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Número 547-548

Serie LIV

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Locke, ¿iusnaturalista clásico?

 

1. En la telaraña de la ley natural

Lo que he tratado de mostrar en mi libro sobre la ley natural en John Locke es la diferencia insalvable entre la concepción escolástica tomista y la moderna; en otras palabras, la absoluta imposibilidad de maridarlas. Dando por sentado que la de Santo Tomás de Aquino es la cima de la versión clásica –antigua y medieval– de la ley natural, me pareció que las versiones de Locke contenían muy bien las contradicciones modernas de las doctrinas sobre la ley natural.

Digo las versiones, en plural, de la ley natural de Locke, porque en verdad, dada una base fundamental –a la que ya me referiré–, sobre ella elabora no una sino tres (incluso cuatro) interpretaciones de la ley natural.

 

Versiones lockeanas de la ley natural

La primera es la de los Ensayos (o Cuestiones) sobre la ley de la naturaleza, de 1664, y que podríamos definir como un intento seudo humanista de casar antiguas nociones estoicas de la ley natural con las más modernas impulsadas por Grotius y ciertos moralistas británicos neo-platónicos, como Culverwell. El resultado es una teoría voluntarista-idealista de la ley natural, centrada en la separación del orden natural y el orden sobrenatural y en una doctrina empirista del conocimiento humano.

La segunda es la del Ensayo sobre el entendimiento humano, de 1690, en el que, retomando algunos elementos del anterior, Locke esboza una solución que podríamos llamar sociológica: en cierta forma, la ley divina-natural palpita en la ley de las costumbres, de la opinión, de la moda o de los filósofos; por lo que aquello que Dios manda es de alguna manera prescrito también por los cambiantes dictámenes de la opinión pública.

La tercera y más conocida versión es la del Segundo ensayo sobre el gobierno civil, también de 1690: la ley natural es la ley racional del estado de naturaleza que se expresa a través de los derechos naturales del hombre (o se condensa en ellos), en especial el de propiedad; derechos que constituyen la razón de ser (es decir, la causa final) de la fórmula contractualista del origen de la sociedad civil. La ley natural sería, a la vez, el fundamento de los derechos humanos y la explicación de la legitimidad consensual de los gobiernos.

Incluso podría hablarse de una cuarta versión de la ley natural, insinuada en La razonabilidad del cristianismo, de 1695. Este breve ensayo es, en cierto modo, una vuelta al primero, pues al mismo tiempo que se refirma la concepción ius-voluntarista se puede notar el creciente escepticismo de Locke respecto de la razón como fuente de conocimiento de la ley moral, que lo lleva a fortalecer su fundamento evangélico (sola Scriptura). Así, en un giro evolutivo, circular, nos encontramos, luego de tres décadas, con el mismo problema sin haberlo resuelto.

 

2. La teología heterodoxa de Locke

¿Por qué sostengo que existe una incompatibilidad entre las versiones lockeanas y la clásica-escolástica de la ley natural?

En primer lugar, porque en toda doctrina moderna de la ley natural hay inevitablemente una subyacente heterodoxa concepción teológica acerca de Dios y del orden de la creación, heterodoxia que tiene corolarios éticos, jurídicos y políticos. Y así ocurre con Locke.

Dios es, desde el comienzo y casi inalterablemente en toda su obra –aunque desdibujado en el Segundo tratado–, el fundamento de la ley natural: ésta no es otra cosa que la voluntad de Dios respecto del hombre. Ahora bien, este Dios de Locke es muy difícil de asir[1]; no sólo en razón de las ideas religiosas a las que adhirió a lo largo de su vida (siempre protestante pero sin dejar ser un racionalista disconforme), sino también, fundamentalmente, porque el Dios de Locke poco tiene en común con el de la Iglesia Católica.

Los atributos divinos –a resultas del voluntarismo– se reducen en Locke prácticamente a su omnipotencia o poder absoluto[2]. Además, ese Dios en relación a la ley natural parece más una hipótesis racional necesaria para sostener la moral, el derecho y la política[3], que el ser subsistente, necesario por sí mismo; de ahí las dificultades con que tropieza Locke a la hora de probar su existencia. Y si recurrimos a la doctrina gnoseológica del Ensayo sobre el entendimiento humano, Dios es una idea[4] que el hombre revela o construye a partir de las criaturas, especialmente del conocimiento de sí mismo.

Sea como fuere, Dios es tan extraño a la razón humana que a ésta le resulta infinitamente incomprensible, lo que deriva hacia dos actitudes perfectamente correlacionadas: el fideísmo típico del protestantismo (Dios sólo puede ser materia de fe) y el deísmo de marcados rasgos gnósticos.

 

3. La antropología y la psicología lockeanas

También hay contraposición entre el iusnaturalismo de la doctrina tradicional y el de Locke, en segundo lugar, porque la noción de la ley natural de la modernidad parte de ciertos presupuestos antropológicos (éticos y psicológicos) que necesariamente la recortan y singularizan.

Atendiendo a la concepción de Locke acerca de la esencia del hombre, de lo que constituye la naturaleza humana, se ha insistido demasiado en la libertad, sobre todo a la luz del Segundo tratado. Sin embargo, un examen más profundo nos revela que para Locke el fundamento de la libertad humana está en el trabajo por el cual el hombre se crea a sí mismo[5]. De donde se sigue la tesis del self-ownership, de la propiedad de (sobre) uno mismo, que es fundamental en toda la construcción lockeana de la autoconciencia, la individualidad y los derechos naturales[6].

Está claro que esta idea es completamente ajena a la tradición católica. La tesis de la auto-creación por el trabajo es ciertamente gnóstica al igual que la de una libertad absoluta, pues ambas pretenden hacer del hombre un remedo de Dios. Y la idea del self-ownership –que se ha querido vestir de ropaje tradicional[7]– no es más que una distorsión del dominio moral que se tiene sobre uno mismo cuando se posee la virtud y se obra virtuosamente, tanto como una deformación del concepto mismo de propiedad[8].

 

Locke y los derechos naturales

Los derechos naturales de Locke (libertad, igualdad, propiedad, juzgar y castigar), que dicen y testimonian de esa propiedad sobre uno mismo y que son como señas de la condición natural de la humanidad (el estado de naturaleza), constituyen uno de sus aportes más originales –como se ha reconocido por los especialistas. Pero su fundamento y su formulación escapan a la enseñanza tradicional.

En efecto, la doctrina clásica y tradicional de la ley natural no contiene una de los derechos naturales como derechos subjetivos –aunque se haya intentado esta interpretación[9]–; antes bien, el fundamento de unos posibles derechos naturales no está en la naturaleza humana (o en el estado de naturaleza) sino que debería hallarse en los deberes impuestos por la ley natural[10]. Por lo mismo, su fundamento es la misma ley ética universal y no la propiedad del individuo sobre sí mismo.

Huelga decir que el modo absoluto como los entiende Locke, hace de estos derechos una anticipación de la autonomía moral moderna de corte kantiano, que por lo mismo está enfrentada a la escolástica concepción de la ley natural como ley ética universal que ordena a la vida virtuosa y, en atención al fin último del hombre, a la bienaventuranza. Los derechos naturales de Locke, en cambio, se ordenan a los goces terrenos.

 

La moral hedonista

Para concluir con el aspecto psicológico, dos palabras sobre el hedonismo, la concepción de la felicidad en Locke. Para éste el hombre tiene la tendencia natural a buscar las cosas placenteras y a rechazar las que provocan dolor o disgusto, tendencia activa que el hombre puede conocer como propia de su naturaleza, pero que por sí misma no constituye ningún principio moral ni una norma ética. Para Locke el fundamento de la moral no está en la bondad intrínseca sino en la voluntad extrínseca: se necesita de una voluntad que prescriba esa tendencia como buena.

Esa voluntad, respecto de las obligaciones de la ley natural, para Locke, es la de Dios, pues sólo Él tiene poder suficiente para premiar a los que la cumplen y castigar a los orgullosos ofensores; sólo Dios puede imponer sus mandatos y proporcionar a los agentes obligados motivos racionales para obedecerlos. Y es así como el voluntarismo se vuelve compatible con el racionalismo; o, mejor dicho, uno se sigue del otro.

No hay aquí vestigio alguno de la ética tradicional, que identifica felicidad con vida bienaventurada y, por analogía, con la vida virtuosa[11]. La virtud interesa a la moral de Locke en tanto que sea una prescripción del autor de la ley; y en todo lo que su voluntad no ordene, el individuo podrá libremente desarrollar ese instinto natural al placer.

 

4. Locke, el derecho y la política

Finalmente, todos estos elementos que ha dispuesto Locke contribuyen a una concepción del derecho y de la política que, por su modernidad, poco tiene de referencia a las concepciones medievales y clásicas en la que se habría originado.

Existe un grave error histórico respecto de los fundamentos clásico-medievales de la ley natural moderna, error que, en unos casos, se deriva de tomar por escolástica definitiva las doctrinas de Ockham[12] –cuando en realidad éste marca la decadencia de la escolástica–; o, en otros, por suponer que la escolástica española –especialmente el P. Suárez– es fiel reflejo de la concepción tomista[13].

El primer error habilita la construcción de una entente medieval-moderna en la continuidad del voluntarismo jurídico-político. El segundo error conduce a suponer que, dada la influencia de Suárez en el pensamiento jurídico moderno (vía Grotius), éste tendría probadas raíces medievales o tomasianas. Por un motivo u otro (o por ambos) se dirá, entonces, que las doctrinas de Locke tienen orígenes medievales, escolásticos, por lo que no importan un quiebre con aquéllas sino su prolongación y adecuación.

Sin embargo, siendo falso el principio del razonamiento, este mismo está viciado de error. Veamos.

 

Justicia y propiedad

Locke no fue jurista pero escribió sobre el derecho que, para él, se reduce a la ley. La ley se ordena a la justicia. Y la justicia, según Locke, es el aseguramiento de la propiedad (en sentido amplio: vida, libertad y bienes o posesiones), de manera que justicia y propiedad se equiparan conceptualmente[14]; por tanto, donde no hay propiedad no hay justicia.

El fin de la convivencia o de toda sociedad (no importa si natural o consensual) es el aseguramiento de la propiedad, por lo que en una sociedad justa (natural o convencional) existe la garantía del derecho natural de propiedad. El problema de Locke es que en la condición natural del hombre, el estado de naturaleza, sus derechos no bastan para asegurar su propiedad; la ley natural es impotente a tal fin.

Luego, el estado de naturaleza lo es de injusticia pues el derecho o poder ejecutivo de la ley natural no basta para preservar la propiedad en sentido amplio. En consecuencia, habrá que constituir la sociedad civil para que, establecido el gobierno, la ley humana positiva persiga tal fin.

De más está decir que la reducción de la justicia –como fin de la ley– a la propiedad, está lejos de cualquier concepción tradicional. Si la clave es la propiedad, la justicia deberá entenderse no como el dar a otro lo que le es debido sino como el dar lo que se me debe, porque lo que es mío no puede ser de los otros. Por lo menos cabe reconocer que el ambiguo concepto de propiedad lockeano (unas veces moral, otras material) genera un sinnúmero de confusiones que embargan sus concepciones morales, jurídicas y políticas.

No viene ahora al caso insistir en las contradicciones e imprecisiones de Locke. A nuestro objeto basta con indicar la injusticia natural y la necesidad de una justicia positiva, que sólo se alcanza a través del contrato constitutivo de la sociedad civil.

 

Sociedad y sociedad civil: el contractualismo

Mucho se ha escrito sobre el contractualismo de la escolástica española, con especial referencia al P. Francisco Suárez; con todo, no se ha insistido lo suficiente en la distancia que separa a éste de Santo Tomás de Aquino y los intérpretes escolásticos de Aristóteles.

A la par, pareciera existir cierta confusión al asignar al contractualismo moderno una impronta medieval y/o escolástica, borrando las diferencias no sólo entre Santo Tomás y Suárez sino también entre éstos y el propio Locke.

En Suárez hay un doble fundamento de la sociedad política: la naturaleza social del hombre y el contrato como forma –principal, no única– de traslación del poder de la comunidad al gobernante; en Santo Tomás, en cambio, la causa eficiente inmediata o próxima de la sociedad política es esa naturaleza social y política que impulsa al hombre a convivir mediante actos que la actualizan[15].

Para Locke, en cambio, no hay sociabilidad natural. Es cierto que él afirma –en especial en el Segundo tratado, cuando describe el estado de naturaleza– que el hombre tiene la tendencia a vivir con los demás, que el individuo vive en sociedad, que forma familias y que establece formas de cooperación con los otros. Pero en todo caso, no se trata de una inclinación o tendencia natural virtuosa –es decir, a un bien común del que se participa y que perfecciona– sino tan sólo de un instinto que brota de su interior.

Encuentro aquí dos importantes observaciones. Primero, ese instinto de convivencia está en perfecta consonancia con las doctrinas modernas para las cuales la sociabilidad resulta secundaria frente a tendencias naturales más fuertes, como la autoconservación o la búsqueda del propio interés, que son el negocio real de la vida[16]. Luego, en segundo lugar, es imposible concebir un bien común –como término de esa tendencia– que constituya también el bien del individuo.

Locke insiste demasiado en el primer aspecto (la autoconservación) y guarda silencio respecto del segundo. Y si en alguna ocasión menciona el bien público (publick good) no va más allá de intereses cuantificables, calculados con un criterio utilitarista, siempre reducibles al cómputo individuo: «La vida, la libertad, la salud y la indolencia del cuerpo; y la posesión de cosas externas, tales como dinero, tierras, casas, muebles y similares»[17].

Por otra parte, Locke es un contractualista y no entiende que la comunidad política (la sociedad civil) sea fruto de la tendencia actualizada a la vida en común sino el resultado de un pacto entre propietarios, entre los individuos poseedores de derechos naturales.

El asunto es bastante conocido como para insistir en él. Baste decir que, del contrato constitutivo de la sociedad política, nace un cuerpo artificial: la sociedad civil o Estado, que tiene la tarea de armonizar la autonomía moral de los individuos en el estado de naturaleza con su autonomía en la sociedad civil, pues, conservando los derechos naturales (que no se ceden, salvo de ejecutar la ley natural), los individuos limitan las competencias de la sociedad civil y juegan a su libre desenvolvimiento personal.

 

5. A propósito de las versiones católicas de Locke

Casi como un resultado no previsto de mi investigación, fui advirtiendo la necesidad de refutar algunas versiones católicas que afirmaban la compatibilidad de la noción lockeana de la ley natural y la católica tradicional, en ciertos casos a un extremo tal que hacían de Locke una suerte de Santo Tomás del siglo XVII.

En un primer momento, la idea de revisar esa pretensión surgió con la lectura del documento de la Comisión Teológica Internacional sobre la ética universal y la ley natural, del 2009[18]. Posteriormente, concentrado en los estudios sobre Locke, advertí cierta generalización de la tesis de la afinidad entre sus ideas (éticas, políticas, jurídicas) y las católicas, que se remontaban a unas impresiones del Cardenal Ratzinger[19] y se repetían en una serie de exposiciones usualmente académicas[20].

Estos estudios pecan de un torcimiento, de una distorsión en el significado de la ley natural, por influencia del liberalismo católico. Un primer punto que suelen ver favorable es el énfasis en la razón como vehículo de conocimiento de las normas morales, que en Locke se exagera hasta el punto de asimilar la ley natural a la razón; y que los católicos suelen citar olvidando que la luz de la razón es en el hombre la misma luz divina[21], pues a fuerza de insistir en el acceso práctico a la ley natural postergan su derivación de la ley divina.

Otro punto es la afirmación lockeana de que los derechos naturales se fundan en la ley natural, de modo tal que el hombre precede a la sociedad y entra en ella dotado de ciertos poderes morales inalienables, tesis que comparten los liberales católicos cayendo en el mismo equívoco de Locke: reducir la moralidad a los derechos subjetivos, a la libertad negativa.

También estos escritos suelen aceptar la concepción estatista de Locke particularmente en dos aspectos: la limitación del poder político por la libertad humana y los derechos que la amparan, y la neutralidad del Estado en materia religiosa. Respecto de lo primero, el error viene de aceptar como buena y sin inconvenientes la concepción lockeana de los derechos del hombre. En cuanto a lo segundo, a tono con la sana laicidad, no puede sino señalarse la ingenuidad –sino la torpeza– de creer a los Estados Unidos de América el paraíso de la libertad y la religión.

La mayoría de estos estudios simplifican en extremo las ideas de Locke, en una doble dirección: ya porque evitan los aspectos contradictorios de su pensamiento, ya porque eliminan de la consideración los puntos del pensamiento lockeano que colisionan con las verdades de la fe y las afirmaciones tradicionales de la teología católica. Se cae en el absurdo, por ejemplo, de aplaudir la idea de Locke sobre la tolerancia religiosa sin ni siquiera estudiarla seriamente, porque se habría advertido su decidido anticatolicismo.

 

6. Conclusión

Para terminar, quisiera confirmar la interpretación final adelantada en el libro. El carácter antiescolástico del pensamiento de Locke –como el del iusnaturalismo moderno– es evidente para quien recorre su filosofía. Así lo han reconocido tanto admiradores como críticos. Uno de aquéllos, ha dicho que Locke repudió «la epistemología y la metafísica de la escolástica en particular y del aristotelismo en general», y, consiguientemente, «rechazó también los fundamentos del enfoque de la ley natural medieval y con ello cualquier posibilidad de utilizar tal enfoque como base de una doctrina de los derechos naturales»[22].

A esto, hay que agregar un dato olvidado: la Iglesia católica consideró en su momento que la obra de Locke estaba regada de errores filosóficos y teológicos, motivo por el cual –en razón de sus afirmaciones heréticas– varios de sus libros fueron puestos en el Index. Es verdad que hoy el Índice ha desaparecido y que el magisterio se ha reblandecido; así y todo, los motivos por los cuales es censurable la obra de Locke no se han esfumado, lo que debería ser suficiente a cualquier serio investigador (católico o no) para evitar conciliar lo inconciliable. No son pocas las razones por las cuales Locke resulta completamente extraño al pensamiento católico y la doctrina de la Iglesia, por lo cual debería hacerse un balance de cuánto resigna el catolicismo queriendo aclimatar a Locke a una sabiduría que le es extraña.

Más concretamente, volviendo a la ley natural, no es posible trazar una línea ininterrumpida desde el iusnaturalismo de Santo Tomás al de Locke. No únicamente porque Locke formula diversas versiones de esa ley natural, que se contraponen entre sí, sino porque en todas ellas parte de presupuestos que son opuestos a los de la tradición clásica del iusnaturalismo.

Más bien debería decirse que Locke ha contribuido a la demolición de la tradición de la ley natural.

 

[1] Véase Juan Fernando SEGOVIA, «Dios, Locke y la Ley de la Naturaleza», Anacronismo e Irrupción (Buenos Aires), año IV, núm. 7 (2014), págs. 28-58.

[2] En Santo Tomás de Aquino no es así: el primer atributo de Dios es la simplicidad y luego la perfección y bondad infinitas. Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. th., I, q. 3 a 6.

[3] Cfr. Vivienne BROWN, «The “figure” of God and the limits to liberalism: a reading of Locke’s Essay and Two Treatises», Journal of the History of Ideas (Pensilvania), vol. 60, núm. 1 (1999), págs. 83-100; y William T. BLUHM, Neil WINTFELD y Stuart H. TEGER, «Locke’s idea of God: rational truth or political myth? », The Journal of Politics (Chicago), vol. 42, núm. 2 (1980), págs. 414-438; etc.

[4] La religión (con sus iglesias, sus cultos, sus sacramentos, etc.), al igual que la teología y la filosofía, versan sobre la idea que la mente construye acerca de Dios pero que no es Dios. Tal como escribe Nicholas WOLFERSTORFF, «Locke’s philosophy of religion», en Vere CHAPPELL (ed.), The Cambridge companion to Locke, Cambridge, Cambridge University Press, 1999, pág. 186: «Dios nunca está directamente en la mente; esta suposición es fundamental para la epistemología de la religión de Locke. La idea, el concepto de Dios, se presenta directamente en la mente; pero no es Dios. La visión sacramental –que al menos algunos seres humanos experimentan de Dios en ciertos momentos de sus vidas–, no era una suposición que Locke aceptara. Si se le preguntase sobre ello, firmemente la habría rechazado».

[5] Paul A. RAHE, «The political needs of a toolmaking animal: Madison, Hamilton, Locke, and the question of property», en Ellen FRANKEL PAUL, Fred D. MILLER, Jr., y Jeffrey PAUL, Natural rights liberalism from Locke to Nozick, Cambridge, Cambridge University Press, 2005, págs. 1-26.

[6] Remito a Juan Fernando SEGOVIA, La ley natural en la telaraña de la razón. Ética, derecho y política en John Locke, Marcial Pons, Madrid, 2014, págs. 123-129.

[7] Cf. Brian TIERNEY, «Dominion of self and natural rights before Locke and after», en Virpi MÄKINEN y Petter KORKMAN (ed.), Transformations in medieval and early-modern rights discourse, The Netherlands, Springer, 2006, págs. 173-203.

[8] Véase Janet COLEMAN, «Pre-modern property and self-ownership before and after Locke. Or, when did common decency become a private rather than a public virtue?», European Journal of Political Theory (Nueva York), vol. 4, núm. 2 (2005), págs. 125-145, y Paolo GROSSI, «Usus facti. La nozione di proprietà nella inaugurazione dell´etá nuova», Quaderni Fiorentini per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno (Florencia), núm. 1 (1972), págs. 287-355.

[9] Así, Brian TIERNEY, The idea of natural rights: studies on natural rights, natural law, and Church law 1150–1625, Grand Rapids, Emory University, 1997. Debería decirse que es la crisis de la escolástica la que –vía nominalismo y voluntarismo de Ockham– produce la noción de unos derechos subjetivos. Cfr. Michel VILLEY, «La génesis del derecho subjetivo en Guillermo de Occam», en Estudios en torno a la noción de derecho subjetivo, Valparaíso, Ed. Universitarias de Valparaíso, 1976, págs. 149-190.

[10] Véase la crítica a Tierney, de S. Adam SEAGRAVE, «How old are modern rights? On the lockean roots of contemporary human rights discourse», Journal of the History of Ideas (Pensilvania), vol. 72, núm. 2 (2011), págs. 305-327.

[11] SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. th., I-II, q. 1 y 2; Suma Contra Gentiles, III, 25 a 37.

[12] P. e., Heiko A. OBERMAN, «Via antiqua and via moderna: late medieval prolegomena to early reformation thought», Journal of the History of Ideas (Pennsylvania), vol. 48, núm. 1 (1987), págs. 23-40.

[13] Es el error de Quentin SKINNER, The foundations of modern political thought, vol. II: The reformation, 1978, que se cita de la versión castellana: Los fundamentos del pensamiento político moderno. La Reforma, México, FCE, 1986, vol. II.

[14] Kiyoshi SHIMOKAWA, «Locke’s concept of justice», en Peter R. ANSTEY (ed.), The philosophy of John Locke. New perspectives, Londres y Nueva York, Routledge, 2004, págs. 61-85.

[15] En ambos, Dios es causa remota de la sociedad política en tanto autor de la naturaleza humana.

[16] Anthony PAGDEN, «Human rights, natural rights and Europe’s imperial legacy«, Political Theory (Princeton), vol. 31, núm. 2 (2003), págs. 171-199.

[17] John LOCKE, A letter concerning toleration [1690], en The Works of John Locke, Londres, Th. Tegg, W. Sharpe and Son, G. Offor, G. y J. Robinson y J. Evans and Co., 1823, vol. VI, pág. 10.

[18] Cfr. Juan Fernando SEGOVIA, «Examen crítico de “A la busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural”», Verbo (Madrid), núm. 493-494 (2011), págs. 191-226.

[19] ) Por ejemplo, en Joseph RATZINGER, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Salamanca, Ed. Sígueme, 2005. Véanse las observaciones de Miguel AYUSO, «Laicidad y derechos humanos», en Danilo CASTELLANO y Federico COSTANTINI (ed.), Costituzione europea, diritti umani, libertà religiosa, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2005, págs. 135 y sigs.

[20] Los menciono al comienzo de mi artículo «John Locke, la ley natural y el catolicismo», Verbo (Madrid), núm. 529-530 (2014), págs. 773-800.

[21] Santo Tomás lo dice en varios lugares, pero resulta particularmente ilustrativa la siguiente cita que hace de Teofilacto: «Intellectus nobis traditus, ac nos dirigens, qui et naturalis ratio nominatur, dicitur lux tradita nobis a Deo», esto es, «la inteligencia que se nos ha dado para que nos guíe, y que se llama la razón natural, es lo que decimos luz recibida de Dios». Santo TOMÁS DE AQUINO, Catena aurea, comentario a San Juan I, 9 (que se cita de la versión francesa, La chaine d’or, París, Louis Vivès Ed., 1855, vol. VII, pág. 59).

[22] Edward FESER, Locke, Oxford, Oneworld, 2007, pág. 110.