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Número 393-394

Serie XL

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En el umbral del tercer milenio

EN EL UMBRAL DEL TERCER MILENIO
POR
JOSÉ ÜRLANDIS
SUMARIO: l. MUNDUS SF.NESCEN& 1. Un clima de frivolidad; 2. El eclipse del amor.­
II. HACIA UNA NUEVA SOCIEDAD CRISTIANA: l. Perspectivas de una cosmovisión
cristiana; 2. -La novedad cristiana en el mundo actual; 3. Los grandes de­
safíos.
En el umbral de este año 2001, publiqué un pequeño libro
titulado La vida cristiana en el siglo XXI (1). El ruego de un ilus­
tre
y querido amigo -que es para mí mandato gratísimo-me
ha movido a escribir estas letras en las que trataré de resumir; con
rigor y brevedad, las lineas maestras de Jo que intenté transmitir
en aquel libro.
Pero esas ideas, a las que no falta una cierta
intención de mensaje,
han de insertarse en el contexto de la cir­
cunstancia impar que estamos viviendo.
El método a seguir será
exponer en primer término los grandes rasgos que dibujan el
perfil del momento presente, para reflexionar
Juego sobre algu­
nos objetivos fundamentales de la gran tarea que el Papa Juan
Pablo II
ha calificado sin reservas como la urgente y necesaria
"nueva evangelización",
(1) Jost ORLANDIS: La vida cristiana en el siglo XXI, Rialp, Madrid, 2001.
Verba, núm. 393-394 (2001), 245-253. 245
Fundaci\363n Speiro

JOSÉ ORLANDIS
I
MUNDUS SENF.sCENS
l. Un clima de frivolidad
Un mundo envejecido -mundus senescens, según la clásica
expresión de
San Jerónimo---, una "sal que se torna insípida"
(Me. IX, 49), son imágenes que parecen apropiadas para reflejar
la hora presente del mundo, en ciertas tierras de antigua solera
cristiana.
Se ha hablado de la aparición de un "neopaganismo"
postcristiano, caracterizado
por el rechazo de la verdad y el retor­
no a los mitos, a las "fábulas" (cfr. 2 Tim. N, 4), y ha de recono­
cerse que esas expresiones
no son del todo inadecuadas. Cabe
hablar de una sociedad
que fue cristiana, aquejada de un mal que
el cardenal J. Ratzinger llamó "cansancio de la fe"; de la aparición
de
un tipo de hombre que "no percibe las cosas del Espíritu de
Dios, pues
son necedad para el y no puede conocerlas" (2 Cor.
II, 14).
Aunque tal vez no lo parezca a primera vista, cabe pensar
que un factor tremendamente empobrecedor de las sociedades
desarrolladas de
hoy sea la extensión de un sentido de frivoli­
dad que, cual si fuera una droga, adormece el espíritu del hom­
bre y le hace avanzar como un sonámbulo por el camino de la
vida.
El pecado y el mal siempre han estado presentes en la his­
toria del mundo,
aunque nunca se hayan aireado tanto como
ahora, en esa "crónica negra" que muchos medios de informa­
ción han convertido en contenido normal de su información
cotidiana.
Lo nuevo quizá sea el martilleo de impactos externos
a
que está sometida la persona, que vacían y desecan su interio­
ridad, hasta el extremo
de empobrecerla y hacerle imposible la
reflexión sobre lo esencial: sobre
el sentido de su vida en la tie­
rra, sobre
el ¿por qué? y el ¿para qué? de su propia existencia.
Nunca el hombre se había apasionado tanto como ahora
por
cuestiones, no males, sino indiferentes y banales. Es asombrosa
la capacidad de las muchedumbres para afrontar toda suerte de
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incomodidades por no perderse el recital del cantante de moda,
el concierto
de "música rock" o el trascendental partido de fut­
bol,
que se juega tres o cuatro veces por semana. ¿Y qué decir
de la entrega y hasta del heroísmo
que derrochan algunos en
defensa de causas e ideales de menor cuantía, a veces simples
bagatelas? Quizá parezca exagerado,
pero creo sinceramente
que la invasión de la frivolidad constituye
un factor de desinte­
gración espiritual, tanto del
hombre como de las modernas
sociedades.
2. El eclipse del amor
"Y al desbordarse la iniquidad se enfriará la caridad de
muchos" (Mt. XXIV, 12). La crisis del amor es otro de los fenó­
menos que caracterizan en las sociedades opulentas el momen­
to presente de la historia. El propio sentido de la palabra
"amor" se ha degradado e incluso envilecido. En el lenguaje de
muchos ha quedado reducido a satisfacción de instintos o de
pasiones carnales. Esa caricatura de amor tiene como fuerza
determinante el egoísmo avasallador. La primera consecuencia
de la crisis del auténtico amor
ha sido la extensión de un fenó­
meno que ha llegado a convertirse en auténtica epidemia: el
divorcio. La ruptura del matrimonio tiene graves consecuencias
sociales,
porque lleva consigo la disolución de la familia. La
proliferación del divorcio ha sido favorecida por un difuso
"acostumbramiento" que lleva a considerar como "normales"
las quiebras conyugales y las nuevas "situaciones" pseudo­
matrimoniales, cuando no las llamadas "parejas de hecho", efí­
meras e irresponsables.
Primeras víctimas
de las crisis matrimoniales -pese a las
medidas edulcorantes de iniciativa familiar o judicial--
son los
hijos: unos hijos forzados a vivir a la intemperie, sin
el techo pro­
tector de
un auténtico hogar. Pero la crisis del amor en las fami­
lias alcanza también, y muy duramente, a los mayores. La sole­
dad de los ancianos constituye
una forma cada vez más frecuen­
te de la "nueva pobreza", tan común
en las modernas sociedades
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ricas y secularizadas. Una pobreza sin duda más dolorosa que la
escasez de los recursos materiales, que tal vez
no falten como fal­
taron antes. Es la pobreza de los nuevos indigentes que han de
pasar la última época de su vida confinados en una buhardilla o
(concentrados
en residencias -que si falta el espíritu cristiano
pueden convertirse en reservas--de ancianos, que nunca espe­
ran visitas ni se sienten arropados
por la compañía o al menos el
recuerdo de sus familiares.
Pero tampoco falta la
pobreza material en muchos hogares,
sobre todo
en tantos lugares del mundo, donde millones de per­
sonas carecen de lo indispensable.
Las diferencias económicas
entre pueblos
son tal vez hoy más sangrantes que nunca, y ade­
más los medios
de comunicación hacen más "palpables" los
contrastes entre las carencias
de unos y la sobreabundancia de
otros. Esta opulencia es el resultado del incesante incremento
del nivel de vida
que ha venido dándose en los paises del pri­
mer mundo, durante la segunda mitad del siglo xx. Se trata
de
un fenómeno que, junto a muchas consecuencias beneficiosas,
ha traído consigo otras más desfavorables. El espíritu de rique­
za constituye el supremo valor, para muchos miembros de la
sociedad opulenta. El deseo de tener siempre más y más cosas,
el afán
por descubrir y crearse nuevas necesidades son incom­
patibles con el sentido
de la pobreza cristiana y provocan una
oleada de materialismo práctico, porque el corazón del hombre,
perdida su libertad,
queda sujeto a la setvidumbre de los bienes
temporales.
Y, como colofón de esta primera parte, que trata de sintetizar
algunos rasgos dominantes de las sociedades modernas, la pre­
gunta siempre inquietante de Cristo: "Pero, cuando vuelva el Hijo
del Hombre, ¿encontrará
fe sobre la tierra'" (Le. XVIII, 8). A los
cristianos toca dar la respuesta, y orientar el sentido de los futu­
ros capftulos de la historia humana.
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I
HACIA UNA NUEVA SOCIEDAD CRISTIANA
l. Perspectivas de una cosmovisión cristiana
Ser cristiano hoy no será sólo la herencia de una tradición
familiar,
ni la consecuencia de pertenecer a un pueblo o a una
sociedad cristiana. En una sociedad secularizada como la actual,
ser cristiano significa otra vez, como hace veinte siglos, ser discí­
pulo de Jesucristo, hombre
que responde personalmente a una
invitación del Señor a comprometer su vida, a marchar en su
seguimiento (cfr.
Mt. XVI, 24). "Católico no practicante" es hoy
una entelequia, y católico tan solo "practicante" puede ya resul­
tar insuficiente. Hoy el cristiano necesita ser un hombre de fe,
que cree -como Pedro-que Jesús es el Hijo de Dios vivo (cfr.
Mt. XVI, 16); y un hombre que se esfuerza, en consecuencia, por
ordenar la vida de un modo coherente con la fe que profesa. Este
cristiano podrá resistir los embates de
la secularización ambien­
tal y ser fermento para la "re-creación" de una nueva sociedad
cristiana. Intentemos diseñar algunos rasgos
de su cosmovisión
personal y de las líneas
de fuerza de su fe operativa.
Punto de partida de toda cosmovisión cristiana
es la acepta­
ción
por el hombre de su condición de criatura y del necesario
sentido de adoración a Dios: "escrito está: al Señor tu Dios ado­
rarás y solamente a
Él darás culto" (Mt. IV, 10). El cristiano no se
resigna a ser
-porque no lo es--una partícula perdida del cos­
mos, fruto del azar ciego o de la casualidad sin sentido. Se sabe
traído a la existencia por una Voluntad creadora e inserto desde
siempre y para siempre
en el orden de una Providencia inteli­
gente y paternal. Y cree
que a él y a cuantos recibieron al Hijo
de Dios hecho hombre les ha sido dada
"la potestad de ser hijos
de Dios"
(lo, !, 12). La fe en Jesucristo desvela ante el hombre el
sentido de la vida y de la muerte: el hombre creado participa por
la gracia en la vida divina; su destino no es la extinción, la nada,
como aceptan resignadamente los neopaganos. Por
eso -dice el
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Beato José Maria Escrivá en Camino, 738-: "A los otros la muer­
te les para y sobrecoge. A nosotros, la muerte
-la Vida-nos
anima y nos impulsa. Para ellos es el fin: para nosotros, el prin­
cipio". La muerte cristiana -la "muerte en el Señor" (Apoc. XIV,
13)--es bienaventurada, porque abre las puertas de la inmorta­
lidad.
El discípulo de Cristo, bien consciente de su propia identi­
dad, acepta el desafio de vivir como ciudadano
en la sociedad
contemporánea. Y
no teme constituir en ella una excepción, afir­
mando
-sin presunción, pero con fortaleza-el hecho diferen­
cial cristiano. Como
en los primeros siglos del Cristianismo, no
temerá disentir del conformismo dominante en la sociedad actual
ni se avergonzará de sorprenderla
con olvidadas novedades.
2. la sociedad cristiana en el mundo actual
Una primera novedad podrá ser la del valor ejemplar del
matrimonio cristiano: uno, indisoluble y ...
feliz, pese a los inevi­
tables avatares de la vida, porque está
a~en¡ado sobre un autén­
tico amor,
que perdura siempre y se áciecienta con el tiempo.
Consecuencia y
fruto del matrimonio cristiano es una familia a la
medida de los designios de Dios,
do~de los hijos , concebidos
puedan nacer sin riesgos, y los mayores vivir y envejecer en paz
y con compañía.
El espíritu de pobreza -necesario para el discípulo de
Jesús--, emancipa a los hijos de Dios de la servidumbre de las
cosas y contribuye a mantener el afecto y
la armonfa entre los
miembros de
una misma familia. El clima de sobriedad enseña a
los hijos a
vivir austeramente y abiertos a las necesidades ajenas.
Téngase
en cuenta que los jóvenes de hoy se muestran particu­
larmente sensibles a las demandas de la solidaridad: al sacrificio
y la entrega, que las impulsan a llenar de contenido y de ideales
nobles sus vidas.
La sociedad contemporánea ha de afrontar el reto que la
plantean no pocos problemas inéditos, para los cuales los cristia­
nos
deben ofrecer sus propias respuestas. Unas respuestas fun-
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dadas en la Santa Ley de Dios, el Magisterio de la Iglesia y la luz
del sentido común.
Asf ocurre en primer lugar en lo relativo a la
defensa
de la vida humana -desde el principio hasta su fin natu­
ral-, una causa que las mentes no deformadas han de recono­
cer como la
buena causa. El respeto a la dignidad de la persona
humana parece hoy
un lugar común, al menos en el plano de los
principios. Cualquier hombre
por el hecho de serlo -y para el
creyente,
por haber sido creado a imagen y semejanza de Dios y
redimido
por Crist<>-es absolutamente digno de respeto. Pero
conviene matizar
esa afirmación, observando que el hombre, con
su conducta, ha
de contribuir a hacerse acreedor de esa respeta­
bilidad; y actualmente se registran fenómenos como la exacerba­
ción de
la sexualidad o el desbordamiento de la sensualidad, que
no contribuyen a dignificar la persona sino a envilecerla.
No basta tampoco con declarar los derechos del hombre;
hace falta que el hombre
-la persona concreta-, cumpla con
sus deberes y respete los derechos de los demás. El cristiano ha
de ser ejemplo de virtudes humanas y sobrenaturales y reflejar en
su vida los rasgos de discípulo de Jesús. El respeto a la dignidad
humana ha de tenerse muy
en cuenta a la hora de enjuiciar la
moralidad de cuestiones muy delicadas, derivadas de los moder­
nos avances en torno a temas como la ingenierla genética o las
manipulaciones biológicas. Una mención especial merece el res­
peto a la dignidad de
la mujer, que incluye el acceso a todas las
profesiones adecuadas para ella,
en plan de igualdad con el
varón. Pero sin perder de vista la relación de complementariedad
entre hombre y mujer y el hecho de que ésta
no puede renun­
ciar a su feminidad, ni a
la función de esposa y madre que le
corresponde
en el seno de la familia, y en la cual es insustituible.
3. Los grandes desafíos
Dos grandes tareas de amplia proyección social demandan
todavía el esfuerzo de los cristianos: la reconstrucción de una reli­
giosidad popular y el empeño ecuménico.
La Iglesia no fue ins­
tituida por Cristo como una comunidad de "perfectos". Es el pue-
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blo de Dios, evoca incluso el recuerdo de aquella multitud
-"ovejas sin pastor"-, que suscitaba la compasión de Jesús: "me
da pena la muchedumbre" (Me. VIII, 2). Sin religiosidad popular
serla vano cualquier intento de rehacer una sociedad cristiana. La
mentalidad secularista podrla admitir una religión personal,
recluida
en el secreto de las conciencias o en el claroscuro de los
templos; mas nunca
una sociedad cristiana. Pero la voluntad sal­
vífica de Dios es universal, y el designio de Cristo puesto en lo
alto, es atraer a si todos los hombres y a todas las realidades
de
la tierra (cfr. lo, XII, 32). La levadura evangélica -no se olvide-­
es necesaria; pero no tiene por misión permanecer encerrada en
si misma, sino fermentar toda la masa (Mt. XIII, 33).
Mantener vivas tradiciones cristianas de honda raigambre, sin
permitir que se conviertan
en simples celebraciones folklóricas
vacias de contenido espiritual, es
un buen medio de contribuir a
la renovación de la religiosidad popular. La memoria del Naci­
miento, Muerte y Resurrección
de Jesucristo, la vivencia de tiem­
pos señalados del Ciclo litúrgico
-como la Cuaresma o el Triduo
Pascual-los ejercicios de piedad mariana, tanto personales
como a escala familiar, la devoción a santos especialmente vene­
rados
en determinados lugares son otros tantos campos abiertos
a la acción
de la Iglesia. No es ninguna idea original decir que la
celebración
de romerlas tradicionales y la pertenencia a cofra­
días constituyen
en ciertas regiones buenas oportunidades. Los
propios funerales pueden ser una excelente ocasión para recor­
dar a los presentes
-huyendo de la homilética estereotipada­
la doctrina católica acerca del sentido de la vida, de la muerte y
del
~ allá. Y queda todavía por señalar el principal de todos
los objetivos: la recuperación del "día del Señor", gravemente
dañado
por la difusión del fenómeno del "Week-end". "Cuando
el domingo pierde se sentido originario
-ha escrito el Papa Juan
Pablo
U-puede suceder que el hombre quede encerrado en un
horizonte tan restringido que no le permita ver el cielo" (Carta
Apostólica
Dies Domini, 4).
Una última gran tarea abierta a los cristianos de nuestro tiem­
po es el empeño ecuménico, incluído el diálogo interreligioso. La
unidad de los cristianos constituye un mandato imperativo de
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Cristo -ut omnes unum sint, "que todos sean uno: como Tu,
Padre en mí y Yo en Tí, que asi ellos estén en nosotros" ([o, XVII,
21). Pero dejando bien sentado que Jesucristo es el único
Redentor del
mundo y que el Señor no ha fundado más que una
sola Iglesia: "sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt. XVI, 18).
Novo mWenlo Jneunte, en el camino de un nuevo milenio, asi
ha titulado el Papa Juan Pablo II su Carta Apostólica fechada el
6 de enero de 2001. Construir una "civilización del Amor" es el
reto
que han de afrontar los cristianos en el umbral del siglo XXI,
el primer siglo del tercer milenio. Para llevarlo adelante no
podrán menospreciar ninguno de los recursos que ofrece la
modernidad, ningún avance
de la ciencia o de la técnica. Pero los
disápulos
de Jesús serán siempre conscientes de que la gracia de
Dios, la fe viva y operativa y la oración habrán de ser sus armas
más poderosas.
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