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Número 473-474

Serie XLVII

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Rubén Calderón Bouchet: El espíritu del capitalismo

Rubén Calderón Bouchet, El espíritu del capitalismo, Nueva Hispanidad, Buenos Aires, 2008, 501 páginas.

Dentro de la Colección Académica de Nueva Hispanidad nos llega este extenso volumen del mendocino Rubén Calderón Bouchet. Descubrir el espíritu, el impulso profundo del capitalismo es el objetivo propuesto por el autor, quien traza su desarrollo a través de los avatares del siglo XIX europeo. Ambicioso objetivo para una generosa obra, que Calderón Bouchet alcanza sobradamente. “Historiador con hálito filosófico”, tal como lo define Miguel Ayuso en el Prólogo, el autor despliega a lo largo de las quinientas páginas del libro sus profusas cualidades como historiador con profundas raíces en la tradición filosófica cristiana. La solidez de sus principios, la honestidad intelectual, la claridad de la exposición, la agudeza y elegancia de su pluma son algunas de esas cualidades que Calderón Bouchet deja traslucir en este libro y que lo convierten en una obra de agradable lectura, generadora de inquietudes y disparadora de reflexiones profundas.

Estructurado en diecisiete capítulos, el libro va desgranando la evolución del capitalismo burgués a lo largo del siglo XIX, desde la restauración de las monarquías tradicionales europeas luego de la caída de Napoleón hasta culminar en el imperialismo utilitarista inglés de fines de la centuria. Tres son los ejes centrales de dicho desarrollo: el tortuoso camino que va desde la Restauración hasta la República burguesa en Francia, la unificación alemana de la mano de Von Bismarck y la Inglaterra victoriana. En ese proceso ve Calderón Bouchet el inexorable avance de las ideas modernas, ya maduras para el asalto al poder político, luego de haber establecido su dominio sobre la vida intelectual y económica occidental en los siglos anteriores. El autor, con hondo sentido histórico, aúna en su análisis tanto las pulsiones profundas de la sociedad europea, el clima de ideas de la época, como el papel central de los líderes políticos y los intelectuales. En ese sentido, vale decir que desconfía de los análisis históricos que se centran exclusivamente en las variaciones de las estructuras económicas y sociales, y sabe reconocer el papel de aquellas figuras que se destacan por sus cualidades y la extensión de su influencia sobre el marco de una sociedad cada vez más masificada y despersonalizada.

Es el capítulo I el que funda el armazón conceptual de toda la obra. En él, el autor busca definir cuál es el espíritu del capitalismo burgués, y lo encuentra en las tendencias secularizadoras de la burguesía moderna. Desechado el sentido trascendente de la vida del hombre, su fin sobrenatural, sólo queda la aplicación de la razón a la transformación de la naturaleza para construir una morada en la tierra, en reemplazo del Cielo. Progresismo y utopía son los pilares de esa morada edificada a la medida de los intereses terrenos del burgués, sobre el molde de la actividad económica como motor de la acción, como disposición espiritual dominante que impregna todas las otras actividades humanas. De aquí la filiación directa del capitalismo con el mundo cristiano, su trasfondo religioso –“la idea del progreso tan ostensiblemente presentada a lo largo del siglo XIX, está íntimamente relacionada con la esjatología de la felicidad eterna”, nos dice–, y su evolución de la mano del desarrollo del protestantismo.

Definido el capitalismo como una ideología fabricada para dar una respuesta racional a la clausura espiritual del hombre moderno, analiza el autor sus relaciones con la ética, el arte, la ciencia y la política, ámbito en el que destaca al liberalismo como primera ideología burguesa. Fruto del fino análisis llega a una conclusión devastadora: la utopía de fundar el Paraíso en la tierra se hace imposible al burgués, ya que su liberalismo demuestra “su ineptitud radical para construir un régimen estable y el carácter fundamentalmente anárquico de sus declaraciones libertarias”. Las alternativas políticas del XIX europeo le dan la razón.

A partir del segundo capítulo se ingresa en el estudio más precisamente histórico. Partiendo de la restauración monárquica en 1815, el autor va siguiendo los avatares del siglo XIX, dedicando el espacio adecuado al análisis de las figuras centrales del pensamiento y la política. Destaca las dotes diplomáticas de Metternich, las crisis y revisiones en el campo del protestantismo, fundamentalmente derivadas de las inquietudes de los románticos alemanes, y describe con hondura el drama de Alexis de Tocqueville, un hombre del Antiguo Régimen que ve con melancolía el inexorable avance de la democracia en el mundo.

Luego de describir la situación social en la Inglaterra de la Revolución Industrial y relatar las alternativas de la unificación de Alemania gracias al genio político de Bismarck y los problemas de la ardua unificación italiana, entra Calderón en la segunda y más sustanciosa parte de su libro. Los capítulos X y XI analizan la crisis dentro de la Iglesia Católica, primero en la figura de Renan y luego examinando la figura de León XIII. De este último destaca su vocación de mantenerse dentro de la tradición de la Iglesia, aunque lamenta que su aceptación de la república francesa como un hecho inevitable haya concluido en errores como los que llevaron a la formación de la democracia cristiana.

El capítulo XII es uno de los puntos centrales de la presente obra. Calderón Bouchet estudia allí el marxismo, estableciendo clara y probadamente que no es ni religión, ni filosofía, ni ciencia, sino una ideología que concentra los errores y caracteres más perniciosos del espíritu moderno. No hay en las obras de Marx, escribe, “densidad suficiente para constituir un pensamiento filosófico capaz de responder con coherencia a todas las exigencias de un sistema. Su propósito más tenazmente perseguido fue hacer la revolución y en esa tarea se juega el valor de su pensamiento”. Las ideologías, que se cargan de todas las energías religiosas del cristianismo, son “un sistema de ideas forjado para dar una visión del hombre y del mundo en total conformidad con los propósitos dominadores, los intereses y las intenciones del grupo que la propone”.

A partir del capítulo XIII ingresa el autor en el análisis de Inglaterra en la época de la Reina Victoria. Si bien destaca el espíritu imperial inglés como expresión postrera de algunos valores tradicionales, rechaza en análisis pormenorizado la filosofía utilitarista en sus tres representantes principales: Stuart Mill, Darwin y Spencer. El utilitarismo, una “filosofía laica”, aceptó la necesidad de la democracia como instrumento para un reparto más justo de los bienes, pero sin abandonar el inmanentismo, el individualismo y la exclusiva motivación económica como motor del obrar humano.

Luego de haber alcanzado el control de los resortes de la vida económica y el predominio social, la burguesía se lanzó a fines del siglo XVIII a conquistar el poder político destruyendo los pilares del Antiguo Régimen: la Iglesia, la reyecía, el pueblo y la nobleza. Una vez hecha con el poder, su desarrolló derivó en la democracia liberal de fundamento individualista o en la utopía comunitaria del socialismo. Pero el espíritu es el mismo: el dominio del mundo mediante la técnica para construir “el Cielo en la tierra”, y la exclusiva consideración de la utilidad económica como motivación del obrar humano.

GONZALO SEGOVIA