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Número 289-290

Serie XXIX

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Antecedentes intelectuales de la Revolución Francesa

ANTECEDENTES INTELECTUALES
DE LA REVOLUCION FRANCESA
(*)
POR
JuAN ANTomo W1now
I
La Revolución francesa no puede sernos indiferente. Basta
observar
c6mo se ha conmemorado su segundo centenario, para
comprobar que la indiferencia no existe. Para bien o para mal, lo
queramos o no lo queramos, es_ un acontecimiento que determina
decisivamente la historia de Occidente, y del cual depende, en
consecuencia, nuestra realidad
de hoy en prácticamente todos sus
aspectos: social, política, cultural y hasta religiosa.
Es necesario conocer la propia historia. Es una verdad
válida,
tanto para los individuos como para las sociedades, la de que
cada cual
es lo que ha sido. Condición indispensable para asumir
la propia realidad es,
por consiguiente, el juicio recto sobre el pa­
sado: es la única base posible
pru-a una rectificación o una rati­
ficación de intenciones y conductas, evitando las ilusiones y los
complejos.
No puede ser otra la actitud ante la Revolución francesa que
ésta,
la del buen juicio. El conocimiento de su verdadera natura­
leza, de sus causas y de sus efectos es, en estos ·momentos, una
necesidad común para todos los que participamos de la civiliza­
ción de Occidente, en el supuesto de que deseemos para nuestras
sociedades
el bien que, conforme a su vieja historia, les corres­
ponde.
(*) Conferencia leída en la reuni6n de la Liga Europa, realizada en
Eferding, Austria, el 30 de septiembre de 1989.
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No se trata, por esto, ni de ensalzar ni de vituperar por prin­
cipio
la Revolución, pues los entusiasmos y las iras que campean
independientemente son obstáculos insalvables para
el buen jui­
cio. No
es cuestión de tomar partido en forma retrospectiva. Sin
embargo,
esto no significa 'qüe el juicio deba resultar un prodigio
de equilibrismo entre las calificaciones positivas 'y las negativas,
o que su único objetivo válido haya de ser una neutralidad es­
tricta en cuanto a la valoración de los acontecimientos. La mera
verificación de los hechos y
de sus concatenaciones es insuficiente
para un conocimiento verdadero
de la historia. Son acontecimien­
tos humanos, y, por tanto, está comprometida en ellos la volun­
tad
de sus agentes; comprenden prolongan en el tiempo, para
bien o para
mal, cualidades morales positivas o negativas, que
.;. lo que en definitiva nutre la vida humma, tanto individual
tomo
social.
Pervierte el juicio histórico la interpretación ideológica
de
los hechos; éstos son presentados de acuerdo a un criterio abs­
tracto y
a priori; qtie convierte a tales hechos, ;,¡ ser relatados,
éi:t lo que deben ser. La ideología es una especie de imperativo
categórico del pasado. Durante
la primera mitad del siglo XIX
apareció la que había de ser la «historia oficial» de la Revolución
. francesa: aquella que la transformó, bajo la dirección de Jules
Michelet, en la epopeya de
la democracia y de la .libertad. Los
repetidores de esta versión han sido, desde que fue puesta en
circula~ión, innumerables, y aún hoy es la que, como verdad
evangélica, se propaga mediante manuales y textos escolares de
historia. Siguiendo la misma estela de la «historia oficial», y sin
entrar en contradicción con ella, ha recibido amplia divulgación
la interpretación del materialismo histórico, la cual, obviamente,
goza de un sustento dogmático por lo menos similar. Y, no falta,
por último, la interpretación que da el, liberalismo de aquellos
acontecimientos:
es una operación «moderadora» de la historia
real, con el objeto de juzgarla según
las pautas de lo que «debe­
ría
haber sido» la Revolución en Francia si quienes la hicieron
hubieran imitado
la Revolución inglesa del siglo anterior.
Hay quienes, ingenuamente,
se preguntan si es posible esca-
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par de los criterios ideológicos para juzgar los acontecimientos
humanos. Desconfían
en la posibilidad de un juicio que no es­
conda una posición ya tomada. Es una ingenuidad explicable,
pues la presión que hoy ejerce la mentalidad ideológica sobre el
espíritu de los
. hombres es enorme. Es claro que si pudiésemos
mirar
el mundo sólo desde dentro de. un espejo, nos sería impo­
sible discernir lo real de lo que es sólo imagen. Pero -;i Dios
gracias-podemos recurrir a la experiencia: a la propia y a la de
otros que, por su posición excepcional ante los hechos, pueden
merecer nuestra fe, Nuestro juicio. sobre
la Revolución francesa
puede sustentarse en la lectura de los innumerables documentos
que sus protagonistas
han dejado -la manía por los escritos es
propia de los revolucionarios--, y también en los relatos y en
las reflexiones de algunos testigos extraordinarios de aqudlos
acontecimientos: pienso,. sobre todo, en Edmund Burke
y en An­
toine de Rivarol.
TI
La primera y básica cuestión que se plantea acerca de la Re­
volución francesa es la que atañe a su verdadera naturaleza, Hay
que discernir entre lo principal
y lo ·secundario, lo sustancial y
lo accesorio de aqudlos acontecimientos.
Hay que descubrir su
intención
más profunda: aqudla que nunca falta en los grandes
hechos históricos, aunque no necesariamente coincida con las in­
tenciones. particulares de muchos de sus protagonistas.
Se trata
de
desbrooar esa maraña compleja y, bajo muchos aspecos, caótica
de acontecimientos, para saber cuál va a ser el tronco del árbol
que empieza a manifestarse.
Una respuesta certera a cualquier otra interrogante relativa
a la Revolución, supone haber aclarado
aqudlo. Una investiga­
ción sobre sus causas, por ejemplo, sólo tiene sentido si
se parte
de una identificación de los efectos, es decir, de un reconocimien­
t<> de aquello en lo cual ha consistido, esencialmente, la Revolu­
ción. Una
vez claro cuál fue su finalidad principal -esa inten­
ción
más profunda a la que me he referido-, se pueden seguir,
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con bastante seguridad, l.as huellas que nos lleven a sus fuenteS
intelectuales -dando en este término su más amplio sentido-,
a aquello que, en la mente y en la voluntad de los hombres, la
preparo y la hizo posible.
A la Revoluci6n francesa se la simboliza con la toma de la
Bastilla. Esto no fue, sin embargo, un acto heroico, como lo
han
sido otros hechos hist6ricos que, por el valor singular en ellos
manifestado, se constituyeron en símbolos
paradigmáticos ¡,ara
los pueblos
en que se protagonizaron: así fue la defensa de las
Term6pilas para los griegos, o las hazañas del Cid Campeador en
España.
Un periodista contemporáneo de aquellos hechos, Antoine de
Rivarol, los comentaba de la siguiente manera
en el Journal Po­
litique-National
del 28 de julio de 1789: «Aunque el ministerio
era culpable
de no haber adoptado ninguna medida interior con'
tra la agitaci6n, a pesar de haber sido ya tan enérgicamente ad­
vertido, el marqués de Launay no dejaba por eso de merecer
reproches por arriesgarse con un populacho furioso. Si se hubiese
encerrado en la Bastilla, era inexpugnable. De cualquier manera,
el malhadado gobernador recibi6
muy pronto el castigo de su
imprudencia: el pueblo lo arrastr6 hasta la
Place de Greve y le
cort6 la
cabeza, después de colmarlo de golpes y de ultrajes. Su
cabeza, ¡,aseada por las calles en la punta de una lanza, fue lle­
vada al Palais-Royal. A esto se redujo la toma de la Bastilla, tan
celebrada
por el populacho de París. Poco riesgo y muchas atro­
cidades de una ¡,arte, y una grosera falta de previsi6n de parte
del
marqués de

Launay: eso fue todo; no hubo,
en una palabra,
más que una toma de posesi6n» (1 ).
Los conquistadores de la fortaleza de la Bastilla encontraron
allí siete presos: «cuatro estafadores,
un joven libertino, encerra­
do por petici6n de
su familia, y dos locos. Los estafadores se
largaron sin
pedir explicaci6n. El discípulo del marqués de Sade
fue recibido con gran pompa por las sociedades, donde pronun-
(1) Journal Politique-National, primera serie, VII; edición castellana
de Gustavo A. Piemonte: ANTOINE DE RIVAROL, Escritos políticos, Ed. Dic­
tio, Buenos Aires, 1980, pág. 61.
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ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA REVOLU,CION FRANCES.(
Clo enternecedores discursos contra la tiranía y el despotismo.
Los dos locos, al comienzo adamados con el mismo· entusiasmo,
fueron llevados al día siguiente
al manicomio» (2). En su camino
hacia el municipio, después del asalto a
la Bastilla, la muchedum·
bre encontró al señor de Flesselles, presidente de los comercian­
tes
(prévot des marchtJnds): ahí mismo fue descuartizado.
«Un pueblo enfurecido sólo sabe asesinar», escribía
RivaroL
La toma de la Bastilla, decía un distinguido profesor en una con­
ferencia reciente, «simboliza que por primera vez el pueblo, en
cuanto soberano, recurre a la fuerza en representación de la na'
ción francesa entera, y no como súbdito» (3 ). El contraste entre
la realidad
y el símbolo no existe para las mentes de la Revolu­
ción.
La poblada de París, enfurecida -como siempre ocurre en
estos
caso":-por motivos simples y elementales, azuzada y ma.
nejada por agitadores hábiles, como Camile Desmoulins, no sabe
hacer otra cosa que destruir. «Si acaso es verdad que las conju­
raciones son tramadas a
veces por gentes de talento -- mismo Rivarol-, son siempre ejecutadas por bestias feroces».
«El pueblo, cuando gusta la libertad, como una bebida fuerte,
sólo se embriaga y enfurece.
¡Ay. de aquellos que remueven las
heces de una nación! No hay ningún siglo de las luces para el
populacho; éste no es francés, ni inglés, ni español. El popula·
cho es siempre y en cualquier país el mismo, siempre caníbal,
siempre antropófago, y cuando se venga de sus magistrados,
castiga crímenes no siempre comprobados con crímenes induda­
bles» ( 4).
Una característica común a toda la simbología revolucionaria,
desde 1789 hasta nuestros días, es
su abstracción. La idea de la
soberania popular es autosuficiente: no necesita de comprobacio­
nes concretas para que
sea verificada. Es una idea que, como es·
tablecia el mismo Rousseau, no puede ser asumida si no es como
(2) PIERRE GAXOTTE, La Révolution franfaise3 A. Fayard1 París, 1966,
pág. 134.
(3) Prof. RICARDO Klu!BS, según El Mercurio de Valparafso, 5 de julio
de 1989.
(4) Ed.
cit., páp. 62 y 71.
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un dogma que compromete por entero la fe del ciudadano, la
«fe civil», gracias a fa cual éste se klentifu:a con.los designios.de
la voluntad general. Por esto, esta
idea. no requiere de una en­
carnación real, verdadera, para que all! pueda ser reconocida y
reverenciada por el pueblo. Esa misma realidad con la cual
se la
simboliza
~la toma de la Bastilla en este caso--pierde su pre>'
pía consistencia, para ser transfigurada· por obra y gracia· de esa
misma idea que debe representar. No es que lo abstracto adquiera
singular existencia en las acciones de los hombres; ocurre al
re­
vés: son estas acciones las que; ·perdiendo su consistencia o.tigi­
nal, se convierten en la forma abstracta de la idea. Esta opera­
ci6n transfiguradora de la realidad, gracias a la cual la verdad
histórica ya no radica en los hechos, sino en la idea, ha alcanzado
cimas inigualables de perfección en las revoluciones posteriores,
y particularmente en la bolchevique de 1917.
La Revolución tiene sus símbolos y sus mitos, que constitu­
yen su sustancia. Sin embargo,
la Revolución no es una utopía,
sino algo
real. Aquellos símbolos y mitos deben alimentarse for­
zosamente de algo existente. Ahora bien, como nada en el orden
de la naturaleza les puede
propol'cionar alimento positivo, sé
riutren de la destrucción de este orden. Así; la idea-eje del mar­
xismo,
la dictadura del proletariado, puede tener realidad única­
mente en la medida en que exista el enemigo de clase, aquél al
cual el proletariado debe aniquilar mediante su dictadura. La
Revolución, de esta manera, al instalarse en el poder, necesaria­
mente se hace permanente, pues vive, ella y sus ideas, gracias a
sus enemigos
..
La idea de la · soberanía del pueblo, en cuyo nombre se hizo
la Revolución francesa, posee las características· sefialadas. Desde
luego, esta 'Soberanía nunca se hB. manifestado directamente,. en
su propia sustancia. Siempre ha requerido de representantes: par­
tidos, ideólogos, conductores carismáticos. Cuando sé la ha que­
rido presentar sin mediaciones, no se ha encontrado para ella
sujeto
más adecuado que el populacho liberado de toda autoridad
y
ley. Aunque éste, para poder encarnar con mayor fideliclad
aquella idea, haya debido ser preparado
y guiado por los agita-
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ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA REVOLUCIQN FRANCESA.
dores, personajes inseparables de. toda Revolución. Louis Blanc
señala la. aparición de «viajeros desconocidos, que se veían ron,
dar podas ciudades en vísperas de la Revolución», y cuya «pre­
sencia, objetivo
y fortuna constituían otros. tantos enigmas» (5),
La soberanía del pueblo no es la .antítesis del despotismo o
de la tiranía, sino de la soberanía representada, durante ocho si,
g!Ós en Francia, por la institución monárquica. Esta soberanía,
con la cual se identificaron todas. las viejas dinastías europeas,
es
la que corresponde al principio enunciado por San Pablo: non
est potestas nisi a Deo (Rom. 13, 1). El monarca eta represen­
tante de la potestad divina. Podía ser fiel o infiel. respecto de
esta potestad que representaba, pero
el principio no se ponía en
duda. Es un principio propio del ordep natural de la sociedad
de los hombres, pues expresa la razón de ser de
la obediencia:
en efecto,
ningún hombre es, por ser quien es, superior a otro;,
ningún individuo tiene, en cuanto tal, poder moral para e1 que otro le obedezca. La obediencia sólo puede ser natural si
corresponde a
algo superior a los hombres: de este modo se cons­
tituye en virtud moral, y el mando
-su necesaria contrapart en
el ejercicio de una potestad de la cual quien la ejerce ha de
dar cuenta a su superior, que no puede ser otro que Dios.
La soberanía propia de la institución monárquica era, por esto,
inseparable de un sentido religioso del ejercicio de
la potestad y
de la obediencia. Este sentido impregnaba toda la vida de la so­
ciedad. Se manifestaba con claridad, . en las costumbres y en las
actitudes espontáneas de las
gentes que nacieron y crecieron bajo
ése antiguo régimen, que lo que se reverenciaba en el monarca
eta la soberanía de Dios.
La soberanía del pueblo se planteó, pues, como la antítesis
de la soberanía de Dios sobre
la sociedad. Este es el aspecto
esencial de la Revolución. Por ello,
Ia Iglesia, en cuanto institu­
ción divina,
se vislumbró muy pronto romo el otro enemigo que
había que
auiquilar,. además de la monarquía. La guerra de La
(5) Cit. por G. LENoTRE, Robespie"e, versión castellana de Federico
Revilla, Ed. Moretón, Bilbao, 1968, pág. 26.
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Vendée y el genocidio allí cometido por la Revolución son, de
este modo, las obras
más significativas y propias de ésta.
Luis XVI cedió a las exigencias de los revolucionarios todo
lo que podía cederles como persona. Pero,
obviamente; no era
sólo su persona lo que interesaba. No fue suficiente, por esto,
que reconociese

como Asamblea Nacional a la reunión
de los
Estados Generales, que jurase
la Constitución, que se prestase a
la
mascarada de su traslado «libre» a París, en una procesión
presidida por las cabezas
de los jefes de sus guardias de corps,
clavadas en sendas lanzas, que
se adornase con la escarapela tri­
color y
se cubriese con el gorro frigio, que refrendase con su
firma los decretos mediante los
cuale~ la Asamblea determinaba
la destrucción de la vieja Francia. La Asamblea tenía a su servi­
cio al rey, pero subsistía la institución monárquica en él repre­
sentada. Por esto, la Revolución tenía necesariamente que llegar
a ese sacrificio rirual que
se consumó el 21 de enero de 1793, el
asesinato del rey.
Hay quienes sostienen que
la Revolución francesa habría sido
distinta si
el poder hubiese permanecido en manos de los «mo­
derados». ¿Quiénes eran estos «moderados»? Eran los constitu­
cionalistas, después fueron los girondinos: todos sucumbieron
por efecto de una aplicación más radical de los mismos principios
que ellos sostenían. Como dice Bainville, la derecha de hoy era
la izquierda de la víspera (

6
). Cuando se alaba a los «moderados»
de las :revoluciones, se olvida que la medida de la moderación
está siempre definida por
los extremos. Los extremos en Francia
eran dos: uno activo, con poder e iniciativa, los jacobinos; el
otro pasivo, reducido casi a un mero punto de referencia, la mo­
narquía. Eran siempre aquéllos, los jacobinos, y las posiciones
que fueron asumiendo, los que definían qué era
el «centro» y
la «moderación». Es la dialéctica propia de toda situación revo­
lucionaria. El principio que desencadenó la Revolución, el de la
soberanía del pueblo, estaba ya presente en las mentes cuando
(6) }ACQUES BA1NVIiLE, Historia de Francia, versión castellana de
J. Farrán y Mayoral, Ed. Iberia, ~elona, 1950, pág. 255.
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.ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA REVOLUCION FRANCESA.
fue CQnvocada la reunión del Estados Generales: la obra del abate
Sieyes, Qu'est-ce que le Tiers-Etat?, escrita por encargo del du­
que de Orleans, donde con
ab,;oluta claridad se explica y se pro­
pone ese principio rousseauniano, había sido publicada en eneto
de 1789. Ese principio fue el'. que inspiró la exigencia de una
representación de un cincuenta por ciento para ese tiers-état en
la reunión de los Estados, y fue también el que movió al primer
acto formalmente revolucionario:
la transformación de los Esta­
dos Generales en Asamblea Nacional Constituyente
el 17 de junio.
Los «moderados» fueron las figuras principales de esta Asam­
blea, y de ellos es obra la primera etapa. de la Revolución, que
es_ la decisiva, pues durante .ella se hizo todo lo esencial. Se pue­
de decir que al te11I1inar el año 1789 estaba ya realizada la Re­
volución: lo que siguió después fueron sus consecuencias.
m
¿Cuándo comienza la Revolución francesa? La secuencia de
los hechos y de sus causas nos lleva a aquellos momentos ante­
riores
en que la calma apacible de la vida material esconde aún
un proceso que, no obstante, es ya como de aguas desbordadas.
Augustin Cochin sitúa este comienzo en 1750, con la etapa de
lo
_
que él llama «la socialización del pensamiento», cuya dura­
ción
es hasta 1789, en que empieza «la socialización de la per­
sona». Bernard Fay, en su Histoire de la grande Révolution añade
al título de la obra los años de principio y de término: 1715-
1815, desde la muerte de Luis XIV hasta la batalla de Waterloo;
la primera parte de este siglo
la ocupa la denominada «revolu·
ción filosófica». Paul Hazard, en su famosa obra
La crisis de la
conciencia europea, sitúa esta crisis entre los años 1685 y 1715.
Si continuamos mirando retrospectivamente, encontramos la Re­
volución inglesa de 1688, en la cual hay muchas raíces de aque­
llas plantas que mostrarán sus frutos en la Francia de 1789. Y
no
hay que olvidar que John Locke, el doctrinario de la gloriosa
Revolución de
los ingleses, va a ejer=, mediante sus escritos,
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1/{AN .ANTO!fl9. .ff'ID.OW
decisiva influencia .en Jean-Jacques Rousseau, eL ginebrino cuya
p¡iternidad de la idea .. de la soberanía del. pueblo es reconocida.
¿Y antes de 1688? :Qesde luego, la Revolución inglesa no fue
fruto de circunstancias. Es un proceso largo cuya cttlminación
~ el derrocamiento de Jacobo II y la instauración del «principio
ele la sucesión protestante»: los comienzos · de dicho proceso pue­
C011$;guiente confiscación de los bienes de. la Iglesia. Y todos
aquellos sucesos
dd siglo XVI tuvieron un catalizador decisivo:
la reforma de Lutero y
de Calvino. Es en esa primera mitad del
siglo XVI cuando cambia el tumbo de la historia de Europa y · de
Occidente: es
allí donde hay. que buscar la fuente de esa corrien­
te que,
ro1npienclo diques, ha de irrumpir violentamente en la
sosegada vida dd ancien régimen, de cuyas delicias dio nostálgico
testimonio T alleyrand.
Hubo un proceso largo --por el momento no hemos de preo­
cuparnos de precisar su extensión-de preparación de la Revo­
lución. Y es claro que las fuerzas que concurrieron a ese proceso
no eran ciegas: la Revolución no fue
el resultado de una fatali­
dad ajena a las voluntades y entendimiento de los hombres. En
otras palabras, es un hecho cierto que hubo una preparación in·
telectual
o, para ser liliÍ5 exactos, hubo una Revolución intelec­
tual, del espíritu, previa a la Revolución política y social.
Hay, desde luego, una preparación intelectual inmediata
de
la Revolución. En los años anteriores a 1789 bullen y se ponen
de moda ideas y un estilo de pensamiento que, habiéndose incu­
bado en las mentes de los diputados de la Asamblea Constitu·
yente, de la Legislativa
o. de la Convención, se van a traducir
en. las leyes, los decretos y actos gubernativos de aquel período
en que la Revolución es ya una realidad física. Hay hombres de
la Revolución, de aquellos que pulularon
en los clubes, en el
P,4ais~oyal
y en las asambleas, que fueron a la vez ideólogos de
ella. El principal entre estos es, sin duda,
Sieyes. A este sacerdo­
te, que
hasía 1789 habla siclo Vicario general del arzobispo de
Chartres, Robespierre lo llamaba «el topo de la Revolución», y
Rivarol
«el. primer apóstol de la democracia». Su actuación re-
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ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA RE.VOLU,CION. FRA·NCESA_
volJlci1mariafue al ll).Ísmo tiempo pública y secreta: primer im,
pulsor de la . ttansformac;ión de los · Estados generales en Asatxb
blea Nac;ional, por otra. parte, aparece . en informes de espías
dirigidos
al .conde .de An~es como uno de los principales
instigadores del terror. Es uno. de los
pocos .. protagonistas. de . la·
Revoluc;ión que está. en escena, desde mayo de 1789 hasta el Im­
perio.
Su obra. dec;isiva fue, no obstante, la. que realizó mediante
sus escritos: el tercer estado es .la. nación; .mientras el tercer es­
tado se encuenre subordinado .a .los otros, los privilegiados,. la
nación estará oprimida; la liberac;ión y la autonomía del · tercer
estado será la liberación de la. nac;ión, y únicamente .de ésta, una
vez· liberada, puede emanar una· Constiutción. «La nación existe
antes que todo, ella es el origen de todo. Su voluntad es siempre
legal, es
la ley. misma... El gobietno no ejerce im poder real,
sino en
la medida en que es constitucional: no es ,legal sino. en
la medida en que es fiel a las leyes que le son impuestas. La VO:
!untad nacional, por el contrario, no requiere más que de su
realidad para ser siempre legal,
es el origen de toda legalidad,,.
La naci6n ·no solamente no está sometida: a una· constitución, sino
que no puede estarlo, no debe estarlo, h cual equivale a decir
que no lo está.... De· cualquier manera que una nación quiera,
basta que quiera; todas las formas ·son buenas, y su voluntad es
siempre
la ley suprema» (7) ..
La doctrina de Sieyes' es una aplicación de la doctrina de
Rousseau a las circunstancias concretas en
que se gesta la Revo­
lución. Pero el ginebrino también está· dkectamente presente en
la gestión de los acontecimientos, inspirándola mediante sus es­
critos. Robespierre lo cita continuamente. Una frase que repite
con insistencia es: «La voluntad general
es siempre recta y tiende
siempre a
la utilidad pública». Su ·personal identificación con el
pueblo
la manifestaba a cada momento en sus discursos, y es im­
posible no ver en su figura un primer. 'intento de encamación
histórica del Legislador, de acuerdo a
su descripción en el Con-
(7) Qu',st-ce que la Tiers Etat?, en Jacques Godechot; La Pensée Re·
volutionaire
1780-1799, A. Colin, París, 1964, págs. 74-89.
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JUAN .A.NTONIO-W"RJOW
trato social: «es desde todo punto de vista un hombre extraor­
dinario en el Estado.
Si debe sedo por su genio, no lo es menos
por
su función. Esta función no es de magistratura ni de sobera­
nía. Esta función, que constituye
a la república, no entra en su
constitución; es una función particular y superior que no tiene
nada en común con el imperio
humano» ( 8 ).
Juan Jacobo Rousseau publica Du contrat ~ocia! el año 1762.
En esta obra aparecen combinados los tres tópicos principales de
la filosofía de ese siglo: el romanticismo del hombre naturalmen­
te bueno, expresado en el mito del salvaje como ser superior al
civilizado;
la condena de la sociedad, de la vieja sociedad, con su
entramado de obligaciones y servidumbres, como causa de la
corrupción y de la esclavización de los hombres, y el racionalismo
expresado en los proyectos
de construcción de una nueva socie­
dad a imagen y semajanza del sistema de la naturaleza, cuyas le­
yes universales y perfectas había descubierto y formulado Newton.
La de Rousseau
es una concepción en que se mezclan, sin
acabar de unirse, un optimismo radical, manifestado en sus jui­
cios sobre el mundo ideal que no existe -la bondad del hombre
primitivo,
la perfección de la sociedad que está por construir--,,
con su pesimismo también radical, el de sus valoraciones sobre
el mundo real. En todo esto hay, latente, una idea básica: la del
hombre como ser individual autónomo; cada persona tiene
su
propio bien en sí misma, no hay en ella participación, en común
con
las demás personas, de un bien más alto. Por esto, el prin­
cipio sobre
el cual funda su proposición. de redención para los
hombres, es que éstos no han de obedecer más que a sí mismos.
En esto consiste la libertad humana, y la acción destinada a con­
sumar tal autonomía es el proceso de liberación de la humanidad.
«Entre las revoluciones que actualmente sufre Francia
--es­
cribe Edmund Burke-hay que conceder un papel importante a
la revolución en sus ideas sobre la educación» (9). En efecto, el
(8) J. J. RoussEAU, Du Contrat Social, libro II, cap. 7.
(9) Reflexiones sobre la Revolución francesa, versión castellana de
Enrique Tierno Galván, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1954,
pág. 177.
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ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA REVOLUCION FRANCESA
Emile es el complemento necesario del Contrat social. Toda la
educación tiene como finalidad reducir
al hombre a un estado
de espontaneidad pura. Es la primera aplicación práctica, y
ple­
namente revolucionaria, del mito del buen salvaje. Todas las for­
mas de vida cultivadas en el proceso de la
civilización, todas las
virtudes que
se adquieren con la disciplina y la instrucción de
los mayores, no solamente son excluidas de los objetivos de
la
educación, sino combatidas como lo que se opone directamente
a lo que ésta debe lograr.
Es cierto que los filósofos que marcaban
el tono de la moda
intelectual en ese segunda mitad del siglo
xvm miraban con no
disimulado disgusto las tesis
de Rousseau. Pero las rechazaban
no por falsas, sino por carentes de esprit de finesse. Cuando Vol­
taire acusa recibo de su Discours sur l'origine et les fondements
de l'inegalité parmi les hommes, le dice que «no
se ha empleado
nunca tanto
espíritu para querer convertirnos en bestias, dan
ganas de ponerse a andar en cuatro patas cuando se lee vuestra
obra. Sin embargo, como hace
ya más de sesenta años que he
perdido el hábito de ello, temo, lamentablemente, que
me sea
imposible retomarlo, y dejo este andar natural para aquellos que
sean más dignos de él que vos y que yo» (10).
Con
más elegancia y mayor acopio de sutilezas, otros soste­
nían lo mismo que el ginebrino. El amor por sí mismo que posee
el
individuo autónomo es el principio de toda moralidad. Sin
embargo, a pesar de esta independencia completa del hombre
solo,
la naturaleza ha. determinado que, actuando todos los hom­
bres de acuerdo a ese principio, logren una armonía
entre ellos.
La sociedad, en otras palabras, no es más que la reproducción,
en la vida humana, del
sistema universal del mundo físico cuyo
orden, según
la teoría de Newton, es el resultado de la fuerza de
gravitación de cada uno de los cuerpos. «Si el universo
físico
-escribía Helvetius-está sometido a las leyes del movimiento,
(10) Carta de Voltaire a Rousseau, del 30 de agosto ·de 1755. En
G. Fraile, Historia tAe la Filosofía, III, Del Humanismo -a la Ilustración,
B.A.C., Madrid, 1966, pág. 932, nota 5.
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JUA·N" ANTONIO'. -WIDOW
el universo moral lo está a las del interés» ( 11 ). Las leyes que
han de regir la: nueva sociedad son, en consecuencia, el correlato
de las
le¡res de la naturaleza: el' libro que publicaba Morelly en
Amsterdam, en 1755,
llevaba precisamente por título Code de
la Nature, ou le véritable esprit.de ses lois, de tout temps negligé
ou mfronnu .. Esa obra fue durante bastante tiempo atribuida a Di­
derot, con cuyas ideas está en perfecta consonancia. ·Entre las cau­
sas· por las cuales la vieja sociedad ha corrompido esta armonía na­
tural, la decisiva es la propiedad: «Donde no exista la propiedad,
tampoco se encontrarán sus perniciosas consecuencias» (12). El
comunismo de Morelly ha
de influir especialmente en Babeuf y
en
el movimiento de los-Iguales, cuya conspiración de 1796 re­
presenta, a pesar de su hustación, el paso siguiente, después de
la
dictadura jacobina, en la aplicación fiel de los principios de
aquella
filosofía del XVIII.
_Los títulos de las obras más notables publicadas durante esa
segunda
·mitad del siglo, y cuyos temas son los de las conversa­
ciónes en los salones, son en · general expresivos ---- Morelly~ _de.· la perspectiva racionalista, clara y distinta, desde
la cual es vista la exacta proporción entre las leyes de la natu'
raleza física y las que deben regir la sociedad de los hombres.
Gabriel Bonnot de Mably, hermano mayor de otro de los inte­
lectuales . destacados de aquella época, Etienne Bonnot
de Con­
dillac, publica en 1768 sus Doutes proposés au philosophes éco­
nomistes sUr l'ordre naturel -et essentiel des sociétés. También
atribuye a la propiedad privada de los bienes materiales la causa
de la corrupción de los hombres, y propone su supresión como
medio necesario para que puedan volver a ser virtuosos. La vir­
tud tiene, ciertamente, su matriz en el amor de sí mismo, pero
éste debe encontrar el sistema que lo haga concordar perfecta­
mente con
la vicia en sociedad: «Todo el arte de esta sublime
arquitectura
-escribe---consiste en hacer leyes que sean lo bas­
tante sabias y hábiles para conducir
mí amor de mí mismo por
(11) De /'Esprit, II, 2,
(12) Code de la Nature, cit. por G. Fraile, op. cit., pág. 961.
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ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA R'EVOLÚCIÓN FRÁNCESA:
tal camino de manera: que yo mismo abandone, por así decir, mis
ventajas particulares y .con ello sentirme · liberalmente recompen:
sado por mi sacrificio» (13).
La obra con que el barón de Holbach se agrega a este con­
cierto de las Luces se llama Le systi!me de la ntJture ou des lois
du monde physique et
moral, publicada en 1770. Es el principal
apóstol
dQ! ateísmo propio del siglo xvm. Las nociones religio­
sas «son la verdadera fuente de todos los males que afligen la
tierra, de los errores que la ciegan, de
los vicios que la atormen­
tan, de los gobiernos que
la oprimen». La religión tradicional
debe ser reemplazada por
el culto a la naturaleza, fuente univer­
sal de todo, cuyas hijas son la virtud, la razón y la verdad. El
culto a la razón, establecido durante la Revolución por iniciativa
de los girondiuos, es una
clara consecuencia de las aclamaciones
de· Holbach: «¡Oh naturaleza, soberana de todos los seres, y
vosotras, virtud-razón-verdad, sed nuestra salvación y sugeridnos
el camino que debe recorrer el hombre para ser feliz!» (14).
Tal es
el espíritu de la enciclopedia:· la sabiduria total de la
humanidad al fin poseída
y organizada por unos hombres cuyas
luces debían señalar con absoluta claridad
el camino futuro.
Su lenguaje, mezcla de piedad laica y de cientifismo, va a tener
su eco en los discursos de las asambleas revolucionatias.
Las luces tienen, sin embargo, sus sombras. El entusiasmo
despertado por la bondad natural de hombre y por la posibilidad
de . construir la sociedad en que éste ha de encontrar su felicidad
definitiva, tiene su contraparte en
el odio, a veces expresado en
forma de
ironía vitriólica y

a veces, también, de manera desatada
y sin el freno de los buenos modales, contra los fundamentos de
la antigua sociedad: la Iglesia y la institución monárquica. Uno
de los precursores en la manifestación de este odio, que
había
de constituirse en la principal fuerza impulsora de la Revolu­
ción,
es el sacerdote Jean Meslier. Durante su vida fue un cura
(13) Cit. por J. L. Talmon, Los Orlgenes de la democracia totalitaria,
versión castellana de Manuel Cardenal Iracheta, Aguilar, México, 1956,
pág. 36.
(14). Abrégé du Code de la Nature, cit. por G; Fraile, op. cit., pág. 912.
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JUAN ANTONIO WIDOW
párroco que desempeñó regular y rutinariamente sus deberes de
decir Misa y administrar los sacramentos: se suicida en 1733, y
entre sus papeles se encuentra su Testamento, dirigido a sus
feligreses. «Mis queridos amigos
-les escrib~: como no se
me habría permitido y habría sido demasiado peligroso para mi
deciros abiertamente, en vida, lo que pensaba de la conducta y
del
gobierno de los hombres, de sus religiones y de sus costum­
bres, he resuelto deciroslo
al menos después de mi muerte ...
Como yo no he sido nunca tan imbécil como para dar crédito a
las locuras de
la religión, no he sentido jamás necesidad de ha­
cer ejercicios (espirituales), ni de hablar de ellos favorablemente
y con honor... Odiaba profundamente todas las vanas funciones
de
mi ministerio y, especialmente, las idolátricas y supersticiosas
celebraciones de misas,
y esas inútiles y ridículas administracio­
nes de sacramentos que estaba obligado a haceros».
El llamado
a
la Revolución es explícito: «Todo lo que vuestros sacerdotes
y vuestros doctores os predican con tanta elocuencia sobre la
grande2a, la excelencia y la santidad de los misterios que os ha­
cen adorar 1 ••• no son en el fondo más que ilusiones, mentiras,
ficciones e imposturas inventadas primero con fines políticos,
continuadas luego
por seductores e impostores y recibidas y creí­
das ciegamente
por pueblos ignorantes y groseros, y, finalmente,
mantenidas
por la autoridad de los grandes y de los soberanos
de
la tierra, que favorecen los abusos, los errores, las supersticio­
nes y las imposturas, que autorizan con sus leyes, a fin de tener
las riendas del común de los hombres y hacer de ellos lo que
les place». Meslier, entre invectivas
y blasfemias, no ahorra co­
mentarios que anticipan, en bosquejo, las furias desatadas de la
plebe enardecida de la Revolución: «Me acuerdo, a este respecto,
de un deseo que tenía un hombre
... Quería que todos los gran­
des de la tierra y todos los nobles fuesen colgados y estrangula­
dos con las tripas de los curas. Esta expresión parecerá ruda,
grosera y chocante, pero hay que confesar que es franca y sin­
cera, corta y expresiva, puestó que expresa en pocas palabras todo
lo que esas gentes merecen» (15).
( 15) Cit. por lgor Chafarevith, El fenómeno socialista, versión caste-
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ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA REVOLUCION FRANCESA
De este Testamento de Mesliet fueron publicados, en la se­
gunda mitad del siglo xvrn, tres extractos. El primero por Vol­
taire, en 1762, quien recomendaba su lectura en estos términos:
«Tened, amigos míos, a buen recaudo
ese libro; puede ser útil
para la enseñanza de la juventud ... Jean Meslier ha de convet­
tir la tietra. ¿Por
qué6u evangelio está en tan pocas manos?» (16).
Un segundo resumen fue realizado después por Holbach y Nai­
geon, y publicado en 1772;
el terceto, redactado en forma de
catecismo por Sylvain Maréchal, salió a luz en el mismo año de
la Revolución, 1789. Son numerosos los ex-seminaristas,
sacerdo­
tes y obispos que participan de lleno en la preparación intelec­
tual de la Revolución
y, luego, en los mismos acontecimientos
de ésta. Son, de hecho, continuadores de
la obra de Meslier. En
1793, uno de esos personajes «extravagantes e inquietantes»
----,,1 decir de Bainville-que pululaban en los centros de poder,
Anacharsis Glootz, quien presidió durante un tiempo el club de
los jacobinos, propuso que en
el templo de la diosa Razón se
erigiera un monumento recordatorio de «el audaz, el magnánimo,
el gran J ean Meslier», primer sacerdote que había renegado de
las tinieblas de la religión.
IV
Entre los años 1750 y 1789, la actividad de las intelectuales
no
se reduce a exponet en libros sus ideas sobre la regeneración
de la humanidad y la nueva constitución de
la sociedad. Existía
un ambiente, dentro del cual se movían todos estos hombres de
letras, que ejercía petmanente presión sobre ellos, al mismo tiem­
po que era por ellos producido. Este ambiente detetminaba los
objetos, el rumbo
y el «tono» de los pensamientos; se daba en
los
,salones, en los clubes, en la logias, en lo que, en suma, ha
sido denominado por Augustin Cochin «sociedades de pensamien-
llana de Joaquín Esteban Perruca, Ed. Magisterio Español, Madrid, 197&,
págs. 120-125.
(16) Ibid.
1327
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JUAN ANTONIO WIDOW
to», sociétés de pensée. En estas sociedades se creaba la «opinión
pública», primero como opinión de sus miembros, y luego como
opinión de masas, mediante una abundante producción de pan­
fletos, libelos, periódicos y toda clase de impresos que, mediante
un lenguaje elemental y explotando ese recurso inagotable que
es la pasión, expandían aquello que se fabricaba en los pequeños
círculos.
D'Holbach y Helvetius fueron animadores permanentes de
estos círculos.
Las reuniones en ca5a del primero se realizaban
los jueves y los domingos. A ellas asistieron Diderot, D' Alembert,
Grimm, Marmontel, Raynal, Condorcet, Helvetius, Buffon, Mer­
cier, Condillac, Naigeon, Morellet, Rousseau, etc.:. la enciclopedia
prácticamente completa. Extranjeros como David Hume o
Ben­
jamín Franklin, cuando se hallaban en París, también asistían
regularmente. Todos estos personajes, y otros que
se agregaron
posteriormente
--como Voltaire, al regresar a París después de
una ausencia
de más de veinte años, en 1778-, constituyeron
la logia «de los intelectuales», dependiente del Gran Oriente de
Francia, la
cual fue llamada «de las Nueve Hermanas». A la obe­
diencia de esta logia también ingresaron nobles destacados,
artis­
tas, científicos, banqueros, y más tarde verá en sus «tenidas» a
Sieyes, Brissot, Pétion, Danton, Desmoulins, Rabaud de Saint­
Etienne: aquellos que intentarán dar a la materia prima
de la
sociedad francesa las nuevas formas concebidas por
el pensamien­
to libre.
«Los filósofos de
hoy -escribía Rivarol en 1789-compo­
nen en primer lugar, su república, como Platón, sobre una teoría
rigurosa; tienen un modelo ideal en mente que quieren siempre
poner en lugar del mundo existente; prueban que los sacerdotes
y los reyes son los máximos flagelos de la tierra, y cuando llegan
a dominar, hacen que los pueblos
se rebelen primero contra la
religión y a continuación contra
la autoridad. Es el camino que
han seguido en Francia
... Debemos observar, sin embargo, que
los libros de los filósofos no han hecho mal alguno por sí solos,
puesto que
el pueblo no los lee nunca y no ·los entendería; pero
no menos cierto es que han causado daño por todos los libros
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ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA REVOLUCION FRANCESA
que han hecho escribir, y que el pueblo ha comprendido muy
bien.
En otras épocas un libro que no pasaba de los cuartos de
la servidumbre no era muy peligroso; y hoy en dfu son justamen­
te los que no pasan
de allí los verdaderamente temibles. Al res­
pecto merecen loa los filósofos que escribían con altura para co­
rregir a los gobiernos, y no para derrocarlos, para ayudar a los
pueblos, y no para sublevarlos» (17). «Debemos
casi todo a la
libertad de prensa
--escribe el mismo Rivarol en otro lugar-.
Los filósofos enreñaron al pueblo a burlarse de los sacerdotes,
y los
sacerdotes no están ya en condiciones de hacer respetar a
los reyes: causa
palmaria de debilitamiento de los poderes. La
imprenta es la artillería del pensamiento. No es lícito hablar en
público, pero
es lícito escribir cualquier cosa; y si no se puede
tener un ejército de oyentes, es posible tener un ejército de
lec­
tores» ( 18).
¿Qué
es una «sociedad de pensamiento»? Una cosa es vivir
en sociedad -en una familia, en una corporación profesional, en
una
nación-, manteniendo vínculos reales con los demás, de­
terminados por ciertos fines y objetivos comunes: la subsistencia
material, el perfeccionamiento espiritual,
al producción de ciertos
bienes, etc. Otra cosa muy distinta
es pensar lo que debe ser una
sociedad, y sobre
la base de este pensamiento organizarla con­
cretamente. En ésta,
la organización, la unidad interna, la coinci­
dencia de opiniones, son en sí mismas una finalidad. En aquélla,
en cambio,
la unión se subordina a un fin distinto, que la justi­
fica y da la medida de su importancia.
La cohesión interna en una sociedad de pensamiento,
al no
estar determinada por
la convergencia de las partes hacia el fin
común que de algún modo las trasciende, sólo puede estar produ­
cida por
la comunidad de opinión o de pensamiento. Se piensa
para estar unidos,
y se está unidos para pensar. Augustin Cochin,
cuyo estudio sobre éste fenómeno sociológico es ya clásico, dice
que «es una sociedad formada fuera de toda preocupación por
(17) Ed. cit., págs. 84-85.
(18,) !bid., pág. 78.
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JUAN ANTONIO WIDOW
una obra -es para opinar, no para hacer-, cooperación de ideas,
'unión por la verdad'. Se la puede definir: una asociación fun­
dada sin otro objeto que desarrollar mediante discusiones, fijar
por votaciones, difundir
--en una palabra, expresar simplemen­
te--la opinión común de sus miembros. Es el órgauo de opinión
reducido a su función de órgano, y constituido independiente­
mente como tal» ( 19). «Para suscitar una opinión pública
-agre­
ga el mismo autor-, estas sociedades crean una república ideal
al margen y a imagen de la verdadera, poseyendo su constitución,
sus magistrados, su pueblo, sus honores y sus luchas. Se estudiau
alli los mismos problemas políticos, económicos, etc., se habla de
agricultura, de arte, de moral, de derecho. Se debaten los proble­
mas de actualidad, se juzga a los hombres. En suma, este peque­
ño Estado
es la imagen exacta del grande, con una sola diferen­
cia: no es grande, y no es real. Sus ciudadanos no tienen intetés
directo ni responsabilidad comprometida en los asuntos de
los
que hablan. Sus resoluciones no son más que votos, sus luchas
conversaciones,
sus trabajos juegos. En esta ciudad de las nubes,
se hace moral lejos de la acción, política lejos de los problemas
concretos; es la ciudad del
pensamiento» (20).
Si el objetivo esencial de estas sociedades es lograr una co­
munidad de pensamiento que se forme a partir de la misma ex­
presión y discusión de las opiniones de 'los miembros, rechaza,
por esta causa, cualquier verdad
impuesta. Su aceptación impli­
caría negar su misma razón de ser. Ahora bien, las verdades que
se imponen al conocimiento humauo son las de experiencia y las
de fe. La evidencia de lo real y el dogma son, por tanto, exclui­
dos por principio en coanto causas de unidad del pensamiento,
aunque se acepte que cada coa! tenga tales evidencias y dogmas
como opiniones personales. Esto
es '1a libertad del pensamiento.
Sin embargo, como observa Cochin, cuando ninguna verdad
es principio y se erige, en cambio, como principio la toleraucia
de coalquier opinión acerca de coál
sea la verdad, la misma to-
(19) La Afvolution et la Libre-pensée, Copemic, París, 1979, pág. 38.
(20) !bid., pág. 16.
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ANTECEDENTES INTELECTUALES DE· LA REVOLUCJON FRANCESA
lerancia se convierte en dogma, y el que la discute es condenado.
«Toda sociedad de pensamiento
-escribe Cochin-es opresión
intelectual por el mismo hecho
de que denuncia en principio todo
dogma como una opresión. Pues no puede, sin dejar de
existir,
renunciar a toda unidad de opinión. Ahora bien, una disciplina
intelectual sin objeto que le corresponda, sin idea, es
la definición
misma de
la opresión intelectual» (21).
La concepción acerca de la sociedad humana expuesta por
Rousseau consiste en una «sociedad de pensamiento» propuesta
como modelo para constituir, a imagen suya,
la sociedad real.
Los ciudadanos, por haber celebrado
el contrato social, se han
desligado de todo vínculo, obediencia, responsabilidad, oBligación
respecto de las sociedades reales a las cuales hablan pertenecido.
Se ha constituido, en virtud del pacto, la sociedad pura, la única
sociedad
libre. La renuncia a las voluntades particulares hace po­
sible a los ciudadanos identificarse absolutamente con la voluntad
general, aceptar incodicionalmente como verdadero todo lo que
ésta defina como tal, sin estar atenazados por las verdades que
su experencia o su fe les presentaban, en su vida anterior, como
necesarias. Es perfectamente claro, desde esta perspectiva fiel­
mente rousseauniana, por qué, ni para el ginebrino ni para sus
múltiples seguidores, nunca resultó chocante o dificil de aceptar
aquel famoso enunciado del
Contrato social: «aquel que rehúse
obedecer a la voluntad general, será obligado a ello por todo el
cuerpo; lo cual no significa otra cosa sino que se le forzará a ser
libre» ( 22).
La voluntad general, la voluntad de ese nuevo yo colectivo
que se ha constituido en virtud
del Contrato, es, desde que éste
tiene vigencia,
la voluntad personal, propia, de cada uno de los
ciudadanos. Estos han renunciado a
sus voluntades particulares,
por consiguiente han renunciado a su misma capacidad para res­
cindir
el Contrato: desde el momento en que son ciudadanos,
sólo hacen su voluntad si hacen lo que quiere la voluntad gene-
(21) Ibid., pág. 31.
(22) Du Contrat Social, I, 7.
1331
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JUAN ANTONIO WIDOW
ral. Las voluntades particulares se encontraban siempre limitadas
por
la exigencias de la sociedad real, por las obligaciones que a
todo hombre impone su vida concreta de relación con los otros.
Al renunciar a
sus voluntades particulares, los hombres no están
ya cohibidos por estas limitaciones: son plenamente libres, pues
la voluntad general
no está obligada a nada; todo lo que ella
quiera, por quererlo
es bueno. «El soberano, por ser lo que es,
es siempre lo que debe ser» (23 ). El ciudadano, por consiguiente,
sólo
es verdaderamente libre si lo es con la libertad propia de
la voluntad general: todo lo demás es servidumbre. Felipe Buona­
rotti, compañero de Babeuf en el movimiento de los Iguales y
sobreviviente de
la conspiración de 1796, dice que la libertad
«reside en
el poder del soberano, que es el cuerpo total del pue­
blo, para llevar a cabo una distribución imparcial de los bienes
y los placeres» (24).
La libertad de
cada hombre es solamente la libertad del todo.
En las «sociedades de pensamiento», el pensamiento libre es sólo
aquel que
se identifica con la opinión común. «De estas socie­
dades del siglo XVIII --escri_be Cochin--se va a desprender una
concepción nueva de las leyes, del poder y de los derechos,
Rousseau ha hecho la teoría
de este régimen, Las sociedades se­
cretas lo habían practicado siempre en su recinto cerrado. Los
jacobinos han ensayado su aplicación al gobierno de una nación.
Este régimen no
es otro que la democracia pura, gobierno perso­
nal y_ directo del pueblo por sí mismo. Es la opinión sumisa a
este régimen lo que
es llamado 'el pueblo' en 1793. Las socieda­
des de pensamiento son el medio artificial en que germinará la
nueva concepción moral y política. Estamos ante
la República de
Juan Jacobo ... El desarrollo social de
la idea de Rousseau coin­
cide, pues, con el desarrollo político de las sociedades de pensa­
miento... Rousseau establece, con los otros filósofos de su tiem­
po, a la sociedad de pensamiento como
la única forma regular
de las sociedades humanas» ( 25).
(23) Ibid.
(24) Cit. por J. L. Talmon, op. cit., pág. 199.
(25)
Op. cit., págs. 20-21.
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ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA REVOLUCION FRANCESA
¿ Quisieron los filósofos del XVIII lo que había luego de ocu­
rrir en Francia? A
la mayoría de ellos el ser supremo, o la diosa
razón, o el gran arquitecto, según los casos, le ahorraron ver los
acontecimientos revolucionarios, llevándola oportunamente a
sus
respectivos senos. Orros, como Condo:reet, tuvieron que pasar por
la guillotina. Los menos sobrevivieron. Uno de estos, Morellet,
establece que «los
fil6sofos no quisieron hacer ni todo lo que se
hizo, ni ejecutarlo por todos los medios que se emplearon, ni
consumarlo en ran poco tiempo como el que se usó». Faltaron,
en suma, las matizaciones;
la cual, por cierto, es muy desagrada­
ble para un intelectual.
Diderot, sin embargo, escribía en 1781 a la princesa Dashkoff
que, una
vez lanzado el ataque contra -la religión, «es imposihfo
ya detenerse y será necesario seguir adelante para dedicarse a la
conquista de la soberanía de la tierra». Esta conquista había de
emprenderse mediante la Revolución social, cuyo concreto obje­
tivo lo expresó bien Rabaud de Saint-Etienoe, de quien decía
Rivarol que «nada ha podido detener su ardor republicano, y
muestra aun tanto fuego como
si quedase algÚn propietario por
despojar» (26): «Para hacer
al pueblo dichoso --damaba Ra­
baud-, es preciso renovarlo, cambiar sus ideas, cambiar sus le­
yes, cambiar las costumbres, cambiar los hombres, cambiar las
cosas, cambiar las palabras: ¡destruirlo todo!
¡Sí! ¡Destruirlo
todo, porque todo ha de ser creado de nuevo!» (27).
V
Entre las sociedades de pensamiento que más poder tuvieron
en la Francia pre-revolucionaria, sin duda la franc-masonería ocu­
pa el primer lugar. El origen inglés de esta asociación, por otra
parte,
permite ver algunos .de los vínculos existentes entre la Re­
volución francesa y la inglesa que culmina en 1688.
(26) Pequeño Diccionario de los grandes hombres de la Revolución,
ed. cit., pág. 379.
(27) Cit. por Burke, op. cit., pág. 400, nota l.
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JUAN ANTONIO WIDOW
En 1789 había más de SetSClentas lowas dependientes del
Gran Oriente de Francia. Constituido éste en 1771,
y siendo su
primer Gran Maestre Felipe de Orleans
-duque de Chartres,
futuro Fe!ipe,Igualdad- dio unidad a la masonería francesa.
En
el momento de su fundación, había ciento cuatro logias que de­
pendían del Gran Oriente. El crecimiento extraordinario del nú­
mero de lo~s en sólo dieciocho años es un indicio de la dirección
en que soplaban los vientos del espíritu en esos tiempos de ple­
nitud de las Luces.
Los datos que aporta Bemard
Fay sobre la distribución y la
composición de las lowas son interesantes: de aquellas seiscientas,
sesenta
y cinco funcionaban en París, «cuatrocientas cuarenta y
dos en provincias, treinta y nueve en las colonias, sesenta y nueve
en los rewmientos, y diecisiete en el extranjero» (28). Veintisiete
lowas estaban
diriwdas e integradas por sacerdotes; cuarenta y
ocho miembros de la alta nobleza son miembros de la franc-ma­
sonería, cinco de ellos en París. «Junto al duque de Orleans
se
encuentran varios representantes de la familia de Rohan, el du­
que de La Rochefoucauld-Llancourt
y el duque de La Rochefou­
cauld-d'Einville, la mayor
parte de los Noailles y los miembros
más notables de la familia de Polignac, hombres y mujeres, los
Bouillon, los Ségur, casi todo el cuerpo diplomático acreditado
ante la Corte de Francia. Los miembros de la nobleza que esca­
pan a ,la influencia de la masonería son los menos brillantes y
activos» (29).
La masonería constituía una importante fuerza de opinión en
Inglaterra, aun antes de que se constituyera la Gran Lowa el año
1717. Descendientes de las antiguas corporaciones de construc­
tores, las logias masónicas inglesas conservaron, cuando
ya habían
dejado de construir,
la solidaridad intema de aquéllas y el celo
por
sus secretos profesionales. Eran especies de clubes cerrados,
que
se reunían periódicamente en determinadas tabernas. Los
(28) BERNARD FAY, La francmasonería y la revoluci6n intelectual del
siglo XVIII, versión castellana de José Luís Mulioz Azpir~ Ed. Huemul,
Buenos Aires, 1963, págs, 255-256.
(29) !bid., pág. 256.
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ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA REVOLUCIQN FRJNCESA
temas de conversación, al desaparecer la obra concreta, derivaron
nat:\Italmente hacia la política, la religión, la economía, la moral,
la filosofía. La ausencia de un objetivo concreto y común para
la asociación hizo que ésta tendiera a constituirse a
sí misma
como fin,
es decir, a convertirse en sociedad de pensamietzto, de
acuerdo a la definición que de
ésta da Coclún.
El gran auge y difusión que tuvieron durante el siglo xvn
las doctrinas y prácticas esotéricas, sobre todo en Alemania, hi­
cieron que también en las logias se despertara el interés por las
sabidurías ocultas
y por sus ritos. Por otra parte, la masonería
inglesa anterior a 1717, además de
. la fuerza social que siempre
tuvo, adquirió importante fuerza
p;,íítica, debido a que se refu­
giaron en
ella los perdedores de 1688, los jacobitas o estuardis­
tas, lo
cual fue posible a causa del gran número de logias exis­
tente en Escocia, cuna
de los Estuardo. Precisamente este hecho
fue el que movió
al gobierno inglés de la nueva dinastía a buscar
apoyo para sí en este importante centro de opinión,
y dio im­
pulso a la creación de la Gran Logia de Inglaterra. Esta fue el
resultado de la unión de cuatro logias de Londres, las cuales rom­
pieron con la vieja masonería «operática», ligada a los antiguos
gremios, y fundaron
la masonería «especulativa». En vez de una
profesión, aunque fuera sólo simbólica, lo que unía ahora a los
miembros de la nueva masonería era sólo
el pensamiento.
El pensamiento común de la franc-masonería fundada el día
de San Juan de 1717 era coincidente con la doctrina de la
Re­
volución inglesa de 1688. En lo religioso, promovía la tolerancia
como principio, de acuerdo a
lo que John Locke proponía como
el rasgo esencial y distintivo
de la verdadera Iglesia: el no tener
ningún dogma (30). De esta manera,
la masonería sostenía la
necesidad de establecer una religión común para todos los hom­
bres, que reuniese las cualidades de las religiones positivas pero
dejando a un lado lo que en ellas fuese dogmático
y excluyente.
De esta manera, este ideal masónico
tenía muchos puntos en
común con
el cristianismo reformado de Inglaterra, y de oposición
(30) Carta sobre la tolerancia, 1689.
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IUA.N:ANTONIO WIDOW
con la Iglesia católica. Sin embargo, dentto de ésta hubo impor­
tantes sectores del clero que adherían a este objetivo, una especie
de
ecumenismo que había de resultar de una eliminación de las
diferencias entre las diversas religiones: esta
es la razón por la
cual en Francia
la masonería, aunque opuesta a la Iglesia católica,
no fue durante el siglo
XVIII anticlerical. Este carácter sólo lo
adquirió en 1800, después de que el clero francés hubo padecido
la
dolorosa depuración operada por la Revolución, y después,
también, de que
la institución masónica se rehiciera tras la crisis
y la dispersión ocurridas durante el imperio de la Convención.
En materias sociales
y políticas, las doctrinas de la nueva
masonería inglesa eran las que habían triunfado con la Revolu­
ción de 1688,
y que el mismo John Locke expuso en su Ensayo
sobre el Gobierno
dvil: el interés privado de las individuos es
el bien más alto, y es a garantizar la consecución de ese interés
a lo cual está ordenada la existencia del poder político.
No exis­
te, por consiguiente, un bien común superior al cual deba subor­
dinarse la conducta, tanto del gobierno como de los gobernados;
tampoco, por lo mismo, existe un principio o norma comunes,
de índole moral, a los cuales deban conformarse dichas conduc­
tas.
La libertad del individuo, entendida como libertad respecto
de fines
y de normas, y no tanto como la ausencia de coacciones
por
los agentes externos, es el principio en que ha de fundarse
todo
el orden de la sociedad.
Aunque
la tesis del derecho divino de los reyes había sido
sostenida
y defendida en Inglaterra, por Jacobo I, como designa­
ción divina de una dinastía
y de un monarca, luego el término
sirvió para significar
el carácter común que originalmente habían
tenido todas las monarquías europeas: el reconocimiento de su
potestad como una delegación, según el orden natural de las
po­
testades y las obediencias, de Dios, de acuetdo al principio enun­
ciado por San Pablo en la epístola a
los romanos. De esta manera,
la doctrina política explicada por Locke se conttaporúa
al llama­
do «derecho divino» de los reyes, no
sólo en el primer sentido de
este
«detecho», el de Jacobo I, sino sobre todo en el segundo,
1336
Fundaci\363n Speiro

ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA ReVOLUCION FRANCESA
por reconocer a la potestad un origen distinto a la libre deter­
minaci6n de
los individuos. Al hacer suya esa doctrina --que es
la que posteriormente recibirá el nombre de liberalismo-, y al
expandirse por Europa, obviamente
la masonería dependiente de
la Gran Logia de Inglaterra habría de constituir
la fuerza más im­
portante de oposici6n ·contra las monarquías tradicionales del
continente,
al mismo tiempo que se identificaba con la nueva
monarquía inglesa
y con su política. Esto era así a pesar de que
en el curso del siglo
XVIII fueron iniciados en logias · mos6nicas
dé obediencia inglesa miembros destacados de las familias reinan­
tes: Francisco de Habsburgo, emperador de Austria, Federico
II
de Prusia, y en Francia el príncipe Luis de Borbón-Condé, conde
de Clermont, quien fue gran maestre desde 1743 hasta 1771,
cuando
se crea el Gran Oriente de Francia y le sucede en el cargo
el duque de ·Chartres.
La aristocracia y los intelectuales formaron, en Francia, los
cuadros directivos de
la franc-masonería. El clero y, sobre todo,
el estado llano -abogados, médicos, comerciantes, funcionarios,
etcétera-proporcionaron el público que llen6 las logias, en las
cuales
Ía fraternidad y la igualdad establecidas como principios
deshacían las diferencias de
clases y rangos sociales.
«Fue un mas6n de categoría
-escribe Fay-, el hermano
Montesquieu, quien por medio de su gran libro,
El espiritu de
las leyes, impuso en Europa, he hizo admitir por la Francia va­
nidosa y frívola, la superioridad moral de los principios ingleses
de gobierno. Sabemos cuán intenso fue el triunfo de su propagan­
da. Gracias al bar6n de Montesquieu, Inglaterra se transform6
en
la obsesi6n de todos los legisladores del siglo XVIII y la Sa­
lento que acuñara los sueños de la joven nobleza francesa. Des­
pués de haber asegurado la unidad política de Inglaterra, la ma­
sonería trabaj6 para difundir en el mundo la unidad de los prin­
cipios y las prácticas políticas, preparando por doquier el camino
del parlamentarismo. En
sus logias se enseñaba a nobles y bur­
gueses a discutir problemas
y ejercitarse en el hábito parlamen·
tario; el culto del parlamento inglés, el sueño de un parlamento
1337
Fundaci\363n Speiro

JUAN ANTONIO WIDOW
universal, comenzó, a partir de entonces, a anidar en los espíri­
tus» (31).
El papel desempeñado por la masonería en el ambiente in­
telectual, social
y político de Francia previo al estallido de la
Revolución, da mayor claridad
para el discernimiento de las res­
ponsabilidades que cupieron, en ésta, a los miembros de la alta
nobleza.
«Los historiadores --citamos nuevamente a Bemard
Fay-que ven en la Revolución el resultado fatal de los 'abusos'
del antiguo régimen se complacen en mostrar las razones que el
pueblo, los campesinos y los obreros podían tener para sublevarse
contra
el gobierno de Luis XVI; y para explicar tales fenómenos
encuentran motivos económicos, sociales
y políticos que los satis­
facen. Pero comúnmente pasan de largo sobre el
papel que cum­
pli6 la alta nobleza, sin el cual, sin embargo, la Revolución no
habríá podido jamás ponerse en movimiento. El impulso revolu­
cionario, los fondos revolucionarios y
los jefes revolucionarios,
en los dos primeros años
de la Revolución, provienen de las
clases privilegiadas.
Si el duque de Ovleans, Mirabeau, La Fa­
yette, la familia de Noailles, los La Rochefoucauld, Bouillon,
Lameth
y demás nobles liberales no hubiesen desertado de las
filas
de la aristocracia para servir la causa del estado llano y la
Revolución, habría faltado a los revolucionarios el apoyo que les
permitió triunfar
desd~ un principio. Ahora bien, todos los no­
bles que se sumaron de golpe a la causa de las ideas nuevas,
perdiendo
con el tiempo sus fortunas, situación, categoría social
y la propia vida, todos eran francmasones,
y no se podrá ver en
todo esto un juego del azar so pena
de negar la evidencia» (32).
VI
Edmund Burke, en sus Reflexiones sobre la Revolución fran­
cesa, defiende ardorosamente las diferencias esenciales que, según
él, separan a la gloriosa Revolución de 1688 de
la francesa de
(31) BERNARD FAY, !bid., págs. 178-179.
(32) Ibid., págs. 274-275.
1338
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ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA REVOLUCION FRANCESA
1789. Es claro que hay diferencias: la de Inglaterra no implicó
violencia social, ni confiscaciones, ni persecuciones; nf guillotina,
ni terror, ni distintos poderes que se fueran fagocitando sucesi­
vamente.
En este sentido, los parecidos entre revoluciones son
más visibles si se compara la francesa con la que, en Inglaterra,
culminó con la ejecución de Carlos I en 1649.
Lo que importa observar, sin embargo, no es tanto la seme­
janza o la diferencia que se pueda llamar· física entre las revolu,
ciones, sino la vinculación o parentesco entre las ideas en nom~
bre de las cuales fueron realizadas. Por otra parte, es un error
comparar lo que
ocurrió en Francia en el tiempo que va desde
mayo de 1789 hasta noviembre de 1799
-para fijar convenci1r
nalmente un tértnino al período revolucionario en el 18 de Bru­
mario--, con los sucesos de 1688 en Inglaterra. La Revolución
inglesa
culmina con la expulsión de J acobo II y la instauración
de
la «sucesión protestante», pero su proceso -el del cambio
del sentido de
la potestad política y social-había comenzado
mucho antes, con el cisma religioso causado por el divorcio de
Enrique VIII, la supresión de los monasterios y la confiscación de
los bienes eclesiásticos; con
la creación, consiguiente, de una nue­
va y rica clase terrateniente, la crtal consolidó su poder recién
adquirido mediante la introducción en Inglaterra de
la reforma
protestante. El último signo de
la potestad tradicional, contraria
al poder nuevo, era a finales del siglo
xvu la institución monár­
quica. Con su destrucción, y la creación de otra monarquía, que
había de ser símbolo visible y representante del nuevo poder,
el proceso llegó a su término. Consistió, en sus aspectos esencia­
les, en la subversión completa del antiguo orden fundado en el
principio religioso
-en la soberanía divina-, el cual fue reem­
plazado
por otro cuyo principio es el de la libertad de los pro­
pietarios de bienes materiales.
La Revolución inglesa, aunque en sus efectos supo de incer­
tidumbres e inseguridad en la primera mitad
del siglo XVIII, a
partir de 1750
se mostró al mundo como la raíz y causa de la
estabilidad del régimen inglés
y, sobre todo, de su poder, que
en
esos momentos estaba dando forma a un imperio. Es explica-
1339
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JUAN ANTONIO WIDOW
ble, por esto, que a los franceses -y a los europeos en geneta1-­
sedujese, como ejemplo, para su reino la monarquía constitucional
inglesa. Y es explicable, también,
qm: esta seducción fuese acom­
pañada de una predispuesta actitud de simpatía hacia las ideas
y docttinas mediante las que
se daba justificación a la Revolución
inglesa.
J. L. Talmon, en su obra ya dásica Las origenes de la demo­
cracia totalitaria, defiende, como Burke, la difetencia entre los
sistemas a que dieron lugar las dos Revoluciones.
La introduc­
ción a esta obra comienza con estas palabras: «Este libro es un
intento para demostrar que, concurrentemente con
el tipo de de­
mocracia liberal, emerge en el siglo xvm, de las mismas premi­
sas, una tendencia hacia lo que proponemos
llamar tipo de de­
mocracia totalitaria. Estas corrientes han existido una al. lado de
la otra desde
el siglo XVIII. La tensión entre ellas ha constituido
un importante capítulo en
la historia moderna, y ahora ha llegado
a ser la cuestión de
más vital importancia de nuestro tiempo».
Y poco
más adelante agrega: «Las dos escuelas afirman el supre­
mo valor de la libertad.
Peto mientras que la una encuentra la
esencia de la libertad en la espontaneidad y en la ausencia de
coerción, la otra cree que solamente se alcanzará en la prosecrr­
ción y en el logro de un propósito absolutamente colectivo» (33).
Ambas corrientes emergen «de las mismas premisas». De estas,
la mayor es «el supremo valor de la libertad». La diferencia
básica entre las dos Revoluciones está en que la inglesa no
se
realizó a partir de una doctrina o de unos principios -- misas lógicamente asumidas-, sino como una lucha de poderes,
representados por el Parlamento y por la Corona, los cuales, entre
1535 y 1688,
se opusieton en forma latente o abierta hasta ter­
minar, en este último año, con el triunfo completo de uno de
ellos,
el Parlamento. La justificación doctrinaria de la Revolución
inglesa fue
realizada a posteriori, como para setenar las concien­
cias,
y nunca fueron esas ideas las que inspiraran a los revolu­
cionarios: éstos tenían inspiraciones más concretas. De este modo,
(33) Op. cit., págs. 1-2.
1340
Fundaci\363n Speiro

ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA RE.VOLUCJON FRANCESA
paralelamente al proceso revolucionario, que supuso al final una
mayor estabilidad fundada en
el poder triunfante, se fue desarro­
llando en Inglaterra una tendencia intelectual que, si fuéramos
marxistas, la podríamos caracte1izar como la «superestructura»
generada por los cambios de poder económico y social, y que,
como no somos marxistas, preferimos explicarla como una veri­
ficación de la máxima: «si no vives como piensas, terminarás
pensando como vives».
Los franceses sí adoptaron como premisa «el valor supremo
de la libertad». Y siguieron las consecuencias, hasta llegar a la
conclusión final. Rousseau,
al hacer suyo el principio de la liber­
tad del individuo, que había leído
en Locke, lo tomó seriamente
como principio, es decir, que a partir de él -múf'e geometrico,
como había enseñado Descartes-, construyó un sistema en el
cual, para gozar de la libertad absoluta que le brinda su identi­
ficación con
la voluntad general, el individuo debe renunciar a la
limitada libertad permitida por los alcances de su voluntad par­
ticular.
De este modo, snele ocurrir que cuando sostenedores de am­
bas corrientes -la del liberalismo y la de la democracia totalita­
ria--se encuentran y se desenvuelven Úfiicamente en el plano de
las ideas y de su interna lógica, no hay entre ellos oposición. In­
cluso hay acuerdos y coincidencias, y cuando
el liberal se entusias­
ma con la lógica de las inferencias, se encuentra, quizás sin darse
cuenta, en las mismas conclusiones totalitarias del seguidor de
Rousseau.
Esta es, pues, la influencia ejercida por la Revolución inglesa
sobre
los que hicieron la francesa. La Revolución misma, en sus
hechos y
en sus efectos inmediatos, no fue para los franceses la
causa ejemplar de su propia acción, sino las ideas con que se la
justificó.
En éstas se hallaba implicada una inversión completa
del antiguo orden de la potestad: ya no
es priocipio de ella Dios,
como creador de la naturaleza humana, sino la voluntad libre de
los hombres, Consistiendo esta libertad, además, en
la ausencia
de fines comunes que obliguen a los hombres a actuar
--en re­
ligión, en política, en economfa, etc.-de una manera determi-
1341
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JUAN ANTONIO WIDOW
nada para alcanzarlos. Los fines de la conducta sólo pueden tenet
validez en
el interior de la subjetividad de cada individuo, en el
ámbito de su particular opinión.
Al romper el primer eslabón de un orden, no se puede exigir
que, en conciencia, se respeten los demás eslabones.
En Ingla­
terra no hubo una plebe que, azuzada por agitadores, hiciera suyos,
pata rebelarse, los mismos principios en razón de
.]os cuales los
beati possidentes se habían rebelado contra su rey. En Francia sí
la hubo, y los nobles y burgueses creyeron, ingenuamente, que
su propia rebelión podía
realizarse simultáneamente con la de la
plebe. Las conclusiones
de aquellas mismas premisas estaban ya
demasiado difundidas, lo mismo que el entusiasmo que habían
despertado, como para que fuera posible, dentro del curso de la
Revolución, reprimir a esa plebe y reducirla
al silencio, como ha­
bían logrado hacer los príncipes alemanes, en 1525, después que
Lutero les predicara la rebelión contra la autoridad del Pontífice
romano y que
los compesinos, escuchando los ecos de fa misma
prédica,
se rebelaran contra la autoridad de los príncipes.
T almon dice que la tensión entre las dos corrientes interpre­
tativas
de aquellas mismas premisas, fa liberal y la demócrata
totalitaria, «ha constituido un importante capítulo en la historia
moderna,
y ahora ha llegado a ser fa cuestión de más vital im­
portancia de nuestro tiempo». En efecto, la historia posterior a
la Revolución francesa
ha sido, en buena parte, la de la oposi­
ción entre ambas corrientes. Sin embargo, para tener una visión
en profundidad de
lo que ha acontecido en estos dos siglos, y
no ver sólo un cuadro en dos dimensiones,
es preciso observar
cómo entre ambas
se ha desarrollado una relación dialéctica -'-ell
el sentido hegeliano y marxista del término-y no una real lucha
a muerte.
Se han opuesto siempre en el muy delimitado plano
de
fas consecuencias de los mismos .principios, nunca en el plano
de los principios mismos.
Por esto, cuando se ha tratado de aplas­
tar a quienes han desconocido dichos principios, o han represen­
tado principios opuestos, han actuado juntas, fundidas en un solo
frente, como ocurrió en las dos grandes guetras --civiles,
más
1342
Fundaci\363n Speiro

ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA REVOLUCION FRANCESA
que entre naciones-que han asolado al mundo, y particular­
mente a Europa, durante este
siglo.
Si el principio es el «supremo valor de la libertad», su aplica­
ci6n real únicamente en los individuos,
como espontaneidad y
ausencia de coetci6n en su actuar, resulta mezquina. En
eft)Cto,
la vida propia de la sociedad revela que son pocos los que pueden
disfrutar de
sus consecuencias; además, si es un principio, y no
una cualidad que deba ser desarrollada o un bien del cual se pue­
da gozar s6lo si se cumplen ciertas condiciones, no resulta claro
por qué no haya de extenderse universalmente su aplicaci6n, de
manera que la colectividad
completa lo vea consumado en sí mis­
ma, y no sólo algunos individuos. Este es el tipo de argumenta­
ci6n que han desplegado quienes, reconociendo, como los te6ricos
del liberalismo, que la libertad
es el valor supremo para los hom­
bres, exigen, por lo mismo, igualdad en la participaci6n de ese
valor. De esta manera, «la
libertad no es un hecho preexistente
que hay que proteger
---escribe Georges Burdeau-: es una fa­
cultad que hay que conquistar. A la noci6n de libertad se susti­
tuye la espera de una liberación». Y
el mismo autor agrega a
continuaci6n: «En esta nueva perspectiva, todo
el orden social se
pone
en discusi6n, y con él el sentido de la democracia. De ré­
gimen político destinado a garantizar a los individuos el goce de
libertades que poseen, se convierte en una organizaci6n del poder
gubernamental dirigido a asegurarles
el ejercicio de las libertades
que aún no poseen.
La democracia era la forma de gesti6n de un
universo libre.
Se convierte en el instrumento de creaci6n de un
mundo que verá la liberaci6n del hombre» (34).
Es así, pues, como la idea
de Locke pasa a Rousseau. Para el
inglés, el estado natural de los hombres es «un estado de com­
pleta libertad para ordenar sus actos y para disponer de sus pro­
piedades y de sus personas como mejor les parezca». De este
modo, «la finalidad máxima y ptincipal que buscan
los hombres
al reunirse en estados o comunidades, sometiéndose a un gobier-
(34) GEORGES BURDEAU, Le áemocracia, versión castellana de Angel
Latorre, Ed. Ariel, Barcelona, 1959, pág. 28.
1343
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JlJAN ANTONIO WIDOW
no, es la de salvaguardar sus bienes». El estado o comunidad se
constituye, por consiguiente, mediante un pacto o convenio: aquel
que celebran los propietarios entre
sí en razón del interés que
cada cual tiene
en sus posesiones; dicha comunidad está «desti­
nada a permitirles una vida c6moda, segura y pacífica de unos
con otros,
en el disfrute tranquilo de sus bienes propios, y una
salvaguardia mayor contra
el que no pertenezca a esa comunidad».
«Entiendo, pues, por poder político
---escribe Locke--el dere­
cho a hacer leyes que estén sancionadas con la pena capital
y, en
consecuencia, de las que están sacionadas con penas menos gra­
ves, para la reglamentaci6n y protecci6n de la propiedad» (35).
También, para Rousseau, son las personas y sus posesiones lo
que debe salvaguardar la sociedad. Pero de
todas las personas y
sus posesiones, de manera que unas
no generen la servidumbre
de otras: lo cual,
si el mayor bien de los hombres es su autono­
mía o libertad en
el disfrute· de lo propio, está bien planteado.
Por esto el convenio o contrato de Rousseau -idea que también
toma de
Locke--tiene .como finalidad constituir «una forma de
asociaci6n que defienda y proteja con toda su fuerza común la
persona y los bienes de cada asociado, y
en virtud de la cual cada
uno, al unirse a tódos, no obedezca, sin embargo, más que a sf
mismo, y permanezca así tan libre como antes». En virtud del
Contrato social, «dándose cada uno a todos,
no se da a nadie;
y como no hay ningún asociado sobre
el cual no se adquiera el
mismo derecho que se le cede sobre uno mismo, se gana el equi­
valente de todo lo que
se pierde y más fuerza para conservar lo
que se tiene». Cada individuo renuncia a su voluntad particular
y cede, con ello, sus intereses privados a la comunidad: sin em·
bargo,
«lo que hay de singular en esta enajenaci6n es que, lejos
la comunidad de despojar a los particulares de sus
bienes al acep­
tarlos, no hace más que asegurarles su legítima posesión, caro-
(35) J OHN LocKB, An Essay concerning the true original extent ami
end of civil Government (o Second Treati.se of civil Governmmt)~ caps. I ..
8 y 9 (parágrafos 3, 95 y 124).
1344
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ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA REVOLUCION FRANCESA
biando la usurpación en verdadero derecho y el disfrute en pro­
piedad» (36).
La conclusión
es petfectamente lógica: si la libertad del in­
dividuo para disponer y gozar de sus bienes
es un principio, se­
gún el cual debe ordenarse la sociedad, se sigue de. él que el co­
munismo, mediante la abolición completa y radical de la propiedad
privada
-raíz de limitaciones y servidumbres-, el único es­
tado social en que todos pueden ser de esa manera libres. De la
libertad entendida como valor suptemo
-y que consiste en ausen­
cia de determinaciones extrínsecas u obligaciones que condicio­
nen la disposición y el goce
de lo propio--, se sigue como con­
secuencia necesaria la igualdad. Quienes lo vieron claro e inten­
taron llevarlo a la práctica fueron los primeros padres del comu­
nismo moderno, que brota precisamente de estas
rafees: « Ya es
tiempo -dice Babeuf-de que el pueblo ... defina la democracia
como él
la entiende, y tal como, según los principios puros, ella
debe existir. ¡Ya
es tiempo de que pruebe que la democracia es
la obligación de dar, por aquellos que tienen demasiado, todo lo
que falta a aquellos que no tienen suficiente!» (37).
VII
Esta libertad que anuncian los doctrinarios de la Revolución
inglesa, y que
los· filósofos franceses asumen como la premisa de
la cual derivan las conclusiones que, aplicadas en 1789 a la rea­
lidad de Francia, han de subvertir todo
el orden social y político,
no
es la misma libertad cuya noción había sido explicada por los
teólogos y filósofos de la Cristiandad, y cuyos orígenes se remon­
tan a Grecia y a Roma. Y no
sólo son concepciones diferentes de
lo que
es la libertad propia del hombre, sino contrarias.
Según la doctrina tradicional sobre este tema, el hombre no
(36) J. J. RoussEAu, Du Contrat Social, I, 6.
(37) GRAcus BABEUF, Manifeste des Plébéienes, en J. Godechot, op. cit.,
pág. 261.
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JUAN ANTONIO WIDOW
es libre para tener o no tener ciertos fines de su conducta, y para
que haya o no haya obligaciones y normas que, de manera
co­
mún por todos, deben ser cumplidas. Lo cual es así debido a que
la naturaleza de los hombres es realmente
la misma en todos, y
a que la finalidad o perfección
de esta naturaleza es, por lo mis­
mo, común. Por esto, los preceptos fundamentales de conducta
constituyen una ley natural, cuyo cumplimiento no es opcional
o materia de opinión personal, sino necesario.
De manera análo­
ga, en el orden sobrenatural, también la verdad revelada es la
misma para todos, y el fin, la bienaventuranza eterna, implica,
también para todos, las mismas exigencias. Esta necesidad, sin
embargo, no anula el
mérito o el demérito en la conducta de los
hombres, pues para que el
fin lo sea efectivamente respecto de
esa conducta, debe ser conocido y querido, es decir, supone el
acto voluntario.
Por consiguiente,
la necesidad del fin -y necesidad significa
que el fin lo es,
para todos los hombres, de suyo, y no por libre
determinación de
éstos-supone la libertad de arbitrio. Arbitrio
es el juicio por el cual
el sujeto determina su propia conducta.
Y que dicho arbitrio sea libre significa que su causa no
es nin­
gún factor externo al sujeto
-<:orno los estímulos sensibles en
el animal, por
ejemplo-, sino el mismo sujeto: es éste el que se
determina en sus actos, siendo éstos, por tanto, atribuibles a él
y no a causas externas.
En esto radica la responsabilidad que un
hombre riene de sus actos, y toda
la itnputabilidad moral y ju­
rídica
de los mismos a su agente. Si las causas de la conducta
humana fueran externas a la persona, sería tanta
la culpa de un
homicida,
por ejemplo, cuanta la del arma que usó para dar
muerte a otro.
En el siglo XIV, el franciscano inglés Guillermo de Ockham
negó que tuviera fundamento real la universalidad de los concep­
tos. Es decir, negó que hubiese itnplicada alguna unidad real en
lo significado por
los términos hombre o naturaleza humana: son
meras palabras, flatus vocis, cuya unidad
es sólo la de la voz
empleada en
la locución. «Ningún universal -escribe Ockham-,
a menos que lo sea por institución voluntaria, es algo que tenga
1346
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ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA REVOLUCION FRANCESA
de algún modo existencia fuera de alma» (38). No niega solamen­
te que los universales tengan subsistencia propia, según preten­
dían Platón y los platónicos, sino también que tengan existencia
en los individuos: por esto,
la afirmación de que los hombres
tienen una naturaleza común
es sólo un decir impuesto por la
convención del lenguaje.
La tesis de Ockham, conocida después
como la tesis nomi­
nalista, tiene varias conscuencias en
el orden práctico de la moral
y
el derecho: por una parte, al no existir una naturaleza común
en los hombres, no hay nada objetivo y real que obligue a actuar
con ellos en razón de lo que son;
es decir, que no hay diferencia
esencial entre la conducta que uno deba tener con un hombre y
la que uno pueda tener con
un perro, por ejemplo. Ambos, hom­
bre y perro, son individuos, y esto sí lo puedo aprehender; lo
que no puedo conocer
es que sean de naturaleza diversa. Desapa­
rece, en consecuencia, la ley natural como norma necesaria de
conducta ( de la cual
el Decálogo es de hecho una especie de co­
dificación garantizada por la Revelación divina), y desaparece toda
posibilidad de una fundamentación real y objetiva, y por lo tanto
universal, de
las normas y leyes humanas positivas. De este modo,
por
la otra parte, queda sujeta cnalquier determinación de un
orden social o político a
la voluntad pura, sin la razón; es decir,
al poder puro, sin la prudencia que debe discenir qué es lo justo.
En el siglo xvr, el agustino alemán Martín Lutero fue un fiel
disclpulo de Guillermo de Ockham, de quien dice que es prínceps
et ingeniosissimus scholasticorum --el principal y el más ingenio­
so de los escolásticos--, sosteniendo de sí mismo que «es de la
facción de Ockham»:
sum ocamicae factionis. Siguiendo con mayor
consecuencia que su maestro la tesis nominalista, Lutero niega
que exista en el hombre libertad de arbitrio respecto de lo que
le
es superior, es decir, respecto de su perfección tanto natural
como sobrenatural, y de cómo alcanzarla, y por lo mismo niega
también que los
actos de los hombres posean en este orden mé­
rito o demérito: «en lo que toca a Dios, o a las cosas que se re-
(38) G:urLLERMO DE ÜCKHAM, In I Sententiarum~ 2, 8,,
1347
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JUAN ANTONIO WIDOW
lacionan a la salvación o a la condenación (el hombre), no tiene
libre arbitrio, sino que está cautivo, sometido
y esclavizado, sea
a la voluntad de Dios, sea a la voluntad de Satanás» (.39). En
contraste con la negación de la libertad de. juicio en lo que atañe
a la determinación de la
propia. conducta, en cuanto ésta sea
buena o mala, Lutero sostiene la libertad del juicio del hombre
espiritual
-que tiene la fe...... para interpretar la Sagrada Escri­
tura. Es
el juicio independiente de cada cristiano, ateniéndose
únicamente a la claridad
de la Palabra divina, el que puede dis­
cernir el verdadero sentido de ésta, sin que deba someterse a
otra autoridad distinta a
la de esa misma Escritura: «Quienquiera
tenga
la fe es un hombre espiritual; desde luego, él juzga de todas
las cosas,
y no es juzgado por nadie. Sea la simple hija de un
molinero, o aun un niño
de nueve años, si tienen Ia fe y juzgan
de la doctrina según el Evangelio, el papa, si verdaderamente es
cristiano, debe escucharlos y echarse a sus pies» (40).
Con Lutero se da, por consiguiente, una inversión del orden:
el hombre es libre respecto de los fines o, lo que es lo mismo,
estos no imponen a los hombres una
necesidad común; la verdad
de la Revelación
es la que cada hombre, en virtud de la fe que
interiormente lo ilumina, puede descubrir, por
sí mismo, en fa
Escritura. Es sólo lo que hay en la subjetividad de cada individuo
lo que puede iluminar la verdad
y discernir el bien. Por otra
parte, este mismo hombre es esclavo, en estricto sentido -sea
de Dios o de Satanás-en lo que se refiere a la calidad, buena
o mala, de sus actos: por tanto, no
es responsable de ellos. Si
tiene fe, sus actos son necesariamente buenos; si no la tiene, son
necesariamente malos.
Lutero, al dar su respaldo a los príncipes alemanes en la re­
belión campesina de 1525, de hecho sostuvo el orden social sobre
el principio de la potestad
de dichos príncipes. Esta potestad
devenía de este modo absoluta, pues
se excluía la interpretación
(39) MARTÍN LUTERO, «De servo arbitrio», en Werke, Weimar, XVIII,
pág. 638.
(40) Werke, X, pág. 359.
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tradicional del non est potestas nisi a Deo: se afirmaba también
el origen divino de
la potestad, pero no en cuanto procediese de
la ley divina manifestada en
la ley natural, sino de la voluntad
divina pura, que no se
manifiesta en ley o norma, sino en poder.
Calvino, en cambio,
aplic6 con mayor consecuencia los principios
luteranos a su concepción de
la sociedad humana: si todo bien
procede
de Dios actuando en fa subjetividad del hombre por la
fe, no hay orden social legítimo si no procede de la libre volun­
tad
de los elegidos. Con Calvino se afirma ya, formalmente, el
principio de la voluntad del pueblo
-de los elegidos, del pueblo
de Dios-como única causa de la ley y del orden social: el go­
bernante ----0 el presidente de la asamblea-sólo puede actuar
si lo hace en representación
de ese pueblo.
Guido
de Ruggiero, en su Historia del liberalismo europeo,
destaca la influencia que tuvieron las ideas básicas que surgieron
con la Reforma protestante,
en el desarrollo posterior de la doc­
trina liberal y de la concepción democrática de Rousseau. «La
libertad -dice--es conciencia de sí mismo, del propio e infinito
valor espiritual.. . Hay en este núcleo subjetivo de la libertad
una fuerza de difusión y de organización, que atraviesa gradual­
mete a toda la vida social y política, para volver finalmente a su
centro, enriqueciendo
su libertad inicial con la liberación de todo
un mundo. Tal
es el verdadero desarrollo del liberalismo, espí­
ritu a sn
vez de todos los demás desarrollos». Y continúa luego:
«Veamos en qué consiste este espíritu en su proceso evolutivo.
•En la moderna civilización la primera vez que se manfiesta es
con la Reforma protestante. El alzamiento contra una tradición
religiosa milenaria, no surge entonces
de necesidades o de impul-.
sos separados en cierto modo de la personalidad humana, sino
de esta misma personalidad. No empuja a los reformados, en
su
lucha contra la Iglesia y contra su brazo secular, una esperanza
hacia beneficios externos, sino
el amor hacia aquello que es bue­
no por
sí mismo. Son otras las fuerzas espirituales que sostiene
y estituula: la
fe y el libre examen. La fe es confianza ilimitada
en Dios, pero
es al mismo tiempo confianza en sí mismos, como
ministros del Dios verdadero. El libre examen, significa libre
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interpretación de las Sagradas Escrituras, pero significa, a la vez,
libre interpretación de las propias facultades y apútudes. Con
una
y otro, los reformados se disponían a forjarse un mundo es·
piritual completamente propio, después de haber destruido el que
habían recibido
de los antepasados». Más adelante, De Ruggiero
destaca también la aportación especial
de Calvino a la formación
de esta nueva mentalidad: «El
discípulo de Calvino cree en la
predestinación
más fatalista, pero al probar su condición de ser
predestinado por
la gracia divina, actúa con energía y con pro·
pio dominio ... Niega toda la eficacia propiciatoria a las obras y
sólo confía en la fe, pero de la fe intensa surgen nuevas obras
que
se consideran no medio y vehículo, sino signos y testimonios
de la gracia
... Como ninguna investidura consagra desde lo alto
a los ministros del culto,
sino sólo la elección de los de abajo,
ábrese camino una nueva manera de considerar la autoridad
y el
gobierno
... Se trata de toda una mentalidad democrática en em­
brión: pensando en un místico Estado teocrático, créase de hecho
un Estado terreno, cimentado sólo con la fuerza cohesiva de los
individuos. Cada uno
de éstos confiere, en efecto, a la totalidad
una suma
de derechos propios e inalienables -los que su propia
conciencia
ha proclamado--y con la igualdad de su posición ju­
rídica frente a la de los demás, logra que el pacto de unión sea
perfectamente recíproco. En estos primeros covenants de la co­
munidad calvinista se halla en germen el Contrato social de Rous­
seau; pero también se encuentra otra cosa, a saber: un sentimiento
más vivo de los derechos de los individuos contratantes, que,
constituye un anticipo de las Declaraciones americana y france­
sa» (41).
Con estas consideraciones, hechas por un clarividente liberal
de
comienzos de nuestro siglo, se terminan de atar las relaciones
de causas
y efectos intelectuales que han de desembocar en el es·
tallido revolucionario de 1789. Era inevitable, pues, introducirse
en conceptos teológicos
y filosóficos para dar una explicación más
completa de lo que ocurrió en Francia a partir de ese 17 de junio
(41) Op, cit,, Introducción, págs, xvr-xxL
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en que los Estados Generales fueron transformados en Asamblea
· Nacional Constituyente. La guillotina que cortó la cabeza de
Luis
XVI no fue accionada sólo por el verdugo Charles-Henri
Sanson -celoso profesional de su arte--, sino también por Oclc­
ham, Lutero y Calvino. La historia siempre se ha hecho de esta
manera.
VIII
No se puede entender bien cuáles sean las consecuencias de
la Revolución francesa, si no se -tiene en cuenta que las causas
que la provocaron siguen actuando después, en estos dos siglos
que la
han seguido, y que actúan, además, con el mismo impulso
que la Revolución triunfante les ha dado. Las ideas que movie­
ron a los revolucionarios
-el liberalismo, el sistema democrático
totalitario, el comunismo-se extendieron por Europa y América
del Sur. En América del Norte
ya habían triunfado, como reli­
gión republicana y democrática -según la llamó Tocqueville-­
en 1776.
El tratado de Viena dio una cierta seguridad y estabilidad al
orden europeo, al reafirmar a las monarquías tradicionales. Sin
embargo, desde entonces la historia
de Europa empieza a desarro­
llarse en dos planos perfectamente diferenciados
y aparentemente
independientes: una
es la historia ordinaria del gobierno interior,
de la economía, de las relaciones internacionales, de los tratados
y las guerras. Otra
es la historia, al comienzo subterránea, pero
muy pronto aflorando y condicionando los rumbos de aquélla, de
la Revolución que
se ha hecho permanente.
Desde la Revolución francesa, todas las naciones de Occidente
han vivido internamente desgarradas por una guerra civil a veces
sorda
y oculta, otras veces declarada. Desde entonces, ha pene­
trado en la mente de muchos, por
la vía de la clase intelectual
-de la intelligentzia-, la convicción de que la sociedad es algo
que debe ser construido según ciertos modelos ideales, y que la
acción política y social debe estar toda ella ordenada a este
íin.
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Oponiéndose a esta mentalidad, y al poder que progresivamente
va adquiriendo, están los que se identifican con los valores
tra­
dicionales. Estos, sin embargo, por lo general a la defensiva, pier­
den gradualmente posiciones, e incluso, llegan a mimetizarse con
al mentalidad revolucionaria del «proyecto» o modelo social
· y
político. Son la izquierda
y la derecha, polos dialécticos sin los
cuales nadie concibe
la política en nuestros días, pero que en los
tiempos del
Anden Régime eran inimaginables.
Marx perfecciona el sistema rousseauniano, éonvirtiéndolo de
algo estático, atemporal e ideal, en un proceso en el cual el mis­
mo movimiento revolucionario es en sí mismo el fin que se in­
tenta. «El comuuismo --dice Marx, subrayando él los términos-,­
no es para nosotros un estado que deba ser creado, ni un ideal
sobre el cual la. realidad deba modelarse. Llamamos comuuismo
al movimiento
real por el cual es abolido el estado actual» (42).
El partido, constituido como una fuerza internacional, es el
de­
positario de la clave «científica» de la revolución socialista: cum­
ple, en el proceso de la revolución permanente, el papel que re­
servaba Rousseau para el legislador en la nueva sociedad; es el
intérprete siempre infalible de la voluntad del pueblo, del prole­
tariado, de los explotados. La acci6n revolucionaria es esencial­
mente destructora, pues s6lo de la lucha y de las contradicciones,
apuradas hasta el máximo, ha de surgir la síntesis,
la sociedad
sin clases, la del «hombre genérico» que ha perdido todas las
diferencias enajenantes. Y en .dicha acci6n se incorpora no s6lo
la fuerza material, sino fundamentalmente la espiritual; la misma
actividad intelectual, que deja de tener vigencia s6lo
en los mo­
mentos preparatorios de la Revolución para fundirse con la mis­
ma acción revolucionaria, deviene el campo principal en que ésta
se resuelve. «La crítica -escribe Marx en las Tesis sobre Feuer­
bach-no es una pasi6n de la cabeza, sino la cabeza de la pasi6n.
No
es un bisturí, es un arma. Su objeto es su enemigo, al cual
no quiere refutar, sino aniquilar» ( 43 ): es él nuevamente quien
subraya los términos.
(42) CARLOS MARX, La ideología alemana.
(43) Tesis sobre Feuerbach, XI.
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Y si Marx proveyó a la Revolución de la teoría que la hace
permanente y que incorpora a ella
la misma actividad interior
del
enten tica. Su «vanguardia del proletariado»
es el partido que, repre­
sentando en principio, y siempre de manera infalible, la voluntad
del pueblo oprimido es, además, y, sobre todo,
la organización
de revolucionarios profesionales que desarrolla y aplica todas las
técnicas para hacerse del poder sobre la sociedad y conservarlo.
De este modo, pues, Marx y Lenin dan cauce y eficiencia al
impulso revolucionario que, latente con anterioridad, rompe di­
ques en 1789. No han creado un impulso nuevo.
Su presencia
en
la historia contemporánea no habría pasado, probablemente,
de ser una anécdota, si no hubieran sabido reconocer y
dar nueva
fuerza a esa corriente impetuosa que
ya venía de más atrás.
La Revolución bolchevique de 1917 es, por consiguiente, una
derivación de
la Revolución francesa de 1789. Pero no única ni
principalmente porque los métodos del terror, los de Robespierre,
Saint-Just y Fouquier-Tinville, hayan inspirado
--como efectiva­
mente
inspiraron-a Lenin y a Dzerzhinskiy, sino porque aquélla
ha sido una aplicación de la misma idea revolucionaria de 1789,
perfeccionada
y puesta a punto por Marx, Engels, Hess, Sorel,
Lenin.
El hecho de que la Revolución, en cuanto proceso, se haya
extendido
al campo propio del espíritu, no implica, ciertamente,
que haya
"bandanado el de la vida social y política. El panora­
ma de nuestro mundo contemporáneo muestra por todas partes
lo que se ha llamado «la utopía en el poder»: la Revolución ins­
talada, y gozando de una aparente estabilidad, sobre la sociedad
real, sojuzgándola
y al mismo tiempo alimentándose de ella, apli­
cando, cuando es necesario, el sistema de sístole-diástole -suce­
sivos momentos de opresión y de respiro--, destinado a que la
sociedad siga viviendo
y, al mismo tiempo, nutriendo al poder
revolucionario. Este sistema viene aplicándose en la Unión
Sovié­
tica desde tiempos de Lenin, quien llamó a sus dos momentos
«comunismo de guerra» y «nueva política económica (NEP)»;
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JUAN ANTONIO WIDOW
el momento de la NEP es lo que actualmente recibe el nombre
de
«perestroika».
Pero la dimensión espiritual de la Revolución es el definitivo.
Es, desde luego -por afectar la inteligencia y la voluntad de los
hombres-, la que impide que se vea y se reconozca en toda su
extensión y profundidad la dimensión social y política de la mis­
ma. Al corromper el criterio moral de los hombres, hace que se
pierda del todo el sentido del bien y del mal. Además, introdu­
cida e instalada en el seno de la Iglesia, corrompe también
el
sentido de lo que, durante toda la historia de la Cristiandad, ha
sido la piedra angular de su edificio: la
fe teologal.
La Revolución combatió desde fuera a la Iglesia durante todo
el siglo xrx, obligándola a refugiarse en
sus reductos del clero y
las órdenes monásticas, y ]a vida religiosa más escondida de las
personas.
Los intentos de penetrar en esos reductos, como fue
el del liberalismo católico de Lamennais, fracasaron, gracias a la
actitud clara
y firme del Magisterio del Pontífice y de los obispos.
Tuvo
más éxito el modernismo, pero fue detenido y obligado a
mantenerse en la clandestinidad por la acción del Papa San Pío X,
que fue continuada, en este sentido, por
los tres Pontífices pos­
teriores. Luego, quitado lo que le retenía, abolido el juramento
anti-modernista que debía prestar todo sacerdote antes de ser
ordenado, ese mismo modernismo, ahora con otros nombres, sale
victoriosamente a la superficie
y lo invade todo, o casi todo.
Unido al movimiento
de la revolución social y política, ha engen­
drado doctrinas como
la teología de la liberación, o la teología
de
la revolución.
Las dos grandes guerras de este siglo han significado sendos
triunfos del proceso de la Revolución, tanto en el plano político
y
social, en el que se ha colocado a la democracia rousseauniana en
el nivel de dogma y de gracia salvadora para la humanidad en­
tera, como en el espiritual. La relativa pugoa entre el liberalismo
y la democracia totalitaria es, dentro de este contexto, un pro­
ceso dialéctico inserto dentro del
gran proceso revolucionario,
que no encierra, por lo mismo, ninguna esperanza de solución
definitiva.
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ANTECEDENTES INTELECTUALES DE LA REVOLUCJON FRANCESA
De Maistre decía que lo contrario a una Revoución no es una
Revoucilón contraria, sino una contra-revolución. En la confu­
sión actual de los espíritus, es
difícil aprehender qué es lo que
él quería decir con este término.
Se refiete, en realidad, a la fuer­
za y a la vitalidad de lo que es propio y normal en el hombre:
aquella que nace de las virtudes morales y de las virtudes
teolo­
gales. La vida cuya urdimbre interior está sustentada por estas
virtudes, es inexpugnable para
la Revolución. Es lo único de lo
que podemos ahora estar ciertos,
y cuya vigencia depende, en
medida decisiva, de nosotros.
Lo demás, lo que ocurra con nues­
tras naciones y pueblos en los tiempos que vienen, eso lo sabe
únicamente Dios.
Al mirar ahora hacia atrás, a lo que han sido estos doscien­
tos años que han pasado desde la Revolución francesa, es inevi­
table recordar la
exclamación de Edmund Burke, provocada por la
noticia
de los sucesos del 6 de octubre de 1789, en Versalles:
«La época
de la caballetosidad ha pasado. La de los sofistas, eco­
mistas y calculadores la ha seguido y la gloria de Europa se ha
extinguido para siempre» ( 44).
(44) Op. cit., pág. l~O.
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