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Número 555-556

Serie LV

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La devoción a los sagrados corazones y su significación humana y sobrenatural

 

1. Incipit

El centenario de las apariciones de Nuestra Señora a los pastorcitos de Fátima constituye una ocasión obligada para peregrinar a los lugares donde tuvieron lugar, con espíritu de oración, penitencia y reparación. Y también lo es para meditar sobre algunos de sus aspectos más salientes, particularmente en clave social y política. Eso es lo que llevó al Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II, principal órgano cultural de la Comunión Tradicionalista, a organizar el Congreso-Peregrinación del pasado 19 de abril. Y es lo que lleva a Verbo a publicar parcialmente las actas del mismo.

2. La devoción al Sagrado Corazón de Jesús

La devoción al Sagrado Corazón es antiquísima. En la Edad Media ya la hallamos consolidada merced a ciertas almas escogidas como Santa Gertrudis, Santa Matilde o la Beata Ángela de Foliño. Pero –como es sabido– recibió un impulso extraordinario por las revelaciones de Nuestro Señor a Santa Margarita María de Alacoque en Paray-leMoniale durante el siglo XVII, convirtiéndose a partir de entonces en una de las devociones más arraigadas en la Cristiandad y, en particular, en el mundo hispánico. Donde, en el siglo siguiente, volvería a manifestarse Nuestro Señor, esta vez al padre Bernardo de Hoyos, de la Compañía de Jesús, al prometerle: «Reinaré en España y con más veneración que en otras partes».

La Santísima Trinidad, en su omnisciencia, conocía el enfriamiento que iba a inundar los reinos cristianos y dispuso ofrecernos anticipadamente en su Providencia el remedio para los males que nos aguardaban[1]. Y es que la devoción al Sagrado Corazón, tan rica en valor teológico y espiritual, no tiene sólo una dimensión individual, sino que su profunda verdad se desborda también en significación política. Un singular documento reciente, anclado en la tradición política española, así lo resume:

«El augusto misterio del misericordioso Corazón humano del Verbo encarnado no encierra sólo el secreto de la felicidad individual, sino que, como no podía ser de otro modo, ese misterio confirma todo lo que la fe y la razón nos enseñan sobre la criatura humana: que ha sido creada libre y social al mismo tiempo y por lo tanto, no hay remedio, ni espiritual ni material, que beneficie verdaderamente al hombre singular que no tenga un alcance y una misión para toda la sociedad humana. Así pues, como no hay verdadera esperanza para cada uno de los hombres fuera de las entrañas misericordiosas de Nuestro Señor Jesucristo, así tampoco hay esperanza ninguna para las sociedades que como tales no se someten y confían a los cuidados del Sagrado Corazón de Jesús. Por lo cual, plugo al Cielo revelar progresivamente a su pueblo la necesidad de que las sociedades, las familias y los individuos se consagrasen al Sacratísimo Corazón del Salvador, primero para dar la gloria debida al Nombre de Dios y, además, como remedio indispensable para el bien de las almas y para el bien común temporal de los pueblos»[2].

3. El magisterio pontificio

Los papas, grandes impulsores de esa devoción, al ligarla al Reino de Nuestro Señor Jesucristo, han querido tan delicada como claramente subrayar esos aspectos humanos, culturales y socio-políticos, que desarrollan e integran el núcleo sobrenatural del mensaje. Así, Pío IX, explícitamente escribía al fundador de los Misioneros del Corazón de Jesús: «La Iglesia y la sociedad no tienen otra esperanza que el Sagrado Corazón de Jesús. Es Él quien habrá de curar todos nuestros males. Predicad y difundid por todas partes la devoción al Sagrado Corazón, ella ha de constituir la salvación del mundo»[3]. Lo que, en documentos magisteriales, han repetido León XIII, Pío XI y Pío XII.

El primero, que consagró el género humano al Sagrado Corazón en el año jubilar de 1899, resume así en tal documento el desarrollo de la devoción en los tiempos modernos:

«Muchas veces nos hemos esforzado en mantener y poner más a la luz del día esta forma excelente de piedad que consiste en honrar al Sacratísimo Corazón de Jesús. Seguimos en esto el ejemplo de Nuestros predecesores Inocencio XII, Benedicto XIV, Clemente XIII, Pío VI, Pío VII y Pío IX. Esta era la finalidad especial de Nuestro decreto publicado el 28 de junio del año 1889 y por el que elevamos a rito de primera clase la fiesta del Sagrado Corazón. Pero ahora soñamos en una forma de veneración más imponente aún, que pueda ser en cierta manera la plenitud y la perfección de todos los homenajes que se acostumbran a rendir al Corazón Sacratísimo. Confiamos que esta manifestación de piedad sea muy agradable a Jesucristo Redentor. Además, no es la primera vez que el proyecto que anunciamos, sea puesto sobre el tapete. En efecto, hace alrededor de 25 años, al acercarse la solemnidad del segundo Centenario del día en que la bienaventurada Margarita María de Alacoque había recibido de Dios la orden de propagar el culto al divino Corazón, hubo muchas cartas apremiantes, que procedían no solamente de particulares, sino también de obispos, que fueron enviadas en gran número, de todas partes y dirigidas a Pío IX. Ellas pretendían obtener que el soberano Pontífice quisiera consagrar al Sagrado Corazón de Jesús todo el género humano. Se prefirió entonces diferirlo, a fin de ir madurando más seriamente la decisión. A la espera, ciertas ciudades recibieron la autorización de consagrarse por su cuenta, si así lo deseaban y se prescribió una fórmula de consagración. Habiendo sobrevenido ahora otros motivos, pensamos que ha llegado la hora de culminar este proyecto»[4].

Para, a continuación, enlazarla con la proclamación del Reino universal de Nuestro Señor:

«Este testimonio general y solemne de respeto y de piedad, se le debe a Jesucristo, ya que es el Príncipe y el Maestro supremo. De verdad, su imperio se extiende no solamente a las naciones que profesan la fe católica o a los hombres que, por haber recibido en su día el bautismo, están unidos de derecho a la Iglesia, aunque se mantengan alejados por sus opiniones erróneas o por un disentimiento que les aparte de su ternura. El reino de Cristo también abraza a todos los hombres privados de la fe cristiana, de suerte que la universalidad del género humano está realmente sumisa al poder de Jesús. Quien es el Hijo Único de Dios Padre, que tiene la misma substancia que El y que es “el esplendor de su gloria y figura de su substancia” (Heb., 1, 3), necesariamente lo posee todo en común con el Padre; tiene pues poder soberano sobre todas las cosas. Por eso el Hijo de Dios dice de sí mismo por la boca del profeta: “Ya tengo yo consagrado a mi rey en Sión mi monte santo... El me ha dicho: Tu eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Pídeme y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra” (Sal., 2, 6-8)»[5].

Pío XI, por su parte, que había instituido la fiesta de Cristo Rey en 1925, tres años después explicitaba el vínculo diamantino entre la devoción al Sagrado Corazón y el Reino de Cristo:

«Mas, como en el siglo precedente y en el nuestro, por las maquinaciones de los impíos, se llegó a despreciar el imperio de Cristo nuestro Señor y a declarar públicamente la guerra a la Iglesia, con leyes y mociones populares contrarias al derecho divino y a la ley natural, y hasta hubo asambleas que gritaban: “No queremos que reine sobre nosotros” (Lc., 19,14), por esta consagración que decíamos, la voz de todos los amantes del Corazón de Jesús prorrumpía unánime oponiendo acérrimamente, para vindicar su gloria y asegurar sus derechos: “Es necesario que Cristo reine (1 Cor., 15, 25). Venga su reino”. De lo cual fue consecuencia feliz que todo el género humano, que por nativo derecho posee Jesucristo, único en quien todas las cosas se restauran (Ef., 1,10), al empezar este siglo, se consagra al Sacratísimo Corazón, por nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, aplaudiendo el orbe cristiano. Comienzos tan faustos y agradables, Nos, como ya dijimos en nuestra encíclica Quas primas, accediendo a los deseos y a las preces reiteradas y numerosas de obispos y fieles, con el favor de Dios completamos y perfeccionamos, cuando, al término del año jubilar, instituimos la fiesta de Cristo Rey y su solemne celebración en todo el orbe cristiano. Cuando eso hicimos, no sólo declaramos el sumo imperio de Jesucristo sobre todas las cosas, sobre la sociedad civil y la doméstica y sobre cada uno de los hombres, mas también presentimos el júbilo de aquel faustísimo día en que el mundo entero espontáneamente y de buen grado aceptará la dominación suavísima de Cristo Rey. Por esto ordenábamos también que en el día de esta fiesta se renovase todos los años aquella consagración para conseguir más cierta y abundantemente sus frutos y para unir a los pueblos todos con el vínculo de la caridad cristiana y la conciliación de la paz en el Corazón de Cristo, Rey de Reyes y Señor de los que dominan»[6].

Finalmente, Pío XII, afirma la importancia de la devoción para la Iglesia en los tiempos modernos y, consiguientemente, reprende a quienes no terminan de entenderla:

«“Si tú conocieses el don de Dios” (Jn., 4, 10). Con estas palabras, venerables hermanos, Nos, que por divina disposición hemos sido constituidos guardián y dispensador del tesoro de la fe y de la piedad que el Divino Redentor ha confiado a la Iglesia, conscientes del deber de nuestro oficio, amonestamos a todos aquellos de nuestros hijos que, a pesar de que el culto del Sagrado Corazón de Jesús, venciendo la indiferencia y los errores humanos, ha penetrado ya en su Cuerpo Místico, todavía abrigan prejuicios hacia él y aun llegan a reputarlo menos adaptado, por no decir nocivo, a las necesidades espirituales de la Iglesia y de la humanidad en la hora presente, que son las más apremiantes. Pues no faltan quienes, confundiendo o equiparando la índole de este culto con las diversas formas particulares de devoción, que la Iglesia aprueba y favorece sin imponerlas, lo juzgan como algo superfluo que cada uno pueda practicar o no, según le agradare; otros consideran oneroso este culto, y aun de poca o ninguna utilidad, singularmente para los que militan en el Reino de Dios, consagrando todas sus energías espirituales, su actividad y su tiempo a la defensa y propaganda de la verdad católica, a la difusión de la doctrina social católica, y a la multiplicación de aquellas prácticas religiosas y obras que ellos juzgan mucho más necesarias en nuestros días. Y no faltan quienes estiman que este culto, lejos de ser un poderoso medio para renovar y reforzar las costumbres cristianas, tanto en la vida individual como en la familiar, no es sino una devoción, más saturada de sentimientos que constituida por pensamientos y afectos nobles; así la juzgan más propia de la sensibilidad de las mujeres piadosas que de la seriedad de los espíritus cultivados. Otros, finalmente, al considerar que esta devoción exige, sobre todo, penitencia, expiación y otras virtudes, que más bien juzgan pasivas porque aparentemente no producen frutos externos, no la creen a propósito para reanimar la espiritualidad moderna, a la que corresponde el deber de emprender una acción franca y de gran alcance en pro del triunfo de la fe católica y en valiente defensa de las costumbres cristianas; y ello, dentro de una sociedad plenamente dominada por el indiferentismo religioso que niega toda norma para distinguir lo verdadero de lo falso, y que, además, se halla penetrada, en el pensar y en el obrar, por los principios del materialismo ateo y del laicismo»[7].

4. Una devoción antimoderna

Los textos anteriores, aun necesariamente recortados, hablan por sí solos. No es de extrañar, pues, que la devoción al Sagrado Corazón haya ido acompañada de una honda significación antimoderna. Como la del mismo magisterio pontificio. Porque aparece estrechamente vinculada a la defensa –en cuanto subsistiese– o reconstrucción –en cuanto hubiese desaparecido– del orden natural y cristiano de la sociedad. Al que la modernidad se opone. De manera que la primacía está del lado del orden, que la revolución destruye, y no de ésta, con la consiguiente reacción en pro de aquél[8].

La movilización de los católicos franceses en la época de la Revolución se hizo bajo el signo del Sagrado Corazón, y desde la guerra de la Vandea hasta nuestros días se puede observar hasta en la iconografía. En España la asociación con el Carlismo es estrecha e igualmente sostenida. El 16 de enero de 1875, Su Santidad Pío IX pidió a los gobernantes que se consagrase el universo cristiano al Sagrado Corazón de Jesús. En plena guerra, el Rey y el pueblo carlista cumplieron fielmente con los deseos del Romano Pontífice en varios lugares de España y, con particular solemnidad y con presencia del Rey Don Carlos VII, en Orduña. Más adelante, su hermano, el Rey Don Alfonso Carlos, que incluso se había anticipado en 1873, cuando era aún Infante, en el Monasterio de Nuestra Señora de Montserrat, a hacer la consagración del Ejército de Cataluña y Aragón, en su Declaración de 3 de junio de 1932 dijo: «Yo, en mi firme voluntad, en este día en que la Iglesia celebra la fiesta del Deífico Corazón, prometo solemnemente que, si la Divina Providencia dispone que sea yo llamado a regir los destinos de España, será entronizado el Sagrado Corazón de Jesús en el escudo nacional, siendo colocado sobre las flores de lis de la Casa de Anjou y entre los cuarteles de Castilla y León, bajo la Corona Real». Además, el Sagrado Corazón siempre estuvo entronizado en los Círculos Carlistas y en la guerra de 1936 los requetés hicieron famosos los «Detentes» de sus uniformes. Finalmente, el Rey Don Javier, que siendo regente en 1942 había incluido en sus armas el Inmaculado Corazón junto con el Sagrado Corazón ya introducido –como acabamos de ver– por Don Alfonso Carlos, en 1966 renovó en el Cerro de los Ángeles la Consagración de España al Sagrado Corazón, ante el nuevo monumento levantado tras la Cruzada de Liberación[9].

El decaimiento de la devoción, en el momento en que sería más necesaria, es otra muestra –pero inversa– de la alianza entre la misma y la tradición católica antiliberal. Lo ha escrito un agudo amigo: «La descristianización que ha sufrido España después del Vaticano II, la apostasía de la Constitución de 1978, y la instauración de la democracia, coinciden palpablemente con un abandono igualmente visible de la devoción al Sagrado Corazón. La Compañía de Jesús, que había recibido el encargo, “munus suavissimum”, de fomentar la devoción al Sagrado Corazón, se ha desnaturalizado, ha visto clareadas sus filas, y apenas cultiva ya alguna rutina residual de dicha devoción. ¿Mera coincidencia?»[10].

5. La devoción al Inmaculado Corazón de María

Con Fátima se difunde la devoción al Inmaculado Corazón de María. Que estrictamente tampoco es nueva y se presenta ligada a la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. San Juan Eudes, por ejemplo, conocido –según la expresión de San Pío X– como «el apóstol de la devoción a los Sagrados Corazones», es autor de un libro titulado El admirable corazón de la Madre de Dios. En el mensaje Fátima, por su parte, no faltan tampoco las alusiones al Sagrado Corazón, tanto en las tres apariciones del Ángel de Portugal, en 1916, como en las posteriores de la Santísima Virgen a lo largo de 1917.

En las dos devociones aparecen la necesidad de reparación, el requerimiento de una consagración y la promesa de la victoria. Lo hemos visto, y podríamos traer al efecto más textos, de ellos, y aun de sus sucesores, si bien en éstos no tan netos, en León XIII, Pío XI y Pío XII. Hasta en pequeños detalles como las prácticas pedidas (la comunión reparadora de los nueve primeros viernes y las de los cinco primeros sábados) o en la solicitud de consagración (a Luis XIV la de Francia, al Papa la de Rusia…).

Los textos que siguen en este cuaderno volverán sobre ello más de una vez.

Pongamos bajo el patronazgo de los Sagrados Corazones nuestra lucha, según la consigna de Pío XII: «Que cuantos se glorían del nombre de cristianos e, intrépidos, combaten por establecer el Reino de Jesucristo en el mundo, consideren la devoción al Corazón de Jesús como bandera y manantial de unidad, de salvación y de paz»[11].

Así, poniendo por obra lo que el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María nos piden para este nuestro tiempo, alcancemos «el júbilo de aquel faustísimo día en que el mundo entero espontáneamente y de buen grado aceptará la dominación suavísima de Cristo Rey»[12], día del triunfo del Inmaculado Corazón de Nuestra Señora.

 

 

[1] Cfr. Hacia el cuarto año jubilar, Barcelona, Cristiandad, 1948, con textos del padre Ramón Orlandis, S. J., Jaime Bofill, Pedro Basil y José Oriol Cuffí-Canadell. También, particularmente, el artículo de Francisco CANALS VIDAL, «El culto al Corazón de Cristo y la problemática humana de hoy», Cristiandad (Barcelona), núm. 467 (1970), págs. 3 y sigs.

[2] SECRETARÍA POLÍTICA DE S.A.R. DON SIXTO ENRIQUE DE BORBÓN, La Comunión Tradicionalista y la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús, Madrid, 19 de junio de 2009.

[3] Jules CHEVALIER, Le Sacré-Coeur de Jésus, París, Retaux-Bray, 1886, pág. 382.

[4] LEÓN XIII, Annum sacrum, 25 de mayo de 1899.

[5] Ibid.

[6] PÍO XI, Miserentissimus Redemptor, 8 de mayo de 1928, núm. 4.

[7] PÍO XII, Haurietis acquas, 15 de mayo de 1956, núm. 3.

[8] Miguel AYUSO, «La contrarrevolución, entre la teoría y la historia», y Danilo CASTELLANO, «La ideología contrarrevolucionaria», ambos en Alfonso BULLÓN DE MENDOZA y Joaquim VERISSIMO SERRAO (eds.), La contrarrevolución legitimista (1688-1876), Madrid, Editorial Complutense, 1995, págs. 15 y sigs. y 35 y sigs.

[9] Respecto de la «consagración» muy posterior de la dinastía liberal, por Alfonso XIII en 1919, y su (pretendida) «renovación» en 2009, ésta ya puramente eclesiástica, pueden observarse las muy atinadas consideraciones de José Antonio ULLATE, «El derecho público cristiano y la consagración de España», Verbo (Madrid), núm. 475-476 (2009), págs. 519 y sigs.

[10] P. ECHÁNIZ, «La devoción al Sagrado Corazón y la Cristiandad», Siempre p’alante (Pamplona), núm. 507 (2008).

[11] PÍO XII, Hauretis acquas, núm. 35

[12] PÍO XI, Miserentessimus Redemptor, núm. 4.