadora con delirios de grandeza. Feliz­
mente la realidad nunca
pudo vencer su mitomanía irreductible
y cada vez que lo acosaba la sensación del desastre inminente
hallaba
en su fantasía los fáciles caminos del sueño que lo lleva­
ban hasta un mundo mejor.
Los comienzos
En 1836 decide ir a Paris con el propósito firmemente soste­
nido de hacerse
un nombre en la república de las letras. Se con­
sidera especialmente dotado para
la poesía y es en verso como
consiente ser convocado al Parnaso de los poetas vivos. Estudia
lenguas orientales
y en particular el idioma de los persas. Dentro
de las lenguas modernas se habilita
en el manejo del alemán, que
con el tiempo leerá, hablará y traducirá con facilidad. Le costó su
tiempo hallar
un trabajo donde se apreciara su capacidad y pudo
subsistir gracias a la asistencia de su tío Thiebault José, que le
pasaba una mensualidad suficiente. Boissel ha seguido con algu­
na facilidad sus pasos
en este dificil momento de su vida gracias
a su pródiga correspondencia
y especialmente a la que mantuvo
con su hermana Carolina
y con su padre. En ella habla de sus
ambiciones literarias, de sus amoríos más o menos correspondi­
dos, de sus fracasos y de su voluntad indomable para alcanzar la
posición con que sueña.
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ARTURO GOBINEAU Y EL MITO DE LOS ORÍGENES
Su pasión por oriente está alimentada por dos fuentes inago­
tables
en el pensamiento de Gobineau: su gusto por el exotismo
y su enemistad a la
Europa moderna. Uno de sus primeros artí­
culos trata "Del movimiento intelectual
en Oriente" y pone ya sin
disimulo la cuestión oriente-occidente que tanta tinta hará derra­
mar
en el futuro. En este sentido su artículo es precursor de lo
que él mismo desarrollará en el futuro con mejor estilo y más
conocimientos. No fue la fama ni mucho menos,
pero señaló un
rumbo del que no se apartará más. Sabemos que por este tiem­
po entró a trabajar en el correo, donde ganaba un sueldo que le
permitía
una sobrevivencia holgada que reforzaba con algunos
artículos de literatura alimentaria para enciclopedias o
con tra­
ducciones, especialmente del alemán, pero también del italiano y
del español.
En
1840 aparece en folletín una larga novela de Gobineau
titulada:
El matrimonio de un Príncipe: episodio en el siglo de
Luis
XIII, que, como escribia René Guisé, era un ejemplar "típico
de la novela folletinesca e histórica
tal como la concebían los dia­
rios más comprometidos con la monarquia de julio".
La pasión
anti-moderna de Gobineau
ha advertido que el proceso de cen­
tralización revolucionaria comenzó, mucho antes de la Revolución
Francesa, con el Cardenal Richelieu. Fue este ministro el que bajó
la cabeza de la nobleza provinciana y provocó el advenimiento
de la prelacía parisiense.
De esta época data su gusto y su frecuentación de la novela
histórica y hay quienes dicen
que su Ensayo ... "es una suerte de
novela cuyo protagonista es la raza aria.
Escribirla sus trabajos
bajo el signo romántico de la inevitable decadencia y cómo juga­
ba el papel de
un gentilhombre venido a menos, su labor litera­
ria y su vida coincidían, hasta el punto de que
un hombre tan
poco tocado por el feudalismo asumido por Gobineau, como
Tocqueville,
le decia a Gustave de Beaumont refiriéndose a nues­
tro Arturo
que todavía no era Conde de Gobineau: "es de nues­
tra raza".
Alberto Sorel, que lo conoció ya en su madurez, lo describió
como a un verdadero gentilhombre del siglo XVIII y su hija Diana,
en sus Souvenirs ... , acepta esta valoración diciendo que "tenía el
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RUBEN CALDERÓN BOUCHET
fisico elegante, las maneras aristocráticas, la gran cortesía y la
apariencia ligera de un gran señor del tiempo de Luis XV". Era
bastante
si nos atenemos a los simples datos del Registro Civil,
pero relativamente poco si tomamos en consideración el aporte
de su imaginario abolengo.
Sus esperanzas
en un retorno "de los viejos tiempos buenos"
estaban decididamente
en fuga y no esperaba de la burguesía en
ascenso nada que no estuviera en la línea de su obsesionante
pasión
por el dinero. Escribía en algunas hojas monárquicas, por
tradición, por adhesión a los emblemas y para darse el gusto de
abominar en familia de todos los malos hábitos que la revolución
había dejado
en herencia.
Escribe
M. Boissel que Gobineau era mucho más francés de
lo que
él mismo estaba dispuesto a aceptar: amaba las letras, la
elegancia
en el decir y en el vestir y le gustaba la conversación
brillante y hasta
un poco frivola, si esa frivolidad se mantenía en
un nivel de sofisticada inteligencia. Con algunos amigos decidió
jugar
un poco a la sociedad secreta y de esta disposición nació
el grupo que se dio a
si mismo el nombre de "Les Cousins d'Isis"
en el que intervino Maxime du Camp y sus maliciosas referencias
al abolengo de Gobineau.
Este grupo
se autodenominó "Li Scelti" y proyectó la fun­
dación de
una revista politica que por su nombre, La Revue de
J'Orient,
lleva la marca imborrable de Arturo de Gobineau. Un
artículo
que éste escribió sobre la cuestión de Grecia llamó la
atención
en los cfrculos interesados y la ya famosa Revue des
deux Mondes le propuso la redacción de ocho articulos sobre
la Grecia a partir
de 1833. Era un reconocimiento de su aptitud
para el enfoque de las cuestiones politicas y
un pláceme a sus
condiciones de escritor. Podía escribir a su padre: "Todo el
mundo me parece que está contento y por primera vez en mi
vida gozo el placer de las alabanzas
en la boca de gente des­
conocida ... En fin,
he llegado al fin que me había propuesto y
que perseguí durante seis años con la tenacidad de un mohi­
cano ... tengo el pie en el estribo y no dudo que el caballo me
ha de llevar, aunque no sé todavía a donde" (cit. por Bo1ssEL,
pág. 86).
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ARTURO GOBINEAU Y EL MITO DE LOS ORÍGENES
A partir del año 1842, tiene poco más de veinticinco años,
puede anunciar que es uno de los cinco redactores más impor­
tantes del
nue1(o diario L 'Unité y recibe tres mil francos de hono­
rarios. Colabora también
en L 'Unían Catholique, pero sobre asun­
tos estrictamente diplomáticos, con especial referencia a la situa­
ción de Oriente: Grecia, Serbia, Valaquia, Turqu!a, Afganistán y la
India.
La nueva situación le permite abandonar su trabajo en el
Correo y dedicar todo su tiempo a escribir
en los diarios donde,
según su pintoresca expresión: "trabajo como
un negro emanci­
pado". En 1843 fue presentado a Alexis
de Tocqueville y esta nueva
relación dará a su vida
un giro distinto, diríamos que el caballo
montado
por Gobineau tiene ahora un rumbo trazado. La rela­
ción entre ambos hombres fue de mutua consideración y respe­
to
pese al foso ideológico que existía entre el auténtico aristó­
crata que llevaba el sello de su conservadurismo liberal y
el joven
"Chouan" que representaba
con tanta felicidad a un gentil hom­
bre del siglo XVIII.
No obstante la exactitud de este primer cotejo que coloca a
Tocqueville mucho más cerca de la revolución que a Gobineau,
sus respectivas posiciones frente a la importancia de la religión
cristiana
en el desarrollo de las civilizaciones difieren en sentido
completamente opuesto. Tocqueville concede
al cristianismo lo
que Gobineau otorga exclusivamente a la raza.
Tocqueville
-según la autorizada opinión de Boissel-ve!a
la posibilidad de fundar una democracia cristiana y suscitar un
cristianismo social porque consideraba que era el cristianismo el
que "pon!a bajo una luz radiante la igualdad, la unidad y la fra­
ternidad humana".
La respuesta de Gobineau es típica y muestra con claridad lo
lejos
que se encontraba de una cabal adhesión a la fe: "Os equi­
vocáis, Señor,
si pensáis que la lectura del Evangelio me deja fño;
no soy volteriano, en el sentido seco y rencoroso del término ...
pero
no puedo creer que todo cuanto contiene el Evangelio haya
salido totahnente armado del cerebro del Cristo" (cit. pág. 92).
Tal vez
no sea justo considerar a Tocqueville entre los pre­
cursores de la democracia cristiana tal como la conoció nuestro
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
siglo, pero podemos ponerlo, con toda justicia, en la línea del
cristianismo social tal como lo pensaron Ozanam, Lacordaire o
Albert de Mun. Gobineau entraba de buen paso en el relativismo
moral
que anticipa algunas de las instituciones de Nietzsche. El
Ensayo es una visión atea sobre la historia de las sociedades y,
como afirma Boissel, "en su momento una obra" revolucionaria"
(pág.
94).
Algo con lo que Gobineau no contó en los comienzos de su
carrera, es que sería mejor apreciado por su prosa
que por sus
versos. Empeñado
en ser poeta escribió un poema titulado "Les
Adieux de Don Juan" que debe ser contado totalmente en su con­
tra cuando de la apreciación
de su genio se trata. Desgraciada­
mente creía que rimar era hacer poesía e insistió en una suerte
de epopeya que tituló La Chronfque rimée de Jean Chouan, cuya
nota de recepción atribuida al Conde
de Chambord, Henri V, a
quien estaba dirigida, dice todo cuanto se
puede decir en su
favor y calla todo cuanto se podía decir
en su contra.
Abandonemos la crítica de este pasatiempo y limitemos nues­
tra atención al prosista que iba surgiendo, cada vez con más vigor,
de sus articulas de política interior y extranjera publicados
en dife­
rentes revistas de París.
En ellos apunta a una crítica del Estado al
que considera como el cáncer que devora el cuerpo social de
Francia.
La monarquía de Luis Felipe es una empresa exclusiva­
mente financiera que
no atiende a otros intereses que no sean los
impuestos por las fluctuaciones bursátiles:
"El oro se ha converti­
do
en el principio del poder y del honor. El oro es dueño de los
negocios, es la ley politica.
El oro gobierna, paga las conciencias
y es la medida de la estima que merecen los hombres".
Anticipándose a los programas de varias generaciones de
liberales
en años muy posteriores añade: "Es la centralización
administrativa
la que hay que modificar profundamente si queréis
alcanzar la corrupción
en su fuente. Devolved a las comunas y a
los departamentos la libre gestión de sus intereses especiales y
quitaréis a los ministerios sus medios de seducción más podero­
sos, de esta manera ayudaréis a formar buenas costumbres públi­
cas,
un espíritu público más fuerte que los apetitos personales"
(La Quoddfenne, 14-III-1844, cit., pág. 97).
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ARTURO GOBINEAU Y EL MITO DE LOS OR[GENES
En la medida que afianzaba su prestigio como escritor políti­
co, perdía sus ilusiones poéticas y comenzaba a edificar
la auto­
ridad que lo llevaría a entrar
en la diplomacia con la ayuda de
Tocqueville con quien comenzó a colaborar
en su diario Le
Commerce a partir de 1844. Allí se inició como crítico literario con
un artículo sobre Musset y posteriormente con otro muy elogio­
so sobre Stendhal. Dice su biógrafo que lo leyó con tanto gusto
que puede apreciarse la influencia del autor de la Cartuja ... en
varias narraciones de Gobineau.
Stendhal lo conciliaba
un poco con su siglo y lo predisponía
contra el romanticismo
en el que veía el mal de la época. Mau­
rras,
que tenía una intuición especialmente desarrollada para per­
cibir el desfallecimiento romántico
en las ideas de su tiempo, no
pudo ser despistado por las críticas antirrománticas de Gobineau.
Veía en él una suerte de "Rousseau bien nacido, un Rousseau
gentil hombre a quien las ideas de su siglo y del siglo preceden­
te habían extraviado".
"Sin la manía de filosofar-añade Maurras-­
hubiera sido
uno de esos originales de la antigua Francia que no
extraían ninguna regla de su humor querellante y encantador y
que tampoco pensaba sacar enseñanzas y ciencia de la loca flor
de su fantasía" (D.
P. art. GomNEAu).
Gobineau amaba los folletines novelescos y se justificaba
diciendo que el público bastante infantil de ese tiempo hallaba
en esta literatura un cierto solaz que lo consolaba del materialis­
mo cotidiano. Para esos lectores escribió las aventuras de un
Gascón: Jean de La Tour Mtrade ou Le prtsonnter chanceux.
Como era de suponer, este folletón juntaba en sus páginas todos
los ingredientes del género: galanterías, amores furibundos, astu­
cias de mujer, evasiones, cabalgatas, duelos, tesoros escondidos,
misiones secretas, intrigas, etc.
Andaba por los treinta años cuando conoció a Clemencia
Monnerot, una criolla nacida
en La Martinica el 20 de agosto de
1816 y que para ese tiempo tenía más o menos la misma edad de
Gobineau. Balzac escribió
una novela sobre la mujer de treinta
años que,
por supuesto, tenía ya una larga experiencia del
mundo y estaba muy lejos de ser "una jeune fille rangée". Amante
de
una amigo de Arturo, el Vizconde Hercule de Serré, Ciernen-
643
Fundaci\363n Speiro

RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
cia lo visita en la casa que éste compartía con Gobineau. Es el
hecho
que Serré, luego de dos años de asiduidad, decide por
razones de mejor ubicación en el "ranking" abandonar su queri­
da para contraer matrimonio con una muchacha que tenia dos
cosas de que carecía nuestra Clemencia: apellido y dote. Arturo
de Gobineau aparentemente
por un gesto caballeresco, le pro­
pone casamiento para reparar la torpeza de su amigo, porque
según el testimonio de la baronesa Amelia de Saint
Martín: "des­
posó su mujer sin amor, llevado por un sentimiento caballeresco,
sustituyó al amante que la abandonaba".
Admitamos
que haya sido así y suscribamos a favor de
Gobineau este folletín que si bien no salió de su pluma, perte­
nece de
hecho a su mania novelesca, si no a una suerte de
secuencia edípica como preferirla pensar un discípulo de Freud.
Cabe pensar también,
en un nivel de consideraciones más tri­
viales, que pudo sentirse atraído por eso que la brutalidad
empírica de la lengua norteamericana llama "sex appeal". Esta
morena de apellido francés y linaje criollo era muy atractiva y
la descripción
que hace de ella Gobineau es para tomar en serio
la existencia de
un sentimiento un poco menos caballeresco
que ése al que se refiere la baronesa de Saint Martín. "Es alta y
de
un talle sin igual, muy delicada y fina. Muy morena y de
grandes ojos negros así como el cabello.. .
Es muy alegre, pero
alegre como debe serlo una persona seria y tiene mucho inge­
nio ...
". De su alegria y de su ingenio dio pruebas innumera­
bles a lo largo de sus cerca
de treinta años de convivencia de
los
que el mismo Gobineau hizo un resumen trágico: "un enfer
permanent"
(op. cit., pág. 103).
Si fue o no "un menage a trois" como deja sospechar M.
Boissel no nos interesa demasiado. La mujer tenia fuego para
más de
uno y fue de público conocimiento que lo empleaba
según variaciones temperamentales o propósitos menos desin­
teresados,
pero siempre con alguna frecuencia. Hay hombres
que para poder rendir según toda su capacidad necesitan un
clima de paz, de tranquilidad para poder sostener en él un
esfuerzo sin premuras. Los que hay que por el contrario, exigen
el asedio de la necesidad y
prueban sus verdaderas aptitudes
644
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ARTURO GOBINEAU Y EL MITO DE LOS ORÍGENES
bajo el fuerte estimulo del peligro y la urgencia. Los hay tam­
bién que se sienten atraídos por el dolor y la desdicha y sólo
pueden dar su medida en un clima de calamidades. La obra de
Gobineau es lo bastante amplia y poderosa para que podamos
pensar que el "infierno" que le creó Clemence Monnerot no la
perjudicó
en su esencia.
M. Albert Thibault le dedica en su Histoire de la Littérature
Frani;aise, un corto párrafo que es un lacónico juicio de valor
con respecto al estilo de Gobineau.
Vale la pena reproducir parte
de ese fragmento
por la precisa certeza de su expresión: "No fue
el catolicismo quien proveyó con su balcón a Arturo de Gobi­
neau, fueron sus antepasados. Nos los
que verdaderamente tuvo
que eran de mediocre extracción, sino los que él se imaginó: con­
quistadores escandinavos y barones feudales. Barbey d'Aurevilly
tenia mejor estilo que ideas, Gobineau tuvo más ideas que esti­
lo.
Su temía de la vida y de la muerte de las razas expuesta en el
tratado
Fssai sur J'inegalité des races humaines, dio a la Alemania
las bases de su ideología racial. Pero como Barbey, Goubineau
tenia necesidad
de la ficción para dar lo mejor de si mismo. El
resultado más feliz de su aventurado racismo y de su genio reac­
cionario de sangre azul fue su hermosa novela de
La Pléiades. Su
larga experiencia diplomática en Persia y en Grecia se expresó en
las Nouvelles Asiatiques y en Trois ans en Asie, la visión más
verdadera del Oriente
que hay en nuestra literatura" (op. dt.,
págs. 383-384).
Gobineau, en los primeros añ_os de su matrimonio con Cle­
mencia, trató de abrirse camino en el teatro con una tragedia que,
como era de esperar
en este esperanzado sucesor de Comeille y
de Racine, escribió
en versos pero fue rechazada por el titular de
la
Comédie Frani;aise, y no muy bien recibida por la critica lite­
raria. Felizmente para Gobineau la Revolución del
48 le abrió,
inesperadamente, las puertas de la diplomacia que colmaría dos
de sus gustos más profundos: la vocación
por Asia y la posibili­
dad de entrar con holgada autoridad en su romántica interpreta­
ción
de la historia.
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
Diplomacia y viajes
El ernnero pasaje de Tocqueville por el Ministerio de Rela­
ciones Exteriores, durante la efímera república que sucedió a la
revolución del
48, permitió a Arturo de Gobineau abrirse un
camino en la diplomacia y ejercer funciones que le permitieron,
tanto a él como a Clemencia, el uso y el abuso del título condal
en alguna medida sostenido y exigido por el de "excelencia" de
su condición diplomática.
Alexis de Tocqueville se hizo cargo de su Ministerio el 2 de
junio
de 1849 y el quince de ese mismo mes designó a Gobineau
como jefe de su gabinete. Inmediatamente esto significaba
una
asignación de 7.000 francos mensuales, un departamento en el
ministerio y
la promesa de entrar en la diplomacia. Esta última
posibilidad sólo podía realizarse
si lograba sobrevivir a su bien­
hechor Tocqueville, cuyos días estaban contados. Gobineau
sobrevivió y aunque Tocqueville
no aplaudió los manejos de su
protegido, podemos asegurar
que éste no hizo nada que desdi­
bujara, ante los ojos de ningún censor, su fisonomía
de gentil­
hombre o
por lo menos de "gentilatre", como dice Maurras.
En esta oportunidad debió su suerte
al General Marqués
Alfonso Enrique de Hautpoul, viejo camarada
de su padre, quien
lo hizo designar Primer Secretario
de la Embajada Francesa de
Berna. El viejo Chouan abandona la república y ponía su pie en
el estribo del Imperio del pequeño Napoleón que inauguraba su
futura corona con el título de presidente. En Suiza comenzó a
rumiar la
que había de ser su obra maestra y que aparece por pri­
mera vez mencionada en una carta como un probable "gros livre
sur les Races humaines".
Después de Berna, Hannover, en donde la gracia morena de
Clemencia brilla
en medio de las bellezas demasiado rubias del
país y consume a dos manos el dinero
que da el cargo de Emba­
jador. Dice Boissel
que todavía no ha comenzado a usar el título
de Conde, pero que la idea se insinúa y va adquiriendo mayor
relieve
en la medida en que sus aptitudes diplomáticas le mere­
cen la "Legión de honor" y la "Orden de Leopoldo".
Su retorno a
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ARTURO GOBINEAU Y EL MITO DE LOS ORÍGENES
Berna le inspira estas lineas dedicadas a su hermana Carolina:
"Vuelvo triunfante a los bueyes, las vacas, los osos y los cretinos"
(24
de noviembre de 1851).
Todavía
no es embajador y tardará algún tiempo en serlo.
Una carta de Tocqueville recomendándole prudencia y
una
"modesta inactividad" nos coloca con precisión en el clima en
que se movía Gobineau y en el peligro en que podía caer si
demostraba demasiado sus grandes condiciones intelectuales.
Los
consejos de Tocqueville son los de un amigo que ha conservado
por su subordinado una benévola admiración y por las embaja­
das
en general, un discreto escepticismo: le previene que su
actual jefe
"El Marqués de Tallenay, no está muy bien dispuesto
a dejar que
uno de sus secretarios le escriba un despacho ... Y
aún si os deja de interino un par de semanas, os aconsejo per­
manecer muy modesto e inactivo durante ese tiempo. No tenéis necesidad de probar vuestra capacidad, pero sí vuestra sociabili-
dad, recordad esto todos los días. Escribid libros, pero
no memo­
rias ni despachos si queréis llegar pronto a
no tener ningún supe­
rior.
.. (cit. BorssEL, op. cit., pág. 133).
Quienes reprochan a Gobineau la ausencia de una metodo­
logía historiográfica bien científica,
no pueden reprocharle falta
de conocimiento filológico
que tomó a raudales de la historia crí­
tica alemana.
La mayor parte de las citas que pueblan su Ensayo ...
están referidas a Humboldt, Niebuhr, Lassen, Lepsius, Ewald,
Pott, Müller, Klaproth, Schelegel, etc., y como cualquier francés
culto de su tiempo ha abierto
un generoso crédito a esa ciencia
que los estudiosos alemanes han convertido
en un modelo insu­
perable. En la crítica filológica ve el medio más seguro para exa­
minar el significado de las leyendas primitivas de los pueblos
blancos y descifrar el sentido de
la historia.
En 1854 terminó los últimos capítulos de su libro y
no tardó
en encontrarse con una crítica que si bien reconocía la grandeza
del empeño,
no dejaba de advertir en él la parcialidad, la insu­
ficiencia y especialmente el materialismo de su tesis. Tocqueville
le había escrito en una carta estas palabras que son un resumen
acerca de lo que él pensaba de la gran obra de su antiguo cola­
borador: "Vuestra doctrina es una suerte de fatalismo,
de predes-
647
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
tinación si queréis, y esto me parece, os lo confieso, emparenta­
do con el más puro materialismo. Si la muchedumbre, que sigue
siempre los grandes caminos pisoteados
en materia de razona­
mientos, admitiera
en alguna oportunidad vuestra tesis, ésta la
conducirla de la raza
al individuo y de las facultades sociales a
las individuales".
No se
puede dejar de percibir en este certero juicio, esa capa­
cidad casi profética que
terúa Tocqueville de observar el futuro
de eso que
podñamos llamar en política las "ideas fuerzas". Fue
un alemán el General Barón Anton Frokesch, Ritter von Osten,
Embajador de su Majestad el Emperador de Austria, el primero
que recibió
con admiración y entusiasmo el libro de Gobineau:
"Lo que decís sobre la marcha descendente de la sociedad es
para
mí un dogma desde hace mucho tiempo. Los imbéciles y los
vanidosos
no pueden nada contra él".
Y añade este párrafo
que es un puro reflejo de la obra de
Gobineau
en un cerebro especialmente hecho para apreciarla
con todo lo que
puede haber en ella de falso y de certero: "No
tenéis la vocación de la Edad de Oro, ni nutris a vuestros lecto­
res con falsas ilusiones. Sois hijo de
un siglo de hierro ... y nos
dais lo
que menos consuela: la verdad. Veo sobre la superficie de
este globo todas las civilizaciones
en decadencia paralela; des­
cendemos
por un camino diferente al de los chinos, los persas o
los turcos ... ,
pero estamos tan cerca como ellos del pantano
donde nos vamos a hundir. Somos
un poco más inteligentes e
instruidos, en cambio ellos son más honestos, esos bárbaros, esto
establece una equivalencia" (BrnssEL, op. cit., págs. 144-145).
En Francfort recibió
la buena noticia que había sido designa­
do para integrar la misión francesa que partía a Teherán. Es de
preguntarse, junto con Boissel,
de dónde había surgido una idea
tan brillante y capaz de unir la intima vocación de un diplomáti­
co con los intereses espirituales de su patria. Estar
en Asia no era
solamente para Gobineau
un cambio en el espacio, era también
un retorno en el tiempo, "una manera de vivir el sueño del pasa­
do", como escribe su biógrafo y añade para completar su des­
cripción del sortilegio asiático sufrido
por Gobineau que en 1857,
es decir, dos años después
de su llegada, dijo en una de sus car-
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ARTURO GOBINEAU Y EL MITO DE LOS OR[GENES
tas: "Sé muy bien que cuando vuelva a Europa, lloraré a Asia el
resto
de mis días" (pág. 163).
Sería excesivamente largo detenernos
en los detalles de su
vida
en Persia. Bastará leer sus Nouvelles aslatiques para com­
prender lo
que alli aprendió, sin considerar los numerosos artí­
culos y libros
en los cuales imprimió sus impresiones o sus cono­
cimientos de historia, de religión y de filosofía.
Las vicisitudes
familiares están largamente estampadas
en esa infatigable queja
de su abusiva esposa.
Gobineau alcanzó el punto culminante de su carrera diplo­
mática cuando el 5 de octubre de 1864 el Emperador de los fran­
ceses Napoleón III lo nombró embajador ministro plenipotencia­
rio de Francia ante la Corte del joven rey de los helenos, Jorge
l.
Tomó su nuevo destino en compañía de su mujer Clemencia y
sus dos hijas: Diana y Cristiná.
Si leemos la parte que dedica en
su Ensayo ... a la Grecia nacida de las cenizas de la antigua
Hélade,
no lograríamos comprender la alegría que sintió Gobineau
al encontrarse
en Atenas como en el regazo de una patria soña­
da. Supo olvidarse un poco de su tesis sobre la decadencia de los
pueblos y gozar de todos los prodigios climatéricos y arqueoló­
gicos de Grecia sin despreciar las gracias femeninas que encon­
tró a raudales
en casa de las hermanas Dragoumis que fueron sus
amigas y confidentas entre
1868 y 1882.
Luego de Grecia y el sortilegio para siempre perdido de
Atenas, el ofrecimiento de
una embajada en Río de Janeiro,
debió parecerle la más cruel
de las caídas y, efectivamente, en
su pensamiento "el nuevo mundo no valdrá nunca el viejo. Le
falta lo esencial, el trazo de la historia, de nuestra historia ... La
naturaleza, sin duda pródiga, proyecta su vegetación verde y
espesa. Seduce el ojo, pero no conmueve la imaginación.
Ninguna comparación entre la bahía de Río de Janeiro y el Sitio
de Constantinopla, cualquier cosa que digan los viajeros líricos
pero ciegos. Constantinopla es admirable y Río también. Pero la
primera es
una bella dama, noble, augusta en su aspecto, real,
llena de genio y
de espíritu. La otra es una linda muchacha,
inculta, salvaje,
no sabe leer ni escribir, de modales bizarros"
(cit., pág. 235).
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
La impresión que a través del Brasil se forma en general de
América del Sur es bastante pobre y piensa,
en diametral oposi­
ción a lo que pensaba de Asia, que en estos países era conve­
niente el ingreso masivo de los europeos. Las dos castas domi­
nantes: los hombres de negocios y los militares
no le inspiran
ninguna simpatia.
En una carta escrita a Keller el 19 de julio de
1869 le dice que es "una cosa curiosa ver gente del Tiro! y
la
Renania en medio de esta naturaleza. Pero el amor del dinero
crea los lazos más singulares entre los hombres y el suelo. Debo
confesar que este país
no está hecho para mí" (pág. 238).
La amistad con el Emperador del Brasil, don Pedro II, lo con­
soló
en parte de su ostracismo. El Emperador lo conocía a través
de sus escritos y tenía sumo interés
en tratar con aquel francés
que le caía como
un regalo del cielo. Haciendo caso omiso del
protocolo
don Pedro lo lúzo invitar por su encargado de los
Asuntos Extranjeros
don José María da Silva. Desde ese momen­
to fue
un convidado muy frecuente al gabinete privado del Em­
perador.
En realidad parecían dos exilados de la civilización que
se encontraban para hablar de todo cuanto les interesaba: la his­
toria, el
arte, las ciencias, la filosofía.
La amistad entre ambos superó la prueba de la separación y
la última carta que Gobineau escribió a
don Pedro es poco ante­
rior a su propia muerte.
Es interesante observar el carácter confi­
dencial
de la epístola y, al mismo tiempo, la clara comprensión
que tiene Gobineau de sus debilidades. Hace
una referencia iró­
nica a la idea
un poco superficial de ese Gobineau caballeresco
y ardiente batallador contra las ideas modernas: "Vuestra majes­
tad sabe que esto es solamente
la corteza y que necesito esa
caparazón protectora, porque
mi sensibilidad es de tal naturale­
za
que seria muy fácil para mis enemigos pisotearme ... ". Dice su
biógrafo que las últimas palabras
son ininteligibles y se advierte
en su letra la inmensa fatiga de sus últimos meses.
Cuando se examina la obra de Gobineau a la luz de ese gusto
por la tradición esotérica que impuso en Francia René Guénon,
se advierte su carácter de precursor y no solamente por su aper­
tura al misterio oriental, sino también
por su favorable opinión
con respecto al Islam.
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ARTURO GOB/NEAU Y EL MITO DE LOS ORÍGENES
Gobineau conservó hasta sus últimos años la lamentable
manía de expresarse
en versos. No hace falta una especial versa­
ción
en lengua francesa para llegar a la conclusión a que llega­
ron todos cuantos los han leído: era
un excelente prosista. De sus
otros gustos artísticos tenemos algunas esculturas hechas
por él,
como
el busto de Mme. de La Tour, que hace honor a sus apti­
tudes ¡Pero los versos!
Los pocos que he podido leer en citado'
nes que supongo fieles, apenas alcanzan a ser discursos rimados
y en donde ni siquiera la expresión de la idea logra la claridad y
la transparencia de sus prosas.
La guerra del 70 y la calda, demasiado esperada, del tinglado
imperial de Napoleón
III, no dejaron de repercutir sobre el ánimo
de Gobineau que veia todas sus predicciones confirmadas
con
exageración por los hechos. Pero no solamente vio suceder lo
que había anticipado
en tantos libros, sino que la situación lo
puso
en el trance de tener que abandonar su carrera, posibilidad
que pesaba doblemente sobre su espiritu y sobre su bolsillo. Otra
vez
un amigo, Charles de Remusat, Ministro de Relaciones fucte­
riores en el Gobierno de Thiers, le consiguió la embajada de
Estocolmo. Será
en la capital de Suecia donde escribió sus tres
obras literarias mejor conocidas
y apreciadas por cuantos han
sabido reconocer su genio: Les Pléiades, Les Nouvelles Asiatiques
y La Renaissance. El mismo Gobineau que admiraba los versos
de Musset, reconocía, citando la
Nuit de Mal que "Les chants
desespérés sont les chants les plus beaux ...
".
Es verdad que la fecundidad de la desesperación depende,
fundamentalmente, que la salud mental
y física no estén grave­
mente afectadas.
El Gobineau de Estocolmo todavía pudo hacer
frente a su incansable labor intelectual sin dar muestras
de can­
sancio. Persiste en la idea1 clave de su sistema, de que la historia
de las sociedades humanas es una parte de la historia natural:
nacen, crecen, envejecen y mueren según un determinismo más
físico que moral. En una carta al entonces joven historiador Albert
Sorel, le escribe con respecto a
la decadencia francesa que obser­
va con tristeza: "Desde el comienzo del mundo todas las socie­
dades se han dejado caer por agotamiento, senilidad, estupidez,
cobardía
y el resto. No somos distintos a los romanos, ni a los
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Rl!BEN CALDERÓN BO/JCHET
egipcios, ni a los persas, ni a los fenicios ... El mal no reside en
los regímenes de gobierno. Está en la nación ... " (cité par Bo1ssE1,
op. dt., pág. 273).
Es un anticipo de la idea que desarrollará Spengler en un
contexto de amplitud cósmica, pero sin citarlo demasiado, si es
que alguna vez lo citó. Por supuesto hay hombres que escapan
a esta ley inexorable y
pueden observar el panorama de la seni­
lidad invasora sin estar peligrosamente afectados
por la imbeci­
lidad ambiente. Estos "hijos de reyes",
no olvidemos al abuelo
legendario Ottar Jarl,
son los únicos que saben decir no a un
mundo sin honor y ofrecen el testimonio de las virtudes herói­
cas
de una exhibición perfectamente gratuita, aunque nuestro
Gobineau esperaba, acaso,
que su novela Les Pléiades lo ayu­
dara a salir
un poco de las deudas en que lo metían su propia
incuria y
la avidez de Clemencia. La novela fue publicada por
Pion en 1874. Barbey d'Aurevilly, que sintió con agudeza su
embrujo heróico,
no advirtió en ella el menor signo de cristia­
nismo: es una novela estoica, "que es el cristianismo de los que
no son cristianos".
A su hermana Caroline, que le reprocha la absoluta falta de
fe que se advierte en su libro, le contesta con estas líneas que son
una declaración completa de su posición espiritual: "Todas las
verdades teológicas admitidas o rechazadas
no tienen la menor
influencia
en mi corazón, aunque pueden tenerla sobre mi esp!­
ritu". Colocarse en la situación espiritual del estoicismo y obser­
var un mundo "senescente" era como pronunciarse en favor de
ese materialismo que tanto le reprochó Tocqueville. Quien espe­
ra toda salvación de las fuerzas corporales
no tiene otro consue­
lo
que volver, como los paganos, sus ojos hacia una improbable
edad de oro, donde todo recién comenzaba. Ahora es la decre­
pitud, que,
por supuesto, la observaba mejor en Francia que en
otros pafses porque era la proyección de la decadencia que sen­
tía
en su propio organismo.
La actitud heróica que supone la entrega de esta novela bas­
tante larga y muy poco dispuesta a encontrarse con
un público
vasto, fue confirmada
por su escasa venta. No se podfa confiar ni
en los instintos masoquistas de un pueblo bien dispuesto a dejar-
652
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ARTURO GOBINEAU Y EL MITO DE LOS ORÍGENES
se insultar. Si Gobineau soñó un momento en ver compensado
su trabajo
por los cuantiosos honorarios que podía darle la casa
Pion, pronto se vio totalmente decepcionado y confirmado
en su
congénito pesimismo.
La amistad, entre galante, caballeresca, paternal y a ratos filial
con Matilde de
La Tour, fue una compensación para su tristeza y
para
ese abatimiento mortal en que cayó en los últimos años de
su vida. La propia Matilde lo dice en sus memorias: "Querfa esa
muerte, la esperaba y su estado de salud le permitía creer que
estaba próxima".
Boissel recoge
un diálogo entre Gobineau y Matilde que esta
última reprodujo
en sus Memorias que es digno de ser meditado
por todo hombre que se interese en el misterio del corazón
humano: Viéndole tan triste bajo el cielo de Noruega que predispone
ciertamente a la melancolfa, Matilde le preguntó:
-¿Nada puede ataros a la existencia?
-Nada, habría respondido Gobineau.
-¿Ni siquiera mi amistad y el pensamiento que la suya me
es tan necesaria?
-Ni siquiera eso.
Hubo
un largo silencio.
-Lo que yo le pido, dijo al fin, es que no me abandonéis,
guardadme vuestra amistad a pesar de todo hasta el
fin. Eso me
ayudará a morir... No tardaré mucho... No sabéis hasta
qué
punto estoy solo.
-Os lo prometo, le dije. Respondió simplemente:
-Gracias.
Un secreto y un deber se había establecido entre nosotros"
(op. cit., pág. 286).
No obstante el carácter agónico del diálogo, la amistad con
Matilde tuvo un buen efecto y lejos de morir, Gobineau sintió que
sus fuerzas renacfan.
Es un poco a la tónica amistad de esta mujer
a la
que debemos los últimos libros de Gobineau. En cambio su
esposa mantenía un vivo interés en quedar viuda e hizo todo lo
posible para que Gobineau cumpliera sus promesas de muerte y
no quedara todo en pura conversación. Uno de los expedientes
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
más cómodos y rendidores adoptados por la temible esposa fue­
ron los gastos. La situación económica que le creaba a Gobineau
el "delirio de grandeza" de su mujer fue una de las causas de su
rápido descenso.
En el año
1877 Pion le publicó un nuevo libro, La Renais­
sance, donde trataba las figuras de Savonarola, César Borgia,
Julio
II, León X y Miguel Ángel. El libro que, con posterioridad a
su muerte, ha conocido innumerables traducciones a casi todas
las lenguas, no fue más leído ni mejor comprendido que su nove­
la Les Pléiades. En ese mismo año, 1877, y luego de un corto viaje
por Rusia, recibió la noticia de que había sido dado de baja en el
Ministerio de Relaciones Exteriores con un retiro de 10.000 fran­
cos. De estos honorarios
daba 2.000 francos a su hermana Caro­
lina y 8.000 para que Clemencia lo dejara
en Paz. Le quedaba un
cero. "Avez ce zéro? C'est trop maigre, meme pour les jours de
jeune. Il faut me ganer la vie". Dice su biógrafo que Gobineau en
los cinco años que le quedaban por vivir no conocerá ni morada
segura, ni domicilio fijo. De este tiempo data un reforzamiento de
su amistad con Ricardo y Cósima Wagner y una suerte de retor­
no,
no místico sino más bien político, a la Iglesia. Puesto que la
República Francesa la atacaba "y el mundo moderno se hundía
en el escepticismo y el triste materialismo de lo económico, con­
venía,
en su último momento estar en contra de su tiempo y afir­
mar la
Fe, última y primera virtud de un paladín". Pidió recibir
los últimos sacramentos y aunque inconsciente,
la Santa Unción
le fue administrada a quien buscó siempre otro mundo,
pero no
aquel que Cristo prometió a los suyos. Suprema paradoja de este
hombre que fue, más que ningún otro, una viva paradoja.
El mito del origen
Conviene siempre desconfiar de los delirios deductivos que
se hacen a cuenta de la personalidad profunda y muy especial­
mente cuando se trata de
un hombre como Gobineau, a quien,
sin lugar a dudas, obsesionaba el problema de sus propios orí­
genes. No estaba muy seguro ni de ser hijo de su padre, ni
de
654
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ARTURO GOBINEAU Y EL MITO DE LOS OR[GENES
pertenecer a una estirpe de buenos burgueses a la que rechaza­
ba desde lo más íntimo de sus fibras morales. ¿Fue la necesidad
de inventarse
un origen que le diera tranquilidad con respecto a
su ascendencia y a sus gustos aristocráticos lo que le llevó a su
teotia de la desigualdad de las razas humanas? Gaulmier en
Spectre y Boissel en el libro que hemos comentado más arriba,
ven en Gobineau, a través de todas sus obras, la perseverancia
de un mito que luego de buscar un fundamento en la ciencia his­
tórica, se propagó
en las múltiples vías que atestiguan sus nove­
las, sus epopeyas
en verso y prosa y su genealogía de Ottard Jarl.
En
un cotejo que hace entre la situación espiritual de Sthendal
y
de Gobineau, M. Pierre Louis Rey escribe que tuvieron en
común un gran amor por Italia y si es verdad que como "Sthendal,
Gobineau buscó fuera de Francia su verdadera patria, a la
que
veia, también como Sthendal, el más vil de todos los países del
mundo; y ambos reservaron
para Patis las más agudas de sus fle­
chas porque ostentaba el vicio del parecer y la vanidad más des­
carada, el rechazo se manifiesta
en ambos autores en formas muy
diferentes. Uno y otro
no gustan de sus otigenes burgueses. Pero
mientras Sthendal, nacido
en un medio afortunado pero de ideas
estrechas, odia especialmente el espíritu
pequeño burgués y con­
servador de su familia y de sus compatriotas, hasta el
punto de
reivindicar
una pretendida bastardía, Gobineau, mal asegurado
en su condición social y en sus oñgenes, desprecia a quienes
desconocen el ideal al que lo lanzan sus incertidumbres... y
obsesionado
por un complejo de bastardía efectiva preferirá
ennoblecer su padre
que dudar de la virtud harto sospechosa de
su madre"
(REY, Pierre Louis, L 'Univers romanesque de Gobineau,
N.R.F. Gallimard, i'arís, 1981, págs. 63-64).
Admitimos que hubo en la vida de Gobineau un deseo nunca
disimulado de bianquear sus otigenes y de dar
una explicación
capaz de satisfacer su orgullo acerca de sus gustos aristocráticos
que trataba de confirmar con sus gestos, su palabra y su com­
portamiento. Todas estas preocupaciones trataron de justificarse,
por razones que la sola psicologia profunda no podtia explicar,
por el mito de su ilusoria genealogía. Seguimos en su Ensayo
sobre la desigualdad de las razas
humanas el camino de sus
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JIUBÉN CALDERÓN BOUCHET
razonamientos y, en la medida de lo posible, haremos un exa­
men crítico de las principales ideas que aparecen en su obra.
Lo primero que llama la atención de los observadores es el
crudo biologismo que usa, como único criterio, para valorar el
curso histórico de las civilizaciones. El hombre es un animal que
produce eso que llama la civilización y
que es una sociedad his­
tórica,
en la que emerge, como resultado de un esfuerzo de man­
común, todo
un sistema de valores políticos, científicos, estéticos,
económicos y religiosos que tienen, como única fuente, la ener­
gía vital de un determinado talante étnico. Mientras el tempera­
mento de
la raza mantiene en vilo el impulso creador y conquis­
tador de sus instituciones sociales, podemos hablar de
un pueblo
en la plenitud de su vigor. La decadencia, o la degeneración,
como prefiere decir Gobineau, sucede, inevitablemente, cuando
la raza dueña de esa energía civilizadora desfallece como conse­
cuencia de sus mezclas
con pueblos de inferior calidad que opo­
nen a su ímpetu
la inercia de su desfalleciente vitalidad.
Hay
en el nacimiento de toda civilización de alto estilo la pre­
sencia viva de
un pueblo señorial que impone al curso de la his­
toria el ritmo de su dinamismo dominador. Mientras la pureza
biológica de este pueblo se mantiene, se sostiene también el
nivel de sus creaciones fundamentales y de manera particular su
expansión
polftica que puede estar impregnada de fanatismo reli­
gioso como el Islam y el Cristianismo
en sus momentos culmi­
nantes.
La religión es un ingrediente cuya naturaleza Gobineau
no ha discutido con severa objetividad pero que, haciéndonos
cargo del materialismo biológico que anima la esencia de su pen­
samiento, podemos considerar en una linea de fuerza emparen­
tada con el eros genésico.
"Pienso -escribe en su Ensayo ... -que la palabra degene­
rado al aplicarse a
un pueblo, debe significar y significa que ese
pueblo
no posee ya el valor intrínseco que antiguamente poseía,
porque
no circula ya por sus venas la misma sangre, gradual­
mente empobrecida
con las mezclas sucesivas" (op. cit., pág. 39).
No importa para el caso
que la calidad de sus producciones
espirituales mantengan todavía
un nivel excelente y tanto en el
arte como
en la ciencia y en el comportamiento moral manifies-
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ARTURO GOBINEAU Y EL MITO DE LOS OR[GENES
te una cultura y una dignidad sin gran desmedro. Allí comienza
a faltar la fuerza conquistadora
y el impulso juvenil de los mejo­
res tiempos.
El pueblo ha decaído aunque sus costumbres sean
buenas y su inteligencia permanezca todavía alerta.
"Sin duda
-agrega-no desaparecerá de una manera absoluta; pero, en la
práctica, será de
tal modo combatida y debilitada que su fuerza
resultará cada vez menos sensible, y, en ese momento, será cuan­
do la degeneración podrá considerarse como completa y mostra­
rá todos sus efectos"
(!bid.).
Es dificil sostener un pensamiento en una linea reflexiva abso­
lutamente vitalista, sin que
en el curso de las argumentaciones no
intervengan proposiciones provenientes de otro origen intelectual.
Si admitimos que las solicitudes nacen, crecen, maduran y de­
caen de acuerdo con
un ritmo impuesto por la vida de los orga­
nismos, resulta
un poco difícil suponer que existe una raza que
escapa
al determinismo fatal de este proceso y en virtud de una
mítica aptitud para mantenerse
en un estado de perenne juventud,
pueda resistir la influencia demoledora del tiempo.
Admitamos con él
que existen desigualdades entre los dife­
rentes pueblos de la tierra
y que muchas de esas diferencias pue­
den ser atribuibles a sus respectivas razas. Una afirmación de esta
naturaleza sólo
puede chocar a los carneros de Panurgo que
piensan que las diferencias anatómicas fácilmente discernibles
entre los hombres,
no tienen correlatos psicológicos que supo­
nen también diversas aptitudes. Tengo para mí que la observa­
ción de la desigualdad de las razas humanas es
un hecho de
observación
y lo es también, en alguna medida, la constatación
de la inevitable decadencia
que sufren las sociedades en el curso
temporal de sus historias.
Una explicación exclusivamente biológica de ambos fenó­
menos resultará, siempre, por lo menos, parcial y, en la medida
en que se trate de imponerla mediante una reflexión sostenida,
se corre el peligro de dejarse influir por la mitología. Gobineau
no pudo escapar a esta inevitable consecuencia y, con argu­
mentos históricos
y filológicos de dudosa confirmación, mantu­
vo con un talento que honra la literatura de su época, el mito de
la raza aria.
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
La paleontología lingüistica infiere la existencia de una len­
gua madre de los idiomas indo-germánicos, pero que esa lengua
haya sido hablada
por una raza de conquistadores nórdicos con
tales y cuales características anatómicas en una pura moción de
deseo que no responde a ninguna realidad históricamente cons­
tatable.
Que esa raza haya conservado entre los escandinavos su
pureza más prístina es de una probabilidad, por lo menos, dudo­
sa. Pero lo que sí es·indudable es que las altas civilizaciones
han
logrado sus realizaciones más cabales en ese ámbito de mestiza­
ciones que fue la cuenca
del Mediterráneo y que los pueblos nór­
dicos,
aún los más rubios y de elevada estatura, no han escapa­
do al sortilegio decadente del economicismo capitalista y burgués
de nuestra época.
Gobineau tomó
por su cuenta y riesgo el mito fabricado
durante la Revolución Francesa
de que el pueblo de Francia,
galo-romano
por su constitución racial, fue dominado por los
francos germanos que impusieron
por la fuerza la superioridad
de una casta nórdica que fue su nobleza. El Contrato inícuo de
Rousseau tema allí su origen, y aunque Gobineau dio a esta
leyenda
una interpretación completamente opuesta a la de los
revolucionarios,
no por eso dejó de rendir tributo a su marca de
fábrica. Los trabajos históricos de Fuste! de Coulanges dieron un
desmentis rotundo a esta mitología que verua a simbolizar una
ruptura histórica que estaba más en la voluntad de los ideólogos
que
en la realidad de los hechos.
No podemos olvidar
que Gobineau, pese a su buena volun­
tad
de encamar un gentilhombre del antiguo régimen estaba,
como muchos
de esos buenos caballeros, impregnado hasta los
tuétanos
de las ideas del iluminismo y hasta de la revolución. Sus
ideas sobre los "arios",
pese a la buena prensa que suscitó entre
los alemanes, pertenecían
·a ese mundo entre el ensueño y la
mitomarua, que dio nacimiento a los "estados de naturaleza" de
los
que en su momento usaron Hobbes, Locke y Rousseau.
Mientras Siéyés
suporua que el progreso consistia en la con­
quista del
poder político por el estamento burgués, Gobineau
veía, en esa misma conquista, las peores consecuencias para la
grandeza de Francia. "Es de suyo evidente -escribía-que la
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ARTURO GOBINEAU Y El MITO DE LOS ORÍGENES
desaparición de la raza victoriosa se halla sometida, según los
diversos ambientes, a condiciones de tiempo que varfan hasta el
infinito. Con todo, esa raza
se extingue por todas partes, resulta
todo lo perfecta
que es de desear mucho antes de sobrevenir el
término final de
la civilización a la que ha dado origen.. . mien­
tras
la influencia de la sangre civilizadora va agotándose por la
división, subsiste todavfa la fuerza
de propulsión, antaño impre­
sa a las masas sometidas o anexadas: las instituciones que el
fenecido dominador inventara, las leyes
que formulara, las cos­
tumbres de las cuales proporcionara el tipo, se han conservado
después
de su muerte ... " (!bid., pág. 44).
Lo curioso es que tanto Sieyes, como el mismo Gobineau,
creen
en la existencia de ese tipo racial dominador, que el pri­
mero convierte
en el monopolio de todas las abominaciones y el
segundo
en la energfa creadora de todas las excelencias. Los ver­
daderos nobles, tributarios
de esta doble calificación no tenían
conciencia de pertenecer a una raza superior que tuviera su ori­
gen en las tribus francas y en algunos casos, como la propia
familia real, no temían estar emparentados con algún usurero ita­
liano. ¿No dijo en alguna oportunidad el Marqués de Mirabeau,
el famoso "Col d'Argent", abuelo del Tribuno, que la única
"mésalliance" de su estirpe era con los Médicis?
Lo cual perte­
necía también a una suerte de mito familiar, porque el ascen­
diente Riquetty del que hacían gala los Mirabeau, era tan fabu­
loso como el Ottar Jarl del
que pretendía descender Gobineau.
Hoy se conoce que el apellido Riquetti, es
una invención genea­
lógica
que buscó sus antecedentes en Italia, porque resultaba
más barato
que en Francia. Los Mirabeau descendían de un bur­
gués provenzal
que llevó el nombre de Riquet, que "en bon feli­
bre" significa Enriquito.
Lo importante es observar como las leyendas raciales toman
fuerza, a la derecha o a la izquierda,
con propósitos publicitarios
más o menos confesados. Gobineau, como escribe Pierre Louis
Rey, "hasta su último dia, buscará fuera de su pais la verdadera
patria de sus padres y no encontrará, en medio de la degenera­
ción
en que se muere el universo, nada más que el lejano recuer­
do de una patria ideal" (op. cit., págs. 64-65).
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RUBEN CALDERÓN BOUCHET
Civilización y cristianismo
En una visión, tan marcadamente biológica, del origen de las
civilizaciones es muy dificil encontrar, así sea medianamente
desarrollado, el tema de la religión. Gobineau, por razones que
haáan a la formación de un caballero, se consideraba a sí mismo
como católico. Tuvo
una hermana monja a la que toda su exis­
tencia mantuvo
de su propio bolsillo y una hija, Diana, de la que
sabemos alimentaba profundas y serias convicciones religiosas.
En lo que respecta al mismo Gobineau sólo nos podemos referir
a lo
que dijo y a la manera como interpretó la influencia del cris­
tianismo
en el proceso de formación de nuestra civilización. Sin
lugar a dudas, Gobineau
no era un creyente y al faltarle por com­
pleto el sentido del orden sobrenatural
que configura el aliento
viviente del cristianismo,
no tiene la menor idea de la influencia
transfiguradora de la Gracia
puede ejercer sobre la naturaleza en
todo el ámbito de las actividades del espíritu. Así la idea de una
civilización cristiana
no tiene cabida en su inteligencia. Lo dice
con toda
la claridad posible cuando afirma: "El cristianismo no es,
pues, civilizador tal como comúnmente lo entendemos; puede,
por consiguiente, ser adoptado por las razas más diversas sin
herir sus aptitudes especiales ni pedirles nada que rebase el lími­
te de sus facultades"
(Ensayo ... , ed. cit., pág. 66).
He aquí
un párrafo para contentar a todos y no decir abso­
lutamente nada sobre el significado cabal
de éso que es la reden­
ción del género humano.
El cristianismo se propone salvar las
almas y con este santo propósito
no se preocupa para nada de
las instituciones, los usos y las costumbres que hacen a la mar­
cha del hombre sobre la tierra, como si todas estas cosas fueran
perfectamente indiferentes a su objetivo principal.
Al leer un
párrafo como el que hemos transcrito y otros del mismo tono
pergeñado
por Gobineau a lo largo de sus páginas, hace pensar
que pasaba sobre
el tema con la ligereza de quien no quiere
tocarlo para evitar roces y problemas con personas a quienes
queria mucho y no tenía interés en herirlas con opiniones que no
estaban al alcance de sus débiles espíritus. Hay párrafos que hacen
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ARTURO GOBINEAU Y EL MITO DE LOS ORÍGENES
pensar en Nietzsche y otros que nos conducen directamente a
Weber
en la paradójica influencia que este espíritu de desprendi­
miento
pudo tener en la configuración del mundo capitalista.
En
una de las cartas a su hermana, que llevaba en religión el
nombre de Madre Benedicta, se anima a decirle,
en contradicción
con todos los dogma de
fe que la buena Madre debla llevar deli­
cadamente sobre su corazón: "Encuentro las religiones primitivas
de la Ariana
Vaeja mucho más coherentes y razonables y al
mismo tiempo más simples. Todo Ario estaba a salvo y subia a la
jerarquia divina
por el sólo efecto de la pureza de su raza; todos
los otros, negros, fineses, terminaban
en la nada por la misma
causa;
no se imaginaba que un error o llna falta de lln momento
entrañaba
un castigo eterno, castigo seguramente desproporcio­
nado, inexplicable e injustificable. Para
mi uso, adopto esta
manera de ver y considero como apariencias molestas y fastidio­
sas, pero
pmamente transitorias, a todos los imbéciles, bribones
y sinvergüenzas que conducen el
mllndo y lo llenan" (cit. por
REY, op. cit., pág. 217).
Para
llna posición que en la explicación del origen de las
civilizaciones adopta
llna tesis decididamente racial y biológica,
el papel
que pllede desempeñar la religión cristiana a fuer de
deslucido, tiene una relación más estrecha con la idea de dege­
neración
qlle con aqllellas fuertes premisas que engendran la
pasión
por los ideales heróicos. El cristianismo parece más bien
una astucia de las naturalezas débiles para preservamos de las
enojosas consecuencias del riesgo que conduce a la hazaña.
Indudablemente, Gobineau invertía la relación
que existe
entre el ánimo y el espiritu y hacía depender los valores espiri­
tuales del impetu vital
que provenía de la carne, como si no fuera
el Espiritu el que se hacía carne, sino la carne la
que se conver­
tía en espíritu. La raza aria debia estar dotada de una encarnadu­
ra muy especial
que la hacia preferir la intemperie al resguardo,
el riesgo a
la seguridad y la muerte en el combate a la instalación
placentera
en el Jardin de las Hespérides. Admito que la imagi­
nación puede incendiarse
con el espejismo de otra vida que sea
la continuación sensible de
un eterno goce de la inmortalidad
corporal. Gobineau fue un gran admirador de Mujamad y del
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
pueblo árabe y probablemente creía que la proyección ilusoria
del impulso erótico era
la prueba fehaciente de ese tempera­
mento vital
que había dejado entre los semitas la semilla aria.
Señalaba Boissel
que la atracción que ejercía sobre Gobineau
una religión tan poco estimada en la Europa de su época, podía
ser causada
por su actitud de radical oposición a su siglo y que
esta posición contestataria podía estar reforzada
en él por su
intransigente búsqueda del absoluto. Tocqueville advirtió esta
inclinación de su corresponsal y le advertía
en una de sus cartas
que le pareáa tener "una cierta debilidad por el islamismo". Por
lo menos así lo hacía notar cuando aseguraba
que el "islamismo
es una religión
que ha hecho mucho bien a la civilización". Toc­
queville estaba convencido de lo contrario y le parecía que
la
prédica de Mujamad era "la causa principal de la decadencia, hoy
tan visible, del mundo musulmán
y, aunque menos absurda que
el politeísmo antiguo, sus tendencias sociales y políticas son, en
mi opinión, mucho más temibles. La observo, aun relacionada
con el paganismo, como una decadencia
y no como un progre­
so. Creo que podría demostraros ésto con toda claridad si os
viniera,
en alguna oportunidad, el mal pensamiento de haceros
circuncidar"
(BorssEL, op. cit., pág. 159).
Entre estos dos hombres, apenas separados
por la distancia
de diez años que le llevaba Tocqueville a Gobineau, había dife­
rencias muy profundas
que no impedían la amistad ni el mutuo
reconocimiento de sus respectivos valores. Tocqueville era
un
auténtico aristócrata francés, de un trato delicado tanto en los
gestos como
en los sentimientos y de una percepción muy fina
para apreciar los aspectos espirituales de
la realidad. El iluminis­
mo había pasado también por su espíritu, pero no lo había des­
pojado totalmente de
Jo que constituía el fondo cristiano de su
conciencia. En cambio, Gobineau
no era ya cristiano. Este bur­
gués movido
por la nostalgia de una utópica edad de oro, había
logrado despojarse de los sedimentos cristianos más elementales
y había llenado el vacío dejado
por la fe con los restos de un
paganismo arqueológico, podrido de literatura.
Nunca logró determinar con precisión lo que entendía
por
civilización y mucho menos todavía el papel de la religión en el
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ARTURO GOBINEAU Y EL MITO DE LOS OR!GENES
proceso de la formación práctica del hombre. Gobineau, a pesar
de su poderosa inteligencia, tenía una deficiente formación filo­
sófica y era totalmente
ayuno en materia de teología, de tal
manera
que para decir las cosas por su nombre, siempre que
habló de religión lo hizo a la luz de conocimientos históricos
puramente externos de los cultos y las costumbres, sin penetrar
jamás en el misterio de la relación del hombre con Dios. Consi­
dero
que para él ese misterio no existirfa y si en ocasiones adver­
tía
su presencia, lo veía tan oscurecido por su incapacidad para
penetrar en las honduras de la metafísica que probablemente lo
considerara
una dificultad oscurecida por la confusión de los
sentimientos y
.no por el carácter supranacional del misterio
mismo.
Sin pretender hacerle decir lo que no dijo y convertirlo en un
precursor de ideas que Nietzsche desarrollarla en un contexto
filosófico más cuidadoso, Gobineau veía
en el cristianismo la can­
tera
de muchas de las ideas falsas que se habían levantado con
la revolución y haciendo pie en la ruptura con la raza dominan­
te,
que la revolución había adoptado como bandera de combate,
Gobineau
la impugnaba convirtiendo sus argumentaciones y
usándolas en sentido contrario. Esto es lo que se llama una reac­
ción típica en política, con la cual cuenta el espiritu revoluciona­
rio
para poder dar con posterioridad sus dos pasos adelante.
Al no comprender el papel que juega la religión en la for­
mación del hombre civilizado
y, por lo tanto, también en los
logros
de sus actividades espirituales, no estaba en condiciones
de atacar la revolución burguesa
en el centro mismo de sus pre­
ferencias valorativas. Vio
con claridad la amenaza que se cernía
sobre el tono vital de la existencia y creyó
que una defensa
denodada del orgullo del hombre blanco podía detener el avan­
ce
de esa ola de desfallecimiento vital. Sus exageraciones, sus
exaltaciones y hasta el tono acervo de sus críticas tienen ese pro­
pósito. No es nada extraño que los alemanes hayan visto en él el
promotor de una germanofilia que los condujo a una aventura
política que,
de vivir, Gobineau no hubiera aprobado totalmente,
aunque no podemos saber hasta qué punto pudo coincidir con
ella. Lo que sl podemos asegurar es que no hubiera escapado al
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Rl!BÉN CALDERÓN BO/JCHET
mote de "colabó", ni a las persecuciones que sus preferencias
hubieran suscitado.
Es muy posible que en la imagineña popular creada por la
propaganda contraria a la publicidad nazi, figure como anti-semita.
Designación absurda, que
un hombre con la inmensa cultura his­
tórica
que terna Gobineau hubiera rechazado como una imbeci­
lidad imperdonable.
Sabía, mejor que nadie, que el término
"semita" tiene
una extensión fundamentalmente lingüística y
encierra
en su comprensión pueblos de razas bastante diferentes,
cuyas caracteristicas
varian según el grado de mestización que
hubieran tenido con poblaciones de origen negro o negroide. Ya
en directa relación con el pueblo de Israel, sus opiniones estaban
muy lejos de ser peyorativas y advertía
en la coherencia racial de
este pueblo,
en su deseo de mantener una cierta pureza étnica,
los indicios ponderables de
un fuerte tono vital que, de acuerdo
con los principios adoptados
en su tesis, teman que provenir de
la sangre aria
que los judíos conservaban, si no en su total pure­
za, en una mezcla menos repugnante que las de otros pueblos.
Cuando se quiere explicar,
en términos de biología, todas las
creaciones que hacen al
honor y la dignidad del hombre, es
imposible eludir
la adoración de fuerzas que son concebidas en
términos de energías físicas que no dependen para nada de nues­
tro arbitrio.
Se podria decir, por el contrario, que nuestra libertad
depende de ellas y es más
una concesión determinista de la natu­
raleza
que una libre opción de la voluntad en el sentido clásico
del término.
"Estas fuerzas activas
-escribe Gobineau en las últimas pági­
nas de su
Ensayo ... -, estos principios vivificantes o, si se quiere
concebirlos bajo una idea concreta, esta alma, que hasta ahora
ha
permanecido inadvertida y anónima, debe ser elevada al rango de
los agentes cósmicos de primer grado.
En el seno del mundo intan­
gible, esta alma llena de funciones análogas a las que la electrici­
dad y el magnetismo ejercen sobre otros puntos de la creación
y,
como estas dos influencias, se manifiesta por sus funciones o, más
exactamente,
por algunas de sus funciones, pero no se puede
aprehender, describir o apreciar en si misma, en su naturaleza pro­
pia o abstracta, en su totalidad" (op. cit., pág. 627).
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ARTURO GOBINEAU Y EL MITO DE LOS OR[GENES
Que Marx y Engels hayan leído el libro de Gobineau sin dejar
en las márgenes del volumen usado ninguna objeción critica, es
claro indicio que no se sentían_ ofendidos ni por su materialismo
ni por su racismo, muchos menos por sus objeciones a la socie­
dad burguesa de la que ambos escritores darán
un pésimo diag­
nóstico. Gobineau, a pesar de sus pretensiones de abolengo y su
disconformismo antidemocrático, estaba
en la misma línea de ese
descenso "ad ínferos" en las explicaciones profundas, que desde
Auguste Comte a Freud, pasando
por Marx, constituía la tenta­
ción más transitada del "estupide
XIX" siecle".
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