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Número 449-450

Serie XLIV

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El ordenamiento laicista del Estado: Presupuestos, finalidades y contradicciones

EL ORDENAMIENTO LAICISTA DEL ESTADO:
PRESUPUESTOS, FINALIDADES Y CONTRADICCIONES
POR
JÖEL-BENOÎTD’ONORIO
Existe ciertamente una laicidad cristiana. Pío XII en 1958,
poco antes de morir, habló de una sana y legítima laicidad del
Estado, y en 1965, Pablo VI, habló, también él, de la “justa laici-
dadde la ciudad terrena”. ElVaticano II, en la Constitución pasto-
ral Gaudium et Spesha insistido sobre la autonomía e independen-
cia entre la Iglesia y la sociedad civil sin volver a tomar la noción de
laicidad. Pero sobre todo el fundamento de la laicidad cristiana se
encuentra en el propio Cristo cuando establece la diferencia entre
las cosas que pertenecen a Dios y las que corresponden al César.
Hay también un símbolo de laicidad en el adagio “unicuique suum”,
a cada uno lo suyo, lema oficial del Osservatore Romano, periódico
que es así —según entiendo yo— el más laico al mundo. Por lo
tanto en el mismo Evangelio, Dios no se hace rogar para darle al
César lo que le corresponde al César, pero es fácil observar que, por
un extraño cambio de una parte, el mismo César tiene tendencia a
hacerse rogar para devolverle a Dios lo que le corresponde a Dios...
Desde un punto de vista católico, no hay una separación
—como decimos nosotros en Francia— entre la religión y la polí-
tica o la Iglesia y el Estado; tiene que haber solamente una distin-
ción. Ciertamente, la Iglesia tiene cuidado de no comprometer la
religión (que supone permanencia) con la política (que es del
o rden de lo contingente, lo que divide, también legítimamente,
a c e rca de los medios de alcanzar el bien común). En cambio en lo
que une en vista del bien común, los dos poderes, espiritual y
temporal, tienen el deber de concurrir. Por tanto, se podría con-
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cebir la laicidad como una simple técnica, un método part i c u l a r,
durante cierto tiempo y en algunos lugares, para el tratamiento
político de los asuntos religiosos. Pe ro, en Francia, la práctica no
es precisa y exactamente así, nuestra laicidad no ha sido concebi-
da por políticos cristianos, como se sabe...
Francia pretende ser el crisol de la laicidad auténtica, El “n e c
plus ultra” del sistema laico, “la nación más laica por exc e l e n c i a”
como dijo un famoso político francés, León Gambetta, en 1875.
En su origen, el objetivo de la laicidad francesa fue conquistar la
totalidad del espacio social del que Dios debía ser excluido, como
se sancionó por la ley de diciembre de 1905. El segundo objetivo
era re s o l ver la relación Iglesia-Estado sobre el mismo principio de
la ausencia de lazos oficiales, como sucedió con la ruptura de
nuestras relaciones diplomáticas con la Santa Sede en julio de
1904 que ha durado durante casi veinte años.
El artículo primero de la ley francesa de 1905 sobre la laici-
dad separatista asegura el respeto de la libertad religiosa; luego, en
el artículo segundo, se dice que la República no da subve n c i o n e s
ni tampoco reconoce ningún culto re l i g i o s o. Pe ro la libertad re l i-
giosa es concebida estrictamente en esta ley, sólo en el aspecto
ritual de los cultos. En el derecho republicano francés hay liber-
tad de cultos y libertad de conciencia, es decir libertad en la esfe-
ra privada, pero sin extensiones políticas y sociales.
Ahora, se habla mucho de ética, es decir de la moral social. El
p roblema es si los va l o res laicos son compatibles con los va l o res en
general y, en part i c u l a r, con los va l o res cristianos.
Para la moral cívica, hay sin duda compatibilidad entre laici-
dad y cristianismo porque la Iglesia católica siempre ha pre d i c a d o
el amor por la patria, la lealtad hacia los poderes públicos legíti-
mos y las virtudes de sociabilidad y solidaridad. Esta moral laica
ha retomado de hecho el espíritu de la moral natural, que prov i e-
ne del Decálogo, incluidos los deberes hacia Dios que nuestro s
masones espiritualistas han mantenido en las lecciones de moral
de las escuelas de la Republica donde, hasta 1923, se enseñaban
los deberes del hombre y los deberes hacia Di o s . . .
También encontramos ahora estos principios de moral natu-
ral incluso en la legislación de todos los Estados civilizados cuan-
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do la ley castiga el robo, el falso testimonio o la criminalidad por-
que los principios del Decálogo, forman parte del bien común
u n i versal, noción eminentemente moral. Re c u é rdese que Pío XI
decía que la Iglesia no puede admitir que la política se abstenga
de la moral. Y de hecho cuando eso llega, suceden los escándalos
que vemos por todas part e s …
Pe ro, desde hace un siglo, el concepto mismo de la moral ha cam-
biado considerablemente; su contenido parece haberse empobre c i d o ,
más bien casi se ha conve rtido en un vacío y ahora se plantea el pro-
blema del fundamento de la moral en la sociedad democrática.
Para la moral cristiana es fácil: su fundamento está evidente-
mente en Dios; para la moral seglar, ya está sin Dios. Hoy el pro-
blema político más importante es el de la moral conve rtida en una
moral de Estado, una ética estatal.
La noción de ética tiene una connotación más sociológica con
una fuerte dosis de relativismo; en cambio la moral resulta algo
más antiguo, casi “p re c o n c i l i a r”, digamos más constrictiva, y
o b s é rvese que nunca se ha oído hablar mas que ahora de ética a la
gente que ya no cree en la moral, al menos entre nosotro s .
Ahora bien, la quiebra de esta moral sociológica es evidente
para todos y aquella “ética estatal” ha producido la aparición de
un neomoralismo oficial.
En los políticos de Francia, se manifiesta siempre una oposi-
ción a la transcendencia en la vida pública. El ejemplo lo tenemos
en el Tratado europeo de 2004 donde no han querido —especial-
mente los franceses, nuestro Presidente de la República, el gobier-
no, antes de izquierdas, ahora de derechas— mencionar las raíces
cristianas del Continente, justo para no mezclar —dicen— los
asuntos re1igiosos con los políticos.
Hace diez años, en 1995, durante las elecciones pre s i d e n c i a l e s
de Francia, se publicó la Encíclica del Santo Pa d re Eva n g e l i u m
Vi t a e, sobre el respeto de la vida y contra el abort o. Los tres can-
didatos más importantes a la Presidencia de la República de
entonces, es decir, Chirac, Ba l l a d u r, primer ministro, y Jo s p i n
c o n ve rtido en primer ministro dos años después, por lo tanto dos
de derechas y uno de izquierdas, se pusieron rápidamente de
a c u e rdo para decir no a una ley moral superior a la ley civil por-
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que, para ellos, ¡en la Francia laica no es posible! Aquí se plantea
el problema de los fundamentos morales prepolíticos de una
sociedad democrática.
Los derechos fundamentales de la persona humana son ante-
r i o res y por lo tanto superiores a la ley positiva, los derechos del
h o m b re que hacen cuerpo con la naturaleza humana son un dato,
ni siquiera una adquisición de la democracia, pero constituye n
p recisamente un deber de la democracia, porque deben imponer-
se a la democracia.
¿Cómo justificar los va l o res morales sin una trascendencia que
los impondría desde lo alto? Ésta es la cuestión fundamental. En
Francia han encontrado la respuesta: ¡si no se puede imponer algo
desde lo alto, hay que imponerlo desde abajo! Por tanto la ley
moral se encuentra a remolque de la ley civil, ella misma entre g a-
da hoy a la ley mediática. Se dice que la democracia significa la ley
de la mayoría; la ley propia de la democracia es el principio mayo-
ritario; pero en la definición de la moral la democracia viene a
cambiar de naturaleza, pasando de la aritmética a la ética. O, más
p recisamente, a la pretensión ética.
Asistimos hoy a la emergencia del principio de la relatividad de
los valores, principio eminentemente roussoniano (de Juan Jacobo
Rousseau), que no puede tener lugar más que sobre un vacío ético
ante el cual la sociedad moderna sufre un vértigo, pasando de una
democracia de convicción a una democracia de consumación.
Hay que insistir: la soberanía del cuerpo político concierne
solamente a la política y no puede desbordarse sobre la ética, por-
que el bien y el mal no se decretan por sufragio universal. El
a b o rto, la eutanasia, la homosexualidad, la pederastia, no tienen
nada que ver con la democracia. Como dijo en 1989 el Papa Ju a n
Pablo II, “no se establecen las normas morales por re f e re n d o” .
Po rtalis, gran jurista francés, muerto hace casi doscientos años ,
redactor principal del Código Civil de 1804, dijo, bajo el imperio
de Napoleón, que “no está en el poder del hombre legitimar la
c o n t r a vención de las leyes de la naturalez a” .
Sin embargo, ahora, el Estado moralizador toma el lugar de la
trascendencia pero, actuando así, el Estado ya no es neutral ni
siquiera laico, se convierte en laicista.
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Esta tendencia actual de la laicidad, especialmente de la laici-
dad francesa, ha sido denunciada por nuestro Papa Juan Pablo II
en junio de 2003 en la exhortación apostólica post-sinodal Ec c l e -
sia en Eu ro p a, n.117, y después en enero de 2004, haciendo alu-
sión a la situación francesa, y de nuevo en enero de 2005, pensan-
do esta vez en España, porque España viene ahora a París a tomar
lecciones de laicismo…
Además el Estado laico no se contenta sólo con separar sus
va l o res, principios y reglas de los de la religión, sino que pre t e n d e
atribuir a estos va l o res, principios y reglas el mismo carácter sagra-
do que la religión atribuye a los suyos. El Estado también re i v i n-
dica su capacidad de dotarse de sus normas morales con total
independencia para asegurar con ello su superioridad sobre las
normas religiosas y morales tradicionales. Por tanto, hay laicismo
cuando la laicidad se convierte en una metafísica de Estado, una
laicidad monopolística, una especie de fundamentalismo laico, es
decir una crispación de la laicidad, como la vemos de vez en cuan-
do instrumentada políticamente en Francia.
El Estado laico se transforma así en un Estado ético a través
de la ética oficial de sus órganos, en una especie de religión de sus-
titución, aquella religión civil de Rousseau cuyo fin es hacer ciu-
dadanos obedientes que aplican escrupulosamente las leyes sin
d i s c u t i r. Esta es la religión según Rousseau.
En realidad ¿no será la laicidad una religión de la gente sin reli-
gión? Una nueva mutación de la laicidad es su emancipación de la
moral. La laicidad favorece el amoralismo individual y un neomo-
ralismo colectivo: amoralismo individual, es decir cada uno hace lo
que le gusta y como quiere; pero también hay un neomoralismo
colectivo porque no se deben pensar ni decir cosas que han sido
prohibidas por el Estado, según el pensamiento único... ¡A la vez se
habla de pluralismo en una contradicción esquizofrénica!
El Estado se convierte por lo tanto en productor de la “re l i-
gión de Estado”, es decir de religiones formadas a su conve n i e n-
cia con la marca de autenticidad cívica y republicana. Por ejem-
plo, se dice entre nosotros que “hace falta crear un Islam al modo
f r a n c é s”. Pe ro ¿con qué autoridad y en qué modo puede organizar
una República laica una religión?
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Por lo tanto, entre nosotros, con lo “políticamente corre c t o”
tenemos ahora también lo “religiosamente corre c t o”: lo que se
debe hacer, lo que no se debe hacer, según las indicaciones del
E s t a d o.
Es ve rdad que debido a la emergencia de una sacralidad laica
—como vemos, la laicidad debe imitar a la religión—: se dice que
los derechos del hombre son sagrados, pero ¿en nombre de qué?
¿y de quién? Expulsada la re f e rencia a Dios y a su ley, ya no hay
nada sagrado.
En la Re volución francesa, en la Declaración de 1789, existía
al menos “l’ Et re supre m e”, el Ser supre m o. Pe ro todos han olvida-
do que esta Declaración ha sido hasta ahora derecho positivo en
Francia... Igualmente, la escuela pública ha sido calificada re c i e n-
temente por el Presidente de la República francesa de “s a n t u a r i o
de la laicidad”. Pe ro “s a n t u a r i o” es una palabra del campo re l i g i o-
so, por lo tanto tomamos una imagen religiosa para definir la
a n t i r religión...
A fuerza de desacralizar lo sagrado, se ha llegado a sacralizar
lo pro f a n o. Todo el mundo está un poco condicionado por la cen-
sura y por la autocensura de las expresiones religiosas o de la sim-
ple afirmación de su fe personal, al menos en Francia. Po rque si
alguien en un debate público, se afirma cre yente, especialmente si
es católico (si es judío o musulmán está bien, si es católico no ...)
hay un menosprecio de esa persona que es puesta fuera del juego
p o l í t i c o. Se dice que en Francia ya no hay intelectuales cristianos.
No es ve rdad, existen pero a estos intelectuales se les intima a que
no se presenten, ni se comporten como tales, porque ser católico
no es meritorio ni tampoco científico; a nivel europeo hemos
visto el ejemplo del Profesor Buttiglione.
Se ha visto que la palabra, la simple palabra “p e c a d o” no es
c o n veniente en el espacio político contemporáneo, porque en la
n u e va moral seglar ya no hay pecado...
El único pecado moderno sería ser fiel a su fe en su plenitud,
p e ro con el riesgo de ser sospechoso de fundamentalismo e inte-
g r i s m o. Pe ro hoy tener un mínimo de lógica intelectual o rigor
moral es suficiente para ser fundamentalista o ir a Misa cada
domingo lo es para ser integrista...
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Estos últimos años, hemos visto surgir una fobia contra la re l i-
giosidad. A nivel europeo se ha hablado de una “t e o f o b i a”. A pro-
pósito de la Carta de los derechos fundamentales del año 2000, el
p residente Chirac y el primer ministro Jospin, (derecha de acuer-
do con la izquierda) han querido excluir el adjetivo “re l i g i o s o”, en
relación con el patrimonio cultural europeo en pro del adjetivo
“e s p i r i t u a l”; luego, en 2004, en Bruselas, los franceses han pre f e-
rido “re l i g i o s o” en lugar de “c r i s t i a n o” en el preámbulo del
Tratado… Eso demuestra un re c h a zo de las re f e rencias re l i g i o s a s
para evitar la sospecha de ingerencias religiosas y ahora hay, al
menos en Francia, un postulado moderno, postulado laico según
el cual el ateísmo sería más neutral que la fe. Todos lo cre e n ,
incluso los cre yentes...
Pe ro este ostracismo de la religión en política se contradice
con el derecho y la jurisprudencia europea e incluso con el art í c u-
lo 52 del difunto Tratado de Roma de 2004 que ha re c o n o c i d o
oficialmente una función pública a la religión y a las instituciones
re l i g i o s a s .
Les re c u e rdo que en Estrasburgo el Papa Juan Pablo II ha
dicho ante el Parlamento europeo: “No hay democracia sin la
sujeción de todos a la ley, y no hay ley que no esté fundada en
una norma trascendente de lo ve rd a d e ro y de lo justo” (11 de
o c t u b re de 1988). De hecho, no hay instituciones sin conviccio-
nes, no hay sociedad sin ética ni tampoco libertad sin ve rd a d .
Es precisamente esta relación entre política y ve rdad lo que
c o n s t i t u ye el punto focal, incluso el punto débil, del debate
m a yor y fundamental de nuestras sociedades contemporáneas.
Pe ro ¿es posible hacer marchar juntas laicidad y ve rdad? Un
buen tema para otro coloquio.
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