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Número 547-548

Serie LIV

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La exhortación Amoris laetitia

 

1. ¿Roma locuta causa finita?

Un tiempo se decía, siguiendo la enseñanza de San Agustín, que «Roma locuta causa finita». Se afirmaba que el pronunciamiento del Vicario de Cristo en la tierra ponía fin a toda discusión, a interpretaciones, a dudas legítimas e ilegítimas. Si consideramos el debate, por momentos encendido, que la Exhortación apostólica Amoris laetitia (de 19 de marzo de 2016) ha levantado, no podemos decir que el pronunciamiento de Roma haya puesto fin a toda discusión. Esto se ha debido, primeramente, al hecho de que la preparación de los Sínodos (extraordinario y ordinario) sobre la familia se hiciera mal, tanto en lo que respecta al método como al fondo. De la cuestión hemos hablado ampliamente (véanse los anteriores números 533-534 y 541-542 de Verbo). No es caso por ello de volver sobre el asunto.

Lo que, en cambio, debe considerarse es el hecho innovador, que se remonta a Juan Pablo II, de que los documentos pontificios (encíclicas, exhortaciones, etc.) se presenten cada vez más con las características del Tratado, no con las del de un documento de magisterio esencial, claro y simple. El Tratado no es la forma mejor para el magisterio pontificio. Por su naturaleza aquél resulta idóneo para sintetizar doctrinas y debates de escuela y aportar una contribución a discusiones científicas que están llamadas a permanecer «abiertas». Esta innovación metodológica bastaría para levantar discusiones e incertidumbres: ¡una Exhortación no puede formularse (mejor: es oportuno que no se formule) recurriendo a centenares de páginas problemáticas y, a veces, no siempre claras y coherentes!

La elección del Tratado ha permitido sostener a algunos que esta Exhortación no vincula, ya que no sería un acto del magisterio. El Tratado es un instrumento para recoger y examinar teorías, así como para manifestar opiniones (aunque sean científicas), pero no para definir una cuestión. La cuestión planteada es seria porque el papa Francisco, en Amoris laetitia, «recolecta» abiertamente lo diseminado a lo largo de los Sínodos sobre la familia. ¿Lo hace porque se considera un «moderador» o porque entiende que lo expresado en cualquier nivel durante la fase de preparación y de desarrollo de los Sínodos corresponde a la verdad y al depósito cuya custodia le entregó Cristo?

En la primera hipótesis la Exhortación no constituiría un acto magisterial sino simple documentación y certificación de lo producido en el curso de los trabajos sinodales. El Papa no estaría implicado como tal sino que habría renunciado (y renunciaría) a pronunciarse. La Exhortación parece abrirse propiamente con esta renuncia (núm. 3) que, a su vez, parece en parte desmentida por el contenido del documento entero: «No todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben resolverse con intervenciones del magisterio. Naturalmente en la Iglesia es necesaria una unidad de doctrina y de praxis, pero ello no impide que existan distintos modos de interpretar algunos aspectos de la doctrina y algunas de sus consecuencias». No está claro si la Exhortación sostiene que la unidad viene dada por la verdad o si ésta depende de la primera. Como quiera que sea las interpretaciones son posibles y a veces debidas. Pero debe ser profundización coherente de la verdad, no «verdades» alternativas o «verdades» evolutivas. Parecería, por tanto, que «Roma» no hubiera hablado y que la cuestión o cuestiones hubieran permanecido por lo mismo abiertas.

En la segunda de las hipótesis, el problema se plantea en términos diversos: la Exhortación aspiraría a ser (tendría la forma de) un acto del magisterio. Lo que quedaría por verificar es si la misma es tal desde el ángulo del contenido. No todas las opiniones de quien ostenta el oficio de Papa son magisterio del Papa. El magisterio exige, para empezar, que el papa hable de fe y de moral. Si hablase de otras «cosas» (de literatura, de química, de estética, de agricultura, de medicina, etc.) las suyas serían opiniones como las de cualquiera, incluso quizá menos valiosas que las de quien es experto en los varios sectores del saber y/o del obrar. Para ser acto del magisterio, a continuación, lo que se propone (considerando los problemas de fe y costumbres) debe hallarse en continuidad con lo enseñado precedentemente por la Iglesia. No puede estar, sobre todo, en ruptura con lo enseñado por Nuestro Señor Jesucristo. Esto es, no puede hallarse en contradicción con el Evangelio. Lo que impone precisar que éste, el Evangelio, no es la interpretación de un día, no es la hermenéutica de la fe de un determinado momento histórico: el Evangelio es el conjunto de las enseñanzas de Cristo, no puede distorsionarse con ninguna «lectura» o «traducción». ¿Es coherente la Exhortación Amoris laetitia con el Evangelio y con el magisterio precedente de la Iglesia? Parece evidente que esta pregunta se refiere al contenido y no al estilo. Cada papa puede tener (y tiene) un estilo personal. El modo de plantear, el modo de enseñar y el modo de presentar la verdad eterna no puede conducir, sin embargo, a conclusiones distintas y contradictorias respecto a las «palabras que no pasan», respecto al orden de la creación y respecto a la verdad revelada por Jesucristo.

 

2. Las múltiples lecturas y las dos interpretaciones

El estilo personal del papa (como el estilo personal de cualquier autor) no elimina la objetividad del significado de las afirmaciones, de las enseñanzas, de las tesis de un documento. La Exhortación Amoris laetitia no escapa a esta regla.

Para una «lectura» objetiva se requiere siempre esfuerzo y capacidad. Se requiere sobre todo el abandono de todo prejuicio. Para la «lectura» de un documento como la Exhortación Amoris laetitia se requiere también humildad. Estas condiciones, en todo caso, no liberan del deber de una «lectura» crítica, racional. El hombre no puede aceptar pasivamente, esto es, sin valorarlo, lo que se le propone. La misma Santísima Virgen María pidió «explicaciones» al Ángel en el momento de la Anunciación: «Quomodo fiet istud, quoniam virum non cognosco?» (Lc. 1, 34), dijo la que se proclamó esclava del Señor.

La Exhortación se ha leído de muchas maneras. Ha atraído críticas, ha levantado debates, ha provocado crisis de conciencia. Ha sido utilizada como instrumento de demolición de la «vieja» doctrina, a propósito sobre todo del matrimonio y de la moral sexual. Y ha sido utilizada para una «revolución» ética solapada. Parecen ser dos las actitudes dominantes frente a este documento: 1. La acrítica, «clerical», de aceptación entusiasta y pasiva de todo lo propuesto: si ha hablado el Papa –sin que interese aclarar si ha hablado efectivamente el Papa o simplemente Bergoglio– está bien porque ha hablado quien ostenta el supremo oficio y la potestad suprema de la Iglesia. 2. La por el contrario crítica, a veces crítica sólo porque el Papa es Bergoglio, considerado «alma» de una parte de la Iglesia. Entre estas dos actitudes hay también otras matizadas pero que se inscriben mayormente en una u otra. A continuación se buscará comprender el documento y proponer una «lectura» lo más objetiva posible.

 

3. Algunas cuestiones

Son muchas las cuestiones que considerar. Por esto se procederá gradualmente, tomando en consideración las que parecen ser esenciales y esforzándonos por hablar claramente, según la recomendación del Evangelio de que vuestro lenguaje sea «sí si es sí, no si es no: todo lo demás viene del maligno» (Mt. 5,37). Y esto no para simplificar sino para comprender y eventualmente para ver las cuestiones con su justa luz.

 

Una de cal y otra de arena

Debe decirse de modo preliminar que la Exhortación es un conjunto de indicaciones buenas y sugerencias inaceptables. Las «cosas» buenas que afirma crean a menudo confusión; son, más aún, instrumentos (al menos de hecho) para avalar enseñanzas erróneas. Por ello hay que decir claramente que debe rechazarse el método usado: pues sirve para dar credibilidad al mal y en el mejor de los casos crea confusión y desorientación.

 

El problema del principio y de la situación

En lo que toca al contenido, en primer término, debe considerarse una cuestión que constituye la clave de lectura de toda la Exhortación: ¿puede «leerse» la praxis o la situación sin un principio? ¿Es posible, en otras palabras, el discernimiento en defecto de lo que permite leer la experiencia de manera no contradictoria? Si nos atenemos a la Exhortación parecería que sí. Pero este planteamiento se revela, sin embargo, absurdo, al conducir al nihilismo absoluto. No es posible, en efecto, aplicando este criterio-no criterio, la comprensión y el análisis de la situación. Todo se resuelve, más aún se disuelve, en la efectividad del caso que se convierte en regla de sí mismo, esto es, regla según la cual no debe haber reglas. Nos encontramos así más allá de la moral de situación. La moral, en efecto, y desde luego la moral matrimonial, a la luz de la enseñanza de la Exhortación, se disuelve en la situación: la efectividad se confunde con la realidad, de manera que aquélla se convierte en el criterio para «leerse» a sí misma. Lo que equivale a decir que todo lo que es efectivo es real y todo lo que es real (esto es, efectivo) es moral. La Exhortación adopta explícitamente esta (errónea) tesis, propia de la gnosis de la «filosofía alemana»: «Y saben prestar atención a la realidad concreta, ya que “las exigencias y las llamadas del Espíritu resuenan también en los mismos acontecimientos de la historia”» (núm. 31). La historia, toda la historia, sería epifanía de la voluntad de Dios. También lo que el sentido común considera y define como mal sería querido por Dios, manifestación de Él. A la luz de esta afirmación de la Exhortación, sin embargo, no debería hablarse de mal y de bien. La efectividad es «real» y toda la efectividad es «bien», también la que en otro tiempo se definía (y es) pecado. El nazismo, por ejemplo, debería considerarse bueno porque efectivo y, en cuanto efectivo, querido por Dios. El «bien» estaría también en el pecado, por ejemplo en las uniones adulterinas y en las convivencias more uxorio. ¡Estamos verdaderamente en el absurdo!

 

La polémica contra la «doctrina fría y sin vida»

La Exhortación es polémica, reiteradamente polémica, contra los que han defendido (y defienden) la verdad, en particular contra quienes participaron durante los trabajos sinodales para sostener la ortodoxia. Es polémica también, en último término, aunque no explicite su posición, contra los Catecismos de la Iglesia Católica (que, a veces, contradictoriamente, cita). Al acoger el modernismo, sobre todo el moral, enseña que la vida prevalece sobre la verdad, más aún, que la vida es la verdad. Es una vieja cuestión. Los modernistas de principios del siglo XX, en efecto, sostuvieron abiertamente esta tesis. El debate se hizo particularmente vivaz a este propósito en los años treinta del siglo pasado. Bergson, sobre todo, contribuyó a ponerlo de actualidad al contraponer la «mecánica» de las costumbres a la «mística» de la fe, la moral «cerrada» a la moral «abierta». Algunos jesuitas mantuvieron viva la contraposición, compartida por algunos pensadores laicos como –por ejemplo– Popper, en los decenios siguientes. El papa Bergoglio parece tomarlo de nuevo, pero haciéndolo incluso más radical. Tan radical como para escribir que «Cristo viviente [...] está presente en tantas historias de amor» (núm. 59). ¿En todas las llamadas «historias de amor»? ¿También en las que son llamadas así sin serlo como por ejemplo las convivencias concubinarias, las convivencias adulterinas, las convivencias homosexuales? La Exhortación ni distingue ni aclara. Pero lo que debemos registrar de todos modos es el hecho –totalmente bergsoniano– de la polémica contra la obligación: «El amor matrimonial no se custodia antes que nada hablando de la indisolubilidad como obligación, o repitiendo una doctrina, sino fortaleciéndolo gracias a un crecimiento constante bajo el impulso de la gracia» (núm. 134). Parece hacer propio (con algo de retraso como se ve forzado a hacer siempre el «clericalismo») el eslogan «libres de permanecer unidos» que fue ampliamente usado en las campañas referendarias (italianas) por los divorcistas. Hoy se va más lejos: se sostiene, sobre todo por parte de los modernistas que se profesan «católicos», que la indisolubilidad se refiere a la «pareja» y no al matrimonio; mejor: que el matrimonio sólo conserva su naturaleza si asume el aspecto formal, oficial, de la pareja, que sólo es tal cuando está animada por una constante atracción «física», por la pasión y por el sentimiento romántico. No hay duda de que no basta la «doctrina». Ésta debe iluminar y guiar para ayudar a comprender lo que es el bien y lo que es el mal. Si faltase la conciencia del bien y del mal la propia gracia poco o nada podría. El amor matrimonial no es inhumano. No está determinado –en otras palabras– por la razón, pero sin la razón no es amor. Las obligaciones a la fidelidad, a la ayuda mutua, a la apertura a la vida, etc., no serían asumibles sin la razón: los animales pueden vivir situaciones similares a las de los hombres pero no pueden asumir obligaciones. Por eso no pueden contraer matrimonio. El matrimonio, ciertamente, no se salva con el solo recordatorio de las obligaciones asumidas, pero si éstas no están o, si estando, se afirma que no existen, el matrimonio se precipita veloz y coherentemente. El matrimonio, sobre todo, no puede ser siquiera un contrato sin la asunción de obligaciones. Sería nulo. Y su nulidad no tendría siquiera necesidad de ser declarada, pues resultaría evidente ex ipsa re. El matrimonio no podría contraerse. El (eventual) de la «pareja» sería el mero reconocimiento «público» de un dato de hecho «privado», siempre provisional y en continua evolución, sujeto al capricho de la subjetividad que quiere permanecer señora de la obligación sin subordinarse a ella.

 

Las incertidumbres acerca de la conciencia

La Exhortación presenta incertidumbres sobre la delicadísima cuestión de la conciencia. Parece oscilar entre la concepción católica clásica y las teorías modernas, considerando a veces problemas (verdaderos) pero sin resolverlos (mejor, sin siquiera presentarlos) con la claridad debida. La Exhortación, en efecto, habla de una parte de «recta» conciencia (núm. 42) y afirma que debe ser formada (núm. 222); mientras que de otra sostiene que la formación de la conciencia no debe ser una vía para intentar sustituirla (núm. 37). Lo que es verdad, incluso porque la tal sustitución resultaría imposible. Esta afirmación, sin embargo, sobre todo si se lee a la luz de la polémica contra la «doctrina fría y sin vida» que acompaña y permea todo el documento, deja la puerta abierta a equívocos cuando no incluso a posibles interpretaciones erróneas, sobre todo en lo que respecta a las situaciones matrimoniales y/o a la procreación. La Exhortación, en efecto, se presenta como una propuesta (núm. 5), una de tantas, no necesariamente como propuesta de la verdad. Juzga inoportuno –y lo afirma reiteradamente– recurrir a la normativa (núm. 201) que debe prescribir el bien y evitar el mal, constituyendo por tanto la indicación y defensa del orden óntico y de la verdad cuyo respeto es el valor de los valores y sobre todo la verdadera regla de la conciencia. Afirma que «la virtud es una convicción que se transforma en un principio interno y estable del obrar» (núm. 267), obrando así una transformación radical de la virtud (que es, en cambio, hábito del bien) y viendo (erróneamente) en el principio una mera convicción personal que lo anula, cuando –en cambio– el principio es lo que permite (e impone) leer la experiencia, toda la experiencia (y no sólo la personal) de manera no contradictoria.

Quizá no sea correcto del todo recurrir a una carta privada (pero hecha pública, se presume que con el consentimiento del autor) del papa Bergoglio para «leer» un documento oficial (aunque queden dudas sobre su naturaleza como documento magisterial). No se pueden ignorar, sin embargo, sus afirmaciones sobre la conciencia y el pecado puestas negro sobre blanco en la carta a Eugenio Scalfari, director del diario italiano La Repubblica, publicadas en la edición de 11 de septiembre de 2014, y que –al menos implícitamente– reaparecen en la Exhortación Amoris laetitia. En la carta a Scalfari escribe el papa Bergoglio: «El pecado, incluso para quien no tiene fe, es cuando se va contra la conciencia. Escucharla y obedecerla significa, en efecto, decidirse frente a lo que viene advertido como bien y como mal. La bondad o maldad de nuestro obrar –escribe el papa Bergoglio siguiendo la doctrina herética de Rousseau sobre el asunto– se juega sobre esta decisión». El problema vuelve en la Exhortación sobre todo a propósito de la «percepción» del pecado de los casados «vueltos a casar», es decir, de las uniones adulterinas. La Exhortación Amoris laetitia parece «legitimar» moralmente las «segundas uniones», consolidadas en el tiempo, «con nuevos hijos, fidelidad probada, entrega generosa, compromiso cristiano, conocimiento de la irregularidad de su situación y grave dificultad para volver atrás sin sentir en conciencia que se cae en nuevas culpas» (núm. 298). El papa Bergoglio reconoce, así pues, que se trata de situaciones irregulares (de la que los sujetos son «conscientes»), donde «irregular» debe leerse no solamente como en contraste con normas de costumbre sino como situaciones de pecado. No obstante lo cual parece que el carácter de la estabilidad en el pecado, esto es, la objetiva y consciente perseverancia en el mal, se convierta en una característica «positiva» para reconocerlas como un bien. La fidelidad de los adúlteros no subraya sino su infidelidad. No se sabe, además, en qué y a la luz de qué pueda derivar un compromiso cristiano de la «pareja irregular». Pero sobre todo se da una confusión pavorosa entre la conciencia psicológica y la conciencia moral (que la Exhortación identifica). Esta identificación es el resultado coherente de la doctrina protestante de la conciencia, formulada magistralmente por Rousseau y compartida (al menos personalmente), como se ha apuntado, por Bergoglio. El pecado, sin embargo, no es sólo cuestión de «percepción» subjetiva. Son relevantes, en efecto, tanto los aspectos subjetivos (la advertencia plena y el consentimiento perfecto) como los objetivos (la materia grave), de los que la Exhortación Amoris laetitia pretende prescindir en nombre de una pastoralidad que es abandono de la grey y de una misericordia que es traición de las ovejas.

 

Historicismo y hermenéutica ideológica

Es bueno limpiar de inmediato el campo de un equívoco. En el curso de la historia la familia, como otras tantas realidades, ha conocido intentos de interpretación y de realización de su modelo «ideal» con traducciones jurídicas y sociales diversas. No cabe ninguna duda. ¿Significa sin embargo esto que los modelos «históricos» constituyen el criterio para el modelo «ideal»? ¿Significa por ello que la efectividad es la condición de la realidad? ¿Significa además que no hay un orden natural impreso en la creación y que, contrariamente, todo se resuelve en la cultura? Si la respuesta a estas tres preguntas fuese afirmativa derivarían de ello al menos dos consecuencias: 1. La primera es que la familia vendría reconocida (también jurídicamente) como de hecho se impone o pretende imponerse en cada época. En la nuestra, por ejemplo, habría que reconocer las «familias de hecho», las «familias ampliadas», las «familias entre personas del mismo sexo», etc. No habría un «modelo ideal» de familia en sí mismo que hubiera de ser reconocido y respetado aún en condiciones históricas y sociales distintas. 2. La segunda conduciría a considerar ilegítima toda oposición al cambio de costumbres, a la evolución social, a las innovaciones jurídicas producidas a partir del presupuesto de la asunción de que el «dato» sociológico debe encontrar codificación legal.

La Exhortación Amoris laetitia parece también hipotecada por la weltanschauung historicista cuando afirma que «ni la sociedad en que vivimos ni aquellas hacia las que vamos permiten la supervivencia indiscriminada de formas y modelos del pasado» (núm. 32). No se trata de «petrificar»la historia (actitud propia de los «conservadores»), sino de no hacer de la historia un sujeto «impropio» sólo al fin de imponer ideologías. Este peligro se halla también presente en la Exhortación del papa Bergoglio, tanto cuando ve en muchas modas de pensamiento y costumbre actuales el «soplo del Espíritu» (así, por ejemplo, en los derechos humanos modernos, al núm. 165, o en el feminismo, al núm. 173), como sobre todo cuando «relee» el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles con criterios hermenéuticos que «dependen» del tiempo presente. Es propio de los exégetas que pretenden justificar la propia ideología el «corregir» la Escritura cuando no les permite encontrar apoyo para sus tesis. Lo hizo por ejemplo Lutero y lo hacen muchos contemporáneos. También la Exhortación Amoris laetitia usa este criterio al encontrar, por ejemplo, un «obstáculo» en San Pablo. Se dice así que el Apóstol de las gentes se expresó con las categorías culturales de su época (núm. 156), o –peor aún– que en sus Epístolas algunas afirmaciones son opiniones personales y deseos del autor (núm. 159).

 

4. Conclusión

La Exhortación Amoris laetitia presenta también otras cuestiones que deberían considerarse atentamente. Las que hemos puesto en evidencia son las que parecen más «delicadas».

Es, como se ha dicho, un documento complejo, no siempre coherente, rico de enseñanzas (ocasionalmente) buenas mezcladas con sugerencias (racional y católicamente) inaceptables.

Afirma, como quiera que sea, también «cosas» buenas. En lo que respecta al matrimonio, por ejemplo, indica el peligro de que la familia se transforme en un «lugar de paso» (núm. 34), donde se entra y de la que se sale para reclamar derechos, olvidando los vínculos, que se abandonan a la precariedad voluble de los deseos y las circunstancias (núm. 34). Vuelve a confirmar que el bien de los cónyuges (bonum coniugum) comprende la unidad, la apertura a la vida, la fidelidad y la indisolubilidad (núm. 77). Señala la grave amenaza que representan para la familia eutanasia y suicidio asistido (núm. 48). Recomienda a los cónyuges consagrar su amor a la Virgen María (núm. 216), que confiamos interceda también por el papa Bergoglio para que sepa y quiera ser fiel a la Palabra de Jesús (que está llamado a custodiar) y sea dócil a la voluntad del a Padre. Sugiere la confesión frecuente (núm. 227), admitiendo por lo mismo el pecado y reconociendo la necesidad del perdón y de la petición de perdón.

La lectura de la Exhortación Amoris laetitia deja, en todo caso, desconcertados, no obstante las cosas buenas diseminadas que se encuentran en ella.