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Número 287-288

Serie XXIX

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La publicidad

LA PUBLICIDAD
POR
MAR:ro SoRIA
Una de las cosas que más llaman la ateoción de los occideo­
tales que viajan a los
países comunistas, es la pobreza de las tieo­
das y la hosquedad del
servicio, en comparación con la diligencia,
variedad y riqueza que osteotan
las naciones capitalistas. Allf,
los hoteles son sucios, resulta mala la comida, se alargan las co­
las delante de los establecimientos suministradores de artículos
de primera necesidad, tosca es la ropa, etc. Existeo, sí,
. tieodas
parecidas a
las nuestras, llenas de productos nativos exceleotes
y de
meteancía importada, pero están destinadas exclusivameote
para los turistas y son carfsimas, pues eo ellas todo
hay que pa­
garlo en divisas. Los viajeros no paran de contar este aspecto
del sistema colectivista, cuando vuelven a sus lares, y los
oyeo­
tes se conveocen, mediante tal testimonio y las doctas coosidera­
ciones que suelen acompañarlo,
de la maldad intrínseca del co­
munismo. Asombran y escandalizan el contraste eotre ambos
Berlines, la tristeza
de Praga, la ausencia de cafés en Moscú, la
dificultad
de que un gastrónomo se satisfaga en Varsovia.
Indudablemeote, a este lado
de lo que hace años llama'base
telón de acero, ha vertido su cuerno la Abundancia. No sólo se
encueotran los almacenes lleoos a rebosar de toda
clase de bie­
nes; a cada momeoto crece la oferta de tales bienes y la demanda
de los mismos por parte de los ciudadanos, mieotras que en Rusia
y sus satélites el. eonsumidor no hace otra cosa que ahorrar, pues­
to que casi nada hay eo los comercios del estado ( 1
). Otra cir-
(1) BASILIO SELIUNIN: El desquite de la burocracia (en lilemán), ar­
tículo de la revista Kontinent, núm. 46, pág. 30. Julio a septiembre de
1988.
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cunstancia más observan los via¡eros: las personas sometidas al
régimen comunista, están triste, manifiéstanse hurañas, se ven
sucias, van mal vestidas; por el contrario, los occidentales se
muestran animados y contentos, gracias al emporio que
se abre
ante sus ojos: vehículos, comida y bebida, cosméticos, ropa,
elec­
trodomésticos y una lista interminable de objetos venales.
Pero, después de tanto denigrar lo que tienen o no tienen los
otros, ¿por qué no analizar unos instantes qué
es lo que noso­
tros tenemos y cómo lo tenemos?
Los turistas, aparte de lo que realmente observen, no dejan
de repetir las consignas que a diario escuchan y que inadvertida­
mente influyen
en el criterio general. El juicio de los visitantes
deriva en parte de
la abrumadora propaganda comercial a que
estamos sometidos.
La publicidad jura y perjura que somos o
podemos ser felices; la publicidad divulgada a cada hora, con
cualquier ocasión, por
la. calle mediante cartelones, en la televi­
sión, llenando páginas enteras de los periódicos. La publicidad,
cantando las excelencias
de esto y aquello, y cantándola de for­
ma muy hábil, muy estudiada, que no en vano ha puesto a con­
tribución suya eoonomistas, psicólogos, artistas, sociólogos, polí­
ticos. ¿Y cómo lleva a cabo su propósito? Veámoslo sucintamente.
Casi
· todas las mercancías se anuncian mediante una persona
que
la admire, use o consuma. En una brevísima comedia se re­
sume de ordinario la propaganda. La expresión del protagonista
consiste por lo general en una especie de éxtasis ante la maravilla
que tiene en sus manos o delante de los ojos, que huele, saborea
o acaricia. La felicidad, pues, se
ha logrado, por lo menos en
esos instantes, gracias a un jabón determinado, un automóvil, una
compresa más absorbente que las otras. Aparte de que el hom­
bre, en esta clase de publicidad, encuéntrase por completo supe­
ditado a un objeto, es mero
apéndice suyo, la alabanza misma no
es
la de las viejas fórmulas de propaganda, tan ponderativas como
las actuales, pero más discursivas, dirigidas a la razón del con­
sumidor y parece que mucho menos eficaces. Ahora se procede
con mayor rapidez; no es necesario explicar nada ni, por lo tan­
to, leer nada; basta observar
la expresión humana para asegurarse
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LA. PUBLICIDAD
de la óptima calidad de una casa. El sainetillo propagandístico
se halla reducido al mínimo. Apenas algunas palabras aparatosas
redondean la glorificación.
No existe hlpérbole desatinada cuando
de vender un produc­
to se trata.
Si hemos de creer lo que nos aseguran, el detergente
que todo
lo limpia, la vajilla eterna, el automóvil-centella, los
bancos que regalan dinero a sus clientes, la mermelada hecha de
ambrosía, los colchones que permiten dormir mejor que una dosis
letal de heroína, el dentífrico que garantiza
la indemnidad de los
dientes hasta los doscientos años; todo eso lo tenemos al alcance
de la mano. Y cuando aparezca en el mercado otro objeto
simi­
lar y nuevo, será todavía más efectivo que sus homólogos ante·
riores, porque en loarlo se ocupará un encarecimiento mayor que
los precedentes. Cosa que,
por otra parte, se comprueba hasta
en las actividades de mero entretenimiento, que ofrecen al públi­
co
la película más dramática, chlstosa, entretenida, etc., de la
hlstoria del cine, o la comedia, revista o farsa más ingeniosa que
nunca se haya escrito. En cuanto a los actores, lindando con lo
prodigioso.
¿Es todo ello mentira?
Por lo general, los productos tan ja­
leados no pasan de la medianía, en el mejor de los casos. Pero
inmenso ha sido el provecho de esa mentira verosímil,
ya que
la misma atrajo miles
de compradores que, sin el espejuelo de
las ponderaciones, nunca hubieran adquirido la mercancía.
Y nos preguntamos si la publicidad engaña, porque
el públi­
co, en cierto modo, cree que la felicidad cabe encontrarla por
u:n detergente, una nevera o un magnetoscopio. Y si no es tan
necio de creerlo así, al menos está convencido de que esos mil
objetos contribuyen a hacerlo dichoso. No nos
referimos a la
utilidad de tales cosas para aligerat las tareas de la vida cotidia·
na, utilidad innegable
y meritoria; lo que hacemos notar es que
se han convertido en un fin en sí la posesión y el uso de produc­
tos considerados antes instrumentos para facilitar las labores
do­
mésticas (muchas veces creados no tanto con ese propósito, como
para procurar el despido de la servidumbre, convertida después
en proletariado fabril, o para conseguir un ocio que indujese a
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los beneficiarios del mismo, sobre todo mujeres, a enrolarse en
la industria). Si en otro tiempo se era dichoso poseyendo cuadros,
tierra o palacios,
la felicidadcita moderna se halla encarnada en
la televisión, la lavadora automática o el coche. Y cuantas más
cosas de este género posea el hombre, aunque no le sirvan para
nada,
ni le eviten fatigas, ni lo distraigan, más =a está, por
definición, de
la bienaventuranza.
De varios modos se excita el deseo de todo ello, pero uno
especialmente se emplea a diestro
y a siniestro, aprovechando el
debilitamiento
de las normas morales. A primera vista sorprende
que, sea lo que fuere, madreselvas, ruedas,
sacos de arpillera,
relojes de cuco, bolígrafos o zapatos, para anunciar su venta casi
siempre salga a escena una pareja en paños menores o una mujer
desnuda.
Nul.a es la relación aparente entre la mercancía por
vender y
la imagen; pero los entendidos en publicidad conocen
muy bien al ser humano y tienden lazos donde los demás
no ve­
mos nada. El deseo que enciende al espectador no es al principio
el de un objeto inútil o indiferente, sino el sexual; luego, incons­
cientemente, ese deseo se convierte
en interés por adquirir la
cosa anunciada o, mejor dicho, esta última se fuende con las imá­
genes eróticas, de manera que el deseo abarque unas y otra. Se
adapta la vieja teoría de los reflejos condicionados, siendo el re­
sultado tan brillante desde, el punto de vista económioo, oomo el
que con sus perros obtuvo Paulof.
En cuanto a los destinatarios de la publicidad, no son los
hombres los preferidos; para las mujeres, jóvenes
y niños, más
quizá que para aquéllos, se despliegan los multicolores escapara­
tes. También esto resulta a primera vista extraño, puesto que,
aunque trabajen, las mujeres suelen disponer de menos dinero
que el sexo apellidado fuerte;
en cuanto a las otras categorías
de consumidores, dependen del subsidio
familiar, que ciertamen­
te . no basta para la adquisición de motocicletas ni para renovar
el vestuario oon las extravagancias de cada temporada. Sin em­
bargo, aquí de nuevo resultan los psicólogos mucho más sutiles
que los simples economistas.
En una sociedad donde están rela­
jadas la autoridad paterna y la marital, ¿cómo podrá el· padre
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resistir el acoso constante de su esposa e hijos que quieran com­
prar tal o cual cosa? Los niños y los adolescentes carecen de di­
nero, pero su insolencia
sirve de llave del bolsillo del progeni­
tor. Aparte de que
la coacción social ( en este caso, encarnada pot
otros niños o jovenzuelos poseedores de lo que quieren los pro­
pios hijos)

fuerza
al hombre, por mucho que pretenda mantener­
se en sus
trece y por válidas que sean sus razones, a ceder. No
pretendemos con esto afirmar que la publicidad sea culpable del
relajamiento familiar; pero
sí resulta muy difícil de negar que
se aprovecha del imperio que hoy detentan los menores de edad.
Mucho
se ha hablado de la ilusión milenarista del comunis­
no, ilusión de instituir
el paraíso terrenal y que ha llevado a co­
meter horrores sin cuento. Conformes estamos con censurar todo
ello, y cuanto se dijere
al respecto siempre será poco, porque
cada día se descubren atrocidades nuevas. Sin embargo, ¿no ha­
brá también en Occidente, aunque disimulado,
un ideal milena­
rista?
La felicidad alcanzada en este mundo merced a un sinfín
de artilugios, ¿qué cosa
es sino una burda versión de Jauja?
Además,
el mundo capitalista tiene, respecto de la aridez políti­
ca y económica de los países colectivistas, una enorme ventaja:
ya ha realizado el sueño que día y noche anuncia la publicidad.
Existe
el cielo en la tierra, naturalmente que en Estados Unidos;
allí nació, allá van las muchedumbres para convencerse de que
es posible un contento sin sobresaltos, como una nevera mágica
que, con sólo apretar un botón, dé en verano variadísimos jugos
de fruta, a gusto del consumidor. Ese cielo es Disneylandia.
En la ciudad encantada los niños encuentran en carne y hueso
a los héroes de los cuentos infantiles, héroes pasados, ciertamen­
te, por el laboratorio de Walt Disney, en formas toscas y colores
chillones, ya que se trata
-no lo olvidemos-- de la versión ci­
nematográfica de Perrault, Andersen y Grimm. O bien encuen­
. tran a los personajes que creó el célebre director, todavía más
populares que Piel de Asno y las habichuelas mágicas, si bien
totalmente inpoéticos, a diferencia de los nacidos de tradiciones
y viejas fábulas donde palpita
el alma milenaria de un pueblo.
Parece ridículo comparar las gestas
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con cualquier leyanda de Bécquer, por ejemplo; parangonar el
prosaísmo incurable de unas criaturas adornadas de un ingenio de
baratillo, protagonistas de narraciones dulzonas, de
un optimismo
absolutamente ajeno a la vida real, parangonarlas ---decimos­
con leyendas a cuya cteaci6n han contribuido los sentimientos
más profundos del hombre. No obstante, Disneylandia vuelve
sensato el disparate: los engendros
del cineasta norteamericano
y 'SU chabacana versi6n de las narraciones antiguas gozan de un
renombre aplastante, que ya hubiesen querido
para sí los creado­
res y recopiladores de la literatura infantil clásica. La propagan­
da ha
convertido en superior lo inferior, y viceversa. La reaper­
tura
del paraíso terrenal significa también el triunfo de la vul­
garidad.
En Disneylandia comprenden los niños que los cuentos de
hadas son verdaderos. Recorriendo sus paseos, admirando los
castillos
de carr6n, hablaru:lo con los enanos amigos de Blanca
Nieves, los visitantes infantiles han realizado casi el mismo pro­
digio de
Alicia pasando a1 otro lado del espejo. No advierten los
inocentes el gigantesco carnaval donde desvergonzadamente
se
explotan la ramplonería y la cursilería. Así se va preparando en
los espectadorcitos embobados
la convicci6n de ser factible el cum­
plimiento de todos sus anhelos. El cielo que antes deseábamos,
que estaba situado en un futuro remoto y adonde había que
lle­
gar
con el pasaporte de la bondad, ahora puede apropiárselo cual­
quiera, con s61o un viaje, virrudes desechadas. Disneylandia mata
la fantasía y
la esperanza, pero es escuela de lo que concluirán
creyendo los adultos.
Estos
se divierten con esa estúpida fiesta de disfraces, porque
la mojiganga simboliza la vida entera organizada según el criterio
del moderno
imperio anglosaj6n: el cielo que los espectadores ya
tienen en su casa, inventado por la televisi6n y otros ingenios,
aquí lo encuentran quintaesenciado. Disneylandia
es el hogar de
cada ciudadano que ha triunfado en la vida, es un infatigable
consumidor, paga sus impuestos con puntualidad, vota en las
elecciones, trabaja duro, gana mucho
dinero, vive tranquilo, ape­
nas necesita cultura, no lo inquieta el presente ni el porvenir ( a
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menos que lo despidan de su trabajo), se alimenta de comida
semiartificial, vive ufano de sí, convencido
de que su forma de
existencia, su sistema político, su idioma, sus modas, la libertad
de que
goza, constituyen el «non plus utra» de la ventura huma·
na.
Además, reza a la técnica todos los días de su vida y se muere
creyendo que, como en el otro mundo no se necesita dinero, no
existe ningún otro mundo.
Por tontos que sean los hombres, hay que cuidarse, no obs­
tante, de persuadirlos, no dejando nada al azar de la duda. Si
Disneylandia, con su criminal trivialidad, pronto se multiplicará
y tendrá sucursales que
perviertan el resto de sentido común y
las tradiciones indemnes (supuesto que quede alguna), más eficaz
todavía que el gigantesco mamarracho para la realizaci6n del
sueño milenarista es
la legi6n de predicadores que en forma de
periodistas, agentes publicitarios, técnicos de venta, con infinitos
ardides acreditan sus respectivos productos, llámense alcachofas,
democracia, baldosas, paz o seguros
de vida. Ellos crean con sus
palabras un mundo nuevo, que nada tiene que ver con el mundo
verdadero; ellos dan a las palabras
un sentido ajeno a la realidad,
pero íntimamente vinculado con una imagen o un propósito. «Me­
jor», «admirable», «formidable», «maravilloso» y otros términos
análogos carecen del significado que habitualmente les atribuimos.
¡Ah,
cuánto se ha acusado a los comunistas de variar el conteni­
do de las palabras,
de falsificar los hechos! ¿Cuántas burlas no
ha suscitado la comparación entre dos ediciones sucesivas de una
enciclopedia rusa, porque en la primera
se ensalzaba hasta las
nubes a quien ni mencionaban en la segunda o lo arrastraban
por el fango!
¿ Y no se hace lo mismo entre nosotros, si bien con
una artería ante la cual hay que quitarse el sombrero? Las pala­
bras usadas por la publicidad conservan, sin duda, la acepci6n
del diccionario; «mejor», por ejemplo, no
'Se ha convertido en
«mediocre» ni en «peor»; pero, como del huevo que ha sorbido
una comadreja, sólo la cáscara queda de los vocablos, habiendo
desaparecido toda relaci6n de los mismos con la
realidad'. Subrep­
ticiamente, las palabras
han adquirido un contenido muy diverso
del
usi¡al, de manera que la significaci6n .nace de una impresi6n
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determinada en la mente de la clientela, mediante la combmación
de sonidos, imágenes y una o dos frasecillas.
En otra parte hablamos de la prostitución de la palabra en
los medios
de comunicación; no menos pervertida está en la pu­
blicidad, conforme al mismo principio
de creación de un universo
falso.
Los primeros acostumbran mentir diciendo la verdad ( o
sea, poniendo de relieve tal o cual hecbo real, a
expensas de otro
hecho también real); en cambio, la publicidad adultera la reali­
dad sin

llegar a mentir del todo,
si bien jamás dice la verdad.
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