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Número 555-556

Serie LV

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Modernidad, contemporaneidad, actualidad: ¿Qué connotación para el derecho natural?

 

1. Un problema esencial

A primera vista, modernidad, contemporaneidad y actualidad podrían parecer sinónimos. Y así es, por lo que se refiere al Derecho natural (entendido en sentido clásico). De manera que el Derecho natural no podría ser actual sin ser (por ello) contemporáneo y moderno. Semejante afirmación se situaría en los límites de lo evidente, obteniéndose mediante abstracción a partir del primer término, que (casi como un género respecto a la especie) no podría dejar de contener tanto el segundo como el tercero.

En realidad, así como los tres términos reenvían a tres conceptos distintos[1], sustancialmente irreductibles entre sí, el Derecho natural exige que tales distinciones sean relevantes en lo que se refiere a su calificación. En efecto, no sólo la actualidad, por sí misma, no incluye la contemporaneidad y la modernidad, sino que, bien mirado, se separa de ambas. Cada uno de los conceptos, significado con el término correspondiente, es inconmensurable respecto de los otros. De esta manera, la respectiva asimilación aparece como resultado de una objetiva equivocación, o de una precomprensión forzada.

Efectivamente, la asimilación de las tres nociones, modernidad, contemporaneidad y actualidad, presupone un prejuicio asumido sin argumentos. Se trata de la concepción de la historia como necesidad. Desde este punto de vista, la sucesión de los acontecimientos presupone una causalidad inmutable. Todo lo que es, debe ser. Lo es porque debía serlo, y viceversa. Lo que es no puede ser de otra manera de como es. Lo es en cuanto no puede no serlo. Realidad y efectividad se identifican. El acaecer consiste totalmente en la inmanencia de su verificarse. La validez se identifica con la facticidad. La cualificación resulta un mero efecto del cambio. El significado queda absorbido por la fenomenología del devenir. Por lo que la modernidad viene a ser la consecución de un desarrollo diacrónico sin posibles alternativas. No podría dejar de ser contemporánea, precisamente en la medida en que se sitúa en el tiempo, y, en él, está presente en el presente. No existiría, en consecuencia, más actualidad que la contemporaneidad. La actualidad se condensaría en una efectividad incidental. No podría ser tal sin ser contemporánea.

De esta manera, en la perspectiva de la asimilación de valor y hecho, la actualidad se reduciría a un conjunto de indicaciones textuales y seriales. La inmanentización de la actividad (en cuanto tal), subsumiría la actualidad en un reflejo cronológico fenomenológico, o bien en un sucedáneo de la representación del tiempo. Con ello, quedaría a merced de la prevalencia sociológica y, en sustancia, de la hegemonía del inmovilismo. En resumen, la actualidad se extenuaría en un reflejo efectivista. Se transformaría en una accidentalidad circunstancial y cuantitativa. Hasta llegar a perder toda consistencia propia.

Ahora bien, reflexionar sobre la actualidad del Derecho natural, entendido de manera realista, no comporta necesariamente postular su contemporaneidad y su modernidad. Y viceversa, dicha consideración revela la exigencia de una cuidadosa precisión semántica, capaz de pensar teoréticamente la cuestión, más allá de cualquier asunción previa, convencional y problemática.

Visto desde un ángulo diferente, en el caso de asimilación entre actualidad y contemporaneidad, el Derecho natural se perfilaría como un producto de tiempo: sería actual en cuanto fuera diacrónicamente efectivo. Su validez se identificaría con su presencialidad. Según esta trayectoria, constituiría un producto del tiempo, no susceptible, como tal, de trascenderlo y atravesarlo. No podría, por tanto, manifestar en cualquier tiempo, como instancia permanente de justicia, cuáles serían sus condiciones situacionales.

De manera semejante, en el caso de identificación entre actualidad y modernidad, el Derecho natural solamente sería actual a condición de que dependiera de la opción constitutiva de la modernidad (conceptualmente entendida). Su relevancia intrínseca se acercaría a su derivación extrínseca. Asumida semejante precondición, sería incapaz de satisfacer cualquier opción, precisamente en cuanto que es tributario de una de ellas. Así, dejaría de ser instancia permanente de entendimiento de lo debido (en cuanto tal).

En otros términos, la identificación de actualidad, contemporaneidad y modernidad resultaría esencial para el Derecho natural (en su acepción clásico-sustancialista). Eliminaría, en efecto, la significación intrínseca, tanto bajo el perfil de la juridicidad como bajo el de la naturalidad.

2. Modernidad

Por sí misma, esto es, en esencia, la modernidad no puede confundirse con la contemporaneidad. De otra manera, si la primera se asimilara a esta última, perdería todo contenido propio. Sería moderno lo que, al tiempo fuera contemporáneo. Y, a su vez, lo moderno sería actual sólo en cuanto contemporáneo.

En sentido estricto, la modernidad puede entenderse, bien según una acepción temporal, o bien según una acepción esencial. En el primer caso indicaría una determinación cronológica; en el segundo designa un dato conceptual. En el primero se identificaría con un determinado arco de tiempo, y en el segundo se referiría a un criterio filosófico.

No es difícil observar que la propia acepción temporal de la modernidad, a menos que se proponga como meramente convencional, remite a una significación conceptual. No cabe duda, efectivamente, de que cualquier perimetración cronológica presupone la individualización de un paradigma sobre cuya base queda fijada en cuanto tal. Tampoco que dicha asunción se mantiene gracias a un criterio que le resulta cómodo. Dicho de otra manera, no puede sino situarse entre un terminus a quo y un terminus ad quem. Pero la asunción de estos confines temporales se apoya en un principio que les asegura un carácter que va más allá de la mera sucesión cronológica, o que les revela (al menos desde una cierta perspectiva) como dirimentes respecto de lo que precede y de lo que sigue. Como si fueran cimas montañosas capaces por sí mismas de constituirse en referencias, tanto de lo «primero» como de lo «después».

La acepción cronológica de la modernidad, indicadora, en cuanto tal, de un arco temporal, no es idónea para ofrecer la razón de sí misma. Su aplicación a eventos o teorías presupone aquello que la conviene. La indicación de sucesos capaces de ser considerados iniciales y conclusivos, como aurorales o terminales, supone –explícita o implícitamente– la noción que fija el quid. De donde se desprende que puede considerarse moderno lo que viene connotado precisamente por la modernidad, y no viceversa. Y paralelamente, de donde se desprende que es posible considerar un comienzo mediante precisos inicios, calificables, por sí mismos, como tales. En definitiva, la modernidad entendida como clasificación cronológica reenvía a la modernidad concebida como noción sustancial.

De modo diverso, la modernidad entendida como determinación esencial puede ser admitida bajo el aspecto categorial y bajo el aspecto epocal.

Como se desprende de las doctrinas y acontecimientos que teorizan y protagonizan la modernidad, entendida como categoría, la modernidad se connota por el racionalismo y el subjetivismo. Viene identificada como tal mediante la afirmación dirimente del principio de inmanencia[2]. En este sentido, la modernidad entendida como categoría, coincide con la asunción (previa) del ser puesto como dependiente del conocer, y de éste como variante del querer. De manera que el cogito ergo sum se revela como un cogito-volo. La derivación del ser a partir del pensamiento, llega hasta la identificación de ser y pensamiento y de pensamiento y lenguaje. Y la identidad entre pensamiento y actividad se prolonga (coherentemente) hasta la asimilación entre concepción y volición, entre conocimiento e interpretación, así como entre valoración y posición.

La asimilación de intelección y comprensión, que desemboca en la conjunción (procesiva o completiva) de cognoscible y conocido, tanto en sentido afirmativo como negativo, se sitúa en la perspectiva del racionalismo. Al mismo tiempo, sobre la base del principio de inmanencia, se lleva a cabo la identificación entre libertad y voluntad, así como las de finalidad y deseo, naturalidad e inmediatez, de acción (en sí) y autodeterminación (absoluta), de validez (ética) y espontaneidad (afectiva). Sobre semejantes premisas no puede sino negarse –más allá de cualquier argumentación– tanto el status naturae lapsae[3] cuanto la posibilidad de la gratia gratum faciens[4].

Del mismo modo, es posible poner de manifiesto que la actitud de la modernidad es la del subjetivismo (que es muy diferente de la subjetividad sustancial, sea in essendo, sea in agendo)[5]. Tanto en la línea del subjetivismo empirista, como en la del subjetivismo trascendental y panlogicista, incluido el formalista y pragmatista (declinado en sus diferentes formas). El subjetivismo es una opción que hace derivar el contenido –del conocimiento así como de la acción– del acto. Pero no viceversa. El sujeto se identifica, pues, con su actividad. Y es ésta la que hace surgir lo demás. Pero no al contrario. Por consiguiente, el querer subsume en sí el valor, y la acción es entendida como autoconstitución. De esta manera, el sujeto, que aparece precisamente como un centro que se pone a sí mismo, no puede dejar de asumirse como principio de sí mismo, resolviéndose en la multiplicidad de las situaciones y posibilidades. Tanto en uno como en otro caso, se autoextingue justamente como sujeto, dicho de otro modo, se disuelve en la existencia carente de esencia o (con otras palabras) en un mero Dasein muy diferente del Sein.

Sobre la base de este primado de la actividad sobre la realidad, se formula la tesis de la autosuficiencia de lo finito, esto es, la conversión de lo finito en infinito, y viceversa. De ahí el abandono ontológico del propio finito y la imposibilidad (lógica) de cualquier clase de trascendencia, tanto metafísica como axiológica, tanto alética como deóntica. Junto con la inescindible imposibilidad de pensar la realidad de la divinidad. Llegando a la consideración de la nada como verdad del ser, y de lo indeterminado como fuente y sustancia de lo determinado.

Al mismo tiempo, la modernidad como época designa, no un tiempo en cuanto tal, ni una sucesión que determine un rasgo del desarrollo, sino lo que especifica la completa orientación de un mundo humano. Lo que especifica un humus tendencial, intelectual, moral y artístico, capaz de ofrecer un marchamo comprensivo (en el sentido de «abrazar»), de señalar como específica una constelación de realizaciones e instituciones. Desde este ángulo, una época sólo puede ser individualizada sobre bases cualitativas, no cuantitativas: en relación con lo que permanece en el devenir humano, confiriéndole una especie de peculiaridad inconfundible, testimoniada mediante expresiones concurrentes en los diversos campos de la actividad humana. Es decir, que nunca se puede hipostatizar «en el estado puro», y que es relevante por sí misma bajo la perspectiva de la accidentalidad, aunque pueda connotar una determinada «individualidad» epocal, en razón de cierto ubi consistam (que atraviesa la experiencia sin reducirse por sí a mera empiricidad).

Bien mirado, pues, la modernidad es tal bajo el presupuesto de la opción que la informa. No es el resultado necesario del recorrido de la historia. No se identifica como meta del desenvolvimiento humano. Su duración no es coextensa al discurrir de la vida de las generaciones en el tiempo. Más bien, dicha opción se mantiene sólo en la medida en que se injerta en lo que ella misma resuelve mediante su propio afirmarse. O bien, se realiza en la medida en que se da (no obstante) su deficiencia; en la medida en que su indeterminado devenir omnilateral deja subsistir residuos de permanencia en el ser; en la medida en que su indeterminado devenir no haya reducido a su misma medida toda determinación sustancial. En este sentido, su instauración alcanza caracteres antropofágicos, en cuanto que su autoposición –supuestamente sugeridora del ser mediante el acto– no puede darse más que como prevalente sobre cualquier realidad, reabsorbiendo en la opcionalidad y en la operatividad todo dato, incluso el originado por la propia proyectividad racionalista, accediendo de esta manera a una inexorable virtualidad anuladora.

La tematización de la modernidad, pues, resulta inconfundible tanto con la contemporaneidad como con la actualidad. Si acaso, puede asumir el carácter de la contemporaneidad sólo accidentalmente, en base a la efectividad de la modernidad misma (y eventualmente, sólo a condición de fenomenizar el significado de la actualidad), o bien en base a hacerse presente a través de sus efectos en el tiempo (entendiendo el tiempo, obviamente, desde su relieve de acontecimiento).

Pues bien, si el Derecho natural se entiende como dependiente del racionalismo, no es difícil inferir que renuncia a sí mismo, en cuanto determinación de justicia inferida en virtud del reconocimiento de la natura rerum y no sobre la base de paradigmas que se configuran como constitutivos de una supuesta res ut natura. Con razón esto tiene lugar considerándolo como derivación del subjetivismo (tanto de impronta empirista como trascendentalista). Desde esta perspectiva, deja vacío el principio de su propia existencia, suprimiendo al ser como fundamento ut sic (tanto bajo el perfil noético como bajo el perfil práctico). En efecto, si el ser queda subsumido en el conocer, el juicio iusnaturalista se resuelve en una autorrepresentación (del que conoce a sí mismo). Si el ser se entiende como resultado de un poner, permanentemente puesto (o mejor, autopuesto), el objeto del Derecho se disuelve en la autorreferencialidad (esto es, en la simple situación o contextualidad) de lo puesto mismo.

Sobre la base del paradigma de la modernidad (entendida conceptualmente), el Derecho natural asume la naturaleza de una tipificación genética (es decir, de una hipótesis justificadora puesta como originariedad postulada), más que la de un dato ontológico que se revela en todas y cada una res. Hace del Derecho una proyección de posibilidad (y de sus limitaciones), de manera que encuentra su propio eje en la subjetividad (correspondiente con la individualidad). Al mismo tiempo, considera la razón como actividad que se realiza a sí misma en la autotransparencia, actuándose, contextualmente, bien como noema, bien como noesis, bien como contenido, bien como método. Su virtualidad llega a resolver (de modo definitivo) la conciencia en la libertad, haciendo del Derecho, principalmente, un complejo de facultades posibilidades cuya exigencia de garantía –vinculada por sí a la «pura» razón– desemboca finalmente en la efectividad positivizada.

3. Contemporaneidad

Por sí misma, es decir, independientemente de cualquier referencia, la contemporaneidad no existe. Es tal solamente si el cum que la constituye tiene relación con algún término que, en cuanto tal, sea por sí mismo. Efectivamente, el tiempo carece de su medida por sí mismo. No es mensurable más que por referencia a una unidad en cierto modo estable y a un observador que pueda contar el devenir medido por la temporalidad. El tiempo, pues, no se entiende desde el punto de vista del tiempo. Del mismo modo, la contemporaneidad no se puede comprender desde el punto de vista de la contemporaneidad. Al igual que el tiempo, la contemporaneidad no da razón de sí misma. Privada de sujeto y de objeto, y, con mayor razón, privada de un ubi consistam, la contemporaneidad es imposible e indiscernible. Es vacía e inconsistente.

La contemporaneidad no puede entenderse como puntual sincronía de situaciones en el tiempo, fijadas, en cierto modo, en el tracto totalmente coetáneo de su transitar. El tiempo, efectivamente, en cuanto duración, es un continuo, y no una sucesión de instantes (aislados y sustancializados). Análogamente, la contemporaneidad no consta de unidades de devenir coexistentes (eventualmente) con otras en su estar presentes (en una hipotética línea del tiempo). Del mismo modo que el carácter fijo de los instantes (es decir, de cada uno de ellos) haría imposible el tiempo, la segmentación de las unidades de devenir harían imposible toda contemporaneidad. Solamente el instante sería contemporáneo a sí mismo. El continuarse de las unidades de devenir, cada una, y cada instante, podría ser un continuo siempre en sucesión: pero de este modo quedaría excluida cualquier contemporaneidad. Cada uno de los segmentos temporales resultaría inevitablemente extraño al otro, o se disolvería en el otro. La vaciamiento de la continuidad ontológica vaciaría, en definitiva, la continuidad temporal.

Ahora bien, en el presente del conocer y del querer se contiene el pasado y el futuro. En el conocimiento, como en la volición, el pasado se encuentra presente en el presente, y el futuro es el futuro en el presente. Al mismo tiempo, el presente no existiría si no condensase en sí la continuidad del pasado y del futuro, lo ya dado y lo no acontecido aún, lo cumplido y lo posible. Cada uno de ellos en cuanto tal. En el transcurso del pasado viviente, presente y futuro, lejos de estar separados se comunican en la continuidad del ser y del actuar, del ente único y del único viviente. Sólo permiten destacar los momentos de la actividad, considerando cada uno de ellos por sí mismo.

Bien mirado, la contemporaneidad sólo puede entenderse con referencia a un término de medida consistente en la mismidad. Lo que sería estable a su modo o, dicho de otra manera, bajo un cierto aspecto sustraído al fluir temporal. Capaz de «fijar», en tal sentido, un devenir determinado, presente por su relieve «frente» a un cierto cambio, capaz de «suscitar» o de «advertir» una cierta conciencia del fluir temporal. No como producto de los acontecimientos, sino como referencia cualitativa relativa a los mismos.

En ausencia de lo que (al menos bajo un cierto aspecto) hace permanente lo transeúnte, no puede darse ninguna contemporaneidad. No permanece más que la instantaneidad del nunc. En sentido estricto, efectivamente, sólo lo inmediato es contemporáneo a sí mismo. Pero éste, precisamente en cuanto tal, es inaprensible en su puntualidad, en cuanto que carece de realidad propia. En relación con él, se puede advertir que apenas se ha dicho «ahora», es necesario indicar ya «entonces». Lo contemporáneo, entendido como presente absoluto, se difumina en la nada. La pura contemporaneidad se convierte así en la pura nada. Se hace imposible a sí misma. Se contradice a sí misma. En la medida en que la contemporaneidad descansa sobre sí misma, se extingue, al mismo tiempo, desde sí misma. Cuanto más se refuerza con consideraciones acerca de lo permanente y lo universal, más se consolida encontrando su razón de ser más allá de sí misma.

En otro sentido, la contemporaneidad se identifica con la moda. Se tipifica en el sentir prevalente. Se hace presente en lo efímero convertido en lo efectivo. Asume el aspecto reificante de lo extrínseco dominante. Se hace presente en el «por lo demás», o bien, según el diagnóstico heideggeriano, adquiere la fisonomía propia de una cháchara[6], de un «se dice» o «se hace»[7]. Se fenomeniza en la impersonalidad de un mero «ejercer», en la vacuidad de una presencia de la presencia, o en lo inaprensible de un presente del presente. Cae en la dispersión radicalmente inconexa. Queda prisionera del instante, sin contenido ni por qué.

Como expresa Heidegger, en relación con el impersonal existencial man, la contemporaneidad como autorreferencia termina en el «empequeñecimiento de todas las posibilidades de ser»[8]. Esto es, donde «las cosas son así porque se dice»[9], y el «escuchar y el comprender se encuentran enlazados preliminarmente al hablar en cuanto tal»[10]. En la homologación, pues, que prescribe tiránicamente el modo de ser de la cotidianidad[11] sobre la base de las pretensiones de la contemporaneidad. Así, asumida como paradigma, la contemporaneidad como cháchara «se alimenta de lo que ha dicho»[12]. Al mismo tiempo, a la asunción de la contemporaneidad como paradigma validante en sí, le corresponde la connotación, propia de la cháchara[13], de eludir la confrontación objetiva con el objeto del que se habla. En este sentido, más que transmitir algo, la fatigosa investigación de la contemporaneidad clausura la comunicación: la vacía, la hace objetivamente mistificante, la convierte en el simulacro de sí misma.

Ahora bien, si el Derecho natural trae su cualificación de la contemporaneidad como paradigma, queda reducido a una efectividad positivizada y a una operatividad sociologizada. Resulta cómodo tratar la contemporaneidad, vaciada a sí misma de sustancialidad. El Derecho se transforma en una fenomenización cambiante, al cambiar la perspectiva «contemporánea». Lo natural deviene lo espontáneo, esto es, lo prevalente. Su ser «viviente» se identifica con su ser contemporáneo, tanto desde el punto de vista de la interpretación como desde el de la eficacia (o, si se prefiere, tanto desde la hermenéutica como desde la actividad).

4. Actualidad

Al igual que la contemporaneidad, también la actualidad, que se presupone fundada sobre sí misma, vanifica su posibilidad misma. En el tiempo, la actualidad pura vendría dada por la pura autotransparencia del instante. Algo que en, en sí mismo, irreal, bien porque el instante en cuanto tal no tiene ninguna transparencia respecto de sí mismo, bien porque el instante no tiene ninguna consistencia en sí mismo. Reducida a la autopresencia del instante, la actualidad alcanza (por sí sola) la autoanulación. En cuanto al ente (finito), la actualidad nunca viene dada si no es en un plexo en el que se conecta a una cierta potencialidad, nunca plenamente realizada como tal. Es más, la actualidad reaparece como connotación de sí misma, casi accidentalidad sustancializada, precisamente en la medida en que no tiene ninguna realidad en sí.

En sí, como determinación de un dato (óntico, ético o noético), la actualidad no se da propiamente en el acto, sino que más bien es propia del acto y por el acto. Debiendo entenderse el acto en cuanto acto segundo, surgido sobre la base del acto primero. La actualidad, pues, califica al acto, no lo constituye. No es correspondiente de cualquier acto, sino que se refiere a él connotándolo como tal.

La actualidad aparece como dato cualitativo. Nunca meramente cuantitativo, accidental, marginal. Actual no es lo que se adecúa a las modas, a las versiones oficiales, a las opiniones dominantes, a los poderes hegemónicos. La actualidad es relevante y es posible solamente en el ámbito de la cualificación (del ser, del conocer, del actuar). En otras palabras, la actualidad, o revela un significado (analógicamente) axiológico, o es indiscernible.

Actual es aquello que es importante, al menos desde alguna perspectiva, (en sí, y por consiguiente, para nosotros). Es actual lo que es válido: en cuanto tal, resulta apreciable y se diferencia del mero acaecer. Actual es lo que es perenne y, por ello mismo, no es eliminado por la voracidad del tiempo. Es actual lo que, por sí mismo, se eleva por encima de, o es trascendente (por alguna razón intrínseca) respecto de, un cierto tiempo o un cierto opinar, en la medida en que resalta (por sí misma), como merecedora de atención. En este sentido, es actual lo verdadero, lo bueno, lo que es bello. Consecuentemente, actual es lo que vale: esto es, lo que es apreciable, lo que es racional, lo que es justo, lo que es virtuoso.

Considerada axiológicamente, consiste en la validez la que sustancializa la actualidad. Y no viceversa. Sólo lo que es de por sí válido tiene propiamente título para ser actual. Lo que tiene valor, en orden al conocimiento y a la acción, es siempre actual. Precisamente en cuanto que algo no es presa del mero acaecer y encierra en sí algo de permanente, se deja apreciar como actualidad. Todo lo que es universal, en la perspectiva del Derecho, es indefectiblemente actual. Por sí mismo, lo que es verdadero y bueno responde a las exigencias esenciales –y por ello, siempre actuales– de la inteligencia y de la voluntad. Es, pues, irrefragablemente actual. En cualquier de los dominios del saber, toda proposición verdadera, precisamente porque lo es, no deja de ser nunca actual[14]. Precisamente en cuanto tal, en cualquier campo del saber, lo que es verdadero es, y permanece siempre actual. Y por ello mismo suprime y arroja al olvido todo lo que es falaz, ilusorio, engañoso. La instancia de la justicia –aunque ofuscada, descuidada, vilipendiada–, precisamente en cuanto naturalmente humana, es irreductiblemente actual. Y lo es, concretamente, no según tipificaciones psicológicas o sociológicas, sino sobre bases ontológicas.

Una valoración puede parecer inmediatamente inactual, aun siendo ineliminablemente actual[15], si lo innatural es tal según un sentir prevalente, mas se hace evidente a la inteligencia por el contenido que da razón de la naturaleza del objeto. En estas condiciones se puede afirmar que no existe nada más actual que lo que se presenta como inactual, porque no es instrumental, no es oportunista, no es conformista. De tal manera que puede darse una actualidad (real) de lo inactual (aparente), al mismo tiempo que una inactualidad (objetiva) de lo actual (ficticio).

A este respecto, resultan esclarecedoras las reflexiones de Josef Pieper. Éste llama la atención acerca de que «actual no es solamente lo que una época “quiere”, sino aquello de lo que “tiene necesidad”, actual es lo correctivo; es decir “no” al tiempo, es decir, a los peligros internos a una época, que, es natural, se encuentran ligados a la fortuna de la misma. Actual puede ser lo está directamente conforme con el tiempo y lo que, por el contrario, no lo está. Cuando Nietzsche escribe su impactante ensayo sobre las ventajas y desventajas de la historia, como una consideración no conforme al tiempo, se sentía, y con razón, extremadamente actual […]. Esto demuestra que el espíritu humano, a pesar de su historicidad, no queda encerrado en su propia época; que, más bien, es verdadero espíritu, capaz universo, fundido con la plena verdad y, por ello, capaz de distanciarse incluso de su existencia temporal. De una parte, solamente la verdad puede ser actual; sólo ella puede considerarse verdaderamente confirmación o correctivo de la fortuna o de los peligros de una época. De otra parte, un espíritu neutral e indiferente no es capaz de aprehender la verdad en sus rincones más profundos. La alcanza, por el contrario, un espíritu que busca respuesta a preguntas serias y, al mismo tiempo, inexistentes»[16].

Actual, por tanto, no es el que secunda las novedades dominantes, el que se conforma a la cultura hegemónica, el que considera ineluctable todo acaecer simplemente porque ha acaecido. Es actual, más bien, el que comprende profundamente lo que acontece y sabe juzgarlo rectamente. Como lo es el observador que sabe apreciar las implicaciones que derivan de determinadas premisas, cualquiera que sea el juicio de las mismas. En este sentido, es actual el que trasciende su propio tiempo, no quien es arrastrado por éste. Es actual el que –incluso en soledad– formula diagnósticos auténticos y, a ese propósito propone y dispone terapias a fin de liberarse de sus patologías. Del mismo modo, puede considerarse actual el que se esfuerza, en medio de dificultades e incomprensiones, con el objeto de que, en lo que de él dependa, llegue a ser mejor.

Lo que es actual sin ser válido en sí es simplemente efímero, engañoso, caduco. Por otro lado, lo actual se confunde con lo atrayente, lo imitable, lo impuesto, lo repetido, lo controvertido, lo «singular». Pero inconsistente, desde el ángulo axiológico. Incluso absurdo, repugnante, violento. Incluso vacuo, y, como tal, destinado a una rápida superación. En el mismo sentido, la actualidad se convierte en sinónimo de miopía, mezquindad, pusilanimidad.

Todos los grandes maestros (en todos los campos del saber) son permanentemente actuales. No son, efectivamente, presas de la voracidad de Cronos, no están prisioneros de los angostos confines del espacio y el tiempo. No se interesan exclusivamente por el «aquí y ahora», no buscan exclusivamente su propio Unwelt. En cuanto tales, precisamente, se encuentran en condiciones de hablar a todo hombre y en todo tiempo. Y nadie se siente excluido de un diálogo con ellos, así como de la posibilidad de aprender de ellos y con ellos.

En suma, distinguiendo de modo auténtico actualidad, contemporaneidad y modernidad, se está en condiciones de ejercer la responsabilidad del pensamiento sin sucumbir a la irreflexividad que lleva a la fácil y estéril equivocación. Los términos se entienden en razón de los conceptos, y no viceversa. Como consecuencia de semejante enmendatio intellectus, que no es sino la manifestación de la natural intencionalidad ad rem de la inteligencia, se ha podido desterrar la opresión del Zeitgeist y la tiranía del hecho consumado. En particular, se ha liberado de la miopía de la pseudoargumentación en virtud de la cual «todo no se puede»[17]. Ésta última, en efecto, pretende asegurar una validación preventiva de cualquier tesis, eximiéndose de ofrecer argumentos. Llegando incluso a la pretensión de vetar investigaciones y valoraciones sobre el presupuesto de su «inactualidad».

Las consideraciones precedentes permiten inferir que la tradición transmitida, entendida axiológicamente, es decir, no como mimetismo, ni como precomprensión, ni como arcaísmo, sino como validez (noética, ética y artística), se encuentra dotada de una innegable actualidad. Precisamente en cuanto que el criterio de la transmisión es la validez, y no la derivación de ésta a partir de aquella. En este sentido, la tradición constituye una «conversación perenne»[18], o, análogamente, una aceptación y un perfeccionamiento, una admisión y una consigna, una adquisición y un don, vivientes y vividos a la vez, fatigosa e inagotable, enriquecida por las lecciones de la experiencia y depurada por la agudeza de la inteligencia.

De manera que actualidad y tradición, lejos de representar los términos de una antinomia insuperable, constituyen conceptos homólogos y recíprocamente implicados. Lo que se transmite en cuanto que vale, se convierte en actual, precisamente por ello. Y lo que es actual merece ser admitido, dada su validez intrínseca. En síntesis: lo que es (axiológicamente) tradicional es actual, y lo que es (axiológicamente) actual tiene la dignidad de lo tradicional. El capital de consideraciones que ofrece una tradición como la jurídica constituye un recurso para afrontar eficazmente problemas siempre nuevos. Como una suerte de preparación[19] permanente (in actu exercito) para cuestiones, exigencias, urgencias, novedosas. En sustancia, la actualidad es congénere de la tradicionalidad, no extrínseca, sino intrínsecamente, no bajo el perfil de lo efectivo, sino bajo la perspectiva sustancial.

Análogamente, esta relación es relevante para el Derecho natural, que es a la vez tradicional y actual. Tiene la tradición de un legado transmitido y depurado por una reflexión remota y próxima, partiendo de la experiencia jurídica más antigua mediada por la profundización romanista, sin interrupciones hasta el «renacimiento del Derecho natural», que tiene lugar a caballo entre la primera y segunda mitad del siglo veinte, y hasta ahora. En este mismo sentido, goza de la actualidad de lo que es permanente, esto es, en especial, de la instancia de la justicia y del entendimiento de lo debido. En dicha línea, el Derecho natural entendido de manera clásica está vivo, más allá de la efectividad de su atractivo y de la operatividad de las soluciones. Y no en la acepción sociológico-positivista del «Derecho viviente», sino en el sentido de una obligatoriedad que se evidencia a la razón que busca lo suyo de cada uno, y que, precisamente por ello, descubre lo propio en lo común, y viceversa. Es decir, que es viviente en cuanto claramente vinculante a la conciencia humana, en cuanto a la determinación de lo justo.

Así como la actualidad del Derecho natural no lo denota con la intensidad del presente, su tradicionalidad no lo sitúa en el pasado. Su presencia en una tradición plurisecular, lejos de calificarlo de arqueológico, lo demuestra transversal en la consideración de la experiencia y de la reflexión de generaciones. Su actualidad expresa su capacidad, no sólo para ofrecer indicaciones en orden a lo justo y lo equitativo, sino también para ser susceptible de profundización y desarrollo.

Utilizando una analogía que está lejos de ser superficial, puede observarse que se produce en el Derecho natural lo mismo que ocurre con el principio de no contradicción. Éste último es, en efecto, tradicional y actual a la vez. Pero no sólo: emerge constantemente y de manera inevitable cada vez que se niega, en cuanto que cualquier negación del mismo presupone su propia afirmación (como subraya Aristóteles en el Libro IV de la Metafísica).

Se comprende perfectamente que tanto la actualidad como la tradicionalidad del Derecho natural se encuentren conectadas (conceptualmente) con su «eterno retorno», según la conocida expresión de Heinich Rommen[20]. No en el sentido de una cíclica aparición de lo idéntico, sino en el sentido de una instancia insuprimible y una determinación obligada en cuanto radicada en la naturaleza de las cosas, siempre exigente respecto a la racionalidad esencial.

 

[1] Evitando las opuestas unilateralidades del nominalismo y del ontologismo (esto es, tanto la eliminación del lenguaje como su hispostatización), es posible evidenciar, sobre una base realista, que las palabras son signos de concepciones que son similitudes de las cosas (como se desprende de la consideración aristotélica, especialmente a través del comentario tomista: cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In Peri Hermeneias, I, 4).

[2] Sobre esta problemática, se reenvía, entre otros, a Cornelio FABRO, Introduzione all’ateismo moderno, 3.ª ed., y I de sus Opere complete, Segni, Editrice del Verbo Incarnato, 2014. Para una discusión crítica (también en relación con la postmodernidad), cfr. Giovanni TURCO: «Modernità e fenomenismo nel pensiero di Cornelio Fabro», en Gabriele DE ANNA (ed.), Verità e libertà. Saggi sul pensiero di Cornelio Fabro, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2012, págs. 241-283.

[3] Tesis acerca de la que llama temáticamente la atención Augusto DEL NOCE, Il problema dell’ateismo, 5.ª ed. , Bolonia, Il Mulino, 2010.

[4] Interesante resulta también el análisis del «modernismo» (en sustancia, de la teorización propositiva de la modernidad) recopilado por M. LIBERATORE, Il naturalismo político, a cargo de Giovanni TURCO, Giffone, Ripostes, 2015.

[5] Al respecto, cfr. Danilo CASTELLANO: «La modernité est-elle divisible?», en Bernard DUMONT, Miguel AYUSO, Danilo CASTELLANO (eds.): Eglise et politique. Changer le paradigme, Perpiñán, Artège, 2013, págs. 259-290.

[6] Cfr. Martin HEIDEGGER, Sein und Zeit, edición bilingüe con traducción italiana de A. Marini, Milán, Mondadori, 2006, págs. 480-487.

[7] Cfr. Ibid., págs. 364-377.

[8] «Einebnung aller Seinsmöglichkeiten» (Ibid., pág. 368).

[9] «Die Sache ist so, weil man es sagt» (Ibid., pág. 482).

[10] «Das Hören und Verstehen at sich vorgängig an das Geredete als solches geklammert» (Ibid., pág. 482).

[11] Cfr. Ibid., págs. 366-369.

[12] «Es speist sich aus dem Angelesenen» (Ibid., pág. 482).

[13] «Das Gerede ist sonach von Hause aus, gema? der him eigenen Unterlassung des Rückgangs auf dem Boden des Beredeten, ein Verschliessen» (Ibid., pág. 484).

[14] Se ha escrito, efectivamente, que «la verdad es universal en su valor y en sus estructuras lógicas y gnoseológicas, infinita en su contenido, susceptible de infinita investigación» (Nicola PETRUZZELLIS, «Verità e sociologismo», en Sociologisme et verité. L’authentique socialité de l’Occident, Bolzano, Institut International d’Études Européennes «Antonio Rosmini», Tipografia Presel, 1967, pág. 20).

[15] Nietzsche escribe unas consideraciones «inactuales» que, en realidad, son tales sólo respecto de una serie de orientaciones prevalentes. Desde esta perspectiva, la actualidad no coincide con la «divinización de la cotidianeidad» [die Vergötterung der Alltäglichkeit] (Friedrich NIETZSCHE, Unzeitgemässe Betrachtungen, trd. it., Milán, Adelphi, 1972, pág. 178). Identificando la actualidad con la adhesión historicista al propio tiempo, se registraría un paradójico efecto de autoexilio: «Un hombre que pretendiese sentir sólo y siempre históricamente, se parecería a aquel que es constreñido a prescindir del sueño, o al animal que debiera vivir sólo rumiando y, siempre, mediante un constante rumiar» [Ein Mensch, der durch und historisch empfinden wollte, wäre dem änlich, der sich des Schlafens zu enthalten, gezwungen Würde, oder dem Thiere, das nur vom Wiederkäuken und immer wiederholten Wiederkäuen leben solte] (pág. 268). En este sentido, todo gran evento histórico puede considerarse producido en una «atmósfera no histórica» [unhistorische Atmosphäre] (pág. 268). Por tanto, para entenderlo es necesario «elevarse a un punto de vista suprahistórico» [sich auf über historischen Standpunkt] (loc. cit.).

[16] Josef PIEPER, Philosophia negativa. Zwei zu Thomas von Aquin, Munich, Kösel-Verlag, 1953, págs. 53-90.

[17] En relación con esta actitud ha llamado la atención oportunamente Augusto DEL NOCE, L’epoca della secolarizzazione, 2.ª ed., Turín, Arango, 2015; Cristianità e laicità. Scritti su «Il Sabato» (e vari anche inediti). Milán, Giuffrè, 1998.

[18] Maurilio ADRIANI, «Il problema filosófico della tradizione», en Autorité et liberté, Bolzano, Institut International d’Études Européennes «Antonio Rosmini», Tipografia Athesia, 1961, pág. 62. En cuanto «conversación perenne» –escribe– «esta conversación es viva y real como hecho y como principio; es la propia tradición la que logra hacerse valer como experiencia arcaica y como invención novel» (loc. cit.).

[19] A este respecto pude citarse la reflexión propuesta por Michele Federico Sciacca, según la cual cuanto más arduas sean las pruebas, tanto más se necesita una sólida preparación. Lo cual, a tenor de la metáfora de que se vale el filósofo, puede expresarse con la consideración de que para poder vencer en Waterloo «es preciso prepararse» (Michele Federico SCIACCA, Come si vince a Waterloo, Milán, Marzorati, 1963, pág. 15).

[20] Cfr. Heinrich ROMMEN, Die ewige Wiederkehr des Naturrechts, trad. it., Roma, Studium, 1965.