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Número 211-212

Serie XXII

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La carta de la princesa de Beira entre las fuentes para el conocimiento de la teoría tradicional de la legitimidad del poder en España

A Io largo del siglo XIX, en la historia de España actúan dos grandes corrientes políticas: la liberal y, enfrentándose a ésta, la que se llamó, en primer lugar, realista y, más tarde, carlista o tradicionalista. Por otra parte, en toda Europa, aunque el problema no se sitúe con la misma claridad y nitidez, sucede otro tanto[1].

Es la observación inicial de Vicente Marrero en su prólogo al volumen de textos y documentos titulado El tradicionalismo español del siglo XIX, por él preparado y que fue editado en Madrid en 1955.

Siguiendo a Leopoldo Von Ranke y a Schnabel, señala incluso que en la lucha entre monarquía y democracia se encuentra el nervio central de aquel siglo, entendiéndose la democracia en el sentido que le dio la baja Ilustración.

El enfrentamiento entre Tradición y Revolución encuentra su punto álgido en los llamados «principios inmortales» de 1789. A partir de ahí, la primera, llevando una existencia lánguida entre los países europeos, fue descomponiéndose poco a poco desde el Antiguo Régimen, en el que se encontraban incubados los gérmenes de su propia destrucción, tal como Taine y Tocqueville demostraron. En lo que se refiere a las instituciones políticas, la Santa Alianza intentó, en vano, conducir a los pueblos europeos por los caminos de la anhelada restauración. Las ideas revolucionarias, implantadas en los diversos países por las bayonetas de los soldados de Napoleón, permanecerían fermentando los espíritus, y el derrotado de Waterloo, de ese modo, sería el vencedor de la guerra ideológica después de haber sido derrotado en el campo de batalla. El que había restablecido el orden en Francia después de la Revolución, se convertiría en el instrumento de la propagación del ideario de la Revolución en el continente.

Mientras tanto, frente a una Europa dominada por el «derecho nuevo», nacido de los «principios inmortales» y al que León XIII denunciaría en sus encíclicas oponiéndole «la constitución cristiana del Estado», expuesta en la encíclica Inmortale dei, había un país que conservaba bien viva la tradición de los tiempos en que, según los términos de ese texto pontificio, «la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados», y las instituciones y las costumbres estaban impregnadas por la «energía propia de la sabiduría cristiana».

Ese país era España. Compartía con su vecino Portugal una obra histórica vuelta hacia los mismos ideales, en una línea de continuidad con la Cristiandad medieval, cuya ruptura espiritual y política se había consumado al otro lado de los Pirineos, con los tratados de Westfalia (1648).

El contraste entre las dos naciones de la Península Ibérica y los Estados nacionales europeos, constituidos después de la Guerra de los Treinta Años, presenta los más variados aspectos que ahora no cabe explicar. Lo que importa, a los efectos del tema de esta comunicación, es resaltar la fuerza de la adhesión de las poblaciones hispánicas a los principios de la tradición política que la Revolución vino a derribar. En cierto sentido, lo mismo ocurre en la Vendée, donde el pueblo se levantó contra el poder revolucionario en defensa del Altar y del Trono.

Esa misma adhesión a los principios tradicionales y la consiguiente resistencia a las innovaciones revolucionarias si bien prolongándose durante mucho más tiempo, fue la de las poblaciones españolas, particularmente en la región vasco navarra, originando la epopeya del carlismo. El preludio de esta historia se encuentra en la Guerra de la Independencia contra Napoleón, y su epílogo, en la guerra de 1936, sobre la que tanto se ha escrito y, pese a ello, continúa siendo tan mal conocida. Entre ambas, tres guerras carlistas muestran la lucha entre la Tradición, con profundas raíces en el pueblo, y la Revolución, proveniente de las clases dirigentes y de los intelectuales «afrancesados», que desde el siglo XVIII, recibían las influencias del pensamiento europeo moderno.

España y Portugal en cierto modo se encuentran en una encrucijada. El pueblo fue el primero en enfrentarse victoriosamente a los ejércitos de Napoleón. El rey de Portugal fue el único en defender su soberanía ante el dominio del Emperador de Francia, gracias a la transferencia de la Corte a Brasil. Después de la muerte de don Juan VI surge en Portugal la querella sucesoria, en un paralelismo con lo que sucede en España. Don Pedro y don Miguel se disputan el trono paterno, éste en defensa de la monarquía tradicional, aquél abrazando el liberalismo de origen francés. Muerto Fernando VII, la corona española se transmite a su hija Isabel, pero el príncipe don Carlos, tío de la joven princesa, reivindica sus derechos de acuerdo con las leyes que regulan la sucesión al trono. Miguelistas y carlistas invocan la legitimidad fundados en razones históricas y jurídicas, pero también en principios doctrinales. Estos principios son: para don Carlos como en Portugal para don Miguel, los de la tradición monárquica, no de la monarquía absoluta y centralizadora, correspondiente al Ancien Régime francés, en modelo trasportado a Madrid con los Borbones –que así iniciaron el «afrancesamiento»–, sino de la monarquía federativa de las Españas, construida a base de libertades locales y regionales, reflejadas en los fueros que el rey tenía que jurar y respetar.

En Portugal la lucha cesó pronto, y los miguelistas continuaron como grupos inconformes y procurando mantener la fidelidad a los principios que la monarquía liberal repudiaba. Sin embargo, en España la lucha fue larga, llegando en tres ocasiones los adversarios a enfrentarse con las armas. Y entre las fuerzas nacionales unidas en 1936 contra el gobierno republicano de Madrid, que había llevado España al caos y preparaba la sovietización del país, estaban los bravos voluntarios carlistas del requeté, con su boinas rojas, batiéndose por la misma causa de sus padres y de su abuelos y con la misma insignia de la Cruz de Borgoña de los tiempos de Carlos V y Carlos VII. Dios, Patria, Fueros y Rey, era su lema.

Ostentando raíces en el común sentir del pueblo, que defendía las libertades forales concretas sacrificadas por la libertad abstracta de la Revolución Francesa, el carlismo fue poco a poco como una filosofía política, una teoría de la sociedad y del Estado, elaborada en la vivencia de las contiendas políticas y en los campos de batalla. No se encontrará ningún ejemplo de doctrina más coherente y nítidamente opuesta a los principios modernos de la Revolución en sus diversas modalidades: la liberal, las socialistas y las totalitarias.

Esa doctrina se fue depurando con el correr del tiempo, puesto que al principio –cuando se hablaba de los «realistas», antes que de los «carlistas»– no se había llegado a distinguir con suficiente claridad, como se hizo posteriormente, entre la monarquía absoluta, la monarquía constitucional (de tipo liberal), ambas centralizadoras y opuestas a la tradición federativa y foral, y, por último, la monarquía orgánica tradicional. Esta, estando el poder limitado por los fueros y por las libertades corporativas, era antiparlamentaria y se estructuraba por un sistema representativo sin partidos políticos, con la presencia actuante de los grupos sociales autónomos, que levantaban una barrera al centralismo estatal[2].

No estaba en juego tan sólo la legitimidad dinástica. De un lado, los liberales querían implantar en España un nuevo orden político inspirado en la ideología de 1789. De otro lado, los «realistas», que luego pasarían a ser los «carlistas», consideraban ilegítimo el poder que no respetase las libertades populares de los fueros, y al régimen fundado sobre la arena movediza de las mayorías parlamentarias. A parte de esa cuestión, y aquí la divergencia se agravaba, los tradicionalistas querían preservar la unidad católica, mantenida por España frente a la Europa racionalista y protestantizada, mientras que los liberales comenzaban a preconizar el pluralismo religioso, para posteriormente dar motivo a una política de persecución de la Iglesia.

Esas tendencias antagónicas se esbozan durante las Cortes de Cádiz, y a partir de ahí, se van acentuando cada vez más. Después de promulgarse por aquellas Cortes la Constitución de 1812, se dirigió al rey Fernando VII un manifiesto contra ella, encabezando a los firmantes Bernardo Mozo de Rosales. Es el famoso «Manifiesto de los Persas» (1814), que aparece en una época en que la disensión parecía encontrarse entre los partidarios de la monarquía constitucional y los defensores de la monarquía absoluta[3].

Al participar el pueblo en la contienda, y en medio de las guerras carlistas, se fue percibiendo mejor el sentido de la lucha[4]. Se defendía el Altar y el Trono, pero también los fueros, con las libertades concretas populares. La monarquía absoluta había sido centralizadora, apartándose de la tradición de la monarquía limitada; pero centralizadora era también la nueva monarquía, la del liberalismo, la de la monarquía constitucional, y de la Constitución destructora del régimen foral.

Comienzan a aparecer los primeros teóricos del tradicionalismo político. Y uno de los documentos más significativos para mostrar la manera de comprender la legitimidad según el pensamiento carlista, es la Carta a los Españoles, de doña María Teresa de Borbón y Braganza, Princesa de Beira, viuda de Carlos V, el hermano de Fernando VII (que reivindica para sí la sucesión), y hermana de don Miguel y de don Pedro.

Sin duda, se trata de una fuente preciosa para el conocimiento de la concepción carlista o legitimista del poder en lo que se refiere a la legitimidad dinástica (o de sangre) y a la legitimidad histórica (o de principios).

Que la segunda debe prevalecer sobre la primera es lo que se deduce de la carta en cuestión, pues la digna princesa no vacila en declarar que su hijo –se trata de Juan, sucesor de Carlos V– ha perdido el derecho al trono por haberse adherido a los principios «incompatibles con la religión y la monarquía», es decir, con los principios y las leyes fundamentales del derecho histórico español.

Doña María Teresa escribía en respuesta a tres preguntas que le habían sido propuestas:

  1. «¿Quién es nuestro rey?».
  2. «¿Qué pienso yo del liberalismo moderno español?».
  3. «¿Cuál será nuestra divisa para lo futuro?».

Léase todo el documento y se podrá percibir el sentido más profundo de aquél conflicto que tanto hizo sufrir a España y en el que se estaba decidiendo su destino para los años venideros. Estos, por otra parte, vendrían a confirmar las palabras de la Princesa de Beira escritas con acento casi profético. La Carta estaba fechada en Baden, «cerca de Viena», el 25 de septiembre de 1864. Ocupa 32 páginas del volumen citado[5] donde entre otros importantes textos reunidos, se encuentra el del último heredero directo de la línea carlista, don Alfonso Carlos[6], fallecido en el exilio poco tiempo después del alzamiento del 18 de julio de 1936[7].

A la primera pregunta, doña María Teresa comienza respondiendo con la siguiente declaración: «En cuanto a la primera pregunta, además de lo dicho en mis precitadas cartas[8], debo añadir que, supuesto que mi hijo Juan no ha vuelto, como yo se lo pedía, a los principios monárquico-religiosos, y persistiendo en ideas incompatibles con nuestras religión, con la monarquía y con el orden de la sociedad, ni el honor, ni la conciencia, ni el patriotismo permiten a ninguno reconocerle por rey». A continuación van las razones debidamente explicadas.

En cuanto al liberalismo, señala que «no obstante sus alardes de libertad, llegando al poder viene siempre a parar en el mayor de los despotismos», arrogándose el Estado derechos ilimitados, sobre los cuales hace algunas consideraciones. Añade que «el liberalismo, siguiendo sus principios, no sólo es absoluto sino despótico y tiránico. El liberalismo es puro absolutismo porque se atribuye a si un poder que no le viene de Dios, de quien prescinde, ni del pueblo soberano, porque a éste no le concede sino el vano y ridículo derecho de depositar una boleta en una urna electoral; derecho que se hace nulo por las mil intrigas, amaños, promesas, amenazas y, a la vez, golpes y heridas en las elecciones. Después de esto el liberalismo se abroga poderes absolutos, pues en las Cámaras la minoría queda anulada por la suma mayor, es decir, por la fuerza; y la mayoría misma pende como un niño del labio de un ministro responsable y, por esto, omnipotente. Por igual razón el liberalismo es siempre despótico, porque la mayoría pendiente de un ministro omnipotente, impone su voluntad a millones de voluntades, que por ser el mayor número tendrían más derecho de mandar y de gobernar que el ministro todopoderoso que les impone la ley. Además, el liberalismo es despótico porque, desprestigiando toda autoridad y desencadenando las pasiones, como hace siempre en todas partes, en último resultado no queda elección sino entre la anarquía o la dictadura militar; dictadura que ha sido, de hecho, el gobierno de España desde hace treinta años hasta el día».

¿Y el lema para el futuro? «Treinta años empleados en puros y vanos experimentos, con infinitos daños para la nación, han debido bastar para convencernos a todos de que, no volviendo a nuestra divisa –Religión, Patria y Rey– corremos a paso de gigante a nuestra completa ruina».

Para completar esta comunicación queda por indicar las fuentes, entre las que no es posible olvidar dos obras fundamentales. La primera, la Historia del Tradicionalismo Español, la dirigida por el gran historiador del carlismo Melchor Ferrer, es obra de colaboración en equipo y consta de treinta volúmenes, aparecidos entre 1941 y 1960, donde se encuentra la Carta de la Princesa de Beira y muchos otros documentos importantes. La segunda es la que, completando la anterior, Manuel de Santa Cruz tiene en curso de publicación: Apuntes para la historia del tradicionalismo español, 1939-1966, comprende varios volúmenes.

(Traducción de ESTANISLAO CANTERO)

 

* Comunicación presentada en la III Semana da História (Francoe, 1981).

[1] El enfrentamiento de la Revolución con la Tradición es universal. Se equivocan los que piensan que la lucha política de nuestros días se encuentra en un conflicto entre «derecha» e «izquierda», reflexiona James P. Lucier, en conferencia pronunciada en la ciudad de São Paulo el 1° de julio de año en curso. El autor, consultor de Relaciones Exteriores del Senado norteamericano, señala que esa división surgió en las asambleas revolucionarias de Francia, respondiendo dichas denominaciones a la posición ocupada por los diputados en el recinto (así, los de la extrema izquierda eran los jacobinos) ... pero todos querían la Revolución, incluso la derecha. División real y más profunda es la que opone los tradicionalistas –que quieren mantener los valores fundamentales de nuestra civilización— a los racionalistas o revolucionarios. Estos fueron, en primer lugar, los liberales; hoy lo son los comunistas (extrema izquierda), si bien en la Alemania de Hitler había la extrema derecha nazista. El conferenciante analiza en particular la cuestión en los Estados Unidos y de un modo especial a la vista de la victoria de Reagan en las últimas elecciones. El pueblo, cuyos votos se dirigieron tan acusadamente hacia el candidato conservador, en general, es tradicionalista; racionalistas lo son los «iluminados», de ayer y de hoy, los liberales «esclarecidos», los «ilustrados» del marxismo y los «entendidos» de la tecnocracia.

[2] El carlismo, considerado por Edmund Scharan «el movimiento más contrarrevolucionario que existió en Europa», tiene sus principios expuestos con garbo por grandes pensadores como Aparisi y Guijarro, Vázquez de Mella (elocuentísimo tributo, cuyas Obras Completas ocupan cuarenta volúmenes), Enrique Gil y Robles (el jurista del tradicionalismo) y últimamente el llorado Francisco Elías de Tejada, genio portentoso que tanto apreciaba Brasil, y donde dejó numerosos amigos y discípulos.

[3] Cfr. acerca de esta cuestión en Verbo, núm. 141-142, págs. 179-258, el estudio de Francisco José Fernández de la Cigoña «El Pensamiento contrarrevolucionario español: El manifiesto de los persas». (Nota del traductor).

[4] Antes de las guerras carlistas, y con el mismo significado que estas tendrían, hay que recordar la guerra civil de 1821-1823, a propósito de la cual Rafael Gambra escribió un lúcido ensayo, cuya lectura suministra la clave para comprender la historia política de la España moderna: La primera guerra civil de España. Historia y meditación de una lucha olvidada. (Esta obra, en su segunda edición, ha sido publicada por la Editorial Escelicer. Madrid 1972. Nota del traductor).

[5] Se refiere al volumen citado por Vicente Marrero. (N. T.).

[6] Carlos V negaba el derecho a la sucesión a su sobrina Isabel en base a la ley semisálica (así se llamaba), introducida en España por Felipe V, en virtud de la cual se excluía la sucesión femenina. Se ha discutido mucho acerca de las disposiciones de última voluntad de Fernando VII, revocándola, pero el hecho es que, de acuerdo con las leyes fundamentales del Reino, tales alteraciones en materia sucesoria sólo podían ser hechas por el rey juntamente con las Cortes, que en dicho caso, no fueron convocadas. La cuestión dinástica seguía a la cuestión de principios. Una vez desheredado el príncipe don Juan, el derecho pasó a su hijo, Carlos VII, el más prestigioso y popular de su linaje.

[7] Desde el destierro en que se encontraba, Alfonso Carlos dirigió un manifiesto a los españoles de fecha 29 de junio de 1934, proclamando las siguientes afirmaciones en una síntesis del «Ideario Nacional» («ideario», obsérvese bien, y no «ideología»):

  1. «La unidad religiosa, que es decir la Intima y perdurable unión moral de la Iglesia y del Estado, y la plena afirmación de los derechos que, tanto en su orden interno corno en el externo corresponden a aquélla por razones de su indiscutible soberanía».
  2. «La afirmación política, o sea el restablecimiento de la Monarquía tradicional en sus esenciales notas: católica, templada, federativa, hereditaria y legítima, y, por tanto, fundamentalmente opuesta a la Monarquía liberal, democrática, parlamentaria, centralizadora y constitucionalistas».
  3. «La afirmación orgánica, que, repudiando el espíritu individualista, atómico y desorganizador de los sistemas liberales, estatuye la sociedad con un conjunto armónico de organismos, ordenados en razón de la jerarquía de su fines y dotados de la autarquía necesaria para su cumplimiento, con sus órganos propios, Consejos, Juntas y Cortes regionales, comenzando por la familia, primera de todas las actividades sociales restablecida en la plenitud de sus naturales derechos».
  4. «La afirmación federativa, que implica la restauración de las regiones con todos sus fueros, libertades, franquicias, buenos usos y costumbres, exenciones y derechos que les corresponden y con la garantía del pase foral, condición obligada de su integridad, no sólo compatible, pero además inseparable de la indisoluble unidad de la nación española».
  5. «La afirmación de la Monarquía, templada con sus consejos, órganos necesarios a su asesoramiento, y las Cortes, instrumento auténtico de la voluntad nacional. Ninguna ley fundamental del reino podrá cambiarse ni alterarse sino en Cortes convocadas al efecto y con el concurso de los procuradores sometidos al mandato imperativo de los organismos y actividades por ellos representados».
  6. «La afirmación dinástica, que tuvo su origen en aquella que, impropiamente, fue llamada Ley Sálica –porque no excluye absolutamente a las hembras, llamadas a la sucesión a falta de la línea de varones–, según la promulgó en 1713 Felipe V».

[8] Cartas de 15 de septiembre y 30 de octubre de 1861, directamente dirigidas y escritas a su hijo Juan.