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El crepúsculo de una monarquía. «La culpa es de Voltaire»

EL CREPUSCUW DE UNA MONARQUIA
"LA CULPA
ES DE VOLTAIRE .... "
POR
Lorns MADELIN.
El traba;o que a continuación se publica está tomt:do del núme­
ro 86 de la revista Acción Española, correspondiente a marza de
1936, la cual, a su vez, lo reproducía, debidamente autorizada, de la
Revue hob Madelin, de la Academi4 francesa, publicó ese mismo año en la Edi-
1(),ú¡) Pion, "" libro #ttdad,, «Le c,-épuscule de la Monarchie» csyo
capitulo segundo, que lleva por título «C'est la faute a Voltaire ... »
reproducimos seguidamente, lamentando 11/0 hacer otro tanto oon el
resto de tan aleccionador libro.
En la breve nota editorial que precedía al texto traducido se decla­
raba que el mismo constituía «una magistral justificación de la razón
de ser de la sociedad y revista Acción Española», paJ.abras que, cua­
renta
diws más tarde, se pueden aplicar a .la labor que desde 1960
vienen
realizando la

revista
Verbo, la editorial Speiro y los grupos de
estudio y los Congresos de la Ciudad Católi<11.-R V. L.
• • •
Al morir el Rey Luis XV, dejando a un príncipe joven y vaci­
lante un trono comprometido, había otro
rey que

reinaba rodeado,
a su
vejez, de

un prestigio inimaginable: era en Ferney donde vivía
Francisco Arouet de
Voltaire, a quien había

de
llamarse después
el
Rey Voltaire.
Hada sesenta años, en efecto, que sus variadísimos escritos ·se
hablan ido acumulando para constituir a loo ojoo de la opinión frao­
cesa, y aun de la europea, las gradas de un trono. De todo el muodó,
incluso de
la lejana América, 1os ojos se fijaban en los parajes del
lago
Leman, donde Voltaire, ya octogenario, iluminaba su faz bur'
1277
Fundaci\363n Speiro

WUIS MADELIN
lona por una sonrisa de triunfo, recibía alabanzas y tributos que
ningún
hombre de
letras había conocido ni conocerla en
vida.
No

se consagraban
solamente esos
homenajes al hombre a quien
se llamaba

el más grande de los
filósofos, sino que eran para esa
misma
filosofía que, tras haberse insinuado poco a poco en los espí­
ritus

en los
comienzos del
siglo,
los había
conquistado de tal modo
que, a
la muerte de Luis XV, reinaba sobre la opinión con mucha
mayor efectividad que la Monarquía ocho veces secular.
¿Podían, sin embargo, oponerse
filosofía y monarquía? Nadie
lo hubiera admitido en aquellos días de
177 4. Los cien filósofos que
con sus escritos habían atacado, más o menos abiertamente, a todas
las autoridades literarias, científicas, económicas, religiosas y sociales,
jamás hablan atacado aa,arenternente al principio monárquico. Luego
he de insistir sobre esto al hablar de las ideas pollticas de
Voltaire y
de las de Rousseau. Pero es oportuno observar que de 1789 acá,
cuantos trabajaron en
1a tarea de rebajar al trono para derribarlo
luego,
!f los que en 1792 !o derribaron, igual que sus imitadores,
habían
de reconocer

como a sus maestros a los filósofos del siglo, y de
llevar al Panteón a Voltaire y a Rousseau.
Es muy posible que éstos
hubieran reprobado los actos realizados
por sus discípulos de 1789 a
1792, y más probable aún que hubieran condenado con horror la
orgía sangrienta que había de seguir de 1793 a 1795. ¿Pero hubieran
tenido derecho a hacerlo?
Es la tesis del Disciple de nuestro llorado Paul Bourget; como se
trata de un caso que destaca tan acusadamente, la tesis parece acomo­
darse bien a aquellas circunstancias particulares. ¿Pero será justo
considerar a la filosofía responsable de la Revolución y, en
consecuen­
cia,

del lento
derrumbamiento del
trono que aqui pretendemos
es­
tudiar?
Los revolucionarios hablan resuelto de su parte la cuestión al pro­
clamarse hijos

de
la filosofía; es natural que, hecha 1a Revolución,
quienes odiaban sus actos hayan atribuido a los
filó.sofos del
siglo
xvm la responsabilidad
de los

crímenes cometidos. Chateaubriand
dió el tono,
que siguieron

luego
muchos escritores. Y

de ahí salió la
famosa fórmula
tan criticada desde entonces: «La cul,t>a es de Vol­
taire, la culpa es de Rousseau.» Está ahora muy de moda reaccionar
1278
Fundaci\363n Speiro

EL CREPUSCULO DE UNA MONARQUIA
contra la famosa fórmula y atribwr una parte mucho mayor en las
causas de la Revolución a los aburos d:el Régimen que a las ideas
de los filósofos. H•bi.a, ciertamente, abusos, que, por añadidura, un
mal gobierno había
hecho más sensibles en los últimos sesenta años;
pero,

¿no
hubiera conseguido corregirlos lentamente la Monarquía,
eocamada en un Rey llenó de buena voluntad, si, al debilitar toda
autoridad, no hubiera
alcanzado la filosoff.a, por incidencia, pero
por una incidencia fatal, al mismo trono?
* * *
El reinado de Luis el Grande había señalado en otro tiempo el
triunfo de todas las disciplinas. Pero era que, ya antes de que reinase
Luis XIV, la nación estaba preparada, no
sólo para adoptarlas,

sino
para gustar de ellas;
más aún: para amarlas. Descartes había dado la
fórmula: en su
Tratad(} de las pasfones, el gran filósofo contempo­
ráneo de Richelieu afirmaba ya que todo orden nacía
dd triunfo
de
la
voluntad sobre la pasión y de la razón sobre la naturaleza. Ni Pascal
ni Comeille
habían pensado

de otro modo,
y Luis XIV no hubiera
podido trasladar al plano político esta disciplina espiritual si él
mis­
mo no hubiera sido un reflejo de su siglo.
La religión había sido el gran sootén de esta disciplina, que había
durado setenta años. Había hecho Luis, más reciamente a.ún que sus
predecesores, del altar apoyo principal del trono; más todavía, había
visto en
la fe católica el elemento esencial, capital, de todas las reglas
morales, sociales
y políticas; y cuando perseguía a los disidentes, jan­
senistas
y protestantes, no era sólo por el anhelo de unidad, condición,
a sus ojos, del orden, sino porque así la fe católica se hacía más pode­
rosa, y, con ella, la fuerza monárquica.
La fórmula había sido, pues, la regla. A la primera generación
del siglo
la había empujado a ello la reacción contra los desórdenes
de fines del XVI, que habían colmado de horror su infancia; la
siguiente había mamado, con la leche, el gusto de la disciplina; pero
en la segunda mitad del siglo había nacido una generación
menos vi­
gorosa

que las precedentes, que, unas veces exagerando la sumisión
y otras veces desligándose de ella, había preparado de ambos modos
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Fundaci\363n Speiro

WUIS MADEUN
las reacciones del libertinaje. El libertinaje fué, en aquel cuerdo
siglo
XVII, la revancha de los espiritus insubordinados que se en­
cuentran
bajo todos
los regímenes; ese libertinaje tomó principal­
mente formas de irreligión; pero preciamente porque la religión era el sostén de todo, de
aquél tenían

que derivarse fatalmente el
liberti­
naje moral y el libertinaje político. Comprimido mientras vivió el gran
Rey,
y singularmente durante los treinta últimos años de su reinado,
tenía que hacer
explosión inevitablemente
a la muerte de
Luis XIV.
Se habían exigido, aderuás, a esta tercera generación del siglo derua­
siados
actos de fe -fe en las tradiciones, fe en el derecho divino
del trono, fe lo mismo en los dogmas políticos y sociales que en los
dogmas
religiosos--- para que

no se
incubara uua
reacción que, ya
en vida de Luis XIV, delataban ciertos indicios;
muchas gentes

esta­
ban ya cansadas de esta fe impuesta fo mismo que de los grandes
cuadros solernoes, de las grandes fachadas majestuosas, de los grandes
sillones, de las grandes pelucas
y de 'los grandes jardines de orde­
nadas avenidas ...
La regencia fué la subversión de todo; su historiador más reciente,
Dom Leclerq, señaló el comienzo de esta Revolución setenta y cuatro
años
anres de

1789, de
ia qne seguid= escribió su historia.
La casación por el
Parlamento del
testamento de Luis XIV es uu sim­
bolo; lo que se quiere destrozar entonces es, en
relilidad, todo

el tes­
tamento del
siglo. Abandonada

toda la politica del gran Rey, Fran­
cia -de
ia corre a la aldea, de 'los grandes a los chicos-f"" siente
llamada. a reaccionar; se habla

abiertamente del orgullo
insoportable
del

Rey y de su despotismo; pero
la sublevación va contra todas las
disciplinas : el regente
·es uu

libertino, que hace ostentación de sus
vicios y alarde de su ateismo;
y todo loo libertinos autorizados a libe­
rarse dela disciplina despliegan su impiedad; los jansenitas, por su
parte, levantan de nuevo la
cabeza y hablan de

vengar su Port-Rnyal;
un
poeta, Houdon de la Mothe, declara.que han terminado las tradi­
ciones, rodeadas desde
hace demasiado tiempo de un culto supersti­
cioso, y que en lo
sucesivo. no
se respetarán
«ni los
grandes nombres
ni los
viejoo tiempos».

A la misma Academia va a alcanzarle
el des­
precio como culpable de representar una regla, y más culpable
toda­
via
cuando,

por
haber atacado· la memoria de Luis XIV, se arroja
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Fundaci\363n Speiro

EL CREPUSCULO DE UNA MONARQUIA
de ella al abate de Sain-Pierre; Montesquieu, que ha de entrar en
ella
diez años

después,
corre entonces
la aventura
-tan vu:lgar­
de

burlarse cruelmente en las
Cartas persas del «cuerpo de cuarenta
cabezas», al

que titula reunión
de charlatanes. Y, finalmente, el siglo
se dedica a
filosofar.
• * *
¿Qué es eso de filosofar? La primera dama que abrió sus salones
a la
filosof!a, Madame
de Lambert, Luis XIV.
Es el año de 1715 cuando declara: «Filosofar es sacudir
el yugo de/~ autoriddd.» Y este es, en efecto, el sentido dado a lapa­
labra
por aquellos

que han de pasarse setenta años «filosofando». La
filosofía -tal como la concibió el siglo xvm- no tiene otra defi­
nición, otro espíritu, ni otro fin.
No hay duda de que ni Madame de Lambert ni el Presidente de
Montesquieu que prepara sus
Cartas persas, ni Francisco Arouet,
que, bajo el nombre de Voltaire, va a lanzar, en su
Edipo, en 1718,
el famoso verso sobre los clérigos «cu.ya ciencia está hecha de· nuestra
credulidad», no hubieran visto con agrado levantarse la nación entera
contra el
trono, ro.ntm el régimen, contra la sociedad, ni siquiera
contra fa Iglesia. Pero gozan con el delicioso placer de criticar a
todas
las autoridades, po,rque sienten que, ya que no el pueblo, al que
desprecian, cuando menos la minorías selectas, qr1e cultivan, . están dis­
puestas a aplaudir tod~ las censuras y críticas. Se crea entonces una
atmósfera que ha de ir agravándose durante medio siglo.
Hay que reconocer que el siglo tiene una fachada encantadora:
es el
más elegante de nuestra historia, el de las obras bellas y las
modas brillantes, es de las risas y los juegos, el siglo que, con Watteau,
no parece embarcarse más que para Citerea; pero, tras de esta fa­
chada, el siglo XVIII oculta una dura batalla de ideas, un asalto que va
a
durar cincuenta años --en un principio embozado, violento desM
pué,._ contra todos fos principios heredados, y que, a partir de
1770, tiene ya ganada la batalla.
La
Razón a

la que
los filósofos rri!mran honores ya no es la
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Fundaci\363n Speiro

WUIS MADEUN
Razón tal como la concibieron, siguiendo a Descartes, los grandes
pensadores
del siglo precedente.
Esencialmente no
es
más que la su­
misión
exclusiva a

las reglas de

da
la fór­
inula: «Oh, naturaleza, soberana de todos los seres, y vosotras, sus
admirables hijas, Virtud, Razón, Verdad, sed siempre nuestras úni­
cas diwnidades; a vosotras se os deben el incienso y los homenajes de
la Tierra.» Treinta años antes de que Diderot escribiera este pensa­
miento era ya el que
inspiraba la
cruzada en vías de preparación.
I,a naturaleza

nos
debe gobernar,
y
la ciencia que explica la natu­
raleza es
la única que debe guiarnos. De este modo hace su entrada
la ciencia
en el campo de las ideas ; de Inglaterra, en donde, desde
Bacon, ha hecho tantos progresos, los filósofos la importan a Francia, no
para abrir en provecho de ella laboratorios y centros de estudios,
sino
para utilizarla como máquina de guerra contra las «supersti­
ciones».
Vdltaire, a
su vuelta de Londres, intentará oponer
Newton
a Descartes; y poco después, Diderot pretenderá aplastar al mismo
Descartes
bajo el
peso de Bacon. Pero
más que
contra Descartes
--simple representante de las disciplinas espirituales del gran siglo-,
contra quien se dirigen los ataques
es contra

un enemigo mucho
más
antiguo de la naturaleza: desde el principio, la idea es oponer la
ciencia

a
las religiones
reveladas y a
sus doctores.
El grito de Voltaire
contra los clérigos, que en
1718 sorprende todavía, es el grito de
guerra que descubre ya entonces el espíritu de
1a cruzada. Los filó­
sofos podrán tener
en otras materias, la política, la economía, la
sociedad e incluso la
literatura, ideas muy

diferentes; puede llegar a
~currir que tengan acerca de Dios ideas divergentes, que los unos sean
deístas y los otros ateos ; pero hay un punto en que las ideas -expre­
sadas con más o menos cautela-convergen : en la pretensión de
eliminar de la sociedad al Cristianismo, tejido de fábulas tanto más
odiosas cuanto que su consecuencia ha sido la «esclavización de la
naturaleza», lo que Volraire ha de sin"'1:izar un día en la fórmula:
Aplastemos a la infame. Cuando, tras la regencia, la reacción contra
el desporismo del Rey difunto se apacigua, parece que la filosofía
no constituye un peligro para el
Estado; pero constituye evidente­
menre un
peligro cada vez más grave para la Iglesia, para el Ca-
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Fundaci\363n Speiro

EL CREPUSCULO DE UNA MONAR.QUIA
tolicismo, para el Cristianismo; y, al cabo, el día que la religión
tradicional

está minada, el trono
comienza a
estar en peligro.
* • *
A decir verdad, en un principio tan poco peligro parecía correr
la Iglesia como el Esrado. Era fácil errruc en esto, porque la empresa
comenzó con un aspecto amable y conservó hasta el fin el aire de una
cru.zada de ideas puras, engalanada con todos los attactivos del '.'erbo
y como una empresa de literatos.
El idioma adquirió, dutante
el gran siglo, una belleza con la
que se impuso a toda Europa. Veinte grandes escritores y otros cien a
su lado crearon a nuestra literatura un prestigio incomparable. En el siglo siguiente, una completa legión de hombres de letras se apo­
dera de
este maravilloso instrumenro que, si no fortifica, afina,

al
menos, hasta la perfección. Este fué, sin duda, entre todos, el siglo
en que el espíritu fué más brillante y más fino por añadid uta; el es­
píritu francés, como
el idioma, había conquistado en el siglo XVII una
robustez tal que, a semejanza de un bello árbol de ramas abundantes
y fuertes, se podía decit de él lo que Dante había dicho ya en el siglo
XIII del trono francés : que «su sombra cubría la cristiandad». Pero
en el siglo XVIII fué cuando, sobre este átbol, en toda su pujante
frondosidad, se
abrieron las
más abundantes flores, que
añadieron a
su fuerza una atractiva gracia. Es triste que los frutos que después de
1789 debían salir de tales flores obliguen, a veces, a lamentar aque­
lla incomparable floración. La lengua, que hasta entonces no era
más que robusta, se hizo filuida; clara y recta ya, se ihizo luminosa;
Voltaire será siempre su más admirable representante. Pero todos
sabíau hablar de todo, incluso de los temas más
abstrusos: teología,
filosofía, economía, ciencias físicas e incluso matemáticas, con un
estilo tan agradable, que sus pensamientos adquirían, a falta de pro­
fundidad,
una rara
seducción. Por
amable -en la exacta significación
del
término-- fué amado

el hombre de letras, querido, exaltado. Las
mujeres se dieron a esta novedad con
la misma encantadora pasión que
ponen en todo; el siglo XVIII viene a ser, en toda la extensión de la
palabra,
el siglo de la mujer; si bien se mira, en efecto, la mujer es
quien ha sucedido a Luis XIV.
1283
Fundaci\363n Speiro

LOUIS MADBUN
Se abren entonces los salones en que los hombres de letras de más
modesta extracción se ven acogido& -primera victoria de la igual­
dad- en el mismo pie que las gentes de alcurnia,
y pronto en un
rango superior. El primero de
esoo salones

es el de Madame de Lam­
ber!; se habla de él
ya en 1700

;
pero hasta la muerte de Luis XIV no
toma
el.carácter de

salón de ideas;
Madame de
Tencin, madre del
futuro d'
Alemhert, tiene,

en 1733, un salón de ideas,
y, a partir
de aquel momento, se funda una dinastía de
damas o más bien se
fundan dinastías rivales de protectoras y amigas de las letras ; hay que
contar, después de 1
750, el salón de Madame Geoffrin, hechura de
Madame de Tencin, en el que había de hacer su aprendizaje la
señorita de Lespinasse, que, diez años_ después, funda otro salón. Pero,
en tanto que el salón de Madame Geoffrin --el «reino de la calle
~e Saint-Honoré>>--iestá en su apogeo, se abre otro salón, aún más
brillante: el de Madame du Deffand, en la calle Saint-Dominique.
Madame d'Houdetot bada también los

honores de orro
saión, sin
hablar de otros veinte menos importantes, como de medio pelo. Todo
ello desemboca en el año 1770, en el
salón de

Madame Necker, que
cierra sus puertas ante la ingrata Revolución,
y ·en el

salón de
Ma­
dame Helvetius, en Auteuil, que soporta 'la tormenta. Esas señoras no
se limitarán a ser huéspedas acogedoras de amables literatos. Cada
salón tiene su pontífice -Montesquieu, Voltaire, Diderot, d' Alembert,
Rousseau-,
y la propia dueña de la casa es una especie de < de

la nueva Iglesia. Ese
tírulo que
Grimm otorga especialmente
a
la

afortunada Madame Geoffrin,
se podría extender a todas aquellas
a las que llama solamente hermanas, como «la hermana Lespinasse»
y «la hermana Necker>>. La señora de la casa no se contenta sólo con
reunir diez o quince pensadores y con lanzarlos a un torneo de ideasJ
sino

que los dirige, los anima, los inflama, toma
parte en
el
torneo,
y no se preocupa sólo de alimentar a los pensadores, sino de fomentar
los pensamientos.
Es la revancha de aquel siglo xvn, en que Chirysale
había acabado por imponerse a las mujeres sabias. Chirysale ya no
puede hablar. «¿Qué
ha sido -pregunta a Madame Geoffrin, uno
de sus brillantes huéspedes- de aquel señor viejo que estaba siempre
en el extremo de
.la mesa y que no decía nada?» La madre de la
iglesia se limitó a responder oon despego: «Era mi marido; ·ha muer-
1284
Fundaci\363n Speiro

EL CREPUSCULO DE UNA MONARQUIA
to.» Acaso el pobre· señor Geoffrin fuera un Chrysale reducido al
silencio
hasta
ra:1 punto que, ganado por el buen sentido, acabó por
morir.
Han muerto todos los
Chrysales y Philaminte triunfa (1).
En aquellos salones
-y esto es lo único que hoy nos imteresa­
sus dueñas reunlan a los hombres de letras con todas las
gentes distin­
guidas

de París -la
gente de
mundo, se entiende---,
más gran número
de nobles, gentileshomhres escapados de V ersailles. De este modo pro­
porcionaban un

auditorio a sus huéspedes, que se trocaban en oradores.
Porque no son solamente escritores amables, sino que, en su mayor
parte, son ronversadores elocuentes, convincentes, conquistadores. Se
forma así eo romo suyo una opinión: a los genrileshomhres y a las
mujeres de estirpe, a los burgueses y a las burguesas riC06, llega la
verdad filosófica, y de una manera tan amable, que ni un instante
repugna a aquellás gentes distinguidas a cuyos sohrloos ha de llevar
al cadalso. La obra de demolici6n
comienza en
los salones eotre sonri­
sas
y gracias. Las primeras declaraciones filos6ficas se tildaron, en
efecto, sonriendo, de paradojas; ello permitía no escandalizarse. Poco a poco se fué
creando el

hábito. Para que no los tachen de fosilizados,
los grandes señores, los nobles, acogieron las recriminaciones. contra
la desigualdad de los hombres y las iniquidades del nacimiento; finan­
cieros opulentos admitían que se fustigase
el egoísmo de los ricos;
señoras que se consideraban virtuosas se divertián con las burlas
contra la hipocresía de la moral heredada; eclesiásticos hahia que se
mostraban indulgentes para con los ataques ofensivos ---envueltos, al
principio, en prudencia, más osados depués- contra las supersticio­
nes cristianas. Todo pasaba en gracia a la ligereza de los conceptos,
a la belleza de las frases, al chispeante ingenio. La doctrina, así aco­
gida, va fortificándose,
y la empresa se hace entonces más audaz. Sale
de los salones
y gana las calles. Llega un día en que la Bastilla, símbolo
de todos los despotismos, se rinde
y queda destruída. La gente
creerá que lo han conseguido el 14 de julio de 1789 los
brazos des­
nudos

de los artesanos; pero no se hubiera derrumbado tao fácil­
mente a sus golpes si
durante tres

cuartos de siglo no la hubieran es-
(1) El autor se refiere a dos personajes de la comedia de Moliere: «Les
feumes savantes».
128)
Fundaci\363n Speiro

LOUfS MADELIN
tado minando gentes calzadas con medias de seda, en tanto que ama­
bles damas
la agrietaban casi a glopes de abanico.
Para triunfar, sin embargo, hacía falta qrie la opinión filosófica
saliera algunas veces de sus cenáculos; a partir del año 1730, tiene
abierto a sus propagandas un campo
más amplio: los círculos. Se abren,
a
imitación de Inglaterra, clubs tales como El Entresuelo, impregna­
do de
las ideas nuevas; en 1733,

el
Cardenal Flenry creyó de su deber
disolver
ese club

de
El Entresuelo pot ronsejo del Ministro Oiauvelin,
a quien alarmaban ya esas «conferencias de malos monárquicos».
Pero a la larga, los círculos se multiplicaron, frecuentados por todo
lo que en la sociedad se había alistado
bajo la bandera filosófica;
de

esos círculos habían de
salir las sociedádes de peruamiento, cuyo
papel en la preparación y en los primeros tiempos de la Revolución
ha sido el primero, si no en descubrir, al menos en poner en claro,
mi llorado compañero Augustin Cochin. Y en este punto aparece ya
muy rápidamente uno de los factores más desconocidos hasta ahora
de los historiadores, uno de los principales instrumentos de la Revo­
lución intelectual en el siglo
XVIII --que precede a la otra Revolución
que va a producirse---: la francmasonería.
* * *
He de detenerme en ello un momento. Hasra ahora, repito la par­
ticipación

de
la masonería en la victoria de la filosofía era, si no des­
conocida,

poco conocida
por lo menos. Hay que reconocer que los que
habían
tramdo de

estas cuestiones ofrecían a
los ojos de los historia­
dores

ran poca garantía
y ran evidente indigencia de penetración, que
éstos estaban obligados a tener por inverosímiles sus afirmaciones.
Cierto que hace treinta años, el sabio Gustavo Lanson había señalado
en

un interesante artículo
el origen claramente masónico de la empresa
a.pita! que, como vamos a ver, fue la publicación de la Enciclopedia;
pero el artículo pasó muy desapercibido. Recientemente ha aparecido
un libro debido

a
las investigaciones
concienzudas y a
la intencionada
pluma de un historiador muy conocido: Bernard Fay, profesor del
Colegio de Francia, y que proyecta una
luz singular

sobre el papel de
la masonería en el siglo XVIII; esta vez la obra tiene tal valor, que los
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EL CREPUSCULO DE UNA MONARQUlA
hechos expuestos imponen las conclusiones, que son terminantes; las
logias han sido, a partir de 1 728, los hogares más virulentos de la
Revolución intelectual; no es
un hecho desdeñable la adhesión de
Montesquieu a
nna de las primeras logias abiertas en Francia; Voltaire,
al inscribirse
un día en la famosa Logia de /as Nueve Hermanas de
donde saldrán más
tarde Pétion, Brissot, Siéyes y Danron-, no hace
más

que saldar una deuda de gratitud ; y por filiación
natural, en
1789, de seiscientos cinco diputados del tercer Estado, cuatrocientos
cincuenta y siete -los más revolucionarios- pertenecen, según se
dice, a la francmasonería.
Había, pues, cierto parentesco de origen entre el movimiento ma­
sónico y el movimiento filosófico, y también parentesco en el fin per­
seguido. La masonería nos vino de la misma Inglaterra, adonde, de
Montesquieu a Voltaire, la
filosofía fué a buscar, en la primera parte
del siglo, la mayoría de sus
armas; y, por otra parte, fundada en
principio
para sustituir a las religiones reveladas como una especie
de religión nueva, humanitarista y deísta, la masonería, antes que la
filosofía misma, e influyéndola, es quien prepara la caída del trono
de los

Borbones
y la ruina de la Iglesia católica.
Es

un
hecho muy

importante -bien sentado por su último histo­
riador- que ha nacido en Inglaterra
y precisamente en la atmósfera
que había creado
la Revolución de 1688 contra los Estuardos y casi
tanto contra los Borbones, sus
detestados aliados. Alrededor de
Guiller­
mo de
Ornnge, beneficiario de la Revolución, y después en tomo del
primer
Rey de la dinastía de Hanovre, que definitivamente sustituyó a
los
Estuardos, la arisrocracia británica se había, en parte, intoxicado de
esas opiniones; al igual que el papismo, la
High Ch11rch -el protestan­
tismo anglicano--- no tenía buena acogida en este tiempo, por parte
de un grupo de grandes señores,. hostiles a los Estuardos ; una ráfaga
de anticristianismo que soplaba de Holanda desde mediados del siglo
XVII había llegado hasta Londres a cambiar los espíritus, algunos de
los cuales
iban derechamente
al ateísmo. Desde
1690 a 1740, se
venían publicando en Inglaterra profusamente libros anticristianos;
pero como existe en el alma anglosajona un fondo de religiosidad,
era preciso que, para hacerse adoptar,
el anticristianismo se constitu­
yera asimismo en una especie de Iglesia con sus dogmas, sus manda-
1287
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LOUIS MADEUN
mientos, sus ceremonias, sus ritos, sus sacerdotes; una contraiglesia
contituída, que iba a encc,ntrar su fórmula en 1a masonería. Es natural
que en
este caso, como en el de otras muchas iglesias, se h~yan buscado
y enrontrado remC>tos antecedentes; se había de hablar de Hyran,
arquitecto del templo de Salomón, y de
otras muchas fábulas. La ver­
dad
es que

los
albañiles (M"fom) que, de los siglos XII al XV, habían
trabajado

en
la construcción de las catedrales de Europa, se habían
agrupado en toda
la cristiandad en asociacic,nes que, más que en
nic,guna otra rorporación, se ligaban por la amistad más estrecha; por
lo que
respectll a

Inglaterra -donde
habían sob,,evivido dos

siglos a
su
razón de ser-, en esos grupos

de
francos compañeros, de «franc­
masones», 50ciedades estrechamente unidas, y por esa causa influyentes,
que ya se llamaban lügias, se enoontraroo cuadros sólidos, en los que
se deslizaron !os primeros

adeptos del anticristianismo. De ahí
ese vo­
cablo de masonería en el que Hyram no tiene nada que ver, ese
nombre de logias dejado a las nuevas células, esos mandiles, malletes,
triángulos
y rompases que adaptaron, ese nombre de Gran Arquitecto
dado a un Dios, honrado simplemente como el creador del mundo,
pero relegado a un cielo
remC>l:o.
Fue,

en
efecto, bajo el gobierno Hanoveriano cuando se desarro­
lló

en
Igla
gran movimiento masónico. Cuando, en 1717,
las cuatro logias de Londres se
fusionaroo, constituyendo la gran
Logia

de
Inglaterra, la rnasooería quedó

definitivamente fundada
con
un gran maestre y

una
doctrina; ésta se la

proporcionó en
gran parte, dato muy interesante, un francés desterrado, hijo de
un pastor
calvmista de La RochelJe, que la famosa revocación había
expulsado de Francia: Desaguliers.
Ese hugonC>l:e, al que su furioso
odio al papismo situaba, si se me permite la expresión, en la extre­
ma izquierda del protestantismo, había evolucionado poco a poco
hacia el deísmo; pero un deísmo agresivo, constituido, en gran
par­
te, por sus pasiones partidistas. Los barones mgleses se lanzaron en se­
guida al movimiento: El Duque de Norfolk fué el segundo gran
maestre; pero no había dé tardar quiilce años la masonería en fran­
quear el canal y venir a esparcirse por Francia.
Estaba entonces todo lo inglés tan en
boga en
Francia, que los
mismc,s ingleses se burlaban de

lo que
parecía una locura. «Noso-
1288
Fundaci\363n Speiro

EL CRBPUSCUW DE UNA MONARQUIA
Iros podemos ser víctimas del engaño de la política francesa --- Walpole-; pero los franceses son diez veces más tontos que nOsotros,
dejándooe engañor por nuestras virtudes.» Las ideas y loo deportes,
todo
lo que venía de Inglaterra,
gwaba trato

de favor, cosa tanto más
curiosa cuanto que, como habré de decir más adelante, desde 1689
la Gran Bretaña era,
y h•bía de serlo casi sin interrupción, la enemiga
irreductible,
y durante mucho tiempo afortunada de Francia. Muchos
franceses,
sin embargo,
envidiaban
las instituciones y el régimen po­
lítico social y religiOBO de la Gran Bretaña. «En Inglaterra -escri­
bfa Voltaire-,

se piensa libre
y noblemente sin verse constreñido
por ningún
servil temor.» Molestaba esta anglomanía, a decir verdad,
a algunos buenos franceses,
y entre ellos a Luis XV. En una ocasión,
al

recibir al duque de
Lauraguais, que

venía
de Londres, le dijo
el
Rey : «¿Qué has hecho en hlglaterra, Lauraguais ?» Y el duque,
necio o impertinente, respondió:
«He aprendido

a
pensar, Señor.»
El soberano, justamente •mortificado, se apresuró a contestar:
«¿A
pensar? ¿Caballos?» (2), lo que por una vez, nos reconcilia con
Luis XV.
La masonería se aprovechó de esta anglomanía. Como la pri­
mera logia, fundada en París en 1726, era de procedencia inglesa
y
dependía de la Gran Logia de Londres, se puso de moda ingresar
en ella.
En poco tiempo se multiplicaron las logias de tal medo, que
la masocería francesa tuvo su gran maestre. Era el duque de Antin,
biznieto de Madame de Montespan; pero al influjo de
la moda,
diríamos que por
snobismo, la alta nobla,a se precipitó en esta socie­
dad,
y los mismos príncipes se creyeron en el caso de asumir después
de Antin las funciones de gran maestre; primeramente un Condé, el
conde abate de Clerrnont, durante muchos años; después, mucho
más tarde, el duque de Chartres, futuro duque de Orleans. La noble­
za arnbiciocaba los altos
grados 'Y dejaba para los burgueses el placer
de ser o «los escoceses fieles de la nuera vieja», o los miembros de
(2) Juego intraducible con las pa1abras francesa_s pense1, pensar, y pan­
ser, rorar, curar el ganado singularmente, que se pronuncian del mismo
modo.-(N. de la R.)
1289
Fundaci\363n Speiro

LOUIS MADEUN
«la corte de soberanos comendadores del Templo», cosa siempre
balagado En 1750, las logias abundaban ya en Francia y se había.o. exten­
dido por Europa. Peco rodas continuaban recibiendo las doctrinas
de

Inglaterra, el espíritu de Inglaterra,
quizá las
instrucciones secretas
de Inglaterra.
La doctrina la conocemos; seguía siendo la de Desaguliers, un
deísmo compuesto, sobre todo, de
odio más

o
menos confesado hacia
las

religiones reveladas,
y las logias eran, desde 1740, el punto de
reunión de
todos aquellos
que, según la expresión de Bernard
Fay,
«querían

sustraerse a la dominación de la Iglesia>>.
Aun
agrupados en cenáculo en

los salones de amables
damas,
los filósofos hubieran permanecido medio

,aislados.
Por grandes que
hubieran
sido los .salones y por abiertas que esruvieran sus puer­
~as, siempre resultadan reducidos. Tenía
que

ser
en las
logias don­
de, en realidad,
se formase el ejérciro,

más nutrido cada
día, de
los

fieles, de la que
Voltaire llamará un

día «nuestca Iglesia>>. Tras
de los
más elevadoo magnates eotracon los demás nobles ; detrás
de los grandes burgueses, los
más modestos; no obstante haber prohi­
bido
el Papa Oemente XII, por una bula de 1738, eotrac a los cató­
licos eo
Lis logias, como el Patlamento se había opuesto a su promul­
gación, muchos sacerdotes se alistaron en ellas, autorizando con su
ejemplo a los engañados fieles para que lo hicieran, a su vez; a más
de eso, como las logias servían de punto de reunión a los descon­
tentos, jansenitas
y protestantes, engrosaban todos ellos el número
de los
< Todos los filósofos venían a eocontracse
¡illí naturalmente.
Aunque,

ya eo 1737, un gacetero dijo que
«Luis XIV
no hubiera
soportado tales reuniones seccetas de francmasones», y aunque en la
misma
época el viejo Cacdenal Fleuty m05tró alguna veleidad de ce­
rrac las primeras logias, el
gobiemo real pacecía desinteresacse del
assunto. Los francmasones, al igual que eo Inglaterra
y en el reto de
Europa, fingían el mayor respeto para el Poder.
En apariencia, las
logias sólo
atacaban a

la Iglesia. Y, sin
embacgo, el hecho de que las
logias francesas, nacidas de la masonería inglesa, continuaran unidas a
ella, debiera haber bastado paca inquietac a los Borhones. Cinco
1290
Fundaci\363n Speiro

EL CREPUSCULO DE UNA MONARQUIA
veces en menos de un siglo, en 1689, en 1701, de 1740 a 1746, de
1756 a 1763, de 1779 a 1783, la
Inglaterra hanoveriana
y la Francia
borbónica
habían de

eocontrarse frente a frente en largas y encar­
niza.das gnerras;

en las cuatro primeras, Inglaterra pudo hundir nues­
tras flotas, destruir nuestro Imperio colonial, forzamos
por medio
de

tratados a desmantelar algunos de nuestros puertos; como
sa­
lió victoriosa de esas guerras, pudo considerar, sin duda, a los
Barbones como

enemigos, pero como
enemigos poco
peligrosos; luego
veremos que, en cambio, cuando entre 1779 y 1783, con ocasión de
una quinta guerra, Francia se mantiene firme, vence a Inglaterra en
el Océano y, gracias a sus victorias terrestres y marítimas, ayuda a las
más bellas colonias británicas -las de
América-a
separarse de la
madre patria; el Gobieiroo de Saint-James se alarma; los Hanover se
dan cuenta de que los
Botbones son

ya enemigos temibles. Coinci­
dencia singular: en esta época
precisamente es

cuando las logias
toman carácter político y comienzan a convertirse en centros de una
acción
cada vez más virulenta, si no todavía contra el trono de los
Borbones, al menos contra las instituciones monárquicas francesas ;
y
vienen a ser los hogares secretos de la agitación prerrevolucionaria.
Este es cabalmente el momento eo que la filosofía, absteoida pru­
dentemente durante

mucho tiempo de atacar a las instituciones
po­
líticas, redobla su cruzada contra la Iglesia con una campaña muy
viva contra
todo el

régimen
sobre el
que se apoya el trono. La
e,cpli­
cación reside en que desde el principio hubo contacto eotre la filoso­
fía, en
apariencia puramente
especulatica,
y la masonería activa, que,
en torno a los doctores de la Iglesia filosófica, agrupó todo un
pe­
queño ejército inspirado en apariencia en las doctrinas, pero, en
realidad, explotándolas con fines que los
mismos filósofos

apenas
llegaron a -entrever.
• • *
Salones de París y logias masónicas fueron los centros en que se
desarrolló la cruzada filosófica. No voy a seguirla
en su marcha a tra­
vés de los cicuenta y nueve años que median entre la muerte de Luis
XIV y el advroimiento de Luis XVI.
1291
Fundaci\363n Speiro

LOUIS MADEUN
Bastan algunas fechas para señalar sus fases. En 1718, Voltaire
da
a la

escena su
Edipo, cuyas tiradas anticlerkales-como diríamos
hoy-escandalizan aun en aquellos días. En 1721, Montesquieu
publicó sus
Cartas persas, en las que, bajo las apariencias más cautas,
se critica acerbamente a toda la sociedad, con gran regocijo de la
sociedad misma. Voltaire, que había tenido que expatriarse a Ingla­
terra, de donde volvió en
1729, publicó, en 1734, sus Cartas filosó­
ficas1 animadas de tal -. admiración ante las instituciones británicas,
que, para los lectores perspicaces, parecían dirigirse directamente con­
tra las instituciones francesas. En 1741, el .mismo Voltaire, retirado
en Lorena, lanza sus Elementos de la filorofía de Newton. En 1748,
Montesquieu, a quien las Consideraciones sobre la grandeza y la de­
cadencia de lo, romanor había granjeado una legítima y alta autoridad,
publica
El espíritu de lar leyer, que, en distinto estilo que la de Vol­
taire, es también una apología del sistema inglés
y de las instituciones
libres. En
1749, Buffon lanza su Historia natural, que si en apariencia
no es más que un libro de ciencia adornado de galas literarias está en
realidad, inspirado por ese culto de la
naturaleza erigido

contra las
antiguas creencias. En
1749, también un joven ginebrino, Juan Jaco­
bo Rousseau,

que hasta entonces era conocido sólo por sus produc­
ciones musicales, emprende su carrera filosófica con la Carta sobre
lor cieg,n, y después con su Dücurro de lM ciencias. En 1751, Duelos
pone a la venta sus Consideraciones acerca de (/1.f costumbres del siglo.
Voltaire, a quien su Siglo de Luis XW ha situado resueltamente en
primera fila de los escritores, publica en
1754 su Ensayo sobre las cos­
tumbre,. El mismo año, Condillac sirve al público su T ralado de las
sensacioner. Al año siguiente, Juan Jacobo vuelve a darse a luz con
su
Discurso de la desigualdad.
A primera vista, esta lista nos parece muy extraña y varia; para
establecer una relación entre esas obras sería preciso hacer de nuevo
aquí un estudio que se saldría completamente de mi tema. He de li­
mitarme a hacer notar que, de esos volúmenes, debidos. a escritores
muy varios y de talento, además, muy desigual, se descubre el mismo
espíritu que acaba por
destruir en todos los
aspectos todo el espíritu
del siglo precedente. Cada
obra de esas asesta uno, veinte, cien golpes
a todo lo que hasta entonces se había creído
y respetado.
1292
Fundaci\363n Speiro

EL CREPUSCUW DE UNA MONARQUIA
Responden así a un pensamiento común, y sirven a la misma cau­
sa; en ellas se cimenta la filosofía del siglo. Gozaron todas de un
éxito que demuestra el movimiento
general de
los espíritus,
y, al
mismo tiempo, e,cplica la rápida aceleración de ese movimiento. Si
todas no
alcanzan la
tirada del
Espíritu de las leyes, que, en diez y
ocho meses, tuvo veintidós ediciones -cifra entonces sin preceden­
te--, J.a mayoría en dos, tres o cuarro años llegan a ello.
* * *
Voltaire, cuyo nombre acabamos de anotar cinco veces en esta cro­
nología, podría muy bien haber figurado en ella diez o veinte veces.
Escritor infatigable a quien no intimidaba ninguna empresa, multi­
plicaba
""" obras en

verso
y en prosa, llevaba a los ·escenarios las ideas
que, con más o menos precauciones, desarrollaba en sus obras de filo­
sofía, de historia, de moral, y, ya en 1743, se le consideraba el cori­
feo de la Escuela. Pero, ran ávido de honores como de nombradía, te­
nía el hombre dos caras, y era, por eso mismo, más peligroso: atacaba
a las ideas heredadas al mismo tiempo que halagaba a las gentes bien
situadas, y mientras que, merced a su talento, contribuía más que
nadie a destruir todas las bases de la autoridad, procuraba ganar cré­
dito valiéndose de los propios beneficiarios de aquella autoridad ata­
cada. Siguiendo esta línea de conducta, intentó forzar las puertas de la
Academia,
y, por intermedio de Madame de Pompadour -<¡ue, según
él
escribía, «pensaba
filosóficamenre»-trató
de conseguir los favo­
res del
Rey. A costa de dos fracasos, consiguió conquistar el codi­
ciado sillón académico, con lo que fué el primero de los filósofos
que entró
en la

vieja compañía fundada por Richelieu; de añadidura,
obtuvo el cargo de gentilhombre ordinario de Cámara
y el de cro­
nista del
Rey. Pero Luis XV, más clarividente, como ya he dicho, que
la mayoría de sus contemporáneos, sentía hacia este elemento disol­
vente con máscara de cortesano una irreprimible repulsión ; en vano
acumulaba V oltaire en su Poema de Fontenoy las adulaciones al rey
vencedor; descubría en el soberano una resisteocia a sus halagos que
acababa por espantarle. Fué entonces cuando aceptó la invitación del
1293
Fundaci\363n Speiro

LOUIS MADELIN
Rey de Prusia y fué a pasar en Berlín aquellos sorprendentes años
durante
los cuales, cortesano perfecto en
la intimidad de un genial
tirano, en nada recordaba al
militante de

una cruzada que
perseguía
la

emancipación de
la humanidad.
· Y,

sín embargo, seguía gozosamente de lejos la campaña no
in­
terrumpida; y, vuelto a Francia en 1753, volvió a tomar en ella parte
tan señalada -que, a veces, le- daba temor. Para poder continuar sin
peligros el ataque, transportó su residencia a Ferney, pueblecito del
país de
Gex, que, por estar situado a cuatro leguas de Ginebra, ponía
la frontera muy al alcance de su prudencia. Veinte años había de vivir
allí, encarnando cada día más
acusadamente una
filosofía ya triun­
fante,
y por ello ·tratado como soberano de las ideas y de las letras ..
Estaba plenamente justificado, porque ni un momento había ce­
sado de alentar y de nutrir la cruzada filosófica. De 1730 a 1750, los
soldados de esta
cruzada parecieron

combatir en orden disperso.
Vol'
taire

fué
· quien, en su

carta a d' AJembert, los exhortó a unirse:
«¡Formad un cuerpo. Un cuerpo es siempre respetable ... Uníos y
os haréis los amos !»
* * *
La Enciclopedia constituyó ese cuerpo que había de agrupar a la
escuela filosófica;
y, a partir de ese
mometo, d'
Alembert pudo es­
cribir que el siglo
«marcaría époc:a en la historia del espíritu huma-
no por
la Revolución que parecíi!. prepararse en las ideas». ·
Fué ·Denis Diderot

quien
concibió la
idea y quien con d' Alem­
bert la
llevó a

cabo.
Su programa nos
lo legó en una frase: «Es preciso echar por
tierra todas las viejas puerilidades y destruir las barreras que no haya
levanta-do la razón.» Pero en uno de los primeros artículos de su
Enciclopedi", en la palabra Autoridad se descubrió: «A ningún
hombre le ha dado la naturaleza el derecho de mandar a los
demás.»
¿Qué

es, sin embargo,
la Enciclopedia aparentemente? Un conjun­
to, a la viSta inconexo, de artículos de todas las materias del saber,
una summa de los conocimientos humanos. Pero el espíritu que corre
a través de
esos diez y siete volúmenes está perfectamente de acuerdo
1294
Fundaci\363n Speiro

F.L CREPUSCUW DE UNA MONARQUIA
con las dos citas que acabo de hacer; y, de otra parte, la colaboración
de los
cuarenta filósofos

que, de Voltaire a Rousseau, de d' Alembert
al joven Condorcet, aportan su concurso, establece entre todos ellos
los lazos que han de permitir a Diderot,
y más tarde a d' Alembert;
constituir

la «unión», fundar el «cuerpo» que Voltaire
deseaba.
Comenzada
en

1745, se acabó
la Enciclopedia en 1765, en cuya fecha,
los cuatro mil trescientos suscriptores habían recibido los diez y siete
volúmenes.
Se puede decir que en esa fecha está consumada la con­
quista
de

las minorías selectas por las ideas filosóficas ; y no sólo de
las minorías selectas, sino
también de

una masa de
gentes modestas
: en
la
lista de

los suscriptores se encuentran nombres de
modestísimos bur­
gueses
y de innumerables cnras -de aldea. Y, sin embargo, el espíritu
de la obra es bien claro: de
«mazazo asestado
al fanatismo», ha de
calificarla Voltaire al recibir, en 1765,
el último romo.
Tal
espíritu

era demasiado
visible para
que, en el curso de esos
veinte años, no inquietara a las autoridades en funciones. En 1752,
una sentencia del Consejo prohibió los dos primeros volúmenes,. por
contener artículos atentatorios al Estado,
y en 1759 un nuevo acuerdo
aplazó durante seis años
la aparición del último volumen. Pero como
la sentencia de 1752 entrañaba, con el secuestro de los ejemplares
aparecidos, el de todos los manuscritos depositados, el propio director
de
Hbreria (3), Malesherbes, se
cuidó no sólo de
prevenir particular­
mente

a Diderot para que Jo pusiera todo en salvo, sino de ofrecerle
para el caso su propio domicilio, como el lugar más seguro.
Y es que, lo mismo en el gobierno real que en el seno del Par­
latnento, la fiosofía -tenía sus amigos, fervientes y activos algunos,
que se preocupaban de paralizar o de romper cualquier resistencia a
la empresa de los filósofos.
Esta resistencia, en general, fué escasa. Perecía natural que la hu­
biera iniciado la Iglesia, que era en un principio a quien más especial­
mente se atacaba, y que se hubiese traducido en una vigora5a contra­
ofeosiva del clero. Contra la cruzada antirreligiosa hubiera sido pre­
ciso que se
elevara la

voz de
Bossuet o
de un Fléchier; pero aquel
clero no era ya el del siglo
XVII, que con tanto vigor había defendido
(3) Censor real.-;--/N. de la R.)
·1295
Fundaci\363n Speiro

LOUIS MADEUN
la fe y combatido el error. No era tampoco de una virtud tan medio­
cre como se ha dicho, ni tampoco de tan mediocre inteligencia; pero los
talentos eran
raros, y rara también la resolución. Se echa de menos en
favor de la
causa de

la Iglesia un Bossuet;
pero los Bossuet han sido
siempre la excepción. Muchos prelados eran honrados sacerdotes,
conscientes de sus deberes de caridad, penetrados algunos de la necesi­
dad
de luchar para defender la pureza de la fe; pero muchos, ga­
nados
por el
combaie contra

el jansenismo, no
veían más allá de las
querellas teológicas.

Habían dejado durante
treinta años
que
fuera
montándose la empresa

filosófica,
y cuando salió a la luz, nadie
tenía autoridad ni talento bastante para hacerla frente. El clero secular
era, por regla general, demasiado ordinario,
y únicamente los jesuitas
intentaron reaccionar contra las amenazadoras doctrinas; pero los
mismos jesuitas carecían de talentos de primer orden; el animoso
Padre Nonnotte consagró una prodigiosa labor a catalogar los errores
y ..• digámoslo-- las mentiras de Voltaire; pero era un trabajo inútil,
porque el
P. Nonnotte aburría a su público. Desde 1750, el clero
denunciaba
abiertamente la

empresa filosófica,
pero se contentaba con
enviar
a examen de

la
Sotbona las obras que estimaba peligrosas, del
Espíritu de las leyes a la Carta sobre los ciegos; sólo que la Sotbona,
vieja y rancia, carecía ya bispo

de Paris, Beaumont, denunciaba la
Enciclopedia como peligrosa,
el decreto parecía inoportuno; no hacía
más --escribía el ahogado
Ba,bier, que llamar inútilmente

la atención sobre un librote que,
según éi no había de leerse, y «despertar la curiosidad de los fieles».
Los obispos, desanimados, apelaban entonces al
brazo secular.
y ya que
no al
Parlamento, con

el que entonces estaban en lucha, al Consejo
Real.
El Parlamento, no obstante, parecía más resuelto que el Consejo a
combatir la empresa filosófica. Cierto que no dió señales de vida
hasta 1746

al condenar los
Pensamiéntos filosóficos de Diderot, en
los que denunciaba
«el veneno

de las opiniones
más criminales
y
más
absurdas»;

luego había de
proalübir el Diccionario, de Beyle, la tesis
del abate de Frades,
La doncella, de Voltaire; El espíritu, de Helvecio,
y otras veinte publicaciones que, por su sentencia, tenían que ser que·
madas al pie de las escaleras del Palacio. Pero los autos de fe jamás
1296
Fundaci\363n Speiro

EL CREPUSCULO DE UNA MONARQUIA
han detenido un movimiento de orden espiritual; y, Po' otra parte, el
Parlamento actuaba con evidente incoherencia, alternando los días de
indulgencia con
los días
de rigor.
En realidad, entonces como sietn­
pre, lo
único que

pretendía era dar lecciones al Gobierno, y gozaba
condenando libros que la dirección de la Librería había dejado pu­
blicar para aparecer de este modo como defensor de la moral
y de la
religión, que el Poder real dejaba indefensos.
También el Gobierno había intentado, sin embargo, resistir; pero
asimismo, con fluctuaciones en esa resistencia que, dado lo odiosa que
a veces se hacía la represión, acababa por hacerla estéril. Luis XV
hablaba
con irritación de las doctrinas disolventes, pero en esto, como
en todos
los demás asuntos, no mostraba ningún

espíritu de continui­
dad. Por otra parte, Madame de Pompadour, rocada, como ya es sabido,
de

la filosofía, al
buscar contra

el clero el apoyo de las gentes esco­
gidas, paralizaba de cada diez veces nueve el brazo de su
real amante.
Voltaire, al referirse a
ella, habla de decir un día: «Era de las nues­
tras.» De hecho, ella era quien había conseguido para V oltaire, tan
comprometido ya,
el doble título oficial de que antes hablé ; la que pro­
tegía a Montesquieu contra los ataques
dd rústico
general Dupin ; mos­
traba benevolencia para con Rousseau; alentaba a la
Enciclopedia y soli­
citaba para d' Alemhert, considerado como el corifeo del filosofismo,
una pensión que
Luis XV se permitió negarle. En realidad, lo que
pretendía la Pompadour era
contrarresta< a
su
enemigo el coode de
Argenson, que en
su cargo de director de la Librería, que ejerció
hasta 1750,

había
procedido bastante v1gorosamente rontra el movi­
miento.
Esta lucha de influencias daba lugar a una asombrosa incoherencia
en las medidas adoptadas. Un escritor llevado a la Bastilla o al
For-J'E­
veque, sin saber a ciencia cierta por qué, al día siguiente, sin más
razón tampoco, salía de allí, muchas veces con nna pensión para
compensarle

de
u.nas cadenas, bastante llevaderas, en verdad. Al
historiador
Dudas, cuya Historia de Luis XI había sido prohibida
por sentencia del Consejo, se le nombró, al dimitir el cargo Voltaire,
cronista del
Rey, precisamente en atención a la obra aotes condenada.
Pero
cuando se
nombró al
joven
magistrado Malesherbes
director de
1297
Fundaci\363n Speiro

WUIS MADELIN
la Librería, la filosofía ya -no tuvo. que temer ni siquj.era _esos pasa­
jeros contratiempos,
Enteramente conquistado por el espíritu del día, es desde su
puesto un
amigo constante para los filósofos. Adicto ciertamente a la
Corona, el joven director, completamente ciego, no acertaba a ver en
la filosofía sino la campaña del espíritu para emanciparse de las
«supersticiones» religiosas, y _ni un instante llegó a darse cuenta de
que la campaña contra la autoridad podía rematar en la ruina del
trono, que amaba. Director durante
troce años,
de 1750 a 1763, dejó
decir todo y autorizó todo, y si, a su pesar, recaía sobre alguno de los
fil~sofos, sus amigos, una sentencia adversa del Consejo, sabía, como
hemos visto, hacerla casi ineficaz. Fue Malesherbes quien, en 1746,
obtuvo del Canciller Daguesseau que aurorizase la publicación de la
Enciclopedia; y cuando, con gran pesar suyo, fue prohibida, él
mismo solicitaba,

poco tiempo después, de
los señores
«Diderot
y
d' Alembert que continuaran su obra>>. Cuando abandona el cargo, en
1763, Voltaire se lamenta:
«La pobre literatura-dice---- cae de nuevo
en
las cadenas

de las que el señor de Maslesherbes la había librado.»
Las cadenas eran
hiperbólkas, y en 1763, además, ·ningún poder .era
capaz

ya de impedir
el triunfo de lo que Voltaire llamaba la «litera­
tura». Para entonces había conquistado por completo. el terreno,
y
mientras combatía todo lo que quedaba de autoridad, preparaba la
Revolución, de
la que Malesherbes, ya viejo, había de ser uua de las
ilustres víctimas. Cada volumen de la
Enciclopedia constituía una de
las gradas del cadalso, al que había de subir el anciano en el año
se­
gundo de la República. ¡ Pobre Malesherbes ! Como Paul Bourget es­
cribió más tarde, nuestros actos nos siguen ...
• • *
En 1763, la filosofía, ya lo he dicho, había ganado la batalla.
V
o!taire le
había asegurado, en su
persona, una especie de reina­
do entre las
iniootías selectas; pero otro -Juan Jact>bo Rousseau­
le

había
atraído masas de

gentes
modestas.
De Rousseau se ha dicho todo; muy especialmente lo dijo hace
treinta
años Jules
Lemaitre, que ha sido para con él
tan deliciosa-
1298
Fundaci\363n Speiro

EL CREPUSCULO DE UNA MONARQUIA
mente cruel o tan cruelmente delicioso. Se ha dicho todo )o que había
que decir del hombre, del escritor, del
pensador, de
su religión, de
su política, de
la influencia que ejerció en vida, y de la influencia,
mucho
más extraordinaria, que ejerció después de su muerte, A pesar
de ello, es preciso
decir aquí
uoa palabra, porque si
«la culpa
es de
V oltaire», con mucha mayor razón
hay que decir «la culpa es de
Rousseau.»
Ni Voltaire ni Rousseau, sin embargo, deseaban la caída del trono.
Voltaire jamás tuvo idea política distinta de la de aquella Monarquía
absoluta que existía entonces en Europa con poder sobre los cuerpos
e incluso sobre las almas; pero a condición de
que cesara de ser,
como en Francia, la Monarquía cristianísima, la protectora de la Igle~
sia, para convertirse en .su amante~ Jamás soñó con la República ni
con la democracia, ideas odiosas para él,· que prefería «obedecer a un.
hermoso

león mucho
más fuerte que él que a doscientas ratas de su
especie».
Juan J=bo, por el contrario, soñó ron una democracia cuyo
lógico desenlace tenía que ser
la República;
pero no
hizo más que
soñar. El Contrato Jocial fue, incluso a los ojos de su autor, ··una cons­
titución ideológica, sin aplicación posible, muy especialmente en
Francia; prueba de ello es que cuando algunos ingenuos, llenos de
entusiasmo por las teorías republicanas
de Rousseau, le pidieron que
las llevase a la práctica, aplicándolas concretamente a tal o cual nación, les contestó que la República, en
un. gran

pueblo, engendraría
la
anarquía,

y que la misma Córcega, a la
busca entonces
de una Cons­
titución, le parecía demasiado grande para hacer el ensayo.
Pero lo que
Rousseau había
escrito le sobrevivía; su estilo, de lo
más atrayente, prestaba crédito a su pensamiento y lo popularizaba;
a los fatigados por la seca causticidad de Voltaire, les seducía y con­
quístaba
· el

estilo sentimental y la sensibilidad,
casi. dolorosa, de Juan
Jacobo.
Sus novelas de tesis, la N11e'Va Eloísa y el Emilio, que, en
vida del autor, tuvieron un
éxito inimaginable y mayor aún que el del
Contrato social, le deparaban una clientela entusiasta, que, natural­
mente, se dejaba llevar
dócilmente por sus teorías
políticas. Fué que­
rido y amado de las mujeres, las que, se
ha ,escrito,

«empleaban mil
estratagemas para conseguir verle», adorado como, un semid,iós por laS"
que había conocido. «Oh, tú, el más admirable de los hombres y el
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Fundaci\363n Speiro

LOUIS MADELIN
más amado!», ·exclamaba la condesa d'Houdetot ... , y otras más reser­
vadas, como la condesa
de Blot, decía en casa de la duquesa de Char­
tres, que «de no tener una virtud superior, ninguna mujer verdadera~
mente sensible podía negar nada a la pasión de Juan Jacobo». Pero
no sólo fué amado por damas aristocráticas;
tambiéti lo
fué apasiona­
damente por hombres que, como un Girardin, no eran tontos, y ese
fanatismo hada que, más rusotista.r que Rousseau, sus lectores adopta­
ran como
pfanes de

gobierno lo
que para
el filósofo no eran más que
sueños pollticos.
Los jóvenes habían de lanzarse sobre su obra; hijos
e hijas de burgueses, e incluso de
artesanos, habían de

leerle con
prefe­
rencia

a cualquier otro, desde
la futura Madame Roland a aquel Maxi­
miliano Robespierre, que hasta su muerte conserva el Contrato social
sobre su mesa de trabajo. Buscan en él el aliento para las más nobles
empresas ; pero buscan
tambiéti la

justificación de las
más sangrientas
medidas, porque prestando ciego crédito a aquel soñador, la genera­
ción de
la Revolución lo saca todo de él, desde la educación democrá­
tica
a

la proclamación del Ser
Supremo, de
la
República al
Terror.
«~fo son de aquel árbol estos frutos», gime, después de 1795, Mada­
me

de
Staet Es posible; pero el Adrien Sixte de Bourget tampoco
había concebido a
Rdbert Greslou.
Más que nadie fué
Rousseau,
que
hubiera censurado el más pequeño movimiento popular contra el
Gobierno real, quien lanzó al asalto del trono a los innumerables hijos que,
sin saberlo él,

había tenido.
* * *
Ello da la medida del grado de influencia que llegó a alcanzar
Rousseau

sobre
la opinión, o, por decir. mejor, la filosofía en con­
junto. Ninguno de.sus
doctores·carecía, en
1760, de millares de secua­
ces; los tenían Montesquieu
y Voltaire y Rousseau y Diderot y
d'Alembert y Helvecio y d'Holbach, y otra treintena cuyos nombres
son menos conocidos.
En 1770, la. victoria era general eo toda la linea y estaba asegu­
rada la conquista; los filósofos habían invadido la Academia que,
hasta mediados del siglo, se había defendido; eo 1746 se
había ne­
cesitado

la ayuda de la omnipotente Madame de
Pompadour para
1300
Fundaci\363n Speiro

EL CREPUSCULO DE UNA MONARQUIA
lograr, tras dos intentos, que entrara Voltaire; en 1747 costó trabajo la
elección de Duelos, no

obstante ser considerado como filósofo mode­
rado. Pero a partir de
1750 entraban en la Academia uno tras otro,
desde d'Alembert, en
1754, a Condillac, en 1768; la elección de
Duelos
romo secretario

perpetuo, en
1755, señaló una etapa en la
conquista; en
1772 le sucede d' Alembert, adversario mucho más rudo
de los antiguas ideas. Se realiza la elección contra la voluntad del
Rey,
protector de la Compañía; pero es que, a los ojos de la Academia
misma, el Rey pesa ya menos que la opinión, para aquel entonces con­
quistada por
loo nuevos púncipioo. El Arzobispo de Vienne, Lefranc
de Pompignan, que era el único casi entre el Episcopado que habla
combatido durante treinta años a
la filooofla, se lamenta as!: «¿Quién
había de
creerlo,? El

santuario de las letras se ha convertido en la ma­
drigoera de la incredulidad
y de la irreligión.»
Pero había algo peor: la conquista de la · Academia era, sí, un
éxito; pero la filosofía penetraba ahora en las capas más profundas
de la nación.
Voltaire había

declarado «que no quería preocuparse de
la canalla»; pero era la canalla misma la que venía a la
filosof!a,
A partir de 1770, las doctrinas sacadas de los gruesoo volúmenes se
propagaban en
mil folletos que el pueblo devoraba: «Los cocheroo
en sus peocames, los soldados en su puesro, l:os empleados todos en
sus oficinas», como observa un viajero; y Rétif de la Bretonne escri­
be más tarde que «los obreroo de la capital se han hecho insoportables
porque han leído en nuestros libros una verdad demasiado fuerte
para

ellos».
Así, a excitación de los filósofos, se forma en las capas bajas el
ejército de
las
reivindicaciones, a ,cuyo frente han de ponerse jóvenes
burgoeses enloquecidos
por los filósofos.
¿Qué encuentran enfrente?

Las clases superiores, la Corte, la
Nobleza, el
Oero. Pero

en la Corte, en
la Nobleza y en parte del
mismo clero,

se ha bebido en la copa de los filtros
filos6ficos. Minis­
tros

del
Rey -de Machault a Choiseul- eran quienes favorecían el
movimiento; grandes señores
y nobles damas quienes festejaban a los
filósofos, quienes los animaban hasta la audacia, quienes los encara­
maban al pináculo;
y el clero mismo fué víctima de los filtros ; pre­
lados que
después de

treinta años de lucha torpemente llevada tratan
H01
Fundaci\363n Speiro

LOUIS MADELIN
de disculpar su intransigencia de ayer con una indulgencia sonriente
para
con esos curas suscriptores
de la
Enr:icl(Jpedia y lectores de
Rousseau ... Acaso en
la corte y en las clases privilegiadas no todos se
han dejado conquistar;
pero todos sienten quebrantada la· fe en su
causa y en sus derechos. Cuando el Rey, a quien tratarán de hacer que
resista a las
primeras exigencias

del tercer
Estado, quiera apoyarse
sobre

su buena
nobleza y su buen clero, los encontrará desfallecidos,
porque, en el fondo, no están nada seguros de la legitimidad de su
resistencia.
Los filósofos que armaron a los futuros asaltantes desar­
maron a los futuros sitiados.
.. * *
Pero, ¿y el trono ? Hay que volver a hablar del trono, cuya caída
va a ser
el último capítulo de. esta historia. El trono, en 1774, no
parece en absoluto amenazado. Hasta 1770
la filosofía tuvo buen cui­
dado, al menos en apariencia, de no
meterse con éL Había,
sin em­
bargo, no pecas gentes clarividentes que se daban cuenta de
la conse­
suencia _ lógica de esas doctrinas que, en todos los terrenos, 'habían
minado todas las autoridades. En 1770, el magisrrado Séguier decla­
raba que «los filósofos,
al convertirse en preceptores del género hu­
lllano», han dirigido su ataque no sólo contra ·las instituciones reli­
giosas, sino también contra las civiles; y aún añade que, por esta causa
( recuérdese que habla en 1770), ~la Revolución, por decirlo así, es­
taba ya realizada». Le generación que, en 1774, se forma en los cole­
gios, parece educada todavía,
no sólo

en el respeto a la Monarquía,
sino en
el culto dinástico. Sólo que las ideas que lo impregnan todo
creau una generación muy peligrosa
para la Monarquía y para la di­
nastía. Los pregonados principios de Libertad e Igualdad se
acomodan
mal

con
la existencia de un trono fundado sol?re la autoridad más
ah.soluta, y

que, elevándose por encima de todo, proclama
la desigual­
dad de los hombres.
Los cerebros jóvenes ~ muc:ho más los cerebros
jóvenes
franceses--no

resisten ya
mucho tiempo

un ilogismo tan
evidente,
por lo que Danton podrá· exclamar, en 1793: «La Repó­
blica estaba ya en los espíritus veinte años antes de sn proclamación.»
La República salía, sin que se dieran ellos cuenta, de la campalia
1302
Fundaci\363n Speiro

EL CREPUSCULO DE UNA MONARQUIA
de los filósofos, que se consideraban a sí mismos romo súbditos lea­
les. Pero es que no se pueden
atacar y derribar, s.in provecho de la
Revolución, todos los principios de la autoriaad; y así romo el trono
se apoyaba hasta entooces sobre esas autoridades ya demolidas o al
menos minadas, tenía que llega,: pronto el día en que se hundiera el
suelo
bajo él, que oscilara y terminara, al fin, por derrumba,se.
En

1774, el joven Rey Luis XVI recibe de manos de su abuelo
una herencia doblemente comprometida. De un lado, unos privilegios
muy poco justificados en aquellos momentos para que
dejaran de

pa­
recer insoportables, y de otro, los vicios de una organización admi­
nistrativa que arrastra a la anarquía.
Pero
esos abusos podían ser
corregidos, conforme
lo aconsejó
ciento veinte años antes Colbert a Luis XIV; hubiera bastado un Rey
inteligente, cuerdo, lleno de celo para el bien público
y aconsejado
por buenos ministros; pero hubiera sido preciso,
además, que
ese
Rey
se

pudiera apoyar
sobre una

nación tan respetuosa del trono
y de la
autoridad del príncipe como lo había sido la Francia de Luis XIV.
Por desgracia, sesenta años de uo gobierno mediocre, poco o mal diri­
gido por un Rey desacreditado por su carácter, habíao puesto en
entre­
dicho

la autoridad de la Corona. Y esto no
es nada aún, porque el
prestigio del Rey puede todavía restablecerse,
y, al advenimiento de
Luis XVI, parece todavía que está intacto el amor
del pueblo para el
nieto de
San Luis.
Pero para que el prestigio se rehaga no basta el amor ; es preciso
que ese prestigio se fortifique con autoridad ; ¿y cómo va a subsistir la autoridad real cuando todos los principios en los que antaño se
asentaba están minados y la campafia masónica colaborando con la campaña filosófica
ha socavado todo el régimen? Para que en esas
condiciones el trono pudiera sobrevivir y triunfar se necesitaba más y
mejor que un Rey sensato, virtuoso, celoso -y bien aconsejado; hacía
falta un gran Príncipe.
Federico II, al saber la muerte de Luis XV, escribe: «Necesitaría
el joven
Rey de Francia tener fuerza y genio»; ser un hombre superior.
Pero
ya lo sabéis: nos faltó el
gran Príncipe, el hombre superior.
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