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Número 547-548

Serie LIV

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La libertad de expresión: de la Reforma al constitucionalismo

CUADERNO: LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y SUS PROBLEMAS

 

Caesar non est supra grammaticos
Kant

[El filósofo] es una divinidad en la tierra
Diderot

1. Presentación

Si se estudia la libertad de expresión en el derecho constitucional desde una perspectiva normativa y/o exegética se corre el riesgo de hacer de un iceberg un cubo de hielo, pues la impermeabilidad metodológica o la inmunidad ideológica al estudio de lo que no se ve, por necesidad malentiende lo que estudia.

Me explico. La libertad de expresión –y sus hermanas mayores (las libertades de conciencia, religión y pensamiento); y sus menores (las libertades de prensa o imprenta y enseñanza)– entran al ruedo constitucional precedidas de un bagaje histórico-teológico y filosófico que no puede ignorarse so pena de no comprender la materia, reduciéndola a cuestiones prácticas de menor cuantía[1]. Así, suele desatenderse el vínculo estrecho que une a las libertades que se refieren a prácticas exteriores (la de prensa, por caso) con las que están ancladas en el interior o la intimidad de la persona (la de conciencia). Pues no hay duda de que la libertad de expresión moderna (con todos sus anexos) es consecuencia lógica de la libertad de pensamiento, como su prolongación (de la intimidad a la sociedad o civilidad); del mismo modo que la libertad de pensamiento es la resultante de la libertad de conciencia.

Una comprensión adecuada de la libertad de expresión en el ámbito de las constituciones positivas tiene que tomar tal libertad como la cabeza de un iceberg que oculta bajo el agua de la historia la gran masa formada por la libertad de conciencia y de pensamiento que la Reforma protestante, el humanismo renacentista y la Ilustración contribuyeron a formar. Cuando la religión se reduce a creencia personal y la creencia se emparenta con el pensamiento del sujeto; cuando lo que el sujeto cree o piensa es manifestación de su inviolable libre conciencia, que tiene derecho a expresarse y debe ser protegida; entonces –sólo entonces– el derecho y las constituciones receptan y consagran en términos jurídico-políticos la revolución copernicana de la modernidad.

Poco o nada entenderíamos de las libertades modernas si olvidamos su sentido y fundamento religioso porque, parafraseando a Chesterton, «el mundo moderno está poblado por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. Y se han vuelto locas de sentirse y verse vagando solas»[2]. De ahí nuestro camino: siglo XVI, de la Reforma; siglo XVII, del absolutismo y el liberalismo; siglo XVIII, de la Ilustración; siglo XIX, del constitucionalismo.

 

2. La revolución copernicana

 

El inmanentismo subjetivista moderno

Un factor decisivo en el advenimiento de la modernidad fue el volverse el hombre sobre sí mismo, que, en un aspecto, es un volverse sobre el propio conocimiento para obtener o elaborar los criterios de juicio acerca del mundo exterior. Se trata del giro fundamental que Kant llamó «revolución» copernicana: Copérnico había entendido que el movimiento de los astros era relativo al movimiento del espectador; de aquí devino la tesis de que los objetos de conocimiento son relativos a quien conoce, por lo tanto no son los objetos los que dirigen y ordenan nuestro conocer, sino, a la inversa, es nuestra capacidad de conocer la que dirige y ordena los objetos que conoce[3].

Es esta una de las claves de la modernidad: lo decisivo está dado ahora por el sujeto observador, por lo que podría llamarse la toma de conciencia del sujeto cognoscente, su «autoconciencia»[4] del papel clave que juegan sus facultades en la determinación de los objetos de su conocimiento. Es el pensamiento (la razón humana) el que da forma a la realidad, pues sin aquél ésta sería una materia informe.

Dicho con otras palabras: el sujeto moderno rechaza la idea de un orden del que él forma parte, convirtiendo tal orden en el resultado de su propia racionalidad, de la capacidad subjetiva personal para representarse las cosas en una organización que su subjetividad construye[5]. Lo ontológico se ha disuelto, entonces, en lo observable en tanto que verificable y cuantificable; el sujeto se ha separado del objeto: es la época de la «imagen del mundo», como la llamó Heidegger[6], imagen que se construye a partir de tal separación y que engendra otras separaciones: lo interior y lo exterior, lo racional y lo natural, la conciencia y el mundo, etc.

La piedra angular de la Reforma protestante es la exaltación de la conciencia libre que tiene derecho al libre examen religioso: es la propia razón de cada individuo –iluminada por la fe– el juez de la verdad religiosa; pronto lo será de toda verdad. Las conciencias libres plurales deben coexistir pues ninguna es garantía de verdad o la tiene en exclusividad: he aquí la tolerancia y libertad religiosas, luego la libertad y tolerancia en todo, pues todo queda sometido al examen, la constitución y la crítica de la conciencia o la razón personales.

De lo dicho podemos deducir tres grandes innovaciones modernas. En primer lugar, la modernidad trae un paulatino pero decidido (y aparentemente irrevocable) tránsito de la fe objetiva trasmitida por la Iglesia a una fe subjetiva aprendida y sentida por el sujeto mismo, según la entiende su conciencia. La religión se hace creencia individual inmanente. Luego, en segundo lugar, la modernidad está constituida por una crítica a toda autoridad que no provenga del sujeto mismo (que no sea subjetiva, en su constitución o aceptación), pues cada individuo es la fuente de toda autoridad y reconocimiento de ella. Lógicamente, las autoridades religiosas y tradicionales son las primeras en volverse sospechosas; y la misma suerte correrá toda otra autoridad. Además, el mundo y el propio sujeto que lo observa ya no tienen fines que sean inherentes a su naturaleza; los fines –es esta la tercera novedad– los asigna el sujeto que conoce, pues el orden es construido por él, por su razón. La autonomía del sujeto es seguida de la autonomía de la moral, de la política y toda forma de obrar y conocer humanos[7].

 

De la herejía a la opinión

Tomemos un ejemplo que nos baste de muestra de lo que se ha expuesto: la herejía. En los siglos XIV y XV John Wycliff y Jan Huss reivindicaron ante la Iglesia la libre expresión de la palabra de Dios y el libre examen de la Biblia (de acuerdo al primero de los «Cuatro Artículos de Praga», 1420). Lo mismo reclamó Martin Lutero a comienzos del siglo XVI. A partir de entonces, la consideración de la herejía salió del ámbito de la Iglesia y pasó a ser materia del personal pensamiento[8].

Desde que se reclama la libertad de pensamiento frente a la fe y al dogma, la opinión deja de ser herética a la luz de la libertad de la razón; el tribunal de la Iglesia es incompetente para juzgar sobre la rectitud o heterodoxia de las creencias, y el Estado no tiene poder que alcance al que piensa y opina distinto[9]. Como afirmará Locke en la Carta sobre la tolerancia, «la libertad de conciencia es un derecho natural de cada hombre, que pertenece por igual a los que disienten y a ellos mismos; y que a nadie debiera obligársele en materia de religión ni por la ley ni por la fuerza»[10].

La verdadera herejía no está en el error obstinado, pertinazmente sostenido, sino en la negación porfiada a no usar la propia razón, como sostuvo John Milton: «Podrá un hombre ser herético en la verdad; que si el tal creyere cosas únicamente porque su pastor se las dice, o la asamblea así lo determina, sin conocer otra razón, a pesar de que su creencia sea verdadera, la misma verdad que mantiene se convierte en su herejía»[11].

En esta materia, no se debe proceder –aconsejaba Milton– como lo hacía la Iglesia Católica, pues los países que han asumido la necesidad de la Reforma deben procurar la formación del conocimiento en los hombres: «Con esos fantásticos terrores de sectas y cismas perjudicamos el grave, celoso afán de conocimiento y entendimiento, que Dios despertara en esta ciudad»[12]. Lo que debe hacerse es dejar libres las opiniones, pues llegarán a un acuerdo y de la variedad de creencias desemejantes nacerá «la excelente, graciosa simetría que aventaja a todo el volumen y estructura»[13].

Una vez que la conciencia individual deviene en regla de la fe, no hay más herejía, porque no existe el error. Para decirlo con Thomas Paine, «my own mind is my own church»[14]. La maldad, el odio, la ira, la violencia, vendrán a ser las auténticas creencias heréticas y conductas cismáticas, como afirmó Spinoza[15]; de modo que toda opinión o doctrina contraria a la paz y seguridad del Estado deviene sediciosa y por lo mismo herética[16].

 

Autonomía como libertad

Decir que el hombre no tiene fines asignados es afirmar que es dueño de su vida y de su destino, que es libre. La modernidad importa la autonomía del sujeto y de su razón, esto es del pensar, del razonar y del actuar. La razón, la conciencia, el pensamiento, son un bien inalienable del sujeto y, por lo mismo, no pueden determinarse por nada distinto de ellas. La razón se convierte en la capacidad que se funda a sí misma y que, por ello, se autodetermina[17].

Con la modernidad la libertad comenzará a definirse en términos de autonomía; y se afirmará la autonomía (libertad) de la razón y el pensamiento para sostener esa capacidad del sujeto de pensar con libertad, espontánea y voluntariamente, frente a cualquiera autoridad u objeto extraño a ella: la tradición, la autoridad, la ley, el dogma, la costumbre, incluso el propio cuerpo del hombre, según la dialéctica antitética de Descartes, pero también de Lutero. Es el anuncio del fin de las mediaciones[18]: la propia conciencia subjetiva es regla de la racionalidad y de la libertad, es decir, de la autonomía[19].

La Reforma y el Renacimiento prohíjan la Ilustración, pues ya el humanismo renacentista constituye la «rehabilitación antropológica de la criatura»[20]. Sin la reivindicación del sujeto no hay libertad –en el sentido moderno- y por tanto no hay razón ni prensa libres. Son estos precedentes lo que habilita entender que Kant lo funde todo en la libertad de expresión, en la «libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio», integralmente; esto es, la razón libre del ciudadano, no del funcionario[21], es una razón pública que necesita expresarse públicamente.

Fin de las mediaciones y apoteosis del individuo: con toda claridad Emerson afirmó que finalmente «nada es sagrado salvo la integridad de la propia mente» y que «ninguna ley puede ser sagrada para mí salvo la ley de mi propia naturaleza. El bien y el mal no son más que nombres muy fáciles de transferir a esto o aquello; lo único correcto es lo que es mi constitución [what is after my constitution], el único mal lo que está contra ella»[22].

 

3. La liberación de la razón (1). Lutero

Hay dos caminos para liberar a la razón: uno es el exaltarla y tomarla como lo más divino en el hombre, es decir, la potencia que basta por sí para que el hombre construya su mundo y reconstruya el universo; el otro es el deprimirla y bastardearla, declarando su absoluta inutilidad en materia de fe, ligándola al mundo inferior en el que tendría su legítima actividad. Éste es el que siguió Lutero con la sola fide y la sola scriptura; aquél fue el que recorrieron los humanistas y los ilustrados (la sola razón de Descartes, el cogito) con la diosa razón.

Lutero no sólo afirma la santidad inviolable de la conciencia, recinto íntimo en el que se manifiesta la fe que es presencia de la gracia que justifica; afirma también que la conciencia es libre de toda autoridad: de la civil y de la religiosa. Él mismo es ejemplo de cómo la conciencia libre construye un orden de las cosas humanas y divinas, conforme a las premisas y supuestos que ella pone como cimientos de la edificación. Su doctrina política –la de los dos reinos– y su teología –que odia la naturaleza y no la redime– son ejemplos bastantes.

Recuérdese la polémica que mantuvo con Erasmo sobre el libre albedrío[23]. Lutero critica el escepticismo del humanista partiendo de la autonomía de una conciencia sólo ligada a Dios por la fe que ella posee, y que se erige –esa conciencia– en la piedra angular del universo que diseña y construye ella misma. Esta es la libertad del cristiano: esclava de las Escrituras, libre de entenderlo todo y de juzgarlo todo conforme a ellas. La sola scriptura, asociada a la libre interpretación, informan el mundo religioso moderno y lo desbordan volcando sus aguas de inmanentismo subjetivista a toda otra realidad: la libertad religiosa de la conciencia luterana se hermana con la libertad intelectual renacentista (en las artes, las ciencias, la filosofía, etc.), con la libertad económica de la burguesía, con la libertad de la razón de los filósofos, con la libertad política del radicalismo, etc., continuando la dicotomía fe/razón en todos los órdenes (religión/ciencia; ética de la convicción/ética de la responsabilidad; fe/virtud; bien/utilidad; gracia/naturaleza; etc.)[24].

El camino de Lutero parece alejado del racionalismo naciente de la modernidad, sin embargo, insisto, Lutero libera la razón de la fe pues aquélla nada tiene con ésta y, por consiguiente le entrega el mundo, pues el mundo es todo lo opuesto a la fe, como la carne se opone al espíritu. El mundo, que nada tiene que ver con la religión de la conciencia, es reino de la opinión, de lo cambiante, de lo que puede ser de una manera u otra, de lo dependiente de la razón y la voluntad humanas. Salvo la fe, que está ligada umbilicalmente a la revelación escrituraria, todo lo otro es del mundo y por lo mismo de la razón del hombre.

 

4. La liberación de la razón (2). Agnosticismo

Al separar decididamente la fe/religión de la razón/ mundo, Lutero refunda la doctrina de la doble verdad, abandonando todo –salvo, cree él, la fe que responde a la conciencia individual– a la opinión humana que puede pensar y expresar lo que quiera[25]. Y esto, como se verá, iba en serio y hasta más allá, pues también la religión se convertirá en materia de opinión[26].

Será ésta la obra de los filósofos que, poco a poco, reducirán la fe a una creencia, subsumirán lo sobrenatural en lo natural y arraigarán todo lo humano en el hombre mismo[27].

 

John Milton

Dentro de los textos clásicos que abogan por la libertad de expresión se acostumbra mencionar la Aeropagítica, de John Milton, célebre poeta y político inglés, puritano y radical. Milton escribió este discurso parlamentario en 1643 como reacción contra el gobierno inglés que había adoptado medidas a fin de evitar los excesos de la prensa (el régimen de licencias, una suerte de censura previa) que publicaba multitud de panfletos contra religión y el gobierno[28], y en defensa de la libertad de impresión. Las vigorosas y encendidas palabras de Milton excitan el ánimo con argumentos enfáticos a favor de la verdad, la ciencia y el Commonwealth[29], y aunque hoy nos parezcan simplemente pintorescas tienen un trasfondo racionalista indudable.

El argumento central está en la contribución de toda opinión, en el ejercicio de la propia capacidad de discriminación, a la búsqueda de la verdad: «Todos los pareceres, más aún, todos los errores, conocidos, leídos y cotejados, son de capital servicio y valía para la expedita ganancia de la mayor verdad»[30]. Más aún, ¿quién puede delimitar lo verdadero de lo falso y lo bueno de lo malo? Sus límites suelen estar tan próximos o ser tan confusos que alcanzar la distinción sólo está en poder de quien se aplique a la experiencia de la lectura, de la que resultará la propia convicción como criterio rector[31].

La virtud nace en el terreno de la libertad; toda imposición la anula; toda autoridad la aniquila; poder y libertad no se asocian. Liberar la lectura es emanciparse de la tiranía de la tradición; en buen romance, de la Iglesia Católica[32].

Pintoresco Milton que a los ojos del lector contemporáneo cifra la moralidad, la virtud y el saber en la lectura voraz de todo libro; vistoso y anticuado Milton alegando por la libertad de lectura para estos días en los que casi nadie lee –y si se lo hace, no se trata de libros. En todo caso nos queda como atractivo aún ese alegato a favor de la libertad que es madre de la virtud y la dicha.

 

Baruch Spinoza

Racionalista cabal y más del gusto hodierno es Spinoza, quien aspira a someter las Escrituras al escrutinio de la razón más allá de lo intentado por Erasmo, esto es: no en el sentido de la compatibilidad de fe y razón sino, más bien, en el de una fe moldeada en la razón y la naturaleza[33] y no más allá de ellas. Spinoza quiere purificar la religión de supersticiones y prejuicios[34], y ello –como toda su obra– en defensa de la libertad de filosofar y de expresar lo que se piensa[35]; más aún, la supresión de esta libertad causaría la ruina del Estado, de la paz y de la piedad[36].

Defender la razón contra toda autoridad es llevar adelante la apología del propio pensamiento libre; o como dice su axioma: que cada uno use de su libre juicio y distinga lo verdadero de lo falso, «que debe dejarse el juicio individual en libertad completa»; éste es un derecho natural por el que se ha de «permitir a cada uno que piense lo que quiera y diga lo que piense». La libertad absoluta es el remedio para liberarse del prejuicio y la superstición que nacen del temor, temor a usar la propia razón y pensar por propia cuenta[37].

Y dado que en materia de fe abundan las mistificaciones que confunden la doctrina sagrada con las ficciones y sueños humanos, hay necesidad de separar la religión de la filosofía[38]. Spinoza cae así en el viejo de Averroes y sus seguidores latinos, que fue también el de Ockham y Lutero, al apoyar la doctrina de la doble verdad: a la fe pertenece la obediencia, a la filosofía el comprender; la fe trata de las Escrituras, la filosofía lee la naturaleza[39]. La fe versa sobre la piedad más que sobre la verdad, de modo que permite la libertad de filosofar siempre que no se sostengan ideas contra los hombres (como la violencia o el odio) pues la fe invita a la justicia y la caridad[40].

La naturaleza es la fuente de la que bebe la filosofía, por eso su asunto es la verdad; en cambio, como la fe se nutre de ideas y sentimientos de justicia y piedad, no puede afincarse en la verdad. Se divide el saber en uno cierto u objetivo por científico y otro sentimental o subjetivo por religioso. Nunca más la fe podrá recuperar el estatuto de saber acerca de la verdad, quedando relegada al terreno de las creencias, es decir: la opinión.

No obstante haber defendido un derecho natural a pensar y decir lo que viene en gana, Spinoza debe explicar cómo se lo aplica en el Estado (llamado también «democracia»), que los hombres constituyen por un pacto y le reconocen una absoluta autoridad («el supremo derecho a todo lo que puede compeler por la fuerza»), pues en su relación con los individuos «puede compeler por la fuerza y retenerles por el temor del último suplicio»[41].

Así, paradójicamente, siendo libre el individuo, el vínculo que genera el Estado y lo liga a él se basa en la obediencia[42], al igual que la religión, aunque las dos sujeciones se distinguen en tanto que el Estado es constituido filosóficamente en nombre de la verdad (es el reino de la razón), mientras que la religión lo es en virtud del sentimiento de piedad. La subjetivación de la fe por el luteranismo original lleva en Spinoza a la libertad de creer en lo que se quiera y a la obediencia a la autoridad racional del Estado.

Insistamos en la paradoja: la de la libertad individual y el absolutismo estatal-democrático. En el capítulo XX del Tratado, nuestro autor afirma: primero, que no es posible privar a los hombres de la libertad de decir lo que piensan; segundo, que tal libertad lo es sin perjuicio del derecho y de la potestad suprema del Estado; tercero, que la libertad de pensar y decir lo que se quiera la conserva cada uno sin menoscabar el derecho estatal, es decir, que no se promueva una novedad en cuanto al Estado o se haga algo en contra de las leyes; cuarto, que todos gozan de la misma libertad dejando a salvo la paz del Estado y sin daño tampoco a la piedad; quinto, que las leyes que tratan temas especulativos o filosóficos son de toda inutilidad; finalmente, que esta libertad debe ser reconocida porque ella sirve además a la conservación de todo Estado[43].

La tesis de Spinoza se sostiene sobre dos pivotes. El primero es la naturaleza inalienable de la libertad de pensamiento y de expresión, pues nadie puede transferir a otro su propio derecho natural o su facultad de razonar de manera libre y de opinar sobre cualquier cosa, y tampoco ser forzado a hacerlo, pues al constituir por un pacto el Estado los individuos solamente transfieren a éste el derecho de actuar por propia decisión, pero no el de razonar y de juzgar[44]. El pacto establece el compromiso de obrar de común acuerdo, pero no el de juzgar y raciocinar también de acuerdo, porque éstas son potestades libres de cada individuo. Es en este sentido que Spinoza entiende que el fin del Estado es la libertad[45] porque se constituye sobre hombres que ya son racionales, dotados de la libre razón.

 

La nueva trinidad de los filósofos

El segundo argumento de Spinoza –tan especioso como el precedente– es el carácter no subversivo de la libertad de pensar y decir lo que venga en gana, porque al fin y al cabo no hay ninguna verdad mundana incontrovertible –como tampoco parece haberla en materia de fe–, de manera que la libertad de la razón colabora a sostener la paz, la legalidad y la piedad en el Estado.

El Estado moderno que diseña Spinoza está fundado en «la nueva trinidad de los filósofos», esto es, la libertad de religión, la libertad de pensamiento y la libertad de expresión, pues el poder estatal sólo se refiere a las acciones, religiosas o profanas, y no se extiende al derecho natural de pensar lo que se quiera y decir lo que se piensa[46].

Pero nótese la limitación respecto de la naturaleza de la religión: para Spinoza está constreñida sólo a la caridad, a obras de piedad y en, todo lo demás, sujeta al poder del Estado[47]. Limitación que también alcanza a la libertad de expresión, pues, se ha dicho, estas libertades naturales no deben atentar contra la paz del Estado. En realidad, contra el Estado sólo se puede pensar y juzgar, pero rara vez decir, pues los hombres poseen la libertad de juicio y hay que gobernarlos de modo tal que, aunque piensen abiertamente cosas distintas y opuestas, vivan en seguridad[48]. Es la solución hobbesiana. La herejía es, de ahora en adelante, la sedición.

 

5. La razón liberada

Todavía se disputa sobre el alcance de la libertad individual en el Estado absoluto; sin embargo, algo es claro: Spinoza dio forma a una máquina totalitaria –no importa que el maquinista sea todo el pueblo o un líder autoritario– y reserva al individuo la libertad de crítica y opinión, aunque muchas veces deba silenciarlas para no ser condenado por nuevo hereje. La libertad de opinar puede ser subversiva.

 

John Locke

Obligado es recordar, a esta altura, la Carta sobre la tolerancia, que John Locke publicó en 1690 y que culmina una serie de ensayos y trabajos sobre la libertad religiosa, que envuelve naturalmente la libertad de pensamiento y expresión[49].

Las bases de la doctrina de Locke hay que encontrarlas en la misma reforma protestante: la doctrina de la doble verdad (teológica y filosófica), la separación entre religión y sociedad (Iglesia y Estado)[50], la primacía de la razón en materia religiosa[51], la prelacía de la conciencia individual[52], el carácter individual de las creencias[53], la naturaleza privada de las iglesias (54[54]), etc. De esto se deduce que la moral pertenece al campo de la filosofía y no de la teología: la moral es obra de la razón y la moralidad sólo puede ser obligatoria si el individuo es libre; en particular, si el individuo goza de libertad intelectual.

Locke cree, al igual que Spinoza, que la libertad de pensamiento constituye un rasgo esencial de la naturaleza humana, que todo hombre debe conocer y juzgar por sí en todos los órdenes de la vida; y, con base en sus juicios, actuar libremente. Locke rechaza que sea verdadero conocimiento el que se recibe de una autoridad que no sea el propio individuo o el que viene de la tradición. Sobre esto se ha extendido en las Cuestiones sobre la ley de la naturaleza y en el Ensayo sobre el entendimiento humano[55]. La herencia protestante es evidente: sólo la propia conciencia es norma válida del juicio y el comportamiento individuales o, como escribe en la Carta, nadie puede conformar su creencia a los dichos de otro, porque cada hombre en estas cuestiones tiene la suprema y absoluta autoridad para juzgar por sí.

Luego, debe haber libertad de conciencia, pues ella es la norma de la libertad de cualquiera creencia: ir en contra de la conciencia no lleva a la vida bienaventurada. Se necesita ampliar esta libertad incluso contra las iglesias, pues nadie –magistrado o pastor, católico o presbiteriano– tiene autoridad para imponer una creencia o persuasión interior. «Ni la paz, ni la seguridad, ni siquiera la común amistad, pueden establecerse o guardarse entre los hombres mientras prevalezca esta opinión: “que el poder [dominion] se funda en la gracia y que la religión debe propagarse por la fuerza de las armas”»[56].

La libertad de conciencia, en la que se fundamenta la libertad de creencia y de religión, tiene su correlato civil en la tolerancia de las opiniones, que se justifica de un modo negativo: la represión de la libertad de expresión es la causa de la pérdida de la paz en el Estado. Dado que en toda sociedad es inevitable que haya una diversidad de opiniones, las guerras y los conflictos que perturban la paz provienen de no tolerar a aquellos que mantienen opiniones diferentes[57]. De aquí se sigue que el magistrado –cuya autoridad es sólo exterior[58]– carece de poder para «prohibir la predicación ni la profesión [públicas] de cualesquiera opiniones especulativas en ninguna iglesia, porque no tienen relación ninguna con los derechos civiles de los súbditos»[59].

Luego, los individuos, al igual que las iglesias, tienen la más plena libertad de expresión de sus ideas, con el único límite impuesto por el interés superior de la sociedad, que es la preservación de la paz, pues, al igual que Hobbes y Spinoza, Locke entiende que «ninguna opinión contraria a la sociedad humana o a aquellas reglas de la moral que son necesarias para la conservación de la sociedad civil han de ser toleradas por el magistrado»[60].

 

Immanuel Kant

La continuidad de estas ideas –que vienen de la Reforma en el siglo XVI– se ve nítidamente en la Ilustración del siglo XVIII, a la que Kant –que no es uno de sus militantes sino de sus progenitores– definió como «el hecho por el cual el hombre sale de la minoría de edad». El hombre mismo es culpable la minoría de edad, que «estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad, cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro»[61].

Si se lee con atención este juicio de Kant podrá advertirse que la minoría de la edad en la que han vivido los hombres hasta él, consiste en dejarse conducir por otro y no por la propia razón, y eso los hace responsables. La mayoría de edad, en cambio, consiste en usar de la razón que cada uno tiene para juzgarlo todo, porque esa potencia intelectual no tiene defecto, pero se altera cuando se la somete a curadores que la sojuzgan. Contra «el yugo de los tutores», que acorrala la propia subjetividad, el nuevo siglo celebra «el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación que cada hombre tiene: la de pensar por sí mismo»[62].

Pensar por sí mismo hace al hombre libre y, por lo mismo, lo hace moral, es decir, dueño de sí mismo y no sujeto a otro. Efectivamente, Kant estima que el oficio del libre pensar del hombre es la causa de su libertad moral[63], de la libertad de obrar conforme a la propia razón.

El hombre no sólo tiene libertad de usar su razón («razonar sobre todo») y exponerla a la sociedad; tiene además el deber de hacerlo. La determinación originaria de todo hombre consiste en ese progresar[64]; el progreso es su destino natural y por ello ha de usar la razón y hablar en nombre propio de manera ilimitada, pues está obligado al progreso, especialmente del conocimiento. Es la razón misma la que opera el paso de la condición de tutela a la condición de libertad; es ella la que produce su libertad por la eliminación de toda autoridad.

De aquí se sigue que el rasgo definitorio del uso de la razón está en la crítica pública («la franca crítica a lo existente»[65]), entendida la crítica como el enjuiciamiento de lo que se considera «inconmovible» (tal, la religión) en atención al progreso, al mejoramiento. La razón, llegada la mayoría de edad de la humanidad, se convierte ella en censura y el uso de la razón es incensurable.

Estas ideas de Kant en torno a la libertad de razonar se pueden encontrar en toda su obra[66]. Pero tomemos, para concluir, un escrito posterior, de 1793, En torno al tópico: «Tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica». Kant reconoce, como antes Spinoza y Locke, que el hombre tiene «derechos inalienables», no sólo en el sentido que no puede renunciar a ellos aunque lo quisiera, sino, fundamentalmente, porque el propio individuo titular de esos derechos es quien tiene la facultad para juzgar de ellos[67]. La inalienabilidad del derecho comporta tanto su inenajenabilidad cuanto la autodeterminación individual.

Entre tales derechos, todo individuo tiene el de criticar públicamente las resoluciones del gobierno que no lo conformen o lo contraríen. Y en esto consiste la libertad de expresión, pues «la libertad de pluma es el único paladín de los derechos del pueblo», con la única condición de ser ejercida «dentro de los límites del respeto y amor a la constitución en que se vive, gracias al modo de pensar liberal de los súbditos, también inculcado por esa constitución, para lo cual las plumas se limitan además mutuamente por sí mismas con objeto de no perder su libertad»[68]. Es decir que, para Kant, la libertad de la razón constituye un sistema: la libre obediencia a la ley resulta de un régimen de libertad que tiene su origen en la libertad de la razón que da la constitución libre. Si el hombre tiene el deber de obedecer la constitución estatal, es porque existe «un espíritu de libertad, pues en lo que atañe al deber universal de los hombres todos exigen ser persuadidos racionalmente de que tal coacción es legítima, a fin de no incurrir en contradicción consigo mismos»[69].

 

Libertad de la razón y opinión pública

¿Qué diferencia hay entre Spinoza y Milton, de una parte, y Locke y Kant, de la otra? Los primeros abogaron por la libertad de conciencia y de expresión como defensa contra las intromisiones del poder; los segundos se convirtieron en defensores de las libertades de culto y de pensamiento en una sociedad que ya las pregonaba, esto es, en una sociedad que las había adoptado como derechos constitutivos de ella[70]. Es la distancia que separa a la conciencia burguesa retraída en la vida privada de la conciencia burguesa hecha norma de la vida social: Spinoza y Milton representan ese primer momento, el de la opinión privada; Locke y Kant el segundo, el de la opinión pública[71].

El siglo XVIII es el del ascenso de la opinión pública que los filósofos adornan con los oropeles del tribunal de la racionalidad, esto es, la conciencia colectiva de burgueses e ilustrados. ¿Qué es la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert sino la magistratura de los lugares comunes de la vanidosa burguesía, el diccionario razonado del pedante ilustrado? La opinión pública es la razón ilustrada hecha poder constituyente de todo aquello que puede ser establecido racionalmente, desde Dios a la economía, pasando por la sociedad política.

«Nuestra época –escribió Kant en la presentación de la Crítica de la razón pura– es la verdadera época de la crítica a la que todo debe someterse», época que concede el respeto genuino que la razón sólo da a «aquellos que han sido capaces de aguantar su examen libre y abierto»[72]. La opinión pública es esa expansión de la razón crítica individual a toda la sociedad, la gran devoradora de la autoridad, secular o religiosa; una suerte de psicoanalista colectivo que descubre la locura de la civilización –el fanatismo y el prejuicio, el dogmatismo y el oscurantismo– y ofrece el remedio de la racional y dulce reconciliación –la libertad de pensamiento y de palabra[73].

 

6. Libertad de expresión y constitucionalismo

Una vez que los filósofos han hecho de la libertad de pensar –es decir, de la libertad de la razón– el poder constituyente de la sociedad, hay que dejar que la razón funde las sociedades y les dé la constitución conforme a ella misma. Hemos llegado al siglo de constitucionalismo.

Y será la América del Norte –que dice no tener historia, porque se resiste al pasado–, el país llamado a encarnar y escribir racional y colectivamente su historia a partir de cero, por lo que se erigirá en sacerdote y templo de las nuevas libertades: oficiando por sí su manumisión de toda esclavitud religiosa o dogmática y construyendo la pirámide que las amparará[74]. La libertad, perseguida en todo el mundo –según escribió Thomas Paine–, halló cobijo en la naciente república yanqui.

Son los norteamericanos de los primeros en escribir las libertades que sostienen el templo de la república democrática. Y la primera de todas es la libertad religiosa, pues es la religión –con sus dogmas y sus normas– el peligro mayor que acecha a la libertad de conciencia y de pensamiento. Entiéndase bien: la libertad religiosa es el primer derecho que reclama la libertad de pensamiento, porque elegir la religión propia es la expresión cabal de la libertad de conciencia.

 

Thomas Jefferson y el asilo de las libertades[75]

Fuertemente influido por Locke[76], las ideas de Jefferson sobre la religión son propias de un librepensador que confía en el poder sanador de la razón: «La verdad es el adversario apropiado y suficiente para el error»[77]. Toda tentativa de perseguir el error con la fuerza o el poder, es inútil y tiende a aumentarlo, pues «la razón y el libre examen son los únicos agentes eficaces contra el error»[78]. Que la razón con su verdad se imponga no requiere de mucho, basta con respetar lo que Dios ha hecho. Es cuestión de libertad.

La libertad es la condición natural del hombre, pues así ha sido creado[79]. En efecto, según Jefferson la libertad ha sido implantada por Dios en el alma humana, y nadie puede despojar legítimamente a los hombres de sus derechos a la libertad, porque no ha sido ésta invención suya, sino que le es natural. «¿Y pueden las libertades de una nación estar seguras cuando les hemos quitado su sola base firme, una convicción espiritual de las personas de que estas libertades son un regalo de Dios?»[80]. Por eso mismo, la libertad de religión será siempre inocua políticamente y no existe causa alguna para que se la limite o restrinja. En donde primero se manifiesta esa libertad natural es en nuestras conciencias, que no están a merced de nadie ni han sido enajenadas a los gobiernos: «Los derechos de conciencia nunca se los cedimos, nunca podríamos. De ello responderemos ante nuestro Dios»[81].

Por eso, su proyecto de libertad religiosa de 1777 comienza afirmando que Dios ha creado libre la mente de los hombres (esto es, la sola razón) y así debe permanecer, exenta de toda coerción; por ende, los derechos civiles no dependen de las creencias religiosas y las opiniones de los hombres están lejos del alcance del gobierno civil y no sujetas a su jurisdicción –tesis lockeana–, que no juzga de los sentimientos. Nótese cómo, comenzando en el terreno de la religión, las afirmaciones sobre la libertad de pensamiento y expresión se extienden sin dilación a todos los ámbitos, pues dependiendo toda verdad –secular o divina– de la razón, de la libertad de ésta en todo depende la verdad.

Afirmará Jefferson, en consecuencia, que la verdad es más grande que el error y que siempre «prevalecerá si se la deja a sí misma», porque, se ha dicho ya, ella es el antídoto al error y la verdad no teme del conflicto a menos que se la prive de sus armas naturales, «la libre discusión y el debate». Por ello, a la hora de prescribir, debe decirse que «todos los hombres serán libres de profesar y argumentar sus opiniones en materia de religión y que éstas en ningún modo disminuirán, ampliarán o afectarán sus capacidades civiles»[82].

Y quien dice libertad dice diversidad de opiniones[83]. Primero, en materia de fe: «La diferencia de opinión es ventajosa en religión. Las diversas sectas –sugiere Jefferson– actúan como censor morum unas de otras»[84]. Y de ahí se extiende a toda otra cuestión, pues el gran enemigo de la libertad es la uniformidad. En efecto, «sólo el error necesita el apoyo [tolerancia] del gobierno. La verdad puede sostenerse por sí misma. Coaccionar la opinión: ¿quiénes harán de sus inquisidores? Hombres falibles; hombres gobernados por malas pasiones, por razones tanto privadas como públicas. Y ¿por qué sujetarla a la coacción? Para producir uniformidad. ¿Pero es deseable la uniformidad de opinión? Tanto como la uniformidad del rostro y la estatura»[85].

No se trata de palabras vacías. Ni tampoco de sentencias de los filósofos. Se trata de las libertades de las que gozan los norteamericanos gracias a su constitución[86]. Al borde ya de la muerte, Jefferson cree avizorar la señal del despertar definitivo de los hombres al verlos liberarse de las cadenas con que habían sido convencidos «por la ignorancia monacal y la superstición», y aceptar las bendiciones y seguridades del autogobierno. La forma de gobierno que nos hemos dado, afirma Jefferson, restaura «el derecho libre al ejercicio ilimitado de la razón y la libertad de opinión». Y esta revolución, la revolución de los derechos del hombre, se hace universal: «todos los ojos están abiertos o se abren a los derechos del hombre». La difusión de la luz de la ciencia ya ha puesto a la vista de todos la verdad que los sentidos palpan: «Que la masa de la humanidad, por la gracia de Dios, no ha nacido con monturas sobre sus espaldas, ni unos pocos favorecidos con botas y espuelas, listos para legítimamente montarlos»[87].

Por cierto que no hemos de molestarnos si algunos hombres son maltratados públicamente en su reputación por los periódicos; es un pequeño mal que debemos soportar, explica Jefferson, porque «nuestra libertad depende de la libertad de prensa, y ésa no se puede limitar sin estar perdidos»[88]. Toda la moralidad queda así trastornada (o, si se quiere, refundada) en nombre de la libertad de expresión y la doble verdad.

 

La nueva trinidad constitucional

James Madison, otro de los teóricos continentales de las libertades modernas, casi una década después del Bill de Jefferson, defendió la libertad religiosa como un derecho de la conciencia individual en el debate suscitado en Virginia (1785) y al poco tiempo repitió las ideas en su alegato en torno a la primera enmienda de la constitución (1789)[89]. Ésta fue aprobada en 1791 y dispone: «El congreso no hará ley alguna por la que se establezca una religión, o se prohíba ejercerla, o se limite la libertad de palabra, o la de la prensa, o el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y pedir al Gobierno la reparación de sus agravios».

¡La nueva trinidad de la libertad ha pasado de los filósofos a las constituciones! Constitucionalmente queda establecida la igual protección para la libertad de religión, la libertad de pensamiento y la libertad de expresión.

Poco antes, la Francia revolucionaria había dado el paso[90]. Impregnada del deísmo racionalista[91], la constitución de 1791, en su artículo 11, consagró la protección de la nueva trinidad constitucional: «La libertad de todo hombre para hablar, escribir imprimir y publicar sus ideas, sin que los escritos puedan ser sometidos a ninguna censura ni inspección antes de su publicación, y de practicar el culto religioso a que se sienta ligado».

La constitución de 1793, en el artículo 7°, siguió a su modo la enmienda norteamericana al reunir en una sola norma las libertades de expresión, culto y reunión como potestades individuales: «El derecho de manifestar su pensamiento y sus opiniones, sea por medio de la imprenta, sea por cualquier otro medio; el derecho de reunirse apaciblemente, el libre ejercicio de los cultos, no pueden ser obstaculizados»[92].

 

7. Conclusión

Tras el viaje de siglos, y llegados a destino, se impone una conclusión que nos permita reconsiderar el alcance de la libertad de expresión. Lejos de ser aséptica, esta libertad tan cara al constitucionalismo contempla –en aquello que su nombre no expresa– un contenido rico y profundo, como el mismo constitucionalismo. En efecto, si, como he expuesto con anterioridad en otros lugares, el constitucionalismo es una criatura cuya paternidad se debe al protestantismo[93], habrá que admitir que en el núcleo raigal de las libertades modernas está la queja protestante a favor de la libertad de conciencia y de religión. Veamos algunos corolarios.

 

Primero: la sola razón

Ahora podemos advertir que la incomunicación de fe y razón y la separación tajante entre ambas, lleva a poner el fundamento de las libertades en la razón sola, como acicate de la carne. Luego, en las constituciones de cualquiera época, de las liberales a las posmodernas, la libertad de expresión es vehículo de la sola razón como poder constituyente del mundo de la carne, es decir, de todo el mundo humano. La autonomía de la razón funda todo en la libre conciencia de la que nace todo deber que el hombre quiere y tiene, porque libremente en su conciencia moral lo ha establecido y querido. Lo que quiere decir que el sujeto autónomo de la modernidad no está subordinado a ninguna ley ni tiene deber alguno; que toda ley y todo deber se los impone a sí mismo, nada más. Luego, como enseña Castellano, de su autonomía deriva «un “orden” moral nominalista y subjetivista, por tanto un no-orden»[94].

 

Segundo: el fin de las mediaciones

La libertad de expresión trae consigo la impugnación de toda autoridad. La conciencia libre produce la debilitación de la autoridad y luego su negación. La conciencia, liberada primero de la autoridad religiosa, se encamina a la libertad de religión –es decir, a la liberación de la religión– a través de la tolerancia y la libertad de pensamiento, porque en materia de fe no hay intermediarios, es decir, no hay más autoridad que la conciencia individual. Y ninguna autoridad puede interponerse entre la conciencia individual y Dios, que es quien nos adoctrina. Luego, la libertad de religión nos libera también de la autoridad social y política.

 

Tercero: la doble verdad

Con la libertad de expresión penetra también en el derecho constitucional la doctrina protestante –aunque de origen averroísta– de la doble verdad convertida en libertad para el error. El protestantismo desata un triple movimiento de liberación que partiendo de la autonomía religiosa, pasa por la moral y remata en la política. Siendo la moral y la política indiferentes a la religión, ellas –sus ciencias– establecerán lo que es verdadero en sus ámbitos con independencia de la fe. Luego, la libertad de expresión no tiene más límite que el de la moral convencional y el de las leyes positivas.

 

Cuarto: libertad como autodeterminación

La libertad de expresión es una de las manifestaciones en el campo constitucional de la concepción moderna acerca de la autodeterminación como espejo de la libertad. El hombre es libre y su libertad es absoluta pues es el poder de autoafirmarse y autodefinirse. Si el hombre se define por la libertad así entendida, no tiene naturaleza, es el producto contingente de una potencia también contingente, es existencia que determina su esencia. «La asunción de la esencia del hombre como libertad negativa –colige Castellano– equivale, pues, a concebir al hombre como simple afirmación y despliegue de un poder no regulado por la racionalidad sino bajo el aspecto del cálculo, como “narración” de sí, como “hacerse” históricamente»[95]. Sobre esta hipótesis se fundan los derechos humanos[96] y es la raíz más o menos explícita del personalismo. Sin embargo, como hemos visto, esta libertad negativa no resiste el orden, la voluntad de autodeterminación ve al orden como una negación de la libertad, tiende necesariamente a la anarquía, de modo que la sociedad es, en el fondo, un mal, un límite a la libre autodeterminación[97].

 

Quinto: negación del orden

La libertad de expresión como manifestación de la libertad negativa, esto es, de la autodeterminación, comporta la negación de todo orden creado, dado: por la libertad de conciencia y de pensamiento la razón humana o la conciencia se hallan separadas del orden natural, es decir, del orden ético objetivo fundado en el divino. En efecto, una vez que la fe se ha separado de la ley, la razón se vuelve impotente para justificar los poderes del reino secular. Las palabras de Heinrich Rommen son suficientemente explícitas de este desarrollo moderno: «El hombre se convierte ahora en la medida de todas las cosas y de todos los actos; pero no es el hombre en el sentido tomista de la naturaleza humana como causa finalis y exemplaris, sino el hombre como una entidad empírica en su factualidad. Con este pensamiento, la idea del orden, metafísica y moralmente objetiva, desaparece en favor del orden subjetivo de las ideas perpetuamente cambiantes. El espíritu humano es un soberano contra el mundo, y especialmente contra el mundo social y moral»[98].

 

Sexto: nihilismo

En suma, caemos finalmente en el nihilismo orgulloso que en nada cree salvo en sí mismo, que nada deja en pie salvo la propia razón raciocinante o la propia voluntad desbocada. La duda cartesiana y la fe inmanentista y subjetiva de Lutero nos trajeron a la idea de la razón humana organizadora del mundo, palanca arquimediana que, en la afirmación del poder del hombre, remata en la exclusión de la razón de Dios. La autonomía moral del puro ego se fundamenta «en cuanto está sujeto únicamente a su propia ley»[99]. Es la «voluntad de verdad» de Nietzsche: todo es pensable en función del sujeto que lo piensa, del hombre mismo; no existe más que lo humanamente concebible, dependiente de la voluntad creadora del hombre[100].

Digámoslo con Chesterton, cuya pluma es más elegante que la nuestra: «El hombre está hecho para dudar de sí mismo, no para dudar de la verdad, y hoy se han invertido los términos. Hoy lo que los hombres afirman es aquella parte de sí mismos que nunca debieran afirmar; su propio yo, su interesante persona; y aquélla de la que no debieran dudar, es de la que dudan: la Razón Divina»[101].

 

[1] Remito, en plano histórico-filosófico, a Julio ALVEAR TÉLLEZ, La libertad moderna de conciencia y de religión. El problema de su fundamento, Madrid, Marcial Pons, 2013, especialmente II, III y IV.

[2] Gilbert K. CHESTERTON, Orthodoxy [1909], vers. castellana, Ortodoxia, México, FCE, 1987, III, pág. 54.

[3] Immanuel KANT, Kritik der reinen Vernunft [1781], vers. castellana, «Prólogo de la segunda edición, en el año de 1787», Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1928, págs. 15 y sigs.

[4] Ernst CASSIRER, Individuum und kosmos in der philosophie der Renaissance [1926], vers. castellana, Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento, Buenos Aires, Emecé, 1951, pág. 160.

[5] Walter ULLMANN, Principles of government and politics in the Middle Ages [1961], vers. castellana, Principios de gobierno y política en la Edad Media, Madrid, Revista de Occidente, 1971, pág. 302, caracteriza este cambio como una «auténtica reversión del orden tradicional de las cosas», pues los criterios objetivos de las normas y las instituciones son desplazados por «la valoración, el juicio, la evaluación subjetivas».

[6] Martin HEIDEGGER, «La época de la imagen del mundo» [1938], en Gemastausbage. Band 5: Holzwege, vers. castellana, Madrid, Alianza, 1995, págs. 75-109.

[7] Sobre el carácter gnóstico de esta tesis, véase Eric VOEGELIN, Science, politics and gnosticism, en The collected works of Eric Voegelin, vol. 5: Modernity without restraint, Columbia y Londres, University of Missouri Press, 2000, págs. 257 y sigs.

[8] Cfr. Ian HUNTER, John Christian LAURSEN y Cary J. NEDERMAN (ed.), Heresy in transition. Transforming ideas of heresy in medieval and early modern Europe, Aldershot y Burlington, Ashgate, 2005. En esta colección de trabajos se muestra con diversos casos lo que, con cita de pensadores modernos, sostenemos en el texto.

[9] La Iglesia Católica entendió siempre que la herejía era un error en materia de fe sostenido con porfiada tozudez, incorregible ante los llamados a reconvención, y por lo general de gran incidencia en la sociedad.

[10] John LOCKE, A letter concerning toleration [1690], en The works of John Locke, Londres, Th. Tegg, W. Sharpe and Son, G. Offor, G. y J. Robinson y J. Evans and Co., 1823, vol. VI, págs. 47-48.

[11] John MILTON, Aeropagitica [1644], Cambridge, Cambridge University Press, 1918, pág. 43.

[12] Ibid., pág. 52.

[13] Ibid., pág. 53. Mas, entre los que enseñan desemejanzas, no hay lugar para los católicos, cuya ilicitud viene de enseñar «lo absolutamente impío y reprobado contra la fe y las costumbres» (Ibid., pág. 60).

[14] Thomas PAINE, The age of reason. Part I [1794], en Political writings, ed. B. Kuklick, Cambridge, Cambridge University Press, 2000, pág. 268.

[15] Baruch de SPINOZA, Tractatus theologico-politicus [1670], vers. castellana, Buenos Aires, Acervo Cultural, 1977, XIV, núm. 226.

[16] Thomas HOBBES, Leviathan [1651], II, XVIII, en The English works of Thomas Hobbes, Londres, John Bond, 1839, vol. III, págs. 164-165, considera facultad o derecho del soberano, es decir, del Estado, el juzgar cuáles doctrinas u opiniones son adecuadas a la paz del Estado, a lo bueno y a lo malo, a lo legítimo y a lo ilegítimo, para garantizar la seguridad y evitar la sedición. Su postulado subsiste en nuestros días pues cámbiese paz por libertad o democracia y el resultado será el mismo.

[17] Para este punto, véase J. B. SCHNEEWIND, The invention of autonomy: a history of modern moral philosophy, Nueva York, Cambridge U. P., 1998, y Charles TAYLOR, Sources of the self. The making of the modern identity, Cambridge, Harvard University Press, 1989.

[18] Especialmente de la tutela de religión y la Iglesia, que Kant considera es, entre todas, la más peligrosa y «la más deshonrosa». Immanuel KANT, Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung? [1784], vers. castellana, 2ª ed., Buenos Aires, Nova, 1964, pág. 66.

[19] Cabe rectificar a Max WEBER, «Las sectas protestantes y el espíritu del capitalismo», en Ensayos sobre sociología de la religión, Madrid, Taurus, 1983, pág. 191, cuando refiere la «peculiar interpretación de la máxima de que se ha de obedecer más a Dios que a los hombres», que, a su juicio, es «uno de los más importantes fundamentos históricos del moderno “individualismo”». Es un error. El individualismo proviene, en todo caso, de entender a Dios libremente según la propia conciencia, no de la consigna de San Pedro (Hech. 5, 29). En efecto, Lutero lo muestra de manera diáfana: Dios ilumina mi conciencia con su Espíritu y, por lo mismo, he de obedecerlo para alcanzar su promesa; entre Dios y la conciencia nada media: Papa, Iglesia, sacramentos, todos son eliminados. El único intermediario –si así puede llamárselo- es el Dios revelado en las Escrituras, a las que nadie puede obligarme a interpretar de un modo determinado, sino que mi conciencia entiende de manera libre. «Debemos tener, por tanto, la certeza de que el alma puede prescindir de todo menos de la palabra de Dios, lo único capaz de ayudarla» escribió Martín LUTERO en La libertad del cristiano [1520], en Obras, ed. T. Egido, 4.ª ed., Salamanca, Sígueme, 2006, pág. 158.

[20] La expresión es de Jacques MARITAIN, Humanisme intégral [1936], vers. castellana, Buenos Aires, Carlos Lohlé, 1966. Claro que en tal elevación de la actitud subjetiva juega un enorme papel la concepción renacentista de la dignidad humana a la altura de la divina, como se ve en Giannozzo Manetti, Dignidad y excelencia del hombre (1451), y especialmente Pico de la Mirándola, Discurso sobre la dignidad del hombre (1486), pero también Giordano Bruno, Lorenzo Valla, Tomasso Campanella, Marsilio Ficino y otros. Cfr. Ernst CASSIRER, Paul Oskar KRISTELLER y John Herman RANDALL, JR. (ed.), The Renaissance philosophy of man, Chicago, Londres y Toronto, Phoenix Press – The University of Chicago Press, 1959.

[21] KANT, ¿Qué es la Ilustración?, cit., pág. 60. El que ejerce un oficio, sea príncipe, militar o sacerdote, hace un uso privado de la razón y por ello impone limitaciones a la libertad. La propuesta de Kant es la de toda la modernidad: más libertad, menos poder, cualesquiera que éstos fueren y cualesquiera que aquélla quisiere.

[22] Ralph Waldo EMERSON, «Self-Reliance» [1841], cit. en Brad S. GREGORY, The unintended Reformation: how a religious revolution secularized society, Cambridge y Londres, The Belknap Press of Harvard University Press, 2012, pág. 120.

[23] Cfr. ERASMO, De libre arbitrio sive collatio [1524], vers. castellana, ed. E. Rivas, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2012; y Martín LUTERO, De servo arbitrio [1525], vers. castellana, en Obras de…, Buenos Aires, Ed. Paidós-Publicaciones El Escudo, 1976.

[24] Véase, en tal sentido, GREGORY, The unintended Reformation, cit.

[25] Ibid., pág. 328.

[26] Talal ASAD, Genealogies of religion. Discipline and reasons of power in Christianity and Islam, Baltimore, John Hopkins University Press, 1993, pág. 39. El concepto de creencia es más amplio que el de religión, aunque hay una tendencia a asimilarlos. Creencia –en sentido lato– comprende a la religión, pero también a la opinión aceptada (convicción), y, en estos días, a la ideología. Toda creencia no religiosa cae bajo la libertad de pensamiento. Véase en tal sentido Javier HERVADA, «Libertad de pensamiento, libertad religiosa y libertad de conciencia», en Vetera et nova. Cuestiones de derecho canónico y afines (1958-1991), Pamplona, Eunsa, 1991, tomo I, págs. 98-123, que realiza bien la distinción aunque no compartamos sus juicios valorativos.

[27] La bibliografía es abundantísima, pero siempre es recomendable la lectura de los libros de Paul HAZARD, La crise de conscience européenne 1680-1715 [1961], vers. castellana, Madrid, Alianza, 1998; y La pensée européenne au XVIIIe siècle. De Montesquieu à Lessing [1948], vers. castellana, Madrid, Alianza, 1985.

[28] Una acotación: no pocos presuntos historiadores calificaron las medidas del gobierno inglés y otras posteriores de «sistema medieval», censor y represivo. La inexactitud sólo se entiende ideológicamente, porque la imprenta de tipos móviles fue inventada por Gutenberg a mediados del siglo XV. En realidad, es la censura como «sistema moderno».

[29] MILTON, Aeropagítica, cit., pág. 37: «Verdad y conocimiento no son mercancías que se puedan monopolizar y admitan tráfico por cédulas, estatutos y patrones oficiales». Un examen más ambicioso de la libertad se puede ver en otro escrito de MILTON, The second defence of the people of England, en The prose works of…, Filadelfia, John W. Moore, 1847, vol. II, págs. 813 y sigs., en el que afirma la existencia de tres libertades fundamentales: la religiosa, la doméstica o privada (que abarca el matrimonio, la educación de los hijos y la libre comunicación de los pensamientos), y la civil. Cfr. Francis CANAVAN, «John Milton and freedom of expression», en Interpretation (Nueva York), vol. 7, núm. 3 (1978), págs. 50-65.

[30] MILTON, Aeropagítica, cit., pág. 18.

[31] Ibid., pág. 21: «Desde, pues, que el conocimiento y la inspección del vicio es en este mundo tan necesario para el establecimiento de la virtud humana, y el examen del error para la confirmación de la verdad, ¿cómo podremos explorar, más seguros y con menos peligro, las comarcas del pecado y la falsedad sino leyendo toda suerte de tratados y oyendo toda clase de razones? Y este es el beneficio que ganaremos de la promiscua lectura de los libros».

[32] Ibid., pág. 57: «¿Quién será tan iletrado o tan mal enseñado por la historia que no haya oído de muchas sectas que rehusaron los libros como estorbo, y conservaron por edades inalterada su doctrina, sólo [valiéndose] de la tradición oral?» Es el archisabido argumento protestante.

[33] «Razón» es la luz natural, y nada más; «como se estudia la naturaleza», porque no cabe aquí principio de autoridad (luz externa).

[34] SPINOZA, Tractatus theologico-politicus, cit., «Prefacio del autor».

[35] En la carta de 1665 a Henry Oldenburg, contra los teólogos y el vulgo, sostiene la «libertad de pensar y de expresar lo que pensamos», a pesar de «la excesiva autoridad y petulancia de los predicadores». En Baruch de SPINOZA, Epistolae, vers. castellana, Madrid, Alianza, 1988, carta 30, pág. 231.

[36] SPINOZA, Tractatus theologico-politicus, cit., «Prefacio», núm. 12 y 29.

[37] Ibid., núm. 28 y 32.

[38] Ibid., XIV: «De la naturaleza de la fe […] Su separación de la filosofía».

[39] Ibid., XV: «La teología no es sierva de la razón, ni ésta de la teología…».

[40] Ibid., XIV, núm. 38. De modo que «la fe da a todos la libertad plena de filosofar, a fin de que cada uno pueda sin delitos pensar sobre todas las cosas lo que le parezca conveniente» (Ibid., núm. 39).

[41] SPINOZA, Tractatus theologico-politicus, cit., XVI, núm. 24. La autoridad de la democracia se define como fuerza pues consiste en coacción (ídem, III).

[42] Ibid., XVI.

[43] Ibid., XX: «Se establece que en un Estado libre cada cual tiene el derecho de pensar lo que quiere y de decir lo que piensa», núm. 43 (hemos modificado parcialmente la numeración que hace Spinoza).

[44] Ibid., XX, núm. 9, 10, 14, etc.

[45] Ibid., XX, núm. 12.

[46] Ibid., XX, núm. 14.

[47] Erastianismo que viene, también, de Lutero, aunque aquí no lo podemos tratar. Véase, sin embargo, Erastus EVANS, Erastianism, Londres, The Epworth Press, 1933.

[48] SPINOZA, Tractatus theologico-politicus, cit., XX, núm. 10, 11, 14, etc.

[49] Locke escribió otras tres cartas en 1690, 1692 y 1702 para responder a sus críticos. Véase Mark GOLDIE, «Introduction», a John LOCKE, A letter concerning toleration and other writings, ed. D. Womersley, Indianápolis, Liberty Fund, 2010, págs. IX-XXVIII; y Richard VERNON, «Introduction», a John LOCKE, Locke on toleration, ed. R. Vernon, Nueva York y Londres, Cambridge University Press, 2000, págs. VIII-XXXII. Nosotros seguimos la edición según las obras de Locke antes citada. Véase al respecto John DUNN, «The claim of freedom of conscience: freedom of speech, freedom of thought, freedom of worship?», en The history of political theory and other essays, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, págs. 100-120.

[50] LOCKE, A letter concerning toleration, cit., pág. 10: «El cuidado de las almas no está encomendado al magistrado civil, mucho menos a otros hombres».

[51] Si bien no se presenta así en Lutero, dijimos ya que su modo de liberar a la razón da pie al surgimiento de la teología racionalista y las religiones naturales, como el deísmo. Spinoza, Locke y Kant dan cuenta de ello.

[52] LOCKE, A letter concerning toleration, cit., pág. 10. En materia de fe ningún hombre debe conformarse a los dichos de otros hombres, porque el cuidado de su alma le compete solamente a él (pág. 23), de donde se sigue que únicamente la conciencia individual nos hace entrar en la mansión de los bienaventurados (pág. 28). Colofón: «En esto cada hombre tiene la suprema y absoluta autoridad de juzgar por sí mismo» (pág. 41), y por eso «cada uno debe hacer lo que está persuadido en su conciencia que es aceptable al Todopoderoso» (pág. 43).

[53] Ibid., pág. 8: la religión es una opinión infundada sobre cosas improbables; por eso se define (pág. 10) como una persuasión íntima y plena de la mente, «the inward and full persuasion of the mind».

[54] Ibid., pág. 13: «Una iglesia, según lo entiendo, es una sociedad voluntaria de hombres, unidos entre ellos por acuerdo mutuo con el objeto de rendir culto público a Dios, de la manera que ellos juzguen aceptable a Él y eficaz para la salvación de sus almas».

[55] Cfr. Juan Fernando SEGOVIA, La ley natural en la telaraña de la razón. Ética, derecho y política en John Locke, Madrid, Marcial Pons, 2014, págs. 38-64.

[56] LOCKE, A letter concerning toleration, cit., pág. 20.

[57] Ibid., pág. 53.

[58] Ibid., págs. 11 y 16.

[59] Ibid., pág. 40.

[60] Ibid., pág. 45.

[61] KANT, ¿Qué es la Ilustración?, cit., pág. 58.

[62] Ibid., pág. 59.

[63] Ibid., pág. 65.

[64] Ibid., pág. 63.

[65] Ibid., pág. 66.

[66] Véase el detallado examen de ALVEAR TÉLLEZ, La libertad moderna de conciencia y de religión, cit., cap. III.

[67] Immanuel KANT, Über den Gemeinspruch: Das mag in der Theorie richtig sein, tag aber nicht für die Praxis [1793], vers. castellana, Teoría y praxis, 2.ª ed., Madrid, Tecnos, 1993, pág. 46.

[68] Ibid., pág. 47.

[69] Ibid., pág. 48.

[70] Puede también decirse que el siglo que separa a Locke de Kant pone al primero en los albores de la sociedad liberal ilustrada y al segundo en el de su definitiva constitución, tras las revoluciones inglesa (1688), americana (1776) y francesa (1786).

[71] Véase la excelente tesis de Reinhart KOSELLECK, Kritik un Krise [1959], vertida al castellano como Crítica y crisis del mundo burgués, Madrid, Rialp, 1965.

[72] KANT, Crítica de la razón pura, cit., «Prólogo» de 1781, pág. 5, nota.

[73] Merece recordarse, aunque sea sólo de paso, a Voltaire, el gran censor universal, el demoledor de prejuicios, el exorcista de las supersticiones, el cirujano de las religiones. En nombre de la razón –que, por mor de Lutero, había crecido independiente al lado de la fe–, Voltaire acaba demoliendo la religión y la Iglesia: «El gran medio de disminuir el número de Maniáticos, si quedan –escribió–, es someter esta enfermedad del espíritu al régimen de la razón, que ilumina lenta, pero infaliblemente, a los hombres». VOLTAIRE, Traité sur la tolérance, s/d, 1768, cap. V, pág. 38.

[74] Que no ágora, para usar la simbología de Miguel AYUSO en El ágora y la pirámide. Una visión problemática de la constitución española, Madrid, Criterio Libros, 2000.

[75] Así llama Jefferson a los Estados Unidos de Norteamérica, «asylums of civil and religious freedom», en «Notes on Virginia» [1782], en Thomas JEFFERSON, The works of Thomas Jefferson, Federal Edition, ed. de P. C. Ford, Nueva York y Londres, G. P. Putnam’s Sons-The Knickerbocker Press, 1904, vol. IV, pág. 76.

[76] JEFFERSON, «Notes on religion» [1776], en Works, cit., vol. II, págs. 252-268. Cfr. S. Gerald SANDLER, «Lockean ideas in Thomas Jefferson’s bill for establishing religious freedom», Journal of the History of Ideas (Pensilvania), vol. 21, núm. 1 (1960), págs. 110-116.

[77] JEFFERSON, «Notes on religion», cit., pág. 267.

[78] JEFFERSON, «Notes on Virginia», cit., pág. 78.

[79] Cfr. Harlan M. GOULETT, «God hath created the mind free: toward a Jeffersonian theory of rights», Suffolk University Law Review (Boston), vol. XXXVII, núm. 4 (2004), págs. 983-1029.

[80] JEFFERSON, «Notes on Virginia», cit., pág. 83.

[81] Ibid., pág. 78.

[82] JEFFERSON, «A bill for establishing religious freedom» [1786], en Works, cit., vol. II, págs. 438-441.

[83] Cf. Albert O. HIRSCHMAN, The passions and the interests. Political arguments for capitalism before its triumph, Princeton, Princeton U. P., 1977 (hay edición española: Las pasiones y los intereses, México, FCE, 1978). Resulta ejemplar el tratamiento que el autor hace de la doctrina de las pasiones compensadoras como argumento racionalista por el que los intereses se controlan recíprocamente al dividirse y oponerse.

[84] JEFFERSON, «Notes on Virginia», cit., págs. 79-80.

[85] Ibid., pág. 79.

[86] No obstante, el legado puritano en la colonia era bien dispar. Al menos seis Estados sostenían económicamente las iglesias establecidas y estaban dispuestos a hacerlo incluso tras la primera enmienda. Cf. David SEHAT, The myth of American religious freedom, Nueva York, Oxford University Press, 2011, págs. 15-29 y 40.

[87] Carta a Roger C. Weightman, de 24 de junio de 1826, en Works, cit., vol. XII, pág. 476-477.

[88] Carta a James Curie, de 28 de enero de 1786, en Ibid., vol. IV, pág. 504.

[89] James MADISON, «Memorial and remonstrance against religious assessments», en The writings of James Madison, ed. de G. Hunt, Nueva York y Londres, G. P. Putnam’s Sons-The Knickerbocker Press, 1901, vol. II, págs. 183-191; y «Speeches on the First Congress», vol. V, págs. 370-389. Véase SEHAT, The myth of American religious freedom, cit., págs. 45-50, para las diferencias entre la enmienda aprobada y la propuesta por Madison. El estudio de Sehat sobre el pensamiento de los Padres Fundadores en esta materia es muy interesante (véase el cap. 2).

[90] Cfr. Norberto BOBBIO, «La Revolución Francesa y los derechos del hombre» y «La herencia de la Gran Revolución», L’eta dei diritti, vers. castellana, Madrid, Sistema, 1991, págs. 131-155 y 157-173.

[91] Recuérdese que los franceses en esos tiempos tormentosos establecieron el culto a diosa razón y, en clara afectación deísta, el culto al ser supremo. Es clásico el libro de Alphonse AULARD, Le culte de la raison et le culte de l’ être suprême (1793-1794). Essai historique [1892], reimp. Québec, Elibron Classics, 2012. También lo son las correcciones de Albert MATHIEZ, La révolution et l’Eglise. Etudes critiques et documentaires, París, A. Colin, 1910.

[92] La declaración girondina de derechos de ese año consagró dos artículos a la libertad de expresión. El 6° decía: «Todo hombre es libre de manifestar sus pensamientos y sus opiniones»; y el 7° disponía: «La libertad de prensa y de cualquier otro medio de publicar los pensamientos no puede ser prohibida, suspendida ni limitada».

[93] En 2010, en el congreso de la Asociación Colombiana de Juristas Católicos, con mi ponencia «La libertad de conciencia como fundamento del constitucionalismo», en Miguel AYUSO (ed.), Estado, ley y conciencia, Madrid, Marcial Pons, 2010, págs. 145-175; y en 2014, en el congreso de la Unión Internacional de Juristas Católicos, en mi colaboración «El derecho (y la ley) natural católicos de cara al protestantismo y la constitución moderna», en Miguel AYUSO (ed.), Utrumque ius. Derecho, derecho natural y derecho canónico, Madrid, Marcial Pons, 2014, págs. 151-166.

[94] Danilo CASTELLANO, La razionalità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1993, pág. 37. Por ello, no puede hablarse de orden en la modernidad sino de organización. Cfr. Juan Fernando SEGOVIA, Orden natural de la política y orden artificial del Estado, Barcelona, Scire, 2009.

[95] Danilo CASTELLANO, La verità della politica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2002, págs. 121-122 (de esta página es la cita).

[96] Véase Danilo CASTELLANO, Racionalismo y derechos humanos: sobre la anti-filosofía político-jurídica de la «modernidad», Madrid, Marcial Pons, 2004.

[97] Danilo CASTELLANO, La naturaleza de la política, Barcelona, Scire, 2006, pág. 29, entre otros lugares.

[98] Heinrich A. ROMMEN, Der Staat in der katholischen Gedankenwelt [1935], vers. castellana, Madrid, IEP, 1956, pág. 205.

[99] Ibid., pág. 206.

[100] Cfr. VOEGELIN, Science, politics and gnosticism, cit., pág. 279.

[101] CHESTERTON, Orthodoxy, cit., III, págs. 56-57.