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Número 451-452

Serie XLV

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José Manuel Cuenca Toribio: La Guerra de la Independencia: Un conflicto decisivo (1808-1814)

INFORMACIÓN BIBLIOGRÁFICA
José Manuel Cuenca T oribio: LA GUERRA
DE LA INDEPENDENCIA: UN CONFLICTO DECISIVO (1808-1814)
(*)
Al socaire del segundo centenario de la Guerra de la In d e -
pendencia, el profesor Cuenca Toribio nos adelanta un muy inte-
resante estudio sobre la misma que no dudamos en incluir entre
sus obras más acabadas. C i e r tamente no es un trabajo de investigación como el que
nos presentó en El Poder y sus hombr e s( M adrid, 1998) o en la
Sociología del Episcopado español e hispanoamericano (1789-1985)
( Mad rid, 1986). No. Esta obra es más bien la exposición de mil
s a b e r es acumulados a lo largo de una ya más que consolidada vida
estudiosa, próxima a su final académico, en la que con sencille z ,
da la impresión de que casi sin esfuerzo, da cuenta de todo lo que
sabe, de lo mucho que sabe. Y seguramente él era la persona más indicada para hacerlo.
P o rque reúne en sus querencias todos los v e c t o res sin los cuales
no se puede entender aquel acontecimiento, a la vez trágico y
h e roico, que vivió nuestra patria cuando despertaba el siglo
X I X.
Y la Edad Contemporánea. Es el profesor Cuenca uno de nuestros contemporaneístas
— p e rdón por la horrible palabra— más acreditados. Pocos de los
que han arado esos terrenos tendrán conocimientos como los
s u y os sobre la política y los políticos de la época. Añade a ello una
inclinación acreditada por la historia militar. No voy a decir con
____________
( * )Ediciones En c u e n t ro, Madrid, 2006, 414 págs.
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169Verbo,núm. 451-452 (2007), 169-183.
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ello que sea un especialista en cuestiones bélicas. Ot ros mere c e-
rán esas medallas. P e ro, sin la especialización, es sin duda de los
h i s t o r i a d o r es generalistas que más se han sentido atraídos por esas
cuestiones. Con gusto personal y con re s u l t a d o s .
Y es, ciertamente, uno de los grandes conocedores de la his-
toria eclesiástica contemporánea. A la que ha dedicado años y en
la que destaca como uno de los maestros. Yo diría que en el cua-
d ro de honor hay solamente tres: un clérigo y dos laicos. Cár c e l
Ortí, sacerdote, y Cuenca y Andrés-Gallego entre los seglares. Si n
d e s m e re c e r , por supuesto, a otros autores encomiables como, por
ejemplo, el jesuita Manuel Re v u e l t a .
Creo, sin embargo, que ninguno de los citados reúne el bagaje
de C uenca para acometer la empresa que el profesor cor dobés ha
empr endido y logrado. Contarnos, con sencillez y sabiduría, lo que
fue aquella G uerra, tan decisiv a para la supervivencia de España.
Por que aquel acontecimiento fue político, militar y r eligioso. Cree-
mos, pues, que era el pr ofesor Cuenca la persona más idónea para
acometer esta, a la v ez, sencilla, densa, importante y necesaria obra.
Ya en las primeras páginas encontramos, no sólo apuntadas,
sino resaltadas, las cuestiones capitales de lo que aquello fue. Con
s a b e res, que se dan por descontados, y con notable perspicacia
i n t e r p re t a t i v a. Todo ello desde unas amplísimas lecturas de cuan-
to se ha escrito sobre el tema. El libro no es un estado de la cues-
tión. P e ro también lo es. Y logradísimo.
Me parece muy importante el señalar, como lo hace al autor,
el carácter r e volucionario de la conspiración de El Escorial y del
motín de Aranjuez. Tenemos así al Príncipe de Asturias, quien
luego sería el De s e a d o , y a sus amigos, como los primeros dina-
m i t a d o res del régimen monárquico (págs. 25-27). Aunque cier t a-
mente de una monarquía muy penosa. El régimen monárquico quedó mal parado en la Constitución
de Cádiz y arrastrado por los suelos en el Trienio Liberal. P e ro
Fernando fue, en dos ocasiones, El Escorial y Aranjuez, quien
puso en su casco una mina. Curiosamente él sería quien después
sufriera en su propia persona las consecuencias.
Totalmente de acuerdo en la caracterización que el p ro f e s o r
Cuenca hace de Napoleón (pág. 29) y en el profundo sentido
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patriótico, monárquico y religioso de la guerra, porque ese era el
sentir del pueblo español (págs. 30-31). Las excepciones, afran-
cesadas o liberales, fueron ve rdaderamente minoritarias.
¿ Ado lece Cuenca, no de esa simpatía por el afrancesamiento,
de la que han dado muestra algunos historiadores hispanos, que
en el cordobés no existe, pero, al menos, de cierta so bre va l o r a c i ó n
de los afrancesados? (págs. 34-35). Tal vez algo de ello exista pero
en dosis bastante aceptables, aunque yo no las comparta. Muchas son las páginas dedicadas al análisis del acontecer
bélico (págs. 41-128). Que queda perfectamente descrito. Y
s i e m p r e, apuntes inteligentes, algunos un tanto sorprendentes, de
cuestiones capitales de aquellos hechos. Bailén, seguramente valorado desp ro p o rcionadamente por
n u e s t ro patriotismo (págs. 41-42) fue un episodio que trascendió
a España. Los invencibles ejércitos napoleónicos podían ser de-
r rotados. La caracterización de Wellington y sus relaciones con los
españoles (págs. 45-47) me parece muy exacta. Y, entre lo sor-
p rendente, la valoración del ejército español (págs. 47-48).
Mucho más positiva de lo que era sentimiento general. De los
h i s t o r i a d o r es y del sentir común de los españoles. El sentir al uso
era el de la heroica guerrilla y el calamitoso ejé rc i t o. Confieso que
yo también me había dejado llevar de ese pensar al caso. Prácticamente toda España conquistada —Bailén fue apenas
una excepción en la derrota general—, fracasos como Espinosa de
los M o n t e ros, Gamonal, Tudela, Uclés, Almonacid o la rota de
Ocaña, ve rd a d e r os descalabros de nuestros soldados y de nuest ro s
mandos, eran como para pensar que España no tenía ejército o
que lo tenía inútil. Las páginas de Cuenca inducen a la rectificación. Ciertas fue-
ron las derrotas. P e ro asombroso fue también el renacer de lo que
p a recía definitivamente aniquilado. Y La Albuera, Los Arapiles,
Vitoria, San M a rcial y muchos otros acontecimientos menores, o
no tan menores —la huida de nuestro ejército expedicionario en
el norte de E u ropa, la consolidación de la Galicia liberada con un
f rente cada vez más en expansión que presionaba desde el Oe s t e ,
la colaboración, imprescindible, de nuestros soldados en el ejé rc i-
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to anglo-portugués, me parece que justifican sobradamente la
tesis del profesor andaluz.Las páginas dedicadas al fenómeno de las guerrillas (págs. 49-
53) me parecen de la mayor importancia. Y no poco desmitifica-
doras. Y de elemental justicia la valoración de las tropas por t u-
guesas (págs. 53-54). También interesante la consideración sobre
el escaso ejército josefino integrado por españoles (págs. 54-55).
Ningún francés se fiaba de ellos. Estaban deseando deser t a r. Qu e
es lo que les pedía su corazón.
Ya con respecto al ejército invasor francés también nos encon-
tramos con interesantes apuntes. El primero el de la complicada
o rografía hispana que planteó a la Grande Arm é e ,a c o s t u m b r a d a
a luchar y a vencer en las llanuras, un problema nuevo y grave
(pág. 55). De más importancia el segundo. El pueblo en armas,
surgido de la R e volución Francesa, se encontró por primera vez ,
no por primera vez cronológica pues anteriores fueron las r e s i s-
tencias vendeanas, napolitanas o portuguesas, pero todas ellas
a b a rc a r on un reducido espacio temporal, con otro pueblo en
armas (pág. 56). Tan decidido, o mucho más que el inva s o r, a la
resistencia. Esa fue la gran gloria de España. Y la causa de su libe-
ración y su triunfo. Me encanta atisbar divergencias con el profesor Cuenca, con
quien tantos encuentros tengo. Nada que objetar a la constata-
ción del recelo de los in nova d o res ante lo militar. Sin duda por-
que no lo juzgaban favorable a sus pretensiones. Ni como dicta-
dura castrense ni como apoyo al Antiguo Régimen. Tendrían que
llegar otros militares, de quienes Riego fue prototipo, para anu-
dar la confianza. Aunque sus resultados fueran tan poco “ d e m o-
c r á t i c o s ” como los que personificó aquel héroe de los liberales que
fue Espar t e ro. Mi discrepancia en este punto con Cuenca está en
la afirmación siguiente: “lo que coetáneamente ciertos críticos de
la obra gaditana denominaron, con absoluto error e injusticia, la
«traición de los hombres de Cádiz»” (pág. 62). Yo pienso que no
hubo tanto error ni tanta injusticia. Tras el relato bélico, que me parece acabado ejemplo de sín-
tesis al que nada hay que objetar, salvo tal vez, y ve rd a d e r a m e n t e
no llega a objeción siquiera, el que creo se le atraviesa varias ve c e s
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el nombre de una localidad menor, y que, repito, es posiblemen-
te el mejor resumen que he leído de aquella contienda tan larga,
con tantas alternativas, tantos fracasos y tanta gloria, pasa a estu-
diar el complicado proceso político que llevó a España de las
Juntas insurreccionales a las Cortes de Cádiz (págs. 129-184).Y otra leve divergencia con el autor de tan importante libro.
Dice Cuenca que aquel acontecer fue “la prueba más honda de
su historia” (pág. 130). De la de nuestro pueblo. Creemos que
las hubo más profundas. Por ejemplo, la invasión mahometana.
Aunque la Guerra de la Independencia fuera, por supuesto, hon-
dísima. E s t oy, en cambio, totalmente de acuerdo con el autor en la
deslegitimación re volucionaria de la insurrección patria contra el
francés (pág. 130). Fue así. Como lo relata el profesor Cuenca. No
como lo quisieron hacer creer historiadores de distintas escuelas. La génesis de la Juntas locales de resistencia al francés y su
unificación en la Central creo que está perfectamente reflejada en
el texto que estamos comentando. Aunque haya en estas páginas
muchas más concesiones a la elucubración que en las dedicadas
a la confrontación bélica. Modelo las dedicadas a Ma rte, ya lo
hemos dicho, de concisión y de saberes. Hasta casi podríamos
considerarlas como un parte militar redactado en el más puro
estilo castrense. Da el profesor de Córdoba la importancia que se merece al
fenómeno periodístico nacido como tal en aquellos días az aro s o s
e imprevisibles del alzamiento antinapoleónico. Lo anterior eran
apenas balbuceos constreñidos por la rígida censura del absolu-
tismo (págs. 153-154). Y aquí otra discrepancia con un historiador a quien tanto
a d m i r o y de quien tanto aprendo siempre. Tiene José Ma n u e l
Cuenca una innata tendencia a la comprensión. No a la de los
hechos, que doy por supuesta en todo historiador imparcial, aun-
que tantos no lo sean. N u e s t ro profesor sin duda lo es. Me re f i e-
ro a la de las personas y sus motivaciones. He señalado en más de
una ocasión su habitual b o n h o m i etan ajena a mi pluma mucho
más hirsuta y apasionada. S e g u ro que su actitud es la encomiable
y la mía la que no debe ser. P e ro ahora estoy escribiendo yo.
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Señalo, pues, una de sus concesiones l i b e r a l e s. Po rque él es
historiador absolutamente l i b e r a launque muchos no le tengan, y
yo tampoco, por un historiador liberal. Nada tengo que objetar a
lo de “las bien escritas columnas del Semanario P a t r i ó t i c o” de
Quintana (pág. 154). Estaban bien escritas. Con el tedioso len-
guaje de entonces pero bien escritas. Y, también, inteligentemen-
te escritas. E intencionadamente escritas. P e ro no me parece que
desde esas columnas se estuviera “recogiendo más que constru-
yendo el sentir mayoritario de la opinión pública” (pág. 154). Yo
c reo que se estaba constr u yendo una opinión que no recogía la
m a yor itaria, la inmensamente mayoritaria, del país. La opinión
del país era otra. Estaba con “el De s e a d o”, con la religión, con el
exterminio del francés inva s o r.
Manuel José Quintana, personaje en mi opinión más bien
detestable, de mediocre vida, de resentidas ideas, de mujer infiel,
de plúmbeo estilo en no pocas ocasiones y de influencia notoria
en algún momento, no recogía más que sus propios re s e n t i m i e n-
tos y sus dependencias re volucionarias.
P e ro ello no me parece una concesión de Cuenca Toribio al
s i n c ret ismo al uso. Sólo una muestra más de su talante. De ese
talante comp re n s i vo, mucho más con las personas que con las
ideas, siempre presente en su pluma. Y que a veces le lleva a
e x p resi ones que no reflejan exactamente lo que él piensa. P o rq u e
no se compadecen con el h á b e a sde su ya ingente obra. Mi desa-
fecto por Quintana me ha llevado a detenerme en una frase que
apenas es nada en un libro de muchas páginas y, sobre todo, de
gran contenido.
Solamente dos páginas después, ese historiador medular que
es Cuenca, refleja la ve rdadera situación de la época y califica a
Quintana y sus amigos de “minorías audaces y concienciadas”
(pág. 156). A eso no tengo nada que objetar. P o rque ve rd a d e r a -
mente lo eran. La caracterización de Jovellanos me parece mucho más acer-
tada. Algo escribí hace ya bastantes años sobre ello, aunque hoy
c o r r egiría algún extremo de aquel trabajo casi de juventud.
C o n c l u y e este importante capítulo para dar paso al más
extenso sobre las Cortes de Cádiz (págs. 185-314). P e ro antes de
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ocuparnos de él quiero hacer re f e rencia a una de las amplias notas
(págs. 164-184) que ilustran el anterior. Nos dice que Ar t o l a
defiende “de forma poco convincente la génesis re vo l u c i o n a r i a
del movimiento juntero” (pág. 165). No voy a restar méritos a
A r tola, que los tiene sobrados. P e ro, en esto, toda la razón está
con Cuenca. Y con Ardit, cuyo testimonio también aduce el pro-
fesor de Córdoba (pág. 167). Tras el oscuro tema del modelo de Cortes a convocar sub re p-
ticiamente decidido por la versión re volucionaria (pág. 162),
matizaríamos un tanto la versión de Cuenca sobre el forzado jura-
mento del obispo de Orense, presidente de la Regencia, que ter-
minaría sus días con el capelo card e n a l i c i o. También sobre ello
algo hemos escrito hace unos cuantos años. Fu e ron aquellos días hipócritas en los que los hechos des-
mentían las declaraciones y éstas disimulaban sus intenciones
últimas. El profesor cordobés señala, con toda razón, la meridia-
na invasión del poder legislativo, ve rdadera dictadura de facto,
s o b re el ejecutivo, que dejaba hecha trizas la separación de pode-
res (pág. 190). No tiene mayor importancia lo que ahora voy a señalar pero
me parece exc e s i vo comparar a Ranz Romanillos, en mi opinión
mucho más acomodaticio que “ t o r n a s o l a d o”, aunque seguramen-
te Cuenca quiera decir lo mismo con lenguaje mucho más iróni-
co, con Elio Antonio de Nebrija (pág. 201). Una muestra más de
su corazón ancho y acogedor. Cuenca, que bastantes veces se compromete más de lo que
a p a renta una pluma fácil y hábil, rehúsa hacerlo ante las depen-
dencias de nuestra Constitución del Doce de modelos foráneos y,
c o n c r etamente, franceses. Se limita a exponer un fácil estado de
la cuestión (págs. 203-205). Yo no abrigo dudas respecto de esas
d e p e n d e n c i a s . Me parece, en cambio, exactísima su constatación de la pre-
terición de la Corona (págs. 206-207) en el Código gaditano. El
Re y , junto con la Religión y la Patria, fueron los desencadenantes
del general levantamiento contra el francés. En una anticipación
de años del famoso “Por Dios, por la Patria y el Re y” que per f e c-
tamente pudo caracterizar aquella universal sublevación antina-
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poleónica. Dios y el Rey fueron los grandes preteridos en la
Constitución de Cádiz que en eso no sintonizaba, más bien abier-
tamente discrepaba, con el heroísmo y los sacrificios de un pue-
blo en armas.De n t ro de esa permanente “ c o m p re n s i ó n” de Cuenca me
p a rec e que también alzaprima a Blanco White (págs. 207-208)
personaje por quien también siento muy escasa simpatía. Su
papel, en España y después en Inglaterra me parece secundario. La actitud anticatólica del liberalismo gaditano, de la que he
dejado cumplida fe en un libro —y agradezco al profesor C u e n c a
su generosidad al citarlo al igual que alguna otra obra re l a c i o n a-
da con la cuestión—, queda bien reflejada en el texto que ve n i-
mos comentando (págs. 208-209). Ha remos solamente una leve
matización: ciertamente el sector eclesiástico liberal era el más
a vanz ado en la España fernandina. Y el más influyente, también,
en el Cádiz de las Cortes y en el Trienio Liberal. P e ro no el que
re p resentaba el hondo sentir del pueblo español.
Absolutamente de acuerdo con su caracterización del diputa-
do que surgía del Código gaditano (págs. 210-211). A b rogado el
mandato imperativo que vinculaba al comisionado con sus comi-
tentes, el nuevo sistema hizo que “la política sería cosa de ricos en
la España liberal”. Por poco r e volucionario que fuera. Aunque, en
ve r dad, lo fue mucho.
In t e res antes las páginas que dedica a la valoración de la
Constitución (págs. 222-226). Cuenca, que prácticamente en la
totalidad del libro se muestra expositor de tirios y troyanos, pare-
ce que tiene un momento de debilidad y se desliza en lo que él
mismo denuncia: “Frases y adjetivaciones como las empleadas en
algunas de las más célebres producciones del séptimo arte para
enaltecer desde la industria fílmica hollywoodiana, el nacimiento
de los Estados Unidos sólo pueden utilizarse como reclamo publi-
citario de revistas y obras insertas en la cultura más l i g h tp e ro son
h a r to desaconsejables a la hora de analizar el sentido de la
Constitución de 1812” (pág. 225). No necesito añadir que estoy
totalmente de acuerdo con el profesor cordobés. Por ello me
extraña que a continuación afirme: “Del Código doceañista b ro t ó
uno de los regímenes, y hasta si se quiere, una cultura política y
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social de las más sugestivas y dinámicas de las registradas en su
larga y acumulativa trayectoria (la de la historia de España),
haciéndola particularmente atractiva el que sus protagonistas y
a c t o res estuvieran instalados en el horizonte jurídico y humano
más plenificante conocido hasta el momento en el acontecer his-
tórico (pág. 225). Pues algo hollywoodiano me parece. Tal vez
p o rque ante la Constitución de Cádiz yo soy tirio. O tr oy a n o.
Sólido y amplio el análisis económico de la labor de las
C o r tes (págs. 232-238) y lo mismo podríamos decir del dedica-
do a las cuestiones eclesiales o religiosas (págs. 238-245), por
supuesto que siempre dentro de lo que cabe en un trabajo de sín-
tesis y de temática mucho más amplia. El boceto de la España josefina (págs. 275-314) es ben évo l o
con el rey intr u s o. Él era el bueno y su hermano, el genio de la
guerra, el malo. Quiso congraciarse con sus nuevos súbditos y
para ello, aun desde su condición masónica, no vaciló en dar re i-
teradas muestras de religiosidad (págs. 276-278). Estoy total-
mente de acuerdo con Cuenca en la similitud de la política ecle-
sial josefina con la gaditana de los liberales. Ya me parece más dis-
cutible el que “José y sus colaboradores lograron c re a r, en medio
de dificultades sin fin, una atmósfera de buena relación con un
sector importante de la jer arq u í a” (pág. 277). Creemos, en cam-
bio, que la inmensa mayoría del episcopado se manifestó abier t a-
mente contra el intr u s o. Y no pocos abandonaron sus diócesis,
con riesgo cierto incluso de sus vidas y asumiendo una absoluta
p o b r eza y un inciertísimo futuro, por no someterse al in va s o r.
Apenas tres obispos, un residencial y dos in part i b u s se entre g a-
ron de corazón a José Bonaparte. F u e ron el zaragozano Arce, su
a u x i l i a r , Sa n t a n d e r , y el arzobispo de Palmyra, Félix Amat. Ot ro s
p u s i e r on a mal tiempo buena cara. De indudable y ostentoso
patriotismo, permanecieron junto a sus fieles a la llegada de los
soldados franceses y tuvieron entonces que proceder a juramen-
tos y adhesiones mucho más impuestos que sentidos. Algunos de
ellos se pasaron ciertamente en la obsequiosidad, convencidos de
que la situación era irr e versible: Valencia, Córdoba, Ge ro n a .
O t ros capearon como pudieron el temporal. Liberadas al fin sus
diócesis manifestaron inmediatamente, los que no habían falleci-
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do en el intervalo, su alegría y su incondicional adhesión a
Fernando VII. Sólo Arce y Santander siguieron a José hasta
Francia. Los demás no sufrieron la menor molestia, o apenas nin-
guna, de los patriotas.Cuenca lo dice todo cuando señala que “el clero afrancesado
re p resentará una porción harto exigua en el total —algo más de
250 personas frente a los aproximadamente 148.000 individuos
que, según el censo de 1797 o de Go d oy, constituían la población
eclesiástica del país” (pág. 277). Las motivaciones que el p ro f e s o r
c o r dobés señala como causantes del colaboracionismo (pág. 278),
me parecen acertadas. Ya vacilaríamos más en aceptar que el re g a-
lismo josefino fuera “más aseado” (pág. 278) que el gaditano. P o r
ahí se andarían el uno y el otro. Pese a la indicada benevolencia con J osé Bonaparte, encuentro
espléndida la caracterización del régimen josefino presentado en
logradísima síntesis. Como muy bien r efleja Cuenca aquello no
pasó de proyecto irr ealizado por irrealizable. La situación española
y mundial no permitía arbitrismos por pr ometedores que parecie-
ran. E l reino de J osé apenas fue una entelequia que su hermano y
sus mariscales, Wellington, la guerra y, sobre todo, el decidido em-
peño del pueblo español en r echazarle, hicieron imposible. ¿Qué
v alían proy ectos, posiblemente inteligentes, que no se podían
llev ar a término? ¿Y ni siquiera iniciarlos? ¿J ustifica eso, siquiera
mínimamente, un r einado? La descripción que nos hace el pr ofesor
andaluz de todo ello es muy brillante. Y muy cierta. Señala perfec-
tamente ideas y obstáculos en síntesis logradísima. ¿Con una cier-
ta pleitesía a lo que no sólo fue nada, o apenas nada, sino que ade-
más no debía serlo porque J osé Bonaparte ni debía, ni podía ni
merecía ser r ey de España? Con una cier ta pleitesía. No exagerada
por que el corazón del historiador andaluz es patriota. Sin duda
alguna. P ero su talante, permanentemente abier to a la compren-
sión también apunta aquí. P ara el pueblo español quienes colabo-
rar on con J osé, de corazón o por necesidad, eran “los famosos trai -
dores ”. Aunque hubiera, ciertamente, entr e ellos, como perfecta-
mente señala el autor distintos grados de compromiso, forzado en
la mayoría, que hacía se pasasen a los patriotas tantos de ellos a la
primera situación propicia que se les presentara (págs. 279 y sigs.).
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El capítulo sobre la vida cotidiana en aquella España ve rd a-
deramente desgarrada (págs. 315-368) incide sobre todo en un
aspecto que siempre le fue grato al profesor andaluz: el campo de
la sociología. Es sin duda interesante pero nos parece de menor
entidad que los restantes. Sin embargo, están insertas en él con-
sideraciones sobre la masonería, la religiosidad y el anticlericalis-
mo, poco más que apuntadas pero no carentes de interés (págs.
3 4 2 - 3 4 6 ) . Y llegamos al último capítulo que narra el r e g reso del re y
hasta entonces prisionero en Francia (págs. 369-393). Es una sín-
tesis excelente de aquellos días triunfales que derribaron, casi sin
necesidad de un leve soplo, la obra de las Cortes. Sin embargo, es
el único que me ha producido la desazón de no compartirlo en su
tesis principal. Hasta ahora, salvo leves matizaciones, en las que
p robablemente sea yo el equivocado, la sintonía con el historia-
dor era total y admirativa. Con éste he tenido más problemas. No
tanto con el relato, que sigue siendo espléndido, sino por alguna
consideración política que me parece extrapolada. Cuenca, como excelente historiador, y no cabe la menor duda
de que lo es, narra los hechos y los sitúa en el contexto de la
época. Q u i e ro decir que juzga una ejecución desde las perspecti-
vas de la época y no desde las de hoy cuando en España está abo-
lida la pena de muerte. O la censura de entonces con los criterios
de días en los que impera la libertad de prensa. Claro que hoy
sería un monstruo quien quemara a unos herejes en un Auto de
Fe. P e ro en el siglo
X V Ino lo eran. Eso era lo habitual aquí y en
o t r os países de nuestro entorno. Pues pienso que en este capítulo
el profesor de Córdoba se ha dejado llevar del actualismo. Fernando VII es un rey muy denostado. Y sobrados mo tivo s
hay para ello. P e ro no es la caricatura que habitualmente se nos
p resenta. Bobo lo era su padre. Él no lo fue nunca. Aunque fuera
mucho peor persona que él. Las negociaciones con N a p o l e ó n
para conseguir su libertad demuestran su inteligencia. Cierto que
el genio de la guerra veía eclipsarse su estrella. P e ro el De s e a d o
supo aprovecharse de ello. Y muy bien. Por supuesto que desde
sus características anímicas: desconfiado, ocultista, dispuesto a
vender cualquier cosa en su provecho, desconociendo lo que era
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la lealtad e incluso la dignidad... Cuenca lo señala con exactitud
(págs. 369 y sigs.).¿ Taimado? Ciertamente. ¿Felón? Se g u ro. Al rey le iban lle-
gando, en su premeditadamente lento r e g reso a España, noticias
de lo que sentían y querían los españoles. Y todas ellas le eran
f a vorables. Y contrarias al Gobierno español. Todo ello está
magistralmente narrado por Cuenca. Era, como señala, el enor-
me abismo entre la España real y la oficial (pág. 377). Y en esta
última había no pocos identificados con la real. Estamos concluyendo el capítulo, apenas quedan ya seis pági-
nas, salvo las notas, y mi acuerdo con el historiador andaluz es
total. Incluso calificaría su relato de brillantísimo. Y aquí llega mi
d e s a c u e rdo : “el hecho inconcuso del ilícito y re p robable recurso a
las armas para derribar un régimen nacido de la entraña de la
sociedad civil en una hora crítica de la nación” (pág. 380). E
insiste Cuenca: “Rechazable per diametru m, inaceptable desde
cualquier consideración o axiología jurídica y de un Estado de
De rec ho como el edificado en Cádiz en 1812, el p ro n u n c i a m i e n-
to de Elío despierta una atención singular por la lectura «ahis tó-
rica» que, a juicio de prominentes autores de la corriente conser-
vadora y, en definitiva, falsa que la corrección política ha impues-
to, conforme a su opinión, en los ambientes intelectuales y
mediáticos durante la mayor parte de la andadura de las dos últi-
mas centurias” (págs. 380-381). Es que incluso la siempre buída
pluma del historiador parece como que se atorase. Yo tengo escasísimo respeto por las Constituciones. Sobre todo
después de haber leído tantas. Valen lo que valgan. Y si una cae, ya
v endrá otra. Que seguramente tampoco habré v otado yo. Fernan-
do VII derrocó, a su regr eso, un régimen que no se sostenía. Y eso
fue todo . Un régimen que se constituyó sobre el engaño de una
convocatoria a Cortes irregular , con unos diputados suplentes que
no r epresentaban nada, y que formó un gobierno que era muy
ajeno al sentir de los españoles que se jugaban todo fr ente al fran-
cés. Constitución, por otra par te, que no permitía gobernar al país
y que los mismos liberales tuvieron que modificar en 1837. Creo que el profesor Cuenca, en este punto, se ha dejado lle-
var del respeto al uso por lo constitucional. Yo pienso que
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Fernando VII fue un mal rey de España. Y comparto lo de felón,
taimado, desconfiado, vil... Lo que quieran ustedes. Pe ro en lo de
suprimir el régimen gaditano, respaldado por la inmensa m ayo r í a
de los españoles, no le encuentro tacha alguna. Que en todo este espléndido libro tenga esta última discre-
pancia final no impide que re c o n o zca que creo estamos ante una
obra, no definitiva porque en la historia no hay nada definit ivo ,
p e r o sí muy notable para conocer ese importantísimo periodo de
nuestra historia. Creo que va a ser muy difícil que alguien mejo-
re esta aportación del catedrático de Historia contemporánea de
la U n i ver sidad de Có rd o b a .
F
R A N C I S C OJO S ÉFE R N Á N D E Z D E LACI G O Ñ A
Ju an José Sanz Ja rque: LA ET ERNA CUE STIÓN
DE LA TIERRA EN EL PENSAMIENTO DE SANTO TOMÁS DE AQUINO: PROPIEDAD Y TENENCIA
(*)
Cuando hace algunos años publicaba el P. Ramírez, O.P., su
conocida edición de la Suma T e o l ó g i c ade Santo Tomás de Aq u i n o ,
ponía d e re l i e ve en la I n t roducción general a la obra que sigue “ e n
o rden ascendente hasta nuestros días” la autoridad del Do c t o r
Angélico, cuya doctrina “todos los santos y sabios católicos la ala-
ban, ensalzan y magnifican como columna y roca inexpugnable
de la Iglesia Católica”.
Las U n i versidades católicas ciertamente fomentan el estudio
de la doctrina tomista a través de tesis y publicaciones que supo-
nen profundización en ella o su divulgación en el mundo actual,
lo cual es natural habida cuenta de que hace ya más de cien años
el Papa León XIII designó a Santo Tomás patrono de todas las
U n i ver sidades, academias y escuelas católicas.
La celebración cada año de la festividad de Santo Tomás, da
así ocasión a actos universitarios en los que se re c u e rda y consta-
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( * )CEU Ediciones, Madrid, 2007, 22 págs.
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