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Número 473-474

Serie XLVII

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La polémica Filmer-Locke sobre la obediencia política

 

Los precusores de la Revolución

Hoy, con la perspectiva de cerca de dos siglos, resultaría difícil disminuir o pasar por alto la importancia histórica que para la civilización europea tuvo la Revolución francesa, extendida a todos los pueblos del continente por las guerras napoleónicas, y poco después contagiada a los países de la América española. Si profundizamos en el pasado de cualquier cuestión política, jurídica, económica, ambiental, de nuestro presente, llegamos siempre, como a un límite o rubicón histórico, a la caída del antiguo régimen y a la implantación del sistema constitucional, a partir de lo cual estructuras, relaciones, sistemas y aun mentalidades políticas adquieren un sentido y valoración bien diferentes. La misma diferencia que se presenta hoy tan acusada entre el ambiente político de los pueblos anglosajones y los del continente europeo hay que buscarla en el hecho de haber evolucionado los segundos –y no los primeros– bajo el signo o influencia de la Revolución francesa.

Sin embargo, la significación extraordinaria de este hecho que derriba un orden milenario y cambia el régimen histórico de Eu ropa, contrasta desde nuestra misma perspectiva con la debilidad o insignificancia del pensamiento filosófico que le precedió y del que se hace arrancar su génesis. La Ilustración y la Enciclopedia, e incluso el mismo pensamiento de Rousseau, aparecen a nuestros ojos tan superficiales y faltos de contenido que la imaginación se resiste a atribuirles un efecto tan profundo y radical. Observa el conde de Maistre en sus Consideraciones sobre Francia cómo los protagonistas de la Revolución francesa consiguieron los más rápidos y fáciles éxitos mientras obraban a favor de la corriente de rebelión, pero cómo también se nublaba su estrella y aun perecían víctimas de la misma Revolución en cuanto pretendían obrar por cuenta propia, sea conteniendo o encauzando de alguna manera la sucesión de los hechos. Los comparaba con el flautista de Vaucanson que, con la mayor facilidad, interpretaba admirables melodías, porque no era él realmente quien tocaba la flauta, sino que imitaba sólo los movimientos de quien realmente lo hacía.

Diríase que algo semejante sucedía a los filósofos de la época de «las luces» que precedió al estallido sangriento de la Revolución. Su importancia histórica la reciben del inmediato triunfo de la Revolución, que extrajo sus lemas de su ideología, pero cabe más bien pensar que ellos, al igual que los artífices materiales de la Revolución, respondieron a una onda histórica que venía de muy atrás, a modo de intérpretes de una melodía cuyo eco lejano sonaba con renovada fuerza en sus oídos.

Es el siglo XVII, en el desenlace de las guerras de religión con la paz de Westfalia, y en la disolución del Imperio de la Cristiandad, donde ha de buscarse en su origen el impulso histórico que acarreará en 1789 la ruina del antiguo régimen y de la propia monarquía, previa su hipertrofia en la Francia del XVIII. Y es en la turbulenta Inglaterra del siglo XVII, en sus dos revoluciones del Parlamento y de los Estuardos, donde se rompe por primera vez la tensión histórico-ideológica en que se apoyaba la monarquía desde su origen medieval y donde surgen los primeros sistemas des-sacralizadores o laicizadores del poder con la idea de voluntad general (Hobbes) y de pactismo liberal (Locke). Este carácter precursor o inicial de la crisis política inglesa explica, paradójicamente, el hecho de que en la posteridad haya resultado Inglaterra el bastión de la monarquía y de múltiples estructuras del antiguo régimen: la revolución inglesa cicatrizó en un siglo todavía profundamente monárquico, en que el movimiento ideológico no había tomado fuerza, por lo que fue posible todavía el restablecimiento de un status político según el genio de la antigua monarquía medieval.

 

Una controversia histórica

Pero es después de la primera revolución y de Cromwell, en el período de los Estuardos y de la segunda revolución, que los sustituye por la Casa de Orange, cuando se da en Inglaterra la gran controversia sobre la obligación política y el origen del poder. Polémica que aguzará el ingenio de los primeros teóricos de la gran Revolución, aquella que estallará un siglo más tarde en Francia y junto a la cual las revoluciones inglesas fueron simples conflictos domésticos. En aquella controversia participará, de una parte, la obra de sir Robert Filmer (entonces impresa, cuando él había ya muerto), y de otra, Tyrrell, Sidney, Locke, sus contradictores. En la mente de unos y otros estaría, aunque en entredicho para todos, el De Cive y el Leviathan de Hobbes, como posición-límite de ambas teorías.

Puede afirmarse que esta controversia sobre el poder de los reyes y el origen de la autoridad coincide con el momento en que el racionalismo –vigente en la filosofía y en la ciencia desde el Renacimiento– llega al orden político, y no a través de la moral y de los designios del Príncipe tal como propugnó Maquiavelo, sino en la concepción teórica del orden mismo, en su constitución y en sus orígenes. La monarquía, como institución genuina y ambiental, habrá de recibir en ella una herida mortal, precisamente por no haber sido defendida en sus fundamentos histórico-medievales y religiosos, sino a través de argumentos romanistas tan teóricos como los de sus adversarios (teoría de la soberanía de Bodino, principalmente).

La tesis racionalista que intenta someter a un análisis des-sacralizador el poder es de inspiración empirista –típicamente inglesa– y no tiene mejor expresión que la controversia aludida de los años 1680 al 90. Las dos grandes figuras de esa crítica empirista son Tomás Hobbes (Leviathan, 1651) y Juan Locke (Ensayo sobre el Gobierno Civil, 1690). El primero, partiendo de un riguroso mecanicismo psicológico, pretende cimentar el carácter absoluto del gobierno monárquico sobre bases naturalistas contractuales, puramente humanas. El otro, apoyado en el sistema empirista de su Ensayo sobre el entendimiento humano (anticipado en su De intellectu humano), fundamenta la solución liberal y niega el carácter absoluto del poder real. Uno y otro, con distinta intención y parecidos principios, suprimen todo fundamento histórico-sagrado en la monarquía, esto es, la secularizan.

Lo más representativo de esta controversia está, sin embargo, expresado en la antítesis Filmer-Locke, cuyas obras originales, en versión castellana, se ofrecen unidas en el presente volumen. Se trata del Patriarca o del poder natural de los Reyes, escrita por Sir Robert Filmer hacia 1640 y publicada en 1680, y del primer Ensayo sobre el Gobierno, de J. Locke (1688), dedicado a rebatir la tesis monárquica y patriarcalista de Filmer. Los otros partícipes en la tempestad de crítica que levantó la publicación del Patriarca (Gee, James Tyrrell y Sidney) se limitan a argumentos polémicos que no alcanzan una concepción coherente.

 

Filmer y el patriarcalismo

En rigor, la figura y la obra de Filmer nos son conocidas hoy precisamente por el tratado político –inicial en los suyos– que Locke le dedica. El contenido filosófico de la obra de Locke, su fundamentación del liberalismo político y, sobre todo, el triunfo de sus ideas en el parlamentarismo inglés primero y en la Revolución más tarde, hicieron que su crítica de Filmer, un tanto irónica y desdeñosa, resultara mucho más decisiva que las sabias y minuciosas críticas de sus otros contradictores. Sin embargo, son principalmente la crítica de Edward Gee y las de los whigs Tyrrell y Sidney las que hacen de la figura de Filmer y de su fama un símbolo –el más execrado– del oscurantismo, de la tiranía irracional y del servilismo. La ejecución de Sidney por orden de Carlos II, muchos años después de la muerte de Filmer, pero acusado de traición precisamente por sus opiniones anti-Filmer, acentuaron para la posteridad el carácter sombrío atribuido al autor del Patriarca. Sidney había descrito ya la figura de Filmer como la de un adulador servil del poder real, espíritu estrecho y localista de ideas cerradas, papista aun sin saberlo, apóstol de la sumisión irracional, de los poderes ocultos y aún de la creencia en brujas. Para Locke, fue Filmer un defensor de la esclavitud o sumisión incondicional, posición –le arguye– «indigna de un inglés y menos de un gentleman». Edward Gee, por su parte, había resumido el monarquismo patriarcal de Filmer como «aquella teoría que hace del origen y fundamento del gobierno algo natural, necesario y nativo, en nada voluntario ni convencional», definición inatractiva para la posteridad de Filmer, pero no falta de precisión ni de agudeza.

Las posteriores investigaciones históricas y biográficas sobre Filmer y su tiempo –particularmente el conocimiento en 1916 de sus archivos familiares de East Sutton– nos ha proporcionado una visión muy diferente de la personalidad de este autor y de la intención y sentido de su obra. Sir Robert Filmer, notable del condado de Kent y jefe de una de las viejas familias nobiliarias del mismo, nació en 1588, el año llamado en Inglaterra de la Gran Armada (la Invencible), justamente el mismo en que nació también Hobbes. Se ha relacionado el clima de expectación angustiosa en que uno y otro fueron engendrados con el sentido íntimo de sus obras: el uno, mediante la Biblia y el principio patriarcalista, y el otro, a través del más riguroso empirismo racional, desembocan en el reforzamiento a ultranza del poder y de la sumisión incondicional al mismo, refugio eterno frente a los temores y naufragios colectivos. Un común carácter timorato, ajeno a toda combatividad, les inspiró parecidas conclusiones autoritarias, si bien paradójicamente, uno y otro hubieron de sufrir y de afrontar las consecuencias de su propia posición: el uno –Filmer– por las desgraciadas circunstancias de la guerra civil entre el rey y el parlamento que le toca vivir; el otro –Hobbes–, por la unánime execración de su tiempo, que vio en él a un impío secularizador del poder estatal.

El condado de Kent encerraba a principios del siglo XVII un ambiente social vigoroso en torno a las viejas casas patriarcales de una nobleza realmente culta y refinada. Este ambiente se trasladará después a Nueva Inglaterra, donde una rama de los Filmer contó precisamente entre sus conquistadores y colonizadores. Asimismo, el cuerpo nobiliario de Kent asumió un importante papel en la guerra civil que resultó de la ruptura de Carlos I con el Parlamento.

La vida de Filmer fue enteramente local y familiar, en absoluto cortesana ni ambiciosa. No escribió sus obras para ser publicadas, sino para correr en forma manuscrita entre los notables del condado, sus amigos, discípulos o contradictores. Esta falta de pretensiones ulteriores marca sus escritos con un tono en cierto modo ingenuo, familiar y de aficionado. Su fuente de apoyo es siempre –como era común en su época– la Biblia, en cuya exégis entendía poder hallar el vestigio revelado de cuantos problemas importantes puedan acuciar a la vida humana, individual y colectiva. Ese mismo carácter local y de circunstancias (ambiental) determinó sucesivamente el tema de sus escritos. Así, el primero de sus opúsculos trataba del préstamo con interés, cuestión moral muy debatida entre las viejas familias nobles de la época. La respuesta de Filmer será favorable a la licitud de un interés moderado.

El segundo tema que mueve la pluma de Filmer tiene también su origen en una cuestión moral o de conciencia. Se trataba del tema de la obediencia política (al rey), provocada por el problema de la llamada moneda naval (Ship-money). Carlos I había recurrido a todos los procedimientos hasta entonces practicados para obtener recursos con que sostener las guerras religiosas de Escocia e Irlanda y hacer frente al creciente poderío naval francés. Pero introdujo uno nuevo, particularmente gravoso e impopular: sustituir la requisa de naves (o fonsado naval) de los puertos y villas costeras por un impuesto en dinero que trató después de extender a todo el país (1636). La protesta fue general y encontró su portavoz en John Hampton, quien sostuvo la doctrina de que el rey no podía imponer tributos nuevos sin consentimiento del Parlamento. Carlos I reinaba sin Parlamento desde 1630, a raíz del asesinato de su ministro Buckingham. Pero la guerra latente entre el monarca y el Parlamento databa del reinado de su padre Jacobo I, cuando el Parlamento quiso imponerle la intervención en la Guerra de los Treinta Años contra los católicos y el matrimonio de su hijo con una princesa protestante, contrariando su proyecto de casarlo con la infanta española María de Austria, hija de Felipe IV, todo lo cual fue estimado por Jacobo I como una ofensa a la prerrogativa regia.

La respuesta de Filmer al problema de la obediencia política se halla contenida en su tratado principal: El Patriarca, o del poder natural de los Reyes. Según esta tesis, la obediencia política es incondicionada para los súbditos, porque el poder de los reyes es absoluto y natural y se transmite patriarcalmente. Ni tiene otra limitación que la ley moral que pesa sobre las conciencias, razón única de la existencia de los Parlamentos, órganos meramente consultivos de las necesidades de los pueblos para el recto ejercicio del poder real.

Todas estas tesis circunstanciales aparecen en Filmer dictadas indudablemente por sus convicciones y su conciencia, en oposición a veces con la opinión cercanamente deseable para sus lectores, y sin pretensión de trascender los límites de su ambiente y del consejo requerido. Cuando Filmer escribe El Patriarca, la monarquía británica es todavía un poder inconmovido que jamás dio lugar a guerras civiles. El mismo, sin embargo, va a conocer la guerra del Parlamento, que terminó con el destronamiento y ejecución de Carlos I Estuardo así como el gobierno «protector» –república o common wealth– de Cromwell, y moriría antes de la efímera restauración de los Estuardo sustituidos definitivamente por una nueva dinastía en la segunda revolución de 1688.

Durante la guerra, Filmer, que nunca fue hombre de acción y cuya salud era débil, creyó cumplir con la causa monárquica y con el cuerpo nobiliario de Kent escribiendo sus obras más polémicas. Durante esa guerra sufrió la devastación de su casa y un prolongado encarcelamiento en Leeds-Castle. En la crisis de 1648, para la que fue decisivo el alzamiento de la nobleza de Kent a favor del rey, Filmer escribe su opúsculo La necesidad del poder absoluto de los Reyes, y especialmente del de Inglaterra.

A raíz de la ejecución de Carlos I, Salmasius escribió condenando este acto, estimado en cierto modo como sacrilegio; Milton lo hizo en defensa de la revolución parlamentaria, y Hobbes dio a conocer su Leviathan, apología del poder absoluto sobre bases empiristas, secularizadas y pactistas. Filmer escribe entonces sus Observaciones sobre el origen del gobierno acerca del «Leviathan» de Hobbes, el «Contra-Salmasius» de Milton y el «De Jure Belli» de Grocio. Un año antes de su muerte (1652), escribe unas Observaciones sobre Aristóteles en su teoría política, y un tratado sobre los procesos de brujería, muy en aumento durante la época de Cromwell, en el que señalaba diferencias entre aquellas brujas y las de los antiguos judíos, en orden a ilustrar a los Jurados, humanizando su actuación.

De este modo, la figura de Filmer, vista a través de su biografía y de su tiempo, nos aparece bien lejos del adulador cortesano o del partidario apasionado para mostrársenos más bien como un hombre independiente y culto que expresó sus opiniones con sinceridad y en conciencia, casi en privado, teórico en exceso y escritor amateur, que llegó en sus conclusiones –un tanto simplista– más allá quizá de lo que quería probar.

La doctrina de Filmer se interpreta como el desarrollo más pleno del derecho divino natural de los reyes, ajeno a toda noción electiva, transmisora-social o que base el poder en el consensus general. Esta doctrina había sido ya esgrimida por los emperadores en las luchas contra el Pontificado, y asimismo por los monarcas protestantes, sobre todo en el cisma de Inglaterra. Los reyes ingleses la utilizaron frente al papado, apoyándose en el carácter electivo o mediato de éste, que no se ve determinado por una supuesta voluntad de Dios manifestada en la herencia biológica, y más tarde contra sus súbditos católicos como obligados a una primera y natural obediencia. Frente a ella, y por motivos también políticos-religiosos, se acuñó la teoría practica o de la transmisión voluntaria del poder, primero por los autores católicos (Suárez, Berlamino, etc.), para robustecer el Papado debilitando la significación de los monarcas y el vínculo de sus vasallos; después, por Locke, como consecuencia de su teoría empirista y a favor del Parlamento en su lucha contra los Estuardos.

Pero la obra de Filmer es una original –y en cierto modo extraña– mezcla de teoría bodiniana del poder con un patriarcalismo comunitario que trata de inspirarse conjuntamente en la Biblia y en la tradición romana. Bodino, al publicar en 1576 sus Seis Libros sobre la República, marcó un momento importante en la evolución política de Europa y en eso que Bertrand de Jouvenel ha llamado en años cercanos el «crecimiento cuasi biológico del poder». La obra de Bodino aparece sólo cinco años más tarde de la Noche de San Bartolomé, episodio álgido en las luchas de religión. La monarquía, cada monarquía europea, se veía obligada, por su misma originaria significación religiosa, a tomar partido por católicos o protestantes, y esto suponía para ellas vincular su suerte al resultado de la guerra de religión. En un clima donde católicos y reformistas se creían en posesión del único verdadero cristianismo, un poder de significación contraria sería visto automáticamente por cada uno de los bandos como la herejía o el mantenedor de la herejía. La guerra santa contra el mismo sería la consecuencia necesaria, y tal poder habría de verse incapaz de asumir el papel de pacificador, y condenarse así a vencer en una ya difícil victoria completa para uno u otro bando o a perecer en la lucha. Los Seis Libros de Bodino reivindican para la monarquía el imperium de los romanistas, el origen incondicional y absoluto del poder, su carácter sagrado por sí mismo, su significación de forma sustancial de la sociedad civil o república. Reivindican también para ella –para la soberanía una e indivisible– una posición superior a las controversias religiosas, a cualquier origen en un poder religioso concreto o en previos poderes o situaciones históricas. Bodino prescinde así en su obra de todo lazo de la monarquía –de la soberanía del príncipe– con el Imperio medieval y con el Pontificado, y también del origen feudal, en el que el poder se constituye a través de una red de pactos y juramentos de protección o de fidelidad que lo dejan siempre a la intemperie de fines y límites concretos, de interpretaciones históricas.

Filmer, frente a las pretensiones legislativas del Parlamento, sostiene la idea bodiniana de la soberanía absoluta e indivisible, condicionada únicamente por su fin y por el orden natural. El cumplimiento de este orden es para él la razón única del Parlamento, órgano consultivo que, convocado y disuelto por voluntad del rey, sirve a éste para conocer las necesidades y deseos de la grey que ha de gobernar. Sin embargo, media una profunda diferencia entre los doctos y largamente elaborados Seis Libros de Bodino y la obra breve e ingenua de Filmer.

La teoría bodiniana de la soberanía, de inspiración romanista, anticorporativa y antifeudal, sólo podía ser valorada para la «formación del delfín» o como teoría de la supremacía del poder civil en orden a finalizar las guerras de religión, pero nunca como una doctrina de raíz popular o ambiental capaz de responder a los sentimientos o convicciones de la sociedad estamentaria y religiosa de la época. Filmer, en cambio, mezcla a este concepto absoluto y sagrado del poder otra noción, no sólo comprensible para la conciencia de su época, sino arraigada en sus más profundos estratos mentales: la fundamentación patriarcal de ese poder, en general, la estructura patriarcalista del orden social, idea que enlaza, como veremos, con una concepción comunitaria de la sociedad. Una y otra idea –la absolutista-romanista del poder y la patriarcalista –son documentadas por Filmer, como dijimos, en la Biblia, rasgo éste común a los autores de la época, incluido Locke.

P. Laslett, en su estudio crítico sobre la obra de Filmer (Patriarcha and Other Political Works of R. Filmer, Oxford, 1949), se hace cuestión de la extraña importancia que en su época tuvo el Patriarca y de que su eco llegue, a través de Bossuet, de Maistre y de tantos otros autores, hasta nuestros días. Locke, en efecto, no dedica el primero de sus tratados políticos a rebatir las obras ingentes e ideológicamente relevantes de Bodino o de Hobbes, sino precisamente al débil libro de aquel mero aficionado que fue Filmer, el cual ni si quiera lo había escrito para ser publicado. Y piénsese que el primer Ensayo tenía objeto remover el o los obstáculos más fuertes que pudieran oponerse a su teoría sobre el gobierno civil, objeto del segundo Ensayo, en el que propone no menos que «exponer el verdadero origen, la extensión y los fines de la asociación política o gobierno civil».

La respuesta de Laslett es terminante a este respecto: no es la teoría romanista del imperium absoluto e incondicionado, que tomó de Bodino; no son tampoco sus discutibles y a veces superficiales interpretaciones bíblicas lo que había de refutarse en Filmer, esto es, lo que en su obra constituía un escollo que remover: se trataba de la noción patriarcal del poder que enlazaba el poder de los reyes y la soberanía en general con un origen nativo y paternal. El mismo Laslett destaca cómo la sociología antropológica define a la sociedad europea como ancestralmente patriarcal, con categorías mentales, emocionales e instintivas que llegan hasta nuestra época. Quien es depositario o sujeto de un poder respetable y superior (el sacerdote, el Papa, Dios), reciben espontáneamente el título de padre. La alabanza, tanto como la ofensa personal o la maldición, se personifican siempre en la figura del padre o los padres. El derecho a la herencia paterna, la supremacía del mayor y el respeto a la ancianidad son rasgos comunes a la tradición europea, al igual que a toda sociedad originariamente patriarcal. El propio capitalismo moderno, de inspiración calvinista, basa su moral del enriquecimiento y del éxito en la presuposición de la herencia indiscutible: enriquecerse para los hijos. La concepción patriarcal posee en el Cristianismo un supremo origen teológico en la concepción trinitaria de Dios, donde se da la primacía del Padre sobre el Hijo y el Espíritu Divino en la trinidad de personas.

Así, cuando Filmer afirma en su tratado que la familia –y la sociedad en general– será siempre patriarcal, está seguro de establecer una proposición de aceptación universal. Él mismo es jefe de una familia patriarcal establecida sobre la superioridad masculina y la transmisión en primogenitura, prolongada en una amplia sociedad heril situada bajo su protección paterna. Esto mismo sucedía en las familias de hidalgos rurales, de campesinos y de artesanos. Lo que hoy es el registro civil de individuos, era en aquella sociedad los llamados (en España, al menos) «libros de fuegos», es decir, de hogares o «casas», donde se citaba simplemente al jefe de la misma, que habitaba «con su gente». La asimilación del poder de los reyes a la patria potestad, la derivación patriarcal del mismo, habría de tocar en los espíritus de aquella sociedad resortes emocionales y responder a actitudes mentales muy hondas.

El razonamiento de Filmer es preponderantemente negativo o ad absurdum; se encamina a demostrar la imposibilidad de todo otro origen del poder y de la constitución de la sociedad que no sea el patriarcal-religioso, la imposibilidad sobre todo del origen pactista o por contrato social. En su parte positiva –siempre sobre testimonios de la Historia Sagrada– Filmer razona de este modo: al crear Dios al hombre en un solo individuo –Adán y Eva– y no en una multiplicidad simultánea quiso mostrar el origen unitario (monárquico) del poder; al crear de Adán a la mujer y de ambos a los hijos quiso establecer sucesivas subordinaciones que hacen de la sociedad inicial una familia prolongada y jerarquizada. En el dominio concedido por Dios a Adán sobre cuanto es en la Tierra, cree encontrar Filmer el origen de todo el poder. Los hombres así no nacen libres, iguales e independientes, sino desiguales y subordinados en razón de su posterioridad de nacimiento, expresión de la voluntad divina. La familia es el germen de la sociedad civil, como el patriarca lo es del poder real, depositario de la autoridad suprema. La posterior existencia de países y soberanías diversas se explica por el mandato de Noé que, patriarca único después del Diluvio, dividió las tierras entre sus hijos, reservándose para sí sólo el dominio del pueblo elegido. El poder es de este modo sagrado en su origen, no creable sino recibido, absoluto (no sometido a ley humana previa); pero es divisible y delegable. Para Filmer, las naciones de su época y el poder en ellas existente son prolongación de la división de pueblos hecha por Noé. Admite la existencia histórica de usurpaciones y rebeldías, pero cuantos poseen legítimamente o cuantos detentan el poder lo han recibido de aquel origen remoto y nunca han podido justificarlo por medios distintos. El ejercicio del poder se halla sólo sometido a la ley natural y divina y al fin para que fue instituido. De aquí, como dijimos, la justificación del Parlamento como órgano consultivo a través del cual el poder soberano conoce las necesidades y la situación de sus vasallos.

La teoría voluntarista o pactista aparece a los ojos de Filmer como absurda, irreal y contradictoria. Ni el hombre libre e independiente existió jamás, puesto que todo individuo nace sometido a una autoridad paterna, ni, aunque hubiera existido, habría podido nadie convocarlo a una asamblea universal para pactar o establecer la sociedad. Aun aceptada esta impensable asamblea, nadie hubiera podido ceder parte de su libertad o contratar más que en nombre propio, y ello no afectaría a la voluntad de sus hijos y descendientes que, si se viera afectada, no nacerían ya libres ni iguales ni soberanos. Tampoco tal pacto podría someter a las minorías, cuya voluntad es igualmente respetable por tratarse de voluntades individuales. Ni menos cabría explicarse la división de naciones y poderes, puesto que su posterior constitución entrañaría un acto sedicioso contra la voluntad social general. El paternalismo aparece así, en la teoría de Filmer, tan necesario para explicar la continuidad del poder como su división en sociedades y poderes históricos. Más aún: el lazo o vínculo social sólo puede ser de origen religioso, patriarcal o hereditario en su transmisión, nunca voluntario o pactado. El acuerdo y el consensus son irrelevantes políticamente: ni crean una sociedad estable ni un poder moralmente respetado: psicológicamente, sólo la voluntad individual puede realizar el acto de querer, nunca la reunión o coincidencia de voluntades o voluntad general: la anarquía o, lo que es igual, la ausencia de poder moral en la sociedad, es consecuencia de la teoría individualista igualitaria y del contractualismo.

El Patriarca no es publicado hasta 1680, casi medio siglo después de que Filmer lo escribiera para un público reducido de amigos y contertulios, y treinta años después de la muerte de su autor. No puede fijarse con certeza quién descubrió el manuscrito e intuyó la oportunidad de su edición. Es después del gobierno de Cromwell y de la restauración de los Estuardos, en la controversia parlamentaria sobre la expulsión del heredero de Carlos II (su hermano Jacobo II), acusado de papista, cuando se inicia en Inglaterra el sistema de partidos, y en ella se encuentra la prehistoria de Whigs y Torys. Carlos II disuelve el Parlamento y gobierna sin él durante los cinco años siguientes, con la ayuda económica de Luis XIV. Desde este momento existirán en Inglaterra los Whigs, partidarios entonces de la expulsión, y los Torys, fieles a la ley sucesoria, que reciben su nombre de los antiguos guerrilleros católicos de Irlanda. En la controversia, los Whigs se apoyaban en la necesidad del consensus para la aceptación de heredero y soberano. Los Torys, en las prerrogativas de la corona y en la necesidad de la obediencia política. La difícil posición de Carlos II no estaba en 1680 necesitada sólo de recursos económicos para su lucha con el Parlamento, sino de un fundamento teórico que calase estratos profundos de la mentalidad ambiental. Este no pudo ser otro que el patriarcalismo de Filmer, mucho más oportuno en el momento –por paradójico que parezca– que su concepción bodiniana del poder absoluto. Así –bien imprevisiblemente para su autor y pese a la mediocre elaboración de la obra– El Patriarca de Filmer se convierte en la teoría oficial de la monarquía inglesa durante los dos últimos Estuardos, al igual que los Ensayos sobre el Gobierno Civil de Locke lo serán para la nueva monarquía parlamentaria de Guillermo de Orange, tras la expulsión de Jacobo II en 1688.

Es entonces, en 1681, cuando El Patriarca es leído por Shaftesbury, Tyrrell, Sidney y el propio Locke, y cuando se promueve la gran oleada de críticas sobre este libro, uno de los más discutidos e injuriados de la Historia. Todos ven en él, no su erudición o ingenio, sino su apelación a creencias y emociones profundamente arraigadas en el hombre y en la cultura europea tradicional. En la controversia, como es habitual, las tesis se exageran: para los Torys, opuestos al bill de expulsión, el rey no es ya sólo depositario de un poder patriarcal, sino propiamente padre de la nación, descendiente de Adán mismo; los Whigs parlamentaristas, por su parte, deforman las tesis de Filmer y las ridiculizan al desmenuzarlas teóricamente. La crítica de Sidney acarreará a éste su condena de muerte por deslealtad al rey.

 

El «Ensayo» de Locke

Pero ninguna de las apasionadas o de las minuciosas críticas a la obra de Filmer resultó para ella tan destructiva como la aparentemente fría y altiva de John Locke. El autor del Tratado sobre el entendimiento humano es iniciador a la vez del empirismo filosófico y del liberalismo político. Si las «ideas compuestas» (las teorías y creencias eminentemente) se forman en la mente individual por asociación o complicación de «ideas simples» (sensaciones primarias), resultará que tales ideas y creencias no pueden ser impuestas a nadie, ni menos constituidas en fundamento de un orden social o político. Por razones mucho más inmediatas que la consideración bodiniana del poder como forma de la sociedad, Locke rechaza la estructura comunitaria y religiosa de la sociedad medieval asentada en la dualidad político-religiosa del Pontificado y el Imperio. El individuo, sujeto de la sensación primaria y forjador, para él, de las ideas complejas, es naturalmente libre y soberano; la sociedad es contractual, y el poder, voluntario o consentido. La obligación política será, por lo tanto, convencional y condicionada.

Unos años antes del primer Ensayo de Locke, Tomás Hobbes había publicado su Leviathan, donde, sobre bases asimismo sensistas, individualistas y contractuales, había llegado a la tesis más opuesta al liberalismo político: la justificación a ultranza del absolutismo de Estado (la construcción del Leviathan, inmenso e ilimitado poder a imagen de un gran hombre) como medio necesario para que los hombres, libres por naturaleza, eviten la lucha de todos contra todos y su mutuo exterminio. La teoría desarrollada por Hobbes, mucho más sólida y coherente que la de Locke, había, sin embargo, provocado la hostilidad tanto de los partidarios del parlamento por sus conclusiones absolutistas, como de los sostenedores por poder real por sus supuestos racionalistas e impíos. Locke, siempre moderado en sus concepciones teóricas, ya que no en sus fobias políticas, no ve al hombre al modo de Hobbes regido por su solo egoísmo, en lucha permanente con sus semejantes, rivales en la lucha por la vida. Antes al contrario, lo imagina, como sujeto de la razón, dotado de un pacífico sentido en el gobierno de su vida, regido siempre por una instancia racional común a los demás hombres, igualmente libres e inteligentes. La sociedad, sin embargo, no es para él necesaria ni natural ni, menos aún, sagrada en su origen o sus fines, sino efecto de un pacto o convención que los hombres suscriben, no por necesidad de supervivencia, sino para vivir mejor, esto es, para gozar de las ventajas que la cooperación y la mutua defensa en sociedad les ofrecen sobre la vida en aislamiento e independencia. De aquí se deriva el origen contractual del orden político, la necesidad para él de consensus, y también los límites de ese orden y de ese poder que no sobrepasarán los de dicha finalidad de vivir mejor. La expresión y el concepto tienen ya en Locke un sentido naturalista, esto es, des-sacralizado. El poder así creado no es algo semejante a un gran ser viviente y todopoderoso (el Leviathan, de Hobbes), surgido del terror de todos al estado de naturaleza, sino un poder condicionado y revocable, asequible siempre a la voluntad de los por él gobernados y en nada temible para ellos.

Locke se sitúa así en un puesto histórico destacado dentro de la corriente racionalista y liberal que, desde principios de la Modernidad, pretende concebir a la sociedad como un artefacto humano fruto de la razón y de la voluntad de los hombres y en modo alguno natural, al menos en el sentido tradicional del término que concibe a la naturaleza como obra y expresión de la voluntad divina. Según esta teoría, el hombre, al someterse y obedecer al poder político, no hace sino obedecerse a sí mismo, a su razón y su voluntad objetivadas. La ocasión histórica que provoca, o favorece al menos, la difusión de esta mentalidad en el mundo de Locke es doble, en planos distintos de profundidad. En su plano más inmediato y superficial, esta ocasión es la lucha el rey (de los Estuardos) con el Parlamento, agudizada en los bill de expulsión. Este conflicto tiene en su época un planteamiento y sentido medievales: la lucha de la Commonwealth (república o Estados) representados por el Parlamento frente a la Soberanía por conquistar su fuero o carta de derechos, status propio y aun poder legislativo en asuntos de su propia administración. El espíritu racionalista del siglo XVII exige la «teorización» de ese status del pueblo o del ciudadano, así como de la Carta de libertades en que se asiente, procurando apoyarlo en unos principios abstractos, y no en una situación fáctica o en una carta otorgada (o conquistada).

En su plano más profundo, la ocasión histórica de tal teoría (o grupo de teorías) calaba hasta raíces religiosas. La monarquía europea, como dijimos, había tratado de situarse por encima de las luchas religiosas con el fin de salvar su suerte de la vinculación a una u otra de las causas en litigio. Tal era el sentido de la teoría bodiniana de la soberanía, y ninguna monarquía había logrado tanto en este sentido como la inglesa, con su constitución de una Iglesia nacional. Se abre entonces el camino para un absolutismo irracional en el que los atributos semidivinos que Bodino confería a la soberanía se podrían plasmar en un poder incondicionado semejante al Leviathan de Hobbes. La monarquía pierde –al menos en el plano de sus teóricos– sus bases feudales (el pacto concreto o personal de protección y de lealtad) y también su sentido finalista al servicio de un orden histórico con bases naturales y religiosas. Los reformadores políticos buscan entonces no sólo una limitación teórica o un valladar práctico al poder soberano, sino la constitución de un poder racional –o emanado de la decisión voluntaria– que no sea sospechoso de extralimitación o abuso.

De esta doble ocasión histórica nace –tanto en el campo católico como en el protestante– la teoría del pacto social originario, sobre bases no feudales o histórico-concretas, sino teóricas o radicadas en el individuo abstracto. Tal teoría presenta en los autores de la época desarrollos muy diversos. El más lógico y estricto es, como hemos indicado, el de Hobbes, que, sobre principios rigurosamente empiristas y a través del egoísmo individual como único principio dinámico, llega a una nueva forma de absolutismo en la que el temor y la voluntad de todos crea un poder totalizador y puramente humano, des-sacralizado. El pensamiento de Locke se abre paso entre las teorías extremas de su época mediante una implícita pero constante apelación al sentido común y a la sencillez de una concepción aparentemente fácil y aun obvia. Ni el Gran Hombre o Leviathan de Hobbes, que anula la voluntad individual que lo engendró, ni la paternidad universal de los reyes que destruye toda idea de consensus y exige una obediencia incondicionada, son conclusiones reales ni aceptables: un contractualismo social bien dosificado puede conducir, en cambio, a una concepción liberal de la soberanía, útil al bien público y a la conveniente limitación del poder.

La teoría política de Locke –expuesta principalmente en el segundo de sus Ensayos sobre el Gobierno Civil– se desarrolla por los mismos cauces y designios que su teoría filosófica sobre el entendimiento humano, base de su concepción empirista y del asociacionismo psicológico. En oposición con el racionalismo cartesiano, Locke se niega por método a analizar o descomponer las ideas en sus elementos simples hasta llegar al hecho puro de la sensación, que será para él factor único que explique todo pensamiento ulterior en una mecánica combinatoria del pensar. En política, paralelamente, Locke no aceptará la soberanía del poder real como un hecho descomponerlo en sus elementos explicativos. No será el suyo un análisis histórico, sino un análisis psicológico-práctico a partir de la teoría del estado presocial o de naturaleza en el hombre y del supuesto de la formación contractual de la sociedad. El hombre se asocia y constituye la sociedad para vivir mejor mediante la paz y la cooperación con sus semejantes; en el pacto social no hace sino confirmar las leyes de orden moral escritas de antemano en su propia naturaleza individual. Locke introduce por esta vía la teoría de la división de poderes que había de recoger Montesquieu para la autolimitación del poder: el hombre posee, según Locke, en la dirección de su vida personal dos poderes, el de juzgar y decidir para su propia conservación, y el de castigar a quienes se opongan a ese recto desarrollo de sus derechos. La sociedad los hereda y confirma en los poderes que él llama legislativo y judicial, diferentes entre sí, y a los que añade el confederativo que rige las relaciones internacionales. Pero esta limitación de la soberanía por la interna división de poderes es reflejo de una limitación más radical originada en la propia naturaleza contractual del poder político. El pacto con el poder soberano es bilateral y no necesario; puede romperse por la justa rebelión. Locke cree así destruir en sus fundamentos la teocracia anglicana robustecida en Carlos II. Estos fundamentos se podrían expresar según Locke en tres proposiciones: el poder real es absoluto, procede de Dios, y concierne a lo espiritual, tanto como a lo temporal. Los dos primeros eran compartidos por la monarquía absoluta de Luis XIV asentada en la noción bodiniana de la soberanía. Para ambas, el poder real era un dato impenetrable y misterioso del que ha de partirse, como Descartes lo hacía de las ideas innatas en el espíritu.

En materia religiosa, Locke reclama el principio de tolerancia entendido no de un modo absoluto, sino relativo: el poder soberano debe ser indiferente ante las creencias de sus súbditos, exceptuando el caso de que tales creencias atenten contra el orden o los fines naturales en que la sociedad política y su pacto fundamental se asientan. Así, el papismo que introduce un poder extranjero a la sociedad civil, interferente en sus asuntos y en la conciencia de sus ciudadanos; así también el ateísmo, que niega el fundamento divino de las leyes naturales y, con ello, las leyes mismas que sirven de base a la moral natural y al orden político. Con tales conclusiones, el sistema de Locke pudo convertirse en el fundamento teórico de la monarquía de Guillermo de Orange, parlamentaria y antipapista, como el Patriarca de Filmer lo había sido de los Estuardos derrotados.

Aunque en tono de crítica desdeñosa y escéptica propio de una mentalidad muy diferente, Locke utiliza frente al Patriarca métodos y medios muy semejantes a los empleados por el propio Filmer. Uno y otro se esfuerzan, más que en defender su propio cuerpo de doctrina o en refutar las objeciones que el adversario podría oponerles, en demostrar los fallos que la teoría contraria posee para explicar la naturaleza, el origen y la continuidad del poder, o el fundamento de la obediencia política. Así, al igual que Filmer se hacía fuerte mostrando la imposibilidad de que un poder se constituya y conserve y obligue a todos por el solo consensus mayoritario, Locke pondrá todo su énfasis en hacer ver cómo la paternidad no puede fundar el poder político, que es cosa bien distinta y sólo metafóricamente se le puede aplicar.

Ambos, por otra parte, utilizan la Biblia como depósito revelador de la verdad, al modo usual en la época, procurando encontrar en ella testimonio favorable a la propia tesis. Naturalmente, la labor sería mucho más ardua para el partidario de un empirismo psicologista y del origen contractual del poder, a no ser que, como Locke, adopte el sistema de limitar el sentido de las frases bíblicas, esto es, de tomarlas en su alcance más reducido o fáctico, privándolas en lo posible de la amplitud o de las implicaciones que permitían a Filmer su alegación en favor de las propias teorías políticas.

Según Locke, sir Robert Filmer basa su concepción política en dos afirmaciones: que todo gobierno es en el fondo una monarquía absoluta, y que el hombre no nace libre, sino sometido a una autoridad. La base de estas afirmaciones se halla en que Dios entregó la posesión y gobierno del mundo a Adán y a sus sucesores, padres primero, patriarcas después, reyes en fin. La obediencia a los re yes es así de la misma naturaleza que la obediencia a los padres y, en definitiva, que la obediencia a Dios; con lo cual el poder real se sitúa tan alto que no le alcanzan ni aun los propios juramentos de los reyes ni aun las propias leyes.

Locke niega que Adán recibiese, junto con la posesión del mundo, el derecho de mandato. Difícilmente podría poseerlo si no tenía, al ser creado, nadie sobre quien ejercerlo. La afirmación de que lo poseía en estado y no en acto le parece gratuita. Examina para ello los sucesivos títulos bíblicos que para el poder político de Adán aduce Filmer, siempre con el criterio analítico y restrictivo a que hemos aludido. Es el primero el título de creación por el que Dios pone al hombre sobre cuanto existe en el mundo creado. Para Locke, al hacer Dios a Adán rey de la Creación expresó sólo su superioridad de hecho, pero no le otorgó un poder político-moral sobre nadie. El segundo título estriba, según Filmer, en su potestad sobre Eva, expresado por Dios mismo al declararla sometida al hombre en ocasión de su expulsión del Paraíso. Según Locke, Dios no hizo en aquel momento sino expresar un aspecto de la condición de la mujer que formará parte del castigo divino: su inferioridad respecto del hombre –inferioridad de fuerzas– por la que tendrá que vivir sometida al más fuerte; pero en modo alguno entregaba a Adán un derecho o un poder: no era momento aquel de conceder derechos, sino de dictar castigos. El tercer supuesto título es el de la paternidad: al crear Dios antes a Adán (y, en general, a los padres respecto de los hijos) ha expresado su voluntad de que los descendientes vivan sometidos al poder de los padres. Y tal poder se perpetúa según la Biblia en los padres de familia y en los patriarcas. Según Locke, se trata aquí también de un hecho, y no de un derecho. Por otra parte, la paternidad no se hereda, como los bienes, y ningún derecho de paternidad tiene el patriarca sobre sus hermanos y sus familias; si en el antiguo pueblo judío los patriarcas poseyeron un poder político absoluto, esto no es más que un hecho histórico, como lo es también que en determinados pueblos indios precolombinos los padres devoraban a sus hijos. El cuarto título es, en fin, el precepto del Decálogo por el que se nos manda honrar a los padres. Según Locke, ha de tomarse este mandato en su sentido estricto o familiar, como lo prueba la expresión padre y madre, que no se aviene con el poder patriarcal absoluto.

Este método de factizar o privar de sentido trascendente a los testimonios bíblicos utilizados por Filmer sirve a Locke en su designio de separar el orden político de todo fundamento patriarcal y religioso, y de concebirlo, sobre la sola base del consensus, como un artilugio humano en el cual el hombre, al obedecerlo, se obedece a sí mismo. Tal método, congruente con el sistema empirista de reducir la realidad a sus elementos simples, permite también a Locke desentenderse de las objeciones de Filmer al origen, a la pervivencia y a la división del poder concebido sobre bases contractuales.

A la objeción que se refiere a la prevalencia de la mayoría (voluntad general) sobre las minorías dentro de una teoría que hace emanar el poder de la exclusiva voluntad individual (o pacto social) tiene Locke una respuesta en su teoría –nunca expresada, pero sí implícita– que enlaza con la concepción general racionalista inspiradora de su obra. Este aspecto del pensamiento de Locke ha sido tratado minuciosamente en la obra de Willmoore Kendall, John Locke and the Doctrine of Majority-rule ( Urbana, 1959).

Locke, en efecto, supone constantemente el derecho del ciudadano a apelar al cielo (derecho de rebelión) cuando el poder se ejerce contra la razón y contra la justicia. Sin embargo, este derecho sólo puede ejercerlo la mayoría por responder a una injuria y protesta general, nunca un individuo aislado o un grupo. Al afirmar estas proposiciones, en apariencia contradictorias, Locke no suponía que el derecho de los más creara el derecho absoluto en política, tesis relativista antropológica que no estuvo nunca en su intención. La antítesis se resuelve, según Kendall, por el supuesto implícito en el pensamiento de Locke de que el hombre, como depositario de la razón, es, por término medio y en su mayoría, recto en su juicio y justo en su decisión. Sólo influencias o presiones extrínsecas irracionales pueden desviar –en casos aislados o minoritarios– esta rectitud innata del ser racional. La mayoría representa así la voluntad profunda del hombre que le lleva a constituir la sociedad, y esa voluntad es justa por ser racional, y es concorde, por ello mismo, con la esencia última racional del Universo. Este mismo supuesto implícito de la recta naturaleza racional del hombre es el mismo que previamente sirvió a Locke para deducir un Estado liberal del mismo pacto social que había llevado a Hobbes a admitir el absolutismo de un Leviathan todopoderoso, remedio único a la lucha universal. El hombre, según este supuesto que más tarde desarrollará Rousseau, no hace al entrar en sociedad más que confirmar sus impulsos justos y benéficos que le proporcionan así una vida de superior racionalidad y bondad.

 

Comunidad y sociedad

He aludido ya a cómo Locke reconoce, sin duda, en la idea patriarcalista el principal obstáculo a la concepción contractual de la sociedad y del poder, y que por ello mismo dedica al libro de Filmer, a pesar de su mediocridad, el primero de sus Ensayos políticos, que será a modo de pórtico del segundo y más conocido. La sociedad europea es originariamente patriarcal, y la imagen de todo poder respetable va unida en ella a la noción de paternidad y a la prevalencia de la ancianidad.

Sin embargo, la idea patriarcal forma parte de una concepción más amplia del orden político y social que podemos llamar comunitaria en el sentido en que la sociología contemporánea opone este término al de sociedad (Tönnies). Según esta noción, la sociedad radical humana es, ante todo, una comunidad, y no sólo una coexistencia; reconoce orígenes religiosos y naturales, y no simplemente convencionales o pactados; posee, en fin, lazos internos no sólo voluntario-racionales, sino emocionales y de aptitud. La percepción de la sociedad histórica o concreta no es así en su origen, el de una convivencia jurídica, ni siquiera se define por el sentimiento de interdependencia o solidaridad entre sus miembros, sino que se acompaña de la creencia en que el grupo transmite un cierto valor sagrado y del sentimiento de fe y veneración hacia unos orígenes sagrados más o menos oscuramente vividos.

En tanto una sociedad puede caracterizarse como comunidad, forma una sociedad de deberes, con un nexo de naturaleza distinta al de la sociedad de derechos, que nace del contrato y de una finalidad consciente. La obligación política, arraigada en la vinculación familiar –paternal y filial– adquiere en ella un sentido radical, indiscutido, que no posee en régimen contractual o constituido. En éste el deber sigue siempre a un derecho personal y se define por razón del respeto debido a ese previo derecho. En una sociedad de deberes el carácter consecutivo que el deber tiene siempre respecto al derecho ha de hallarse en la incisión en ella de un orden sobrenatural que posee el previo derecho a ser respetado, esto es, la aceptación comunitaria de unos derechos de Dios que determinan deberes radicales en el hombre y en la sociedad.

Tanto el poder patriarcal como la comunidad son así realidades en cierto modo previas al individuo que no las constituye voluntariamente ni aun comprende como ideas de la mente, sino que las acepta y reconoce. La concepción patriarcal del poder otorga a éste un carácter necesario y permanente, depositario de un principio superior o sagrado que se opone a su concepción como delegado de una institución humana o como mandatario del consensus mayoritario, al igual que la noción comunitaria de la sociedad se opone a su visión contractualista o constitucional. Locke orienta su crítica contra la concepción patriarcal del poder, y precisamente en su expresión exagerada y no muy coherente de Filmer; pero, en el fondo, el sentido de esa crítica y la posterior elaboración de su sistema político se orientan contra esa concepción comunitaria y religiosa de la sociedad radical humana.

 

Las posiciones teoréticas y la política

La controversia Filmer-Locke, a través de los dos ensayos cuya traducción ofrece reunida este libro, revela así un punto crucial y aun decisivo en la evolución política del mundo moderno. El desarrollo posterior de ideas y acontecimientos fue favorable a la posición que en aquel momento sostuvo Locke, considerado hoy como el padre del liberalismo moderno y aun de la democracia americana; al paso que la escasa fama de Filmer ha quedado unida a los dictados de oscurantismo y apologeta de la tiranía que le adjudicaron sus adversarios.

Sin embargo, la posterior crisis del racionalismo y la crítica histórica y etnológica han puesto de manifiesto el esquematismo de la concepción voluntarista o contractual de la sociedad y las raíces emocionales y religiosas –comunitarias– que el hecho social penetra, tanto en su origen como en la génesis y desarrollo de sus formas y vínculos. Los nombres de Levy-Bruhl (La Mentalité primitive), Davy (Des Clans aux Empires), Malinowski (Freedom and Civilization), Wallon (Les origines du caractère), Tylor (Primitive Culture), Perry (Origin of Magic and Religion), Frazer (The Golden Bough), y tantos otros, están asociados a esta moderna visión del alma y de la comunidad del primitivo, tan diferente de la que nos ofreció la teoría del pacto social. Pero todavía más nos ha hecho comprender la insuficiencia de la concepción racionalista de la sociedad la experiencia histórica del último medio siglo en el que hemos asistido a la apelación voluntaria y explícita de factores irracionales y de místicas primitivas por parte de los gobiernos que brotaron de la constitución del Estado moderno, de su expansión totalitaria y del imperio de las mayorías. Todo ello nos hace hoy más comprensible la argumentación de Filmer y nos acerca mentalmente a la posición que mantuvo en esta polémica.

La controversia –lo hemos indicado– se mantiene en el terreno de los principios teóricos, procurando apoyar las propias posiciones en testimonios bíblicos y, sobre todo, haciendo ver los fallos radicales de la tesis contraria. En rigor, ni uno ni otro responden en concreto a las objeciones que desde la otra posición se oponían –o podrían lógicamente oponerse– a su tesis. Así, Locke deja sin respuesta las objeciones de Filmer referentes a la incapacidad de la idea individualista, contractual y mayoritaria para explicar el origen, la permanencia y la división de la sociedad histórica o del poder político, así como el poder de las mayorías sobre las minorías. Filmer, por su parte, no se hace cargo tampoco de las previsibles objeciones a los peligros de tiranía y al inmovilismo o sumisión incondicionada que al súbdito acarrearía una tesis que confiere a toda autoridad –legítima o usurpada– el depósito de un poder sagrado y la relación de paternidad con el vasallo.

Se pone así de manifiesto en esta polémica la aporía política fundamental, perpetuamente renovada a través de la historia del pensamiento: la difícil tensión que todo poder político supone entre razón y misterio, entre consensus y sobre-ti, tensión que sólo la práctica resuelve mediante una aceptación histórica, consentida y entrañada tradicionalmente en los hombres y en las generaciones. Del mismo modo que la sociedad radical humana no es producto de la razón ni del pacto voluntario, pero no es tampoco ajena a la racionalidad humana en su realización y formas, así tampoco el poder es un artefacto del pensar y del querer humano, pero no se afianza ni perdura sin el consensus de la voluntad histórica.

La monarquía, que representaba en la sociedad cristiana esa síntesis tradicional entre consensus y sobre-ti, no contó en aquella época de profunda crisis religiosa y de exaltado teoreticismo con defensores dignos de su causa ni conscientes de su significación. Bodino –lo hemos visto– injertó en ella la noción romanista de la soberanía absoluta, separándola de sus fundamentos religiosos trascendentes, históricos y tradicionales. Hobbes ensayó su defensa a partir de nociones empiristas o sensistas, del más estricto materialismo. Muchos autores católicos –Suárez y Berlamino, sobre todo– debilitaron el vínculo de la obediencia política privándolo de todo fundamento moral-religioso e inician la teoría del pacto y de la transmisión mediata del poder, con el fin de defender al papado frente al cisma de Inglaterra y a la actitud de los príncipes protestantes. Los protestantes, por su parte, exageran primero el vínculo político para luchar contra el Pontificado y el Imperio, pero acaban atacando a la monarquía en sus fundamentos comunitarios, hostiles al individualismo religioso y al principio del libre examen característicos de la Reforma. La obra de Filmer, a pesar de su endeblez intelectual, jugó un papel importante en aquella coyuntura con su afirmación del carácter comunitario y emocional (no contractual) de la sociedad y de la monarquía. Esta intuición influyó en Bossuet y en el Conde Maistre, y a través de ellos, llega hasta las concepciones más profundas de la monarquía en nuestra época.

Uno y otro –Locke y Filmer– tuvieron la intuición de los dos términos entre los que habría de plantearse la aporía y la problemática política de la Modernidad: la concepción racional del Estado –ideal del Estado de derecho– y la percepción del fondo comunitario-religioso del poder y de la obligación política. Con su erudición y sus métodos ingenuos –el saber extraído de la Biblia– que hacen hoy sonreír a una mentalidad científica, Filmer y Locke representaron en los albores de nuestra Edad un planteamiento clarividente de la antinomia política moderna en términos que no han logrado todavía una síntesis comprensiva en la cultura contemporánea.

Podemos así concluir con palabras de P. Laslett en su aludido estudio sobre la obra de Filmer que la experiencia política de los últimos siglos nos ha hecho reconocer en la tesis según la cual el orden político es fruto de un acuerdo voluntario no más que una hipótesis teórica que en modo alguno puede ser aceptada dogmáticamente. Ello nos induce hoy a conceder a Filmer que es más exacto, y entraña una mayor economía del pensamiento, considerar a la sociedad humana como natural más bien que como creación de la inteligencia y la voluntad. Hemos de conceder, sin embargo, a Locke que el único medio de analizar y de encauzar los fenómenos sociales y la vida en común del hombre es el pensamiento discursivo. Pero habremos también de asentir a Filmer en considerar que resulta erróneo suponer que la reunión de hombres en sociedad civil sea, en sí misma, un resultado de tal raciocinio.

El presente volumen reúne, en texto inglés y traducción castellana, el Patriarca de sir Robert Filmer y el primer ensayo Sobre el Gobierno de John Locke. Tanto en uno como en otro caso se ha preferido utilizar las ediciones contemporáneas a la polémica misma. Existen ediciones del Patriarc a más depuradas que la de 1680, pero ésta la que Locke leyó y la que continuamente cita. También la obra de Locke es actualmente editada con variaciones críticas consistentes en eliminar muchas de sus reiteraciones realmente enojosas; pero en esta ocasión se ha considerado preferible reproducirla tal como Locke la escribió y como la leyeron sus coetáneos. Sin embargo, han sido cotejadas las ediciones críticas y, sobre todo, respecto a la obra de Filmer, aceptadas aquellas correcciones que subsanan erratas evidentes.