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Número 233-234

Serie XXIV

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Trascendencia e inmanencia del poder

Sumergido en las aguas turbias de la gnosis –donde Eric Voegelin encuentra los orígenes de la modernidad[1]–, el pensamiento político hoy dominante está marcado por un profundo inmanentismo, no sólo en el plano ideológico, sino también en el de las instituciones establecidas y en el de las prácticas habituales. Las ideologías comenzaron a propagarse a partir del siglo XVIII, y actualmente las instituciones son las de la democracia liberal, que evolucionan hacia la social-democracia, y las de las democracias populares, según la terminología corriente para designar los regímenes del mundo socialista, en cuya cúspide se sitúan los modelos totalitarios dé la URSS y de China comunista.

A pesar de que el bloque de las democracias Occidentales se presente en oposición al de los países socialistas del Este, lo cierto es que ambos constituyen vertientes del mismo pensamiento inmanentista, cuyos orígenes se remontan a la decadencia de la Edad Media. Desde Marsilio de Padua, en el siglo XIV, hasta Hatos Kelsen, en nuestros días, esa corriente de ideas ha seguido una línea de continuidad. Marsilio, por su obra Defensor Pacis, bien puede ser considerado precursor del totalitarismo, y Kelsen, con su «teoría pura del Derecho y del Estado», lleva a sus últimas consecuencias el formalismo kantiano en la sistematización filosófico-jurídica del Estado liberal.

La Revolución francesa es un hecho histórico capital, porque marca la preponderancia del inmanentismo en la política y en el Derecho. Lo señaló León XIII en dos encíclicas, cuyo recuerdo conjunto es muy apropiado: la Humanum genus, cuyo centenario se cumplió el 20 de abril del pasado año, y la Inmortale Dei, que lo cumplirá el próximo primero de noviembre[2].

Digamos de pasada que el cincuentenario de la encíclica Inmortale Dei se conmemoró en São Paulo por El Centro Dom Vital, del que era presidente el profesor Alexandre Correia, con una Semana de Estudios, publicándose la encíclica íntegramente en un texto ampliamente difundido. ¡Que ambos centenarios no transcurran en el olvido! Más que nunca las enseñanzas contenidas en ambos documentos son de plena actualidad y tienen un alcance inmenso.

La Revolución de 1789 –dice el Sumo Pontífice– implantó «los modernos principios de una libertad desenfrenada», «propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo». La concepción del Estado de ahí derivada y su discrepancia total respecto a lo que debe ser, en sus principios fundamentales, la constitución Cristiana de los Estados, es el objeto de la Inmortale Dei. La afirmación de que cada uno es señor absoluto de sí mismo, de su vida, de su destino, conduce a no aceptar la sumisión a la autoridad de otro, a no ser por el acuerdo de todos, es decir, por la voluntad popular, constituida, de este modo, en fuente última del derecho y de la legitimidad del poder.

Obsérvese que no se trata de un consensus de la sociedad organizada como condición –y no causa esencial– de la legitimidad en cuestión, como ocurría en las monarquías representativas de los reinos hispánicos antes del absolutismo; ni de una concepción dé la soberanía popular como la entendieron Suárez y San Roberto Belarmino, meramente instrumental en relación a la soberanía de Dios. La Declaración de Derechos de 1789-1791 afirma que la fuente de toda autoridad reside esencialmente en la nación, excluyendo el principio del origen divino del poder. De ahí resulta la secularización de la sociedad y del poder, que Louis Veuillot señalaba como el principio revolucionario por excelencia[3], en el que es patente el inmanentismo del derecho nuevo a que se refería León XIII. El pueblo es gobernado, quien gobierna y de quien procede toda autoridad. Prescindiendo de las contradicciones que esto encierra, vemos que, de esa manera, el pueblo se coloca en el lugar de Dios, de forma que el non est potestas nisi a Deo de San Pablo[4] se sustituye por el non est potestas nisi a populo, resultante del Contrato social de Rousseau. No sólo desaparece la ley divina positiva revelada por Dios; también desaparece la ley moral inherente a la naturaleza. Se considera que el hombre no tiene más deberes que los que él mismo se impone, o los que resultan del respeto debido a los derechos ajenos como límite a sus propios derechos. Es decir, la Declaración de derechos con omisión de las obligaciones. Se considera al hombre como legislador de sí mismo y se ve en la ley la expresión de la voluntad general.

Estos conceptos sufrieron la influencia del iusnaturalismo abstracto de la escuela del ius naturae et gentium, formada por los discípulos y continuadores de Hugo Grocio que en su De iure belli ac pacis abrió las puertas a la idea de un derecho natural desvinculado de la ley eterna y fundado sólo en la naturaleza racional y en la inclinación social del hombre. En el origen del inmanentismo constitucionalista de las democracias, fundadas en los principios de la Revolución francesa, está el inmanentismo iusnaturalista del jurista-filósofo holandés.

La absoluta soberanía de la naturaleza o de la razón en el individuo emancipado de todo, constituye –como su mismo nombre indica– el naturalismo contundentemente analizado en la Humanum genus. Hay una exaltación de lo natural y de lo humano, olvidándose las obligaciones para con Dios, negándose la revelación divina, prescindiéndose por completo del orden sobrenatural. El hombre se cierra en su inmanencia y vive como si no tuviera una finalidad trascendente.

Se puede percibir, desde luego, que el naturalismo contradice, verdaderamente, el orden natural. Para sus adeptos, la libertad se transforma en un valor en sí misma, sin medirse por el bien al que debe estar ordenada, es decir, se vuelve un fin en sí, sin estar subordinada a los fines humanos a los que la criatura está naturalmente ordenada por el Creador. La «bondad natural» del hombre enseñada por Rousseau, presupuesto del liberalismo, que de ese modo reitera la herejía pelagiana, debe ser entendida en esa perspectiva. En esos términos, y con la imagen idílica del «buen salvaje» del romanticismo, fue como se pretendió que el hombre podría alcanzar la perfección e instituir un orden social perfecto, exclusivamente con sus solas fuerzas y prescindiendo de la gracia divina.

Tales concepciones trajeron como consecuencia una nueva visión del poder político. Maquiavelo, de forma empírica, con sentido realista y sin la mitificación romántica, ya había reducido el poder a la mera inmanencia. La Revolución francesa trasladó este inmanentismo al plano ideológico.

Criticando a Maquiavelo y a los políticos de su tiempo, el jesuita español Pedro de Rivadeneira escribió su Tratado de la religión y virtudes que debe tener el príncipe cristiano para gobernar y conservar sus estados (1595)[5]. Se trata del verdadero anti-Maquiavelo, lo que no fue el de Federico II, y de una refutación cabal del inmanentismo que discurre a lo largo del pensamiento político específicamente moderno, de Marsilio de Padua a Maquiavelo, de Maquiavelo a Hobbes, de Hobbes a Rousseau, de Rousseau a Hegel. Sin embargo, Rivadeneira no preconiza, en las páginas de su libro, la idea carismática del poder, defendida por Jacobo I de Inglaterra de sabor protestante, es decir, la famosa teoría de la monarquía de derecho divino a la que se opusieron Suárez y Belarmino. La tesis del origen divino del poder, varias veces recordada por León XIII y enseñada siempre por la Iglesia, está claramente expresada en el Antiguo y el Nuevo Testamento. De ninguna macera se confunde con esa concepción carismática que la desfiguró.

Las palabras dichas por el mismo Cristo al dirigirse a Pilatos son definitivas a este respecto: «No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto»[6].

San Juan Crisóstomo, al comentar el texto de San Pablo relativo al origen del poder, contenido en la afirmación inicial del capítulo XIII de la Epístola a los Romanos –donde dice el Apóstol que todo poder viene de Dios–, escribió: «No hay poder que no venga de Dios. –¿Qué dices? ¿Entonces, todo príncipe ha sido constituido por Dios?–. No digo eso, pues no me refiero a ningún príncipe en particular, sino a la cosa misma, al poder. El Apóstol no dice que no hay príncipe que no venga de Dios, sino que dice, hablando de la cosa en sí misma, que no hay poder que no provenga de Dios»[7].

Con esas palabras queda bien clara una distinción importante que es necesario hacer: el poder, en su esencia, viene de Dios; pero en la forma por la cual ha de ejercerse y en la designación de su titular, procede de hechos históricos contingentes, en los que se manifiesta la actuación de la libertad de los hombres. Caso excepcional, comprensible por la misión reservada al pueblo escogido para preparar la venida del Mesías, fue lo que ocurrió con los hebreos en el Antiguo Testamento. Dios indicó, en aquel entonces, la persona que debía gobernar y el régimen de gobierno. Esto ocurre también en la sociedad religiosa: al fundar su Iglesia, Jesucristo designó en la persona de Pedro al Jefe del Colegio Apostólico, estableciendo de ese modo el primado del Romano Pontífice.

Respecto a las sociedades políticas, Dios no interviene directamente en la elección del soberano, que depende de hechos históricos variables en el espacio y en tiempo. La dirección providencial de los acontecimientos no implica el derecho divino de las concepciones carismáticas, pero, por otro lado, la institución del poder y su cumplimiento por sucesión hereditaria o por elección no se opone al reconocimiento de que la causa de la esencia del poder se encuentra en Dios.

El libro de los Proverbios enseña que por El reinan los reyes y los legisladores decretan lo justo: Per me reges regnan et legum conditores insta decernunt[8].

Inmanente a la sociedad, el poder la trasciende por las razones últimas de su legitimación fundamental.

La secularización de la sociedad y del poder –rasgo esencial de la Revolución– constituye la negación de esa trascendencia. Es la diabólica tentativa de fundar la sociedad sobre la voluntad del hombre, en lugar de hacerlo sobre la voluntad de Dios. Es el regnum hominis alzándose contra el reino de Dios[9].

Ante esas perspectivas del mundo actual, bajo el signo de la Revolución –correctamente entendida tal como León XIII la muestra– se comprende que Jacques Ellul nos diga que la política es «el lugar de lo demoníaco», «la imagen actual del mal absoluto»[10]. Y que añada: «La política es diabólica. El diablo, diablos, etimológicamente es lo que divide, lo que separa, lo que desune, lo que rompe la comunión, lo que provoca el divorcio, lo que rompe el diálogo. El demonio bíblico es lo que provocó la ruptura entre el hombre y Dios, que utilizó múltiples medios para llevar al hombre a romper la comunión característica de la relación entre el Creador y la creación. Actuó sobre tendencias perfectamente sanas y naturales del hombre: Dios creó al hombre libre y le encargó dirigir, someter a la creación. El diablo indujo desde ahí al hombre a declararse independiente con relación a Dios y a querer ser autónomo respecto a su voluntad»[11].

He ahí el inmanentismo que explica la corrupción del poder y él que las formas de gobierno, en sí mismas legítimas, pueden pervertirse, según la famosa exposición de Aristóteles en el libro I II de La Política[12]. Es bien conocida y se ha repetido con frecuencia la expresión de Lord Acton: el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. En el mismo sentido, Jacques Ellul dice que la política es el «lugar de lo demoníaco» y que lo que corrompe a los hombres es la política en sí misma. Sin embargo, ¿por qué decir que el mal es inherente a la política y que ésta necesariamente es diabólica? Sin duda, ésta es la consecuencia de la política fundada en la voluntad humana emancipada del sometimiento al orden establecido por Dios. Es efecto de la secularización de las instituciones, del rechazo de lo trascendente por parte del poder, que, de ese modo, se coloca en el lugar de Dios, ya sea el Príncipe soberano, ya el Pueblo soberano.

La respuesta al pesimismo de Lord Acton y de Jacques Ellul –por otra parte perfectamente comprensible ante el espectáculo de la política en la actualidad– o mejor dicho, la comprensión de la cuestión de forma que se sitúe en sus debidos términos, resulta de la lectura del De Civitate Dei de San Agustín. En esa obra monumental, el Doctor de Hipona se refiere a las dos ciudades: la de Dios y la del demonio –quarum est una Dei altera diaboli[13]–; y señala la realeza de Cristo y la del demonio en una y en otra ciudad —civitates duas, unam diaboli, dieram Christi, et earum regem diabolum et Christum[14]–.

Es preciso tener presente el sentido exacto de las dos ciudades en el pensamiento y en el lenguaje de San Agustín. No se trata de una oposición entre la Iglesia y el Estado, o entre un Estado cristiano y un Estado pagano, ni tampoco entre la ciudad temporal y la ciudad eterna. A la Ciudad de Dios pertenecen quienes están Unidos por el amor del bien verdadero, que es Dios, mediante el cumplimento de la ley natural y divina; y a la ciudad terrena, es decir, la del demonio, Príncipe de este mundo, pertenecen quienes desprecian a Dios por el desordenado amor de sí mismos. Texto capital para entender correctamente este sentido es el del comienzo del capítulo 28 del libro XIV. «Dos amores fundaron dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial»[15]. Con este presupuesto y recordando de nuevo a San Pablo, podemos decir que cuando un ciudadano de la ciudad celestial –la Ciudad de Dios– ocupa el poder, será el minister Dei in bonum, conforme a la expresión de la Epístola citada[16]. ¿Cómo no recordar a un San Luis, rey de Francia; a un San Fernando, rey de Castilla; aparte de otros soberanos a quienes el poder no solo no corrompió, sino que se santificaron al ejercerlo?

Una vez más, oigamos a Luis Veuillot: el poder no cristiano, dice, «es el mal, y el diablo, es la teocracia al revés»[17].

Recordemos, finalmente, a León XIII, al reproducir en la encíclica Humanum genus el texto de San Agustín relativo a los dos amores y a las dos ciudades, cuando añade: «Durante todos los siglos han estado luchando entre sí con diversas armas y múltiples tácticas, aunque no siempre con el mismo ímpetu y ardor». Y denuncia, seguidamente, el ataque cruel y obstinado contra el nombre cristiano efectuado por las sociedades secretas.

En la sucesión de aquellos pensadores políticos ya mencionados –Marsilio de Padua, Maquiavelo, Hobbes y Rousseau– Thomas Molnar ve la defensa del poder secular y su exaltación frente al poder de la Iglesia, suscitando una especie de «religión civil», cuyo substrato es «la ideología de la comunidad organizada para y por la comunidad, una negación de la trascendencia»[18].

Ante ésta perspectiva, es decir, considerando al inmanentismo del poder en el rechazo de toda subordinación a lo trascendente, el juicio de Jacques Ellul deja de ser una mera expresión de pesimismo. Por otra parte, él mismo declara que en su acusación no procede como filósofo o como teólogo y que no analiza la política a la luz de la metafísica. Se refiere a la actualidad, hic et nunc, a la «política occidental desde hace treinta años a nuestros días, pero que ahora invadió y convenció al mundo, de tal forma que la política africana o asiática entran exactamente en la misma categoría. Lo diabólico asumió formas diversas a través de la historia; actualmente el diablo, el divisor, es la política. Ella sola. Y en su diabolismo, la vemos corromper el derecho, mentir acerca de la justicia, provocar falsas esperanzas (les lendemains qui chantet...), comprometer al hombre en rupturas sin salida. Eso es precisamente lo diabólico: dramatizar, romper irremediablemente, arrastrar a los "impasses". Y todo eso por medio de la seducción, de la promesa, de la ilusión. No olvidemos que el arma por excelencia de toda la política es la propaganda. , Y que ésta es la mentira en sí. El Príncipe de la mentira se expresa hoy en la propaganda, creadora de pasiones y de falsas evidencias, de arrebatos pasionales y de alienación interior»[19].

En relación con esto, Marcel de la Bigne de Villeneuve, en las impresionantes páginas de Satan dans la Cité[20], escribe: «La duplicidad es universal y nos ciega, nos ahoga, nos extravía, pudre y disuelve todos nuestros puntos de apoyo. Nuestra época y nuestro espíritu se hallan tan gangrenados por la mentira, que contaminan casi indefectiblemente hasta las instituciones y los hombres que quisieran permanecer indemnes, y los llevan, a falta de cosa mejor, a recurrir a la mentira para luchar contra la mentira»[21]. ¿No estamos viendo continuamente combatir errores con argumentos erróneos? ¿Tesis falsas que se pretenden refutar con otras falsedades? ¿Sofismas que se oponen a sofismas?

Desde el siglo XVIII las ideologías han ejercido una gran preponderancia en la vida política de los pueblos, y la propaganda se ha convertido en un arma poderosa y decisiva. En la civilización de masas en que nos encontramos –¿civilización o barbarie?– prevalece la cultura de masas[22]. No es preciso señalar lo que representa la televisión como factor de propaganda. Ya pasó el tiempo en que la Piazza Venezia, en Roma, era el escenario apropiado a la elocuencia teatral de Mussolini. Hoy, el Duce no necesitaría salir al balcón desde el que dirigía la palabra a cien o doscientas mil personas allí reunidas; sin salir de su despacho de trabajo alcanzaría con su voz y sus gestos, a millones de telespectadores en toda Italia.

Otrora el Padre de la mentira sólo poseía a los individuos. Actualmente, los posesos son también las instituciones y los medios de la técnica moderna. Es la tesis de Bigne de Villeneuve en el libro citado, expuesta en forma de diálogo, entre un teólogo y un sociólogo, a propósito de la influencia diabólica en la vida política de los pueblos. Actuando de esta forma, el demonio, con su sagacidad de ángel y la perversión de ángel rebelde, domina más fácilmente a los hombres mediante una contaminación que alcanza a las multitudes. El monje benedictino Dom Aloys Mager, profesor de teología en Salzburgo, no dudó sobre el carácter diabólico del nacional-socialismo, sobre lo que escribió en uno de los volúmenes de los Études Carmélitaines dedicados a este tema. El autor de Satan dans le Cité refiere el hecho de que aquel religioso profería las palabras del exorcismo desde su ventana, que se abría sobre el Obersalzberg, en cuanto el Führer daba un discurso a la masa popular[23].

Obsérvese que Bigne de Villeneuve escribió un notable Traité général de L’État, en tres volúmenes, y, en una síntesis, los Príncipe de Sociologie Politique et de Statologie générale. Profundo conocedor de esa disciplina de la que fue profesor, de la historia y de la sociología, reflexionando sobre hechos y situaciones de estos últimos años, en el diálogo citado, indujo la actuación diabólica en los totalitarismos contemporáneos, recordando la referencia expresa de la encíclica Divini Redemptoris de Pío XI acerca del comunismo ateo de ser un «azote satánico»; en la persecución religiosa de España durante la república de 1931; y en las democracias de origen liberal, en particular cuando éstas se pervierten en la democracia de masas, bajo el yugo de los nuevos demonios de la civilización técnica y de la masa. Se trata de conclusiones que corroboran lo que Joseph de Maistre y otros autores habían dicho de la Revolución francesa y también lo que Berdiaeff había dicho acerca del socialismo en Un nouveau Moyen Âge, al calificarlos de «satanocracia».

En el memorable mensaje de Navidad de 1944, Pío XII estableció con precisión los conceptos de «pueblo» y de «masa», señalando las condiciones que debe observar una democracia para ser conforme al orden natural y ser un régimen legítimo. Ya se trate de la democracia o de los otros regímenes de la triple división analizada por Aristóteles, esa legitimidad requiere, antes que nada, considerar al poder en su inmanencia y en su trascendencia, es decir, en lo que depende de la voluntad humana, en las diversas situaciones históricas, y en lo que debe estar subordinado al orden establecido por Dios, última fuente de autoridad y último fundamento del Derecho (lex aeterna, ratio divina sapientiae).

En la sociedad secularizada, el inmanentismo del poder lo entrega al dominio preternatural diabólico, que lo controla fácilmente, con lo que sé justifica la expresión de Veuillot sobre el poder no cristiano y se explica la posición de Jacques Ellul respecto a la política moderna corrompida y corruptora. Esta es expresión de la voluntad rebelde del hombre que se alza contra Dios: la voluntad de potencia maquiavélica y nietzscheana o la voluntad general del pueblo soberano de Rousseau y del liberalismo, erigiéndose en creadora del derecho e instancia suprema de la justicia.

La rehabilitación del poder, con la restauración del poder cristiano, sólo será posible mediante la intensidad de la vida espiritual –la vida sobrenatural de la gracia– en quienes lo asuman, capacitándose, de esta manera, para ser lo que verdaderamente deben ser: ministros de Dios para el bien.

En una sociedad descristianizada y corrompida, ¿puede esperarse aun esta vinculación de lo inmanente a lo trascendente, que otrora simbolizaban las ceremonias de consagración real?

(Traducción de Estanislao Cantero).

 

[1] Eric Voegelin, The new Science of Politics, University of Chicago, 1952. Traducido en Brasil y publicado por Editora Universidade de Brasilia (A nova Ciência da Política), con prólogo del autor de estas líneas. (Hay traducción española con el título de Nueva Ciencia de la Política, Madrid, Rialp, 1968, nota del traductor).

[2] La encíclica Humanum genus se escribió especialmente para condenar la masonería y los principios del naturalismo difundidos por ella. Frente al nuevo Código de Derecho canónico, se alzaron algunas voces con la pretensión de que la Iglesia daba marcha atrás en esa condena; respondió una Declaración de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe, firmada por su prefecto, el cardenal Ratzinger, aclarando que el juicio de la Iglesia con relación a las sociedades masónicas no había cambiado, por ser los principios de dichas sociedades inconciliables con la doctrina católica (26 de noviembre de 1983). (Nota del traductor, sobre este punto puede verse Francisco José Fernández de la Cigoña, «En el primer centenario de la encíclica Humanum genus contra la masonería», Verbo (Madrid), n. 225-226 (1984), pp. 581-601).

[3] Louis Veuillot, «L'illusion libérale», en Œuvres Complètes, vol. X, ed. P. Lethielleux; París, 1929, p. 354.

[4] Rom., XIII, 1.

[5] (Nota del traductor, puede verse esta obra en Obras escogidas del padre Pedro de Rivadeneira, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, Ediciones Atlas, 1952, pp. 449-587. Conocida comúnmente esta obra como El Príncipe Cristiano, en su título original se añadía, Contra lo que Nicolás Maquiavelo y los políticos deste tiempo enseñan).

[6] Juan, 19,11.

[7] Homilía XXIII sobre la Epístola a los Romanos.

[8] Proverbios, 8, 15.

[9] La realeza universal –y por consiguiente social– de Cristo fue proclamada por Pío XI en la encíclica Quas primas (11 de diciembre de 1925), específicamente dirigida contra la secularización y contra el laicismo. (Nota del traductor. Esta encíclica se publicó en Verbo (Madrid), n. 158 (1977), pp. 1063-1079).

[10] Jacques Ellul, La Foi aux prix du doute, París, Hachette, 1980, pp 279-281.

[11] Ibid.

[12] 1279 a y b.

[13] Libro XXI, cap. 1, PL. 709.

[14] libro XVII, cap. 20, PL. 556.

[15] Fecerunt itaque civitates duas amores duas terrenam scilicet amor sui usque ad contemptum Dei, caelestem vero amor Dei usque ad contemptum sui.

[16] Rom., 13, 4.

[17] Louis Veuillot, op. cit., p. 329 (nota del traductor, sobre este insigne escritor, véase Miguel Ayuso Torres, «El pensamiento político de Louis Veuillot», Verbo (Madrid), n. 217-218 (1983), pp. 913-926, y del mismo José Pedro Galvão de Sousa, «Actualidad de Louis Veuillot», Verbo (Madrid), n 219-220 (1983), pp 1.215-1.220).

[18] Thomas Molnar, Politics and the State. The Catholic View, Chicago, Illinois, Franciscan Herald Press, 1980. Ahí está, según el autor «in essence, the basis of “modernist” political thought». Y continúa: «Hence the infatuation with the pagan state, ancient for the medieval lawyers, modern with contemporary ideologues».

[19] Jacques Ellul, op. cit., pp. 286-287.

[20] Marcel de la Bigne de Villeneuve, Satan dans la Cité, Paris, Les Editions du Cèdre, 1951. (Nota del traductor, hay traducción española con el título Santanás en la Ciudad, Sevilla, Editorial Católica Española, 1952).

[21] Marcel de la Bigne de Villeneuve, op. cit., p. 145 (p. 153 de la edición española).

[22] Ver sobre esto, Étienne Gilson, La société de masse et sa culture, Paris, Librairie Philosophique J. Vrin, 1967. (Nota del traductor, puede verse, también, Juan Vallet de Goytisolo, Sociedad de masas y Derecho, Madrid, Taurus, 1969, segunda parte, capítulo XI, pp. 593-647, titulado La cultura y las masas).

[23] Marcel de la Bigne de Villeneuve, op. cit., p. 147 (p. 89 de la edición española).