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Número 547-548

Serie LIV

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El discreto encanto del derecho natural de John Locke

 

1. Introducción

Hace no mucho Juan Fernando Sgovia publicaba un nuevo libro sobre John Locke, que los lectores de Verbo conocen: La ley natural en la telaraña de la razón. Ética, derecho y política en John Locke (Madrid, Marcial Pons, 2014). No es un libro más sobre un autor reconocido, sin duda, como un clásico de la modernidad, si se me permite decirlo así. Pero tampoco es «el libro» definitivo sobre Locke y su obra, como el mismo autor reconoce; es un texto que, tratando de poner muchas cosas en su sitio, advierte la dificultad de este propósito, y adelanta una cumplida explicación de esta circunstancia.

 

2. Un propósito difícil

¿En qué consiste esta dificultad? Y, sobre todo, ¿por qué Locke nuevamente? En una ponencia que presenté en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de Madrid en abril del año pasado, aventuré como título el mismo con el que se abren estas líneas, es decir: el discreto encanto del iusnaturalismo de Locke. Por supuesto que lo primero es examinar en qué consiste dicho encanto, en muchas ocasiones nada discreto, para comprender la verdadera dimensión de su obra, así como su decisiva presencia en el pensamiento actual.

Ante todo, el mencionado encanto reposa en la capacidad del escritor inglés para aprovechar materiales muy diversos y proponer diferentes soluciones a problemas no menos diversos. Desde este ángulo puede decirse que Locke es un oportunista del pensamiento; por ejemplo, recoge elementos escotistas u occamistas, sin que falten, desde este nominalismo, genéricas referencias a Aristóteles, de las que, sin embargo, excluye cuidadosamente a Santo Tomás; encontramos, así mismo, elementos individualistas y liberales, junto a otros sociales y de policy, de derechos humanos y de organización estatal… A pesar de todo, no es esto lo que hace atractivo a Locke, sino más bien la manera en que conecta estos materiales. En ello reside su oportunismo y su encanto. Porque el esquema que sigue consiste, básicamente, en dividir al ser humano, en romper su unidad y formar un hombre privado que se completa (nunca se sustituye) por un hombre público que no es propiamente otro, ya que no deja de ser privado, como veremos.

La posibilidad de un espacio público que, sin embargo, deje incólume un fondo particular y singular del hombre es, a mi modo de ver, lo más sugestivo, para ciertas posiciones, de Locke. En definitiva, los materiales que tan oportunamente introduce y organiza no dejan de pertenecer a la cultura general de la Reforma y al ambiente que propicia los primeros pasos de la formación del Iluminismo; por consiguiente, solamente esta separación, esta especie de esquizofrenia en la que se coloca al hombre, es capaz de explicar la atracción que su doctrina ha ejercido sobre liberales y cristianos, sobre ciertas corrientes católicas progresistas e incluso sobre algunos planteamientos socialdemócratas. En efecto, la idea recientemente expresada por algunos medios de comunicación españoles de carácter conservador, en relación con la reforma de la legislación sobre el aborto, idea según la cual es necesario establecer un acuerdo básico, aceptado por las diversas posturas enfrentadas, acerca de un número de supuestos concretos y restringidos en los que cabría la interrupción de la vida del embrión humano, en el sentido de un «acuerdo civil» (según su terminología), que no obstante deje aparte las creencias religiosas de cada uno (o sea, la conciencia individual), resume y actualiza el pensamiento de Locke. Cierto: en el fondo de estas concepciones late su pensamiento e ideario.

Pero veamos el problema más de cerca.

 

3. Los ejes de la obra lockeana

La obra de Locke responde a tres ejes fundamentales. El primero se refiere a su teoría del conocimiento, ámbito en el que practica un empirismo radical en virtud del cual las cosas se encuentran, en su individualidad, por encima de la razón y la voluntad, pudiéndose, sin embargo, conocerse de manera directa. Independientemente de la ingenuidad de semejante empirismo, es preciso llamar la atención sobre la presencia de elementos voluntaristas occamistas en ella, y más al fondo, de Duns Scoto. Pues, en efecto, las cosas sólo existen en concreto, y se imprimen en nuestra conciencia desde su particularidad de manera completa y cierta. Por este motivo, la operación cognoscitiva ha de centrarse en la experiencia; y aunque sea la razón la que guía esta experiencia relativa a la realidad sensible, debe subrayarse que se trata de una razón subordinada a los propósitos subjetivos del sujeto cognoscente: es el individuo el que recibe el objeto particular, y el que organiza sus percepciones formando un sistema de conocimiento apropiado para él.

El segundo eje que recorre su obra se refiere a la economía. Para Locke, el verdadero orden natural es el económico. Por esta vía, el hombre económico sustituye al hombre político, lo que significa que el «impulso» hacia la felicidad viene determinado por el «impulso» hacia la utilidad. Semejante utilitarismo es posible porque, desde este ángulo, la Ley natural expresa el orden de los hechos que «maneja» el hombre en su propio interés. Se comprende así la existencia de unos derechos reservados e inalienables en el individuo, elemento fundamental de su vida económica.

Por último, en el marco de estos derechos subjetivos prepolíticos a los que acaba de hacerse referencia, Locke pone como más eminente el de la propiedad (naturalmente privada). Es más, si bien inicialmente el trabajo y las necesidades justifican la propiedad individual, inmediatamente se legitima la propiedad ilimitada, gracias a la introducción de la moneda en las relaciones interpersonales, ya que dado el aislamiento, también natural, de los particulares, la única comunicación posible requiere una mediación que no puede ser sino abstracta, como el dinero.

Con estos tres ejes, sobre todo, Locke construye un edificio cuya figura central es el hombre individual, puesto que no existe un orden natural que trascienda al hombre y al cual pertenezca. Por el contrario, es el hombre mismo el arquitecto del orden, de manera que referirse al mundo como un todo ordenado equivale a hablar del propio orden del hombre individual. Sólo hay un hombre y, consecuentemente, sólo hay un bien (el suyo individual), en una metafísica que sigue el esquema de la lógica unívoca. Este es el sentido en el que orden natural y orden individual se identifican. Como el hombre mismo, la Ley natural es un don, una gracia divina que se agota en sí misma, dado que no existe un por qué ni una finalidad superior a la subjetividad, todo ello según la concepción voluntarista que cierra cualquier acceso a la comprensión racional de Dios y de los objetivos que persigue.

No obstante, es necesario superar este núcleo volitivo individualista que constituye la esencia de ley del hombre y como ley política, es decir, fundamenta los derechos del hombre individual y, al mismo tiempo, la vida colectiva, poniendo de manifiesto así su profundo sentido práctico. Efectivamente, la autoconservación resulta el primer fin del hombre, así como de la comunidad; para conseguirla, el trabajo y la propiedad, ya mencionados, son imprescindibles.

 

4. El hombre duplicado

En todo esto, Locke introduce ya uno de los elementos que hacen sugestiva y encantadora su doctrina: el hombre se duplica. En realidad, «todo» se duplica: la política, la economía, la sociedad, el hombre mismo…, hasta la moral y la religión. El hombre que es naturalmente bueno, o al menos indiferente, como se ha dicho, quiere hacerse un hombre mejor, aunque no en sentido estrictamente moral. La duplicación es fundamental para lograrlo; al duplicarse, todo se separa: lo público y lo privado, la Iglesia y el Estado, la economía y la política, lo libre y lo coactivo, lo obligatorio y lo opcional.

Esta mecánica específica diferencia a Locke de otros escritores protestantes contractualistas anteriores y posteriores, contribuyendo a explicar la influencia que todavía hoy ejerce sobre muchos intelectuales. Ciertamente, Locke duplica al hombre pero no transforma al hombre y, mucho menos, propone un renacimiento del mismo en condiciones de virtud. El hombre es lo que es (algo empírico, dado), y el contrato social lleva a cabo, no una transformación, sino un crecimiento; así pues, el hombre anterior y el posterior al pacto son, básicamente, el mismo. El espacio de lo privado, que en su absoluto voluntarismo es imposible, se duplica en lo público y lo privado, un Derecho público y un Derecho privado, un Estado y un mercado… Pero el cimiento es siempre el mismo.

El hombre que se duplica en Locke, no desaparece, como en Hobbes, absorbido por un Leviatán todopoderoso, ni tampoco es refundado, ni renace, como en Rousseau (y en Kant). Nada de esto es necesario, ya que lo que le falta al hombre prepolítico es seguridad en sus propiedades (que ya tiene gracias al trabajo); no teme por su vida; la amenaza que suponen los demás se refiere a sus bienes. Al contrario que en Rousseau y Kant, en los que hay un diseño providencial que conduce al hombre, siempre individual, a la perfección moral, es decir, a la libertad. De ahí que en Rousseau, por ejemplo, no quepa distinguir entre comunidad y sociedad, y que en Kant el destino del hombre, como humanidad, sea el de organizarse según las leyes de la razón, lo que equivale a vivir en libertad dentro de un estado civil.

La libertad, pues, es el elemento común que une a todos estos pensadores voluntaristas contractualistas. Porque, efectivamente, lo que sitúa al hombre por encima del orden estrictamente natural es la libertad, ya que significa situarse por encima de la pura necesidad natural, ajena a la racionalidad. Por este motivo, el bien, el propio ámbito moral, se identifica con la libertad: es el fin ético por excelencia, conformador del espíritu humano, dirá después el idealismo, y por tanto, lo más valioso del hombre. En la medida en que Locke es fiel a este presupuesto fundamental, aunque desarrollándolo en la duplicación del espacio humano y social, puede decirse que, en su obra, a un primer momento voluntarista le sigue un segundo momento racionalista en el que, claro está, el conocimiento carece de fundamento y se concibe como operatividad y cálculo, siendo la acción humana y la experiencia el único presupuesto de una ciencia que es dominio sobre todo.

De modo paralelo a esta concepción del conocimiento, la filosofía práctica de Locke carece de fines. La virtud está en la libertad (frente a la necesidad natural expresada en la causalidad). De ahí que el hombre deba cultivar su libertad y desarrollarla en la racionalidad, que le permite la coexistencia con las libertades (y necesidades y propiedades) de los otros. Esto conduce, pues, a la existencia de una libertad privada y personal, junto a otra social y pública, en un diseño en el que el hombre lockeano pasa de la univocidad de su constitución a la equivocidad de la heterogeneidad social (algo así como tratar de combinar a Scoto con Occam).

En estas condiciones, o sea, sustituido el orden natural por el querer subjetivo, no puede haber buenas leyes, sino buenos legisladores, es decir, racionales, sabios, temerosos de Dios. Puesto que, insistamos una vez más, no hay fines o bienes que no sean los personales, no puede haber un bien común propiamente, sino un bien público como agregado de bienes particulares. Y puesto que no hay más virtud que la libertad individual, no puede haber una virtud política. Lo que hay es un cálculo público racional de virtudes particulares en un contexto que es de por sí equívoco y contingente. Por este motivo, la represión y la coacción resultan inevitables, aunque no en el grado en que aparecen en el esquema de Hobbes (otro motivo más del «discreto encanto» de Locke).

 

5. Un atractivo que permanece

Estas consideraciones, a las que se refiere explícita o implícitamente el texto de Juan Fernando Segovia, explican, pues, el atractivo que aún hoy ejerce John Locke.

Por un lado, el Estado lockeano nace ya inicialmente como un Estado limitado por los individuos, siendo éstos, en efecto, los que restringen su poder coactivo con diversos medios, que darán lugar a la moderna técnica jurídica formal, como son los derechos fundamentales, la división de poderes o el principio de legalidad. Pero esto es algo que no deja de ser paradójico, en cuanto que la existencia política (y jurídica) de los individuos requiere un poder que garantice su libertad individual original limitándola, lo que supone que la existencia de la libertad se debe al poder.

Esta paradoja, que se encuentra en todo el pensamiento contractualista, se explica en Locke porque la libertad aparece como ausencia de constricción, o sea, como libertad negativa, y esto exigirá una constricción que asegure la no constricción. Y aunque este planteamiento sea el punto de partida de otros posteriores, como el de Rousseau, queda en Locke el hecho de que está imponiendo el poder civil (la ley) desde su propio orden anterior, lo que no deja de complicar la paradoja, porque el Estado es a la vez razón y poder, pero nótese que, por su origen prepolítico, tanto la razón como el poder carecen de contenido, ya que los contenidos pertenecen y permanecen en el individuo, traspasándose al Estado sólo formalmente (algo que Rousseau y luego Kant no podían dejar de advertir).

Se comprende, pues, que Locke no consiga construir una comunidad y, menos aún, un bien común. Es fácil darse cuenta de que no hay comunicación ni participación, como reclamaba el Derecho natural clásico aristotélico-tomista, suficientes como para crear un cuerpo y un alma política.

Pero, por otro lado, parte del atractivo de Locke se encuentra también en su contribución en orden a lograr una racionalización ética de la religión. Si bien el escritor inglés recibe ya este planteamiento de la Reforma misma, su esquema avanza un paso más, al hacer imposible cualquier religiosidad que no sea la de comunidades religiosas creadas libremente a partir de un acuerdo realizado entre individuos conscientes que, al final, buscarán el dominio de la naturaleza mediante el racionalismo técnico y económico.

 

6. Conclusión

En definitiva, y a modo de conclusión, ambas consideraciones, la de un Estado sin comunidad y la de una religión conectada con el racionalismo práctico, explican, como se ha adelantado ya, el atractivo de Locke. Pero es, sobre todo, el sustrato de su pensamiento, esto es la idea de la existencia y persistencia de una esfera intangible de poder y derechos en el hombre, que no puede ser afectada desde el exterior, la que, a mi modo de ver, constituye, en un mundo profundamente intervencionista y socializado como el actual, el motivo del encanto que despierta su doctrina, hacia el que muchas corrientes se orientan hoy.