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Número 555-556

Serie LV

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Una comparación entre el derecho canónico y la Sharía islámica

 

1. Introducción

Este texto se basa considerablemente en otro anterior presentado en la 11.ª reunión del Deutsch-Amerikanisches Kolloquium, celebrada en Wildbad Kreutch, Alemania, entre el 24 y el 30 de julio de 2010[1]. Habida cuenta de la influencia siempre creciente del islam en el mundo, parece útil volver a ocuparse de la diferencia entre islam y catolicismo en el entendimiento y la aplicación del derecho. Puesto que tanto la disciplina canónica de la Iglesia católica como la sharía del islam tienen su origen en fe y práctica religiosas, parece razonable compararlas con objeto de conocer sus posibles similitudes y diferencias. Debe quedar claro, desde el principio, que las dos formas de derecho religioso diferirán entre sí en igual grado que catolicismo e islam son diferentes. Habida cuenta de la gran diferencia entre ambas religiones, se puede esperar con razón que se encontrarán más diferencias que semejanzas entre el derecho canónico y la sharía islámica. Esta comparación se acomete con la esperanza de que el conocimiento de las similitudes y diferencias entre ambas tradiciones jurídicas pueda conducir a una mejor comprensión de ambas.

El presente estudio está lejos de ser exhaustivo, en el sentido de comparar disposiciones singulares del derecho canónico y de la sharía. Como quedará claro, la misma naturaleza del derecho islámico y su transformación en la época moderna, las cuales han resultado en divergencias significativas en la comprensión y aplicación del derecho en el islam, complican notablemente el esfuerzo de compararlo con el derecho canónico. A resultas de lo cual, comparar las disposiciones singulares del derecho canónico con la legislación islámica sobre iguales materias requeriría una explicación mucho más allá de las posibilidades del presente estudio.

Es posible, sin embargo, comparar los dos derechos mediante su estudio en el contexto de la fe y práctica religiosas en que tienen origen. Semejante estudio, de hecho, es fundamental porque, salvo que el contexto de ambos derechos se exponga claramente, la comparación entre sus disposiciones diferentes o similares sobre cualquier asunto particular es improbable que aporte ninguna visión profunda del propio derecho y su correspondencia con lo que es justo. En otras palabras, conocer la diversidad fundamental de los dos derechos es esencial para comprender las disposiciones singulares de cada derecho.

Desvelar y comparar el contexto de las dos tradiciones jurídicas es necesario para estudiar y comparar dos aspectos fundamentales de cada derecho. El primero es la naturaleza de cada derecho, como se entiende dentro de su propia religión. El segundo es las fuentes de las cuales cada derecho deriva.

2. La naturaleza del derecho

La disciplina canónica se entiende en el contexto de las relaciones entre la Iglesia y el mundo. La fe católica nos enseña que el mundo es nuestro hogar temporal en tanto que nosotros, miembros de la Iglesia, peregrinamos a nuestra verdadera patria que es el cielo. En palabras de la epístola a los Hebreos, «no tenemos aquí ciudad permanente, antes buscamos la futura»[2]. El mundo, por lo tanto, no es posesión nuestra. Es creación de Dios, y Dios lo ha puesto en nuestras manos por un tiempo. Dios nos llama como administradores de su creación para buscar, durante los días de nuestra peregrinación terrenal, la santificación personal, la cual, al mismo tiempo, transforma el mundo y lo prepara para su destino final en la segunda venida de Cristo, cuando Él inaugurará «un cielo nuevo y una tierra nueva»[3].

La Iglesia, por lo tanto, respeta la integridad del orden temporal, al tiempo que da testimonio de la perfección a que está llamado y para la cual ha sido destinado por Dios. Cuando se le preguntó si era lícito pagar tributo al César, Cristo respondió: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»[4]. La Iglesia ha entendido las palabras de nuestro Señor en el sentido de que nos ordenan obedecer a las autoridades civiles pero primeramente a la autoridad de Dios[5]. Cuando, por ejemplo, las autoridades judías intentaron injustamente prohibir a los apóstoles que llevaran a cabo su misión evangelizadora con vistas a la salvación del mundo, San Pedro y los demás apóstoles no permitieron que se les apartara de esa misión sino que respondieron: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres»[6]. En otras palabras, los apóstoles vieron su servicio al mundo como verdadero sólo en la medida en que fueran, primero de todo, obedientes al plan de Dios para la salvación del mundo. Del mismo modo, en el juicio a que se le sometió el 1.º de julio de 1535 Santo Tomás Moro se mantuvo firmemente adherido a la Tradición viva de la Iglesia, que le prohibía, en conciencia, reconocer al rey Enrique VIII el título de Cabeza Suprema de la Iglesia. Cuando el duque de Norfolk acusó a Moro de intención torticera en sus respuestas al Canciller, durante el juicio, Moro contestó: «Lo que digo es necesario para descargo de mi conciencia y satisfacción de mi alma, y de ello pongo a Dios por testigo, el único que penetra los corazones humanos»[7]. En el patíbulo antes de su ejecución, Tomás Moro declaró con razón: «Muero buen servidor del Rey, pero primero de Dios»[8]. El santo sirvió bien a su rey al obedecer a Dios que le había revelado su verdad a través de la conciencia de Moro formada por el magisterio de la Iglesia.

Al mismo tiempo, San Juan Fisher, obispo de Rochester, fue encarcelado por haberse negado a firmar el Acta de Supremacía del rey Enrique VIII, firma con la cual habría traicionado a Cristo, pues con ella habría negado que únicamente Cristo es Cabeza y Pastor de la Iglesia a través de su Vicario en la tierra, el Romano Pontífice, sucesor de San Pedro. Mientras que estaba en la cárcel, el papa Paulo III le creó cardenal de la Santa Iglesia Romana. Cuando el capelo cardenalicio llegó a Calais en Francia camino de Roma a Londres, el Rey fue informado e inmediatamente envió a su secretario, Tomás Cromwell, a que hablase con el obispo Fisher en la prisión. Cuando Cromwell preguntó al buen obispo si aceptaría el capelo cardenalicio de manos del Santo Padre, si se le enviaba, San Juan Fisher respondió:

«Bien sé yo cuán indigno soy de semejante dignidad, y en nada pienso menos que en tales cosas; pero si realmente me lo enviase, tenga por seguro que yo pondría todo el empeño que pudiera en favorecer a la Iglesia de Cristo y, por consideración a ello, lo recibiría de rodillas»[9].

El Rey, cuyo corazón en tiempos había pertenecido al Señor pero que para entonces se había revuelto contra Él, entendió el significado de las palabras de San Juan Fisher y, en su amarga rebelión contra la ley de nuestro Señor, escrita en su propio corazón, declaró:

«Bien, dejemos al Papa que le envíe un sombrero, cuando lo desee. Pero yo haré de tal modo que, cuando quiera que llegue, tendrá que ponérselo sobre sus hombros, porque ya no tendrá cabeza para ponérselo sobre ella»[10].

El 22 de junio de 1535 San Juan Fisher fue decapitado, intrépido en entregarse totalmente a nuestro Señor y a su Iglesia, hasta el verdadero derramamiento de su sangre. San Juan Fisher consideró su fidelidad heroica a Cristo en la persona de su Vicario en la tierra, su servicio a la Iglesia, como el primer y fundamental servicio a su pueblo y a su rey terrenal.

El papa Benedicto XVI enseñó sin descanso la ley moral a un mundo que, como el rey Enrique VIII, se ha rebelado contra la ley de Dios y la integridad de la familia como primera célula de la sociedad. En su alocución a los representantes de la sociedad británica, el 17 de septiembre de 2010, el papa Benedicto enseñó con dulzura y firmeza la verdad de que nuestra fe religiosa debe informar nuestra vida en sociedad, purificando y fortaleciendo la acción política de manera que pueda ser coherente con la recta razón, con la ley de Dios escrita en el corazón de todo hombre. Así declaró:

«En otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional. Desde este punto de vista, no puedo menos que manifestar mi preocupación por la creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia. Hay algunos que desean que la voz de la religión se silencie, o al menos que se relegue a la esfera meramente privada. Hay quienes esgrimen que la celebración pública de fiestas como la Navidad debería suprimirse según la discutible convicción de que ésta ofende a los miembros de otras religiones o de ninguna. Y hay otros que sostienen –paradójicamente con la intención de suprimir la discriminación– que a los cristianos que desempeñan un papel público se les debería pedir a veces que actuaran contra su conciencia. Éstos son signos preocupantes de un fracaso en el aprecio no sólo de los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, sino también del legítimo papel de la religión en la vida pública»[11].

¡Cuán pernicioso es que en una sociedad, la cual para la búsqueda del bien común depende de los ciudadanos que actúan con obediencia a su conciencia, su gobierno intente obligarles a violar su conciencia en sus principios más fundamentales que atañen a la dignidad de toda vida humana y a la integridad de la familia!

Las enseñanzas de la Iglesia sobre el servicio de la Iglesia a la sociedad, también en el reino de la política, como el mismo Santo Padre advirtió, no son siempre bienvenidas, de manera pareja a como tampoco las enseñanzas de la Iglesia sobre el oficio petrino fueron bienvenidas por el rey Enrique VIII; pero la Iglesia, la Madre virginal de todos los fieles, debe conservar su lámpara encendida y ardiendo con resplandor, siempre esperando la llegada de nuestro Señor y acogiéndole cada día, cada hora, cuando nos ofrece la gracia de la salvación eterna. Debe anunciar todas las verdades de la fe pero, de manera particular, la verdad relativa a la ley moral natural que debe observarse para el bien de todos en sociedad.

Los miembros de la Iglesia están llamados a vivir plenamente en el mundo, pero no a ser del mundo. En otras palabras, se dedican al establecimiento de un orden justo en provecho del bien común, al tiempo que comprenden que la justicia y la paz se establecerán en el orden político y social únicamente mediante la obediencia a la ley de Dios, anticipando así la perfección de justicia y paz de la vida eterna en el cielo. Porque como sabemos, para citar a San Pablo, «pasa la apariencia de este mundo»[12]. Durante el curso de nuestra peregrinación terrenal, en palabras de San Pedro, «nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que tiene su morada la justicia, según su promesa»[13].

La Iglesia, por consiguiente, vive y lleva a cabo su misión en una gran variedad de entornos cívicos, al tiempo que insiste siempre en la promoción del bien común en obediencia a la ley moral natural y a las leyes particulares de cada nación y región, en tanto que éstas sean coherentes con la ley moral. En el Catecismo de la Iglesia Católica se declara:

«La diversidad de los regímenes políticos es moralmente admisible con tal que promuevan el bien legítimo de la comunidad que los adopta. Los regímenes cuya naturaleza es contraria a la ley natural, al orden público y a los derechos fundamentales de las personas, no pueden realizar el bien común de las naciones en que se han impuesto»[14].

La Iglesia, puesto que sabe que el mundo está destinado a una transformación última al final de los tiempos, no considera ningún orden político en particular como definitivo o perfecto, sino que trabaja sin descanso en todo orden político a favor de aquel bien que sirve a la verdadera libertad del hombre, en el máximo grado posible, durante su peregrinación terrestre y anticipa la perfección de su libertad en el celestial destino de su peregrinación.

La fe católica entiende la ley como «una regla de conducta proclamada por la autoridad competente para el bien común»[15]. Con arreglo al pensamiento de la Iglesia, se entiende que toda ley, en último término, es expresión del recto orden con que Dios creó el mundo y, en particular, creó al hombre a quien ha dotado de razón, de manera que pueda conocer lo que es justo y bueno, y de libre arbitrio, de manera que pueda hacer lo que es justo y bueno. Todas las leyes, por lo tanto, están necesariamente relacionadas unas con otras. En palabras del Catecismo de la Iglesia Católica:

«Las expresiones de la ley moral son diversas, y todas están coordinadas entre sí: la ley eterna, fuente en Dios de todas las leyes; la ley natural; la ley revelada, que comprende la Ley antigua y la Ley nueva o evangélica; finalmente, las leyes civiles y eclesiásticas»[16].

La Iglesia acepta que el poder civil, de acuerdo con su integridad, promulgue leyes para garantizar el recto orden de la sociedad secular, como la Iglesia, de acuerdo con su integridad, promulga leyes para el recto orden de su vida en tanto que cuerpo místico de Cristo. El recto orden garantizado por la ley es el requisito mínimo pero esencial para la realización del bien común, el cual, conforme al pensamiento de la Iglesia, «abarca el conjunto de aquellas condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección»[17]. La perfección se entiende en el sentido objetivo de la realización del plan de Dios para los individuos y la sociedad.

El papa Benedicto XVI trató de la cuestión de los fundamentos del derecho en su discurso al Bundestang durante su visita pastoral a Alemania en septiembre de 2011. Partiendo de la historia del joven rey Salomón en su subida al trono, recuerda en ese discurso a los jefes políticos las enseñanzas de la Sagrada Escritura sobre la misión de la política. Dios había preguntado al rey Salomón qué petición deseaba formular al comenzar a gobernar al santo pueblo de Dios. Y el Santo Padre comenta:

«¿Qué pedirá el joven soberano en este momento tan importante? ¿Éxito, riqueza, una larga vida, la eliminación de los enemigos? No pide nada de todo eso. En cambio, suplica: “Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y mal”» (1 R., 3,9)[18].

La historia del rey Salomón, como el papa Benedicto XVI observa, nos enseña cuál debe ser el fin de la actividad política y, por lo tanto, del gobierno. Explica: «La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz […]. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político»[19].

El papa Benedicto XVI pregunta entonces cómo conocemos lo bueno y lo justo que el orden político, y específicamente el derecho, han de salvaguardar y promover. Y aclara que «contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación»[20]. En cambio, el cristianismo «se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios»[21].

En relación con lo bueno y lo justo, si bien reconoce que en muchos asuntos «el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente»[22], observa que semejante principio no es suficiente «en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad»[23]. Respecto de los verdaderos fundamentos de la vida en sociedad, la ley civil positiva debe respetar «a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho»[24]. En otras palabras, se debe recurrir a la ley moral natural que Dios inscribe en todo corazón humano.

Refiriéndose a un texto de San Pablo en la epístola a los Romanos sobre la ley moral natural y la conciencia como su primer testimonio, el papa Benedicto XVI afirma: «Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa que el “corazón dócil” de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser»[25]. Para ilustrar todavía más las fuentes del derecho en la naturaleza y la razón con una referencia al interés popular por la ecología como medio para respetar la naturaleza, observa:

«Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto que –me parece– se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana»[26].

Reflexionando sobre la cultura europea, que se desarrolló a partir «del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma»[27], concluye en consecuencia: «Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico»[28]. Mientras que las reflexiones del papa Benedicto XVI están inspiradas por la preocupación por el estado del derecho en la cultura europea, sus conclusiones relativas a los fundamentos del derecho y, por lo tanto, del orden en sociedad son claramente de aplicación universal.

3. Naturaleza del derecho canónico

¿Cuál es entonces la naturaleza específica del derecho canónico, como distinto del derecho civil? El derecho canónico es el cuerpo de normas disciplinarias que sirven al buen orden de la Iglesia, de manera que pueda cumplir su misión de santificación del hombre y del mundo. El derecho canónico presta un servicio humilde pero esencial. La enseñanza de la fe, la celebración de la sagrada liturgia y el testimonio de la santidad de vida son claramente las más altas y hermosas manifestaciones de la vida y misión de la Iglesia, pero el ejercicio efectivo de esas funciones que son esenciales a su misión requiere un orden justo que se asegura gracias a la disciplina canónica de la Iglesia.

El papa Juan Pablo II, en la Constitución apostólica Sacrae disciplinae leges, con la cual promulgó el Código de Derecho Canónico de 1983, describió el servicio de la disciplina canónica haciendo referencia a las enseñanzas del Nuevo Testamento, que, en sus palabras, «nos permiten captar mucho más esa misma importancia de la disciplina y poder entender mejor los vínculos que la conexionan de modo muy estrecho con el carácter salvífico del anuncio mismo del Evangelio»[29]. Describe el servicio humilde pero esencial del derecho canónico con estas palabras:

«Siendo eso así, aparece suficientemente claro que la finalidad del Código no es en modo alguno sustituir en la vida de la Iglesia y de los fieles la fe, la gracia, los carismas y sobre todo la caridad. Por el contrario, el Código mira más bien a crear en la sociedad eclesial un orden tal que, asignando la parte principal al amor, a la gracia y a los carismas, haga a la vez más fácil el crecimiento ordenado de los mismos en la vida tanto de la sociedad eclesial como también de cada una de las personas que pertenecen a ella»[30].

Más adelante en la misma constitución apostólica, el santo pontífice insiste en la necesidad de la disciplina canónica para la vida de la Iglesia y detalla las razones específicas por las que es necesaria, afirmando:

«Y es que, en realidad, el Código de Derecho Canónico es del todo necesario a la Iglesia. Por estar constituida a modo de cuerpo también social y visible, ella necesita normas para hacer visible su estructura jerárquica y orgánica, para ordenar correctamente el ejercicio de las funciones confiadas a ella divinamente, sobre todo de la potestad sagrada y de la administración de los sacramentos; para componer, según la justicia fundamentada en la caridad, las relaciones mutuas de los fieles cristianos, tutelando y definiendo los derechos de cada uno; en fin, para apoyar las iniciativas comunes que se asumen aun para vivir más perfectamente la vida cristiana, reforzarlas y promoverlas por medio de leyes canónicas»[31].

El derecho canónico, por lo tanto, se limita al servicio del recto orden de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. Si bien, como tal, debería ciertamente tomarse como un modelo para el servicio del orden y la justicia en relación con la sociedad civil, no pretende, de ningún modo, aplicarse en materias que se rigen exclusivamente por la legislación civil. La Iglesia ha de ser un speculum iustitiae, un espejo del justo orden que la sociedad civil se afana por establecer y promover. Cabe pensar, por ejemplo, en el servicio irremplazable de una disciplina básica en el orden económico de la sociedad que, cuando está ausente, causa graves perjuicios a los hogares y a la sociedad en general.

En ciertos asuntos, de hecho el Código de Derecho Canónico acepta directamente las estipulaciones del derecho civil como propias y obliga, por lo tanto, a la observancia de las mismas[32]. Por ejemplo, en relación con la administración de los bienes temporales, el Código de Derecho Canónico requiere de los administradores, con arreglo a la diligencia de un buen padre de familia, «observar las normas canónicas y civiles, las impuestas por el fundador o donante o por la legítima autoridad, y cuidar sobre todo de que no sobrevenga daño para la Iglesia por inobservancia de las leyes civiles»[33]. Al ocuparse de las cuestiones relativas a los bienes temporales de la Iglesia, el punto de partida no es sin embargo lo que el derecho civil establece sino lo que establece el derecho canónico. Ciertamente, la ley civil debe observarse, como requiere el Código de Derecho Canónico, pero la observancia de la ley civil no es en modo alguno suficiente en relación con la adquisición, el cuidado, el uso y la enajenación de bienes materiales por la Iglesia[34].

En la observancia de la disciplina canónica, la Iglesia va más allá de una lectura meramente positivista del derecho canónico, con vistas a respetar plenamente las realidades eclesiásticas cuya protección se entiende garantizada por las normas de aquella disciplina. Por ejemplo, cuando el derecho canónico reenvía a la ley civil a propósito de la adquisición de bienes temporales por prescripción, como en la posesión que puede dar lugar a usucapión en el derecho civil, requiere adicionalmente el reconocimiento de ciertos principios más elevados[35]. En la Iglesia, por ejemplo, la adquisición de bienes merced a la prescripción no tiene validez «si no se funda en la buena fe, no sólo al comienzo, sino durante todo el decurso de tiempo requerido para la misma»[36].

Otro ejemplo, es deber de los administradores de bienes eclesiásticos[37] cuidar de que la propiedad de tales bienes se asegure por los modos civilmente válidos[38]. No es éste lugar adecuado para analizar en detalle ese punto, pero se puede formular como principio que la propiedad canónica y la vigilancia de los bienes eclesiásticos deben reflejarse y protegerse en derecho civil con tanto rigor como sea posible, con arreglo al sistema particular del derecho civil del lugar en que tales bienes se encuentren o radiquen.

Cuando se trata de ciertos tipos de entidades eclesiásticas a las que se reconoce como personas jurídicas públicas por el solo hecho de su creación por la autoridad competente, tales como las parroquias, la autoridad competente habitualmente se cuida de ello al tiempo de su creación. En otros casos, tales como una asociación pública de fieles[39] o una fundación autónoma[40], los estatutos deben haberse aprobado por la autoridad competente antes de constituirse como persona jurídica pública. La autoridad eclesiástica deberá asegurarse de que los estatutos protegen adecuadamente la propiedad y la vigilancia de los bienes temporales de la asociación, habida cuenta de que esos mismos estatutos normalmente se incorporan en derecho civil al tiempo de la constitución en igual forma estatutaria. Por ejemplo, deberán estipular que, en todo lo no regulado por los estatutos respecto de los bienes temporales, se aplicarán las disposiciones del derecho canónico[41]; deberán regular el destino de los bienes temporales caso de extinción de la entidad, y ello de manera coherente con la naturaleza y la finalidad de los bienes eclesiásticos en general y con la voluntad de los fundadores y bienhechores en particular; y deberán requerir la aprobación expresa de la autoridad competente para cualesquiera cambios[42]. En la mayoría de los casos, el aspecto jurídico civil se regula al tiempo de la constitución de la persona jurídica, y la autoridad competente deberá cuidarse de que ello se lleva a cabo correctamente.

Una vez se ha constituido la persona jurídica, es responsabilidad del administrador canónico ocuparse de que se cumplimenten cualesquiera requisitos civiles pendientes, tales como el registro de la sociedad, la inscripción de escrituras, la apertura de cuentas bancarias etc. Además, si se adquieren por la persona jurídica nuevos bienes temporales, el título de adquisición deberá protegerse en derecho civil, por ejemplo, mediante la inscripción registral de la propiedad de bienes inmuebles e instrumentos financieros, el depósito de fondos en las cuentas de la persona jurídica y la llevanza de un inventario exacto de los bienes muebles, especialmente aquellos de valor artístico, histórico o devocional, con registro de su origen.

Se sigue de ello que el incumplimiento de tales obligaciones constituye en primer lugar una negligencia por parte del administrador, por ejemplo, cuando una entidad que se crea como persona jurídica pública en derecho canónico no obtiene en derecho civil el adecuado reconocimiento jurídico. Semejante negligencia, si es culpable, puede incluso castigarse como delito canónico si causa perjuicio[43].

Un incumplimiento todavía más grave sería permitir cambios en la estructura jurídica civil que supriman o disminuyan aquella protección. Por ejemplo, la estructura jurídica corporativa de muchas personas jurídicas públicas comporta cierto número de administradores o cargos similares, pero el control último debe permanecer en manos de la autoridad eclesiástica competente, como el obispo diocesano o el superior mayor religioso. Es asunto grave, entonces, si los estatutos se modifican para eliminar ese control efectivo. Debe advertirse que los estatutos de las asociaciones públicas de fieles no pueden modificarse sin la aprobación de la autoridad competente[44]. Esta norma, por supuesto, deberá incluirse en los propios estatutos antes de que se aprueben por primera vez.

El tiempo no nos permite tratar de las numerosas referencias al derecho civil que se encuentran en el Código de Derecho Canónico. Es suficiente advertir que el Código de Derecho Canónico respeta las normas del derecho civil, en tanto no sean contrarias a la ley moral natural, e incluso adopta como propias ciertas normas del derecho civil.

4. Las fuentes del derecho canónico

El derecho canónico tiene su fuente en la Tradición de la Iglesia, tal y como se ha transmitido y sigue transmitiéndose fielmente. Al describir la naturaleza del Código de Derecho Canónico, Juan Pablo II se refiere a sus fuentes con estas palabras:

«Para responder correctamente a esa pregunta [relativa a la verdadera naturaleza del derecho canónico] hay que recordar la lejana herencia de derecho contenida en los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, de la cual toma su origen, como de su fuente primera, toda la tradición jurídica y legislativa de la Iglesia»[45].

Basándose siempre ellos mismos en la Tradición, el supremo pastor de la Iglesia, el Romano Pontífice, y los demás pastores legítimos, los obispos en comunión con él, especialmente cuando se reúnen en concilios ecuménicos y en sínodos particulares, promulgan legislación canónica, tanto para la Iglesia universal como para las iglesias particulares.

A lo largo de los siglos cristianos, estas reglas de disciplina se agruparon en compilaciones, de manera que pudieran conocerse más fácilmente por todos los fieles y especialmente por los pastores de la Iglesia, que tienen la responsabilidad de ordenar rectamente la vida de la Iglesia con vistas al beneficio espiritual de todos. En ocasiones, asimismo, los romanos pontífices recurrieron a la ayuda de grandes doctores en lo que llegaron a llamarse «los sagrados cánones», por ejemplo, San Raimundo de Peñafort, para que pudieran completar cualquier laguna en la disciplina de la Iglesia y corregir cualesquiera contradicciones entre las diversas disposiciones del derecho canónico.

En tiempos recientes, en respuesta a los deseos de los padres del primer concilio ecuménico del Vaticano, la Iglesia adoptó la forma de la codificación, con vistas a hacer más fácilmente accesibles para todos las partes normativas o dispositivas de todo acto de la legislación canónica. Después de doce años de trabajo, con la ayuda de obispos de todo el mundo y de muchos expertos, el papa Benedicto XV pudo promulgar en 1917 el Código de Derecho Canónico. Tras el segundo concilio del Vaticano y conforme a los deseos expresos de los papas Juan XXIII y Pablo VI, se revisó el Código de Derecho Canónico de 1917, a lo largo de muchos años, de modo que el papa Juan Pablo II pudo promulgar el nuevo Código de Derecho Canónico el 25 de enero de 1983. Puede consultarse una historia concisa del desarrollo del derecho canónico, en fidelidad a la Tradición, en el prefacio del Código de 1983[46].

El Romano Pontífice es el supremo legislador en la Iglesia. Es él quien promulga el Código de Derecho Canónico y otras leyes, por ejemplo, las leyes litúrgicas, para el gobierno de la Iglesia universal[47]. Otros más que hayan recibido las sagradas órdenes y puedan pues ejercer la potestad legislativa –la cual, junto con las potestades ejecutiva y judicial, integran la potestad de régimen o jurisdicción en la Iglesia–, podrán hacerlo así válidamente en unión con el Romano Pontífice y los obispos en comunión con él, esto es, de conformidad con las normas del derecho[48]. El canon 135.2 establece:

«La potestad legislativa se ha de ejercer del modo prescrito por el derecho, y no puede delegarse válidamente aquella que tiene el legislador inferior a la autoridad suprema, a no ser que el derecho disponga explícitamente otra cosa; tampoco puede el legislador inferior dar válidamente una ley contraria al derecho de rango superior»[49].

La comunión jerárquica de la Iglesia se respeta pues plenamente en su actividad legislativa.

La potestad judicial se distingue de la legislativa en la Iglesia. De acuerdo con las normas del canon 1400.1, la potestad judicial se ejerce con dos finalidades: primeramente, «la reclamación o reivindicación de derechos de personas físicas o jurídicas, o la declaración de hechos jurídicos»; y, en segundo lugar, «los delitos, por lo que se refiere a infligir o declarar una pena»[50]. La potestad judicial no puede usarse en la Iglesia, de hecho, con finalidades legislativas. Bien al contrario, el juez eclesiástico aplica la legislación canónica en vigor a cuestiones particulares que se someten a los tribunales de la Iglesia.

En resumen, la fuente última del derecho canónico es Cristo en persona. El Romano Pontífice y los obispos en comunión con él, junto con sus colaboradores, los sacerdotes, están configurados sacramentalmente a Cristo Cabeza y Pastor del rebaño, de manera que puedan actuar en su persona como Cabeza y Pastor en todo tiempo y lugar en la Iglesia. Al igual que Cristo declaró que no había venido a «abrogar la Ley o los Profetas» sino a «consumarla», de igual manera aquellos que actúan en su persona como Cabeza y Pastor tienen el deber de promulgar leyes en cuya virtud los fieles puedan conocer fácilmente la voluntad del Padre en todas las cosas, cumpliendo el mandamiento de nuestro Señor: «Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial»[51].

5. La naturaleza de la sharía

El derecho islámico se diferencia fundamentalmente del derecho canónico en que regula todos los aspectos de la vida tanto religiosa como civil. El islam no reconoce la autonomía del orden temporal sino que, bien por el contrario, sostiene que también el orden temporal debe estar bajo la total jurisdicción de la autoridad religiosa. En palabras de Wael B. Hallaq, profesor en el instituto de estudios islámicos de la Universidad McGill, «los juristas musulmanes consideraban la sharía como un mandato para regular toda la conducta humana, desde los rituales religiosos y las relaciones familiares hasta el comercio, los crímenes y mucho más»[52].

En el período premoderno, los seguidores del islam podían seguir los dictados de la sharía ateniéndose simplemente a las leyes determinadas por las autoridades religiosas. A propósito del derecho islámico tradicional, en comparación con el derecho islámico en los Estados modernos, Hallaq observa:

«Esta situación [la regulación de las profesiones del derecho por el Estado y sus políticas públicas y jurídicas] habría sido inconcebible en tierra musulmana antes del amanecer de la modernidad. El factor más llamativo en relación con los profesionales jurídicos en el islam tradicional era que no estaban sujetos a la autoridad del Estado, sencillamente porque el Estado como lo conocemos no existía […]. Por lo tanto, hasta la introducción en el mundo musulmán –durante el siglo XIX– del Estado moderno y sus instituciones omnipresentes, los mahometanos vivieron bajo una concepción y práctica del gobierno diferentes»[53].

La práctica islámica tradicional, dejando aparte unas pocas cosas exigidas de los individuos musulmanes por la sociedad civil en que vivían, por ejemplo, el servicio militar obligatorio y el pago de impuestos, constituía una forma de total autogobierno[54].

Antes de la Edad moderna, la administración de la sharía se realizaba, en palabras de Hallaq, «con un mínimo de orientación legislativa, siendo los factores determinantes la mediación informal y el arbitraje e, igualmente, los tribunales informales»[55]. A juicio de Hallaq, la manera islámica tradicional de administrar justicia garantizaba la unidad de derecho y moral, mientras que la forma de derecho impuesta por la Edad moderna ha conducido a la emancipación del derecho respecto de la moral. En sus palabras, «la moral, especialmente en su variedad religiosa, aportaba pues un mecanismo más efectivo y persuasivo de autogobierno y no requería la acentuada presencia de órganos estatales coactivos y disciplinarios, emblema del cuerpo político moderno»[56].

La sharía, por definición, regula toda la vida en todos sus detalles. Define la moralidad del pueblo. El musulmán devoto no tiene que preocuparse por la coherencia entre la ley positiva y la ley moral; las dos son coherentes por definición. El profesor Umar F. Abd-Allah describe el islam como «nomocrático», esto es, «regido por el derecho», y explica que «muchas cuestiones –que hoy incluyen materias tales como el aborto, la protección medioambiental y las relaciones interreligiosas– que los cristianos consideran como teológicas, no son para los musulmanes materia de teología sino cuestiones fundamentales de derecho religioso»[57].

Comentando la relación entre islam y cristianismo, y advirtiendo diferencias significativas entre ambas religiones, el profesor emérito Bernard Lewis de la Universidad de Princeton encuentra la mayor diferencia «en las actitudes de estas dos religiones, y de sus expositores autorizados, respecto de las relaciones entre gobierno, religión y sociedad»[58]. A propósito de la gran diferencia en las mencionadas actitudes, escribe:

«El fundador del cristianismo ordenó a sus discípulos “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt., 22, 21)– y durante siglos el cristianismo creció y se desarrolló como religión de los oprimidos hasta que, con la conversión al cristianismo del emperador Constantino, el mismo César se hizo cristiano e inauguró una serie de cambios por los cuales la nueva fe se apropió del Imperio romano y transformó su civilización. El fundador del islam fue su propio Constantino, y fundó su propio Estado e imperio. Por lo tanto no creó –ni necesitó crear– una iglesia. La dicotomía de regnum y sacerdotium, tan crucial en la historia de la cristiandad occidental, no tiene equivalente en el islam. Durante la vida de Mahoma, los musulmanes se convirtieron a la vez en una comunidad política y religiosa, con el profeta como jefe de Estado. Como tal, gobernó una tierra y un pueblo, administró justicia, recaudó impuestos, mandó ejércitos, hizo la guerra y la paz. Para la primera generación de musulmanes que se formó, cuyas aventuras son la historia sagrada del islam, no hubo prueba prolongada de la persecución, ni tradición de resistencia a un poder estatal hostil. Al contrario, el Estado que los gobernaba entonces era el del islam, y la aprobación de su causa por Dios fue para ellos clara en forma de victoria e imperio en este mundo»[59].

Para los musulmanes, el derecho religioso es, en realidad, el único verdadero derecho. Si bien pueden tener que vivir, durante algún tiempo, en una situación en la cual no se reconoce la soberanía del derecho islámico, es claro que esperan el tiempo en que será soberano en su particular situación, como en todo lugar. Se advierte aquí que, mientras que los cristianos esperan la transformación del mundo en la segunda venida de Cristo, incluso cuando se afanan por prepararse ellos y el mundo para la transformación que Cristo obrará cuando venga en gloria y majestad, los musulmanes esperan que la soberanía de su gobierno y derecho se realizará aquí y ahora en el mundo en que vivimos.

Se debate la cuestión del reconocimiento de la ley moral natural en el islam. El tiempo no me permite desarrollar aquí las posiciones de aquellos que alegan una relación entre la sharía y la ley moral natural cual se enseña en la tradición jurídica clásica, como se expone de manera sucinta y magistral por Wolfgang Waldstein en su obra Ins Herz Geschrieben: Das Naturrecht als Fundament einer menschlichen Gesellschaft[60], y aquellos que niegan semejante relación. Brevemente, el dualismo del islam le impide admitir una ley conocida por la sola razón. En último término, toda noción de ley natural es necesariamente reconducible a la sharía, en tanto que «el islam es sumisión a la sharía revelada por Dios, y ello incluye el rechazo de otras clases de leyes –inclusive la que con frecuencia hay gente que erróneamente cree que es “la ley natural”»[61]. Llegado a la conclusión de su estudio sobre las diferentes posiciones del islam respecto de la sharía y la ley natural, Frank Griffel concluye:

«La pretensión de que la sharía está en armonía con la ley natural se verifica mediante la afirmación de que la ley natural sigue a la sharía. Aunque la sharía y la ley natural se correspondan entre sí, lo que debe obedecerse es la sharía, no lo que la humanidad pueda establecer como ley natural»[62].

En el contexto de la comprensión islámica de su relación con el mundo, se entiende asimismo la gran dificultad con que el islam se ha encontrado en el Estado moderno, especialmente en lo que atañe a la sharía. En el islam tradicional, la sharía es ciertamente un modo de vida, y su contenido se determina por aquellos que tienen autoridad jurídica en la comunidad, a quienes los miembros de la comunidad recurren en exclusiva para una decisión normativa. No se encuentra en una ley promulgada, aunque tenga ciertas fuentes, a saber el Corán, con sus más o menos quinientas «aleyas jurídicas», y la vida de Mahoma o sunna, sino en las sentencias de las autoridades jurídicas que se orientan, no por un texto de derecho, sino por el objetivo de mantener la armonía y la unidad en la comunidad. En palabras de Hallaq:

«El pluralismo jurídico –un rasgo fundamental y omnipresente en la sharía– no sólo manifestaba un fuerte sentido de relativismo judicial sino que también se interpuso en agudo contraste con el espíritu de la codificación, otro medio moderno para homogeneizar el derecho y, en consecuencia, la población a que se aplica. Ni tampoco se limitaba el derecho sustantivo de la sharía a ser meramente una manifestación mecánica e interpretativa de la voluntad divina. Era también un sistema socialmente implantado, un mecanismo y un proceso, todos los cuales se habían creado para el orden social por el propio orden»[63].

La forma de administrar justicia en el islam tradicional ilustra de hecho la naturaleza pluralista y relativista del derecho islámico.

Aunque el gobernante musulmán designase a los jueces que habían de administrar justicia, una vez designados esos jueces gozaban de autoridad soberana. No eran sin embargo únicamente los jueces quienes creaban el derecho. Otros tres tipos de dignatarios jurídicos contribuían al desarrollo y funcionamiento del derecho islámico. Esos otros tres dignatarios eran el muftí, el jurisconsulto y el profesor de derecho. Como Hallaq observó, «la sociedad y sus comunidades producían sus propios expertos jurídicos, personas que estaban cualificadas para cumplimentar cierta variedad de funciones que, en su totalidad, conformaban el sistema jurídico islámico»[64].

Era el muftí, «un especialista jurídico privado, legal y moralmente responsable frente a la sociedad en que vivía, no frente al gobernante y sus intereses», quien dictaba la fatwa, «respuesta jurídica a una cuestión que se le sometía»[65]. Su opinión jurídica tenía gran peso en los tribunales y determinaba la solución del caso, salvo que fuese contradicha por una opinión jurídica diferente y con mayor autoridad. Eran, por lo tanto, las fatwas las que se recopilaban en los libros islámicos de derecho, no las decisiones de los tribunales. Los jurisconsultos glosaban las opiniones jurídicas de los muftíes, adaptándolas a las circunstancias del tiempo[66]. El juez estaba entonces obligado a aplicar las opiniones jurídicas de los expertos a los casos singulares[67].

Habida cuenta de la naturaleza del derecho islámico, el juez o cadí, además de resolver disputas, desempeñaba muchas otras responsabilidades. En palabras de Hallaq, «estaba al cargo de la supervisión de muchas cosas en la vida de la comunidad»[68]. Vigilaba la construcción e inspeccionaba edificios, auditaba las cuentas de obras de caridad y de una institución importante de la vida islámica tradicional, las fundaciones de beneficencia. Supervisaba el cuidado que los tutores daban a quienes tenían bajo su autoridad y «actuaba él mismo como tutor en relación con el matrimonio de mujeres que no tenían parientes masculinos»[69]. Era también el mediador exclusivo respecto de disputas que «no tenían naturaleza estrictamente jurídica» y prestaba el consejo de un tercero a los parientes que discutían[70].

El profesor de derecho era un muftí, un especialista en derecho que dirigía sesiones o círculos, habitualmente en una mezquita, para estudiantes y otros interesados, durante los cuales exponía la sharía. A veces un muftí, durante una misma sesión, pronunciaría fatwas, después anunciaría una vista para dictar sentencias y, habiendo concluido su trabajo como juez, daría una clase de derecho[71]. Respecto de las clases de derecho, Hallaq observa:

«Ellos [los peritos en derecho] no percibían salario y su interés por el estudio del derecho venía motivado por la piedad y la erudición religiosa. Alrededor de cada uno de aquellos primeros muftíes se reunían estudiantes –y a veces simples curiosos por saber– que estaban interesados en adquirir conocimientos sobre el Corán y la vida del profeta Mahoma como modelo ejemplar de conducta»[72].

Una vez más, la naturaleza omnicomprensiva de la sharía se evidencia por el trabajo del profesor de derecho, que tenía por finalidad ayudar al musulmán devoto a que conociese los dictados del derecho en cualquier situación de su vida. En los círculos, el profesor de derecho no distinguía entre ley y moralidad, entre vida civil y vida religiosa.

Con el paso del tiempo, los principales jurisconsultos fundaron lo que fueron primeramente escuelas personales, cuatro de las cuales se convirtieron más tarde, en el islam sunita, en escuelas doctrinales. El fundador de una escuela doctrinal o madhhab, de quien la escuela tomaba su nombre, tenía el título de imán. «La doctrina del imán declinaba cualquier pretensión de originalidad no sólo porque derivaba directamente de los textos revelados sino también, y de manera igualmente importante, porque se extraía sistemáticamente de esos textos por medio de principios interpretativos claramente establecidos»[73]. Acerca del imán, afirma Hallaq: «Encarnación de la pura virtud, de la piedad, de la modestia, del ascetismo apacible y de lo mejor de los valores éticos, representaba la fuente última del conocimiento jurídico y de la autoridad moral»[74]. En el islam sunita las cuatro doctrinas jurídicas son la hanafí, la malikí, la shafí y la hanbalí[75]. En el islam chiíta las escuelas son la zaydí y la de los doce (o yafarí)[76]. En lo que toca a esas escuelas doctrinales, afirma Hallaq:

«Una vez se hubieron formado, y hasta que se dispersaron por obra de la reforma moderna, ningún jurista podía desempeñar su trabajo con independencia de ellas. Aunque los legos eran libres de seguir cualquiera de esas escuelas en relación con un negocio en particular o modo de conducta (rituales, por ejemplo), cada escuela tendía a ser influyente en regiones determinadas»[77].

En resumen, «en el islam era la escuela doctrinal jurídica la que producía el derecho y constituía el eje de su autoridad», no el poder legislativo del gobernante[78].

El fenómeno de las escuelas jurídicas pone de manifiesto una característica esencial del derecho islámico. En palabras de Hallaq, «la autoridad jurídica en el islam era personal y privada; era en las personas de los juristas en particular (fuesen gentes del común o, en ocasiones, califas) en quienes residía la autoridad, y era su competencia en el conocimiento jurídico religioso la que más tarde llegó a llamarse ijtihad, piedra angular del derecho islámico»[79]. Explicaremos más adelante la naturaleza de la ijtihad al tratar de las fuentes del derecho islámico.

El derecho islámico, entendido en el contexto de la visión islámica sobre las relaciones entre la religión y el mundo, desempeña, a diferencia del derecho canónico, un papel dominante y a todas luces omnipresente en la vida del musulmán. Para el seguidor del islam, hasta el más religioso de los actos es primariamente un acto jurídico. La oración y la purificación, por ejemplo, son actos jurídicos, esto es, sólo la oración y la purificación que se llevan a cabo de acuerdo con la jurisprudencia islámica son, de hecho, oración y purificación. El padre Samir Khalil Samir observa:

«No es por azar que la principal ciencia del islam sea la jurisprudencia, no la teología ni la espiritualidad, como en la tradición cristiana. En el islam el sabio o doctor (o el faqih, singular de fuqaha) es quien conoce todo el derecho. Los fieles se dirigen a él para preguntarle si, en ciertas situaciones, pueden, por ejemplo, hacer sus oraciones, y él les indica lo que deben hacer para orar válidamente. Abran cualquier libro de tradición musulmana, de jurisprudencia, o de hadices, y encontrarán todo lo que es normativo, empezando por las reglas de la purificación, en relación con las abluciones necesarias para rezar o ayunar […]. Todo está calculado, pero en base al contexto del mundo cultural árabe del siglo VII. Por esta razón, si se intenta entender el proyecto de Mahoma respecto de la religión musulmana, lo que emerge es un designio omnicomprensivo para una comunidad religiosa, cultural, política y social»[80].

Mientras que el derecho canónico aporta un servicio humilde a más altas expresiones de la religión en el magisterio, en el culto divino y en la santidad de vida, la sharía es la más alta expresión de la religión; abarca toda la vida, incluyendo aquellos aspectos que nosotros los cristianos identificamos como la cumbre de nuestra fe[81].

Con vistas a entender el lugar dominante del derecho en el islam es importante no olvidar la naturaleza radicalmente concreta de la fe islámica, a saber, la representación humana del misterio de la divinidad y los medios, consecuentemente determinados de manera humana, para llevar a cabo la voluntad de la divinidad. El padre Samir Khalil Samir describe la diferencia entre el cristianismo y el islam con estas palabras:

«Ser musulmán significa, para muchos creyentes, rezar o vestirse de cierto modo; comer ciertos alimentos y rechazar otros (especialmente carne de cerdo y sangre); y comportarse de manera específicamente determinada, tanto externa como internamente. A este respecto se impone advertir una diferencia radical con el cristianismo, que no es una religión en el sentido de que no es un intento humano por representarse el misterio con cierta idea de Dios y poner en práctica una serie de normas éticas, exigiendo de quienes se adhieren que se comporten de manera coherente; al contrario, el cristianismo es un acontecimiento, el acontecimiento de la revelación de Dios, por la cual Él da respuesta a un anhelo humano y se hace presente al hombre haciendo suya la condición humana»[82].

Mientras que el derecho canónico es el humilde servidor del misterio de la fe, el encuentro con Cristo vivo en la Iglesia, el derecho islámico es el medio garantizado para conocer y hacer la voluntad de la divinidad. Un sacerdote católico y profesor de filosofía en una gran ciudad de los Estados Unidos, comentándome a propósito de la cantidad de católicos que conocía que se habían convertido al islam, me dijo que muchos daban como razón de su conversión el hecho de que el islam es una religión mucho más fácil de seguir, ya que todo en la vida está determinado por la ley o jurisprudencia islámicas que, por definición, son plenamente la voluntad de Dios. Habida cuenta de que el islam identifica la moralidad con el derecho, elimina el diario desafío del pensamiento moral.

6. Las fuentes del derecho islámico

La teoría jurídica islámica o usul al-fiqh reconoce dos fuentes de la sharía. La primera y «sacratísima fuente del derecho» es el Corán. En lo que toca al Corán como fuente del derecho, escribe Hallaq:

«La teoría comenzó con el presupuesto de que el Corán es la sacratísima fuente del derecho, el cual encarna el conocimiento que Dios ha revelado sobre las creencias humanas, sobre Dios mismo y sobre cómo debe comportarse el creyente en este mundo. Esta conducta humana era el terreno del derecho, y a ese efecto el Corán contenía las llamadas “aleyas jurídicas”, en torno a quinientas en total (siendo las demás teológicas, exhortativas etc.)»[83].

Se encuentra, por ejemplo, la siguiente norma en relación con el matrimonio de un hombre musulmán con una mujer no musulmana y de una mujer musulmana con un hombre no musulmán:

«Y no caséis con las idólatras hasta que no crean; y en verdad, esclava creyente [es] mejor que idólatra, aunque os gusten; y no caséis con los idólatras; y en verdad, esclavo creyente [es] mejor que idólatra, aunque os gusten. Esos llaman al fuego y Alá llama al alchenna [jardín] y el perdón, por permisión suya, y declara las aleyas a los hombres; acaso recordarán»[84].

El «fuego» al cual el no musulmán conduce al musulmán y el «jardín» al cual Dios conduce al musulmán a través de la sharía remiten a la ley relativa al castigo en la vida venidera, donde se lee lo que sigue:

«Entonces seréis mostrados; no se ocultará a vosotros, oculto. Pero [aquel] a quien se le llevare su Libro en su diestra, dirá: ¡He aquí! Leed mi Libro. Yo, en verdad, pensaba que yo [era] encontradero de mi cuenta. Y él [estará] en una vida placentera. En un jardín elevado. Sus frutos, asequibles. Comed y bebed tranquilos, por lo que anticipasteis en los días pasados. Pero aquel a quien pusieron su Libro en su izquierda, dirá: ¡Ay! Ojalá y yo no hubiera recibido mi Libro. Y no sé cuál [será] mi cuenta. Ojalá y hubiera terminado. No me valen mis bienes. Pereció lejos de mí mi sultanía. ¡Tomadlo y atadlo! Luego, el chahim [fuego] lo abrasará. Luego en cadena, su largura setenta codos; y cargadlo con ella. En verdad, no creía en Alá, el grande. Y no se animaba al arrisque del pobre. Así, pues, no hay para él hoy aquí amigo. Ni alimento sino de pus. No lo comerán sino los pecadores»[85].

Éstas y otras similares aleyas jurídicas del Corán son el primer punto de referencia para el perito en derecho a la hora de decidir sobre cualquier asunto que se le someta.

La segunda fuente del derecho islámico es la vida de Mahoma, a quien no se le reputa divino pero sí que habría entendido la voluntad de Dios y actuado, en su vida diaria, de conformidad con esa voluntad divina. La vida de Mahoma, que llegó a conocerse como la sunna, es la segunda referencia más importante para el experto jurídico. Los textos singulares de su biografía, donde se narran las palabras y los hechos de Mahoma, se conocen como hadices. Hallaq nos da como ejemplo de hadiz esta enseñanza sobre la propiedad privada en la sunna:

«Por ejemplo, si bien la sunna del profeta era en general favorable al derecho a la propiedad privada, la naturaleza precisa de ese derecho no se aclaró hasta que llegaron a conocerse los hadices pertinentes. Se aprende así en unos de esos hadices que cuando el profeta oyó una vez que alguien había cultivado plantas en la tierra de su vecino sin el conocimiento de éste, dijo: “Quien planta, sin permiso, en un terreno propiedad de otro no puede apropiarse la cosecha pero tiene derecho a un salario [por su trabajo]”»[86].

El número de los hadices se hizo tan grande que la sharía tuvo que desarrollar un criterio de transmisión fiable, a fin de que pudieran conocerse de manera razonable. En relación con tanto los hadices como también las ambigüedades que se advertían en el texto del Corán, la sharía adoptó una teoría del consenso, con arreglo a la cual «es inconcebible que la entera comunidad musulmana conspire a favor de una falsedad, inclusive falsificar o distorsionar el Libro sagrado»[87].

El consenso, a su vez, se establece por lo que se llama recurrencia. Hallaq describe las condiciones para establecer esa reiteración:

«Para acreditar recurrencia, deben cumplirse tres condiciones: primeramente, el texto debe haberse transmitido de una generación a la siguiente a través de canales de transmisión suficientemente numerosos como para impedir cualquier posibilidad de error o de colaboración en una falsificación; en segundo lugar, el primer grupo de transmisores deben haber percibido por los sentidos lo que el profeta dijo o hizo; y en tercer lugar, las dos primeras condiciones deben haberse cumplido en cada fase de la transmisión, comenzando con el primer grupo y terminando con los últimos narradores del testimonio»[88].

A todas luces, muchos de los hadices no cumplían con esas condiciones de recurrencia y se expresaban en términos «aislados». Hallaq observa: «Con la posible excepción de algunos pocos, el testimonio de los hadices se considera generalmente aislado y, a diferencia del texto coránico, no posee la ventaja de la recurrencia»[89].

Sin embargo, los variados hadices podían ser fuentes del razonamiento jurídico o ijtihad utilizado por jueces y peritos en derecho. Hallaq concluye:

«Si todo esto apunta hacia algo en relación con el derecho islámico, es hacia su propio reconocimiento de que, como terreno práctico que es, el derecho religioso (derivado principalmente de los hadices) no tiene que gozar de certeza»[90].

El derecho canónico, por el contrario, goza de la certeza que es inherente a su fuente en la Tradición tal y como se interpreta con autoridad por quienes, por la gracia de Dios, ejercen jurisdicción en la Iglesia en su calidad de comunidad jerárquica.

La cuarta fuente del derecho islámico es la qiyas, la cual «aporta una serie de métodos a cuyo través el jurista llega a normas legales»[91]. La analogía es el método principal. Hallaq describe los cuatro elementos de la qiyas como fuente del derecho:

«Como arquetipo de todo argumento jurídico, se considera que la qiyas consta de cuatro elementos, a saber: (1) el nuevo asunto que requiere una solución jurídica (por ejemplo, la aplicación de una entre cinco normas [la prohibitiva, la imperativa, la recomendatoria, la neutral y la reprobatoria]); (2) el caso original que puede encontrarse bien sea establecido en los textos revelados, bien sea sancionado por consenso; (3) la ratio legis, o atributo común tanto al nuevo caso como al original; y (4) la norma legal que se encuentra en el caso original y que, habida cuenta de la semejanza entre los dos casos, debe trasponerse al nuevo asunto»[92].

Hallaq menciona el ejemplo del jurista que debe decidir sobre un caso relativo a la prohibición de beber vino de dátiles. Al examinar el texto del Corán, descubre que sólo se prohíbe el consumo de vino de uvas. Sobre la base de la ratio legis, a saber, la causa de intoxicación, decide que el vino de dátiles está asimismo prohibido[93].

En relación con las fuentes de la sharía, hay que preguntarse si la sharía reconoce la ley moral natural, esto es, la ley escrita en el corazón de los hombres, la cual, con arreglo al pensamiento de la Iglesia, es susceptible de descubrirse por la sola razón humana, aunque sea también revelada en la Sagrada Escritura. Mientras que los juristas islámicos han identificado «cinco principios universales que subyacen a la sharía, a saber, la protección de la vida, el espíritu, la religión, la propiedad y la descendencia», no declaran sin embargo que sean susceptibles de conocimiento por la sola razón[94]. En otras palabras, son principios del derecho porque se han revelado en las fuentes del derecho. Los juristas practican la istislah, «un método de inferencia que no remonta directamente al texto revelado como fundamento del razonamiento, sino que más bien se apoya en argumentos racionales basados en los cinco principios universales del derecho»[95].

La istislah se practica para descubrir lo que mejor puede servir como interés jurídico pero, con vistas a utilizar ese método de razonamiento, el interés jurídico debe afectar a la comunidad musulmana en su conjunto[96]. Según parece, toda noción de ley similar a la ley natural está condicionada por el carácter sumamente concreto e inmediato de la fe islámica, la cual identifica el bien con aquello que sirve al progreso real del islam.

7. Conclusión

¿Qué importancia revisten estas diferencias entre el derecho canónico y la sharía? Muestran con claridad la distinta naturaleza de ambos derechos. Al mismo tiempo, permiten ciertas conclusiones en relación con la sharía, las cuales encierran importantes consecuencias para la comprensión mutua entre católicos y musulmanes.

Primero de todo, parece claro que para el musulmán el fin último de la vida en este mundo es la observancia universal de la sharía. La tolerancia, por lo tanto, que un musulmán muestra en una sociedad no musulmana hacia ciertas leyes no musulmanas debe entenderse como una mera adaptación práctica, con vistas al establecimiento de la perfección de la sharía en todos los ámbitos de la sociedad. La naturaleza concreta de la comprensión islámica de la salvación, a saber, que la salvación debe realizarse aquí y ahora, a diferencia de la comprensión por la Iglesia de la salvación como la gracia de volverse hacia Cristo, en todo tiempo, con la esperanza de la consumación de la palabra salvadora de Cristo en su venida final, inspira ciertamente cierta impaciencia respecto de las adaptaciones jurídicas que deben concederse en una sociedad no musulmana y cierta urgencia por insistir en la observancia de la sharía.

En segundo lugar, la pluralidad y relatividad que caracterizan al derecho islámico hacen que con frecuencia sea difícil conocer, con certeza, cuál es verdaderamente la norma de la sharía respecto de cualquier asunto determinado. Por ejemplo, en lo que toca al matrimonio, que en derecho islámico es un acuerdo contractual, las diversas escuelas de interpretación discrepan respecto de la validez de numerosas estipulaciones que se introducen en el contrato[97]. Al mismo tiempo, «la fuerza ejecutiva de las estipulaciones«, incluso aunque sean válidas, «depende de muchas variables y difiere significativamente entre las escuelas»[98]. Dado que no existe autoridad jerárquica que resuelva los desacuerdos sobre el derecho en sí mismo o su interpretación, tales desacuerdos coexisten y, por lo tanto, originan confusión respecto de lo que la sharía ordena. Mientras que en cualquier derecho, inclusive el derecho canónico, pueden plantearse desacuerdos respecto del significado del texto de la ley, el Código de Derecho Canónico establece las normas con arreglo a las cuales tales desacuerdos pueden resolverse de manera oportuna[99]. El Pontificio Consejo para los Textos Legislativos presta asistencia al Romano Pontífice para responder con autoridad a cuestiones relativas a la interpretación del derecho canónico[100].

Finalmente, la comparación entre los dos derechos subraya una diferencia fundamental en la comprensión del mundo. Tan fundamental es esta diferencia que, dependiendo de la interpretación de la sharía, la vida en armonía entre católicos devotos y musulmanes devotos puede convertirse en insostenible. Puesto que, con arreglo al islam, la sharía ha de ser el derecho de toda sociedad, entonces, una vez los partidarios del islam constituyan la mayoría de la población ¿no estarán obligados a imponer la sharía sobre la población en su conjunto?

Existen diferencias fundamentales entre el derecho canónico y la sharía islámica. Y tienen ciertamente gran importancia en las vidas de todos los católicos y musulmanes.

 

[1] Cfr. Raymond L. Cardenal BURKE, «The Difference between Canon Law and Islamic Shari´a and the Difference it makes» en Toleranz und Menschenwürde: Tolerance and Human Dignity, ed. Anton Rauscher, Berlín, Duncker & Humblot, 2011, págs. 199-217.

[2] Heb., 13, 14.

[3] Ap., 21, 1; cfr. 2 Pe., 3, 13.

[4] Mt., 22, 21; cfr. Mc., 12, 17; y Lc., 20, 25.

[5] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 2242.

[6] Act., 5, 29.

[7] Gerard B. WEGEMER y Stephen W. SMITH (eds.), A Thomas More Source Book, Washington, DC, The Catholic University of America Press, 2004, pág. 354.

[8] Ibid., pág. 357.

[9] Citado en E. E. REYNOLDS, Saint John Fisher, ed. rev., WheathampsteadHertfordshire, Anthony Clarke Books, 1972, págs. 272-273.

[10] Ibid., pág. 273.

[11] BENEDICTO XVI, Reason and faith need each other, discurso en Westminster Hall ante representantes de la sociedad británica, 17 de septiembre de 2010.

[12] 1 Cor., 7, 31.

[13] 2 Pe., 3, 13.

[14] Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1901

[15] Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1951.

[16] Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1952.

[17] Segundo Concilio del Vaticano, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 74, en Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones. Documentos pontificios complementarios, Madrid, BAC, 1965, pág. 324.

[18] BENEDICTO XVI, Discurso al Parlamento federal en el Reichstag de Berlín, 22 de septiembre de 2011.

[19] Ibid.

[20] Ibid.

[21] Ibid.

[22] Ibid.

[23] Ibid.

[24] Ibid.

[25] Ibid.

[26] Ibid.

[27] Ibid.

[28] Ibid.

[29] JUAN PABLO II, Constitución apostólica Sacrae disciplinae leges, 25 de enero de 1983, Acta Apostolicae Sedis, 75, pars II (1983), págs. X-XI. Traducción española: Código de Derecho Canónico, edición bilingüe comentada por los profesores de la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia de Salamanca, tercera edición, Madrid, BAC, 1983, pág. 6.

[30] Ibid., pág. XI; versión española, págs. 6-7.

[31] Ibid., págs. XII-XIII; versión española, pág. 8.

[32] Cfr. Codex Iuris Canonici, can. 22.

[33] Can. 1284.2.3º.

[34] Cfr. can. 1284.2, 2º-3º.

[35] Cfr. cánones 1268; y 197-199.

[36] Can. 198.

[37] Cfr. can. 1279.

[38] Cfr. can. 1284.2.2º.

[39] Cfr. cánones 117 y 314.

[40] Cfr. can. 117.

[41] Cfr. can. 1257.1.

[42] Cfr. can. 314.

[43] Cfr. can. 1389.2.

[44] Cfr. can. 314.

[45] Ibid., pág. X; versión española, pág. 6.

[46] Prefacio, en Acta Apostolicae Sedis, 75, pars II (1983), págs. XVXXX.

[47] Cfr. cánones 331 y 333.2-3.

[48] Cfr. cánones 129.1 y 135.1.

[49] Can. 135.2.

[50] Can. 1400.1.1º-2º.

[51] Mt., 5, 17 y 48.

[52] Wael B. HALLAQ, An Introduction to Islamic Law, Cambridge, Cambridge University Press, 2009, pág. 28.

[53] Ibid., pág. 7.

[54] Cfr. Ibid., pág. 8.

[55] Wael B. HALLAQ, Shari´a: Theory, Practice, Transformations, Cambridge, Cambridge University Press, 2009, pág. 159.

[56] Ibid., pág. 160.

[57] Umar F. ABD-ALLAH, «Theological dimensions of Islamic law», en The Cambridge Companion to Classical Islamic Theology, ed. Tim Winter, Cambridge, Cambridge University Press, 2008, pág. 237.

[58] Bernard LEWIS, The Crisis of Islam: Holy War and Unholy Terror, Nueva York, Modern Library, 2003, págs. 5-6.

[59] Ibid., pág. 6.

[60] Wolfgang WALDSTEIN, Ins Herz Geschrieben: Das Naturrecht als Fundament einer menschlichen Gesellschaft, Ausburgo, Sankt Ulrich Verlag, 2010.

[61] Frank GRIFFEL, «The Harmony of Natural Law and Shari´a in Islamist Theology», en Shari´a: Islamic Law in the Contemporary Context, ed. de Abbas AMANAT y Frank GRIFFEL, Stanford, Stanford University Press, 2007, pág. 60.

[62] Ibid., pág. 61.

[63] HALLAQ, An Introduction to Islamic Law, pág. 165.

[64] Ibid., pág. 8.

[65] Ibid., pág. 9.

[66] Ibid., pág. 10-11.

[67] Ibid., pág. 11.

[68] Ibid., pág. 11.

[69] Ibid., pág. 11.

[70] Ibid., pág. 11.

[71] Ibid., págs. 12-13.

[72] Ibid., págs. 12.

[73] Ibid., págs. 34-35.

[74] Ibid., pág. 35.

[75] Cfr. Ibid., págs. 31 y 37.

[76] Cfr. Ibid., pág. 37.

[77] Ibid., pág. 37.

[78] Ibid., pág. 37.

[79] Ibid., pág. 35.

[80] Cfr. Samir Khalil SAMIR, S.J., 111 Questions on Islam: A Series of Interviews conducted by Giorgio Paolucci and Camille Eid, ed. y trad. Wafik Nasry, S.J., co-trad. Claudia Castellani, San Francisco, Ignatius Press, 2008, págs. 52-53.

[81] Cfr. Umar F. ABD-ALLAH, «Theological dimensions of Islam law», loc. cit., pág. 240.

[82] Samir Khalil SAMIR, S.J., 111 Questions on Islam, cit., pág. 53.

[83] HALLAQ, An Introduction to Islamic Law, cit., pág. 16.

[84] MAHOMA, El Korán (el Corán), II, «La vaca», 220-221, versión literal e íntegra, traducción, prólogo y notas de Rafael Cansinos Assens, Madrid, Aguilar, 5.ª edición, 1963, págs. 83-84.

[85] El Korán (el Corán), LXIX, «Lo infalible», 18-37, págs. 750-751.

[86] HALLAQ, An Introduction to Islamic Law, cit., pág. 16.

[87] Ibid., pág. 17.

[88] Ibid., pág. 17.

[89] Ibid., pág. 17.

[90] Ibid., pág. 17.

[91] Ibid., pág. 22.

[92] Ibid., págs. 22-23.

[93] Ibid., pág. 23.

[94] Ibid., pág. 26.

[95] Ibid., pág. 174.

[96] Ibid., pág. 27.

[97] Cfr. Kecia ALÍ, «Marriage in Classical Islamic Jurisprudence: A Survey of Doctrines», en The Islamic Marriage Contract: Case Studies in Islamic Family Law, ed. Asifa QURAISHI y Frank E. VOGE, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 2008, págs. 21-23.

[98] Ibid., pág. 21.

[99] Cfr. cánones 7-28.

[100] Cfr. JUAN PABLO II, Constitución apostólica Pastor Bonus, sobre la Curia romana, 28 de junio de 1988, Acta Apostolicae Sedis 80 (1988), págs. 901-902, artículos 154-158.