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Número 473-474

Serie XLVII

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«Hemos hecho pacto con la muerte»: Cristo Rey, la democracia cristiana y la ruina espiritual de España

1. ¡Viva Cristo Rey!

Hace pocos días, el 10 de este mes de noviembre, la Congregación para las causas de los Santos, en presencia del Papa Juan Pablo II, promulgó, entre otros, el Decreto por el que se declara verdadero martirio el del padre Miguel Agustín Pro, el jesuita mejicano “asesinado por odio a la fe en la ciudad de Méjico, el 23 de noviembre de 1927”.

La noticia, que hace pre ver con certeza la próxima beatificación del insigne mártir de Cristo Rey, es un luminoso rayo, poderosamente iluminador de un panorama oscurecido por muchas confusiones, y será sin duda estímulo de esperanza y aliento para toda la Cristiandad hispánica, y en primer lugar para la nación mejicana.

Méjico tuvo el privilegio de ser el pueblo católico iniciador del ferviente culto a Cristo Rey, uno de cuyos máximos representantes fue precisamente el mártir jesuita padre Pro. En nuestros años de infancia se nos refería, en las familias y en los colegios religiosos, el heroísmo de los católicos mejicanos, víctimas del odio masónico a la fe católica que alentaba la persecución del presidente Calles y de la revolución mejicana.

Lo que entonces se nos decía preparó sin duda a la legión de los mártires españoles que a partir de 1936, habían de morir también, las más de las veces, proclamando su fe y su esperanza en el Reinado de Cristo: ¡Viva Cristo Rey! Este grito, profundamente cristiano católico, fue, por la gracia de Dios, característicamente mejicano y español. Es imposible separar la espiritualidad y la actitud del padre Pro del movimiento que había conducido a la institución, en 1925, por el Papa Pío XI, de la fiesta de Jesucristo Rey, la que ahora corona el año litúrgico, con la máxima categoría y con el título de “solemnidad de Jesucristo, Rey del mundo”. La festividad de Cristo Rey tiene un significado e intención nada dudosos. El mundo, las naciones cristianas durante siglos, se había apartado, había apostatado, de modo muy especial en el perseverante empeño de desterrar a Cristo de la vida pública. La apostasía había descristianizado la autoridad política, y desde la autoridad política anticristiana, se esforzaba en desterrar a Cristo de la educación, del matrimonio, de la familia, y de todas las instituciones y costumbres.

El Papa Pío XI instituyó la fiesta de Cristo Rey declarando explícitamente se deseo de que por ella se pusiera remedio al “laicismo”. Error práctico que abarca todas las dimensiones de la vida colectiva y del que escribió el P. Ramón Orlandis, S. I., que venía a ser “el mismísimo liberalismo, o bien el liberalismo llegado a su mayoría de edad”. Lo que actualmente se define como “secularismo”, y lo que las más de las veces se propugna cuando se presenta como un progreso humano el “pluralismo” de la contemporánea sociedad, no son sino los continuadores y herederos del laicismo, condenado por Pío XI, y el liberalismo, condenado desde los tiempos de Gregorio XVI y Pío IX.

Las modernas confusiones y deformaciones, que quieren negar la vigencia de la doctrina tradicional católica sobre la obligación moral de las sociedades hacia la única verdad religiosa, la que tiene por misión anunciar a todas las naciones la iglesia única, esposa del único Salvador de la humanidad, tratan, y con especial insistencia al ocurrir anualmente la solemnidad de Jesucristo Rey, de desprestigiar y negar la enseñanza de la iglesia, institucionalizada en dicha festividad.

Por desgracia todos hemos oído, y a veces incluso en la que debería ser predicación y “homilía”, argumentaciones sofisticadas, las más de la veces apoyadas en inexactitudes doctrinales en lo teológico y en erro res históricos en lo “político-religioso”: alguna vez oí afirmar que Pío XI instituyó la fiesta intentando confirmar la alianza “constantiniana” entre la jerarquía de la iglesia y los poderes políticos cristianos. La fiesta se habría dado en un intento de apoyo al Estado confesional por parte de la Iglesia católica.

Lo sorprendente del caso es que precisamente el Papa deja bien claro que sí afirma la Soberanía de Cristo. El Papa realizó así un gesto intrépido de proclamación de la ve rdad, ante unos poderes políticos empeñados en combatir a Cristo separándose de la Ley divina y destruyendo con ello toda posibilidad de paz social y verdadera felicidad y progreso humano. “No hay paz de Cristo sino en el Reino de Cristo”, y “no podemos nosotros trabajar por la paz sino instaurando el Reino de Cristo”.

El indigno silencio con que el mundo contemporáneo oscurece la verdad venida de Dios para salvación de la humanidad es lo que, para Pío XI, hacía más urgente el proclamar públicamente los derechos “de su dignidad y potestad regia”.

Otras veces he oído, cual si se tratase de predicación cristiana, presentar la doctrina que había enseñado Pío XI como un triunfalismo mundano. A partir de aquí he oído hablar de la “cruz”, de la salvación por el sacrificio y la muerte, como algo, que, por ser auténticamente cristiano, es por esto mismo opuesto al espíritu tradicional de los devotos de Cristo Rey, que habrían recaído en las esperanzas terrenas de los “judíos”.

De esta manera, durante todo el año oímos hablar bien de “los judíos”, pero en la fiesta de Cristo Rey se nos advierte a los cristianos, como una exigencia de la comprensión del misterio de la cruz, contra la contaminación “judía” que por lo visto había inoculado en nuestras mentes el magisterio pontificio y la festividad de Cristo Rey.

Puestos en esta línea deletérea, he oído incluso afirmar que Jesucristo rechazó siempre el ser reconocido y proclamado como Rey, y que el título de Rey deriva de una ironía de Pilatos al contemplar aquel “hombre” escarnecido y humillado de quien se sospechaba por los fariseos que pretendía afirmarse como Rey de Israel.

En este contexto, la pretendida predicación, que quiere tener apariencia de retorno al Evangelio frente a las desviaciones “triunfalistas” y “mundanas” en que había incurrido la iglesia pretendiendo apoyarse en la fuerza y poder de los hombres, llega a su máximo de insinceridad y de alejamiento del lenguaje del Evangelio.

La afirmación de la Realeza mesiánica de Jesús, el “Hijo de David”, el prometido para ser “constituido Rey por Dios su Padre”, para que “reinase eternamente en la casa de Jacob”, penetra la totalidad de las Escrituras de uno y otro Testamento.

Jesús alaba la fe del ciego de Jericó que le reconoce como “hijo de Da v id”, aquel a cuyo descendiente se había prometido el reino y el sacerdocio. Natanael, según refiere el evangelista Juan, expresa su fe diciendo a la vez: “Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el Rey de Israel”. Las multitudes que en Jerusalén aclaman a Jesús expresan su fe diciendo: “Bendito quien viene en el nombre del Señor. Bendito el Reino que viene de nuestro padre Da v i d”. El texto está hoy en la liturgia de Cristo Rey en los tres ciclos.

No tiene ningún sentido pensar que se refiere como testimonio de una esperanza terrenal y desviada del pueblo judío que desconoció a Cristo. Por el contrario, a los fariseos, indignados por aquellas aclamaciones, les recordó Jesús que “si éstos no gritasen gritarían las piedras”.

“Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra: id pues y enseñad a todos las naciones”. Los cristianos no tienen derecho a no afirmar que Jesucristo es el hijo de Dios, el Salvador, único nombre dado para salvación, el principio y fin, el que tiene en todo primacía.

Los que contraponen el misterio de la cruz a la afirmación de la realeza mesiánica de Jesucristo, deberían más bien pensar que Cristo fue llevado a la cruz por haber afirmado ser él “el hijo del hombre” profetizado en Daniel, que había de venir sobre el mundo “sobre las nubes del cielo”. La afirmación de su realeza es, en una perspectiva bíblica, inseparable de su divinidad y de su misión redentora. Cristo no podría ser reconocido verdaderamente como el Hijo de Dios y el Salvador de los hombres, para ser después relegado a algo “opcional” y secundario en un mundo “plural”.

Para los cristianos, también el reconocimiento de la realeza de Cristo sobre el mundo entero “sobre los individuos y sobre las sociedades”, es algo que puede conducirnos a la mayor prueba de amor hacia nuestros hermanos que es el dar la vida en testimonio de la fe. Como el padre Pro y los mártires españoles de Cristo Rey. Por el contrario, la negación del reinado universal de Cristo, aunque sea con el engañoso pretexto de autenticidad cristiana, nos prepara para “conformarnos a este siglo”, para contaminarnos de espíritu terreno y mundano, y olvidar nuestro deber de “obedecer a Dios ante que a los hombres”.

 28/XI/86

 

2. El deseable fracaso de la democracia cristiana en España

Al referirme al fracaso deseable, centro la atención en el futuro, y no como quien anuncia o prevé lo que va a ocurrir en los próximos años, sino como quien razona el por qué se estima como deseable, e incluso necesario para el bien político de España, que se repita en el futuro la permanente historia de sus fracasos españoles.

Por esto, tal vez, el argumento se expondrá mejor analizando los precedentes. Este análisis me parece que ayuda a comprender derrotas absolutas, sufridas en el pasado por los partidos demócrata-cristianos españoles. También se pone en claro así hasta qué punto los apoyos internacionales se revelan como criterios poco seguros para garantizar en España los resultados que desde aquellas perspectivas se juzgarían previsibles.

Conviene volver pensar siempre en lo ocurrido en las elecciones de junio de 1977 con los partidos que se presentaban integrando el equipo demócrata-cristiano del Estado español. Aquí y desde fuera de aquí se vivía en la expectativa de que se reprodujese en España la situación que se produjo en Alemania y en Italia, y en mucha menor medida en Francia a la caída del fascismo.

En Alemania y el Italia, partidos demócrata-cristianos, llamándose así explícitamente, pasaron a ser hegemónicos desde el fin de la II Guerra Mundial, y mantuvieron durante lustros su primacía política. En Francia, en cambio, el Movimiento Republicano Popular quedó de momento casi preso en la hegemonía socialista y comunista por una parte, y sirviendo, en forma poco fiable, de apoyo al general De Gaulle, cuyos partidarios con el tiempo tendrían que cristalizar en su propia formación política que todos conocemos como “gaullista”. La democracia cristiana no ha desaparecido, pero ha quedado en situación secundaria. Notemos que tuvo primero una clara denominación de “cristianismo de izquierda” para ser más bien en los últimos años una fuerza de centro, coaligada con la derecha “gaullista”.

El esquema no funcionó en España en ninguna de estas direcciones. Conviene subrayar, no obstante, que muchas fuerzas que constituían la verdadera realidad de la democracia cristiana española se integraron en UCD. Es notable tener en cuenta ahora que fueron hombres de formación y procedencia demócrata-cristiana los que pusieron en marcha el Proyecto de Ley de Divorcio; así, Landelino Lavilla primero, e Iñigo Cavero después. La experiencia electoral posterior indica que no era la presencia de la democracia cristiana incorporada la que aseguró el multitudinario voto aparentemente centrista de los años 1977 y 1979.

Es inevitable una alusión histórica que nos sitúe en una perspectiva adecuada. Los partidos demócrata-cristianos europeos vinieron a ser continuación de los “partidos católicos” que a lo largo del siglo pasado surgieron en algunos países: en Bélgica, después de su independencia por la revolución liberal de 1830; en Francia, durante la monarquía orleanista, buscando los católicos defender sobre todo la libertad de enseñanza en aquella situación constitucional, prescindiendo para ello del atavismo “legitimista”. Surgió allí la fórmula de la independencia de la causa católica f rente a las causas políticas; pero la contaminación liberal dio ocasión a que con este pretexto se tendiese a identificar la causa católica con el servicio al liberalismo en ruptura con las tradiciones de la sociedad católica prerrevolucionaria. Algunos dirigentes notaron que, a pretexto de hacer a la Iglesia independiente de la política tradicional, se ponía al servicio de las revoluciones.

Los partidos católicos que en el pasado siglo prestaron servicios mejores a las verdaderas causas católicas fueron aquellos que surgieron en países como el imperio alemán, verdaderamente “plurales” en lo religioso –con predominio del protestantismo– y que habían formado su unidad política con una intencionalidad anticatólica. No habría que olvidar nunca que el partido católico alemán del siglo XIX se llamó Centro Católico, porque tenía a su derecha el prusianismo aristocrático y militarista fervientemente protestante y antirromano, mientras tenía a su izquierda el radicalismo y el socialismo de inspiración secularizante y masónica.

Donde la democracia cristiana prolonga o se alía con las fuerzas que sociológicamente prolongan aquellas luchas del pasado siglo, tienen una actitud más constructiva y positiva en defensa de los valores que formaron el mundo occidental. Pensemos que el partido llamado Social-Cristiano de Baviera sobrevive desde entonces, y tiene hoy el 50 por ciento de los votos, con una actitud ideológica que vista desde España, es más cercana a Federico Silva que a Manuel Fraga. Es un conservadurismo, el bávaro, de fuerte sentido tradicional.

Pero los demócrata-cristianos, en países latinos, especialmente en países hispánicos, y a partir de la influencia poderosamente desorientadora de Maritain, se empeñan en desintegrar la unidad sociológica de tradición católica, para imponer el “pluralismo” en nombre de una pretendida inspiración cristiana que, en el fondo, prácticamente se traduce en una tarea de “cristianos para la democracia”.

En un documento del año 1901, León XIII advertía sobre el carácter ilícito de una actitud política que supusiera que no hay otro régimen armónico con el cristianismo que la democracia. Por esto, León XIII excluía que el nombre “democracia cristiana” pudiese asumirse como bandera política.

La evolución posterior, especialmente en la propia Italia, pero todavía más en Francia y en los países católicos hispánicos, ha hecho olvidar aquella advertencia. Es cierto que ahora, y por un escrúpulo secularista de dudosa inspiración “pseudoconciliar”, se quiere incluso rechazar en principio toda “confesionalidad”en lo político. Pero se trata de un juego sofístico de conceptos, y los partidos que se dicen ahora “de inspiración cristiana” tratan de utilizar también la etiqueta confesional.

En el fondo, parecen desear una sociedad no penetrada por la fe religiosa, en la que los “cristianos” se sientan llamados a aportar sus actitudes y tareas “cristianas”, puestas al servicio de una causa concebida de hecho como superior a la fe cristiana: la democracia en toda España, y el nacionalismo vasco o catalán en estos pueblos sometidos a poderosas fuerzas desintegradoras.

Me parece que la historia de la democracia cristiana europea e hispanoamericana y de sus precedentes sociales e ideológicos nos llevaría a reconocer que su presencia es tanto menos necesaria y tanto más perjudicial cuanto más profunda ha sido a lo largo de los siglos la presencia pública y la influencia social de la fe católica en una nación.

Tal vez en Italia, cuya unidad nacional se hizo por impulso masónico y en hostilidad al Pontificado romano, tuvo todavía una función, en la situación “posfascista”, la democracia cristiana. Recordemos, no obstante, que después de haber sido indiferente al elegir entre monarquía y república, y después de haber sido durante algunos años “centrista” –dejando a la derecha la monarquía y el fascismo–, fue después centro-izquierdista, y aparece siempre tentada de “compromiso histórico”, que daría una oportunidad “católica” al eurocomunismo gramsciano.

En Chile, cerró el paso a los conservadores, y abrió así la “vía chilena hacia el socialismo” de Salvador Allende. Pa rece que contribuyó a derribarle, con lo que hizo posible la dictadura de Pinochet. Ahora, empuja de nuevo hacia un proceso de transición del que no hay que esperar nada bueno, a poco que se juzgue de la cosa con sentido común.

Desde su origen histórico, nadie ha podido saber nunca si los demócrata-cristianos están en la derecha, o en el centro, o en la izquierda. Alegar en ésta una pretendida trascendencia de su inspiración es más bien tomar el nombre de Dios en vano.

8/VIII/86

 

3. La cruzada, la monarquía y la democracia.

Me refiero naturalmente a la Cruzada de 1936-39; a la Monarquía cuyo titular es hoy el que fue Príncipe de España, que advino al trono el 22 de noviembre de 1975 cumpliendo las previsiones sucesorias de la Ley Orgánica de 1967, que desarrollaba y aplicaba la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado votada en referéndum veinte años antes; y a la democracia que se dice vigente hoy según la Constitución promulgada el 29 de diciembre de 1978, a la que se había llegado a través de un proceso que se concretó en una ley que se llamaba “para la reforma política”.

En el ambiente de mentira política que satura nuestro ambiente colectivo, y que viene a ser determinante, y casi algo así como una primera y radical “convención constitucional”, quedan siempre encubiertas y deformadas sustancialmente las relaciones reales, concretas, históricamente imborrables, que se dieron entre la Cruzada y la Monarquía, por una parte, y entre la monarquía y la democracia, por otra.

La Cruzada en que se transformó, por la fuerza de los hechos sociales, el Alzamiento de julio de 1936 no fue una lucha por la Monarquía. Muchos que sentían la causa secular de la Monarquía tradicional por la que habían luchado los carlistas con perseverancia en el pasado siglo, nutrieron como voluntarios los prestigiosos Tercios de Requetés y lucharon, para decirlo con las palabras del cardenal Gomá, por Dios y por España; sus dirigentes “dinásticos” les movilizaron al servicio de la Cruzada, aplazando y prácticamente renunciando por el momento a toda pretensión dinástica; en este sentido no era una nueva guerra carlista, aunque fuese una continuación de aquéllas en su contenido e ideal religioso, patriótico y tradicional.

En cuanto a los “monárquicos” de la dinastía que había reinado imponiendo el constitucionalismo liberal y apoyándose en él hubo entre ellos quienes se incorporaron también a la Cruzada, pero no se formó nunca una unidad orgánica que pudiese presentar un paralelo con los Tercios de Requetés.

Pero si la Cruzada, ni el Alzamiento que la puso en marcha, no era un movimiento político monárquico, mucho menos un movimiento restauracionista alfonsino, no habrá que negar nunca que entonces las fuerzas sociales, las familias, y muy especialmente la “familia real” que había reinado hasta 1931, estuvieron plena y totalmente al lado del Alzamiento contra la República y de la consiguiente Cruzada de la que se originaría el Régimen que había de gobernar en España durante largas décadas.

Lo recordaba ABC con ocasión de la muerte de don Pedro Sainz Rodríguez, este representativo dirigente “monárquico” estuvo entre los impulsores activos del Alzamiento. Pero, sobre todo, no habría que olvidar nunca, ni dejar en el olvido del engañoso encubrimiento, el explícito apoyo de Alfonso XIII a la Cruzada y al caudillaje del Generalísimo Francisco Franco, que consta en una carta que el lector podrá hallar incluida en la conocida Historia del franquismo, del “monárquico” Ricardo de la Cierva.

Tampoco habría que ignorar que don Juan de Borbón, el que todavía hoy ostenta, por decisión regia, el título de conde de Barcelona, en aquellos años, siendo todavía Príncipe de Asturias, intentó por dos veces combatir entre los luchadores de la Cruzada.

Fue el Generalísimo Franco quien lo impidió alegando la razón de que quien podía en el futuro llegar a ser rey de España no era conveniente que figurase entre uno de los bandos en la guerra. Después, por cierto, pasaron muchas cosas; y los más caracterizados “monárquicos” adictos a la dinastía liberal abandonaron la colaboración con el Régimen, para pasar a apoyar una actitud de “oposición”, que tenía su personificación precisamente en el conde de Barcelona. Pensemos por ejemplo en el propio Sainz Rodríguez, o en don José María de Areilza, entusiasta, en sus años de la Alcaldía de Bilbao, de ideología del Movimiento Nacional, que después de desempeñar la Embajada de España en Washington y en París pasó a encabezar aquella oposición personificada en la monarquía de don Juan.

Pero el propio conde de Barcelona pactó con el Generalísimo Franco la presencia y la educación de su hijo Juan Carlos en España. Este aceptó en 1969 el ser nombrado por Franco como su futuro sucesor a título de rey, declarando recibir de él la legitimidad política originada del 18 de julio de 1936, que era, en definitiva, aquella causa por la que su padre, por dos veces, intentó combatir en el frente de guerra.

Muchos pensaban que no había posibilidad de que la monarquía llegase a España por este camino. Muchísimos más, y entre ellos sin duda quien es ahora el titular de la Corona, tenían la certeza de que era éste el único camino por el que podía de nuevo instaurarse en España la institución monárquica.

Lo dicho hasta aquí se refiere a las relaciones entre la Cruzada y la Monarquía. Considero una tesis irrebatible el que la Monarquía fue puesta en España por el Régimen nacido de la Cruzada. El hecho de la renuncia, en mayo de 1977 por don Juan de Borbón, en su hijo y heredero, de los derechos recibidos de Alfonso XIII, en un acto cuya fecha sólo conocen los especialistas, pero que no fue un acto de Estado, no invalida lo dicho aquí. Los más decididos partidarios de lo que llaman hoy “monarquía parlamentaria” no tienen más remedio que recordar el 22 de noviembre de 1975 como el inicio del reinado de Juan Carlos I.

Si pasamos a reflexionar sobre las relaciones entre la Monarquía y la democracia nos daremos cuenta de que la misma insistencia “monárquica” en hablar del Rey, como “motor del cambio” o de “la democracia establecida por la monarquía” muestra que en España, si atendemos a la realidad del origen “constituyente” de las instituciones, no tenemos ahora una “Monarquía parlamentaria”, sino una “democracia parlamentaria monárquica”.

Gregorio Peces-Barba se engañó a sí mismo y a sus oyentes cuando afirmó, en el extraño, frío y “secularizado” juramento del Príncipe Felipe que el Rey, su padre, era el primer rey parlamentario de España. En España no ha habido otro rey “parlamentario” que don Amadeo de Saboya ni otra “monarquía democrática” que la entonces instaurada por designio del progresismo masónico de la revolución de 1868.

Con el lenguaje de Gregorio Peces-Barba se contradice el mismo texto de la contradictoria Constitución que se dice vigente. Esta habla del titular de la Corona como “heredero legítimo de la dinastía histórica”. Esto se dijo sin duda para hacer olvidar que el Rey había sido designado como sucesor en la Jefatura del Estado, del Estado de la Ley Orgánica y de la legitimidad del 18 de julio, por el Generalísimo Francisco Franco. Pero, sin advertirlo, aquella Constitución votada por unas Cortes no constituyentes, sino elegidas de acuerdo con la Ley para la Reforma Política, señalaba en la monarquía un origen histórico anterior y superior al pretendido proceso “democrático”.

La misma Constitución afirma que el Rey tiene derecho a ostentar todos los títulos históricos de la Corona española. Esto contiene evidentemente la afirmación de que el Rey puede ostentar el glorioso y tradicional título de Rey Católico de España, que don Juan de Borbón, durante los años de “oposición” al Régimen nacido de la Cruzada, había recordado también en alguna ocasión como su más glorioso título.

De las consideraciones expuestas deduzco que, sea cual sea también el leguaje, siempre inconsistente e infundado, del texto constitucional de 1978 la “responsabilidad” histórica y moral de la actual democracia que rige la vida política española corresponde, de mondo indestructible e irrenunciable, a la Corona. A aquella Corona reinstaurada mediante la aceptación de la legitimidad originada del 18 de julio de 1936. La legitimidad política que tuvo en aquellos años, decisivos e imborrables en el proceso histórico de nuestro pueblo, la adhesión ferviente de los miembros de la familia real, Alfonso XIII y don Juan de Borbón.

 31/1/87

 

4. ¿Una Constitución sin principios?

La Constitución que fue votada en referéndum el día 6 de diciembre de 1978, sancionada con su firma –pero no jurada– por el Rey el 27 de diciembre, y promulgada el día 29 de aquel mes y año, fue resultado de una tarea de casi imposible definición desde el punto de vista del Derecho político. Lo ha notado en varias ocasiones Eustaquio Galán y Gutiérrez, y yo mismo lo estudié también, planteándome la pregunta sobre la ambigua y contradictoria naturaleza de una transición política, que se presentó como “reforma” y quiso ser “ruptura”.

Un texto constitucional, acordado por unas Cortes que no eran “constituyentes”, sino que habían sido elegidas según una Ley para la Reforma Política, concluía derogando la totalidad del ordenamiento anterior, no sólo en su parte orgánica, sino también en su sistema de dogmática jurídica, que se afirmaba como permanente e inalterable.

Se quisieron derogar, pues, aquellos principios fundamentales a los que sí había jurado lealtad, antes de ser proclamado Rey, y como condición para serlo, el que había sido designado Príncipe de España como sucesor a título de Rey, según el ordenamiento expresado en la Ley Orgánica y en la Ley de Sucesión por las cuales el régimen originado el 18 de julio de 1936 había declarado a España constituida en Reino, y formulado la naturaleza de éste con los términos de “Monarquía tradicional, católica, social y representativa”.

Lo más sorprendente en aquel proceso desconcertante y kafkiano, es que atendiendo a la letra misma de la “Ley para la Reforma Política”, y a lo que por ella se derogaba, y a las disposiciones derogatorias finales del texto promulgado el 29 de diciembre de 1978, aquellos “Principios Fundamentales” estuvieron vigentes hasta aquel 29 de diciembre de 1978.

Algunos hechos singulares permiten sugerir en concreto aquella vigencia y la del ahora llamado “régimen anterior”. La última celebración del “Desfile de la Victoria” nada menos que en mayo de 1977. La continuidad de los “procuradores” en las Cortes “orgánicas”, hasta el 30 de junio de aquel año. El carácter todavía festivo del día 18 de julio en aquel mismo año 1977; el año anterior aquella fecha había sido celebrada en el Pardo en un acto militar presidido por Juan Carlos I. Recordemos otros hechos: el nombramiento del Generalísimo Francisco Franco, a título póstumo y honorífico, para el primer lugar de todos escalafones militares, lo cual, por cierto, no ha sido todavía derogado. Y otros símbolos de carácter personal: las concesiones de los títulos de Señora de Meirás, Duquesa de Franco; o los títulos nobiliarios póstumos concedidos, como homenaje a sus esposos, a las viudas de Rodríguez de Valcárcel o de Iturmendi, nombres que simbolizaban el proceso sucesorio a través del cual heredaba el Príncipe de España la legitimidad del 18 de julio.

Todo esto queda dicho a modo de preámbulo para unas observaciones sobre el texto constitucional en sí mismo. En su deseo de de rogar los principios permanentes e inalterables hasta entonces vigentes en la Monarquía –y que no podían ser derogados sin una ruptura política explícita– los que habían asumido, ilegítimamente, la función de “constituyentes” tuvieron cuidado de no formular en el texto legislado por ellos ningún principio de carácter permanente, y, por lo mismo, irreformable.

En algunas constituciones se hace expresa la afirmación de algunos puntos esenciales, “derechos fundamentales” o definiciones de la naturaleza propia del Estado, para los que se niega que puedan ser objeto de revisión constitucional. En la Ley Fundamental de la República Federal Alemana no sólo se excluyen del procedimiento de posible reforma las normas relativas a aquellos derechos, y al carácter republicano y federal del Estado, sino que se dice que los artículos que expresan aquellos principios “obligan a los legisladores, a los poderes ejecutivos y a los tribunales de justicia”.

Esto significa que sólo por medio de una ruptura revolucionaria, marxista o nazi, que naturalmente no prevé como legítima la actual Constitución alemana, podrían alterarse aquellos principios y aquellas estructuras esenciales.

En otras constituciones, y en la no escrita del Reino Unido, esto no se expresa con aquellas palabras que utilizaron en Alemania; pero se sabe, por modo inequívoco, cuáles son los principios esenciales, cuya alteración supondría el fin de una época histórica y el comienzo para aquellos pueblos de otro sistema de gobierno, inspirado en otra concepción de su vida colectiva y de su empresa histórica. Tales serían, por ejemplo, para el Reino Unido los referentes a la existencia de la Corona, a la soberanía del Parlamento y a la confesionalidad “protestante” del Reino.

Ahora, aquí en España, y si nos tomásemos en serio el texto constitucional de 1978, mejor diríamos “sedicente” constitucional, esto no es así. Nada queda excluido de un proceso de reforma constitucional. Para algunos puntos, el procedimiento es más arduo, y tendría sus dificultades políticas, que podrían vencerse, sin duda, con una presión suficiente sobre la llamada opinión pública, si se consiguiese manipularla con acierto y eficacia por los usuales medios de comunicación de masas.

El texto no es sino unas “reglas de juego”; y ellas mismas establecen el procedimiento para cambiarlas. Sin ruptura política –si suponemos vigente la Constitución sin principios– podría establecerse una República; evolucionar hacia una democracia popular socialista, al modo de los países del Este europeo, o de nuestras admiradas Cuba castrista, o Nicaragua sandinista, suprimiendo así el tan decantado pluralismo; declarar expresamente que los “malformados” genéticamente, los ancianos inútiles, y los enfermos incurables no tienen derecho a la vida; y que los padres de familia no tienen derecho a educar a sus hijos según sus convicciones; suprimir expresamente el derecho a la libertad de la conciencia religiosa; y, desde luego también, dar por cancelada la “patria indivisa” y la “nación española”.

No duda nadie de cuál es el sentido de las disposiciones adicionales del Estatuto vasco, obra maestra del “consenso” que elaboraron, en la Moncloa, Garaicochea y Adolfo Suárez. El célebre pacto político de 1979, tantas veces recordado en Vasconia y en Cataluña por los “nacionalistas”, no implica sino ésto: se admiten unas reglas de juego, según las cuales se marcharía, cuando las circunstancias políticas lo permitiesen, hacía la autodeterminación y la soberanía del llamado Euzkadi y de Cataluña, esta última sin renunciar tampoco a constituir el núcleo de una federación de los “Países Catalanes”.

Y eso era todo. Si alguien piensa que es muy improbable que la opinión pública pudiese ser preparada para las votaciones cualificadas que harían acordar “constitucionalmente” la división de España, no olvide que, entretanto, esta opinión es cada día martilleada, a través del insoportable “terror”, con la idea de que la “pacificación” política del “País Vasco” requiere que lleguen a convencerse, los que defienden la violencia como camino político, de que la vía estatutaria e institucional puede conducir a los mismos fines a que tienden los violentos.

¿No se ha reconocido ya esto, acaso, en las condiciones de la “reinserción” de los terroristas, en la legalización de Herri Batasuna, y en el hecho de sentarse a conversar sobre el futuro político los respectivos dirigentes del PNV con aquel partido tan explícitamente partidario del terror de ETA?

Así estamos ahora, sobre el supuesto de la vigencia de la Constitución de 1978. ¿No habría que pensar en si no queda ya posibilidad alguna de invocar la vigencia real, social, profunda de “normas” y “principios inalterables” anteriores y superiores al pretendido texto constitucional? Si no hallamos esto, podemos considerarnos, en la situación actual política española, desamparados e inermes ante el futuro.

 20/2/87

 

5. “Nos hemos apoyado en la mentira”.

Bien quisiera uno, de estos días todavía de ambiente navideño, y en torno a la fecha de Año Nuevo, insistir sólo en deseos y augurios de paz y de felicidad. Pero al expresarlos, o más bien al sentir el deseo y el anhelo de expresarlos, no puedo menos que dar la primacía al deseo, más profundo si cabe, de hablar con sinceridad de lo que creo que en verdad marca el camino del destino inmediato de nuestro pueblo.

Quieren con ligereza sanar el desastre de mi pueblo, diciendo ‘Paz, paz’, cuando no ha de haber paz”. Estas palabras del profeta Jeremías las aplicaba el Papa Pío XI al mundo contemporáneo. Los juicios que entonces, con suprema autoridad apostólica, y con el verdadero profetismo de la Iglesia, se dieron, sobre el sentido y la causa del desastre de una sociedad llevada a su propia destrucción tienen hoy la máxima urgencia, y son muy dignos de ser pensados en este Año Nuevo de 1987.

En España, en donde “no fue posible la paz” –según el testimonio de José María Gil Robles– no parece que pueda ser ahora ni el futuro inmediato posible tampoco. La primera condición esencial de la paz es la verdad. Estamos siguiendo desde hace años, y específicamente a través del proceso de la transición democrática, un camino que ha de ser definido como una serie sistematizada y artificiosamente orientada de mentira política, histórica y cultural.

Tratemos de darnos cuenta, con atención a lo concreto, del dinamismo de esta sistemática serie de encubrimientos, engaños, contradicciones afirmadas como amplitud y coherencia de horizontes, y fingimientos hipócritas sobre la realidad social, sobre las causas y consecuencias de los movimientos que le han sido impuestos.

En el día en que escribo estas líneas tendrá lugar, en la festividad de la traslación del cuerpo del Apóstol Santiago, la ofrenda o voto presentado por el Rey de España al Apóstol que es su Patrón. Una institución nacida definitivamente en el reinado de la dinastía de los Austrias, muchas veces interrumpida en los momentos revolucionarios de la Monarquía Liberal, y restablecida por el Régimen que se proclamaba originado en “la legitimidad política surgida en 18 de julio de 1936”.

Probablemente se repita este año la contradictoria escena del respetar este gesto totalmente propio de un reino confesional católico, y anular a la vez su sentido con un discurso en que el representante de la Corona parezca intentar la conversión del Apóstol a la “democracia” y al pluralismo laico, convencerle de lo progresivo del proceso secularista y descristianizador en que estamos inmersos.

En todo caso estos días hemos asistido a conmemoraciones navideñas en que se ha podido omitir toda mención del nombre de Dios. Estos gestos, así como otros decisivos actos políticos, como la introducción en España de una legislación divorcista iniciada y preparada por cierto por los demócrata-cristianos –Landelino Lavilla o Iñigo Cavero– o la llamada “despenalización” de la “interrupción voluntaria del embarazo”, es decir, el permiso legal para “matar a los niños”, para decirlo con el veraz leguaje de la Madre Teresa de Calcuta, o la exclusión de la legalidad de la “escuela católica”, se han justificado alegando que “en virtud de la transición democrática y por la Constitución que los españoles nos hemos dado a nosotros mismos”, tenemos ahora un Estado no confesional.

¿Pero entonces, a qué la ofrenda nacional al Apóstol en nombre de la Corona? ¿Por qué se intentó continuar con la asistencia oficial a la Procesión de Corpus de Toledo, sólo impedida por un clarividente acuerdo del Cabildo de la Catedral Primada? ¿Por qué se bendicen en Barcelona, en el Palacio de la Generalitat, las rosas que en el día de San Jorge, con asistencia de parlamentarios de partidos de “inspiración marxista”, y gobernando aquí un partido “nacionalista”, la totalidad de cuyos diputados votaron a favor del aborto en ejercicio de su “libertad” para “votar en conciencia”.

En el Reino de Bélgica, con un Estado separado de la Iglesia, y una Constitución que afirma que la Corona no tiene poder político alguno sino el de representar la voluntad nacional expresada por el Parlamento, es preceptiva constitucionalmente la profesión de la fe católico-romana por el rey de los belgas. Porque así se estableció en 1832, todos recordamos que el juramento del Rey se hace, ante las Cámaras, en presencia del Cardenal Primado, el Arzobispo de Malinas.

En la Gran Bretaña, un capellán de la Iglesia de Inglaterra reza cada día en la Cámara de los Comunes; pero allí la monarquía es oficialmente confesional, y la Iglesia es “establecida por Ley”. Pa rece que la democracia moderna, que nació en Inglaterra, admite el protestantismo como religión oficial, pero es incompatible, por lo que dicen, con el reconocimiento público de la fe católica. Pero entonces ¿por qué hubo, en el entierro oficial de Alfonso XIII en El Escorial, con asistencia de embajadores, militares, el padre del Rey, representando oficialmente la Corona, y la totalidad de las instituciones del Estado, algo así como media docena de ritos religiosos y celebraciones litúrgicas de Estado?

Como “principio fundamental permanente e inalterable” se juró ante las Cortes y el Consejo de Regencia, por el entonces Príncipe de España, aquel hermoso y ejemplar principio formulado en 1958, según el cual España se gloria de acatar la Ley de Dios, como enseña la Santa Iglesia Romana. ¿Cómo podía ser derogado, por un proceso que se llamó de “reforma política” aquel principio permanente? No faltará quien piense que ahora, “después del Concilio”, la misma Iglesia Católica no podría aceptar que una nación afirme públicamente su propósito de acatar la Ley de Dios que la Iglesia enseña. También a este nivel de incoherencia y contradicción hemos llegado. Pero entonces, ¿cómo explican que Paulo VI, en 1976, se dirigiese al Rey de España, Juan Carlos I, recordándole con complacencia que “los antepasados de S.M., se gloriaron durante siglos con el honroso título de católicos”? Si alguien piensa que esto es un elogio del pasado que no procede ahora continuar, que se decida a la supresión de la ofrenda al Apóstol Santiago. En otro caso, seguiremos presenciando algo así como la “promesa” ante el Crucifijo y las Sagradas Escrituras, y el “juramento” sobre el texto de la Constitución no confesional.

Si la Constitución en sí misma pudiese soportar un análisis lógico, tal vez alguien podría decir que no está clara la no confesionalidad. Claro apenas está nada en ella, y lo más claro que hay en la Constitución de 1978, si acaso, son sus contradicciones. Si la juzgamos por sus frutos habrá que reconocer que es expresión de una empresa política intrínseca y esencialmente descristianizadora. Los pueblos españoles más fervientemente católicos, como el vasco, han presenciado en esta década un espantoso descenso de la práctica religiosa entre los jóvenes.

No creo que España pueda conservar su ser y su unidad si se consuma esta pérdida de su pública y colectiva catolicidad. Lo dijo Alfonso XIII ante Pío XI: “Si España dejara de ser católica dejaría de ser España”. Después del Concilio sabemos que también los laicos pueden ser partícipes del carisma profético.

El “consenso”, cuyo gran arbitrista fue el gran artista de la mentira política Adolfo Suárez, instrumento de tantas fuerzas e intereses españoles e internacionales, que deseaban el hundimiento de la tradición española, dejó sin defensa política la unidad histórica de España. Esta defensa política sería además inoperante, perdido el nexo profundo que hacía de “este conjunto de pueblos unidos por la Divina Providencia” esta realidad grandiosa e irrepetible que es España en su historia.

Si por el “consenso” esperaban algunos amigos que cambiara todo lo sustancial, para que pudiese continuar su presencia en la vida política, y su hegemonía entre las fuerzas sociales que podrían mantener “su futuro”, sacrificando el de la España tradicional, estoy convencido de que, en una perspectiva definitiva y profunda se equivocaron. He de reconocer en público que, al pensar en la seriada mentira de estos años, me vienen al recuerdo unas palabras bíblicas, del Profeta Isaías:

“Hombres mentirosos, que domináis al pueblo mío, vosotros dijisteis: hemos hecho pacto con la muerte, y convenio con el infierno; cuando venga al azote, como un torrente, no llegará a nosotros, porque nos hemos apoyado en la mentira y ésta nos pondrá a cubierto (…). El pedrisco trastornará la esperanza que pusisteis en la mentira, y vuestras defensas quedarán inundadas por las aguas (…). Cuando venga el azote os arrastrará consigo (…) y sólo la aflicción os hará entender lo que habéis oído”.

9-1-87